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ArribaAbajo Centenario de Oscar Wilde54

Alicia Jurado


Releer hoy a Oscar Wilde es, para mí, una manera de volver a mi primera juventud: aquella época iconoclasta en que nos deleitábamos todos con las brillantes paradojas y las irreverencias que colmaban la conversación de sus personajes teatrales. Este año se cumplen ya cien años de la muerte, en 1900, de este escritor irlandés que triunfó en Londres en la época victoriana, cuya rígida sociedad juzgaba al prójimo por el grado de su linaje y la dimensión de su fortuna y se prestaba a la sátira demoledora de Wilde, que nunca pasó de ser risueña ni pretendió cuestionar los temas graves. Por el contrario, al mismo tiempo que se burlaba de su época en aquellas comedias chispeantes de ingenio, los argumentos de las obras suelen girar en torno a los valores estrictamente convencionales de entonces: el clásico estereotipo del varón y de la mujer o el doble código implacable con las transgresiones femeninas en materia sexual y con las faltas masculinas a un sistema de honor referido a otros órdenes de conducta. Ejemplos de ello son El abanico de Lady Windermere, donde la sospecha de adulterio puede destruir a una señora respetada, y Un marido ideal, en que   —398→   un político exitoso puede verse arruinado en su carrera por la revelación de una imprudencia juvenil al vender un secreto que lo beneficiaba.

La diferencia entre dos autores igualmente divertidos por su lenguaje satírico como Oscar Wilde y Bernard Shaw, es que este último rara vez nos parece pasado de moda, por mucho que critique leyes que ya no tienen vigencia, porque por debajo de sus burlas incisivas se advierte una seriedad esencial: sus bromas tienden a modificar un estado legal injusto, mientras que Wilde se ríe de un mundo que desafía por puro juego. Los personajes femeninos de Shaw se destacan por su firmeza, su carácter y su independencia; las de Wilde son mujercitas triviales, cuya frivolidad exterior contrasta con una rigidez inflexible con respecto a la moral victoriana, por lo menos en cuanto a las apariencias. En suma: la comicidad de Shaw apunta a temas serios; la de Wilde entretiene sin fines ulteriores.

La vida de Oscar Wilde, brillante al comienzo y al final sombría, se parece a una tragedia griega. Nace en 1856 -vive apenas cuarenta y cuatro años-, llega al máximo de la fama como escritor, esteta, dandy, cultor del «arte por el arte» y extravagante en su ropa, sus opiniones y sus preferencias. Se casó con la desventurada Constance Lloyd, que debe de haber lamentado no poco aquel error de su juventud. Fue un hombre que se entregó por entero a los placeres de los sentidos y del intelecto y se advierte fácilmente que el personaje Dorian Gray de su célebre novela tiene fuertes rasgos autobiográficos.

La tragedia de Wilde empieza cuando le hace un juicio por calumnias al Marqués de Queensberry, quien lo acusó de corrupción de menores en la persona de su hijo Lord Alfred Douglas, un jovencito muy buen mozo que seguramente se dejó corromper con gran alegría. Pero las leyes inglesas eran muy duras y, lo que es más, se cumplían.   —399→   Wilde vio comprobado su delito y lo condenaron a dos años de prisión en la cárcel de Reading.

Ésta le inspiró la famosa balada que, a parte de su patetismo, tiene la originalidad de ser escrita, no desde el punto de vista del reo a quien van a ajusticiar por homicida, sino desde el de los otros presos, angustiados por la inminencia de la ejecución. «That fellows got to swing!» (¡Este tipo tendrá que hamacarse!), se murmuran uno al otro, señalándolo. Mirarán con horror el sepulcro recién abierto antes de ahorcarlo; la noche en que el condenado está en capilla, los demás andan mudos y a muchos de los que no rezan nunca, los guardias los ven rezar.

Esta balada es, seguramente, lo mejor de la poesía de Oscar Wilde, que hoy resulta difícilmente legible porque los poemas suelen ser muy largos y están colmados de alusiones a la mitología griega. Adolecen, además, de un defecto fatigoso: casi no hay sustantivo sin su correspondiente calificativo, exceso que vuelve pesados a los versos. Me gustó, sin embargo, un soneto que descubrí en Roma, en la casa donde vivió Keats -hoy museo- en la Piazza di Spagna. Su tema es la muerte prematura del joven poeta, cuando buscaba en Italia un clima más favorable para su tuberculosis. Comienza así:


Libre de la injusticia y del dolor del mundo,
Descansa al fin bajo el velo azul de Dios.
Arrancado de la vida cuando la vida y el amor eran nuevos,
El más joven de los mártires yace aquí.



Traduzco literalmente y se ve la sencillez de los versos; en general, sin embargo, los poemas pecan de artificiosos y meramente decorativos. En cambio sus cuentos de hadas, que todos leímos hace mucho -El joven rey, El príncipe feliz, El gigante egoísta, El ruiseñor y la rosa-   —400→   son poéticos y sentimentales y creo que en su género pueden perdurar.

La única novela de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, quedará también como uno de los argumentos más escalofriantes de la literatura. Hay tres personajes principales: el inocente jovencito Dorian Gray, el pintor que hace su retrato y el cínico Lord Henry que escandaliza con sus bromas contra las costumbres establecidas, pero al poco tiempo entra en la narración un elemento mágico: a medida que Dorian se va corrompiendo al paso de los años, nada de eso revela su rostro eternamente joven y puro; es el retrato el que se modifica y adquiere en su fisonomía no sólo la vejez, sino todas las señales de la degradación que hubieran correspondido al hombre de carne y hueso. Hay un momento en que Dorian comete un crimen y la mano del retrato se tiñe de sangre; la efigie mágica ha sido escondida en un cuarto en desuso del que sólo el dueño conserva la llave, pero llega el día en que Dorian, desesperado, le clava un cuchillo, él mismo aparece muerto con el cuchillo clavado en su propio cuerpo, el retrato recobra el aspecto juvenil e inmaculado de otrora y los sirvientes sólo pueden reconocer al amo por los anillos, tan envejecido y abyecto ven al cadáver.

Indudablemente, la mayor fama de Wilde fue como autor teatral. Frases suyas han quedado célebres: «Puedo resistir cualquier cosa menos la tentación»; o que, para que una reunión tenga éxito, hay que invitar «mujeres con un pasado y hombres con un futuro». «Cuando la gente está de acuerdo conmigo, siempre siento que debo de estar equivocado». «En este mundo hay sólo dos tragedias: una es no obtener lo que uno quiere y la otra es obtenerlo. La última es, con mucho, la peor».

Las réplicas no tienen desperdicio.

-El mundo fue hecho para los hombres -se lamenta una dama.

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-¡No diga eso, Lady Streetfield! -le contesta otra-. Nosotras lo pasamos mejor que ellos. Hay muchas más cosas que nos están prohibidas.

-¡Qué gran cosa es encontrar a una mujer que lo comprende a uno perfectamente! -dice un caballero.

Y Lord Darlington advierte:

-Es algo muy peligroso. Siempre acaban por casarse con uno.

Lady Windermere pontifica:

-Una mujer debe confiar en su marido.

Y otra señora responde:

-Londres está lleno de mujeres que confían en sus maridos. Siempre se las puede reconocer. Tienen un aspecto tan desdichado.

-Las mujeres feas siempre tienen celos de sus maridos; las bonitas, nunca -comenta alguno. Y lord Illingworth replica:

-Las bonitas nunca tienen tiempo. Siempre están tan ocupadas teniendo celos de los maridos ajenos.

En otra oportunidad, dice Mr. Cecil Graham:

-Un hombre que habla de moral es generalmente un hipócrita y una mujer que lo hace es invariablemente fea.

Oigamos a Lady Caroline Pontefract, refiriéndose a un miembro del Parlamento:

-Debe de ser muy respetable. Una no lo ha oído nombrar en toda la vida, lo que habla muy en favor de un hombre, hoy en día.

Otra señora hace una observación no sólo válida para la Inglaterra del siglo diecinueve:

-Ahora que la Cámara de los Comunes está tratando de ser útil, hace muchísimo daño.

A veces el cinismo causa gracia por su desparpajo. Dice Mrs. Erlynne, el discutido personaje de El abanico de Lady Windermere:

-Si una mujer se arrepiente de veras, tiene que ir a una mala modista. De lo contrario, nadie le cree.

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Y Lord Illingworth, en Una mujer sin importancia, se queja:

-Es monstruoso cómo anda hoy la gente, diciendo a espaldas de uno cosas en su contra que son absolutamente ciertas.

La tía Agustina, en La importancia de llamarse Ernesto, recomienda a su sobrino:

-No me gustan los noviazgos largos. Dan a la gente la oportunidad de descubrir el carácter de cada uno antes de casarse, que nunca me parece aconsejable.

Y la misma tía le recomienda al muchacho:

-Nunca hables mal de la Sociedad, Algernon. Sólo lo hacen los que no pueden entrar en ella.

Termino este muestrario con la descripción que alguien hace de una novela:

-Los buenos terminan bien y los malos, mal. Eso es lo que significa la palabra Ficción.

Hay una obra teatral que difiere de las otras en ser dramática: Salomé. Con un tono intensamente poético relata la historia bíblica, pero la feroz sensualidad de la protagonista la hizo prohibir en Inglaterra; se publicó en francés en 1893 y Sarah Bernhardt la representó en París al año siguiente.

La otra prosa conmovedora de Oscar Wilde es un librito titulado De Profundis que relata su experiencia en la cárcel. Entristece pensar que un hombre como él, amante de la belleza en sus formas más refinadas y exquisitas -de las flores, las sedas y las joyas- se haya visto obligado a reducir a estopa las sogas que le entregaban en la prisión, a limpiar su celda, a entrever apenas el sol a través de una ventanita enrejada y a sentir sobre sí el peso tremendo de su oprobio y su ostracismo social.

«Yo que fui señor del lenguaje», dice, «no tengo palabras para expresar mi angustia y mi vergüenza». Sus padres le habían legado un nombre honorable y él se lamenta:   —403→   «Yo deshonré eternamente ese nombre... Lo arrastré por el fango».

Wilde, en la cárcel de Reading, no se excusa: asume su culpa. En aquellos días la homosexualidad no se veía como una cuestión de genes defectuosos y la procura de estupefacientes no era interpretada como el resultado de la falta del cariño paterno. A diferencia de ahora, en que todo se explica y disculpa, eran tiempos duros, que no perdonaban nada.

«Yo fui un hombre que estuvo simbólicamente relacionado con el arte y la cultura de su época», dirá. «Pocos tuvieron una posición semejante en su vida». «Los dioses me dieron casi todo». «Pero me dejé inducir a largos períodos de comodidad sensual y sin sentido. Me entretuve siendo un flâneur, un dandy, un hombre a la moda. Me rodeé con las naturalezas más bajas y las mentes más mezquinas...». «Cansado de las alturas, fui deliberadamente a las profundidades en busca de nuevas sensaciones. Lo que fue para mí la paradoja en la esfera del pensamiento, llegó a ser la perversión en la esfera pasional. Me dejé dominar por el placer».

Cuando yo revisaba en Edimburgo la correspondencia de Roberto Cunninghame Graham, hallé una carta suya al pintor William Rothenstein en que le habla del proceso de Oscar Wilde: «¿Por qué inició Oscar el pleito teniendo tales antecedentes?». «¿Por qué no huyó después del veredicto?». «A menos que supongamos, al fin de cuentas, que Oscar no sea en absoluto un hombre de mundo sino sólo "un hombre de Oxford", es decir un imbécil». Pero fueron amigos, solían almorzar juntos y Graham fue generoso con él en la hora de su humillación. Desde París, Wilde le escribe en 1898 agradeciéndole los elogios a la Baladas y sus palabras reconfortantes. En esa carta le dice: «me gustaría que pudiéramos encontramos para hablar de las muchas cárceles de la vida -cárceles de piedra, cárceles de pasión, cárceles de intelecto, cárceles de la moral y así   —404→   sucesivamente-; toda limitación, externa o interna, es una cárcel, y la vida es una limitación».

Los ladrones encerrados tienen la ventaja de que se los conocía en ámbitos muy restringidos; Wilde, en cambio, dice: «he venido, no de la oscuridad a la notoriedad momentánea del crimen, sino de una suerte de eternidad de la fama a una suerte de eternidad de la infamia». Ahora, dirá, no le queda otra cosa que tratar de volver a ser feliz, de buscar otra vez la creación artística como reivindicación y consuelo.

No lo consiguió. Murió en París, hace cien años, en el barrio latino y el entonces modesto alojamiento que hoy se llama L'Hotel y es carísimo y más bien feo, pero donde solía parar Borges por cariño a la memoria de su brillante predecesor.

Murió pobre, solitario y repudiado, aquel ídolo de la sociedad inglesa de la que tanto y con tanta gracia se burló.