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II

Después de haber rendido tributo, en el capítulo anterior, en aras de la poesía popular de nuestra tierra, consagro ahora estos párrafos a la evocación -pues sería harto pretender llamarlo estudio- del personaje que llena con su simpatía las llanuras inmensas, las agrestes serranías y   -62-   los bosques misteriosos de la patria, armonizando con su carácter la vasta soledad y haciendo vibrar a su recuerdo, la pura nota de cantores soberanos, guardando de seguro las distancias, en cuanto al epíteto que el genio de la Comedia, dirigiera a su maestro en el seno de la floresta obscura.

Y se me disculpará el que comience estas páginas de modo tan personal -hablando en puridad- con líneas que llevan íntima añoranza, al acogerme bajo el pensamiento del filósofo antiguo, que unía en estrecha hermandad las facultades comprensivas del corazón y de la inteligencia, pues no olvidemos, por otra parte, que el frío escalpelo de la razón nunca penetra tan hondamente como a la lumbre del cariño, cuando es la verdad la que lo rige.

Estamos en el mismo sitio que fuera familiar al poeta de La Cautiva, en los pagos de Luján; aquí escribió las estrofas de su poema magno y en estos campos se anegó su pensamiento melancólico y soñador: detalle que por su vinculación en el mudo escenario le añade algo de humano en el recuerdo de la presencia legendaria, y aumenta, al menos ante los ojos del espíritu, su inmensidad solemne y taciturna...

Ha dejado nuestro paso la vía rumorosa bordeada de pinos, que le prestan el perfume sutil y penetrante con la sombra protectora; ahora avanzamos sobre muelle tapiz de hierba, junto a rústico cerco, teniendo a nuestro lado la fronda intrincada con su murmullo incesante, y hacia el   -63-   occidente, los campos uniformes, sin límites ante la vista.

Es a la oración, a esa hora en la cual la serenidad de la naturaleza penetra dentro de nosotros mismos con mayor plenitud, y establece allí tan alto poderío, que el pensamiento se sobrecoge y busca en honda y reconcentrada reflexión un eco de armonía con aquella paz que se enseñorea de los sentidos y se desliza en la conciencia. Es a la oración, al anochecer pampeano: aún el sol no se oculta; sus postreros rayos se extienden todavía con dorado reflejo sobre la llanura, acariciando las espigas ondulantes bajo fresca brisa y prestando su tenue timbre a las blancas semillas de los cardales en lejanos grupos; el cielo, de absoluta limpidez, no es surcado por ninguna nube, sólo se adivina detrás del bosque impenetrable la pálida faja gris, vanguardia de la nocturna sombra. El silencio arrobador sólo se quiebra en este instante por un mugir lejano que de rato en rato llega a nuestros oídos, junto con el grito agudo y vigilante de alguna pareja de chajás en la orilla de clara laguna o cenagoso pajonal.

Pocas gentes a este sitio se allegan, sitio alejado de polvorienta carretera o de importuna vecindad, pero ahora descubrimos, a cierta distancia, un peón que va después de cotidiano trajín al humilde rancho; aparece ante nuestra vista algo cabizbajo sobre su montura, ostentando la melancolía y la astucia de su carácter, apostura renunciada de la ascendencia indígena, y algo altanero, sin embargo: apostura renunciada de la ascendencia española. Ya pasa delante del sol, cuyo rojo disco apenas sobresale en el   -64-   horizonte, y está frente a nosotros: su perfil se recorta en la claridad crepuscular con acentuado y obscuro tono; nos llega el ritmo dulcísimo y plañidero de nativo canto, y con él nos llega indefinible angustia, reflejo de esa ingénita tristeza que persiste con rasgo indeleble en el carácter de nuestra tierra; pero ya se aloja y ya se pierde su voz, no parece sino una vaga sombra, símbolo de esa raza que contemplamos con cariño y que se pierde con el misterio de su alma... Hombres resignados en los azares de su vida que llevan con igual indiferencia en los días de pesar o de bonanza. Y en este marco evocador del crepúsculo pampeano, acude, dominadora, a nuestra mente la copla gauchesca, henchida del pensamiento más profundo y exornada con la sutil e imposible reminiscencia de Manrique en la copla castellana:


La vida es como un arroyo
que va perderse a la mar,
hoy cruza campo de flores,
mañana seco arenal...



Seguimos avanzando, y ya la claridad de los cielos en el sitio donde poco antes el sol se descubriera, hace resaltar la obscuridad creciente de los campos que van tomando un aspecto de vaga uniformidad, semejantes a un mar de aguas obscuras, en reposo... Nada se distingue con nitidez en la sombría extensión, salvo aquello que, al occidente, sobre la línea curva del horizonte se alza. No se ve, por ventura, un molino cercano que con su urbana vulgaridad   -65-   rompa el hechizo de nuestro cuadro; a más de lejano monte, en las cercanías descúbrese tan sólo un rancho de adobe con pajizo techo: a su lado se alza un sauce taciturno, ni siquiera un ombú, el árbol legendario; y acá a nuestra izquierda, sobre una antigua tapera, otro rancho de barro, solo, abandonado, deja ver la luz del fondo por los boquetes de sus muros, aumentados sin cesar por la inclemencia del tiempo y del obstinado olvido; parecen perdidos en la inmensidad, y, como decía, sólo por la relativa altura en que se alzan, sus líneas se perfilan nítidas en el luciente fondo.

Es difícil ante reposo tan hondo y tan solemne dominar el corazón sobrecogido; porque ahora es más absoluta la quietud; en el bosque vecino los pájaros descansan y sus voces enmudecen, ni al viento se mueve la débil rama, la calma parece surgir de todo cuanto nos rodea. Una estrella, anunciadora de la noche, aparece la primera en la bóveda de los cielos, temblorosa y débil su vacilante lumbre, ella trae a los labios la amorosísima y harto repetida invocación:

Pâle étoile du soir, messagère lointaine...



Junto a nosotros, y llegado que hubimos al comienzo de una casi tenebrosa vía que en el monte se interna, una voz de saludo, inopinado encuentro, hace volvernos y alguien se nos allega, abordando nuestra charla y apoyándose sobre el cerco y de frente a la tenue claridad crepuscular. Era un hijo del capataz, nacido, como varias generaciones de su   -66-   ascendencia, en nuestra casa. Caracteres peculiares de su estirpe criolla: retraído en su trato y escurridizo en su decir, ello casi desaparecía conmigo, por un cierto cariño y una mayor confianza, mas algo siempre perduraba, siquiera en el mirar incomprensible y astuto y en la humilde y sagaz dulzura de su modo. Bajo apacible exterior guardaba un vivo ingenio, uníase en él, malicia con sinceridad, interés con afecto, alegría con vago pesar: tenía, en fin, su carácter todo lo bueno y lo malo de la nativa raza y sobre todo ello, tan alta es la prepotencia del ambiente, dominaba una honda melancolía, que sólo por ratos sentimiento extraño iluminaba con pasajera lumbre. Arrogante en su convicción de jinete inmejorable y, con sus años juveniles, de afortunado y diestro amador, personificaba ante mis ojos a aquellos gauchos legendarios con la ironía de su modo y la altivez de su callada apostura. El de la leyenda y el del poema parecían hermanarse y, aunque debilitados los rasgos morales de ambos, los veía persistir, si no en la audacia valiente e indomable propia de su tiempo, al menos en el modo y en la hidalguía, nunca en su espíritu menguados. Vestía siempre ancho pantalón, la habitual bombacha en debajo por la media de lana aprisionada, sostenida por clásico tirador, ostentando las monedas de plata relucientes; camisa de color, suelto pañuelo anudado al cuello y negro chambergo, con el ala sobre la frente alzada, completaban su indumentaria, indumentaria rural que guardan nuestros gauchos en el porte persistente como una transición del pueblo a la campaña.

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Traía a mi presencia todos los rasgos comunes del carácter nativo; aquellos tres rasgos fundamentales que -como alguien lo dijera36- sostienen cual inconmovibles columnas de piedra el genio de la raza: la pereza, la tristeza y la arrogancia. Así era el gauchito: llevaba en sí, a pesar de la dominante influencia cosmopolita y ciudadana, el reflejo de la sangre indígena y española, no en el temple antiguo, pero siquiera en el fatalismo y el cariño de su modo, o en el mirar anegado en enigmática dulzura de sus pupilas negras...

Así era cuando, por veces, me allegaba algunas noches a su humilde vivienda, y a mi ruego, sus manos rudas por el trabajo, parecían adquirir peregrina suavidad al pulsar las cuerdas de la guitarra elocuente: a la lumbre vacilante del candil o junto al fogón rojizo, recostado sobre la cama de aperos o sentado en rústico banco, ostentaba su carácter con toda plenitud. Diríase que el hondo y pavoroso misterio de la noche, influía sobre esa alma que ahora muestra, a pesar de sí misma, hasta su más íntima modalidad. Y al entonar su voz plañidero canto, el ritmo musical, dominador de corazones, angustiaba por poco nuestro espíritu...

Ahora hundíase su vista, al tiempo que me hablaba, en la penumbrosa extensión de los campos, y cuando se estaba silencioso, parecía reconcentrar dentro de sí mismo sus pensamientos, mientras el sonido de un lejano cencerro   -68-   daba la única sensación de vida en estos parajes. Allí, a esa hora, no lograba dominar el taciturno achaque, instintiva modalidad de su carácter, como en el día cuando el positivo trajín y la materialidad del ambiente concebido ayudan a regir sobre el espíritu; allí el idealismo de las cosas, estableciendo en él su señorío, le brinda íntimo esparcimiento, en el cual a pesar suyo se desliza, más completo, si tal fuera posible, por la confianza con su interlocutor, a quien algo hermanaba en su pensar. ¡Y en verdad que en ese instante la impalpable comunidad que nos unía era grande, harto se me recuerda! Allí, solos, junto al cerco, en el extremo de la tenebrosa calle, de frente a la pampa cuya grandeza no puede concebir quien no la admira, y llevando todo en sí la imagen ingente de la patria, murmuraba la voz de mi buen gauchito: flor humilde y solitaria de la pampa inmensa, cuyo misterio, a la oración, veo cómo la taciturna mirada de sus pupilas negras trata en vano de penetrar...

Ya es noche. Mientras holgábamos la sombra crecía por instantes; la vista abarca cada vez menos claramente los ranchos y los cardales, que llegan a mezclarse en uniforme obscuridad; los cielos se han poblado de estrellas que le prestan su tímido fulgor; el hondo misticismo de la tierra resplandece en el hondo misterio de los cielos; las boleadoras, mito celeste incorporado por nuestros gauchos a la lengua campesina, el guanaco37, el río del cielo, brillan en lo alto con inseparable lumbre... Allá, en la lejanía que parece cercana, se abren los brazos tenues, luminosos, de la   -69-   Cruz del sur, guía mística y legendaria de la pampa, y ofreciendo al futuro cantor de nuestro suelo la purísima y protectora luz, muéstrasela Venus soberana, estrella, de la hermosura... Inseparable armonía de las edades, presidiendo a un arte virgen, palpitando en el simbolismo de bóveda estrellada: íntimo consorcio entre la antigüedad clásica con el predominio excelso y férreo sobre la forma, y el pensamiento cristiano con el ingente predominio sobre la idea, todo ello sustentado en el amor y en la comprensión de la naturaleza. Simbolismo estético de este cielo pampeano que nos alcanza el único modo capaz de traer imperecedera vida a nuestra tierra con la lumbre altísima del arte.

Ya es noche. El tinte azul obscuro se desvanece en la creciente sombra; apenas queda de la claridad crepuscular un vago resplandor en el horizonte, persistente lumbre, pero de más en más débil; ahora en los campos la obscuridad hace surgir caprichosas e imprecisas formas, creaciones de la impotente vista; un velo impenetrable nos impide precisar lo que está frente a nosotros; no se ve ni el rancho solitario, ni los cardales informes, ni la tapera abandonada, y fuera del cencerro que a ratos deja oír su metálico sonido, de ave nocturna cuyo lúgubre grito, perdido en la llanura, se recoge en los ecos de la fronda, y de las notas de doliente guitarra, armonía vaga y triste, que por momentos una ráfaga pasajera nos hace percibir; fuera de ello reina vasto silencio, vasto como la grandeza del cielo y de la tierra. Callamos; nuestra mirada se hunde por   -70-   vez postrera en el misterio de la pampa y contempla la lumbre de los cielos, pero ya es noche: emprendemos el retorno, después de haber entregado nuestro albedrío a la naturaleza soberana...

Y mientras, habiendo yo atravesado el cerco, nos adelantábamos para acortar camino por la tenebrosa calle, poblada de evocaciones en la tácita armonía de la obscuridad y del silencio, mi compañero traía a mi mente sus recuerdos urbanos, de cuando era colegial -circunstancia ésta que bastaría para quebrar, ante romántico oidor, el hechizo del agreste modo-, con sus correrías por el pueblo, nacidas de innata aversión a la férula escolar y de nativa tendencia por la independiente libertad de los campos con ser ella en nuestros mezquinos tiempos no poco restringida. Y siempre andando, me pintaba aquellos sus no muy lejanos días de accidentado cautiverio, sus visitas, al menos tal afirmaba, a la iglesia villariega, revelándome más profundo germen religioso que el que, con todo, él mismo se pensaba; y ambos recordando, no pocas remembranzas, cariñosa lumbre de alegría o de pesar en la presente noche, surgían al llamado del pensamiento, y por cierto que no dejaba de allegarse hasta mí, al recuerdo evocado por mi buen gauchito, evocación de dolor vestida, la materna sombra, bienamada...

Bajo la bóveda impenetrable de este bosque de leyenda, donde bajo el amparo de la noche surge la imagen de nativa y romántica estirpe, ¡qué hondo encanto, en la quietud misteriosa y taciturna, traen los versos de anónimo   -71-   payador, sustentados en la savia virgen e inexhausta de la pampa! ¡Cómo en esas noches claras y estrelladas, ante la majestad de lo que penetra a nuestros sentidos, el espíritu se rinde! Entonces el hondo aserto del pensador de Koenigsberg38 acude a la memoria; cuando establece que dos cosas llenan su ánimo de admiración y de respeto, más nuevos cada vez y más crecientes: «el cielo estrellado sobre mí» y -añadiendo para rendir su tributo a la norma ética- «la ley moral en mí»39. Pero la razón en este momento, no triunfa como en Kant de la sensibilidad; entregamos a su poder nuestro albedrío: que ante el ceño inflexible, y que adivinamos iracundo, del filósofo alemán, encontramos refugio en el alma, ante semejante espectáculo sobrecogida, de Pascal; hondo pavor que, vestido de serenidad se perpetúa en aquellos versos (por ventura no ya desesperados) del Recanatense insigne, contemplador de lo infinito.

Ya la vecina luz, que se escapa de pequeña y enrejada ventana, nos indica el sitio de retorno. Estrecho la mano de mi acompañante, que se estaba en silencio oprimido por el misterio nocturno de la tierra sobre su inteligencia y sobre su alma y veo cómo su figura, ungida de simpatía y de leyenda, se pierde al alejarse en taciturna, ingente sombra...

He allí el escenario, he allí el personaje; en ese ambiente se desarrolla el teatro de su vida, allí es donde sueltan   -72-   la humilde voz, ya sea -como hemos visto- la musa de la sátira, del amor o de la pena la que acompañe a la guitarra plañidera, esa guitarra que tiene boca y sabe hablar, como la copla nos lo dice.

Establecido tan estrechamente en su carácter el vínculo de las dos ascendencias, tiene su psicología trazos dignos de interesantísimo estudio. Si en la altivez guardan ese sello de la raza hispana, junto con el idioma, aunque éste adopte un matiz particular, prevalece con todo, a mi ver, el atavismo indígena con el renunciamiento hereditario y la superficial mansedumbre que cubren la grande nobleza de su alma. A medida que una cultura -y una incultura- extraña avanza en nuestra tierra, abatiendo, sin piedad alguna y sin conciencia de ello, esa prístina base de nuestra nacionalidad, aquel carácter a poco desaparece por el cruzamiento de las sangres y la hostilidad del reacio ambiente. Por eso el gaucho pampeano será el primero en perderse con su fisonomía tan particular, pues ha menester recordarse el distinto modo de esos, los del País de la selva, y los serranos40.

No de otro modo es distinta, tomemos por ejemplo, la   -73-   inmensa hermosura de las pampas, la hermosura misteriosa de las selvas y la hermosura majestuosa de las serranías...

El carácter indígena llegó a ostentarse con su mayor plenitud, antes de la avenida de las huestes españolas, que con su civilización comenzaron a destruir esta otra civilización, menos culta, por supuesto. Tuvieron los indios, con manera rudimentaria, en especial estos que poblaban nuestras comarcas del sur, algunas nociones de armonía, si no de belleza, que llamaron la atención de los europeos y que los jesuitas, con su acostumbrada habilidad guiadora, cultivaron y trataron de perfeccionar41.

Si interrogamos sobre esto las páginas de nuestros cronistas y hagiógrafos coloniales, encontramos el testimonio de ello, testimonio imparcial, pues esto era lo único quizá, que no tenían interés de falsear en sus relatos, por veces diestramente medidos, tendenciosos en la mayoría de los casos, y siempre hiriendo, con la doble arma de los conceptos y de la prosa, la definición clásica de la historia al modo del arte de Livio o Herodoto. No podía, cierto es, ser concebida y modelada una obra de arte, aun todo lo menguada que pudiéramos imaginar, por los soldados rudos o los frailes misioneros de la conquista; aunque en cada siglo se alce algún talento peregrino, ahogado por la indiferencia hostil de nuestro medio.

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Háblanos, por ejemplo, Lizárraga, en las páginas de su Descripción, de un indio músico, uno de los tantos que él viera en sus andanzas misioneras42; y si seguimos a la vera de nuestros antiguos narradores, iremos recogiendo los ecos de esa alma nativa, engendradora de la estirpe gauchesca, a la cual legó, férrea y postrera herencia, toda la tristeza, la superstición y el fatalismo de su sangre. Ahora, bajando hacia las tierras del río epónimo, el guaraní aparecerá ante nosotros: «... música apud Guaranios optima erat; electis e toto puerorum grege et adolescentium turba pluribus qui musicas, docti notas, ore canerent et pulsarent plectra, et organa acrifona, et citharas, et tetrachorda, tibiisque et lituis et tubis rite uterentur». Estos ya eran influidos por el invasor y no persistía ya solamente la rústica guitarra hecha de quirquincho, o el arpa de añoso tronco. «Jam vero cum indi propensissimi ad musicam sint (diceres eos donatos ingenio avium, quibus natura ipsa cantum inspirat) ita illam belle arripuerunt ut Europeis admirationi fuerint et esse nunc, etiam pergant»43.

En verdad que la naturaleza agreste y soberana debía ostentar su influjo sobre aquellos moradores nacidos bajo el misterio de la fronda, entre la grandeza de las montañas, en las llanuras sin límites del septentrión. Grande

JOSEPHI EMMANUELIS PERAMAS, De vita et moribus tredecim virorum Paraguaycorum, página 49. Faventiae MDCCXCIII. Ex typographia Archii.   -75-   debía ser, más grande que hoy por su salvaje soledad, esa naturaleza, para que algunos cronistas -Guevara verbigracia- dejaran correr sobre ello su pesada pluma, que en estos casos parece aligerarse: «El corazón de estos países, son campañas dilatadas, con algunas elevaciones de terreno. A trechos se extienden con muchas lagunas y estrechos bosques, que embarazan al sol la comunicación de la luz, con el travieso enlazamiento de unos árboles con otros, y mucha variedad de enredaderas que suben desde el pie hasta la cumbre. En parte se divide el terreno en hermosas praderías y dehesas, esmaltadas de verde y revestidas de toda la variedad de vistosas flores que lleva de suyo la más lozana primavera»44. Y veamos ahora, cómo admira un cronista colonial la belleza de nuestro Salto «... Poco después encontraron con el salto del Iguazú, el cual tiene su nacimiento a espaldas de la Cananea desde adonde, hasta descargar en el Paraná, corre más de doscientas leguas, poderoso y rico con las aguas que le tributan otros ríos sobre sus márgenes oriental y occidental. Enmedio de su carrera se atraviesa una alta serranía, de cuya eminencia se precipita todo el ímpetu de su corriente. Sus aguas, parte siguen su curso natural, parte azotada contra los peñascos se ramifica en sutil espuma, que, elevada sobre la cordillera, forma argentada nube en la cual reverberan los rayos solares con indecible hermosura: objeto, a la verdad, delicioso, que imitando la reflexión del espejo, deja   -76-   claros intermedios para admitir los rayos del sol y transfundirlos por la parte inferior con encontradas refracciones que ofrecen la novedad más peregrina a la vista...»45.

Es en el testimonio de los misioneros jesuitas, conocedores ya por el continuo trato, del alma indígena, donde encontramos, sintetizadas en una palabra o en una frase, muchas modalidades de su conciencia poética o musical, único punto que con este trabajo se vincula. Tomemos, por ejemplo, algunas cartas o memoriales, enviados al rey o a las autoridades de la orden ignaciana, y leamos algunos capítulos; he aquí lo que nos dicen. Escribe el padre Sepp, sobre los indios del Paraguay: «... sobre todo, el carácter de su genio es la música. No hay instrumento, cualquiera que sea, que no aprendan a tocar en breve tiempo, y lo hacen con tal delicadeza que en los maestros más hábiles se admiraría. Tengo en la Nueva Colonia un muchacho de doce años, quien, sin tropezar ni perderse, toca sobre arpa cualquier aire, el más difícil y el que pide más estudio y práctica»46. Y la delectación musical, extendiéndose al canto o a la danza, la encontramos en estas líneas del padre Burgés, en un memorial al rey sobre los mismos indios: «Cenan al ponerse el sol y al punto se echan a dormir (las mujeres) exceptuando los mozos y los que no están casados, porque estos se juntan bajo de los árboles y luego van a danzar delante de todas las chozas   -77-   del lugar. Su danza es particular: forman un gran círculo enmedio del cual se ponen los indios que tocan una flauta larga con un solo agujero, la cual, por consiguiente, da sólo dos sones. Se agitan extrañamente al son de este instrumento, pero sin mudar de sitio. Las indias también forman su danza circular a espalda de los mozos y ni unos ni otros van a descansar hasta haber danzado dos o tres horas después de anochecido»47.

Así verdaderamente debió ser en su principio, como estas representaciones de salvaje y evocadora solemnidad, en nuestros pálidos atardeceres o en nuestras noches silenciosas, el coro informe y armónico, sin embargo, que diera origen a dos artes luminosos, el helénico y el latino; operándose -como en los alejandrinos de Boileau- la evolución estética y moral de un teatro y de una poesía, rudimentarios en comienzo, y después ostentadores de un arte perfecto y luminoso.

Esas tradiciones indígenas de un culto o de una manifestación musical primitivas, no alcanzan a destruirse ni con el predominio del conquistador ni con el debilitamiento de la sangre antigua, y, por el contrario, las vemos perdurar hasta las postrimerías del pasado siglo, allegando, en épocas casi recientes, un eco, siquiera débil, de sus modalidades étnicas48, primero y vacilante origen de nuestra   -78-   epopeya, si así queremos llamar a nuestro cielo poético popular, aunque -como antes lo dijéramos- no alcanzó a florecer en la tierra madre, el árbol frondoso de un poema cíclico, nutrido e inspirado por esa savia nativa.

Nadie sintió como nuestros gauchos, el hondo y noble misterio del amor y de la muerte, engendrados a un tempo stesso -al decir del gran Recanatense- y de cuyos dos genios -síguenos diciendo Leopardi- per fraterno poter morte prevale. Nadie como nuestros gauchos sintió esos dos pesos ingentes sobre el alma; ellos le prestaron al misterio que de por sí ya entrañan, el misterio de sus propios corazones, alentado por la superstición indígena y así pudieron labrar leyendas como la del Kacuy, como la de Santos Vega, verbigracia, donde ambos sentimientos se unen por lazo de tristeza indefinible: tristeza por ellos eternizada en las pampas sólo sembradas de pajonales o cardales, o en las selvas rumorosas, siempre propicias al recuerdo sobrehumano.

Y así supieron crear, entre tantas evocaciones con engendradora verdad, esos mitos dolientes y tangibles   -79-   -diré con platónico sentido- de la mujer pérfida y amarga, cuyo postrer grito cree oírse cada vez de nuevo, en el lamento del pájaro nocturno; o ese otro del gaucho que gime, aunque con férrea altivez, la raza de héroes, perdida y humillada, y cuya sombra épica cree verse surgir en la brillazón de los mediodías abrasadores o, a la oración, en la llanura infinita...

Sólo el atavismo de la estirpe conquistada pudo hacer germinar de tal modo en su prole gauchesca esa soñadora melancolía, acrecida con el aporte de la sangre hispana, a la cual, en apariencia, más parece vincularse -aunque lejos de ella en el fondo- por el idioma que impusieron y por las instituciones que cimentaron en este nuevo mundo. Alcanzó así nuestra raza a perpetuar su genio, evolucionando con el ambiente, y llegó a ostentar -después del apogeo indígena en la iniciación de la conquista- su apogeo gauchesco que culmina al comenzar nuestro siglo de emancipación política; cuando todavía la pampa, esa pampa que se extiende desde los mares del sur hasta las altiplanicies jujeñas, no tenía otra valla visible más que el horizonte. Los que vivieron allí fueron, en aquellos días, los verdaderos gauchos, los padres de la estirpe que hoy añora, con instintiva pena, la libertad y la independencia de su cuna ancestral.

Hemos visto -a través de mi peregrino recuerdo- cuál es la fisonomía de los actuales pobladores nativos de la tierra; vimos después -a través de nuestras crónicas coloniales- cuál era la fisonomía estética (osaré decirlo   -80-   así) de los indios progenitores; veremos ahora -a través de una página evocadora de Rojas- cuál es la vida del tipo genuino, intermedio entre ellos, del gaucho de un siglo atrás49.

Nadie sintió la pampa en su genuina emoción, como el gaucho de nuestros tiempos heroicos. Los amos de la tierra no la habían cerrado aún con sus barreras de alambre. Los ingeniosos de la industria no la habían plantado de eucaliptus, ni edificado de rojas torrecillas. No pacían los ganados en manso encerramiento, ni los convoyes del ferrocarril pasaban sobre sus vías resonantes. La verde gramínea o el pasto dorado se dilataba hasta el horizonte, coloreándose con reflejo vibrátil bajo los soles ardientes del desierto. El misterio de la eternidad hacíase tangible en el silencio de los cielos y en la desolación de la tierra. Entonces era cuando el gaucho cruzaba solitario, como un proscripto de otros mundos, la inmensidad de esa llanura. Era la hora del alba, y el primer rayo del sol, soslayando una gota de rocío le brindaba un diamante en la hoja dura del cardal; o bien era la hora de la siesta, y del pajonal, refrescado   -81-   de pronto por la brisa, llegábale el silbo de una perdiz; o bien era la hora de la tarde, y sobre el horizonte lejano veíase demorar la luz en el reflejo de una nube purpúrea; o bien era la hora de la noche, y sobre la pampa amortajada en silenciosa tiniebla no le quedaba más que alzar los ojos a las estrellas que él nombraba con nombres de la pampa: las boleadoras, el avestruz, el río del cielo... Y aquello era la poesía de su desolación: rocío, pájaro, arrebol, estrella... Cuando la noche había pasado, después de haber dormido a la intemperie, sobre su propio recado, con la cabeza al naciente, para no perderse, recomenzaba su jornada junto con el sol, y así marchaba, encontrando durante su camino, aquí un ombú que le prestaba su sombra, allá una tapera donde maullaba un gato hambriento, más adelante un bañado chapoteado de nutrias y de garzas, más lejos una pulpería donde estaba cantando un payador. Sólo sobre su caballo de andar, o ya de a dos con el aparcero de sus andanzas o con la china de sus amores, o bien en columna con el caudillo de su montonera, o en convoy con la carreta de los largos viajes, o en grupos de camaradas para las faenas de la doma y de la hierra, así cruzaba el gaucho aquellas viejas pampas de la patria, adquiriendo en la vida errante del desierto, bajo ese magisterio de la tierra y del cielo, un sentimiento de individualidad casi salvaje, un anhelo de libertad anterior a toda doctrina, una especie de fatalismo ante el duro destino y de realismo ante el abierto horizonte, que fueron en su alma primitiva la lección de sus llanuras, y que ha quedado   -82-   en nuestra raza como la flor inmarcesible del genio pampeano50.



Sólo en la sombría extensión por veces su calma se quebraba, con alguna montonera, fantasma de pavor y desolación que en sus ámbitos surgía, y cuyo eco postrero nos allega La Cautiva, ese poema que, a pesar del arte reducido, ofrece sus estrofas realmente inspiradas y alentadas por la brisa eterna del desierto51.

Y ya que el nombre de Echeverría acude de nuevo a nuestra mente, oigamos -para terminar esta ya larga introducción- las palabras del cantor romántico que, en días azarosos, tratara de mitigar sus dolores morales y físicos en estas soledades pampeanas. Y a la vera de su pensamiento, sentiremos alzarse el alma gauchesca, que, con visión idealista y gesto romántico, él mismo eternizara.

Es en la antigua estancia donde solía retirarse52. Sobre una tapera yérguense unos ranchos cómodos, humildes y sombríos, rodeados por profunda zanja. Junto a ellos crece   -83-   un bosque de algunas cuadras: maraña casi impenetrable de tunas y de talas espinosos, donde sólo algún estrecho sendero denuncia las frecuentes andanzas del poeta; y alrededor de este monte y de las casas, extiéndesela llanura uniforme en su despoblada inmensidad.

Contemplemos al poeta a la oración, la hora de la pampa; su espíritu es angustiado por la muerte que extendiera su sombra sobre la madre bienamada y hondo remordimiento acude sin tregua a su conciencia; la amistad huye de él en su desgracia y el cantor busca refugio en la naturaleza soberana: «Tu sabes -escribíale en esos momentos a un amigo53- cómo yo me recreaba con la vista de alguna escena imponente de la naturaleza, cómo gustaba entregarme al pulso de mis pensamientos enmedio de las llanuras desiertas o al abrigo de esos montes donde apenas penetra la luz; cómo la imaginación se eleva en la soledad a las más altas contemplaciones, ansiando penetrar los arcanos del universo...». (8) «Aquí el paraje es desierto y solitario y conviene al estado de mi corazón, un mar de verdura nos rodea y nuestro rancho se pierde en este océano inmenso cuyo horizonte es sin límites... La naturaleza no presta variedad ni contraste, pero es admirable y asombrosa en su grandeza y majestad» (9). Y por veces algún paisano a él se allegaba, ignorando su dolor y sus afanes   -84-   solitarios; el corazón del poeta se oprimía entonces en el dolor reavivado.

Hace apenas unos instantes que volviera de su paseo a caballo por los campos. El poeta, acompañado por algún peón, aspira, al galope, el perfume agreste del desierto, huyendo de los ranchos vecinos, moradas de alegría que su espíritu rechaza, y más tarde nos evoca la contextura moral del acompañante, al remembrar su propia desventura, y oímos que se pregunta: «¿No es infinitamente más feliz el gaucho errante y vagabundo, que no piensa más que en satisfacer sus necesidades físicas del momento, que no se cura de lo pasado ni de lo futuro, que el hombre estudioso que pasa lucubrando las horas destinadas al reposo? Aquél vive por vivir, muero por morir, ignora todo, o más bien sabe todo, pues que sabe ser feliz, y pasa su vida sano, robusto y satisfecho, mientras éste, obcecado de dudas y de pesares y de dolencias arrastra una vida fatigosa y sin prestigios buscando el fantasma de la verdad y alejándose del camino de la felicidad hasta que lo sorprende en sus sueños la muerte y devora todas sus esperanzas». (26) Y, a poco, después de esas líneas que no muestran mucha penetración en el carácter nativo, la profunda observación acude a sus labios: «Estoy convencido que el más simple campesino sabe más sobre moral que el más sabio filósofo: es verdad que él no explica ni analiza sus sentimientos, pero es feliz ignorando cómo siente y cómo piensa». (28)

Contemplemos al poeta forjando, en el dulce atardecer o en la noche que se allega, las estrofas de su poema, ungidas   -85-   por el aliento de la raza y más eternizadas, en verdad, por el símbolo que entrañan, que por el arte que las engendra. Contemplemos al poeta rindiendo su tributo romántico al único ensueño que lo anima y sobre la desesperanza y sobre la muerte, alcanza aún a establecer en él su poderío, y ahora los versos a ella dedicados, se alzan en el Himno: serena dualidad del dolor y de la gloria...54 Contemplemos al poeta presintiendo con alta amargura, aciagos días para la patria -no tan aciagos quizá como él los imaginara en su pena de proscripto-; contemplémoslo en esos postreros días de su peregrinación por la pampa domeñadora, antes de retirarse, en la ciudad ribereña, a la casa desde cuyos balcones su mirada se hunde en el río epónimo...55 Y si quisiéramos acompañarlo en su vivienda ciudadana, llegaría a nuestros oídos la íntima añoranza del llano interminable y de los paisanos cariñosos, a tiempo que su voz, esquiva en esto a la vulgar ostentación, entonaba solitario canto, que su guitarra, pulsada con rara destreza, lo acompaña.

Así el alma gauchesca hacía vibrar la voz de los cantores cultos; así inspiró el Martín Fierro y Santos Vega   -86-   -poemas del renunciamiento y de la rebeldía-; así dio su vigor agreste al Facundo -poema de la bravura y del combate-; y así, después de haber engendrado las estrofas de Echeverría, desliza su serena savia en el verbo de Obligado, que vistiera con su arte excelso la leyenda del payador vencido y de la raza moribunda...

Y así apoyada en el marmóreo y labrado plinto de esas obras, unas ungidas por la argentinidad y otras por el arte -fervorosa ofrenda depuesta en aras de la pampa-, yérguese la musa gauchesca ostentando en sus espaldas túnica bordada con hilos de pena o de amor; peplo de rústica urdimbre, entretejido por mano del nativo ingenio y donde la caricia crepuscular en la tierra infinita, detiene su postrera lumbre de dolor y de hermosura.

Resta agregar que la presente colección comprende parte de las canciones populares lírico-dramáticas de cuatro provincias: Buenos Aires, Córdoba, Santiago del Estero y Catamarca. Obra, como se ve, por fuerza fragmentaria en su comienzo, guarda, sin embargo, su unidad y su conclusión, ya que pudiera ser el primer paso, aisladamente definido, de una publicación metódica, y, si es factible, completa, de nuestra poesía en tal género, donde la mayoría de las estrofas, siendo comunes en las distintas comarcas argentinas, salvo núcleos regionales reducidos, podría, en volúmenes siguientes, subsanarse toda omisión.

Aunque casi en su totalidad esta colección ha sido por mí directamente recogida, me he servido de varias obras   -87-   para añadirle algunas coplas, nuevas o variantes, que no alcanzan a un centenar, aporte que señalo en las notas pertinentes. De índole personal, la única y valiosa ayuda -rara en el egoísmo de nuestro medio intelectual- que he recibido con carácter inédito, es la colección original recogida por el doctor Roberto Lehmann-Nitsche, de la cual cerca de doscientas piezas he extraído para enriquecer este cancionero; comprometiendo con ello mi gratitud, mucho más aún, como decía, en un ambiente literario como el nuestro, donde muy pocos son los que sacrifican, tal en este caso, a la conclusión de una obra ajena, la vanidad personal, harto arraigada casi siempre.

El método seguido en la clasificación de estos cantares no entraña innovación alguna al aplicado por lo común en la materia; hago notar, sin embargo, que he tratado de colocar en los primeros números de cada grupo, las relaciones con la respuesta que les corresponde a continuación, siempre que he podido hacerlo sin violentar sobremanera la regla apuntada, que, según sus temas, los divide; y aun dentro de esta división he tratado de agruparlas por los temas particulares y a veces por la forma de las estrofas.

Ahora, como una disculpa por las deficiencias que algunos -con toda facilidad quizá- pudieran encontrar en este libro, aduciré la real dificultad de colocar algunas estrofas en sitio conveniente, para poder presentar algo perfectamente agrupado. Y, para finalizar, añadiré que van incluidas algunas composiciones, cuya probable paternidad   -88-   culta no ha obstado para que la musa popular las prohíje; las cito por haberlas oído en nuestros campos, y si sus autores no me disculpan que, por ignorarlos, incluya sus versos en este cancionero anónimo, me coloco al amparo del numen gauchesco que también los desconoce...







  -[89]-  

ArribaAbajoSentenciosas

  -[90]-     -[91]-  
1 Yo soy como el palo blanco
donde me tiran me planto,
oiga moza, si me quiere
no me haga padecer tanto.

(Córdoba).


2 A los mozos no les creo
aunque los vea llorar,
porque son como el serote
donde la pueden pegar.

(Córdoba).


3 Yo soy como la aceituna
pendiente del olivar,
que no les creo a los hombres
ni aunque los vea llorar.

(Buenos Aires y Santiago del Estero).


3 a Me gustan las aceitunas
porque son del olivar,
a los hombres no los creo
ni aunque los vea llorar.

(Santiago del Estero).

  -92-  
4 No me fío de los hombres
ni aunque los vea llorar,
que son como el cocodrilo
que llora para matar.

(Catamarca).


5 Ahí te mando mis amores
en un jarrito de lata;
no hay mujer que se resista
cuando el hombre tiene plata.

(Buenos Aires).


6 Se ha informado usted muy mal
que por plata se consigue,
el amor por interés
a mí se me hace imposible.

(Buenos Aires).


7 Arriba pensamiento,
flor de verano,
no hay mujer que no caiga
tarde o temprano.

(Buenos Aires).


8 La viborita en el campo
a lo verde56 se aparece,
la que se cree en los hombres
algún castigo merece57.

(Buenos Aires).

  -93-  
9 Las mujeres son del diablo,
parientas del gran demonio;
nosotros los hombrecitos,
hijitos de San Antonio.

(Catamarca).


9 a Los hombres son angelitos
niñitos de San Antonio,
las mujeres son el diablo
parientas del gran demonio.

(Santiago del Estero).


10 Qué desgraciada mujer
que se casa sin saber,
con hombres que no conoce
ni los ha visto nacer.

(Santiago del Estero).


11 ¿Para qué me diste el sí,
traidora, teniendo dueño,
sabiendo que no se paga
con gusto lo que es ajeno?

(Catamarca).


12 Miente quien dice no goza
con gusto lo que es ajeno;
sabiendo entenderse bien
se goza mejor que el dueño58.

(Santiago del Estero).

  -94-  
13 A mí me gusta mucho
la mujer de otro:
no se hace para todos
la bota'e59 potro.

(Buenos Aires).


14 Cupido me dio un consejo
en lo profundo del sueño:
que nunca me apasionara
de prenda que tenga dueño60.

(Buenos Aires).


15 Paloma que vas volando
por medio del chañaral,
si no llevas guardamonte
cómo no te has de raspar...61

(Santiago del Estero).


16 Tomo por el chañaral,
huyendo del gavilán,
pero por ligera que ande
creo que me va a cazar.

(Santiago del Estero).


17 Cuando la gallina canta
señal de que ha puesto el huevo,
cuando la mujer se enoja
señal de marchante nuevo.

(Buenos Aires).

  -95-  
17 a La gallina cuando grita
es seña que ha puesto el huevo,
así son estas mujeres
cuando quieren amor nuevo.

(Buenos Aires).


18 Cuando el potro es voluntario,
lo sabe el dueño cuidar;
cuando la mujer es buena,
no hay hombre que pague mal.

(Catamarca).


19 Cuando la mujer es buena
no hay plata con qué pagarle,
pero cuando sale mala
no hay palo con qué pegarle.

(Santiago del Estero).


20 Molino viejo no muele trigo;
mujer casada no tiene amigos.

(Catamarca y Santiago del Estero).


21 El amor de las mujeres
es como el de las gallinas;
cuando falta el gallo grande
cualquier pollo las domina.

(Catamarca).

  -96-  
22 Si la mar fuera de tinta
y el cielo fuera el papel,
no alcanzaría a escribirse
lo falso que es la mujer62.

(Catamarca).


23 Todas las cosas son buenas
antes de echarse a perder,
la leche antes de acedarse,
y lo mismo la mujer.

(Catamarca).


24 Yo no sé qué le dije
que ella lloraba,
costumbre de mujeres
llorar por nada...

(Santiago del Estero).


25 Nunca es valorado el bien
de mujer que te ha querido:
ya cuando remedio no halles,
llorarás lo que has perdido.

(Catamarca).


26 Amarillos son los gustos,
morados son los placeres,
¡qué constantes son los hombres!
¡qué ingratas son las mujeres!

(Buenos Aires).

  -97-  
27 De la mujer celosa
yo sé el remedio:
cortarle las orejas
como a los perros.

(Buenos Aires).


28 De la mujer arisca
lo que me gusta,
es que al cabo se amansa
como la mula63.

(Santiago del Estero).


29 No te cases compañero,
con mujer menor de edad:
cuando no le falte el juicio,
le ha de faltar voluntad.

(Catamarca).


30 Mi madre me dio un consejo:
que no me quiera casar
con mujer de ojos alegres,
porque ellos me han de engañar.

(Catamarca).


31 No te cases con viudo,
vidalitá,
que es un pecado;
antes que te des cuenta,
vidalitá,
te has afrentado64.

(Santiago del Estero).

  -98-  
32 No te cases con viudo,
vidalitá,
que es aventura,
tras de la sacristía
vidalitá,
rezonga el cura.

(Santiago del Estero).


33 No te cases con viejo
por la moneda;
la moneda se acaba
y el viejo queda.

(Córdoba).


34 Tuve una rosa
yo para amar,
la muy ingrata
se portó tan mal,
por eso hoy vive
a la facilidad.

(Santiago del Estero).


35 En los jardines de Diana
planté una rosa en botón;
conservate siempre rosa
si te quieres llamar flor.

(Buenos Aires).

  -99-  
36 No tapes con la pintura
los colores de tu cara,
que sólo en las casas viejas
se retoca la fachada.

(Santiago del Estero).


37 Del favor de las damas
nunca blasones,
porque serás indigno de sus favores.

(Santiago del Estero).


38 Ventanas a la calle
nunca son buenas,
para madres que tengan
hijas solteras.

(Santiago del Estero).


39 Un pino lo arranco,
un álamo lo blandeo,
un toro bravo lo amanso
¡y a ti, muchacha, no puedo!

(Buenos Aires).


40 Dos mozos me andan queriendo,
yo no sé como hei de hacer:
uno me ofrece dinero,
otro que me ha'i querer bien...

(Santiago del Estero).

  -100-  
41 El gato para ser gato
siete vidas ha'i tener;
la mujer pa ser mujer
ha de amar a más de cuatro.

(Catamarca).


42 La mujer que quiere a dos,
no es zonza, es bien alvertida;
si una vela se le apaga,
le queda la otra encendida.

(Santiago del Estero).


43 Yo te quería a vos sola,
y vos querías a dos;
vos querías repicar
y andar en la procesión.

(Buenos Aires).


44 Tú sabes, almita mía,
que el amor ha de ser uno:
la mujer que quiere a dos
no tiene amor a ninguno.

(Catamarca).


45 Yo soy como la golondrina,
volaba tan bajocito;
no quiero prendas con dueño,
dejame vivir solito.

(Buenos Aires).

  -101-  
45 No quiero prenda con dueño,
que me la quiten mañana,
quiero prenda que me dure
hasta que me dé la gana.

(Catamarca).


47 La cinta para ser cinta
no ha de ser de dos colores;
el hombre para ser firme,
no ha de amar dos corazones.

(Córdoba y Catamarca).


48 Querer una, no es ninguna,
querer dos es vanidad;
el querer a tres o cuatro
es gracia y habilidad.

(Buenos Aires).


49 El primer amor es firme,
el segundo lisonjero,
el tercero engañador,
no hay amor como el primero.

(Catamarca).


50 Una vela se consume
al rigor de tanto arder;
así se consume un hombre
por querer a una mujer.

(Catamarca).

  -102-  
51 El hombre que llega a viejo
es igual que si muriera,
porque en cuanto al amor
no habrá mujer que lo quiera.

(Buenos Aires).


52 La mujer que quiere a un viejo,
¿qué será su pensamiento?
Haga de cuenta que abraza
un quebracho cascariento.

(Santiago del Estero).


53 Malhaya la cocina,
malhaya el humo,
malhaya quien se fía
de hombre alguno;
porque los hombres
cuando se ven queridos65
caramba, no corresponden66.

(Santiago del Estero).


54 Yo comparo a los hombres
con las abejas,
pegan un picotazo
luego se alejan;
porque los hombres
cuando se ven mamita
caramba, no corresponden.

(Santiago del Estero).

  -103-  
55 El gaucho que de su china67
se va y la deja,
si la encuentra con otro
no le dé queja.

(Buenos Aires).


56 Me aconsejan que me case,
eso es lo que no han de ver,
que yo dé la plata al cura
pa que otro tenga mujer.

(Buenos Aires).


57 Todos me dicen: casate,
yo no me quiero casar,
solterito he de quedarme,
dueño de mi voluntad,

(Buenos Aires).


58 Todos me dicen: casate;
yo no me quiero casar:
solterito, buena vida,
dueño de su voluntad.

(Catamarca).


59 Me aconsejan casarme con vos,
porque todos se están casando,
a todos se los llevó el diablo
y yo no quiero ni raspando.

(Santiago del Estero).

  -104-  
60 Bendito sea mi Dios,
¿para qué me casaría?
De las puertas de la iglesia
¿por qué no dispararía?

(Santiago del Estero).


61 Cuando me velen a mí,
penas penando
no será cuando me muera,
será al estarme casando.

(Catamarca).

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