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Cervantes novelista

Juan Carlos Ghiano



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Estas notas sobre el Quijote, compuestas el año pasado, por las fechas del cuarto centenario, son el desarrollo de profundas observaciones de Américo Castro y de la incitadora enseñanza de Ángel J. Battistessa.

A ambos dedico este libro, corto pago de gran deuda.

Juan Carlos Ghiano

Buenos Aires, mayo de 1948.







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ArribaAbajo I

La novela moderna


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Es afirmación corriente que la novela moderna se ha originado, en desarrollos temáticos y en forma, de la obra de Cervantes, en particular del Quijote.

Ésta fue la idea sostenida por Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote, Madrid, 1914, y confirmada, con nuevos datos, en Ideas sobre la novela1.

Ortega se apoya en dos puntos característicos, de acuerdo con que en «las novelas mayores del pasado que han conseguido triunfar de las enormes exigencias planteadas por el lector del día... la atención nuestra va más a los personajes por sí mismos que a sus aventuras. Son Don Quijote y Sancho quienes nos divierten, no lo que les pasa. En principio, cabe imaginar un Quijote de igual valor que el auténtico, donde acontezcan al caballero y su criado otras aventuras muy diferentes. Lo propio acaece con Julián Sorel o con David Copperfield»2. Esta observación, para afirmar que en la novela moderna no complace el argumento, sino la forma narrativa; de ahí la idea consecuente: la novela, género moroso por excelencia. La otra tesis insiste en la misión esencial de la novela de «describir una atmósfera, a diferencia de otras formas épicas -la epopeya, el cuento, la novela de aventuras, el melodrama y el folletín- que refieren una acción concreta, de línea y curso muy definidos»; por consiguiente, la novela como «vida provinciana»: el   —12→   interés por el puro vivir de sus personajes dentro de un ambiente o conjunto. Además -opinión explicitada en las Meditaciones-, dentro de la textura original del Quijote, la crítica y la zumba como fundamentos de la novela moderna, hecho que, contemporáneamente, se pone menos al descubierto porque los ideales atacados por la novela «apenas se distancian de la realidad con que se los combate»

Recientemente, dos estudiosos cervantinos han vuelto a la misma idea: Américo Castro y Joaquín Casalduero.

Castro considera al Quijote como «primer caso de consciente inserción de una técnica y de un propósito estético en la trama misma del esfuerzo creador», «un lento proceso de interiorización y meditación, el cual le permite zafarse de cuantos modelos de libros corrían por España e Italia»3. Esta técnica y este propósito estético fundamentaron «la expresión estilística de cierta forma de visión del mundo, que hoy recibe el nombre de "novela"». Para Castro el núcleo radical de esta creación está en el hecho de que los personajes parezcan seres vivos, «de carne y hueso»; es decir, proyección de las existencias novelísticas, desde lo individual, en todas direcciones. Coincidiendo con Ortega, insiste en que este «invento de un nuevo género, la novela, tuvo como impulso primario la ironía y su reducción». «Salazón de mitos», comenta Castro.

Para Casalduero la modernidad de Cervantes se manifiesta particularmente en la primera parte del Quijote: «El Quijote de 1605 traspasa los límites temporales de la época en que fue escrito, mientras las Novelas Ejemplares, el Quijote de 1615 y el Persiles quedan perfectamente encuadrados en el siglo XVII. El Quijote viene a nosotros, y para hallar en él su contenido secentista hemos de hacer un esfuerzo, hasta tal punto va a dar más allá de la frontera histórica»4. La diferencia está -para Casalduero-   —13→   en la actitud profunda del autor: «Al Quijote de 1605 llegó Cervantes hundiendo la humanidad de su época en su propio corazón, mientras que para las tres obras restantes Cervantes sale de sí mismo y se hunde en su época».

La tesis de Casalduero es discutible, y su desarrollo total contradictorio, como los de la tesis de Ortega, pero interesa para el propósito de señalar la modernidad narrativa de la obra de Cervantes, cuya comprensión exacta está en el estudio fundamental de Américo Castro, El pensamiento de Cervantes, Madrid, 1925. De este libro parte toda la moderna crítica cervantina en ideas firmes, que el mismo Castro ha ido ampliando progresivamente5.

La afirmación de que la novela moderna tiene su origen en el Quijote ha pasado a ser tópico socorrido hasta de los manuales de historia de la literatura, pero pocos críticos se han ocupado de indicar los alcances de esa modernidad.

Antes de intentarlo, sobre algunas notas a los textos cervantinos, particularmente al Quijote, es preciso aclarar lo que se entiende por novela.

La teoría literaria no ha resuelto satisfactoriamente este problema, pero hay un planteo importante en Alfonso Reyes6. Distingue Reyes tres funciones literarias -«procedimientos de ataque de la mente literaria sobre sus objetivos»-, en orden estético creciente: drama, novela y lírica. La novela, definida como «referencia a acciones de personas ausentes y, en concepto, pretéritas, aunque la mente las edifique en teatro interior, y aunque el relato, en cualquier tiempo del verbo, las figure en presente», comprendería la epopeya antigua y moderna -Ilíada, Eneida, Mio Cid, Orlando furioso-, y lo que hoy se llama novela -Cervantes, Balzac, Dickens, Galdós, Dostoievsky.

Esta caracterización de Reyes necesita ampliarse. La novela   —14→   es siempre «referencia a personas ausentes», narración de los sucesos (interiores o exteriores) que a esas personas acaecen, en un lugar y en un tiempo determinados; pero hay, sin embargo, una diferencia esencial entre la epopeya y lo que se llama corrientemente novela. En la epopeya los personajes se instauran dentro de una realidad de tiempo fuera de todo límite real, adquiriendo en ella su realidad mitificadora, o, por lo menos, tipificadora, que concluye en la monolinealidad de cada personaje. En Mio Cid, por ejemplo, los personajes no varían sustancialmente frente a las circunstancias, la realidad de cada personaje no se altera ni frente a los hechos más rebajadores: la grandeza del Cid no disminuye después de la afrenta de Corpes, ni en el aprecio de los otros personajes de la gesta, ni en el de los lectores; por eso, los héroes de la epopeya, hasta los más desgraciados -como las hijas del Cid- no suscitan compasión. La novela, a partir de su conformación medieval, intentó instaurar la experiencia actual de sus personajes en esa visión de la epopeya, sin lograrlo; pero lo que interesa, aunque no siempre se alcance, son las reacciones (superaciones, debilidades) de los personajes y la com-pasión suscitada. Estos problemas fueron resueltos por Cervantes, creando la novela moderna, en donde la experiencia de cada uno de los personajes se armoniza con la realidad -fuera de límites- de la epopeya, sin que se desvirtúe la categoría de seres de carne y hueso que sustenta la nueva concepción.

El criterio de Reyes puede ligarse con el tradicional -desarrollado entre otros por Menéndez y Pelayo- de que la novela es la forma moderna de la epopeya, no su degeneración, según la preceptiva neoclasicista. Es, además -por su origen medieval-, una forma literaria hondamente ligada a los problemas característicos de cada época; de ahí la variación de sus asuntos. De su tono medieval, y su destino casi exclusivo para el público femenino, ha conservado -a pesar de lo que afirma Ortega- una particular atención a los sucesos, manifestada en dos tipos divergentes: la novela amorosa (público femenino) y la novela de aventuras   —15→   (público masculino). En estos dos tipos se pueden encasillar todas, o casi todas las formas.

Este interés por los sucesos toma diversos aspectos en la producción contemporánea. Jorge Luis Borges reconoce que en Kafka «el argumento y el ambiente son lo esencial; no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica»7; en Proust la aventura -el acaecimiento, no básico para su sistema- se diluye hasta casi extinguirse, pero no desaparece del todo; en Joyce se hace peripecia de la atomización consecuente de los hechos diarios; en otros autores, como Azorín, el ambiente acomoda a ciertos personajes que, más que vivir, son de su circunstancia en una fidelidad de objeto más que de individuo.

En cuanto a la forma, la novela moderna es un compromiso entre los dos límites extremos de la lengua literaria: la poesía y la prosa científica, sin desdeñar tampoco la oratoria, elaboración artística de la lengua hablada. Lo que ha hecho, agudizadamente, un novelista actual como Huxley (en Contrapunto), es lo que se venía haciendo desde Cervantes. De ahí también los efectos de autocrítica y muestras de las pautas novelísticas, tan reiterados en la novela actual: Gide, los norteamericanos, etc.

En el Quijote la realidad psicológica de cada individuo informa todo el desarrollo de la novela, pero la aventura sigue siendo funcional, ya que cada experiencia externa se transforma en motor, pronto exteriorizado. La creación de este tipo dentro de la novela no fue hecho aislado dentro de la literatura española, sino que ocurrió sincrónicamente a la renovación del teatro y de la lírica, en un momento de la historia de la cultura en que empiezan a concretarse los problemas típicos del hombre moderno, dando la base para lo que será la historia posterior hasta la culminación y crisis del positivismo; las diferencias están en las soluciones dentro de cada función literaria. No en balde insiste Castro   —16→   en que la «árida disquisición en los libros se torna (en el Quijote) conflicto vital, moderno, henchido de posibilidades»8.

El teatro español del siglo XVII, la función literaria más popular de la época, sólo comparable a la popularidad secular de los romances, da el ejemplo más típico en la renovación del momento. Para comprenderlo, debe recordarse la línea de la evolución del teatro europeo.

Este teatro se había constituido como desarrollo de la función religiosa -acción en el más lato sentido de la palabra-, por consiguiente, fue teatro popular, que alcanzaba en sus posibilidades temáticas y expresivas a todas las clases integrantes de la sociedad contemporánea. En España, y hacia fines del siglo XV, Juan de la Encina agregó a los elementos teatrales religiosos los profanos, secularizando la representación, pero, más que esta secularización, interesa otra actitud impuesta por el mismo Encina. Sus representaciones fueron fundamentalmente aristocráticas: un encastillamiento real y espiritual del teatro. Real, porque sólo el público noble, de castillos, presenció la renovación y la comprendió en sus motivos fundamentales; espiritual por el tema -pastores de ideología renacentista, nuevos hasta en los ecos de su lenguaje seudorrústico-, y por el tono representacional de limitado movimiento escénico, teatro estático, de base plástica. Se había producido un alejamiento del público vulgar, salvado en algo por los prelopistas, y solucionado efectivamente por Lope. De ahí que su teatro se fuera ampliando en temática, en variedades expresivas, en situaciones escénicas, pero siempre dentro de ciertos límites.

Los temas del teatro de Lope corresponden a la ideología consentida por su público en adhesión más profunda. No fue menester que se vivieran esos ideales, bastó creer en ellos; la estructura social -todavía de Edad Media- ayudó esta compenetración. Dentro de la entidad nación se reconocían tres rangos: Dios, el Rey (su delegado en la tierra) y el hombre. Toda iniciativa   —17→   partía del individuo, aunque no todas las soluciones fuesen alcanzadas por él; característicamente, una de las obras más conocidas se titula El mejor alcalde, el Rey; administración de justicia que, en última instancia, significa solución de problemas vitales y escénicos. Cuando esta solución no podía ser alcanzada por el rey, se recurría al tribunal de última instancia, Dios: ejemplo ilustre El burlador de Sevilla. Cuando el problema es resuelto directamente por el individuo, sin intervenciones reales o extraterrenas, es porque no sobrepasa los límites amorosos, o de la honra individual o familiar, los temas en los cuales cabía la solución del individuo porque constituyen la base de su libertad: la elección amorosa, particularmente en la mujer -ejemplo, El vergonzoso en Palacio; la defensa e ilustración de la honra en el hombre- ejemplo, El Alcalde de Zalamea, muy ilustrativo por tratarse de un villano.

Sin que el tema saliese de esta estructura social, se cumplía la aventura escénica en amplia posibilidad de formas, en tono de diversión rápida, sin mayor apoyo racional por parte del público.

Esto explica no sólo el incansable hacer de los dramaturgos para sostener con novedades diarias la adhesión de los espectadores, sino también la actitud de éstos, se tratase del rey y su corte, o del vulgo. En primer término, necesidad de que le realzasen el brillo escénico con todos los objetos hermosos que se podían ofrecer: donaire y belleza de actores y actrices, alhajas y ropas, música y baile y, sobre todo, la variedad altísima del lenguaje poético. Como si esto fuese poco dentro del desarrollo de una comedia, hay que añadir lo que constituye el contenido de una representación del siglo XVII: comienzo con un tono cantado con acompañamiento de arpa, guitarra y vihuela; luego la loa, no pocas veces cantada; después la comedia; entre su primera y segunda jornada un entremés, entre su segunda y tercera el baile, terminando la tercera la mojiganga o fin de fiesta, no obligatoria; a veces, entre la segunda y tercera jornada, va también una jácara.

Tirso, en Los Cigarrales de Toledo, comenta elogiosamente   —18→   las letras, bailes y entremeses con que se completó la representación de El vergonzoso en Palacio y, en el epílogo, insiste en el brillo del espectáculo: «Con la apacible suspensión de la referida comedia, la propiedad de los recitantes, las galas de las personas y la diversidad de los sucesos, se les hizo el tiempo corto, que con haberse gastado cerca de tres horas, no hallaron otra falta sino la brevedad del discurso». Estas tres horas tenían como espectadores -en el comentario de Tirso- un público aristocrático, cómodamente sentado en una sala lujosa; piénsese en la adhesión que significaba para un público corriente, de pie o mal sentado, apretujado, y se comprenderá que la comedia española de la época no pudo ser un espectáculo de análisis psicológico profundo, sino un teatro dinámico, multiplicado en conflictos y formas.

La aventura -forma de desarrollo rápido- domina sobre los demás elementos teatrales; el análisis de sentimientos e ideas no resulta fundamental en el teatro español. Si se compara a un autor como Tirso, ejemplo socorrido para estos paralelos, con un dramaturgo francés del Gran Siglo, se ve qué distancia los separa. En cambio, cualquier español aventaja a los franceses en la marcha vivaz y múltiple del asunto.

Dos recursos tuvo el dramaturgo español en cuanto al asunto: o tomarlo de la tradición nacional, de todos conocida, con desenlace por tanto previsto, y gozar con las alternativas del desarrollo, o tomar asuntos extraordinarios, fuera de lo que acaecía diariamente a sus espectadores. En cualquiera de los dos tipos, siempre el hecho extraordinario, que se desarrolla con un sistema de sorpresas.

Este alejamiento de lo cotidiano aparece también en los procedimientos escénicos. Hay uno que, por su abundancia, se supuso tomado de la vida diaria: la mujer disfrazada de varón; Romera-Navarro9, con testimonios abundantes, ha demostrado la falsedad de tal afirmación, concluyendo que la disfrazada en la comedia «no fue sino un tipo convencional del arte». No interesa   —19→   tanto el motivo del disfraz -que podía variarse al infinito-, sino su presencia inquieta y engañosa, engaño dentro del gran engaño escénico a que el público se prestaba con entera fe. Este convencionalismo no fue hecho aislado, sino que se relaciona con otros recursos que aseguran la sorpresa del desarrollo y la facilidad de la solución. Es más directo disfrazar a una doncella para que se exprese en plena libertad, que teatralizar sus reacciones; otras veces se simula el sueño como en la Magdalena de El vergonzoso en Palacio, o aparecen las misivas de doble intención, cuando no toda la trama dramática se construye sobre interpretaciones diversas de textos engañosos, así Amor y celos hacen discretos, también de Tirso. Las alusiones, dentro de la misma comedia, a la inverosimilitud real de estos recursos, particularmente del disfraz, manifiestan la conciencia del autor sobre su eficacia sólo por la colaboración fantasística del público.

En el teatro religioso, la misma realidad escénica. Los autos sacramentales de Calderón, con abundancia de temas y símbolos teológicos, no hacen sino agudizar los procedimientos de la comedia profana; no se vuelve a los recursos propios del teatro religioso primitivo, sino que se aprovecha la experiencia sincrónica profana, como ya lo había hecho Lope.

La concepción escénica está limitada por dos realidades: la estructura social y el efecto de las resonancias inmediatas sobre la concurrencia, pueblo en última instancia; naturalmente que ese pueblo vivía con un sentido inusitado en nuestros días, y con una adhesión teatral, igualmente difícil de concebir hoy. Ésta es la diferencia singularísima entre el teatro y la lírica, la novela en término medio.

La novela moderna, creada por Cervantes, se incluye dentro de las posibilidades del genio de su autor, no de su público, aunque no olvidándolo completamente. Una referencia de Cervantes sobre el público teatral, y otra de Lope sobre la novela puntualizan estas divergencias, más que personales, propias de dos funciones literarias. La referencia de Cervantes está en el Quijote (I, 48), y   —20→   precede a su crítica sobre las comedias a la moda: «Puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que loado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo». La cita de Lope corresponde al proemio de su caótica novela La desdicha por la honra: «En este género de escritura ha de haber una oficina de cuanto se viniere a la pluma sin disgusto de los oídos, aunque lo sea de los preceptos, porque ya de cosas altas, ya de humildes, ya de episodios y paréntesis, ya de historias, ya de fábulas, ya de reprehensiones y ejemplos, ya de versos y lugares de autores pienso valerme para que ni sea tan grave el estilo que canse a los que no saben, ni tan desnudo de algún arte que le remitan al polvo los que entienden. Demás, que yo he pensado que tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento, y gusto al pueblo, aunque se ahorque el arte».

Cervantes con el teatro, Lope con la novela, se equivocaron de concepción: sus aciertos aislados en estas respectivas funciones lo muestra claramente.

La renovación lírica, la más difícil de todas, se cumplió por obra casi exclusiva de Góngora, en una realidad no bien comprendida ni siquiera por el grupo exaltado de defensores contemporáneos; quizá los más consecuentes impugnadores de Góngora en su época -Quevedo y Lope de Vega- fueron quienes mejor vieron, aunque con enfoque menospreciativo, la profunda novedad temático-formal de la lírica gongorina.

Al situar esta renovación, es imprescindible recordar las realizaciones más características en la lírica española del siglo XVII. Debilitadas como formas vivas las tradicionales -hasta la retoma de Lope, Quevedo y el mismo Góngora-, interesaban particularmente las formas de origen italiano, que ya habían confirmado una temática también característica, aunque no siempre nueva. Dentro de la lírica amorosa, desde Garcilaso a Herrera, se había cumplido una intensificación que terminó en juego: en la poesía de Herrera las antítesis, las trasposiciones y el nivel metafórico importan casi siempre más que la autenticidad del sentimiento   —21→   poetizado; dentro de la lírica religiosa, la mística había logrado un altísimo poeta, San Juan de la Cruz, la ascética (mejor sería llamarla poesía intelectual de base religiosa) había alcanzado altas cumbres líricas con Fray Luis de León; contemporáneamente a estos poetas y, sobre todo después de ellos, el mismo cansancio y repetición que dentro de la lírica amorosa había concluido en el logogrifo escolástico, la charada o adivinanza religiosa, retornando a temas retóricos de los cancioneros medievales.

En la lírica, los temas son los que más se salvan de lo circunstancial de las modas, pero no son inalterables. El mito clásico o el seudo mito, el tema amoroso directo, los más remontados temas religiosos, se agotaron por la insistencia de trabajo en desarrollos notables; en trance semejante, la lírica acude siempre al trabajo formal, a la retórica en el mejor de los sentidos. Tal fue el hecho gongorino, bien comprendido por Lope, que, vitalista máximo, negó con insistencia la sinceridad de los culteranos, para quienes el lenguaje es exornación máxima, no sólo instrumento. Lo que no notó Lope, como tampoco los otros contemporáneos, fue la novedad del tema gongorino. Es explicable; la de Góngora fue una actitud minoritaria, el exacto punto opuesto a lo que Lope había logrado en su teatro; además, Lope está muy lejos de creer en una crisis de la lírica que necesitase el apoyo de una labor idiomática inusitada y fatigosa, como indudablemente lo es la de Góngora, con todas las calidades de gran poesía que tiene.

Hasta los impugnadores de Góngora reconocieron la facilidad del poeta para elevar el nivel medio de su expresión. Hay un interesante testimonio de Juan de Jáuregui: «En esta parte descubren plebeyo gusto y peor juicio algunos discursos que he visto contra la demasía moderna, porque sin más distinción que la queja ordinaria vulgar, les vedan a los escritores todas osadías. Quieren restringir al poeta en puntuales gramáticas, cerrarle en sus palabras solas castellanas, contenerle en el camino real y trillado, sin dejar que se divierta un paso a otras florestas, ni suba por collados y cumbres; como si a la difícil Helicón se pudiese   —22→   llegar por camino llano. Lícito es y posible al ingenio contravenir muchas veces a la regulada elocuencia y sus leyes comunes sin ofender las poéticas, antes ilustrando sus fueros»10.

Es el privilegio que invocaba Góngora al afirmar que el lenguaje de la poesía debe ser «lenguaje heroico... diferente de la prosa, y digno de personas capaces de entenderlo»11.

Góngora se sitúa en culminación de una serie de escritores que manifestaron sus derechos frente al idioma, pero con diferencias de planteo y de resultado. La opinión de Cervantes puede ilustrar lo que fue nivel medio en los poetas del siglo XVI; en el prólogo de La Galatea, 1585, recuerda que su propósito es «abrir camino para que, a su imitación, los ánimos estrechos, que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana, entiendan que tienen campo abierto, fértil y espacioso, por el cual, con facilidad y dulzura, con gravedad y elocuencia, puedan correr con libertad». Es decir, amplitud del lenguaje acomodado a las diversas realidades de cada tema. Por eso mismo, y de acuerdo con su concepción de la novela, Cervantes nunca hubiese podido adherirse a la intención de Góngora; comentando el éxito de la primera parte del Quijote, recuerda Sansón Carrasco que «es tan clara, que no hay cosa que dificultar con ella» (II, 3). En los dramaturgos, también dentro de su sistema funcional, esta actitud se agudiza; en Lope de Vega se encuentran numerosos textos que definen su concepción del lenguaje de la comedia, al mismo tiempo que critican el culteranismo. En el prólogo a la Parte décimaquinta de sus Comedias, Madrid, 1621, después de afirmar la imitación como forma ideal de la comedia, dice de la lengua que, «aunque confieso las figuras retóricas a los que hablan, aunque sea en las calles, plazas y tiendas, no a lo menos las trasposiciones, las locuciones inauditas y las metáforas; si alguna vez se levanta el poeta algo más de la imitación   —23→   en alguna narración o soliloquio, o ya es éxtasis de la fértil vena, o por mayor deleite del que escucha docto, y bien intencionado agradece». Lope necesitó excusarse de aquellos momentos cuando incide en lo que Góngora -lírico por excelencia, aun en sus intentos dramáticos- consideraba nivel normal del lenguaje poético.

De acuerdo con estos testimonios, debe reconocerse que la renovación cultista sólo podía ocurrir en la lírica de tema muy particular, no en la novela, o en el teatro; recuérdese a este respecto que los pasajes cultistas del teatro de Tirso, citado como ejemplo de la modalidad, son escasos12.

La temática de Góngora, en lo más característico del barroco, modificó el sentido que hasta entonces se había dado a la lírica. Sus poemas más típicos -Polifemo, 1613; Soledades, 1614; Fábula de Píramo y Tisbe, 1618- toman asuntos grecolatinos, o temas reiterados en la literatura renacentista, como las Soledades, pero esto es lo de menos, lo que importa es la visión. Su búsqueda de la belleza en valores absolutos lo lleva, por una parte, a la huida reiterada de la realidad, pero, también, y contrapuesta, a la búsqueda consciente y repetida de lo particular y concreto en hombres y cosas. Esta bipolaridad se afirma en la concepción del barroco explicada por Leo Spitzer: reelaboración de dos ideas -una medieval y otra renacentista- en una tercera idea que muestra «la polaridad entre los sentidos y la nada, la belleza y la muerte, lo temporal y lo eterno»13. El tema por excelencia del barroco es el desengaño, propio del conflicto que está en su base. Éste es el tema profundo de los poemas más característicos de Góngora, cualquiera sea el vehículo intuicional adoptado.

El conflicto expresivo de Góngora se encarrila en una forma que, muy de su época, intenta sin embargo una perfección intencionalmente   —24→   referida a la de los modelos grecolatinos, para la cultura del siglo XVI, fuera de toda realidad temporal, por adscriptos a una concepción inmodificable de la belleza expresiva: éste es el problema dramático de toda la lírica gongorina.

Su «lenguaje heroico» está sustentado por una aspiración imperialista, que se venía afirmando y buscando desde la Gramática de Nebrija, 1492, en línea que incluye a Ambrosio de Morales, Fernando de Herrera, fray Luis de León, pero que sólo pudo ser llevada a sus más altas consecuencias por Góngora, no sólo debido a su talento, sino a la particular situación de la lengua. El idioma español no había adquirido totalmente su estructura moderna, pero había logrado ya su moderna realidad fonética, y mucho de su realidad morfológica. Fonéticamente, Góngora contó con un matiz más nítido que el gozado por sus precedentes; en cuanto a la semántica, el siglo XVII intensifica el valor de la palabra aislada, con una realidad importantísima para la expresión gongorina; en la sintaxis, no hizo sino demostrar las posibilidades de la lengua española en una modalidad largamente anhelada.

Las afirmaciones de los gramáticos contemporáneos sobre las excelencias del español son el mejor comentario a la actitud de Góngora. Gonzalo Correas, uno de los más característicos de aquellos gramáticos, en su Arte grande de la Lengua Castellana, 1626, no recurre ya a la comparación con el latín para afirmar las excelencias del castellano, sino que va al griego. Partiendo de la disparatada teoría del doctor Gregorio Madera, afirma Correas que «la Española fue la madre, y la Latina hija y jirón suyo». Insistiendo en que la lengua griega es «Reina de las lenguas del mundo», señala que la «Española es la que más se ajusta y conviene con ella en propiedad, frases y copia, artículos y maneras de hablar, y en ser clara, y en la que mejor se trasluce la Griega»14.

Aunque los disparates científicos de Correas mueven a risa,   —25→   representan la misma actitud de suficiencia orgullosa con que Góngora encara la creación poética. El poeta cordobés hubiese podido suscribir las cinco cualidades que, según Correas, hacen buena a una lengua: 1.º, «fácil en la pronunciación de las sílabas y voces», «bien articulada en el sonido de las letras vocales y consonantes», y «tener tantas o más, que iguale o exceda a las otras lenguas para escribir las palabras ajenas, cuando sea menester»; 2.º, «Clara en el decir para darse a entender»; 3.º, «Cumplida y copiosa en vocablos y frases para declarar las cosas, y poder traducir en sí con propiedad y menos rodeo los libros de otra»; 4.º, «Sonora, llena y grave, y que tenga energía y suavidad»; 5.º, «Que sea muy entendida y dilatada, y que haya durado y florecido largo tiempo, por donde haya criado y tenga muchos escritores y libros de todas materias en verso y prosa».

Doble eficiencia en la lengua: universalidad de absorción cultural y sentido de tradición valiosa, dentro por tanto del mejor imperialismo cultural hispánico.

Si el teatro español del siglo XVII es de su época en sentido profundo, la lírica de Góngora no lo es menos; la diferencia está en la solución de sus problemas: posible en el teatro, dramáticamente trabada en el intento de Góngora, sin aparente solución sintética.

En cuanto a la novela, Cervantes emprendió la revisión y balance de todas las formas anteriores, al mismo tiempo que estructuró la novela moderna en una realidad extratemporal que sobrepasa en mucho a las del teatro y la lírica contemporáneos.

Hasta fines del siglo XVI tres eran las formas características de la novela, dejando de lado la epopeya renacentista histórica, como la Araucana. Los tres tipos son: la narración larga, o «historia fingida» como la llama Cervantes, que hoy llamaríamos simplemente novela, ejemplos la de caballerías, la pastoril y la picaresca; la novela de mediana extensión, tipo las Ejemplares de Cervantes, que él mismo suele llamar «cuentos»; el cuento breve, género tradicional y popular en España, con ejemplos bien determinados   —26→   desde el Conde Lucanor; por tanto, la forma narrativa de mayor antigüedad en la Península.

El Infante don Juan Manuel había logrado algo de lo que alcanzó plenamente Boccaccio en Italia: la secularización en temas y personajes, a partir de los personajes animales, y los planteos reducidos de la narrativa árabe; adelantó además el estilo, alejándolo de lo extremo didáctico y de la andadura característica de las traducciones.

La tradición de apólogos narrativos se debilitó en la literatura española al aparecer las primeras traducciones de narraciones italianas, el Decamerón sobre todo, traducido en 1496; novelas prontamente imitadas en obras de éxito como los Coloquios satíricos de Torquemada, 1533, o Sobremesa y alivio de caminantes, 1563, y el Patrañuelo, 1576, de Timoneda. En estas obras ya aparecen elementos nuevos que modifican, aunque no fundamentalmente, la tradición italianizante, no renovada hasta las Novelas Ejemplares. Cervantes lo reconoce con seguridad en el prólogo a esta colección: «Yo soy el primero que ha novelado en lengua castellana; que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas extranjeras; y éstas son mías propias, no imitadas: mi ingenio las engendró y las parió mi pluma y van creciendo en los brazos de la estampa».

De las formas de «historia fingida», las que mayor interés presentan para comprender la renovación cervantina son la de caballerías y la pastoril. La primera tuvo su tipo en el Amadís de Gaula. La única obra anterior en publicación, relacionable por el asunto, Historia del caballero Cifar, de hacia comienzos del siglo XIV, es una confusa mezcla de elementos narrativos dispares: junto a lo caballeresco, lo hagiográfico, lo didáctico y hasta lo picaresco; en cambio el Amadís, en su edición zaragozana de 1508, contiene nítidamente los elementos de las caballerías, cuyos orígenes novelísticos deben remontarse al siglo XIII.

Forma ideal de literatura para público femenino, su asunto se narra en una peregrinatio heroica, a cuyo final el caballero consigue   —27→   concretar su unión amorosa. Este desarrollo implica en el caballero una misión heroica de doble raíz: vencimiento de los peligros de afuera, y templanza interior por las asechanzas amorosas que se le presentan; pero también, misión heroica de la dama, que debe conservar inalterable la fidelidad jurada. En una forma medieval por excelencia, en la que muy poco importa el análisis psicológico; en cuanto al desarrollo, las sorpresas son mínimas, porque los más desaforados peligros que aguardan al caballero se vencen por imposición de sus excelencias vitales, sin que se modifique la estructura del personaje. Es, en su fondo, el tema del hombre asistido por la Gracia, inmune a todos los peligros y tentaciones. Por eso, esta forma narrativa, mezclada con la novela bizantina de aventuras, reaparece en el barroco con obras tan características como Persiles y Sigismunda, aun en sus diferencias de concepción. En la novela de Cervantes son los dos enamorados los peregrinantes y el término de la peregrinación es Roma; además, hay un pecado de origen en ese amor, ya que Sigismunda es la prometida del hermano de Persiles, circunstancias extrañas al mundo de la afectividad caballeresca.

La novela de caballerías concluye con el logro de la perfecta felicidad de sus protagonistas, dejando el asunto abierto a la continuación-reiteración en torno a la misma calidad de aventuras, atribuidas al hijo o al nieto de la pareja de la novela base: doce libros, de diversos autores, forman la herencia del Amadís entre 1510 y 1546.

La novela pastoril presenta ya un asunto renacentista, relacionado en su tono con la novela sentimental, tipo que puede ejemplificar el Siervo libre de Amor, de Rodríguez de la Cámara, 1439. El tipo pastoril está en la Diana, de Jorge de Montemayor, 1599. La concepción de esta novela implica un gran adelanto sobre las de caballerías: los repetidos conflictos amorosos suponen un mínimo análisis psicológico. Por rudimentario que éste fuera, el novelista se coloca ya en la intimidad de sus personajes, considerando sus complicaciones sentimentales, aunque no las sepa resolver   —28→   narrativamente. No en balde los confesores de la época protestaron tanto, y se mostraron contrarios a que las doncellas leyesen tales novelas.

Los demás elementos del tipo tienen menor importancia: la naturaleza esquematizada, reducida a dos o tres elementos primarios, tanto en forma como en color, es la necesaria para delimitar en su circunstancia estos hechos esencializados y repetidos. En cuanto a la mezcla de prosa y verso, no siempre responde a las diversas tensiones interiores de la novela.

Con sus características, la pastoril fue una forma encuadrada perfectamente dentro del sentido revisionista-ilusionista del Renacimiento, tan deseoso de realidades primitivas, cualquiera fuese el tiempo y el lugar en que se las sitúe.

No deja de ser sintomático que Cervantes, para quien todas las formas literarias consagradas fueron útiles como toques de prueba, comenzara su labor novelística con una pastoril. No fue sólo seguir la moda, sino la conciencia de que también en la pastoril podían mostrarse personajes de dimensión humana: individuos, con reducida variedad de sentimientos es cierto, pero individuos con dimensión -para Cervantes- más cara que la ofrecida por la picaresca.

La picaresca, siempre eludida por Cervantes, presenta un tipo novelístico completamente en desacuerdo con su modernidad ideológica; es precisamente la forma narrativa más dentro de esa bipolaridad barroca señalada por Spitzer. La comparación entre Cervantes y Alemán permite aclarar mejor el problema15.

El Quijote -tema de estas notas- se aleja sintomáticamente de las formas antiguas, tanto como de las contemporáneas, más acomodadas a la circunstancialidad histórica. Es de su tiempo, pero se proyecta fuera de él. Todos los detalles novelísticos confirman esta vigilancia cervantina sobre su máxima creación en acorde progresivo y consciente.



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ArribaAbajoII

El asunto del Quijote


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El desarrollo total del asunto del Quijote muestra la modernidad de su concepción, al mismo tiempo que permite observar los conflictos del narrador, en balance y aprovechamiento de las formas narrativas anteriores. La calidad del humanismo de Cervantes da el tono común a las soluciones, instaurando la tónica sobre la cual se desarrolla la novela moderna.

El comienzo de la epopeya o de la novela es el primer momento en que el lector -cuyo interés siempre importa considerar- se pone en contacto con el asunto, la realidad de los personajes y las circunstancias de tiempo y lugar en que se desarrollará la acción total.

Si se estudian, en las obras más características, las fórmulas iniciales, es fácil señalar lo que en Cervantes es distinto de las formas anteriores, al mismo tiempo que lo recibido activamente de ellas.

La Ilíada comienza con una invocación y la síntesis del asunto:

La ira del Pelida Aquileo canta, ¡oh, diosa! Ira funesta que causó a los aqueos tantísimos dolores y precipitó en el Hades multitud de vigorosas almas de héroes, a quienes hizo presa de los perros y las aves todas. ¡Cumplíase la voluntad de Zeus!


La invocación a la diosa, con toda la realidad religioso-poética que comporta, y un adelanto del asunto general, ya conocido,   —32→   según la base narrativa que la epopeya medieval cambiará sólo en detalles mínimos. Es, no un llamado a la curiosidad del lector o del oyente, sino a su atención hacia hechos ya conocidos, magnificados en dimensión poética.

Todos los hechos de la Iliada son la manifestación de la «voluntad de Zeus»; no importa que alguna vez el héroe se rebele, o se rebelen los mismos dioses: la voluntad celeste es ineludible; el castigo a la esencia casi divina de los héroes, Aquileo y Héctor, los primeros entre todos. La voluntad de Zeus se manifiesta como negación de vida, héroes «presa de los perros y las aves todas»: la uniformidad esencial de toda vida, que es también la uniformidad final característica de la gran creación narrativa: el lector siente la necesidad de acompañar al personaje en la completación total de sus días. Es un hecho que tiene su singularidad característica ya en los griegos, grandes narradores, no sólo en la epopeya, o en la narración en prosa, sino también en otros tipos de obras: el teatro de Eurípides por ejemplo, o la pretendida historia de Heródoto.

En el comienzo de la Eneida, la misma realidad -todo lo que Roma podía copiar de Grecia-, pero hay detalles de una nueva conformación.


Arma virumpe cano, Trojae qui primus ab oris
Italiam fato profugos Laviniaque venit
Litora, multun ille et terris jactatus es alto
Vi Superum, saevae memorem Junonis ob iram,
Multa quoque et bello passus, dum conderet urbem
Inferretque deos Latio, genus unde Latinum
Albanique patres atque altae moenia Romae.
Musa, mihi causas memora, quo numine laeso.


La Eneida es no sólo la expresión de un poeta, Virgilio, sino también la perentoria necesidad de un pueblo nuevo, entrañando el abolengo más alto que podía adquirirse histórica y poéticamente.

Todo el poema es una larga purgatio con la cual Eneas debe prepararse a la fundación de la estirpe romana. El héroe es «el   —33→   primero entre todos», como el protagonista de la epopeya medieval y el de las novelas de caballerías; también, como en ellas, enemigos malos, en la Eneida la «cruel diosa Juno», son los inspiradores de todos sus contratiempos, de los obstáculos que demoran el advenimiento de la raza latina, pero que, al mismo tiempo, hacen más apto al héroe para la realidad de esta misión. Lo que en la Ilíada fue consecuencia reiterativa del espíritu griego, que encontró en este poema su inicial configuración espiritual, es en la Eneida a la inversa: confirmación de una necesidad que sólo se sintió en plenitud cuando el Imperio se constituyó en todas sus magnitudes políticas y culturales. Es la divergencia fundamental que separa a Roma de Grecia, y hace más digna la misión cultural romana de hacer accesible la prolijidad lujosa de la cultura griega.

Con la Edad Media cambia la visión de la epopeya y, en consecuencia, la iniciación narrativa. Las gestas españolas se presentan incompletas a este respecto. El comienzo dramático de Mio Cid resulta de la pérdida de la primera hoja del códice; lo que puede suplirse con la Crónica de Veinte Reyes, 1366?, no basta a llenar esta laguna expresiva.

Ilustrativo es el comienzo del Cantar de Bernardo del Carpio, tal como se encuentra prosificado en la Crónica General16. El capítulo de «Cómo el Rey don Alfonso priso al conde San Díaz por quel tomara la hermana», comienza así:

Andados XXI años del rey don Alfonso el Casto, que fue en la era de DCCC et XXXVIII años, cuando andaba el año de Incarnación en DCCC, doña Ximena, hermana del rey, casose a furto de él con el conde San Díaz de Saldaña; et hobieron amos un fijo a que dixieron Bernaldo.


La nueva confrontación histórica: la Edad Media pretendió que la realidad de sus creaciones poéticas se pareciera en el mayor grado posible a la histórica, mientras que Grecia -y en grado   —34→   menor Roma- deseó que su realidad histórica se pareciera en la forma más marcada posible a la poética.

En la gesta española una necesidad exhaustiva de configuración temporal -situación del tiempo narrativo-, como en formas de la novela moderna. No sólo urgencia por la cercanía histórica del asunto, que regula toda la épica española, sino también interés por situar cabalmente a sus héroes. Luego, no un adelanto del asunto, sino una referencia concisa a la ascendencia del protagonista, con la seguridad de que los simples nombres de sus progenitores, bien conocidos por todos, bastaba a señalar su prosapia.

La Chanson de Roland, de hacia fines del siglo XI, aunque su base histórica sea tres siglos anterior, más antigua que las gestas españolas conservadas, aporta una nueva realidad narrativa. El comienzo, también histórico, se detiene en el momento más valioso para la realidad de los héroes, cuyo destino total se cumple en el poema, no para la visión total de los personajes:


Charles le Roi, noire empereure magne,
Sept ans touts pleins a été en Espane:
Très qu'en la mer conquit la terne altagne.
N'y a castel qui devant lui remagne;
Murs ni cités n'y est remés á fraindre
Fors Saragosse, qui est en une montagne.
Le roi Marsile la tient qui Dieu n'enaime,
Mahomet sert et Apollon réclame:
Ne s'peut garder que mal ne li atteigne.


La Chanson narra una desgracia de los más altos héroes franceses, aunque luego ocurra -naturalmente para el sistema narrativo- el desquite glorificador de Carlomagno y los suyos, además del castigo al traidor. Pero, en esencia, no expresa una ascendente superación de adversidades, como la epopeya antigua o como Mio Cid, por eso es natural que se comience el poema recordando la alta calidad de esos guerreros, que se va a confirmar precisamente antes de su muerte en Roncesvalles.

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Al mismo tiempo -y es tema característicamente medieval- se señala la realidad histórico-religiosa de dos mundos: el cristiano del emperador Carlos y el pagano del rey Marsil. Esta visión, aportada a la literatura por el cristianismo, resulta inconcebible en la literatura antigua: en la concepción de la Ilíada, griegos y troyanos son iguales, sobre todo frente a los mismos dioses. De ahí que la intervención divina a favor de los franceses sean tan naturalmente resuelto en él sentido cristiano de La Chanson de Roland: «Los infieles yerran, pero a los cristianos les asiste buen derecho».

El comienzo de La Chanson sitúa histórica y humanamente a sus héroes, acomodados a una dimensión poemática, no histórica, según el módulo castellano, el más histórico de los módulos narrativos de la Edad Media.

Esta singularidad se confirma en una obra del mester de clerecía, Poema de Fernán González, de hacia 1250 o poco más. Luego de la invocación inicial a la Trinidad, muy semejante a la que Berceo colocó al comienzo de su Vida de Santo Domingo de Silos, en la estrofa decimocuarta se vuelve directamente al asunto.


Tornemos nos al curso, nuestra razón sigamos,
tornemos en Espanna, a do lo comenzamos,
-como el escrito diz, nos assi lo fablamos-
en los reyes primeros que godos los llamamos.


Luego de la invocación religiosa, la imprescindible situación de tiempo y de lugar. Otro detalle que importa, en cuanto la narración renacentista aprovecha el recurso en falsificación o en sátira, es la anotación de fuentes escritas: «commo el escrito diz», y las referencias al «ditado» (copla 101), «lienda» (copla 688) y «escritura» (coplas 25 y 134). No interesa, en un estudio sobre la técnica narrativa, la existencia real o no de esos documentos, sino la necesidad del autor y, sobre todo, de su público, de basarse en ellos.

De ahí la dimensión nueva que este recurso adquiere en   —36→   las novelas de Cervantes, particularmente en la composición del Quijote.

La narración moderna europea tiene dos antecedentes importantísimos: el Decameron de Boccaccio, primero entre todos, y el Conde Lucanor, del Infante Juan Manuel, pero quien inaugura la narrativa moderna -no importa la conformación en verso- es Ludovico Ariosto.

El comienzo del Orlando furioso, según la edición de 1532, dice:



Le donne, i cavalier, l'arme, gli amori,
Le cortesie, l'audaci imprese io canto,
Che furo al tempo che passaro i Mori
D'Africa il mare, e in Francia nocquer tanto,
Seguendo l'ire i giovenil furori
D'Agramante lor re, che si diè tanto,
Di vindicar la morte di Troiano
Sopra re Carlo imperator romano.

Dirò d'Orlando in un medesmo trato
Cosa non detta in prosa mai, né in rima.


Hay en este comienzo una nueva voluntad narrativa, distinta de la grecolatina y de la medieval, aunque algunos críticos hayan señalado semejanzas entre esta forma y ciertos pasajes de Dante. El asunto: la mujer, el caballero, la guerra, los amores, la cortesía, las audaces empresas, todo en torno a la figura de Orlando, o Roldán, pero característicamente: «Cosas no dichas ni en prosa ni en verso». Ésta es la configuración moderna, que interesa singularmente, porque Roldán era figura de larga tradición literaria, ampliamente conocida por los lectores contemporáneos. De esta manera, Ariosto, precedente inexcusable de Cervantes, inicia la desintegración mítica en una posibilidad singularísima, más audaz que en Cervantes en cuanto al punto de partida17.

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Tal es el hecho literario fundamental; las afirmaciones cronológicas -«Que ocurrieron en el tiempo en que»...- sólo interesan como contrafondo desplazable en voluntad satírica.

La novela moderna se estructuró sobre la liquidación de las formas anteriores más características, aunque aprovechando gran parte de sus elementos. Los precedentes cercanos más importantes fueron la novela de caballerías y la novela pastoril.

De la primera aprendió Cervantes la calidad de ciertos temas y algunos desarrollos de aventuras; de la pastoril, a convertir en eje de la novela el análisis de la conciencia total de los personajes.

El Amadís de Gaula, modelo de la novela de caballerías, en la edición zaragozana de 1508, posible refundición de una o más formas antiguas, tiene una introducción que comienza:

No muchos años después de la Pasión de Nuestro Redentor e Salvador Jesucristo, fue un rey cristiano en la pequeña Britaña, por nombre llamado Garínter, el cual era en la ley de la verdad de mucha devoción e buenas maneras acompañado.


El dato cronológico y la situación de lugar: el primero alejado, la segunda en la geografía fantástica o casi fantástica de la época; luego las referencias a las cualidades religiosas del rey Garínter.

El lector de novelas de caballerías siente que la referencia cronológico-temporal es necesaria para situar en lejanía ideal a su héroe, pero no la ve como imprescindible para la conformación del mismo. Nada de la exactitud de las gestas medievales, retomada por ciertas formas de la novela moderna. En la caballeresca el interés se detiene en lo que puede sobrevenirle al caballero en la continuidad invencible de sus condiciones físicas y espirituales,   —38→   de ahí la duración vital del héroe para hacer posible la variación, sobre temas limitados, de las aventuras.

La novela de caballerías es, por excelencia, una forma de narración abierta, con progresión ilimitada de desarrollo. La muerte del héroe no interesa; su hijo o su nieto continúan las aventuras sobre los mismos temas. Constituye además, y por primera vez en la literatura cristiana, la explotación de la imaginación creadora del lector, lector colaborador, aunque sin sorpresas finales. También es una de las formas cultas más relacionadas con los módulos populares de narración.

En la novela pastoril -desplazamiento de los intereses narrativos- el comienzo es de tono distinto. La Diana de Montemayor, impresa posiblemente hacia 1599, da el molde típico del género. No presentación histórica o seudo-histórica, sino dramática, en formas que el mismo Cervantes desarrollará con abundancia. Montemayor comienza:

Bajaba de las montañas de León el olvidado Sireno, a quien amor, la fortuna, el tiempo, trataban de manera, que del menor mal que en tan triste vida padescía, no se esperaba menor que perdella.


Las montañas de León, lo geográfico real, como elemento decorativo, con la eficacia de la decoración prescindible; el protagonista, sin aludir a su situación social, ni siquiera al tipo físico: sólo un hombre perseguido de amor, fortuna y tiempo. Un hombre en su esencia de tal, a quien las pasiones tratan de tal manera, que la muerte se hace preferible a la vida.

Esta caracterización del personaje, en todo el alcance de su nota final, es típica de la novela moderna: el hombre combatido por hechos internos, no como en las caballerías, en donde los sucesos que obligan a mostrar las extraordinarias condiciones de sus personajes no ejercen ninguna influencia sobre su realidad psicológica. Con la novela pastoril, el «héroe» se ha hecho «hombre de carne y hueso».

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El agua de la maga Felicia, liberadora de todos los problemas amorosos de los personajes, fue el recurso de Montemayor para resolver el conflicto de su novela. En este desenlace se advierte que la narración pastoril sólo es verdadera en lo que refleja de una realidad fragmentaria, como muy bien la comprendió Cervantes.

La Galatea comienza con una canción, desesperado lamento amoroso, cifra de los problemas característicos del género, para continuar en forma semejante a la obra de Montemayor, aunque con nuevos elementos.

Es privativo del tipo novelístico el agotamiento del protagonista hasta un límite extremo, nostalgia de lo vivido en pretéritos días mejores, o esperada solución en la muerte, terna incesantemente retomado por la narración moderna:

Esto cantaba Elicio, pastor en las riberas de Tajo, con quien naturaleza se mostró tan liberal, cuanto la fortuna y el amor escasos; aunque los discursos del tiempo, consumidor y renovador de las humanas obras, le trujeron a términos, que tuvo por dichoso los infinitos y desdichados en que se había visto, y en los que su deseo le había puesto, por la incomparable belleza de la sin par Galatea, pastora en las mesmas riberas nacida, y, aunque en el pastoril y rústico ejercicio criada, fue de tan alto y subido entendimiento.


En esta línea de héroes combatidos -en los cuales el amor es el tono de todas las quejas: «amor» igual a «fortuna», contrario a «naturaleza»- se llega al Grisóstomo del Quijote, el único suicida de la novela renacentista.

La forma compensatoria de la novela de caballerías no está en el Quijote, sino en la picaresca. La novela de Cervantes no adopta fundamentalmente el tono propio de la parodia en todos los tiempos; la picaresca sí, agudizándose el procedimiento desde el Lazarillo, 1554, acaso 1553, hasta la Vida del Buscón, 1626.

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El Lazarillo de Tormes comienza:

Pues sepa vuestra merced ante todas cosas que a mí me llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antoña Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nascimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre.


La prosapia por las dos ramas, paterna y materna, con el lugar de origen; el lugar de nacimiento, en tono paródico de la fórmula inicial de las caballerías, nacimiento que da origen al nombre del protagonista. En cuanto al tiempo, el autor no necesita confirmarlo: la novela picaresca fue esencialmente contemporánea a su asunto.

La Vida del Buscón, ejemplo agudizado del tipo, comienza con el mismo tono, aunque con generalización social:

Yo, señor, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo (Dios le tenga en el cielo). Fue el tal, como todos dicen, de oficio barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa, y, según él bebía, es cosa para creer. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal.


La sátira, de tono barroco, se inicia con el lugar de origen y la prosapia -«dicen», testimonio oral; luego se anota el oficio paterno y se recuerdan una serie de apellidos característicos de judíos conversos para destacar el fondo social de contraste- «Dicen que era de muy buena cepa».

Éstas son, hasta Cervantes, las formas iniciales en las novelas más características.

En las Novelas Ejemplares, comenzadas a escribir con toda probabilidad hacia 1600, a pesar de las deudas notables con la tradición italianizante, el autor impone un tono moderno de narración, no tanto en la temática, cuanto en la visión particular con que se desarrolla cada una. Sus comienzos presentan variaciones,   —41→   no muchas, dentro de ciertos tipos impuestos, aunque, hasta en aquellos casos en que más se presta el asunto a la reiteración, Cervantes la elude hábilmente.

Los comienzos más característicos son: el histórico, el popular y el dramático.

Presentación histórica, en base a un hecho real, tiene La española inglesa:

Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz, Clotaldo, un caballero inglés, capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres una niña de edad de siete años, poco más o menos, y esto contra la voluntad y sabiduría del conde de Leste.


La referencia al ataque de Cádiz en 1596, un personaje histórico, el conde de Leste (Leicester), el problema inicial que será decisivo en toda la vida de Isabela: «Contra la voluntad y sabiduría». Cervantes sintió en esta novela que lo histórico -conflictos anglo-españoles en vida y religión- era imprescindible para la precisión del relato.

También histórico, aunque en concepción general, casi tipificada, es el comienzo de otras Novelas. Así Rinconete y Cortadillo:

En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Andalucía, como vamos de Castilla a Andalucía, un día de los calurosos de verano se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años; el uno ni el otro no pasaban de diez y siete; ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados.


Es la presentación del relato popular: el lugar conocido por todos, para destacar la historicidad del tipo humano, el día caluroso, del verano en Castilla, la duda sobre la edad, la impresión general que producen los personajes.

La ilustre fregona y La fuerza de la sangre, tienen comienzos semejantes. En variedades más o menos detallistas se presenta la realidad conocida en que busca apoyo el autor, aunque se aleje de ella en el desarrollo total de la novela.

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Esta presentación puede ser, como en Rinconete, un prepararse para la verdadera narración, o, como en La fuerza de la sangre, un entrar ya en ella. En El amante liberal el narrador está desde el comienzo en el nudo de la acción; de ahí el tono dramático, de efecto teatral, que tienen las lamentaciones del cautivo cristiano

-¡Oh, lamentables ruinas de la desdichada Nicosia, apenas enjutas de la sangre de vuestros valerosos y mal afortunados defensores, si como carecéis de sentido le tuviérades, ahora en esta soledad donde estamos pudiéramos lamentar juntas nuestras desgracias, y quizá el haber hallado compañía en ellas aliviara vuestro tormento!


Esta forma de iniciar el relato, de mayor efecto en Persiles, tiene una antigua tradición; María Rosa Lida ha señalado el nombre de Heliodoro, autor muy leído por Cervantes18. En la concepción cervantina parece más bien un recurso de técnica teatral, que se emplea en reforzado aspecto comunicativo, introduciendo al lector en la intimidad del personaje. En El amante liberal aparece la referencia a la ciudad de Nicosia, en Chipre, la isla perteneciente a Venecia, conquistada por los turcos en 1570, pero con concepción escenográfica, en la retórica teatral de la época: estilo de representación más que estilo de vida.

La gitanilla muestra otro tipo de comienzo: la presentación minuciosa del personaje dentro de un tipo social determinado:

Parece que los gitanos, y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones.


Luego de la serie de referencias negativas a la raza gitana, que no se cumplen en el desarrollo de la novela, mejor, que el desarrollo contradice, la presentación de Preciosa:

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Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama.


La larga loa desrealizadora se opone, en efecto barroco, sobre el primer tema: «gitanos ladrones», «gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de Caco», realidad casi de picaresca.

El comienzo de El celoso extremeño es el más semejante al del Quijote: compendio de una vida real casi cumplida en años y hechos19. Carrizales es el personaje más moderno de las Novelas Ejemplares: ha vivido una vida llena de motivos característicos, vida callada por el novelista, salvo en detalles genéricos; de toda la riqueza de experiencias que determinan su actitud de «celoso» nada se dice; para mayor complejidad expresiva, el relato comienza con una de las formas épicas de la narración popular, hoy todavía corriente en nuestras consejas campesinas:

No ha muchos años que de un lugar de Extremadura salió un hidalgo de padres nobles...


Luego, abreviadamente, el viaje a América, su fortuna, la vuelta a España, con cerca de setenta años, y el comienzo inmediato de la novela.

Carrizales, héroe en constante agonía, protagonista de -un conflicto doméstico, ha cumplido -extranovelísticamente- una vida que el narrador deja suponer llena de alternativas interesantes; en cambio, don Quijote, al comenzar la novela, es un tipo corriente, de vida cotidiana y sin alternativas.

El Quijote comienza así:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una   —44→   olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.


Este comienzo ha sido objeto de numerosos comentarios. Clemencín interpretó la primera oración -la que mayores explicaciones ha suscitado- muy dentro del positivismo crítico de su sistema: el lugar era Argamasilla de Alba, callado, según «tradiciones populares», porque «nuestro autor pasó comisionado judicialmente para ciertas cobranzas a Argamasilla, y la justicia, lejos de auxiliarle para el cumplimiento de su encargo, lo puso en la cárcel pública, donde concibió la idea de su libro. Véase por lo que no quería Cervantes acordarse del nombre del lugar, y por lo que dijo en el prólogo que su Quijote se había engendrado en una cárcel». Igual opinión sustentan Cristóbal Pérez Pastor y Francisco Rodríguez Marín20. Esta explicación aestetica, basada en «tradiciones populares», no puede ser aceptada por la crítica actual.

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Joaquín Casalduero21 cree que la frase inicial se debe a que el autor «quiere presentarnos a un ser lo más antiheroico posible y lo más opuesto a los caballeros andantes», dentro de su consideración de que las novelas de caballerías son el modelo negativo del Quijote. María Rosa Lida22 recuerda numerosos ejemplos antiguos relacionables expresivamente con el de Cervantes , y la llama «fórmula inmemorial del cuento popular». Fórmula hecha nueva por Cervantes con un sesgo característica, «no quiero», en donde está su intención expresiva.

En el capítulo 10 del libro III de Persiles aparece una fórmula directamente relacionable con la tradicional: «el hermoso escuadrón de los peregrinos, prosiguiendo su viaje, llegó a un lugar no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo». Los peregrinos han llegado a España, los lugares más conocidos por Cervantes, luego de los de Portugal, antes recorridos. En la primera parte -relación geográfica de base voluntariamente fantástica, hasta en los pretendidos datos objetivos, se señalan con precisión los nombres de países y regiones, salvo los lugares de básica realidad simbólica, la Isla, por ejemplo. En esta ciudad o pueblo, «lugar no muy pequeño ni muy grande», en donde ocurre la aventura de los simulados cautivos, Cervantes decide no acordarse. Es una fórmula popular que abre pleito en la concepción historicista de los lectores contemporáneos, pero, al mismo tiempo, conserva un eco de la fantasía privativa en los libros I y II de Persiles, los de mayor valor temático y estilístico.

La amnesia voluntaria inicial de Cervantes en el Quijote, se explica al final de toda la novela:

Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha, contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.


(II, 74)                


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Es una explicación atendible dentro de la desmitificación de la novela moderna; además, hay aquí otras realidades narrativas tan importantes como ésta para la concepción cervantina. «Un lugar de la Mancha» es un lugar típico castellano, típico español en una España conformada en fundamental estilo castellano: es decir, nacionalización del lugar de origen del personaje, sin limitación topográfica. El mismo proceso en la presentación del personaje: un tipo más que un individuo, de quien no se recuerdan hechos extraordinarios, ni se los espera; sólo se anota la condición social en las armas y la comida, la ropa y la escasez de hacienda, el contorno humano de su hogar: dos mujeres -una madura y otra joven, el mozo de campo, pronto olvidado; por fin, la edad, la complexión, y el pleito sobre el nombre, con todo lo conjetural que tal suposición -«quieren decir»- introduce: la fantasía, pero fantasía que parezca verdad. Estos módulos expresivos no son simples referencias de tono retórico; el aprovechamiento, dentro del Quijote, de formas típicas de la novela anterior, revela en Cervantes un nuevo sentido: el irónico que decide su estructura.

Si el propósito inicial de Cervantes hubiese sido una parodia de las caballerías, lo normal sería iniciar el Quijote con una fórmula directa, no con concepción opuesta. En cambio, ni invocación a Dios ni a las musas, aunque fuera sólo retórica; olvido de genealogías e historias pretéritas: instalación directa en la vida de un hombre vulgar, encuadrado en una realidad genérica, personaje que, poco a poco, irá conquistando su conciencia individual en choque con todos los estados y personajes típicos de la época. El desarrollo total del asunto no contradice el comienzo, sino que instaura una consecuencia de hechos que dan el tono de la novela moderna sobre el tipo del hombre moderno.

El Quijote es un universo, no construido desde afuera, sino desde la visión individual de cada uno de los personajes, asegurando la realidad de todos: visión de don Quijote, de Sancho, de Sansón Carrasco, del Ama, etc. Cuando estas visiones se entrecruzan o contradicen determinan los conflictos más característicos de la   —47→   novela porque nunca se olvida el interés particular de cada uno, ni siquiera en los momentos de mayor intrincación:

El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compañeros; los criados de don Luis rodearon a Don Luis, porque con el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho; don Quijote, puso mano a su espada y arremetió a los cuadrilleros; don Luis daba voces a sus criados que le dejasen a él y acorriesen a don Quijote, y a Cardenio y a don Fernando, que todos favorecían a don Quijote: el Cura daba voces; la ventera gritaba; su hija se afligía; Maritornes lloraba; Dorotea estaba confusa; Luscinda, suspensa; y doña Clara, desmayada. El barbero aporreaba a Sancho; Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo para que no se fuese, le dio una puñada que le bañó los dientes en sangre; el Oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor; el ventero tornó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad.


(I, 45)                


En este momento se ve, en toda su desmesura activa, la tónica motora de la novela: el interés de cada uno configurando un universo ni limitado ni estático, en el cual se desarrolla el asunto.

El móvil básico de cada personaje se consigna desde su presentación. Así con don Quijote:

Llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto (lectura de libros de caballerías), que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer (I, 1) Y

[...] se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio.

(I, 1)                



La locura es el motor primario, en la cual se ensamblan dos temas básicos, también consignados en este primer capítulo:

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Le pareció conveniente y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante.


«Aumento de la honra» y «servicio de la república» son móviles típicamente renacentistas; en Cervantes, incluídos dentro de la realidad de la locura de don Quijote: manera expeditiva de introducir la sátira, alejándose de la realidad temática burlada.

La locura de don Quijote es típicamente intelectual, confirmando un carácter decisivo en el hombre moderno: un héroe medieval (en la vida o en la literatura) nunca hubiese enloquecido por tal motivo. Este intelectualismo -mundo y forma de las caballerías instaurados como realidad espiritual- hace que todas las experiencias del caballero se transformen en reacciones activas. Reacciones no sólo propias en don Quijote, sino también en los personajes más típicos: Sancho incitado por la Ínsula (ya recordada al presentarlo. I, 7), Sansón Carrasco por la locura quijotesca, Marcela por el amaño de los libros pastoriles, Dorotea por las caballerías. Lo moderno está en que esos móviles no estructuran figuras monolineales, como en la picaresca contemporánea, sino personas, que se apoyan en los hechos que sobrevienen, a veces sorpresivamente, inclusive en contradicciones internas: de ahí la categoría de criaturas de carne y hueso de los personajes.

Estos individuos novelísticos son reflexivos, o, por lo menos, analizadores de su situación: don Quijote, a pesar de su aparente atropellamiento (por ejemplo, en la aventura de los molinos de viento, o en la aventura de los rebaños), obra en cada caso de acuerdo con su visión, pero previamente razonada; como razona también Sancho, tanto a priori como a posteriori del hecho. Lo mismo ocurre con los otros personajes; dentro de los femeninos, son ejemplos Marcela, Dorotea, Luscinda, Zoraida.

En la primera parte especialmente, Cervantes instaura una especie de duda -se diría metódica- sobre la conducta de cada personaje, en particular de la de don Quijote:

  —49→  

¡Oh tú, sabio encantador, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y carrera. Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: ¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!


(I, 2)                


La expresión «como si» más subjuntivo (que abunda en igual forma, o en formas semejantes) expresa el desarrollo de una representación irreal, en una serie de supuestos que pueden ir desde la afirmación plena hasta la negación atenuada; este tono dubitativo, inclinado hacia el segundo extremo, sirve bien para apoyar la actitud de Cervantes: el estar sobre su personaje, que sólo se permiten los grandes novelistas.

Más ingenuo es el proceso cuando se muestra a don Quijote frente a la realidad exterior:

Mirando a todas partes por ver si descubría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella, que, no a portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba.


(I, 2)                


El intelectualismo de don Quijote se integra, en la segunda parte, con el convencimiento afirmativo basado en la propia experiencia, desgraciada o feliz, convencimiento que se desarrolla paulatinamente en el espíritu de don Quijote, con el mejor sentido cristiano de ser testigo. Don Quijote afirma la actividad definitoria de su actuación, otro rasgo moderno:

Quiero decir, Sancho, que el deseo de alcanzar fama es activo en gran manera.


Principio pormenorizado muy cervantinamente:

Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y   —50→   lascivia en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros.


(II, 8)                


Consecuente con estos propósitos aparece la perentoria necesidad, recordada por don Quijote, del conocimiento de sí mismo, importante no sólo como reflejo de la ideología contemporánea, sino también como tónica novelística. Sus dificultades son señaladas por el mismo don Quijote:

Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse.


(II, 42)                


De tal conocimiento deriva la estructura de la propia vida; se lo recuerda el caballero a Sancho en enrevesado párrafo:

Lo que te sé decir es que no hay Fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura.


(I, 66)                


Párrafo explicado por Castro: «El pensamiento central es éste: no hablemos de la fortuna como d e un elemento exterior, azaroso y fortuito que caprichosamente va dando origen a la ventura individual; tienen razón quienes dicen que cada uno se labra su fortuna»23.

Sintonizando el tono de la época, crucial en problemas y soluciones, aparecen opuestas referencias sobre la fortuna, así la expresada por Cardenio:

Cuando traen las desgracias las corrientes de las estrellas, como vienen de alto a abajo, despeñándose con furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni industria humana que prevenirlas pueda.


(I, 25)                


  —51→  

Conflictos semejantes, que abundan en las obras cervantinas, determinan uno de los aspectos más singulares de su espíritu, y no siempre pueden interpretarse irónicamente; estos conflictos fundan uno de los caracteres del hombre moderno. La comparación con un escritor contemporáneo, como Lope, deprisa sobre los grandes problemas, apoya la divergencia de verdadero humanista -no de libros, sino de vida íntegra- que alienta en Cervantes. Esta novedad de pensamiento alcanza hasta a los juicios sobre hechos nacionales contemporáneos, no en el sentido amargo o rencoroso de Quevedo sino en razonada y clara exposición, dolorida sí, pero no pesimista. Conocidas son las reflexiones sobre la expulsión de los moriscos. Menos citada es una referencia a la pérdida de la Goleta:

A muchas le pareció, y así me pareció a mí, que fue particular gracia y meced que el cielo hizo a España en permitir que se asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella goma o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de haberla ganado la felicísima del invictísimo Carlos V.


(I, 39)                


El comienzo del párrafo es característico de aquellos en que Cervantes critica problemas de época: inclusión de su pensamiento dentro del consenso de muchos; el final recuerda al emperador Carlos V, soberano ideal en su concepción de España, lo que importa básicamente para el planteo de los problemas cervantinos.

La individualidad de cada personaje se afirma frente a los hechos, aunque con variantes características. En la primera parte del Quijote, de mayor lastre literario, pero de tono más optimista, el caballero expone sus dudas, pero las resuelve afirmativamente:

Si no fuera porque imagino... ¿qué digo imagino? Sé muy cierto que todas estas incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo.


(I, 15)                


En la segunda parte, en donde don Quijote alcanza todas las dimensiones heroicas posibles, las dudas se resuelven negativamente:

  —52→  

Yo, hasta ahora, no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos.


(II, 58)                


No es un dudar barroco, liquidación moral de choque entre la inusitada esperanza y la realidad cotidiana, sino un simple hecho humano de reconocimiento de la distancia entre lo que se quiere y lo que se logra. Detrás de esta afirmación está toda una corriente renacentista de pensamiento, no fundamentalmente desengañada, sino sólo crítica.

Con este balance vital-novelístico, es natural la muerte de don Quijote, un dejarse morir, que concluye la novela, sin embargo, en tono no pesimista: la muerte del caballero -cerrando su visión del mundo, es también como el cierre de una época, nunca excusada (recuerdo y nostalgia) por Cervantes-. Es una muerte heroica en la continuación esencial de un hombre. Las vidas de los demás prosiguen sus trayectorias:

Andaba la casa alborotada; pero, con todo, comía la Sobrina, brindaba el Ama y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón deje el muerto.


(Il, 74)                


Todavía la última nota de encuadre satírico, pero a la vez diferencial:

Hallose el Escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu... quiero decir murió.


(II, 74)                


Diferencia entre los libros y la vida, que es, dentro de la tónica de la novela, diferencia entre una forma antigua de novelar y la forma creada por Cervantes.

En todos los personajes del Quijote lo constitutivo diferencial, en todas las circunstancias, ya motivadas intencionalmente, ya desmesuradas   —53→   por los mismos individuos; por eso no se recae en lo mítico, ni en lo hagiográfico, ni en la estrecha bipolaridad barroca.

En cuanto al tiempo de la novela, desde la instalación sincrónica del primer capítulo (la novela histórica sería inusitada en el sistema cervantino, adquiere un desarrollo no de estricta cronología, sino de acuerdo con las necesidades de los personajes, logrando el tiempo ideal del relato, aunque fuerce la distribución del tiempo real.

Un ejemplo: el capítulo 3 de la primera parte, en donde se narra el velamiento de las armas, en la noche de la llegada de don Quijote a la primera de las ventas con que topa en sus andanzas. La llegada se narra en el capítulo 2, desde donde se dice: «Diose prisa a caminar, y llegó a ella a tiempo que anochecía»; viene luego la conversación con las mozas del partido, la plática con el ventero, el desarme y la dificultosa cena (siempre en el capítulo 2). En el capítulo 3 don Quijote habla con el ventero y se conciertan las condiciones de la «armazón»; la vela de las armas se inicia «cuando... comenzaba a cerrar la noche», y poco después se indica: «Acabó de cerrar la noche».

Clemencín se asombra: «¡Qué poco tiempo para tantas cosas!». Cervantes necesitaba esta condensación: desde la madrugada -«una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio»- hasta el atardecer, la primera jornada, en la que nada sucede, pero hay una serie de circunstancias en cada hora, que determinan la progresiva afirmación de don Quijote hasta, por fin, los hechos -intervención de extraños y reacción consiguiente- de la noche. No es una acomodación simbólica del tiempo, como en obras barrocas, sino una conformación del tiempo en torno al personaje.

Por eso el Quijote, a pesar de su extensión, impresiona como novela dinámica, no rápida en el sentido moderno, con exclusión naturalmente de los capítulos de estricta crítica literaria. Comentaristas puntillosos han ido acotando el transcurrir cronológico del asunto, señalando apresuramientos e inconsecuencias, sin reconocer que, a la concepción cervantina de la novela, le interesaba sólo el   —54→   tiempo psicológico-estético dentro de la estructura total en que se imbrican la vida y la fantasía.

En cuanto a los lugares del desarrollo novelístico, la misma conformación: la necesaria para el desarrollo novelístico. Se explica esta actitud en crítica a Cide Hamete:

Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ella lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia; la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones.


(II, 18)                


A la necesidad de la novela se sacrifican los detalles accesorios, sin duda caros a la inventiva cervantina. Por otra parte, la apertura del capítulo, en su síntesis, contiene ya lo necesario para la mostración completa del contorno del Caballero del Verde Gabán, y para la reacción de don Quijote:

Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea; las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea...


(II, 18)                


Alguna vez se señala la complementación entre el lugar, el tiempo y el personaje; así al presentar a Cardenio, una de las figuras más características de la novela:

La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causaron admiración y contento en los dos oyentes.


(II, 18)                


Flaubert acertó bien al definir esta potencia configuradora de Cervantes, sin necesidad de detallismos enfadosos (cuando los hay, no hacen sino celebrar la inventiva: tramoyas en la casa de los Duques, o responden a la visión interesada de un espectador: viandas   —55→   en las bodas de Camacho, vistas por el «goloso» Sancho): «¡Cómo se ven esos caminos de España que no están descriptos en ninguna parte!»24. Azorín señaló en espíritu25, no en topografía efectiva, esta realidad del Quijote; de ahí el perceptible tono humorístico de su «viaje sentimental» emprendido desde el Campo de Montiel.

Con Cervantes, el hombre pleno -«de carne y hueso», como destaca muy bien Castro- es el asunto total de la novela; lo demás, sólo contorno necesario. Las renovaciones novelísticas posteriores -en desmesura de circunstancias- han confirmado lo diferencial cervantino sin superarlo.



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