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Lelia

     En 1836, la señora Sand no solamente había publicado Indiana, Valentine, Jacques, sino también Lelia. Este poema, del que decía después: «Si estoy arrepentida de haberlo escrito, es porque no puedo volver a escribirlo. Vuelta a una situación de espíritu semejante, me sería hoy un gran consuelo el poder volver a empezarlo.»(17) En efecto, la acuarela de la novela le debía parecer insípida a la señora Sand, después de haber manejado el cincel y el martillo de escultor, tallando esta estatua semicolosal, modelando estas amplias líneas, estos largos contornos, estos músculos sinuosos que guardan una vertiginosa seducción en su inmovilidad monumental y que, contemplados con detenimiento, nos conmueven dolorosamente como si por un milagro contrario a aquel de Pigmalión fuese alguna Galatea viviente, rica en suaves movimientos, llena de una voluptuosa palpitación y animada por la ternura, que el artista amoroso hubiera encerrado en la piedra ahogando la sangre en la esperanza de engrandecer y eternizar la belleza. Frente a la naturaleza transformada así en obra de arte, en lugar de sentir la admiración envuelta en el amor, se comprende tristemente cómo el amor puede transformarse en admiración.

     ¡Morena y aceitunada Lelia, has paseado tu figura, por los lugares solitarios, sombría como Lara, destrozada como Manfredo, rebelde como Caín, pero más áspera, más implacable, más inconsolable que ellos, porque o se ha encontrado un corazón de hombre bastante femenino para amarte como ellos han sido amados, por rendir a tus encantos viriles el homenaje de una sumisión confiada y ciega, de una adhesión muda y ardiente; para dejar proteger su obediencia por tu fuerza de amazona! ¡Mujer héroe, tú has sido valiente y ávida de combate como esos guerreros, sin haber tenido tampoco temor de dejarte quemar por todos los soles y todos los vientos, la finura satinada de tu rostro, de endurecer en la fatiga tus miembros delgados y de liberarles así del poder de su flaqueza. Como ellos has necesitado cubrir con una coraza que le ha herido y ensangrentado, este seno de mujer que, encantador como la vida, discreto como la tumba, es adorado por el hombre cuando su corazón es el único e impenetrable escudo!

     Después de haber debilitado su cincel al pulimentar esta figura cuya altivez, desdén, mirada angustiada y ensombrecida por la aproximación de tan puras pestañas, la cabellera vibrante de una vida eléctrica, nos recuerda los antiguos camafeos sobre los cuales se admira todavía los trazos magníficos, la frente fatal y bella, la sonrisa altiva de esta Gorgonia, cuya vista alteraba los latidos del corazón. La señora Sand buscaba en vano otra forma al sentimiento que obraba en su alma insatisfecha. Después de haber envuelto con un arte infinito esta figura altiva que acumulaba las grandezas viriles para sustituir la única que repudiaba: la suprema grandeza del aniquilamiento en el amor, esta grandeza que el poeta de vasto cerebro hace subir más alto que el empíreo y que llamó: «El eterno femenino» (das ewig weibliche), esta grandeza que el amor preexistente a todas sus alegrías, superviviente a todos sus dolores; después de haber hecho maldecir Don Juan y cantar el himno sublime al deseo, por aquella que repudiaba como Don Juan, la sola voluptuosidad que lo colma, esa de la abnegación; después de haber vengado a Elvira creando Stenio; después de haber despreciado a los hombres más que Don Juan hubo rebajado a las mujeres, la señora Sand pintaba en las Cartas de un viajero esta trémula atonía, estos entorpecimientos doloridos que atacan al artista cuando después de haber incorporado a una obra el sentimiento que le absorbía continúa su imaginación bajo su imperio, sin que descubra otra forma para idealizarlo. Sufrimiento de poeta, bien comprendido por Byron, cuando al resucitar al Tasso le hacía llorar sus más amargas lágrimas, no ya en su prisión, ni bajo sus cadenas, ni por sus dolores físicos ni por la ignominia de los hombres, sino por su epopeya terminada, por el mundo de su pensamiento que al escapársele le hacía sensible, al fin, a las espantosas realidades de que estaba rodeado.

     Jorge Sand oyó hablar a menudo en esta época, por un músico, amigo de Chopín y uno de los que le habían acogido con más alegría a la llegada a Paris, de este artista tan excepcional. Oyó ponderar, más que su talento, su genio poético; conoció sus producciones de las que admiró la amorosa suavidad. Fue sorprendida por la abundancia de sentimientos, esparcidos en sus obras de una efusión de tono tan elevado, de una nobleza tan distinguida. Algunos compatriotas de Chopín le hablan de las mujeres de su nación, con el entusiasmo que les es habitual en ello, y que entonces agudizaba más el recuerdo reciente de los sublimes sacrificios en los que había dado tantos ejemplos durante la última guerra. Ella entrevió a través de estas conversaciones y de las poéticas inspiraciones del artista polaco un ideal de amor que tomaba la forma del culto hacia la mujer. Creyó que así, preservada de toda dependencia, garantizada de toda inferioridad, su papel se elevaba hasta las mágicas potencias de la Péri, esta superior inteligencia amiga del hombre. No adivinó tal vez que larga cadena de sufrimientos, de silencios, de paciencia, de longanimidad, de indulgencia y valerosa perseverancia habían creado este ideal, imperioso y resignado, admirable, pero triste de contemplar, como esas plantas de corolas rosadas, cuyos tallos se entrelazan en un hilo de largas y numerosas venas, dan la vida a las ruinas reservadas para embellecerlas por la naturaleza que las hace crecer sobre los viejos cimientos que descubren las piedras vacilantes; bellos velos que su ingeniosa e inagotable riqueza echa sobre la cadencia de las cosas humanas.

     Al ver que en lugar de dar cuerpo a su fantasía en el pórfido y el mármol, en lugar de prolongar sus creaciones en cariátides macizas lanzando su pensamiento a plomo desde gran altura, como los ardorosos rayos de un Sol en su cenit, este artista los despojaba por el contrario de todo ornamento, borraba sus contornos y hubiera quitado de su suelo, si hubiera hecho falta, la misma arquitectura para suspenderla en las nubes como los palacios aéreos de la Fata Morgana, Jorge Sand fue aún más atraída por estas formas de una ligereza impalpable hacia el ideal que creía percibir en ellas. Aunque su brazo hubiese sido lo bastante poderoso para esculpir el relieve, su mano era muy delicada para haber trazado también estos relieves insensibles con que a la piedra apenas abultada parece haberle sido confiada solamente la sombra de una silueta imborrable. No era extraña al mundo sobrenatural, ella, ante la cual, como ante una hija preferida, la Naturaleza parecía haber descubierto su cintura para develarle todos los caprichos, los encantos, los juegos que presta a la belleza. No ignoraba ninguna de sus más imperceptibles gracias; no había desdeñado ella, cuya mirada podía abarcar tan grandes proporciones, el adquirir conocimiento del brillo con que son iluminadas las alas de las mariposas; estudiar la simétrica y maravillosa red que el helecho extiende en baldaquino sobre el cercado de los bosques; de escuchar los susurros de los arroyos en las plantas acuáticas por donde se extienden los silbidos de la avispa amorosa; de seguir los saltamontes que danzan los fuegos fatuos al borde de los prados y los pantanos y de adivinar las viviendas quiméricas hacia las cuales pierden a los caminantes retardados con sus pérfidos saltos; había prestado oído a los conciertos que cantan la cigarra y sus amigas en los rastrojos de la campiña y había aprendido el nombre de los habitantes de la república alada de los bosques, que distingue también por sus plumajes como por sus trinos burlescos o sus gritos quejumbrosos. Conocía todas las blanduras de la concupiscencia del lis, los deslumbramientos de su color y también las desesperanzas de Genoveva, la hija enamorada de las flores.

     «En sus sueños era visitada por esos amigos desconocidos que venían a recogerla cuando era víctima de la angustia sobre la arena abandonada que llevara un rápido río... En una barca grande y llena... Sobre la cual se lanzaba para partir hacia esas riberas ignoradas, este país de quimera que hacía aparecer la vida real un sueño medio desvanecido a aquellos que se apasionan desde su infancia de grandes conchas de nácar, a la que se sube para abordar a estas islas donde todos son bellos y jóvenes... Hombres y mujeres coronados de flores, con los cabellos flotando sobre la espalda... sosteniendo copas y arpas de una extraña forma... con cantos y voces que no son de este mundo... Amándose todos igualmente con un amor divino... donde surtidores perfumados caen en recipientes de plata... donde rosas azules crecen en vasos de China... donde las perspectivas están encantadas... por donde se marcha con los pies desnudos sobre musgo espeso como tapices de paño, donde se corre, donde se canta dispersándose al través de arbustos embalsamados...»(18)

     Conocía tan bien a estos amigos desconocidos, que, después de volver a verlos «no podía soñar sin palpitaciones durante todo el día...» «Era una iniciada de este mundo irreal, ella, que había sorprendido tan inefables sonrisas en los retratos de los muertos»(19); que había visto sobre qué cabezas viene a rodear de una aureola los rayos de sol al descender de lo alto de alguna vidriera gótica, como un brazo de Dios, luminoso e impalpable, rodeado de un torbellino de átomos; ella, que había visto y reconocido tan espléndidas apariciones, revestida del oro, de las púrpuras y de las glorias del crepúsculo. Lo fantástico no tenía ningún mito del que no poseyese el secreto.

     Tuvo curiosidad de conocer a aquel que había huido al vuelo «hacia esos paisajes imposibles de describir, pero que deben existir en alguna parte sobre la tierra o en algunos de esos planetas en que gusta contemplar la luz de los bosques a la puesta de la luna»(20), que no quería abandonarlas ni hacer que volvieran su corazón y su imaginación a este mundo tan semejante a las playas de Finlandia, donde no se puede escapar al fango y a la lama cenagosa más que accediendo al granito descarnado de las rocas solitarias. Cansada de este sueño de pesadilla que había llamado Lelia; cansada de soñar un imposible grandioso, edificado con materiales de esta tierra, deseó conocer este artista, amante de un imposible tan nebuloso próximo a las regiones de la luna. Pero, ¡ay! Si estas regiones están exentas de los miasmas de nuestra atmósfera, no lo están de nuestras más desoladas tristezas. Aquellos que se transportan ven allí soles que se alumbran, pero astros que se extinguen. Los más nobles astros de las pléyades desaparecen. Las estrellas caen como una gota de rocío luminoso en un vacío del que no conocemos siquiera el profundo abismo y el alma contemplando estas sábanas del éter, este bello Sahara de errantes y perecederos oasis, se habitúa a una melancolía que no consigue interrumpir el entusiasmo ni la admiración. Ella los devora, los absorbe y cesa su agitación, semejante a las durmientes de un lago que refleja en la superficie el cuadro y los movimientos de la ribera sin despertarse de su letargo. Esta melancolía atenúa hasta la viva efervescencia de la dicha por la fatiga adherida a esta tensión del alma, por cima de la región que habita naturalmente; ella hace sentir la insuficiencia de la palabra humana por primera vez a aquellos que tanto la habían estudiado y tan bien se habían servido de ella... Transporta lejos de todos los instintos activos y, por decirlo así, militantes para hacer viajar por los espacios, perderse en la inmensidad en carreras aventuradas, muy por cima de las nubes... Desde donde ya no se ve que la tierra es bella, porque no se mira más que el cielo... donde la realidad no es ya mirada con el sentimiento poético del autor de Waverley, pero donde, idealizando la misma poesía, se puebla el infinito de sus propias creaciones, a la manera de Manfredo.(21)

     ¿La señora Sand había presentido esta incurable melancolía, esta voluntad sin mezcla, este exclusivismo imperio que yace en el fondo de los hábitos contemplativos, que se apodera de las imaginaciones complaciéndose en la persecución de los sueños, cuyo tipo no existe en el medio en que se encuentran? ¿Había presentido y previsto la forma que toman para ellas las supremas adhesiones y la absoluta absorción de las que ellos hacen el sinónimo de la ternura? Es preciso, al menos en ciertos aspectos, cierto instintivo disimulo a su manera para alcanzar en seguida el misterio de estos caracteres concentrados que se repliegan tan pronto en sí mismos como esas flores que cierran sus pétalos ante los menores extraños contactos, no abriéndolos más que al rayo de un sol propicio. A estas naturalezas se las ha llamado ricas por exclusividad, en oposición a aquellas que son ricas por exuberancia. «Si ellas se encuentran y se aproximan, no pueden fundirse la una en la otra», añade la novelista que citamos, «una de las dos ha de devorar a la otra y no dejar más que cenizas». ¡Ah! Son las naturalezas como esas del débil músico del que rememoramos los días, las que perecen devorándose ellas mismas, no queriendo ni pudiendo vivir más que de una sola vida, conforme a las exigencias de su ideal.

     Chopín parecía temer a esta mujer más que a otras que, como una sacerdotisa de Delfos, decía tantas cosas que las demás no sabían decir. Él evitó y retrasó su encuentro; Jorge Sand ignoró, y por una simplicidad encantadora, que es uno de sus más nobles atractivos, no adivinó este temor de sílfide. Ella se presentó ante él y su vista disipó bien pronto las prevenciones en contra de las mujeres escritoras que hasta entonces había sostenido obstinadamente.

     En el otoño de 1837, Chopín experimentó ataques inquietantes de un mal que no le dejó sino como una mitad de fuerzas vitales. Síntomas alarmantes le obligaron a dirigirse hacia el mediodía para evitar los rigores del invierno. La señora Sand, que atendía siempre con tanta vigilancia las enfermedades de sus amigos, no quiso dejarle partir solo cuando su estado reclamaba todos los cuidados, decidiéndose a acompañarle. Escogieron para ello la isla de Mallorca, donde el aire del mar, unido a un clima siempre templado, es particularmente favorable a los enfermos del pecho. Aunque al partir estaba tan desfallecido que se hubiera creído no verle retornar, y a pesar de sufrir allí una larga y dolorosa enfermedad, se restableció, sin embargo, lo bastante para lograr una mejoría que le habría de permitir varios años de vida.

     ¿Fue únicamente el clima lo que le volvió a la vida? ¿No le retuvo ésta por su encanto supremo? ¿No vivió tal vez sólo porque quiso vivir, ya que no se sabe dónde se detienen los derechos de la voluntad sobre nosotros? ¿Quién sabe qué aroma interior puede desprenderse para preservarle de la decadencia, qué energías pueden fortalecer a los órganos atónicos? ¿Quién sabe, en fin, dónde acaba el imperio del alma sobre la materia? ¿En cuánto domina en nuestra imaginación a nuestros sentidos, dobla sus facultades o acelera su decaimiento, sea que ella haya extendido este imperio ejerciéndolo largo tiempo y con aspereza, sea que reúne espontáneamente las fuerzas olvidadas para concentrarlas en un momento único? ¿Cuando todos los prismas del sol se reúnen en el punto culminante de un cristal, no alumbra este frágil recinto una llama de celeste origen?

     Todos los prismas de la dicha se unieron en esta época de la vida de Chopín. ¿Es, pues, sorprendente que hubieran alumbrado su vida y que brillase en este instante con su más vivo resplandor? Esta soledad, rodeada de olas azules del Mediterráneo y sombreada de limoneros, parecía responder por su lugar a esos votos ardientes de las almas jóvenes, esperando todavía en sus más benignas e inocentes ilusiones y suspirando tras la dicha en una isla desierta. Allí respiró ese aire tras el que las naturalezas extrañas en la tierra experimentan una cruel nostalgia: este aire que se puede encontrar por todas partes y no encontrar en ninguna, según las almas que lo respiran con nosotros; el aire de estas comarcas imaginadas que, en despecho de todas las realidades y de todos los obstáculos, se descubre tan fácilmente cuando se les busca por ambos. El aire de esta patria del ideal donde se quisiera llevar a lo que se quiere, repitiendo con Mignon: ¡Dahin! ¡Dahin!... ¡Lass' urs ziehn!...

     Mientras que duró su enfermedad, la señora Sand no abandonó por un instante la cabecera de aquel que la amó hasta la muerte, con una adhesión que no perdió su intensidad al perder sus alegrías, y le fue fiel, incluso cuando le fue doloroso; «porque parece que este ser frágil se hubo absorbido y consumido en el refugio de su admiración... Otros bucean la felicidad en sus afectos; cuando ya no la encuentran, estos afectos se van dulcemente. En esto son como todo el mundo; pero él amaba para amar. Ningún sufrimiento podía desalentarle. Podía entrar en una nueva fase, esa del dolor, después de haber agotado la de la embriaguez; pero la fase del enfriamiento jamás podía llegar para él. Hubiera sido aquella de la agonía física; porque su adhesión había llegado a ser su vida y, deliciosa o amarga no dependía ya de él el sustraerse un solo instante»(22). Jamás, en efecto, desde entonces cesó de ser Jorge Sand, para Chopín, la mujer sobrenatural que había hecho retrotraer hacia él las sombras de la muerte; que había cambiado los sufrimientos en adorables melancolías.

     Para salvarle, para arrancarle a un fin tan precoz, luchó ella enérgicamente con la enfermedad. Le rodeó de atenciones adivinatorias e instintivas, que muchas veces son remedios más saludables que los de la ciencia. No conoció, velándole, ni el cansancio, ni el abatimiento, ni el tedio. Ni sus fuerzas, ni su humor decayeron en su cometido, como esas madres de buena salud que parecen comunicar magnéticamente a sus hijos débiles una parte de su vigor y que, reclamando constantemente sus cuidados, tienen también sus predilecciones. Al fin cedió la enfermedad, y la obsesión fúnebre que roía secretamente el espíritu de Chopín y perturbaba toda apacible tranquilidad, se disipaba gradualmente. Dejó que el carácter fácil y la amable serenidad de su amiga, disipasen los tristes pensamientos, los presentimientos lúgubres, y entretuviesen su bienestar intelectual.»(23)

     La dicha sucedió a los sombríos temores con la progresión victoriosa de un hermoso día que amanece tras una noche oscura y llena de terrores.

     La bóveda de tinieblas que pesa sobre la cabeza parece tan maciza, que uno se prepara a una próxima y última catástrofe sin atreverse siquiera a soñar en su liberación, cuando la mirada perdida descubre de repente un punto en que se esclarecen estas tinieblas tal como una huata opaca cuyo espesor cediera bajo la mano que la desgarra. En este momento penetra en las almas el primer rayo de esperanza. Se respira más libremente como aquellos que, perdidos en una negra caverna, perciben al fin un resplandor aunque fuera dudoso. Esta luz indecisa es la primera aurora proyectando tintes tan incoloros, que se pudiera creer que se presencia un anochecer, a la extinción de un crepúsculo agonizante. Pero la aurora se anuncia con la frescura de brisas que, como delanteros, llevan el mensaje de saludo en sus alientos vivaces y puros. Un aroma vegetal atraviesa el aire como la agitación de una esperanza valiente y refinada. Un pájaro matutino hace oír casualmente su canto alegre, que resuena en el corazón como el primer despertar consolador que se acepta como garantía del porvenir. Imperceptibles, pero seguros indicios, persuaden, multiplicándose, de que en esta lucha entre las tinieblas y la luz, entre la muerte y la vida, han de ser vencidos los lutos de la noche. La opresión disminuye. Al levantar la vista hacia la cúpula de plomo, parece que pesa ya menos fatalmente y que ha perdido su terrorífica fijeza.

     Poco a poco las grises claridades aumentan y se alargan en líneas rectas hacia el horizonte como griegas. Incontinentemente se ensanchan; rompen sus bordes haciendo irrupción como la superficie de un estanque inundado en charcos irregulares sus aridas riberas. Se forman oposiciones cortadas que podrían cortarse como diques acumulados para detener el avance del día. Se amontonan nubes en bancos arenosos; pero, como haría el irresistible furor de las aguas, la luz las disminuye, las destruye, las devora y, a medida que se eleva, vienen a enrojecerlas olas purpúreas. En tal instante brilla con gracia conquistadora y tímida, cuya casta dulzura hace doblar la rodilla en gratitud, porque el último espanto ha desaparecido. Se siente renacer.

     Entonces surgen los objetos a la vista como si resucitasen de la nada. Un velo de rosa uniforme parece cubrirlos hasta que aumentando de intensidad la luz se plega su gasa difusamente en sombras de un encarnado pálido, mientras que los planos avanzados se esclarecen de blanco y resplandeciente reflejo.

     El orbe brillante envuelve el firmamento. Cuanto más se extiende más gana en brillo. Los vapores se amasan y se corren a la derecha y a la izquierda como un cortinaje. Entonces todo respira, se anima, se remueve, hace ruido, canta; los sonidos se mezclan, se cruzan, se golpean, se con funden. Cesa la inercia; circula, se acelera, se extiende. Las olas del lago se hinchan como un seno emocionado de amor. Las lágrimas del rocío, temblorosas como las de la ternura, se distinguen más y más y se ven brillar una después de otra sobre las hierbas húmedas, diamantes que esperan que el sol venga a pintar sus refulgencias. Hacia Oriente se abre más vasto y largo el abanico gigantesco de luz. Correas de oro, láminas de plata, franjas violetas recamados de escarlata la recubren como inmensos bordados. Reflejos dorados matizan sus ramas. En su centro toma el más vivo carmín la transparencia del rubí, se matiza de naranja como el fuego de carbón, se ensancha como una antorcha, se agranda, en fin como un ramillete de llamas, que monta y monta de ardores en ardores cada vez más incandescente.

     Al fin aparece el dios del día. Su frente radiante va ornada de una cabellera luminosa. Se eleva lentamente; pero apenas se ha desvelado por completo, se lanza, se desprende de todo lo que le rodea tomando instantáneamente posesión del cielo, dejando la tierra muy por debajo de él.

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     El recuerdo de los días pasados en la isla de Mallorca quedó en el corazón de Chopín como el de un encanto, de un éxtasis que no concede la suerte a sus favoritos más que una sola vez. «No estaba ya en la tierra, estaba en un imperio de nubes de oro, de perfumes; parecía ahogar su imaginación tan exquisita y tan bella en un monólogo con Dios mismo, y si alguna vez, sobre el prisma radiante en el que se olvidaba hacía pasar algún incidente la pequeña linterna mágica del mundo, sentía un horroroso malestar, como si en medio de un concierto sublime viniera una vieja desdentada a mezclar su voz aguda y un vulgar motivo musical en los divinos pensamientos de los grandes maestros.»(24) Después hablaba de este tiempo con un reconocimiento emocionado, como una de sus satisfacciones que bastan a la dicha de una vida y sin esperar que fuese posible nunca encontrar una felicidad en la que, sucediéndose las ternuras de la mujer y las llamas del genio, marcase el tiempo de modo semejante a ese reloj de flores que Linneo había colocado en sus estufas de Upsala para indicar las horas por sus florecimientos sucesivos, exhalando cada vez distintos perfumes y revelando otras bellezas a medida que se abrían sus cálices de formas diversas.

     Los magníficos países que atravesaron juntos el poeta y el músico, impresionaron más vivamente la imaginación del primero. Las bellezas de la naturaleza obraban sobre Chopín de una manera menos distinta aunque no menos fuerte. Su alma se conmovía y se armonizaba directamente con sus grandezas y sus encantos, sin que su espíritu tuviera necesidad de analizarlos, precisarlos, clasificarlos, nombrarlos. Vibraba al unísono de los paisajes admirables sin que pudiera asignar en el momento cada impresión, el accidente de que derivaba. Como verdadero músico se contentaba con apoderarse, y por decirlo así, extraer los sentimientos de los cuadros que veía, abandonando sin atención la parte plástica, el escorzo pintoresco que no se asimilaba a la forma de su arte y no pertenecía a su más espiritualizada esfera. Y, sin embargo (efecto que se advierte frecuentemente en organismos como el suyo), cuanto más se alejaba de los instantes y de las escenas en que la emoción había oscurecido sus sentidos, como el humo del incienso rodea al incensario, más relieve parecían tener ante sus ojos los contornos de estos lugares y de estas situaciones. En los años siguientes hablaba de ello encantado de sus recuerdos. Pero entonces, cuando era tan completamente feliz, no se daba cuenta de su dicha, se dejaba llevar, como lo hacemos todos en nuestros más dulces años de infancia, siguiendo la influencia de la naturaleza que sin darnos cuenta nos rodea y no encontrando hasta más tarde, en nuestra memoria, la imagen exacta de cada objeto, que sólo podemos describir mucho tiempo después, cuando ya no lo vemos.

     Además, ¿por qué habría fijado una mirada observadora sobre los lugares de España, que formaron el cuadro de su poética felicidad? ¿No lo encontraría todavía más bello descrito, por la palabra inspirada de su compañera de viaje? Él veía estos sitios deliciosos a través de los coloridos de su talento apasionado, como se ve al través de rojas vidrieras todos los objetos y la misma atmósfera tomar tintes resplandecientes. ¿No era una gran artista esta admirable enfermera? ¡Unión extraña y maravillosa! Si la naturaleza uniera para dotar a una mujer los dones más brillantes de la inteligencia a esas profundidades de la ternura y la abnegación en que se arraiga su verdadero, su irresistible imperio, aquel enrededor del cual no es más que un enigma sin palabras, las llamas de la imaginación uniéndose a las limpias claridades del corazón renovarían, en cierto modo, el milagroso espectáculo de estos fuegos griegos de la antigüedad, cuando sus incendios pasaban sobre los abismos del mar sin ser sumergidos, sumando en los reflejos de sus olas las riquezas de la púrpura a las celestes gracias del azul. ¿Era dado al genio alcanzar las más humildes grandezas del corazón, estos sacrificios sin reservas del pasado y del porvenir, estas inmolaciones, tan valientes como misteriosas, estos holocaustos de sí mismo, no temporales y cambiantes, sino constantes y monótonos que dan derecho de ternura a la abnegación? ¿No tiene legítimas exigencias la fuerza del genio y la legítima fuerza de la mujer no radica en abdicar toda exigencia? ¿Pueden flotar sobre el azul inmaculado de un destino de mujer las reales púrpuras y las llamas ardientes del genio?

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