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Polonesas

     De estas aberraciones de sentimientos que no llegan, sin embargo, nunca a disminuir la rara cualidad de la condición armónica, que por el contrario hacen su estudio más interesante, se encuentran pocas entre las obras más conocidas y más íntimamente gozadas de Chopín. Sus Polonesas, que son menos buscadas de lo que merecen, a causa de las dificultades que presenta su perfecta ejecución, llevan lo mejor de su inspiración, no recuerdan en nada las polonesas afectadas y recompuestas a lo Pompadour, tal como las han propagado las orquestas en los bailes, los virtuosos en los conciertos y el repertorio rebajado y enfadoso de los salones. De un ritmo enérgico hacen resurgir y galvanizan todos los entorpecimientos de nuestra indiferencia. Los más nobles sentimientos tradicionales de la antigua Polonia, quedan recogidos en ella. Un sentimiento de firme determinación junto a la gravedad -lo que según dicen, era el sello de sus grandes hombres del pasado- se manifiesta en seguida. Marciales en su mayor parte, la bravura y el valor se dan con la simplicidad de acento que daba a esta nación guerrera el trazo distintivo de sus cualidades. Respiran una fuerza serena y reflexiva y se cree volver a ver a estos antiguos polacos tales como nos los describen sus crónicas: de una constitución robusta, de una inteligencia desarrollada, de una piedad profunda y conmovedora aunque sensata, de un valor indomable mezclado con una galantería que no abandonan los hijos de Polonia ni sobre el campo de batalla ni en la víspera ni al día siguiente del combate.

     Esta cortesía era de tal modo inherente a su naturaleza, que no obstante la comprensión de las costumbres aproximadas a la de sus vecinos y enemigos, los infieles de Estambul, les hacían apartar antiguamente a sus mujeres, confinándolas a la vida doméstica y teniéndolas siempre a la sombra de una tutela legal, y, sin embargo, ha glorificado e inmortalizado en sus anales a reinas que fueron santas, vasallas que llegaron a reinas, súbditas bellas por las cuales los unos comprometieron, los otros perdieron tronos al modo que una terrible Sforza y una Gonzaga coqueta.

     En los polacos de los tiempos pasados, una viril resolución uniéndose a esta ardiente devoción por los objetos de su amor, que dictaba todas, las mañanas Sovieski, frente a los estandartes de los Cruzados tan numerosos, como las espigas de un trigal, dulces misivas amorosas a su mujer que tomaban un tinte singular e imponente en la costumbre de su actitud, noble hasta un ligero énfasis. No podía dejar de contraer el gusto contemplando los más bellos tipos de solemnes maneras en los sectores del islamismo, de los que apreciaban las cualidades aun combatiendo sus invasiones. Sabían como ellos anticipar sus actos con una inteligente deliberación que parecía hacer presente a cada uno la divisa del príncipe Boleslas de Pomerania: «Erst wieg's, dann wag's», «calcula primero y después obra», y que realzaba sus movimientos de una cierta altivez pomposa, dejándoles una facilidad y una libertad de espíritu accesibles a las más ligeras inquietudes de sus ternuras, a los más efímeros temores de su corazón, a los más fútiles intereses de su vida. Como si pusieran todo su honor en hacerla pagar cara, amaban embellecerla y mejor que eso sabían también amar lo que la embellecía y reverenciar lo que la hacía preciosa.

     Sus caballerescos heroísmos eran sancionados por su altiva dignidad y, una convencida meditación, añadiendo los resortes de la razón a las energías de la virtud consiguiendo hacerse admirar de todas las edades, de todos los espíritus, y de sus mismos adversarios. Era una especie de sabiduría temeraria, de prudencia arriesgada, de fanatismo fatalista, cuya manifestación histórica más célebre y más señalada fue la expedición de Sobieski cuando salvó a Viena, y atacó con golpe mortal el imperio otomano, vencido al fin de esta larga lucha sostenida por una, y otra parte con tantas proezas, brillo y mutuas deferencias entre dos enemigos tan irreconciliables en sus combates como magnánimos en sus treguas.

     Al escuchar alguna de las Polonesas de Chopín parece oírse la marcha, más que firme, pesada de hombres que afrontan con la audacia del valor todo lo que la suerte pudiera tener de injusta. Parece que se ve pasar a intervalos grupos magníficos, tales como los dibujaba Pablo Veronese; la imaginación los reviste de ricas vestiduras de tiempos pasados: brocados de oro, terciopelos, satenes rameados, cibelinas serpenteantes y blandas, mangas perdidas hacia la espalda, sables adamasquinados, ricos adornos, calzados rojo sangre o amarillo oro, ajustados cinturones de franjas onduladas: tocas severas, corsés cuajados de perlas, largas colas, peinados resplandecientes de rubíes o verdeantes de esmeraldas, zapatos pequeños bordados, guantes perfumados con bolsitas de harén. Estos grupos se destacaban sobre el fondo incoloro del tiempo desaparecido, rodeados de suntuosos tapices de Persia, de muebles afiligranados de Constantinopla, de toda la fastuosa prodigalidad de estos magnates que bebían de las fuentes de Tokay en sus vasos cincelados adornados con medallones y enjaezaban a sus corceles árabes con monturas de plata, realzando todos sus escudos de la misma corona que la elección podría hacer real y que haciéndoles despreciar cualquier otro título, la ostentaban como insignia de su gloriosa igualdad.

     El carácter primitivo de la danza polonesa es bastante difícil de descubrir ahora, tanto ha degenerado según aquellos que la han visto ejecutar al comienzo de este siglo todavía. Se comprende hasta qué punto les ha llegado a parecer insulsa, al pensar que en su mayor parte las danzas nacionales no pueden conservar su originalidad primitiva, cuando los trajes que les eran propios están fuera de uso y que la polonesa, sobre todo, tan absolutamente desprovista de movimientos rápidos, de pasos verdaderos en el sentido coreográfico de la palabra, de poses difíciles y uniformes, la polonesa más bien inventada para desarrollar la ostentación que la seducción, debía pronto despojarse de su pomposa importancia, de su orgullosa suficiencia y cambiarse en paseo circular poco interesante desde que los hombres fueron privados de los accesorios necesarios para que sus gestos vieran animar por su juego y su pantomima la tan sencilla fórmula que hoy ha llegado a ser decididamente monótona. Difícil sería imaginar los numerosos incidentes y la mímica expresiva que se introducía en otro tiempo, sin los comentarios y los ejemplos de algunos viejos que llevan aún el antiguo atuendo polaco. Por una excepción bastante rara, esta danza estaba destinada principalmente para el lucimiento de los hombres, a poner en evidencia y hacer admirar su belleza, su buen porte, su airosa marcialidad cortés. ¿No definen estos dos términos el carácter polaco? La misma denominación de la danza es en su original de género masculino, y sólo por un mal entendu evidente se ha traducido en femenino.

     Aquellos que no han vestido nunca el Kontusz antiguo, especie de Kaftan occidental, puesto que el traje de los orientales modificado por las costumbres de una vida activa poco sometida a las resignaciones fatalistas, especie de Feredgi, guarnecido algunas veces de pieles que obligaban a un gesto frecuente, susceptible de gracia y coquetería al echarse las mangas hacia atrás, los que no lo han vestido difícilmente podrían comprender los modales, las lentas inclinaciones, los súbitos estiramientos, las finezas de muda pantomima usados por los antepasados mientras que desfilaban en una polonesa como si fuera una parada militar, no dejando ni un momento sus dedos quietos, sino ocupándolos, fuera en atusar sus largos bigotes o jugueteando con el puño de sus sables. El uno y el otro formaban parte integrante de su atuendo y servían como un objeto de vanidad para todas las edades. Los diamantes y los zafiros refulgían frecuentemente sobre el arma suspendida de los cinturones de cachemira o de las sedas brocadas en oro y plata que hacían destacar sus figuras casi siempre corpulentas; casi siempre los bigotes velaban sin esconder completamente alguna cicatriz, cuyo efecto sobrepasaba los de las más raras pedrerías. El lujo de las telas, de las alhajas, de los vivos colores, siendo lanzado tan lejos en los hombres como en las mujeres, estas piedras se agrupaban, tanto en las vestiduras húngaras(1), en botones, en sortijas, en broches de cuellos, en agujas de gorros de paño reluciente. El saber durante la polonesa, quitarse, volverse a poner y manejar este gorro con la naturalidad y la significación que pudiera darse a estos movimientos, constituía todo un arte, señalado principalmente en el caballero de la primera pareja, que, como guía de fila, daba la voz de mando a toda la compañía.

     El señor de la casa era quien con esta danza abría el baile, no con la más bella ni la más joven, sino con la de mayor categoría de las señoras presentes; no era únicamente la juventud la que formaba el grupo, cuyas evoluciones comenzaban la fiesta como para ofrecer un agradable placer, una lucida revista de la misma. Después del dueño de la casa seguían las personas más considerables que, escogiendo los unos con amistad, los otros con diplomacia, éstos sus preferidas, aquéllos las de mayor influencia, seguían los pasos del primero. Éste habla de cumplir una misión menos fácil que hoy. Tenía que hacer recorrer al grupo alineado que conducía, mil rodeos caprichosos a través de todos los salones en donde se apiñaba el resto de los invitados que habían de seguir después el brillante cortejo. Se les permitía amablemente que permaneciesen hasta en las galerías más alejadas, hasta en los parterres de los jardines y entre sus boscajes, donde la música llegaba en ecos lejanos, pero que en cambio acogían con un redoblamiento de charanga su vuelta al salón principal. Cambiando así constantemente de espectadores que, alineados en fila a su paso, lo observaban minuciosamente; jamás descuidaban el dar a su porte y a su prestancia esta dignidad mezclada de gallardía que admiraban las mujeres y envidiaban los hombres. Vano y alegre al mismo tiempo hubiera creído faltar a sus huéspedes, no presentando ante sus ojos con una ingenuidad algo picaresca el orgullo que sentían al ver reunidos, en su casa tan ilustres amigos, tan notables partidarios, cuya preocupación al visitarle había sido la de vestirse bien para hacerle honor.

     Atravesaban guiados por él en esta primera peregrinación por sitios insospechados, cuyo aspecto se preparaban de antemano para sorpresas y supercherías de arquitectura o decoración, cuyos ornamentos se adaptaban a la diversión del día y en que hacía los honores; se encerraban algunos momentos de circunstancias, algún homenaje al más valiente y a la más bella. Cuanto más había de imprevisto en estas pequeñas excursiones, más fantasía mostraban felices invenciones divertidas, y la parte juvenil de la sociedad aplaudía, hacía oír ruidosas aclamaciones y alegres risas agradables para el director, que ganaba así en reputación viniendo a resultar un corifeo privilegiado y un solicitado compañero. Si era ya hombre de cierta edad, recibía varias veces en la repetición de estas vueltas de exploración, comisiones de jóvenes muchachas que en nombre de todos se acercaban a cumplimentarle y darle las gracias. Por sus ocurrencias, las jóvenes enviadas daban motivo a la curiosidad de los invitados y aumentaban el entusiasmo, con el cual se animaban para las polonesas subsiguientes, porque aquellos que no tomaban parte en esta comitiva aguardaban inmóviles su paso, como el de un cometa resplandeciente.

     Para los asistentes de las tribunas, a los que no era menos indiferente asombrar en este país de aristocrática democracia, puesto que allí se colocaban los numerosos subordinados de grandes casas señoriales, todos nobles, alguna vez incluso más nobles que sus señores, pero demasiado pobres para sumarse a la fiesta, quienes por su sola voluntad únicamente podían excluirse, esta suma resplandeciente de una elegancia suntuosa, semejante a una larga serpiente de tornasolados anillos, lo mismo se desarrollaba en toda su longitud, como se replegaba para hacer brillar en sus contornos sinuosos un juego de los más variados matices y hacer sonar como cascabeles apagados las cadenas de oro, los pesados y soberbios damascos, los sables colgantes. Los murmullos de las voces se anunciaban de lejos, semejante a un alegre siseo, o bien se aproximaban como las olas murmurantes de esta corriente flamante.

     Pero el genio de la hospitalidad que en Polonia parecía inspirarse tanto en las delicadezas que desarrolla la civilización como la simplicidad de las costumbres primitivas, no faltaba nunca a su alto decoro. ¿Cómo no habría de encontrarse en los detalles, de su más genuina danza? Después que el dueño de la casa había rendido homenaje a sus invitados inaugurando la fiesta, cada uno de sus huéspedes tenía el derecho de acudir a sustituirle cerca de su ama. Señalando con la mano primeramente para detener un instante el cortejo, se inclinaba delante de ella rogándola que le aceptase, mientras que aquel que la cedía hacía del mismo modo a la pareja siguiente, ejemplo que seguían todos. Las mujeres, cambiando de caballero cada vez que un nuevo reclamaba el honor de conducir la primera de entre ellas, quedaban, sin embargo, en la misma sucesión, mientras que los hombres relevándose constantemente llegaban a encontrarse los últimos, si no completamente excluidos, antes de su fin.

     El caballero que se colocaba a la cabeza de la columna se esforzaba por sobrepasar a su predecesor por combinaciones inusitadas, por los circuitos que él le hacía describir, los cuales, limitados a un salón, podían hacerse notar más dibujando graciosos arabescos incluso cifras. Desarrollaba su arte y sus derechos según su cometido, imaginándolos juntos, complicados, inextricables, describiéndolos, sin embargo, con tanta justeza y seguridad que la cinta animada no se rompía jamás en su contorno, cruzándose en sus nudos no dando lugar a ninguna confusión. En cuanto a las mujeres y a aquellos que no tenían más que continuar el impulso ya dado, no les era permitido dejarse arrastrar indolentemente sobre el parquet. El paso era ritmado, cadencioso, ondulado, dando a todo el cuerpo un movimiento armonioso. No se cuidaban de avanzar con prisa, de desplazarse precipitadamente como impelidos por una necesidad. Se deslizaban, como los cisnes descienden por los ríos, como si las olas inadvertidas subiesen y bajasen los talles flexibles. El caballero ofrecía a su dama tanto una mano como la otra, apenas rozando la punta de sus dedos, a veces apretándola con toda la mano, pasaba a su izquierda o a su derecha, sin dejarla y sus movimientos iniciados por cada pareja se extendían como un estremecimiento de serpiente gigantesca. Aunque preocupado y en apariencia absorbido por estas múltiples maniobras, el caballero siempre encontraba el momento de inclinarse ante su dama y de aprovechar los instantes favorables para deslizar a su oído dulces palabras si era joven, confidencias, solicitaciones, novedades interesantes, si ya no lo era. Después alzándose altivamente hacía sonar el acero de sus armas, se alisaba el bigote y daba a todos sus gestos una expresión que obligaba a la pareja a responder con inteligente discreción.

     Así, pues, no era sencillamente un paseo trivial y desposeído de sentido lo que se hacía; era un desfile por el cual si nos atrevemos a decirlo, la sociedad entera pasaba y se complacía en su propia admiración viéndose tan noble, tan fastuosa y tan cortés. Era una constante exhibición de su lustre, de su celebridad, de sus glorias. Ahí, los hombres encanecidos en los campos o en las luchas de la elocuencia, los capitanes que habían llevado más veces la coraza guerrera que los atavíos de paz, los altos prelados y gente de Iglesia, los grandes dignatarios del Estado, los viejos senadores, los belicosos palatinos, los ambiciosos castellanos eran los danzarines esperados, deseados, disputados por las más jóvenes, las más brillantes, las menos graves en estas elecciones efímeras en que el honor y los honores igualaban los años y podían aventajar al mismo amor. Oyendo contar por aquellos que no habían querido dejar el zupan y el kontusz antiguos, cuya cabellera estaba rasurada por las sienes como la de sus antepasados, las evoluciones olvidadas y lo desaparecido de esta danza majestuosa, hemos comprendido hasta qué punto una nación tan orgullosa de sí misma tenía el instinto innato de la representación; hasta qué punto lo tenía por necesario y de qué manera por el genio de la gracia que la naturaleza le ha deparado, poetizaba este gusto ostentoso mezclando en él el reflejo de nobles sentimientos y el encanto de finas intenciones.

     Cuando estuve en la patria de Chopín, cuyo recuerdo me acompañaba como un guía que excita el interés, tuve ocasión de encontrar alguna de esas individualidades que cada vez se encuentran menos, así la civilización europea, si no modifica el fondo de los caracteres nacionales, roba y lima al menos sus asperezas y formas exteriores; tuve la suerte de tratar de cerca alguno de estos hombres de inteligencia superior, cultivada, erudita y fuertemente ejercitada con una vida de acción, pero cuyo horizonte no se extendía más allá de los limites de su país, de su sociedad, de su literatura, de sus tradiciones. Pude entrever en el trato con ellos (que un intérprete hacía posible y facilitaba) en su manera de juzgar el fondo y las formas de las nuevas costumbres, algunas fuera de las pasadas y de lo que constituía su grandeza, su encanto y su debilidad. Esta originalidad inimitable de un punto de vista completamente exclusivo resulta curiosa para la observación. Sin considerar el valor de las opiniones sobre muchos puntos de vista, hay que reconocerles, sin embargo, un singular vigor espiritual, de un aire agudo y salvaje respecto a los intereses que le son preferidos, de una energía que nada puede distraer de su dirección, todo, excepto su fin, les es extraño, y por ello sólo puede, como un espejo fiel representar el cuadro exacto del pasado, conservándole su colorido, su verdadero ser y su cuadro pintoresco. Sólo así puede reflejar al mismo tiempo que el ritual de las costumbres que se van perdiendo, el espíritu que las había creado.

     Chopín vino demasiado tarde y abandonó demasiado pronto sus lares para poseerla; pero había conocido numerosos ejemplos, y a través de los recuerdos que rodearan su infancia, mejor todavía, sin duda alguna, que a través de la historia y la poesía de su patria, encontró, por inducción, los secretos de sus antiguos prestigios, para hacerlos salir de su olvido y darles en sus cantos una eterna juventud. Igualmente como cada poeta es mejor comprendido, mejor apreciado por les extraños que han pasado por los lugares que le inspiraron buscando el rastro de sus impresiones; como Píndaro y Ossian son más íntimamente comprendidos por aquellos que han visitado los vestigios del Partenón esclarecidos por las luminosidades de su límpida atmósfera, y los lugares de Escocia espesados de niebla, del mismo modo el sentimiento inspirador de Chopín no se revela completamente más que cuando se ha visitado su país, cuando se ha visto la huella de pasados siglos, cuando se ha seguido los contornos agrandados como esos de la noche en que se ha encontrado este fantasma de gloria, aparecido inquieto que visita su patrimonio, que se presenta para asustar o entristecer los corazones cuando menos se piensa y que, surgiendo a las consejas y rememoraciones de pasados tiempos, llevan consigo un espanto semejante al que produce entre los campesinos de Ucrania, la bella virgen, blanca como la muerte y ceñida con un velo rojo que se percibe, según dicen ellos, señalando con una mancha de sangre la puerta de los lugares de que se apropia la destrucción.

     Durante largos siglos ha formado Polonia un Estado, cuya gran civilización, completamente autóctona, no se asemejaba a ninguna otra y debía permanecer única en su género. Tan diferente de la organización feudal de Alemania, su vecina de occidente, como del espíritu conquistador de los turcos, que no cesaban de inquietar sus fronteras orientales, se aproximaba, sin embargo, a Europa por un cristianismo caballeroso, un igual ardor en combatir a los infieles, y recibía de los maestros bizantinos las enseñanzas de su política sagaz, de su táctica militar y de sus discursos sentenciosos, fundando sus elementos heterogéneos en una sociedad que se asimilaba las causas de ruina y de decadencia, al mismo tiempo que las cualidades heroicas del fanatismo musulmán y las sublimes virtudes de la santidad cristiana(2). La cultura general de la literatura latina, el conocimiento y el gusto de las literaturas italiana y francesa recubrían estos extraños contrastes de un lustre y un barniz clásico. Esta civilización daba necesariamente un sello distintivo a sus más pequeñas manifestaciones. No muy propicios a libros de caballería como a los torneos y asaltos de armas, según era natural en una nación en perpetua guerra, que reservaba para el enemigo sus proezas de valor y reemplazaba los juegos y los esplendores de los torneos por otras fiestas, cuyos suntuosos cortejos constituían los ornamentos principales.

     No hay nada que decir seguramente, sino que en sus danzas nacionales se manifiesta toda una parte del carácter popular. Pero nosotros creemos que hay pocos en los cuales, como en la polonesa, baje tan gran sencillez de contorno se manifiesten los impulsos que la han originado traduciéndose tan perfectamente en su conjunto y descubriéndose con tal diversidad por los episodios que a cada cual estaban reservados para llevarlos al cuadro general. Cuando estos episodios hubieron desaparecido, cesando la inspiración momentánea de modo que nadie imaginaba un papel para sus cortos intermedios, contentándose con cumplir maquinalmente los obligatorios pasos por un salón, no quedó más que los esqueletos de las solemnidades antiguas.

     Hubiéramos vacilado ciertamente en hablar de la polonesa, después de los hermosos versos que Mickiewicz le consagró y la admirable descripción que hizo en su último canto de Pan Tadeusz, si esta referencia no estuviera contenida en una obra que todavía no se ha traducido y que sólo es conocida por los compatriotas del poeta. Hubiera sido temerario abordar, incluso en otra forma, un tema dibujado y coloreado ya por tal pincel, en esta epopeya familiar, este canto épico, en que las bellezas del orden más elevado se encuadran en un paisaje como los pintaba Ruysdaël, cuando hacía lucir un rayo de sol entre dos nubes de tormenta sobre uno de esos árboles que raramente faltaban de sus lienzos, sobre un abedul destrozado por el rayo y cuya llaga abierta parece enrojecer de sangre su blanca corteza. La acción de Pan Tadeusz tiene lugar al comienzo de nuestro siglo, cuando se encontraban todavía muchos de aquellos que representaban los sentimientos y las maneras solemnes propias de los antiguos polacos y algunos otros que ya estaban bajo el imperio de graciosas y vertiginosas pasiones de origen moderno: tipos brillantes contrastando con esta época que invadida por el convencionalismo que forma la alta sociedad de todas las capitales y todas las comarcas, hizo rápidamente desaparecer. Chopín se inspiró ciertamente muchas veces de este poema, cuyas escenas dan tanta ocasión a la descripción de las emociones que con preferencia reproduce.

     La música primitiva de las polonesas, de la que no se ha conservado medida que remonte más allá de un siglo, tiene poco aprecio para el arte. Aquellas que no llevan nombre de autor alguno, pero que llevan, sin embargo, nombres de héroes que indican la fecha, son en su mayor parte graves y dulces. La polonesa llamada de Kosciuszko, es el modelo más generalizado; está de tal manera ligada a la manera de su época, que hemos visto mujeres que al oírla prorrumpían en sollozos por los recuerdos que les sugería. La princesa F. L..., que había sido amada de Kosciuszko, sólo se emocionaba en sus últimos días, después que la edad había debilitado todas sus facultades, con estos acordes que sus manos temblorosas pulsaban todavía sobre el teclado, que sus ojos casi no percibían. Algunas otras de estas músicas contemporáneas son de un carácter tan triste que se las tomaría por rotas de un cortejo fúnebre.

     Las polonesas del conde Oginski(3), aparecidas inmediatamente, adquirieron pronto una gran popularidad que impregnó de languidez esta vena lúgubre. Resintiéndose todavía de esta sombría coloración, la modifican por una ternura de un encanto ingenuo y melancólico. El ritmo decae, la modulación aparece como si el cortejo, de solemne y ruidoso como era antes se transformara en silencioso y recogido al pasar junto a las tumbas, cuya proximidad apaga el orgullo y la risa. Sólo el amor sobrevive vagando sobre estos contornos, repitiendo el refrán que el bardo de la Verde Erín sorprende a las brisas de su isla.

               Love born of sorrow, like sorrow, is true!

     ¡El amor del dolor es verdadero como él!

     En las páginas tan conocidas de Oginski parece oírse siempre algún dístico de un pensamiento análogo que vuela entre dos hálitos amorosos haciéndose adivinar en los ojos bañados de lágrimas.

     Después las tumbas se quedan atrás; se alejan y sólo se perciben de lejos. La vida, la animación vuelve; las impresiones dolorosas se truecan en recuerdo y sólo vuelven en ecos, la imaginación ya no evoca sombras, deslizándose con precaución como para no despertar a los muertos de la víspera... y ya en las polonesas de Lipinski, se siente que el corazón late alegremente... aturdido... como había latido antes de la pérdida. La melodía se dibuja cada vez más esparciendo un perfume de juventud y de amor primaveral. Se expande en un canto expresivo, a veces soñador; no habla sino a los corazones juveniles; sufre de poéticas ficciones, no está destinada a medir los pasos de altos y elevados y graves personajes que sólo intervienen poco en ellas; se dirigen a las imaginaciones novelescas, vivas, más ocupadas en placeres que en esplendores. Meyseder avanzó en esta pendiente para alcanzar la coquetería más bulliciosa, la más encantadora animación del concierto. Sus imitadores nos han sumergido en piezas de música tituladas polonesas, pero que no tenían ningún carácter que justificase tal nombre.

     Un hombre de genio les devolvió repentinamente su vigoroso brillo. Weber hizo de la polonesa un ditirambo, en que se encontraron de repente todas las magnificencias desaparecidas, y sus brillantes despliegues. Para darnos el pasado en una fórmula cuyos sentidos estaban tan alterados, acopió los recursos diversos de su arte y, sin el intento de recordar lo que debía ser la música antigua, transportó en ella todo lo que era de la antigua polonesa. Acentuó el ritmo, se sirvió de la melodía como de un recitado y por la modulación le dio colorido con una profusión que el argumento no sólo llevaba sino que lo reclamaba imperiosamente. Hizo circular por la polonesa la vida, el calor, la pasión sin apartarse de la actitud altiva, de la dignidad ceremoniosamente magistral, de la majestad natural y severa a la vez que le son inherentes. Las cadencias fueron marcadas por acordes semejantes al ruido de los sables al desenvainarlos. El murmullo de las voces, en lugar de hacer oír tenues diálogos de amor, hizo resonar notas bajas, llenas y profundas, como aquellas de los pechos habituados a mandar, a los cuales responden los relinchos fogosos y lejanos de esos caballos del desierto de tan nobles y elegantes cuellos, piafando con impaciencia, mirando con ojos dulces, inteligentes y llenos de fuego y llevando con tanta gracia su montura bordada de turquesas o de rubíes de los que las recargaban los grandes señores polacos(4). ¿Weber conocía la Polonia de otros tiempos?... ¿Había evocado, un cuadro, ya contemplado para determinar así el ambiente? ¡Preguntas ociosas! ¿No tiene el genio sus propias intuiciones, y no revela la poesía siempre lo que es de su dominio?

     La imaginación ardiente y nerviosa de Weber, al atacar sus asuntos expresaba con todo su jugo cuanto contenían de poesía apoderándose como dueño tan absoluto, que se hacía difícil abordarlo después que él con la esperanza de alcanzar los mismos efectos. Sin embargo, Chopín lo sobrepasó en inspiración, tanto por el número y la variedad de sus escritos de este género, como por su teclado más emotivo y sus nuevos procedimientos de armonía. Sus polonesas en la y en la bemol mayor se aproximan sobre todo a aquella de Weber en mi mayor por la naturaleza de su aliento y de su aspecto. En otras abandonó esta manera amplia. Ha tratado este tema de modo diferente. ¿Diríamos que con más fortuna siempre? El juicio es cosa espinosa en semejante materia. ¿Cómo restringir el derecho del poeta sobre las diversas fases de su asunto? ¿No le sería permitido ser sombrío y oprimido en medio de las mismas alegrías? ¿Cantar el dolor después de haber cantado la gloria? ¿Apiadarse con los vencidos en duelo después de haber repetido los acentos de la prosperidad? Sin duda alguna, no es ésta una de las menores superioridades de Chopín la de haber abarcado consecutivamente todos los afectos, bajo los cuales podía presentarse este tema, de hacer surgir todo lo que tiene de brillante, como todo aquello que puede prestarle tristeza. Las fases por que pasaban sus propios sentimientos, han contribuido a ofrecerle estos múltiples puntos de vista y se pueden seguir sus transformaciones, su dolor frecuente, en la serie de estas producciones especiales, sin dejar de admirar la fecundidad de su verbo incluso cuando no se prestaba a lo más personal de su inspiración. No siempre se ha detenido en el conjunto de los cuadros que le presentaba su imaginación y su recuerdo. Más de una vez contemplando los grupos de la masa brillante que desfilaba delante de él, se ha encaprichado con alguna figura aislada; ha sido detenido por la magia de su mirada; se ha complacido en adivinar las misteriosas revelaciones y sólo a cantado para ella.

     La gran polonesa en fa sostenido menor ha de ser clasificada entre las más enérgicas creaciones. Ha intercalado una Mazurca, innovación que hubiera podido resultar un ingenioso capricho de baile, si no hubiera como espantado a la moda frívola al emplearla de tan extraña manera en una fantástica evocación. Se diría el comentario de un sueño tenido tras una noche de insomnio, al apuntar los primeros rayos de una aurora e invierno apagado y gris, poemático ensueño en el que se suceden las impresiones y los objetos con extremas incoherencias y extrañas transiciones, como aquellos que Byron cuenta en su poema titulado A Dream:

               «...Dreams in their development have breath,
And tears, and tortures, and the touch of joy;
They have a weight upon our waking thoughts,
..............................................................................
And look like heralds of Eternity.»

     El motivo principal es de un aire siniestro, como la hora que precede al huracán; el oído cree percibir interjecciones exasperadas, un desafío lanzado a todos los elementos. De pronto, la vuelta a una tónica, al comienzo de cada medida, hace oír estallidos de cañón repetidos como una batalla vivamente librada a lo lejos. A continuación de esta nota, se suceden medida por medida acordes extraños. No conocemos entre los más grandes autores nada análogo, y de tan percibido efecto como produce este pasaje, que se interrumpe bruscamente por una escena campestre, por una mazurca de un estilo idílico, que se diría exhala los olores del espliego y de la mejorana, pero que, lejos de borrar el recuerdo del profundo y desgraciado sentimiento que oprime al mundo, aumenta, al contrario, por su irónico y amargo contraste, las penosas emociones del oyente y hasta el punto que casi se siente aliviado cuando vuelve la primera frase y se encuentra con el imponente y entristecedor espectáculo de una lucha fatal, sostenida al menos por la importuna oposición de una dicha ingenua y falta de gloria. Esta improvisación se termina como un sueño, sin otra conclusión que un sombrío rumor, que deja el alma bajo el imperio de una impresión única y dominante.

     En la polonesa fantasía, que pertenece ya al último período de las obras de Chopín, aquellas que están denominadas por una ansiedad febril, no se encuentra ningún rasgo atrevido y luminoso; ya no se escuchan los pasos alegres de una caballería familiarizada con la victoria, los cantos que no ahogan temor de derrota, las palabras que revelan la audacia propia de los vencedores. Predomina una tristeza elegíaca, entrecortada por movimientos azorados, melancólicas sonrisas, insospechados sobresaltos, reposos llenos de intranquilidad, como aquellos que temen una repentina emboscada, que no ven ninguna esperanza en el vasto horizonte, a quienes la desesperación se les ha subido a la cabeza como un largo trago de ese vino de Chipre, que da una rapidez más instintiva a todos los gestos, un punto más acerado a todas las palabras, una chispa más ardiente a todas las emociones, y que hace llegar el espíritu a un diapasón de irritabilidad lindante al delirio.

     Pinturas poco favorables al arte como todas las de los momentos extremados, de todas las agonías, de los estertores y de las contracciones en que los músculos pierden toda su vitalidad y en que los nervios, cesando «de ser los organismos de la voluntad, reducen al hombre a no ser más que la presa pasiva del dolor. Aspectos deplorables que el artista no puede admitir con ventaja para su dominio sino con una extrema circunspección.

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