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Cancionero popular rioplatense. Lírica gauchesca

Tomo I


Jorge M. Furt



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Indicaciones de paginación en nota1.




O voi ch'avete gl'intelletti sani
mirate la dottrina che s'asconde
sotto il velame degli versi strani!


(Dante, Inf., IX, 61-63).                


En aras de la patria, dedico
a la estirpe gauchesca
esta obra cimentada en su poesía
y alentada por hondo afecto.




ArribaAbajoAdvertencia

  -[9]-  

A la vera de las escuelas que imprimen su pauta, más o menos insegura, a nuestros cantores cultos, va otra corriente de poesía que, surgiendo del alma popular, hace oír su voz mitigada por las brisas pampeanas, las serranías agrestes o los bosques silenciosos; y esta poesía se desliza serena por los hontanares de la patria, humilde y pura como el hilo de agua que corre entre las piedras de arroyo murmurante, insegura y delicada como la voz del ave en la intrincada fronda...

He reunido parte de esa lírica gauchesca, retoño de la musa de nuestros campos y engendro cimentado en los caracteres del español y del indígena, doble ascendencia que funde en el crisol de las Indias a la nativa estirpe. Presento este libro -que sólo me atrevo a divulgar porque es la primera tentativa de una publicación metódica de esa poesía- a los pocos que se interesan por esta índole de estudios, en una tierra más inclinada -y pesa el confesarlo- a la frivolidad y al comercio, que a la desinteresada labor. Entraña, por otra parte, una sincera si menguada ofrenda a la argentinidad, en los gauchos que ya ven profanado el inculto suelo, con el   -10-   extranjero que destruye las tradiciones, y el arado que descubre sus flancos, poblados aún ayer de misterio y de leyenda. A los hijos de nuestra tierra lo dedico pues, ya que él fue inspirado por el afecto de su estirpe y ya que ellos me dieron su ayuda y su aliento, como homenaje a su presencia y muestra de hondo cariño a su genio ilustre; cariño que fue mi única ayuda para llevar al cabo esta ardua, tarea -direlo sin asomo de una pueril vanidad- en cuya realización puse largos años, en los cuales él sólo pudo mitigar, siquiera en parte, los no pocos sinsabores que el frecuente egoísmo nos dispensa, ofreciendo en el laborioso estudio, fuente inexhausta de altísimo consuelo.

No se me oculta la hispánica raigambre que ostentan algunas de estas canciones, pero si alguien me objetara que ellas están de más en una recopilación cuyo carácter localista se pregona, y que me falta derecho de ahijarlas a la musa nativa, responderíale que el prístino origen no alcanza a destruir el sello indígena, prestado por nuestros gauchos, al adoptar esas coplas como creación de su propio temperamento, al trasladarlas a su pensar y hasta a un lenguaje suyo, al infundirles en el canto, en el dicho y aun en su íntimo significado, el carácter absolutamente criollo de su raza. Ellos conservan, con honda persistencia, sin ser indios ni españoles, los rasgos del doble origen: fuera, en verdad, injusto, destituirlos de este patrimonio que se muestra refundido -al igual que en un carácter - en una lírica y en una expresión particulares.

Con el mayor respeto por su pensamiento y por su forma,   -11-   he transcrito las flores de la musa popular de cuatro provincias argentinas, unas tal como las oí en las pulperías o en los ranchos; otras tal como me las enviaron de su misma fuente, reformando sólo en la ortografía las faltas garrafales, y guardando en todas ellas los modismos y defectos que a veces los versos nos descubren. Las más provienen directamente de este origen, aunque me he servido de algunas obras -que oportunamente dejo enumeradas- para añadir a esta colección ciertas estrofas y variantes.

A un arte libre, esencialmente libre y romántico, aquí rinde tributo un credo sustentado, con humilde fervor, en aras del clasicismo; mas a esto no se vincula, por supuesto, una claudicación en mi profesión de fe literaria; pues es necesario ver la diferencia fundamental entre este arte popular, libre pero espontáneo como el grito de la naturaleza que se escapa del corazón -diría Hegel-, y aquel otro arte libre, el de la poesía culta, admirable postulado de belleza, malogrado si el genio no lo alienta y cuyos discípulos pregonan, con manejo harto rastrero, el desvarío del pensamiento y de la forma. Alejado de cenáculos y salones de renovación, forjadores de la íntima gloria de sus miembros, nada les debe mi joven entusiasmo, así no se podrá achacar como atenuante, a mi parecer que se escuda en la más imparcial sinceridad, ni la dependencia servil, ni el encono partidario de algún centro. Y si adopté con hondo convencimiento bajo el cielo de la patria, uniéndolos en el amor de la belleza, el credo religioso de Estrada, el credo argentinista de Rojas, y el credo clásico de Oyuela, en cuanto a lo que entrañan sus teorías, uno solo fue   -12-   mi maestro en la senda enmarañada al par que luminosa, del arte: en Menéndez y Pelayo, y al amparo de la sombra novecentista, reverencié al talento guiador de las Ideas estéticas que surgen de cada obra, vaso antiguo rebosante de pensar moderno, y en cuyo canon poético se recoge la serena esencia, del alejandrino fecundo e inolvidable de Chénier.

He pretendido mostrar en unas páginas de introducción, cómo la lírica nutrida con la savia del ingenio nativo, después de manifestarse con su nueva floración, cuando la avenida castellana, logra perpetuarse en una corriente no interrumpida hasta los días actuales. Allí veremos -si mi propósito se cumple- cómo esa poesía ostenta un carácter original, por el medio y por el refugio de las dos sangres, que se entroncan desde los años primerizos de la conquista; y, aunque unificado, con qué honda persistencia prevalece, cada cual con su modalidad, el doble origen. Veremos, también, cómo el tipo gauchesco aparece, en su progenitor indígena y castellano, en la estirpe de la época inspiradora de los poemas de Hernández o de Ascasubi, y finalmente, en estos tiempos, cuando podemos contemplar todavía el misterio de sus almas, donde se alienta la angustiosa dualidad del amor y la tristeza infinita.

Páginas cimentadas en ingente amor por nuestra tierra, pensiero dominante -que diría el cantor de Recanati-, en las cuales se une en íntimo consorcio profundo amor por la hermosura -sea tallada por rústico cincel en la agreste piedra-, he creído que su presencia no es antojadiza en una obra donde el alma popular expone su lírico atavismo, en la   -13-   musa que, al cantar, desliza el hondo cariño, la ironía sagaz y penetrante, por veces la sutil sentencia y casi siempre la pena inconsolable. Evoco impresiones de mi trato con esas gentes, y de la referencia, en ciertos casos peregrina, que he recogido a mi paso por los libros, y, de todos modos, si esto no pudiera ser el ansiado cuadro de una poesía o de un personaje, restaríame siempre el prurito del propósito inicial: el honestar mis anhelos de belleza y mis preocupaciones estudiosas. Y en verdad he conseguido mi premio, en gran parte, si considero que al escribir esas páginas desinteresadas en absoluto, lograron evocarse con amoroso placer, horas de dulce comunidad espiritual y de gratas añoranzas, haciendo olvidar, siquiera por breve trance, la duda ineludible sobre el valor de la propia obra.

Así, con los ojos puestos en la patria y en el arte nativo, logré ver allegarse en mis horas de trabajo, la sombra gauchesca, bienamada... Así creí sentir, por veces, a mi lado, la evocación tangible de la estirpe heroica y soñadora que aún perpetúa su carácter en estos días azarosos, y así la ilusión llegó a tanto, que junto a esta enrejada ventana, al través de la cual alcanzo a divisar la grandeza infinita y solitaria de la pampa, creo que hasta el rayo de sol que como ahora se detuvo sobre mi mesa, me atrajo la lumbre del pasado, rayo de ese mismo sol que recibiera, hace siglos, la súplica fervorosa del carmen horaciano:


Alterum in lustrum, meliusque semper,
proroget aevum!



  -14-  

¡Sean las estrofas del poeta venusino ungidas por el arte, el canto eterno que también resuene en nuestra tierra!

¡Y ahora que concluyo este libro, ojalá -sólo por el espíritu que encierra- alcance a difundirse por sus páginas una brisa, siquiera menguada pero inexhausta, de eternidad! Vislumbré esa única esperanza desde que alguna vez, mudos sobre nuestras cabalgaduras, contemplábamos a la oración, la llanura inmensa, silenciosa, despoblada; el gauchito compañero hundía la honda mirada en la claridad de los cielos y las sombras de la tierra, semejante, hacia el poniente, a un mar en reposo, y pude, a esa hora, imaginarme y sentir, en el corazón angustiado, la esencia deleznable y vana de los hombres y las cosas. Y en la melancolía soberana del atardecer en esta tierra cuya grandeza, no puede concebir quien no la admira, alzábase el misterio de la vida y de la muerte ante la naturaleza inmutable, taciturna... Pero, forjada por el destino, creí ver cruzar por esa pampa la sombra predestinada de nuestro gaucho payador, en cuyo símbolo sobrevive la musa, nativa: sombra ostentadora de férrea esencia...

Y allí, aunque ya su fuente se agostase, sentí esa eternidad de tal poesía, que alcanza a mantener su fuero nobilísimo, hasta días en los cuales el resplandor utilitario y extranjero humilla su claridad, así como el lucero de la mañana, cuando ya el avanzado amanecer rasga la noche de leyendas, todavía logra perpetuarnos en su tímido fulgor, la poesía del cielo estrellado, enaltecida, por el enigma, luminoso de esos mundos, y viviente en el misterio de la tierra...

Marzo de 1923.



  -[15]-  

ArribaAbajo Introducción

La lírica popular rioplatense


I. La poesía popular rioplatense: su significación a través de la teoría hegeliana. Su génesis indígena y española. La adaptación y la creación gauchescas. Transformaciones que esa lírica y dramática sufren en nuestro medio: su transmigración a los escritores cultos. La poesía popular en su expresión estética e ideológica.- II. La estirpe nativa: índole de su doble ascendencia. El paisano de nuestros días. El indio progenitor. El gaucho de la leyenda.



I

A la par de la tendencia académica, que se ostenta con los platónicos españoles del siglo de fray Luis de León, se alimentaba la tendencia popular, asentando sus raíces en las tradiciones de la patria y de la lengua primitivas. Penetrando en esa época de la cultura castellana, a principios del siglo XVI, cuando Boscán y sus seguidores introducen en su literatura el estilo y la métrica de Italia, vemos plantearse la divergencia entre éstos y la escuela de raigambre popular, que traía en su ramaje fecundo la savia que diera vida al cantar máximo en los orígenes de la raza. Álzanse con esta ocasión, en defensa de los fueros   -16-   nativos, las voces partidarias que nos permiten precisar la importancia de ese arte, en horas muy cercanas a la conquista de las Indias, a las cuales debían llevar el caudal poético que en su musa popular se atesora. Aunque no tan sólo aportarían la influencia lírica sino también, en general, toda la literaria en la formación de una nueva progenie intelectual, progenie largo tiempo olvidada, y después reconocida, según nos lo hace notar la misma pluma de algún cronista literario español2.

Cristóbal de Castillejo, poeta representativo en el comienzo de su generación, es quien, con fervor más grande, levanta su voz para abogar, como decíamos, en el sentido de enaltecer la escuela nativa y popular, sobre la otra extranjera que a sus ojos se mostraba peregrina, renovando en sus años la teoría floreciente con Juan del Encina en la Edad Media; y a su lado vemos la figura secundaria de Gregorio Silvestre, el portugués que, en sus postreros tiempos, desertara su credo juvenil por la escuela combatida. Es esta corriente poética la que penetra en las colonias hispanas dando los primeros frutos de un arte nuevo. Al contemplar, pues, desde su nacimiento, el desarrollo de   -17-   nuestra ciencia y de nuestro arte populares, vemos cómo en el árbol añoso de la conciencia indígena se injerta -cuando la llegada española- una rama de floración genuinamente ibérica; vemos cómo, unidas las dos savias, alimentan en su tronco, ahora, doblemente secular, un retoño híbrido y fecundo que se vigoriza, y cubre, con el andar del tiempo, la fronda primitiva, recogiendo apenas, en modo débil y ocasional, una fugaz influencia de la tierra africana.

Anotada, por los dos historiadores de las letras argentinas, la similitud conceptual de evolución en nuestro medio, entre la épica popular y el proceso que Hegel estudia y define en la epopeya homérica; las ideas del gran estético alemán sobre la lírica no han sido -al menos que yo sepa- aplicadas en nuestro arte respectivo3. Bien es verdad que, en un principio, ellas casi se circunscriben en el género antedicho, donde se agrupan todos los engendros de la primitiva conciencia artística de los pueblos, pero nos manifiestan, sin embargo, después de tal principio, una orientación particular y definida. Remitido el lector, en cuanto a la épica, a las dos obras mencionadas, penetraremos en el pensar del filósofo germano.

Únense en sus orígenes, como hemos dicho, los dos géneros poéticos, tanto por la comunidad de la materia, como, y sobre todo, por lo impersonal de las creaciones,   -18-   pues el artífice se oculta tras el asunto. «Por consiguiente -nos dice Hegel- aun cuando en el canto popular puede expresarse el sentimiento más concentrado del alma, no es, sin embargo, como perteneciente a un individuo que se revela con su originalidad propia en la representación artística. La condición de una identificación semejante es un estado en el cual la reflexión no se ha despertado todavía, falta de la cultura intelectual. El poeta, entonces, no es más que un simple órgano por el cual la vida nacional se manifiesta bajo la forma del sentimiento o del pensamiento lírico.

»Esa originalidad da, sin duda, al canto popular una frescura sencilla, una concisión llena de fuerza y una verdad sorprendente que muchas veces son del mayor efecto. Pero, por eso también, ofrece fácilmente algo de fragmentario, desordenado, brusco, una falta de desenvolvimiento, que puede llegar a la obscuridad. El sentimiento permanece profundamente concentrado y no puede llegar a expresarse perfectamente. Además (y este es el carácter particular de la época entera), aunque la forma, en general, sea perfectamente lírica, es decir, presente un carácter subjetivo, sin embargo, como se ha dicho, falta un personaje individual que manifieste esas ideas y esos sentimientos como emanando de su propio corazón y de su espíritu, y que presente esas obras como producto de su actividad artística»4. Pero bien se nos alcanza, a pesar   -19-   de tal juicio, que aun cuando el poeta nominal no aparezca, los cantares que crea el payador, que el gaucho le escribe o le canta a su amada en prenda de cariño, brotado en su momento de pena o de bonanza, adquieren un tinte de viva personalidad, y después, aunque ensamblados en un género que los adopta y los generaliza, persiste en su misma emoción el reflejo del alma que les da vida y color propios.

La libertad creadora de tal arte, que pasa por sobre la forma para expresar el pensamiento, o sacrifica la idea a la necesidad del ritmo, produce la más amplia independencia de expresión; pero, bien mirando, se logra distinguir la valla profundísima extendida entre esta musa popular y el arte llamado libre, en la poesía culta. Todo lo que aquél tiene de subjetivo, de sincero y de espontáneo, tórnase en éste, en deliberado desaliño del pensar y de la forma, con el cual no logra el escritor, las más de las veces, alzarse sobre enmarañada bajeza, al menos que ostente un genio capaz de llevarlo, con su inspiración, a las cumbres serenas de la hermosura5.

Como decíamos al comenzar estas líneas, vemos consumarse   -20-   el milagro del amor y de la poesía en nuestros siglos coloniales, a pesar de la tirantez irreprimible que se manifiesta entre el alma indómita del indio y el carácter arrogante del hispano, sentimiento que perdura con eco sordo y persistente en días actuales, va doloroso atavismo de la sangre generadora que en tres centurias lo renueva. Bien lo sabemos que no cabe en este sitio el hablar de esto que nace de tan lejos, y cuya raíz se ahonda hasta enlazarse con la creación de nuestra nacionalidad; ni el analizar un sentir que se ostenta aún con el vínculo estrechísimo del idioma y de la raza que plasma el molde americano; no es este el sitio para una acusación una disculpa, pero, sin quererlo, acuden a la memoria, por sobre las querellas partidarias, las líneas de un cronista colonial, y español, llevaderas quizá de la verdad donde esa llama se encendiera...6

  -21-  

Pero, la creación poética se realiza, a pesar de tales circunstancias, y únese el aporte, dos veces soñador de la nueva lírica. Si la crónica -por otra parte único género literario que, en prosa y en verso, prospera en tierras americanas- y la poesía culta, traen el sello de la civilización que los originara, a pesar de que fuesen nativos sus cultivadores; la poesía popular, aún guardando en gran parte ese carácter, logra adquirir, por la misma índole de su formación y de su ambiente, una doble personalidad: la de las dos ascendencias del payador. Más tarde ella se funde en un solo tipo de lírica que guarda, con sentido y variaciones especiales, el mismo idioma del hispano, mezclado al dialecto de la tribu paterna; formación que persiste en las estrofas bilingües de guaraní o quechua y castellano, en las cuales surge todavía la esencia evocadora de aquella musa agreste y original, anterior a la conquista. Oigamos, por ejemplo, este triste, donde parece perpetuarse el canto doliente y el vibrar melancólico de las arpas y las guitarras en los bosques santiagueños...

  -22-  

Purinimi munasuspa
dando vueltas alma mía,
sin decir que te quería
sonkketilluy penkkacuspa.




       Ando queriéndote
      dando vueltas, alma mía,
      sin decir que te quería
      de vergüenza, corazoncito.




Te remití un papel
sustumanta chucucuspa,
para que veas por él
puriskkaita munasuspa.




      Te remití un papel
      temblando de susto,
      para que veas por él
      que te andaba queriendo.




Utkkay viday, muspaspaj,
de estos dolores sácame,
y mana munaaspaspaj
de una vez desengañame.




       Ligero vida, apurate,
      de estos dolores sacame,
      y si no me quieres también
      de una vez desengañame.




Kacuyna Ituacas purispa
por los bosques silenciosos,
triste andaré sin reposo
iuyasus huañunaicama...




       Llorando como el kacuy
      por los bosques silenciosos,
      triste andaré sin reposo
      recordándote hasta morir...7



Unido de tal modo el quechua, en este caso, al castellano, las coplas, así formadas, exponen en el canto la doble armonía de nuestro idioma patrio y de aquella lengua, que   -23-   alcanza a penetrar en el alma europea, a pesar de la difícil íntima comprensión de los temas populares de un pueblo por otro pueblo8. Y junto con las coplas absolutamente indígenas, con las que mezclan las dos hablas, y con las que crea, genuinamente propias, la nueva raza, se prolonga siempre con atenuado vigor la pura creación española. En los metros como la seguidilla y algún otro, la transmigración de términos y de pensamientos se cumple en el medio atávico de nuestros campos y esos versos, apareciendo con la leve, y a simple vista única, variante de la forma, son los que se registran en las colecciones españolas9. Otras formas de menos adaptación, acaso el romance, verbigracia, tan sólo se vinculan por la memoria, sin cambio alguno, y las recitan o las cantan, desconociendo, por veces, el verdadero significado, guardándolas por la eufonía del ritmo, por la belleza de alguna imagen o por la analogía del idioma. Así se explica que esos versos se oigan en nuestros días, de cuando en cuando en las moradas provincianas.

Bien sé que hay quienes, apoyados en esta persistencia, pretenden ver en nuestro gaucho, un andaluz aclimatado en el ambiente de América; tesis esta por demás antojadiza y falsa, que el personaje mismo, con su pensamiento   -24-   y su carácter desvirtúa. Y lo peregrino de la idea se acrece, no poco, para todo aquel que en levantando la vista, sobre el tipo actual ya bien genuinamente definido, interrogue su antiguo origen, examinando de paso las modalidades que descubre; y entonces alcanzará a dominar, desde esa atalaya de imparcial sinceridad, el alma de la estirpe gauchesca, y vera desdoblarse en esos siglos Coloniales la sangre heroica y soñadora, y surgirá ante esa mirada el aporte de melancolía, de renunciamiento y de fatalismo, con la sangre indígena; el aporte de altivez, de devaneo heroico, con la sangre española, y quizá, extremando la visión, el aporte de sensualidad con la sangre africana; y todo ello se unirá plasmando una individualidad nueva que, en el desierto pavoroso10, reúne todos esos atavismos, forjando un espíritu propio en la soledad y en el misterio que sus noches o sus crepúsculos encierran... De ahí, que si es justo reconocer -grato homenaje a una raza que nos creó y a una de las literaturas más luminosas que fueron en el mundo- la parte que de su herencia ancestral persiste en nuestra tierra; es también justiciero recordar otras corrientes étnicas y espirituales, que concurren a la formación del carácter argentino. Que no ha menester recordarse, que, si bien después de independizarnos políticamente de España, recién renunciamos -quizá en malhora- a su prevalencia literaria, ya mucho antes, por cierto, habíase formado por aquellos motivos, la conciencia de una nacionalidad y de una raza, tan propias y tan grandes, como esa pampa, en cuyos límites -fuera   -25-   del cielo unido con la tierra en el horizonte- la mirada humana no logra detenerse...11

Establecida así, en breves líneas, la índole y la importancia de la influencia hispánica en nuestro cancionero popular, transcribiré ahora uno de esos romances, recogido en el corazón de nuestras sierras cordobesas.



   En España está una ermita
que la llaman San Simón,
donde damas y galanes
acuden a oír sermón.

   Ya sale doña María,
hija del gobernador,
con su hermosa pierna alabada
y su toca de almidón.

   Porque al entrar a la iglesia
el chapín se le cayó,
al agacharse a alzarlo
su hermosa pierna mostró.
-26-

   Las mujeres por envidia,
los hombres por atención,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

   El que estaba repicando
del campanario cayó,
el que decía la misa
en la misa se turbó;
por decir: Santo Evangelio,
dijo: maldito sea el amor;
el sacristán le responde:
¿Qué es eso, padre, por Dios?

   ¡Ah! ¡pícaro, desatento,
tan presto te has defendido!
Vean por una hermosa pierna
todo lo que ha sucedido12.



Como este romance conservado en Córdoba, así también nos encontramos, por ejemplo, con el romance de Las hijas del rey, en los pagos santiagueños, o el de Don Claros, en los pagos bonaerenses; sin que se deba dar, por supuesto, mayor importancia a esta determinación de sitios, ya que, como dijimos, salvo núcleos reducidos, la mayoría de nuestro cancionero es común en las distintas comarcas de la tierra madre.

Se ha querido ver en algunas danzas y cantos gauchescos, un eco, perpetuado al través de varias generaciones, de un primitivo ceremonial indígena; tal cosa ocurre, por   -27-   ejemplo, con la Ronda de Amaicha, en la cual la letra que se entona en el baile nos describe, fragmentariamente cómo ha llegado a nuestras manos, un establecido desarrollo en los movimientos de los que en él actúan. Esa poesía tan evocadora renueva, así acrecida con el mito antiguo, la esencia de su honda penetración, y vemos, por no citar otros, en la firmeza surgir el lance del amor con los gestos, el diálogo y la música; en el llanto, el corazón que se angustia con ingenua y penetradora amargura13.

Y si de esas formas prístinas y vacilantes de nuestra dramática naciente, cuyo cauce se acrece hasta llegar a un momento de plenitud, donde no encuentra el intérprete de la epopeya, y entonces su linfa va agostándose, porque ya ha pasado su hora de florecimiento; si de esas ceremonias litúrgicas y profanas, destruidas en su carácter primerizo por el cristianismo que en abatiendo los ídolos del indio, cercenó en su raíz el culto sencillo y férreo que él les tributaba en la soledad de la naturaleza y de su alma; si de esos bailes gauchescos, dramática en germen que une la monótona dulzura de la música y del canto, al movimiento lleno de recato, de sencillez y de elegancia en las parejas; si de esto pasamos a las formas genuinamente líricas, sentimos también, detrás de su expresión, la lumbre clarísima   -28-   del hecho o del sentimiento inspiradores; modalidad que se aumenta todavía en las coplas históricas o indígenas.

¿Quién no sentirá, conociendo la acción, vivir ante los ojos del espíritu, la marcha mortal de Lavalle, en aquella vidalita que nuestros soldados le cantaran? Después del crimen de Jujuy nos parece ver desfilar el mudo cortejo de los paisanos tristes y cabizbajos, llevando el cuerpo amortajado de su jefe, el caudillo heroico; y la comitiva doliente adelantarse, con lento andar, por los desfiladeros estrechos, tortuosos, en la quebrada, sobre el río Humahuaca, oyendo, repetido por el eco de las montañas solitarias, el clamor de los perseguidores enemigos. Y avanzando, avanzando siempre el fúnebre cortejo por las laderas agrestes, del corazón de los gauchos inclinados sobre sus cabalgaduras brotaba al fervor de su cariño, triste como un sollozo, claro como una lágrima, el postrero canto:


Palomita blanca,
      vidalitá
que cruzas el valle,
ve a decir a todos
      vidalitá
que ha muerto Lavalle.



O si, por ventura, penetramos en nuestras tierras araucanas, el mito fantástico del cacique indio cobra forma y alma en la evocación; pasa como un tigre -nos dice el canto- ante la tribu temerosa; y ello se vislumbra en esa región de lagos y de nieves, donde el misterio de la naturaleza   -29-   se escuda en las inclemencias del frío y en la grandeza inexplorada de sus montañas, de sus selvas y de sus llanuras, que sólo se detienen ante el mar antártico, soberbio e infecundo, el wide sea que inspirara la Rima de Coleridge. Oigamos ahora el canto de Caupolicán:


¿Quién es este
como el tigre
que por el viento pasa
con su cuerpo fantástico?
Cuando lo ven los robles
y las gentes esas,
despacito hablan para decirse:
Este es, hermanos,
el fantasma de Caupolicán14.



Bajo el alero de nuestros ranchos, en torno a fogón rojizo, dondequiera se hallase algún gaucho, germinó desde muy temprano, como hemos visto, la semilla fecundísima de una épica cuya raigambre ya conocemos; y las adivinanzas y refranes surgieron con la agudeza del indio y la soltura del hispano15. A la par de ella, floreció la simiente dramática, hermanada con la lírica, en los bailes, ceremonias y poesías gauchescas. No he de detenerme en el bosquejo, por menudo, de esa coreografía indiana -ya   -30-   por otra parte realizada en la obra de Rojas-, pero anotaré algunas coplas pertenecientes a ella, ilustración y documentación de estas páginas, e inocente placer que cumplo al ostentarlas.

Quienquiera, pues, que recorra nuestro país -con ánimo fervoroso de pedir a la musa popular el producto de su ingenio-, encontrará a su paso, aunque algo retirada, esa poesía. En las noches invernales, dentro de la cocina ennegrecida y rojiza por la tibia lumbre del fogón; en las noches claras, estrelladas del verano, bajo el alero o enfrente al rancho, allí donde dos cosas no faltan nunca: el mate y la guitarra, allí la oiremos vibrar y el canto por veces entonarse. A la noche, decía, y no hay en esto la más mínima postura romántica, pues en esa llora, su alegría y su tristeza parecen despertar, y entonces vemos uno u otro sentimiento acentuarse con toda inconsciencia. Su alma, si bien no es alegre, pues hasta el argentino, aun el más extranjerizado, no demuestra saber reír, ríe por ocasión en   -31-   ese instante, aunque la melancolía sutil y honda, siempre prevalece. Bien sé que estas palabras podrán levantar cierta protesta en algunos que niegan la tristeza predominante en nuestra estirpe criolla, pero, a decir verdad, nadie podrá negar que el genio alegre no logra eternizarse en su poesía, a pesar del frenético y pasajero gozo, y que nunca parecen brotar del corazón las coplas de tal sentido. Dejando aparte, por supuesto, los versos amparados por la sátira, fecunda y penetrante musa en la poética gauchesca, la objeción de la mayoría numeral de tales composiciones, sobre las esencialmente tristes, no logra arraigarse mayormente, ni destruir una modalidad que palpita y que se siente en el alma gauchesca.

Sobre la alegría y el dolor, sobre el amor y el desengaño, sobre la sentencia y la sátira, sobre el requiebro y el desdén, yérguese siempre el canto, tan profundo es el lirismo de su espíritu; ese canto que entona el gaucho en sus casas, en rueda de aparceros, o cuando, a caballo atraviesa las llanuras silenciosas, o al estremecer su corazón el amor de la china, de ojos negros y renegridas trenzas, y así acude, insistente, dominador, el canto eterno16:


Cantando mi he de morir,
cantando mi han de enterrar,
cantando mi he de ir al cielo,
cantando cuenta he de dar...!17



  -32-  

Él atrae la juventud, amable y arrebatada, y el payador, por eso la exalta con íntimo fervor...


Yo juré no cantar más,
y canto, y canto otra vez,
pues si dejo de cantar
me ha de apretar la vejez.



Después, la copla aparece ungida de perpetuo aliento, allegando su anónimo aporte en la reminiscencia del Martín Fierro:


El que me enseñó a cantar
en tierras de Catamarca,
me dijo que tome y cante
hasta que las velas no ardan.



Y en otra el humilde idealismo surge en la nota vacilante:


Canta el río entre las piedras,
y el gallo al amanecer;
ellos cantan porque saben,
yo canto por aprender.



Oigamos ahora el canto en la alegría y en el dolor, veámoslo consagrado por tan opuesto rumbo:



Corazoncito mío,
canta y no llores,
que cantando se alegran
los corazones.
-33-

No canto por tener ganas
ni por tener buena voz,
sino por echar afuera
las penas del corazón.



Y ahora oigamos, en postrer término, los versos donde el amor extiende su dulzura, no pocas veces amargada, ese amor que sienten nuestros paisanos con su aciago y hondo misterio...


Vení, vidita, cantemos,
vení, parate a mi lado,
si a vos te quitan la vida,
en la mía te harís pago18.



Así el canto, al dominar en sus corazones, los impregna del hondo lirismo que es carácter predominante de su raza; así pudieron conservarse las tradiciones poéticas y musicales que perduran hasta nuestros días, y así, también, aquellos que están más a la vera de las poblaciones pudieron adoptar, con el sentimiento que le presta su vaga   -34-   tristeza, la melodía -ciertamente cautivadora- del tango, ese baile cosmopolita y sensual, engendro del extranjerismo urbano, que sólo, decimos, transmigra como música al espíritu nativo. Sencillez y delicadeza -cual alguien lo notara- son los dos atributos de la musa gauchesca, pues en sus versos, pocas veces acude la frase o la palabra, rebuscada o deshonesta. Muestran, claro está, algunas coplas un realismo, quizá harto crudo, pero mirándolo con el criterio de quien contempla una poesía que sólo en la expresión del pensamiento y hasta del instinto afirma su fuero literario, llegará a convencerse en lo inconsciente y -me atrevería a decir- lo moral de tales conceptos19.

Oigamos cómo la musa labra la imagen de la mujer, como arquetipo humano, de la mujer que enciende con inexhausta lumbre el canto de la raza; oigamos, cómo tales versos de un gato nos descubren la imagen, ya idealizada, que se plasma en el molde aborigen de América, tan dominadora es la influencia de esa sangre; oigamos el canto inspirado por su china, canto sobre el cual parece detener su aureola de luces y de sombras el crepúsculo pampeano.


Yo tengo una morocha,
ella es mi halago,
la llaman por lo linda
-35-
la flor del pago,
y si atienden, paisanos,
en poco rato
les pintaré cantando
su fiel retrato:
su cabellera es negra,
igual sus ojos,
sus dientes perlas finas,
sus labios rojos,
y desde que esa prenda
está a mi lado,
siempre vivo con ella
enamorado20.



Ahora oigamos en versos del mismo baile, cómo la mujer, aún no conocida, en su espíritu se forja. Siempre, al leerlos, recuerdo la dulzura de este canto y de esta letra, oídos alguna vez en las mismas serranías cordobesas, y cada vez, quizá al amparo de la pretérita evocación, parece allegarse en ellos toda su íntima esperanza:


La muchacha que quiera
ser buena moza,
ha de tener completas
las siete cosas:
la nariz afilada,
los ojos negros,
la cintura delgada,
-36-
largos los dedos,
pelo negro y ondeado,
la frente hermosa,
ahí tenís vos completas
las siete cosas.



Si tal semblanza de la mujer cruza siempre en alas de la poesía popular, los cielos clarísimos de la patria, deteniéndose en el alma nativa y depositando en ella su hondo y por veces aciago afecto, no sucede lo mismo, por el alto sentimiento del recato, con el héroe varonil. Su figura no surge en los cantares con el ingenuo desembozo de aquélla, apenas si, con infinita delicadeza, se dibuja el perfil del gauchito amado, triste o alegre, decidor y cariñoso. Perfil de natural gallardía y de simpática apostura, de ágil destreza por su habitual ejercicio en el caballo, que se acentúa en los rasgos fisonómicos, astutos y soñadores:


Sombrerito copa alta
cinto a la moda,
así lo quiero al gaucho
cuando enamora.



Cantaba, cierta vez, alguien a mi lado, en los pagos bonaerenses. Y con la ingenua vanidad de su apostura traía en el verso, que lograra idealizar cierta visión pasajera, la íntima añoranza de un amorío ahora lejano, que se encendiera en vecino puesto; y de frente a la claridad crepuscular, con su modo altivo y al mismo tiempo resignado, erguíase, soñador y taciturno, justificando el anhelo de   -37-   esa copla, que otra voz, allá en horas lejanas, entonara por ventura...

¡Alta poesía esa que puede eternizarse en un tipo humano! Poesía que se encumbra por el amor sobre las miserias de la vida y hasta llega a perpetuarse más allá de la muerte, dueña del mundo, en el canto donde los dos sentimientos se estrechan...


Queriéndome a mi manera
en nunquita te hai pesar,
la moza que a mí me quiera
ni muerto me hai de olvidar!21...



Soberano el amor en nuestra lírica, también la muerte ostenta en ella su férreo predominio. Comienza el corazón por angustiarse ante el desdén o la desgracia; álzase con el canto y el vibrar de su instrumento, la pena inconsolable; penetra ésta dentro del alma, que en la soledad se reconcentra; y brota la copia sencilla y elocuente:


Mi guitarra tiene boca,  145
tiene boca y sabe hablar,
sólo los ojos le faltan
para ayudarme a llorar...



  -38-  

Y ha menester oírse ello en su ambiente campesino, para sentir la intensa melancolía de la letra y la música22. No entra en la índole general de estas páginas, tendientes tan sólo a dar la visión de cómo se unen todos los eslabones de nuestro cancionero en una cadena que ostenta su continuidad y su raigambre propia durante varios siglos; no cabe en estas páginas el comentario o el análisis de las modalidades múltiples que manifiesta; sólo, para terminar esta reseña sobre la lírica en sí, recogeremos, de paso, alguna de las voces ungidas por la sinceridad -si el arte, por basto que sea, no logra consagrarlas-, que enaltecen ese sentimiento, el más arraigado en el alma gauchesca, o, al menos, el que se afirma con poderío más soberano, si penetramos al estudiarlo -y ya resulta importuna la insistencia- en el carácter que lo plasma.

La muerte, ese postrero paso del alma hacia Dios o hacia una razón superior, no es temida por el criollo; unas veces el atavismo religioso de su estirpe, revelado siempre   -39-   con mayor o menor ostentación, es el que colocan sobre la ley fatal; otras veces la desean cuando ya la pena no encuentra   -40-   consuelo humano, pero entonces la amargura del último trance coloca el penetrante temor en su espíritu:


Aborrezco a la vida
y amo a la muerte,
dámela despacito,
no me atormente...



Pero en la elegía popular el dolor suelta su voz más angustiosa que la misma muerte. ¿Dónde como en aquel triste, de hibridación quechua y castellana, que antes cité, suena tan alto en la lírica gauchesca la profunda pena? Y oigamos ahora una estrofa, que alguna vez en Córdoba un serranito, conduciendo unas mulas cargueras, cabizbajo en su montura, cuando la noche comenzaba a avecinarse, cantaba con quejumbroso ritmo:


No me llames de mi nombre,
que mi nombre se acabó;
llámame florcita verde
que del árbol se cayó...



Habiendo ya contemplado, desde el altozano de nuestro tiempo, la visión de la poesía popular con su fecunda germinación épica, lírica y dramática; con el carácter propio que le presta una raza nueva que muestra, con victoriosa ingenuidad, el modo del indio volcado en aquel molde imperecedero del hispano: el idioma, que en algo hasta conserva con el primor castizo; habiendo contemplado ya este fenómeno de honda persistencia y de expresión genuinamente   -41-   nativa, puédese ahora, en el grupo más o menos completo que este Cancionero forma, arriesgar con tal apoyo una opinión fundada, sobre el origen y la unidad evolutiva de tal género poético, que hasta hace poco nuestros estudiosos afirmaban -con harto buen criterio, por supuesto-, sólo basados en la impresión personal de sus hallazgos y en la experiencia de esa labor, cuyo mérito, por la antedicha circunstancia, se acrece aún más ante nosotros.

Fue siempre la poesía popular el eco más sincero de nuestro nacionalismo. Podría quizá no haberse esperado ello en una tierra, en la cual, contra el renunciado carácter del indígena, se alzó, durante tres siglos, sobre ciudades y reducciones, la sombra dominadora e inexorable en su tutela, del pueblo conquistador, pero el atavismo de la sangre humillada penetró sin humillarse en los mestizos y así comenzó a forjarse el sentimiento de la independencia patria, de la individualidad étnica, del predominio en una tierra cuyo misterio se hermanaba con el de sus propios corazones, y tal sentimiento creció para vencer, a la sombra de la organización española en las villas incipientes, y a la sombra de la soledad y del instinto en las llanuras desiertas.

La lírica, que se había conservado siempre en su refugio de los campos -ofrenda taciturna desarrollada bajo la amorosa lumbre del argentinismo-, ostentó un carácter civil, guardando su prístina y consagrada forma, desde comienzos del siglo XIX, cuando surgió en las ciudades el   -42-   anhelo revolucionario de la independencia. Creose entonces, con boleras y cielitos la nueva floración del árbol pampeano y, coexistiendo con aquella su primitiva rama, adquirió el alto vigor que le prestara al sentimiento de la patria, la necesaria reacción contra Inglaterra, que logró hacer unir a criollos e hispanos, y luego, la inmediata y hereditaria hostilidad a la prole castellana23. Esta poesía adquiere, siempre en la primera mitad de ese siglo, un tono que ya no se exalta con el odio extranjero; ahora es encendido en el aciago momento de nuestras guerras civiles y eco del clamor partidario que los caudillos levantaron; pues por veces hasta ellos mismos, al fin gauchos payadores, componían las coplas que cantaba la soldadesca, y así se perpetuaba en sus corazones altivos el rencor de las montoneras.

Siguiéronse, después de esas estrofas cuyos ejemplos podemos recoger a través del recuerdo presencial de Paz o de Lamadrid, las que alentó, con llama más combativa aún, la gesta de unitarios y federales. Las canciones agudas y punzantes como flechas de acero, socarronas y por veces brutalmente satíricas, se entonaron con matices partidarios y trascendiendo hasta los bailes, un carácter civil cubrió a nuestra musa, siempre conservadora de su fondo campesino24. Y, mientras tanto la cruzada guerrera de los gauchos, iniciada a fines del siglo XVIII, cuando los asuntos   -43-   portugueses, continuada en las invasiones, en las luchas provinciales, en el largo gobierno de Rosas y que aún se perpetúa, con ya postrero y abatido vigor, en años más tarde; esta cruzada guerrera llega, en la mitad de la pasada centuria, a un momento de apogeo heroico. El paisanaje, desde que el molde colonial fue roto por el extranjerismo,   -44-   trató de ostentar su pujanza varonil en las ciudades, y su anhelo, en verdad, fue conseguido: la sociedad de esta Buenos Aires que alimentara en su menguado, utilitario seno, tantas ambiciones y -aunque pese la confesión- vio a los gauchos donosos, tan escaso idealismo, atar sus redomones en la verja, de la pirámide patricia. Llegó a consumarse su ascendiente y su avenida sobre las clases urbanas; pero más tarde, recién habría de consumarse su transmigración espiritual a las clases cultas...

Hasta este momento vemos cumplirse en nuestro arte popular el proceso constructivo que Hegel señala, verbigracia; en el desarrollo genial de la epopeya homérica, entroncada su raíz más honda en el arte primitivo de su pueblo. Hasta este momento vemos en la lírica la pura expresión de una conciencia ya perfectamente definida, con su canto eterno; en la dramática, un germen ungido en su rudeza inicial por la más humana corriente, con los diálogos y bailes; en la épica, una floración que apoya su rara fecundidad en las dos razas generadoras, con las adivinanzas y refranes: no otra evolución, el estético alemán descubre en los orígenes de aquellas civilizaciones soberanas que estudia. Luego, él mismo nos dice, y nos lo demuestra con el luminoso ejemplo del poema helénico, que llegada la conciencia de tal arte a su momento de plenitud, lábrase la epopeya, el poema cíclico de su raza, si surge en la hora propicia el talento capaz de recogerlo.

Llegamos con esto, en el estudio de nuestra poesía gauchesca, a un punto que no alcanza a resolverse victoriosamente   -45-   tan sólo con palabras y menos con pretendidas renovaciones de esa teoría clásica, acerca de la epopeya. Bien sé, que -para quien hubiese deseado encontrar en nuestras letras la obra representativa de un carácter tan variado y original, en su poesía y en su modo- es realidad harto penosa la comprobación, que por desgracia se evidencia, de que si bien existió tal momento en nuestra cultura, no surgió la fuerza individual que lo encarnara con el necesario aliento. Pero no es lícito, ni posible, con buena voluntad aceptar una tesis que se opone a la razón y a los fueros literarios.

Después de aquel instante que hemos señalado, la estirpe heroica decayó sensiblemente, y la floración lírica comenzó, aunque con mucha menor premura, a agostarse. Alzáronse, entonces, de nuestro medio, algunos payadores cultos, que se hicieron eco de esa decadencia, pretendiendo salvar con sus obras el espíritu triunfante. Así nació el cielo, bastante reducido, de los cantares gauchescos, y descartado, en el concepto épico, el Santos Vega de Ascasubi (1872)25, luego el Fausto de Del Campo (1866)26, debemos descartar también el Martín Fierro de Hernández (1872).

No ignoramos que, para muchos, el Martín Fierro representa aquel paso definitivo del argentinismo; no ignoramos que maestros ya consagrados por su obra, han tratado con su prestancia intelectual, de incorporarlo a esa cadena de los poemas representativos que otras culturas nos ofrecen, llegando hasta a labrar una nueva definición de la epopeya, aplicable a nuestro libro, y débilmente explicada por nuestro   -46-   medio. Leído por mí, y releído varias veces, con ingente amor, no creo que pueda aplicársele con justicia la ley hegeliana, en cuanto ella postula que tal género literario «tiene por asunto una acción pasada, un acontecimiento que, en la vasta extensión de sus circunstancias y en la riqueza de sus relaciones, abraza todo un mundo, la vida de toda una nación y la historia de una época entera27». El Martín Fierro no es el poema que encarna en su vasta complejidad el alma gauchesca: símbolo de la patria, pues sólo el sentimiento de la pujante rebeldía nos pregona el hálito postrero en sus estrofas. Creación particular y fragmentaria, desde ese punto de vista, únicamente, podemos negarle ese sello épico que algunos se empeñan en atribuirle.

Y nadie -pues de propósito nos sujetamos a la tesis no discutida del maestro germano- nos podrá acusar de aplicarle, por ejemplo, los preceptos aristotélicos, aunque perduren las luminosas verdades del Estagirita, tantas veces adulteradas por el comentario, ni tampoco -como supuestas condiciones para realizarse la epopeya- de objetar, con retórico criterio, su forma, usual del tipo que presenta y necesaria en una obra de tal índole; ni menos aún de pensar que Hernández debió trocar su cuna ciudadana y su ambiente culto, por la cuna campesina y su rudeza agreste. Nada de ello fuera menester para cumplirla; la epopeya se hubiera creado si la sinceridad, la verdad y la belleza con   -47-   que se encarnó una faz del carácter gauchesco, quizá la más humana y varonil, hubiera encarnado también las otras distintas variaciones del alma colectiva.

Reverenciemos, pues, en el poema payadoresco, el anhelo más alto -excluyendo la posterior escuela culta- que el hombre de nuestras pampas inspirara; reverenciemos al cantar como la representación más genuina, más popular y más íntimamente bella en su género, de la conciencia nativa; reverenciemos al poema que penetró tan hondamente en el alma argentina hasta conservarse por la tradición y la memoria de sus versos, en la progenie de aquellos dos aparceros del infortunio; reverenciemos en él, a esa postrera y dolorosa rebeldía que, realzada por el dolor y la desgracia, logra eternizarse en la frente del héroe, iluminando con su grandeza taciturna la raza perseguida; reverenciemos en el Martín Fierro, al poema donde la verdad humana, la patria, y la poesía logran rozarnos con sus alas, ocultas, intangibles...

Al mismo tiempo que en la lírica trató de ser eternizada la forma gauchesca por su forma misma, comenzó su arte agreste a infiltrarse en nuestro arte culto, y, desde ese instante surgió su predominio espiritual, que habría de alcanzar -con el correr de algunas décadas- el más alto y consciente homenaje en aras de su genio. Con La Cautiva, de prematura y anterior realización a los poemas caratulados (1837), se inicia, a la lumbre amorosa de nuestra escuela romántica, el primer paso hacia el nacionalismo en la poética rioplatense, y aunque no debemos buscar en tal   -48-   obra un dechado en su idioma, ni menos un arte definido, sentimos que el soplo eterno de la estirpe que se invoca, alienta las estrofas inolvidables. A pesar de la dificultad que nuestro cantor tenía para expresarse en castellano, dificultad que él mismo nos confiesa en alguna de sus páginas28, lograban cumplirse sus palabras del prólogo: «El primer designio del autor de La Cautiva ha sido pintar algunos rasgos de la fisonomía poética del desierto». Muévense, en el relato, dos personajes convencionales, pero no es la expresión de sus caracteres, sino la expresión de su medio legendario lo que realza al poema sobre sí mismo; primer ensayo de tal índole, en el cual, parte de la sociedad culta -desde entonces extranjera-, volvía su mirar hacia la tierra nativa. Las estrofas, populares y corrientes desde su engendro, corrieron de boca en boca y levantaron aplausos y críticas adversas, y el modelo que sirvió a Echeverría para darle forma, estrechose con el poema que, a pesar de sus defectos, recoge aún en nuestras horas, la amorosa   -49-   simpatía que el cantor, cuya vida fue triste y arrebatada, lo infundiera.

De las dos corrientes que nacen en el cauce de la lírica anónima ya hemos visto cómo una se representa en los poemas payadorescos y muestra en el Martín Fierro su más alta y también última inspiración; la otra, alentada a la lumbre del romanticismo francés, después de surgir con La Cautiva, encuentra, casi una década más tarde (1845), el poeta seguidor que uniera aquel eslabón primerizo de la escuela, con el otro que más tarde, después de medianos continuadores, habría de forjarse con el áureo metal de un arte excelso. Queremos hablar del ensayo juvenil de Mitre, que, continuando la senda de Echeverría, fue el primero que utilizó, en tal sentido, el mito legendario y quizá verídico de Santos Vega, el payador humillado en las pampas bonaerenses por un desconocido, que en el canto lo venciera, y en quien nuestros gauchos imaginaron a un poder oculto y sobrehumano29.

Pero si nuestro escritor patricio fue el representante intermedio en el sentimiento étnico de nuestra poética, otro -como alguien ya lo notara- fue el representante ideológico de esa transición entre el canon romántico de Echeverría y el neoclasicismo de Obligado. Juan María   -50-   Gutiérrez, que consagró toda su vida al estudio desinteresado y al amor de la belleza y en cuya obra dispersa se recoge el alto fervor intelectual que lo animara; el maestro de una generación argentina que nos mostró, y rehabilitó por veces, a los ingenios de su patria a través del testimonio de esos viejos e ilustres papeles polvorientos, por él descubiertos en el acervo, por costumbre abandonado, de nuestras bibliotecas y archivos; el amigo entrañable y admirador del primer romántico rioplatense, ostenta, con tímido anhelo, en algunas composiciones poéticas de su juventud30, el credo estético de su continuador eminente, buscando en las culturas helénica y castellana, y en la copia legendaria de su tierra, la suprema armonía del pensamiento y de la forma, que dio su hermosura al verso de Chénier, estampado en sus estrofas: Los amores del payador, como epígrafe. Y si pudiera objetarse que el arte soberano le fue esquivo, débesele reconocer que tuvo, al menos, la visión y la conciencia artística de la única senda por la cual debía eternizarse el espíritu nativo.

Pasando por alto a Domínguez, el más humilde representante de la escuela, a pesar de la insistente e injustificable popularidad de sus poesías -El Ombú, pongamos por caso-, encontramos, ya en nuestros días, al realizador genial de la esperanza estética, deseada por el vate de La Cautiva y presentida por Gutiérrez. La transmigración del alma gauchesca a nuestra estirpe literaria culta se   -51-   operó victoriosamente con Rafael Obligado; más victoriosamente, por cierto, que en la realización payadoresca.

Tan es así, que creo más hondo el aliento de epopeya que logra arrebatarnos en el Santos Vega, que el que discurre por los cantos del Martín Fierro, con ser el poema de Hernández superior, en apariencia, por su asunto y, en realidad, por la extensión de su desarrollo, a los cuatro cuadros de la poesía más noble que, con tal argumento, se recoge en nuestra tierra. «Es que Obligado -y prefiero transcribir un reciente y autorizado juicio- conserva en su magnífica creación la objetividad y el desinterés de los antiguos rapsodas, voceros del dolor o del contento colectivos. Es que Obligado ha puesto en sus décimas inmortales todo el aroma de la raza, penetrando hasta el fondo de su génesis histórica, la cual llega no al indio bárbaro y rudo sino al hispano lleno de nobleza y de hidalguía, sin desconocer, por cierto, los elementos indígenas de sangre y medio ambiente que también influyeron en la constitución primitiva de nuestros gauchos. El poeta argentino ha compuesto, por tanto, en su poema, el poema de la raza: de la raza romántica que conquistó mundos y se durmió, como dice Mármol, con "mundos a los pies" y con inmortales estrellas en el alma -añadiría yo-, olvidada de las bajas esferas y de sus sórdidos intereses, siquiera se vistan con el abigarrado traje del progreso. Juan Sin Ropa sorprendió a la raza gloriosa en su retiro secular, como a Santos Vega su romántico   -52-   ensueño convertido en maravilloso canto...»31.

El Martín Fierro, con la exposición de particular rebeldía no encarna por ello tan completamente el alma gauchesca, como la vemos transparentarse en éste, el poema máximo de la estirpe, donde el sentimiento de la patria, del amor, del canto y de la angustiosa decadencia, adquieren un alto sello de íntima sinceridad y de real grandeza. Y esos caracteres épicos se levantan en alas de un arte excelso, cimentado en la claridad estética del sereno clasicismo, a pesar del fervor romántico, labrado en la forma ungida de los maestros castellanos e inspirado por el cariño al suelo originario. Con tal penetración en el espíritu criollo, con tal conciencia de su arte literario, con el amor y el desinterés dispuestos, al eternizar en el Santos Vega, ese episodio postrero, que es un símbolo en la ingenuidad de la leyenda, pudo el genio de Obligado allegarse, aunque sin cumplirla, a la realización de la epopeya, en cuanto ella postula que debe encarnarse en un poema, el alma compleja de una raza, alrededor de un asunto capaz de eternizarla.

Exegi monumentum aere perennius!



¡Verazmente habría logrado repetirnos, con el lírico de Roma!32

He podido contemplar cómo esa poesía logra ser comprendida   -53-   y gustada, a la par, por la falange intelectual en la que fuera concebida, y por los paisanos que, con toda inconsciencia literaria, prohíjan lo que su espíritu engendra: tan penetradora es la voz del cariño y de la belleza. He oído contar, reunido algunas veces con ellos, en tenebrosa estancia, donde la lumbre vacilante del candil apenas alumbra con vívido resplandor, por instantes, los bruñidos rostros, las evocaciones legendarias de la tierra; he sentido cobrar forma, en el relato vestido de temerosa sinceridad, la sombra del gaucho taciturno que, en noches de luna, claras y silenciosas, cruza con chiripá y nazarenas, sobre el caballo de aperos relucientes, las llanuras infinitas; y la leyenda de la guitarra que, colgada sobre el brocal de un pozo solitario, deja pulsar sus cuerdas por invisible mano; y hasta he oído adquirir a las estrofas soberanas, al cantarlas ellos mismos, la expresión de su más honda e ingente hermosura...



    Cuando la tarde se inclina
sollozando al occidente,
corre una sombra doliente
sobre la pampa argentina,
y cuando el sol ilumina
con luz brillante y serena
del ancho campo la escena,
la melancólica sombra
huye besando su alfombra
con el afán de la pena.

   Cuentan los criollos del suelo
que, en tibia noche de luna,
-54-
en solitaria laguna
para la sombra su vuelo;
que allí se ensancha, y un velo
va sobre el agua formando,
mientras se goza escuchando,
por singular beneficio,
el incesante bullicio
que hacen las olas rodando.

   Dicen que en noche nublada,
si su guitarra algún mozo
en el crucero del pozo
deja de intento colgada,
llega la sombra callada
y, al envolverla en su manto
suena el preludio de un canto
entre las cuerdas dormidas,
cuerdas que vibran heridas
como por gotas de llanto.

   Cuentan que, en noche de aquellas
en que la pampa se abisma
en la extensión de sí misma,
sin su corona de estrellas,
sobre las lomas más bellas,
donde hay más trébol risueño,
luce una antorcha sin dueño
entre una niebla indecisa,
para que temple la brisa
las blandas alas del sueño.

   Mas si trocado el desmayo
en tempestad de su seno,
estalla el cóncavo trueno
-55-
que es la palabra del rayo,
hiere al ombú de soslayo,
rojiza sierpe de llamas,
que calcinando sus ramas,
serpea, corre y asciende,
y en la alta copa desprende
brillante lluvia de escamas.

   Cuando en las siestas de estío
las brillazones remedan
vastos oleajes que ruedan
sobre fantástico río;
mudo, abismado y sombrío,
baja un jinete la falda
tinta de verde esmeralda,
llega a las márgenes solas...
¡y hunde su potro en las olas,
con la guitarra en la espalda!

   Si entonces cruza a lo lejos
galopando sobre el llano
solitario, algún paisano,
viendo al otro en los reflejos
de aquel abismo de espejos,
siente indecibles quebrantos
y alzando en vez de sus cantos
una oración de ternura,
al persignarse murmura
«¡El alma del viejo Santos!»



¡Estrofas incomparables en nuestra lírica, esas que alcanzan a dirigirse al corazón con las voces del arte! ¡Estrofas que alumbran la antorcha más luminosa, encendida en   -56-   los senos de la patria: postrera y altísima armonía del corazón gauchesco con un noble canon literario!

¿Cómo nació esa leyenda, estremecida por doliente adiós de una raza? ¿Fue, en verdad, originaria en aquel gaucho payador del Tuyú, siempre victorioso en el inspirado canto, y que alguna vez enmudeciera ante un desconocido, que entonó armonías más bellas que las suyas? La fe de sus aparceros en los triunfos del canto, del juego y del amor, nos transmiten la seguridad de su existencia humana; pero después de su muerte, dramatizada por el episodio sobrenatural, las sombras, luminosas sin embargo, del mito fantástico, cubren a Santos Vega; toda el alma de su estirpe se oprime en la opresión de su voz vencida, y entonces comienza a labrarse la figura legendaria del gaucho cabizbajo por la pena colectiva, que cruza la tierra amada y profanada, en las noches claras, serenas, de luna...

Vimos hasta ahora -en esta ya larga aunque sintética introducción- cómo nace y evoluciona nuestra poesía gauchesca, hermanados los tres géneros: lírica, épica y dramática, en un solo nervio común. Vimos cómo el aporte indígena y el aporte castellano contribuyen a formar esa poesía, esencialmente nueva en el medio y el ambiente de las Indias: hibridación que contemplamos en su forma más clara, en las coplas que comprenden las dos lenguas; y cómo se elabora tal materia en los siglos de colonia, hasta que el ánimo popular alza sus derechos en la defensa patria (1776) y la musa canta ahora civilmente, con agudo   -57-   y penetrante entusiasmo, contra el extranjero (1807), más tarde contra el español; encarnándose con Hidalgo, hasta 1822, en las guerras de la independencia, y con Ascasubi, hasta 1860, en las luchas de la tiranía.

Su acción y su voz se deslizan, a todo esto, dentro de las ciudades, y, a medida que su predominio heroico va haciéndose más débil, y que tal estirpe comienza a retirarse agostada a su cuna ancestral, dos corrientes literarias tratan de eternizar su espíritu, en el momento de rebelde autoridad ya vecino al postrer renunciamiento. Una, como dijimos, trata de consagrar la forma gauchesca por su forma misma, y surgen entonces los poemas payadorescos: el Santos Vega, de Ascasubi (1872)33, el Fausto, de Del Campo (1866)34, y el Martín Fierro, de Hernández (1872); la otra, de anterior origen, ostenta su raigambre culta, y esta vez extranjera en su escuela, con La Cautiva, de Echeverría (1837), y, evolucionando al verdadero nacionalismo, con el Santos Vega de Mitre (1845), y las poesías gauchescas de Juan María Gutiérrez (1869), el representante de transición entre el romanticismo de sus antecesores y la escuela venidera. En la hora menos propicia, en la generación llamada del 80, triste generación que no logra alzarse de la tierra, con sus sentimientos y su credo forjados en el seno, harto mezquino, del positivismo y del afán utilitario de un gran pensador -aunque lleve el nombre ilustre de Alberdi-, en tal instante nos encontramos con Rafael Obligado (1851-1920), el cultor más alto, dentro del neoclasicismo y de toda otra escuela, que pusiera su arte soberano para   -58-   recoger el último canto de la estirpe, en el ánfora cincelada por sus manos de genial y sutil alarife.

Hemos podido contemplar el análogo comienzo y el análogo desarrollo, hasta cierto instante, de nuestro arte popular y el de civilizaciones, como la griega, por ejemplo; claro está que interpretando el parangón en su carácter puramente conceptual, pues fuera absurdo unir ambas culturas salvando todas las distancias de realización y de origen. Y en los gauchos, en su poesía y en el arte que engendraron en la novela, la lírica y el teatro, se recogió siempre, a través de la formación nacionalista, el sentimiento de la patria. Allí debemos buscar tal sentimiento para encontrarlo siempre encendido; si ellos hubieran logrado solamente, ese único destino, de conservar en sus corazones y sus cantos el germen del amor a la tierra madre, ya bastaría para justificar el recuerdo que el crítico de las letras argentinas debe tributarles. La poesía popular como expresión de ese el más noble anhelo, de su cariño, su pena o su alegría colectivas, es lo que se encontrará en las páginas que en este Cancionero le consagro. ¡Ojalá esto bastara para rebatir todavía la absurda tesis de que nuestros gauchos son andaluces adaptados al ambiente de América, y que nuestra poética nativa es la misma de España trasladada a sus antiguas colonias! ¡Ojalá esta recopilación destruyera la teoría partidaria y peregrina, aún reconociendo, con amorosa simpatía, la parte que su raza tuvo en la formación del linaje americano!

Si a través de la visión argentinista contemplamos   -59-   nuestro arte popular, esto no implica, por supuesto, el desdeñarlo a través de la visión estética. Vemos sobre el saber precientífico y sobre el hondo pensamiento de sus coplas, arraigarse una forma de serena y absoluta sencillez, que en mucho cumple el postulado de armonía que el filósofo griego, en alguno de sus diálogos divinos, nos expresa, teniendo en cuenta como siempre la distancia que va de este arte primitivo, a aquel arte perfecto que Platón nos preconiza. Pues, a pesar de tal sencillez, o quizá por ella misma, se iluminan, por veces en ellos, resplandores de verdadera y deslumbradora hermosura; «son -tal dijera un humanista castellano, al tratar de los refranes y decires populares- como piedras preciosas salteadas por ropas de gran precio, que arrebatan los ojos con sus lumbres»35.

  -60-  

Quizá por el afán utilitario que en la patria se fecunda, o por la estrechez de las disciplinas intelectuales que en los centros de cultura se exponían, no pudo formarse, como ya dijimos, el talento capaz de encarnar ese arte disperso, alentado sobre todo en las comarcas provincianas, troquel de la estirpe criolla. En España, o en Francia, vemos cumplirse la epopeya literaria al alcanzar la expresión popular su momento de plenitud heroica; en Alemania el caso se renueva, pero esta vez cerca de días actuales, y la raza encuentra su intérprete, más en un músico que en un poeta o un filósofo: en Ricardo Wagner cuyo arte soberano se dilata más allá de las teorías estrechas que su genio formulara, se humaniza el aliento de las gestas populares, vivientes en las crónicas de la Edad Media. Con las ondas de su música, ungida por la belleza y la suprema armonía, se agitan, con rumores de eternidad las sombras que arrastra el nebuloso origen de Germania. Vemos surgir con sus voces y sus almas, en el seno épico, los rapsodas de Nuremberg y de Wartbourg, y, penetrando en esos relatos medioevales, el Rhin legendario acompaña con sus glaucas corrientes las voces divinas y humanas de los seres, que el amor o el odio o la ambición agitan. Las sombras de los Nibelungos, en la tetralogía incomparable, se alzan en medio de una falange de dioses vengativos y potentes, entre los cuales cruza la figura del héroe invicto y la luminosa   -61-   de la mujer amada y despreciada en esa Brünhilde que en las manos sostiene, antes de su muerte humana, la antorcha cuyo fulgor alumbra el crepúsculo anunciado en el destino de su raza. Y, en la creación postrera del genio de Bayreuth, vemos todavía ostentarse, engrandeciendo las últimas jornadas de su existencia, la visión mística de Parsifal, ungida por un soplo de serena e inexhausta hermosura.

¿Alcanzará también, algún día, a labrarse así el alma argentina, en un poema musical, ya que no logró labrarse, con visión amplia e impresión colectiva, en un poema literario? ¿Pudiera descubrirse, en alguno de nuestros jóvenes maestros, el anhelo realizable? Vasta y evocadora es nuestra raigambre legendaria, que, junto con la poesía indígena, entreteje la trama del amor o del heroísmo en el misterio de los propios corazones que los engendran y en el misterio de la tierra solitaria... Esperemos, aun cuando la hora épica haya pasado, que surja todavía el artífice capaz de eternizarla con el vuelo sobrehumano del amor y la belleza...



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