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ArribaAbajo Carmen Gándara. 1900-200050

Monseñor Eugenio Guasta


En el sexagésimo libro de bautismos de la Merced de Buenos Aires, en el folio 1155, se lee: «En veinti y dos de setiembre de mil novecientos, el Ilmo. y Rmo. Mgr. Dn. Juan N. Terrero bautizó a Carmen Agustina, que nació el día ocho de Julio de este año, hija legítima de D. Carlos Rodríguez Larreta, natural del país, de treinta y dos años de edad y de Da. Carmen Marcó del Pont, natural del país, de veinte y ocho años de edad,... domiciliados en la calle San Martín 891, siendo sus padrinos D. Horacio Rodríguez Larreta... y Da. Avelina Pinedo...». Una nota marginal, firmada por monseñor Antonio Rasore, párroco por aquel entonces, informa que Carmen Agustina, «se casó en esta Parroquia el día 23 de Diciembre de 1920». Y en el vigésimo cuarto libro de matrimonios, correspondiente al año mil novecientos veinte, de la misma parroquia, llamada también todavía «de Catedral al Norte», en el folio 348 se lee que «el Ilmo. Señor Gobernador del Arzobispado, S.P. Monseñor doctor Luis Duprat, autorizó el matrimonio de D. Jorge Gándara,... hijo de D. Nicolás Gándara y de Da. Ana Santamarina,... con Da. Carmen Rodríguez Larreta...».

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Quién me hubiese dicho, hacia finales de mil novecientos cincuenta, durante el transcurso de una misión de la Compañía de San Pablo, en aquella misa celebrada en una modesta capilla de Dock Sur, donde y cuando conocí a Carmen Gándara, que cincuenta años después, como párroco de la Merced, hurgando el archivo parroquial encontraría estos datos que hablan de ella y más aún, que los haría públicos, teniendo como auditorio a quienes integran la Corporación de esta alta casa.

Hace también muchos años escribí lo que fue un intento de aproximación a la obra de Carmen Gándara51. El motivo para hacerlo era algo parecido a lo que Dámaso Alonso definió como tarea de la crítica entusiasta, que es en definitiva un querer acercar a otros a la obra admirada. Si se dio tal resultado no importa averiguarlo ahora. Lo que sí importa, al cabo de los años, casi cuarenta, es el haber recuperado, entre viejos papeles, un cuestionario destinado a ayudar aquella redacción, un instrumento de trabajo, que carecería hoy de todo valor si no fuese que junto a esas preguntas están las respuestas esclarecedoras de la misma Carmen Gándara.

El manuscrito al que me refiero conserva la espontaneidad y la llaneza originales. La obra de Carmen Gándara, demasiado olvidada, puede recibir luz de estas reflexiones dichas a vuela pluma por quien, quizás sea, en la literatura argentina, figura ejemplar en el intento de decir, de cifrar lo trascendente.

Son cuatro páginas manuscritas que empiezan a amarillear. Las acompañan unas breves líneas, cuyo párrafo central dice así:

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«Me fue imposible terminar de hacer esto en Buenos Aires. Estoy en la estancia y volveré el Domingo próximo. He tratado de reconstruir lo que hablamos el otro día. Si está un poco confuso se lo aclararé cuando vuelva».



No hay fecha, ni tampoco ninguna nota que pudiese servir como referencia. Mi recuerdo data esas páginas en mil novecientos sesenta y dos.

La estancia mencionada se llama Espadaña. Es un campo situado en el partido de Magdalena, cerca de la costa. Son tierras que formaron parte a fines del siglo XVIII y a principios del XIX del Rincón de Noario, vecino del Rincón de López, aledaños del Sanborombón y del Salado, o Saláu, como suena en algunas voces. Carmen Gándara lo consideraba su domicilio real. En aquellos pagos votaba. En ese campo escribió la mayor parte de su obra.

He frecuentado ese campo, en vida de Jorge Gándara y de Carmen, la Nena. He vuelto después, muchas veces.

Quiero recordar una. Fue una mañana de un invierno. A medida que nos acercábamos, el monte, isla oscura levantada sobre la lejanía, iba enumerando los eucaliptos sonoros, los cobrizos robles, los altos plátanos, las lambercianas majestuosas, los talas sufridos, los olmos brumosos. Llovía. El agua canturreaba sobre los caminos cubiertos de conchilla, esa conchilla traída de los estratos que se acumulan a lo largo de la bahía de Sanborombón.

La casa nos recibió sahumada de flores de aromo. En los anchos cuartos había ramos de camelias y de jacintos.

Hasta el cuarto esquinero que mira hacia el este, cuarto grande, encalado, silencioso, llegaban amortiguados, distantes, los ruidos de la casa. Alguna voz, alguna puerta y otra vez el silencio, ese silencio de las casas grandes, campesinas, que Cervantes, admirado, llamó maravilloso. Sólo se escuchaba el crepitar del fuego, chisporroteo de la leña   —392→   que se encendía en la chimenea ancha y profunda y se iba mezclando con el charloteo de los pájaros, afuera. Cruzó el aire el arpegio de plata de un hornero. El viento traía, desde el potrero junto a la manga, el mugir de mucha hacienda, parecido al viento de la costa o a un mar lejano, queja elemental, oscura, como si hubiese sido la misma tierra la que se lamentaba.

Los postigos entreabiertos dejaban entrar la luz que recortaba, sobre la austera desnudez encalada, las oscuras siluetas de los viejos muebles heredados. En esos mismos muros, un rancho achaparrado en el paisaje serrano, dibujo acuarelado de Enrique Larreta, una muerte de don Quijote, de Torres Agüero, un Marcel Proust en el acto de enarbolar su magdalena, ángel literario pintado por Norah. Borges, unas tintas de Horacio Butler, con siluetas de gentes y quintas del Tigre, una bendición papal impartida por Pío XI, una cerámica blanca y azul, mariana, a la manera de los della Robbia.

Un par de cueros de venado, algunas matras y el desvaído color de un poncho de fina urdimbre alfombran el piso de gruesas tablas olorosas de cera.

En un rincón, el escritorio y unos estantes donde se mezclaban Covarrubias y Corominas, con Ortega, Mauriac, Sarmiento, Quevedo, El Alef borgeano, Maritain, Claudel, el inconcluso Roca de Lugones, Birds of La Plata de Hudson, un destartalado diccionario de sinónimos, otro de americanismos, fotografías de familia, vistas de Nueva York de la década del treinta, la casa junto al lago patagónico, algunos cuadernos con tapas de tela rústica, gris.

Circundado de calma, un viejo sillón amarillo, junto al fuego. Al lado, un escabel, casi monjil, sostenía, todavía, unos pocos libros.

Ése era el sitio donde Carmen Gándara escribía. Donde escribió, sin duda, las respuestas a un cuestionario que respondió a principios de la década del sesenta.

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Las preguntas y las respuestas son éstas.

E.G.: ¿Cómo y cuándo empezó a escribir?

C.G.: Nunca había pensado que podía escribir. Aunque nací en una casa donde casi no se hablaba sino de literatura -y de política-, donde, para unos más, para otros menos, la preocupación literaria era principal, yo, apasionada también de lecturas y comentarios literarios no había soñado jamás que escribiría. El lenguaje literario, la lectura de los grandes libros eran cosa muy importante en mi vida pero no la vida misma. Eran la interpretación de una realidad que quería comprender. Entre los 30 y los 40 años una particular tristeza se mezcló a mi natural alegría de ser: era la tristeza de no servir. Por esos años conocí a María de Maeztu. Era extraordinariamente generosa, vital, espontánea. Un día le hablé de una novela recién leída de Faulkner. Se la di. No comprendió nada. Me hizo gracia que no viera en el libro lo que para mí era claro. Me puse a explicar, por escrito, lo que yo veía en el libro. Le di las cuartillas para que las leyera. Unos días después me dijo que había leído a un escritor -que yo no conocía- esas cuartillas y que ese escritor deseaba publicarlas. Le dije que estaba loca. Y así quedaron las cosas. Pasaron unos días y recibí una carta. Eduardo Mallea me pedía las páginas para darlas en el Suplemento literario de La Nación.

E.G.: ¿En qué medida mueven su vocación los talentos y las circunstancias?

C.G.: Mucho más las circunstancias. La realidad me apasiona, me conmueve, me abruma y me exalta. De pronto, un aspecto de la realidad se hace, en mí, figura, forma, cobra dimensión estética. No depende de mi voluntad, veo o no veo la cosa de ese modo. Nunca es una idea; es una figura, un tono, una temperatura que pide expresión. Así nacieron mis cuentos, mi novela.

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E.G.: ¿Hubo un momento en que descubrió su vocación?

C.G.: Empecé -como ya dije- a escribir ensayo y así fue como aprendí a pensar ordenadamente. Escribir me enseñó a pensar coherentemente, a deducir cuidadosamente, a poner en claro. Siempre por aquellos años, el 39, el 40 y 41, la amistad con Ortega, las largas conversaciones con él, me ayudaron a colocarme ante la realidad con la voluntad de mirarla bien y de extraer de ella su mensaje o su cifra. Más que a una vocación, que hubiera podido no manifestarse, debo a la circunstancia de hacer conocido a María de Maeztu, Mallea y Ortega el hecho de haberme puesto a escribir.

E.G.: ¿Escribir, para usted, es medio de expresión o de comunicación?

C.G.: Decía que la tristeza de no servir comenzó a pesar sobre mí en un momento dado. ¿Para qué habíamos nacido sino para dar? Vivir -o escribir- significa en último término, dar. Escribir no es, pues, para mí, un medio de expresar mi propio «yo» particular. Mis diferencias, mis rasgos diferenciales no me interesan ni me importan. Me importa el gran drama del hombre, el gran drama de la mujer y la medida en que participo de ese drama. Quiero comunicar, sí, pero no quiero hacer llegar mi monólogo sino establecer una correspondencia con las otras soledades. Crear una obra de arte es, para mí, hallar un nuevo aspecto de la verdad divina.

E.G.: ¿Cuáles fueron sus lecturas decisivas, cuáles los autores fundamentales?

C.G.: No sé cuáles fueron mis lecturas decisivas. Acaso mi autor preferido sea San Juan de la Cruz; acaso las novelas que más me impresionaron las de Dostoiewsky. Además la influencia del modo francés de pensar y hacer del lenguaje orden claro y armonioso ha tenido evidente   —395→   influencia sobre mí. En los últimos años he leído mucho a Ortega, mucho a Péguy; también a Nietzsche, a Kierkegaard. Tengo también predilección por Unamuno.

E.G.: ¿La crítica literaria es un ejercicio para usted?

C.G.: Tanto la crítica como la creación literaria son métodos de investigación de la realidad. No considero que la crítica sea un ejercicio sino un modo de clarificar, de descubrir con el autor el misterio que nos envuelve. El crítico debería puntualizar y extender los caminos del autor.

E.G.: ¿Cómo abordó la ficción? ¿Qué elementos integran el mundo que crea? ¿Cómo se cocinan?

C.G.: La primera obra de ficción que escribí fue La Habitada52. En aquel momento, estando yo en la estancia, se hizo forma en mí sin que interviniera mi voluntad, mi largo amor, mi viejo y hondo amor al campo nuestro y a la presencia del pasado. El pasado tiene para mí fuerza actual y es en la infinita soledad de la pampa donde esa fuerza cobra mayor dramaticidad. Pero esto lo pienso ahora, para explicar aquel cuento; cuando lo escribí no pensé nada; no hice sino dar voz a una gran emoción.

Los elementos se cocinan solos; todo se va armando en el secreto y si la voluntad interviene puede malograrse la elaboración. La Creación es un inmenso acorde hecho de innumerables acordes correlativos y crear, para el artista, es haber percibido la forma de uno de esos acordes, es haber hallado un camino, uno de los caminos de Dios.

E.G.: ¿Algunos datos sobre su novela?

C.G.: Los Espejos53 nació del paisaje donde el relato está situado. Una tarde, andando junto a ese lago, vi el   —396→   drama, imaginé el drama de un hombre y una mujer encerrados en aquella luz fría y remota. Era como si tuviera delante el caso humano concreto. A la mañana siguiente comencé a contarlo y lo terminé en un mes.



Hasta aquí, el manuscrito de Carmen Gándara.

He sido depositario de este texto y hoy, por primera vez, lo doy a conocer.