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«Clarín», creador del cuento español

Mariano Baquero Goyanes



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«Clarín», extranjero en su siglo

La edición de unas Obras selectas de «Clarín», pone en un primer plano de actualidad, la figura de un escritor injustamente olvidado y que hoy comienza a revalorizarse.

«Clarín» es el caso típico del hombre que desborda su época, en la que sólo encuentra esquinada incomprensión, envidias, carencia de sensibilidad. Un caso semejante -según «Azorín»- al de Stendhal, incomprendido por su generación y descubierto por las siguientes, para las que resultó escritor más actual que los que entonces imperaban. Hay como una constante en la historia de la literatura en virtud de la cual los escritores más atentos y esclavizados a la fugaz moda de su tiempo, envejecen antes que los que, discrepando de su siglo, parecen estar de vuelta de todo, avizorando e intuyendo los gustos venideros.

Tal «Clarín», cuya actitud inteligentísima es la de no dejarse seducir por ningún ismo, considerados todos más o menos efímeros1, y tratar de adivinar el estilo inmediato.

En su folleto Apolo en Pafos finge Alas llegar a la mansión del dios y allí dialoga con las musas, una de las cuales le pregunta si es de su siglo, a lo que él contesta humorística pero reveladoramente:

Procuraré meter la cabeza en el que viene, y si me gusta más que éste, seré del otro2.



No sabemos si a «Clarín» le hubiese gustado más nuestro siglo que aquél en cuyos últimos años le tocó vivir. Murió en 1901, recién inaugurada la nueva centuria, sin apenas haber podido meter la cabeza en ella, pero dejando para ella toda una obra perdurable, cuyos valores, sobre todo en lo referente a la creación más que a la crítica, pasaron desapercibidos para sus contemporáneos, salvo rara excepción.

Ese gesto de «Clarín», descontento de su época -como traje que le resultara incómodo o anticuado-, basta para definir sus obras creacionales, en las que tras un inevitable pero leve ropaje decimonónico, late una sensibilidad actual, traducida en técnica, intención y lenguaje, propios de nuestro tiempo.

A «Clarín» le resultaba mezquina y estrecha su época, escindida en sistemas y doctrinas rígidos, impenetrables. Se era idealista o naturalista, tan a machamartillo como se era liberal o anticonstitucional; obstinada, cerradamente, sin raciocinio y no admitiendo valor alguno en el adversario. (Salvo excepciones, en los medios más sinceramente intelectuales.)

El ambiente literario se ha enrarecido y junto a los verdaderos novelistas y poetas pululan, se engríen y se combaten literatuelos pedantes, defensores de escuelas y de ismos, importados casi siempre de Francia.

En el cuento Un repatriado, se duele «Clarín» del mísero ambiente intelectual que en España se respiraba:

Ella [España] a mí no me ha dado lo que yo más hubiera querido: una sólida educación intelectual y moral, que me hubiera ahorrado esta farsa de semisabiduría en que vivimos los intelectuales en España. No puedes figurarte lo que padece mi amor de sinceridad, hoy mi fe, con este fingimiento de ciencia prendida con alfileres a que nos obliga la mala preparación de nuestros estudios juveniles3.



Estas quejas, de sabor noventaiochista, repítense a lo largo de toda su obra de crítica literaria. En el prólogo de Nueva campaña se ocupa de la general decadencia española, cuyos orígenes busca en los años imperiales -según más adelante habían de hacerlo Unamuno y los de su generación- y cuyos más dolorosos efectos se observan en su siglo.

Y en el epílogo-prólogo de Sermón perdido -¡qué título tan significativo!-, quejándose de los críticos venales, dice estas terribles frases:

Esa necedad inmoral de exaltar a los autores de adefesios y rebajar a los escritores buenos, que indignaba al ilustre Flaubert, es en España el signo de los tiempos en materia literaria.

Chateaubriand se quejaba ya de que se acababan los hombres grandes para todo el mundo; según él, dentro de poco ya no habría celebridades europeas. Más adelante se dijo que habíamos llegado a la edad de las medianías. Es verdad. El humanismo, la delicadeza, el pesimismo poético, patrimonio antes de pocas almas escogidas y enfermas de genio, son hoy baldíos en que se alimentan, como pueden, muchos espíritus vulgares con un poco de talento. Véase lo que sucede en Francia, donde aparecen todos los años dos o tres poetas blasfemos, o escépticos [sic] o humoristas hábiles en el manejo de las palabras y en el arte de enseñar llagas psicológicas, postizas las más veces. Pero en España hemos ido más lejos. Aquí estamos ya bajo el poder de una oligarquía ominosa: la oligarquía de las nulidades.

¿Qué es España en el mundo? Un rincón. ¿Qué es la literatura en España? Menos que el billar, uno de los pensamientos que tiene menos aficionados, la mayor parte de los cuales son verdaderos asesinos4.



Tal es la atmósfera literaria que rodea a «Clarín», opresora, sañudamente. Apenas tiene amigos -aunque muy leales éstos-, y en cambio son infinitos los que le odian5, algunos prolongando su odio más allá de la muerte, como Bonafoux, que decía del entierro de «Clarín» que en él se escuchó, sólo, el silencio que se oye en los entierros de los tiranos.

«Clarín» desprecia la farsa literaria que en Madrid se vive, y prefiere el ambiente provinciano de Oviedo, maravillosamente captado en La Regenta, la gran novela de la provincia, de la burguesía española.

«Clarín», inadaptado a su tiempo, es un extranjero en su patria. Él sentía, desde luego, ese extranjerismo nacional, aunque no se lo achacara a sí mismo. Ocupándose, en uno de sus artículos críticos, de la impopularidad de Palacio Valdés, cree que tiene su origen en esa extranjería, y dice:

Turguenef, por ejemplo, era menos ruso que otros ilustres literatos de su país y tiempo; Byron, menos inglés que muchos poetas célebres; Heine, más francés que alemán en muchos respectos; Amiel, más alemán que otra cosa; Paul Bourget, por su triste y dulce seriedad, es muy poco francés 6.



El caso suyo no caería, exactamente, dentro de esos extranjeros nacionales, sino que más bien sería un extranjerismo no geográfico, sino temporal, cronológico. «Clarín» es un extranjero en su siglo. Típico caso éste de inadaptación que se convierte en superación, como si lo extranjero fuese su siglo. Y así fue en efecto. Los literatos españoles no hacen sino remedar las modas de sus vecinos franceses. «Clarín» -tan tachado de zolismo y renanismo- es más español que muchos de sus contemporáneos.

De esa su genuinidad española y del cuidado que en el lenguaje de sus obras puso, tenemos un ejemplo revelador en alguna anécdota que Palacio Valdés cuenta en su autobiografía La novela de un novelista. Siendo muy jóvenes aun, estudiantes, Alas, Tuero y Palacio Valdés, disputaban frecuentemente sobre lenguaje y estilo:

En estas minucias lingüísticas casi siempre salía vencedor Alas, porque las concedía aún mayor importancia que los otros y ponía toda su alma en ellas. Además era poseedor, según supimos más tarde, de un diccionario de galicismos, y con esta arma que guardaba secretamente, nos infería no pocas heridas mortales7.



He aquí cómo «Clarín», desde muy joven, se preocupaba ya de la pureza del estilo y del lenguaje. Y he aquí, también, la explicación de ese su delicado casticismo, de la perdurabilidad de su prosa, tan fresca, tan reciente como si se acabara de escribir. No se ha pensado aún, suficientemente, en el maravilloso estilo de «Clarín», que en sus mejores creaciones alcanza valor de ejemplaridad. Ramón Pérez de Ayala dice a este respecto:

... desde la muerte de «Clarín» se ha ido difundiendo en la literatura cierta contrahecha afectación y verbosidad vacua, por penuria de preparación y recursos; un llamado «estilo artista», sin conseguir pasar de artificioso, que amenazaba estragar el gusto público Pero habiéndose llegado a la saturación y empacho de ese empalagoso estilo, se echa de ver ya la reacción saludable hacia la dignidad literaria, no por severa menos llana. Es la hora indicada para volver a poner en circulación los buenos modelos, como «Clarín», uno de los Grandes de España en la literatura del siglo XIX8



Sí, esa hora ha sonado ya y es preciso acercarse al «Clarín» creador, oscurecido por el «Clarín» crítico, rival de sí mismo. Por ser Alas un precursor del noventaiochismo, los hombres de esta generación se ocuparon de él. Unamuno le llamaba uno de los educadores de su mente y creía tener con él afinidades de temperamento y educación9. «Azorín» estudia a Alas, como a un escritor excepcional en su época, distinto a sus contemporáneos, a los que superó cualitativamente10.

Pese a todo, «Clarín» sigue siendo un escritor impopular, minoritario -apenas se conoce y comenta otra cosa que su ¡Adiós, Cordera!-, cuando, entre otras conquistas de indudable rango estético, se le debe nada menos que la definitiva fijación de lo que debe ser el cuento español.




Ambiente y creación literaria

Unamuno veía en «Clarín» un temperamento semejante al suyo, porque adivinaba en él la misma interior, angustiosa lucha. Hombres intensamente espirituales, no hallan eco de sus ideas en una sociedad cursi y estupidizada, y contra ella promueven guerra.

Pero esta guerra que «Clarín» y Unamuno hacen a los hombres de su tiempo, es guerra nacida del amor. Del amor a la verdad, a lo humano, a lo sencillo, a lo humilde. Ambos son catedráticos y ninguno cree en el profesionalismo aséptico y antivital. La cátedra es plataforma desde la que derramar su ideario todo, su visión de la vida. No se limitan a enseñar estrictamente las asignaturas de que están encargados, sino que hacen de ellas puntos de partida desde los que lanzarse a las dimensiones todas del espíritu.

«Clarín» lucha contra su tiempo con dos armas que, a veces, se hacen una sola: con la crítica satírica, exenta de toda adulación, violentamente sincera; y con aquella otra parte de su creación literaria, rebosante de humanidad, de comprensión.

La ternura de las mejores narraciones de «Clarín» parece contrapesar la acritud de sus más duras críticas. Este dualismo espléndidamente humano, es el que signa toda su obra, elaborada con amor -más hiriente que acariciador, como en Unamuno- y con exquisita sensibilidad. La obra literaria de «Clarín» está en pie de guerra contra un mundo materialista, hipócrita y duro. Y si sus trabajos y ensayos de crítica van encaminados a destacar lo que de falso hay en los hombres de su tiempo, sus narraciones más cumplidamente poéticas parecen destinadas a hacer surgir de entre las ruinas por él mismo provocadas, una nueva sociedad en la que la projimidad, el amor, sean algo más que palabras.

Decíamos que, a veces, las dos armas se fundían en una sola: es el caso de los cuentos concebidos satíricamente, mezclándose lo acerbo a lo tierno, emotiva y eficazmente. (Avecilla, El Rey Baltasar, La mosca sabia, etc.)

No pretendemos, con todo esto, explicar la obra literaria de «Clarín» como una réplica o reacción contra su época, porque sería menoscabar su valor y empequeñecer su intencionalidad. «Clarín» es un artista, un poeta, y la sociedad que le rodea sólo sirve para excitar su sensibilidad, última e inevitable justificación ésta de sus creaciones literarias. En la obra de todo artista hay que considerar la atmósfera, el ambiente en que apareció, pero no subordinándola totalmente a él, ya que, en este caso, perdería valor de perdurabilidad, desactualizándose tan pronto como desaparecieran las circunstancias que a su creación contribuyeron. (En el yo soy yo y mi circunstancia orteguiano es más importante el primer sumando que el segundo, cuando se trata de un caso como el presente.)

«Clarín» no es un oportunista, y de ahí que su obra literaria no corra el peligro de envejecer que amenaza a algunas novelas de Galdós, de la Pardo Bazán, de Pereda, por demasiado atadas a su época, es decir, a los más mezquinos problemas de su época. No cabe duda de que al lector moderno le irrita la monotonía de ciertas novelas de Galdós, empeñado en contraponer una y otra vez los tipos del liberal y del oscurantista. Piénsese también en la tremenda ingenuidad de alguna obra de Pereda -El buey suelto-, incapaz de atraer al lector de hoy que busque algo más habilidad narrativa.

No es que «Clarín» se libre totalmente de estos defectos, pero sí que está más por encima de las pequeñeces de su época -excepto en las obras de crítica-, más atento a describir lo que de perdurablemente humano puede haber en su tiempo. La Regenta es la novela de una ciudad y de una época, pero contiene valores que desbordan lo puramente circunstancial. La maravillosa técnica, narrativa -tempo lento pre-proustiano-, los hallazgos psicológicos y estéticos, la textura novelística y el henchimiento vital hacen de La Regenta una novela que, si es decimonónica por el ambiente, por la escenografía, es de todas las épocas por la intemporal, duradera humanidad de sus personajes. Y por las, aun no valoradas, cualidades narrativas.

Si en la novela es casi imposible prescindir de lo local, de lo circunstancial, en el cuento es más fácil la evasión, al desaparecer o disminuir, al menos, el paisaje, la descripción y el diálogo, es decir, las categorías que la novela toma de su alrededor temporal. Por otra parte, el cuento, que participa de la intensidad psicológica de la novela, se asemeja a la poesía en la gracia del límite y en la instantaneidad de su concepción. Al poeta se le aparecen conjuntame nte el pensamiento y las palabras que lo expresan. El cuentista ve de una vez el asunto de su cuento, como en una iluminación, y de una vez suele narrarlo11.

El cuento, eslabón entre la novela y la poesía, adquiere con su acercamiento a esta última garantías de perdurabilidad, menos dables en la primera. La auténtica, la pura poesía, desligada en lo posible de todo lo anecdótico y temporal, es voz inmarchitable a través de los tiempos, que siempre encontrará resonancia en todas las generaciones, puesto que habla a lo que de eterno llevan dentro.

El cuento -trozo de vida captado con toda su palpitación- perdura también, porque siendo esencialmente argumento -y argumento humanísimo- está libre de los peligros que acechan a la novela, más ligada a lo efímeramente circunstancial.

Leemos algunas novelas del pasado siglo, lamentándonos de que el ropaje retórico y las alusiones temporales perjudiquen a la narración misma, dándole un aire cursi y trasnochado. El cuento, si su autor ha prescindido de palabrería y de atuendo ornamental -condiciones éstas muy contrarias a la esencia del género-, producirá una impresión más de actualidad, más de acuerdo con la época en que lo leemos.

Esta es la gran virtud de las narraciones cortas de «Clarín», que no vacilamos en definir como lo más conforme con la sensibilidad actual de toda la literatura española del siglo XIX.




El cuento poético

Siendo el cuento semejante a la poesía en su concepción, ha de reunir el cuentista condiciones de poeta; ha de poseer el don, la gracia de saber captar el delicado e intenso momento de una existencia, apresándolo en pocas páginas.

Decía «Clarín», comentando la abundancia de cuentos malos publicados en los periódicos de su tiempo:

Muchos particulares que hasta ahora jamás se habían creído con aptitudes para inventar fábulas en prosa con el nombre de novelas, han roto a escribir cuentos, como si en la vida hubieran hecho otra cosa. Creen que es más modesto el papel de cuentista, y se atreven con él sin miedo. Es una aberración. El que no sea artista, el que no sea poeta, en el lato sentido, no hará un cuento, como no hará una novela12.



«Clarín» no se contenta con estimar que hay que ser poeta para escribir un cuento, sino que amplia esta condición para la novela.

Y es que Alas tenía la intuición de un nuevo tipo de novela, distinta de las que sus coetáneos cultivaban, ya fueran éstas naturalistas o psicológico-idealistas. «Clarín» preconiza y anhela lo que él llama la novela poética, tema al que dedicó un notable artículo publicado en el Heraldo y recogido luego en sus Ensayos y revistas. No nos detendremos ahora en explicar detalladamente lo que «Clarín» entendía por novela poética, ya que sobre esto algo hemos dicho en otro lugar13, limitándonos a señalar que tal denominación no entraña aproximación alguna al poema en prosa o a la prosa poética. Lo que «Clarín» probablemente deseaba era una novela en la que el lirismo emanase no del ropaje verbal, sino de la misma trama, de la desnuda acción.

Es circunstancia ésta que se cumple en el cuento -en el buen cuento, se entiende-, que, por ser argumento ante todo, no admite fiorituras verbales, descripciones ni interferencias líricas. La poesía del cuento brota de su mismo asunto, narrado con las palabras exactas, justas, que a él se ciñen sin arruga ni tirantez.

«Clarín», que deseaba una novela poética, logró alcanzar este ideal con sus narraciones breves, que no sólo no tienen nada que ver con los poemas en prosa, sino que se caracterizan por su realismo, por la ausencia de escenografía liricoide y por la ternura jamás degenerada en sensiblería.

Lo más valorable de Alas es precisamente su intuición poética, que en la mocedad le llevó a componer versos de los que luego se burló un poco cruelmente, y que, más tarde, encarnó en las narraciones breves.

Dona Berta -la narración más poética de todo el siglo XIX español- es el mejor exponente de esta manera de sentir y de hacer clariniana. Fue la obra que más apreciaba su autor, y aun no ha perdido, ni perderá, su fragancia de cosa recién hecha, su temblor de vida. No hay estridencia alguna en la narración: los sucesos más dramáticos -la caída moral de Doña Berta bajo el laurel o su muerte en las calles de Madrid- están narrados sin énfasis, con el mismo tono suave con que transcurre todo el relato, pálido en el color, tan tiernamente ajado como la misma Doña Berta y el ambiente -el rincón de Susacasa adonde no llegaron romanos ni moros-, denso de siglos y de silencios. El gran encanto de Doña Berta parece residir en que su autor concentró en esta narración lo mejor de su siglo: lo más delicado y musical del romanticismo, y lo más humano y sobrio del naturalismo.

Hay una leve intención estilizadora que hace de Doña Berta daguerrotipo difuminado por el vaho del tiempo, como si «Clarín» supiese que su siglo era ya tremendamente viejo y que sólo servía para la evocación, en la que se cuentan las cosas en voz baja, medio sonriendo y medio llorando.

Un lirismo menos delgado, más agrio, pero también profundamente humano, es el contenido en las páginas de Pipá, narración que tiene mucho de aguafuerte goyesco o de esperpento de Valle-Inclán.

En Doña Berta, ambiente, paisaje, personajes, tenían un sello noble, delicadamente aristocrático. En Pipá hay un Carnaval sucio, casi solanesco, con un pillete que roba una mortaja para disfrazarse; hay miseria, muerte y personajes duros como Celedonio, que escupe sobre el cadáver carbonizado de Pipá. Pero tras toda esa sordidez, tras ese dolor, disfrazado de miseria y harapos, no hay sino ternura, hiriente por escondida y mesurada.

El tema de golfillos, de niños entre la nieve, fue muy del gusto de la sensibilidad decimonónica14, pero casi siempre fue tratado efectista y truculentamente.

«Clarín» en Pipá, El Rama y La conversión de Chiripa -trilogía de hampones ovetenses- huye de lo sensiblero y va directamente a lo humano, sin retórica, con un lenguaje sencillo y expresivo.

Hemos hablado ya de los méritos estilísticos de «Clarín». Cualquier narración suya se prestaría al comentario y ejemplificación de tales cualidades, pero tal vez ninguna como Pipá, en donde el lenguaje adquiere giros e imágenes dignas de Valle-Inclán o de Miró. Al igual que estos escritores, «Clarín» gusta de las imágenes en que lo religioso y lo pagano se confunden, como puede advertirse en este pasaje de Pipá:

Cuando en la misa de Gloria, el día de Pascua de Resurrección, sentía el placer de estar lavado y peinado..., y en la catedral, al pie de un altar del crucero..., saboreaba el placer inmenso de esperar el instante, la señal que le decía: «Tañe, tañe, toca a vuelo, aturde al mundo, que ha resucitado Dios...», ¡ah!, entonces, en tan sublimes momentos, Pipá, hermoso como un ángel que sale de una crápula y con un solo aleteo por el aire puro se regenera y purifica; con la nariz hinchada, la boca entreabierta, los ojos pasmados, soñadores, llenos de lágrimas, sentía los pasos del dios bueno, del dios de la alegría, del desorden, del ruido, de la confianza, de la orgía inocente... y tocaba tocaba la campanilla del altar con frenesí, con el vértigo con que las bacantes agitaban los tirsos y hacían resonar los rústicos instrumentos15.



A veces las imágenes adquieren un sabor tau refinado y decadente, que parecen preludiar los tópicos del modernismo: Véase el comienzo del cuento titulado La rosa de oro:

Una vez era un Papa que a los ochenta años tenía la tez como una virgen rubia de veinte años, los ojos azules y dulces con toda la juventud del amor eterno, y las manos pequeñas, de afiladísimos dedos, de uñas sonrosadas como las de un niño en estatua de Paros, esculpida por un escultor griego16.



Hasta la adjetivación es valle-inclanesca:

«La reina devota y lúbrica...»17.



Otros pasajes pudiéramos citar, muy significativos, como éste de El Señor, en donde lo sensual y lo místico se mezclan al modo de Valle-Inclán o de Gabriel Miró, tan aficionado este último, a servirse de la liturgia católica como de motivo colorista:

Hasta el señor Obispo, varón austero que andaba por el templo como temblando de santo miedo a Dios, más de una vez, se detuvo al pasar junto al niño, cuya cabeza dorada brillaba sobre el humilde terciopelo negro como un vaso sagrado entre los paños del enlutado altar; y sin poder resistir la tentación, el buen místico, que tantas vencía, se inclinaba a besar la frente de aquella dulce imagen de los ángeles, que cual un genio familiar frecuentaba el templo18.



Tras esta interferencia, reanudamos el estudio de los cuentos de «Clarín» predominantemente poéticos. Y entre ellos ninguno tan lírico como El dúo de la tos, perteneciente a la serie de Cuentos morales19. Aquí, «Clarín» consigue sensaciones de musicalidad, abordando un tan literario tema como es el de la tuberculosis, que en nuestros días ha provocado obras que están en el recuerdo de todos.

En El dúo de la tos la enfermedad aparece tratada de la más poética forma posible; sin descripción de los protagonistas, que carecen de nombre; sin diálogo, con la sola doliente palpitación de las toses enfermas en la noche.

En un lujoso hotel, frío e inhóspito, un hombre -un bulto- en una ventana piensa que se encuentra allí más solo que en un desierto. Dos balcones más a la derecha, otro bulto, una mujer, observa el titilar del cigarrillo en el otro cuarto.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente.



El hombre del cuarto 36 se retira del balcón, y la mujer del 32 supone que se ha ido a acostar.

El 36, ya en la cama, empieza a toser ronca, dolorosamente, con la desesperación de la soledad de un hombre de treinta años, sin familia, con la muerte «pegada al pecho».

Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda, dormida indiferentemente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos... Un eco... en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

La del 32 tosía, en efecto, pero su tos era..., ¿cómo se diría?, más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba, a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere: era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte d el dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer.



La tos del 32 acompaña al 36, como una música. Se apoyan una en otra, la femenina en la varonil, abrazándose en la noche. Al día siguiente el 36 abandona el hotel para morir poco después. La mujer vivió dos o tres años más.

Es El dúo de la tos uno de los cuentos de «Clarín» más olvidados, y uno, sin embargo, de los que más bellezas encierra. Y tal vez sea el más significativo, poéticamente considerado.




Intelectualismo y vitalismo

Analizar, aun rápidamente, los cuentos de «Clarín» sería tarea grata pero prolija. Hay en ellos bellezas, matices estilísticos, observaciones psicológicas que merecerían estudiarse; pero lo que es factible en la novela resulta menos adecuado en los cuentos, sobre todo cuando hay que enfrentarse con un crecido número de ellos, como sucede en el caso presente.

«Azorín» en el artículo ya citado, se fijó en la cronología para estudiar, sumariamente, los cuentos de Alas, considerando como excesivamente cargados de observaciones y hasta de palabras los de la primera época, la de «Clarín» joven intelectual, científico. Veinte años más tarde ha aprendido el artista a simplificar. Contrapone «Azorín» los cuentos de Pipá (primera época) a los de El gallo de Sócrates, considerando que nada hay «más fino, más delicado, más tenue, más etéreo que En el tren, La Médica o Tirso de Molina».20

Modestamente creemos que los cuentos citados no son de los mejores de Alas. Y es que «Azorín» obsesionado por la tenuidad, por la simplificación -cualidades de su arte narrativo-, elogia estas breves narraciones, por breves precisamente, cuando lo cierto es que no pueden compararse en intensidad poética a Pipá, Avecilla, Las dos cajas, es decir, a los cuentos de la primera época, que pueden parecer recargados en contraste con los de El gallo de Sócrates, pero que no podemos imaginar escritos de otra forma.

Además, no hay tal absoluta simplificación, ya que en los Cuentos morales, que según «Azorín» representan, junto con los de El Señor y El gallo de Sócrates, la «postrer manera» del autor, encontramos narraciones tan extensas como en El cura de Vericueto y El caballero de la mesa redonda, cuyas dimensiones vienen a ser las mismas que las de Pipá o Bustamante, cuentos de la primera época. Y, apurada la cuestión, resulta que en los dos ejemplos citados -El cura de Vericueto y El caballero de la mesa redonda- hay más interferencias que en Pipá, cuya extensión, personajes e incidencias son las justas para expresar la acción. Siendo esencial en el cuento esa exactitud, ese equilibrio entre las palabras y el asunto, se deduce que Pipá es más cuento -es decir, más sencillo, más simplificado- que las dos narraciones de los Cuentos morales. Otro tanto podríamos decir de Cuento futuro, perteneciente a la serie de El Señor, más digresivo y extenso que alguno de la primera época.

No es, por lo tanto, mejor cuentista el «Clarín» postrero que el de los tiempos de Pipá.

En cuanto a la ideología, aunque resulta clave más segura, tampoco nos sirve demasiado para establecer una clasificación. La dinamicidad espiritual de «Clarín» le lleva a tratar temas distintos, que son como las luces cambiantes -Cambio de luz se titula un magnífico cuento de la serie El Señor- de su vida, vibrante siempre entre la fe y la duda, entre lo intelectual y lo sentimental.

Sin que se pueda hablar taxativamente de Cuentos religiosos, es indudable que «Clarín» trató temas que, por sus personajes o intención, así podrían clasificarse. La conversión de Chiripa, El frío del Papa, Un grabado, Viaje redondo, Cambio de luz, El sombrero del señor cura, Un voto, Aprensiones, son ejemplos elocuentes de la espiritualidad religiosa de su autor. Por el contrario, Protesto, Cuento futuro, El doctor Pértinax, El Cristo de la Vega... de Ribadeo y algún otro denuncian cierto escepticismo burlón y, en algún caso -Cuento futuro-, irreverente21. Otro grupo de cuentos, encuadrable aquí, sería el de aquellos cuyos protagonistas son sacerdotes, como El cura de Vericueto y El Señor, con los que el autor engruesa el número de obras literarias con personajes clericales22. (Recuérdese su misma Regenta y tantas novelas de su época: Doña Luz, de Valera; La Fe, de Palacio Valdés; Ángel Guerra, de Galdós; Los pazos de Ulloa, de la Pardo Bazán, etc.)

Aún podemos citar como cuentos religiosos, La rosa de oro, La noche-mala del diablo y El diablo en Semana Santa, estos dos últimos entre humorísticos y amargos, y en los que aparece el diablo tratado con cierta compasión, no miltoniana precisamente, sino motivada por lo que de fracasado, de pobre diablo tiene.

La preocupación religiosa de «Clarín» va ligada muchas veces a la pugna razón-sentimiento. Un grabado es un cuento ejemplar a este respecto, presentándonos el caso del catedrático de Filosofía que cree esperanzadamente en Dios Padre, ante el solo temor de que sus hijos, huérfanos de madre, queden solos en el mundo.

Este sentimentalismo de «Clarín» -nunca sensiblería- es el que lleva al autor a combatir el intelectualismo seco, antivital.

En toda su obra -obra de poderoso intelectual, por paradójico que parezca- se encuentra esa protesta del autor contra lo excesivamente racional y científico. Es problema éste que le afecta muy de cerca, que marca para siempre su vida, y del que son el mejor exponente algunos cuentos como Doctor Sutilis, La mosca sabia, El doctor Pértinax, Doctor Angélicus y El gallo de Sócrates.

Satírica, incisivamente, combate «Clarín» en esas narraciones el cerebralismo que aniquila lo más sencillamente vital. Todos estos cuentos tienen por protagonistas a sabios antivitales, tan sin corazón y tan sin ideales que todo se seca a su alrededor, produciendo la desdicha o la estupidez. «Clarín» preconiza un vitalismo que, en ocasiones, llega a lo pánico y primario. Tiene miedo a intelectualizar la vida, ya que según dice El gallo de Sócrates: «El que demuestra toda la vida, la deja hueca». Y nada más triste que esa oquedad como de vena vacía, exangüe; como de sepulcro. Por eso «Clarín» quiere una vida intensa, caliente de sangre y de afectos.

Esa su preferencia por lo sencillo, por lo más vulgarmente vital, es la que le lleva a escribir numerosos cuentos con tipos humildes como protagonistas. Tales, El rey Baltasar, Avecilla -ambos sobre míseros oficinistas, siempre con la amenaza de la cesantía, malviviendo y tratando de sostener prestigio y honestidad-. Un viejo verde, los ya citados La conversión de Chiripa y El Rana, Manín de Pepa José, etc. «Clarín» se complace en describir, con humor que es ternura, toda esa serie de golfos, oficinistas raídos, solteronas que acarician durante toda su vida un recuerdo -Doña Berta y El entierro de la sardina-; pobres mozos a los que corresponde ser soldados -¡Adiós, Cordera!, El sustituto-; actores que desempeñan papeles modestos -La Ronca, La reina Margarita, etc. Tal vez sea este grupo de cuentos uno de los más apreciables de «Clarín», por cuanto su apasionado amor a los débiles alcanza aquí su mejor expresión literaria.

Estas narraciones suelen tener, muchas veces, una intención social, bien evidente en La conversión de Chiripa, El rey Baltasar, Un jornalero y, sobre todo, en El Torso, reveladora de toda la profunda humanidad del autor.

¡Cuánto amor, cuánta ternura en ese mundo clariniano, donde viven la pobre Doña Berta, dulcemente cursi, Pipá, mezcla de inocencia y de desgarro; y tantos otros seres: curas pobres y simples; campesinos sentimentales y soñadores como Manín de Pepa José, que muere arrinconado por la ambición de sus familiares; empleadillos; criados como el viejo Torso...!

Posiblemente esta preferencia de «Clarín» por lo sencillo, por lo biológico, le hace tratar con cariño el tema de los pobres animales. Aparte del popularísimo ¡Adiós, Cordera!23, podemos recordar El Quin, historia de un perro, y la intensa narración La trampa, en la que una enferma y vieja jaca crea una atmósfera de amor y cordialidad en un ambiente campesino. E incluso en Doña Berta juega importante papel aquel pobre gato que muere en Madrid, encerrado en una buhardilla, enloquecido de hambre y de dolor.




Sátira y humor

Reverso de estos cuentos anti-intelectuales o, simplemente, sentimentales -quisiéramos no emplear este adjetivo por su matiz peyorativo- son aquellos otros en que al «Clarín» humanísimo poeta parece vencer el «Clarín» satírico y crítico.

Entrar en distingos sobre la superioridad de unos sobre otros cuentos sería cuestión que, en última instancia, habría de remitirse a la subjetividad del crítico o del lector. Así, aunque personalmente prefiramos los ya estudiados, hemos de reconocer que en estos otros «Clarín» hace gala de un ingenio, humor y dotes de observación verdaderamente magistrales.

No obstante, juzgados unos y otros desde el punto de vista de lo que es un cuento, diremos que los primeros cumplen mejor las condiciones inherentes a ese género literario que los de este otro grupo, demasiado próximos al artículo de costumbres.

Son narraciones elaboradas con la técnica y el estilo del profesor y del crítico, que tienen como protagonista, casi siempre, a un tipo grotesco, del que se sirve el autor para satirizar una clase social, un vicio, una costumbre.

Abundantísimos son los cuentos de este tipo, y sólo citaremos los más significativos: El número uno, La imperfecta casada, Don Urbano, El señor Isla, El hombre de los estrenos, Bustamante, Zurita, González Bribón, De la Comisión, Los señores de Casabierta, El poeta-buho, Don Ermeguncio o la vocación, Un candidato, Cuervo, etc.

Un cuento así concebido es, en realidad, un artículo de costumbres o, como dice Pérez de Ayala, «un estudio de ciertos tipos psicológicos estereotipados, que, en la historia de los géneros literarios, antecede a la novela propiamente dicha. Un carácter de este tipo, su carácter estereotipado, es un hombre artificial, un hombre deshumanizado y mecánico, que obra siempre de la misma manera y no responde sino ante un solo estímulo»24.

Estas narraciones son algo así como ciertos artículos periodísticos de nuestro tiempo, con su regusto de clave, galería de caricaturas tratadas con arte, pero muy distantes ya de lo que ha de ser un cuento.

A esta galería, casi guiñolesca, pertenecen las obras citadas y otras más, intermedias entre crítica y cuento, o más bien, crítica social, literaria, política convertida en materia narrativa, a través a de unos personajes con nombres supuestos, pero intencionada e ingenuamente simbólicos: un comerciante en tejidos se llama Pantaleón de los Pantalones; un sabio, Eufrasio Macrocéfalo; un sastre, Pespunte; un escribano, Litispendencia, un buscador de votos, Zalamero, etc.

Buena prueba de que tales narraciones se acercan más, en ocasiones, a la crítica satírica que al cuento, la tenemos en el hecho de que «Clarín» publicara algunas de ellas entremezcladas con sus solos y paliques. En Palique, edición de 1894, se incluye Un candidato.

En los Solos de Clarín, aparecen La mosca sabia, Doctor Pértinax, De la Comisión, y otros. En Sermón, perdido: Los señores de Casabierta, El poeta-buho y Don Ermerguncio o la vocación.

Existe un grupo, menos numeroso, de narraciones humorístico-satíricas, más próximas al cuento por no dominar en ellas los caracteres estereotipados que acabamos de comentar.

Amor é furbo -frívolo episodio con ritmo de ballet-. Mi entierro -casi surrealista-, La tara - vodevil brevísimo-. El centauro, La Médica, El pecado original, son cuentos finamente humorísticos.




Noventaiochismo

Para no alargar excesivamente estas notas, nos limitaremos ya a apuntar rápidamente algo sobre los cuentos que podríamos llamar de inquietud nacional, patriótica.

Este grupo resulta verdaderamente interesante, porque, gracias a él, comprendemos plenamente el noventaiochismo de «Clarín», al que aludimos en el primer capítulo.

En sus obras de crítica -como en el ya citado prólogo de Nueva campaña -da fe «Clarín» de sus opiniones frente a los problemas de España. En los cuentos esos problemas adquieren una dimensión excepcionalmente, dramática.

Se duele Alas del servicio militar español. El tantas veces citado ¡Adiós, Cordera! es el más conocido ejemplo sobre este tema25. En El sustituto ataca el cuentista la tremenda injusticia social que suponía salvarse de ir al servicio militar y a la guerra comprando un sustituto. El protagonista del relato es un joven poeta que, en un arranque patriótico, decide ir a luchar al lado de su sustituto. Pero éste muere oscuramente, en un hospital, en brazos del señorito, que toma su nombre y cae heroicamente en el combate. La madre del sustituto recibe la pensión por el sacrificio del héroe. «Clarín» comenta al final, amargamente, que su protagonista es un caso excepcional, «y si la mayor parte de los señoritos que pagan soldado, un soldado que muere en la guerra, no hacen lo que Miranda, es porque poetas hay pocos, y la mayor parte de los señoritos son prosistas»26.

La narración En el tren ofrece un contraste semejante. En un viaje, un duque conversa con sus compañeros de compartimiento: un militar que marcha a Ultramar y una dama enlutada. He aquí la conversación con el militar:

-¿Conque va usted a Ultramar a defender la integridad de la patria?

-Sí, señor; en el último sorteo me ha tocado el chinazo.

-¿Cómo chinazo?

-Dejo a mi madre y a mi mujer enferma, y dejo dos niños de menos de cinco años

-Bien, sí, es lamentable... ¡Pero la patria, el país, la bandera!

-Ya lo creo, señor duque. Eso es lo primero. Por eso voy. Pero siento separarme de lo segundo. Y usted, señor duque. ¿adónde bueno?

-Phs... Por de pronto, a Biarritz; después, al Norte de Francia... Pero todo eso está muy visto; pasaré el Canal y repartiré el mes de agosto y de septiembre entre la isla de Wight, Comes, Ventnor, Ryde y Osborne27.



La contribución, narración dialogada en forma teatral, presenta el dramático caso del soldado de Cuba que regresa a su casa enfermo, casi moribundo. Por un capricho de unos señores -ministros y acompañamiento- que viajan en un break en su mismo tren, pierde éste al bajar en una estación. El anciano padre espera al soldado con angustia. Como no puede pagar la contribución, las autoridades vienen a echarle de la casa que han de embargar. Él se resiste guardando el lecho para el hijo que regresa enfermo, y al que al fin traen muerto. El padre señala el cadáver de su hijo como la contribución pagada28.

El Rana, que hemos citado como cuento social, podría encuadrarse aquí también, dada su intención. El protagonista es un mendigo, borracho y blasfemo, ex voluntario de la guerra de Cuba, patriota exaltado. Una mañana muy fría, enterado de que marchan quince voluntarios hacia la nueva guerra de Ultramar, sale a la estación a despedirlos. Una semana antes, un batallón de soldados había partido de aquella misiva estación, siendo festejadísimo. Pero ahora nadie hay en el andén. Los quince voluntarios son el desecho de la ciudad, como el Rana lo fue en la otra guerra. Y allí, en el frío, desierto andén, los quince raídos voluntarios despídense de sus familias. El Rana siente la patria, recuerda cómo fue él voluntario con otra barredura y reparte sus pitillos a los que marchan, mientras, dando voces, pregunta por el pueblo, por los burgueses, por los agasajos de la despedida.

Don Patricio o el premio gordo en Melilla y León Benavides son narraciones clasificables, también, dentro de este grupo.




«Clarín» y el cuento español

El cuento español es género cuyo exacto logro hemos de localizar en el siglo XIX, o, afinando más, en sus últimos años. Ocurre lo mismo en todas las literaturas europeas, puestas las más finas sensibilidades al servicio de un género literario al que, hasta entonces, no se le había concedido importancia, por su tono popular, sin rango estético.

El Romanticismo, pese a su fugacidad, modifica radicalmente el gusto, no sólo de la generación que lo vivió cronológicamente, sino también de las siguientes, sobre las que gravitan sus consecuencias. La aproximación a lo popular, a lo espontáneo, favorece el cultivo de la leyenda, del cuento fantástico, ya sea en verso o en prosa.

Los naturalistas utilizan el molde romántico y, despojando al relato breve de su carácter de ficción, lo hacen apto para reflejar los sucesos sencillos pero dramáticos de la vida cotidiana. El cuento se convierte, de conseja fabulosa que era, protagonizada por sílfides, hechiceros y gnomos -escenografía germánica muy de moda-, en delicado instrumento -entre poético y científico- con el que pulsar psicologías, actitudes.

La novela naturalista tiende a lo cíclico, a lo serial. Balzac, Zola, Galdós componen novelas-ríos, con las que tratan de reflejar la sociedad toda de su época y de su nación.

El mapa de la vida despliégase inmenso ante el novelista, que parece encaramado sobre el espacio y el tiempo para contemplarlo todo con ojos de águila.

Por el contrario, el cuentista acércase a la vida, la ausculta en sus latidos más hondos y en sus objetos más insignificantes. «Clarín», la Pardo Bazán, Coloma, Palacio Valdés, Blasco Ibáñez, Octavio Picón, entre tantos otros, son los cultivadores del cuento así concebido. Entre todos ellos «Clarín» alcanza con sus narraciones el más exacto equilibrio entre lo poético y lo psicológico, límites y esencia misma del cuento.

Todas las narraciones de «Clarín» son finamente psicológicas, pero algunas como Cristales, Un documento, Un viejo verde, Dos sabios, «Flirtation» legítima, sobresalen en este aspecto.

Comparando los cuentos españoles con los mejores franceses, los de Maupassant, observamos alguna diferencia fundamental que podría servirnos de piedra de toque para caracterizar este género literario dentro de la literatura nacional.

Maupassant, en su prólogo a Pierre et Jean, preconiza la objetividad, la impersonalidad novelística. El narrador no debe introducir su voz en la acción, interferenciándola. Es ésta una actitud antirromántica que en España fue aceptada más teórica que prácticamente.

Los naturalistas españoles nunca consiguieron una objetividad integral -lo que, por otra parte, no deja de ser una entelequia-, ya que los adivinamos, donde no los vemos totalmente inmersos en la novela, gritando a través de ella, polemizando con toda la pasión propia de nuestra raza.

Se buscó, en cambio, la objetividad en el cuento, y así la Pardo Bazán decía: «El cuento es además muy objetivo; en él, en la novelita, hasta los románticos buscan cierta impersonalidad»29.

«Clarín» también opinaba que los cuentos habían de ser objetivos:Y no admito que, a no ser cuando se trata de contar cuentos o cosas por el estilo, esté bien y sea natural que quien habla y escribe procure dar a entender así, como que él no es nada, y por tal se tiene30.

Este objetivismo proporciona a los cuentos de Maupassant su máxima emotividad. Vemos a los personajes desamparados, sin que el autor muestre compasión alguna por sus desgracias, débiles frente a la vida. Y esa sensación de angustia se transmite al lector, al que le está vedada, por razón de la impasibilidad narrativa, toda intromisión compasiva en la acción.

A esta objetividad va unida en Maupassant un estilo seco, carente de todo énfasis palabrero. Los cuentistas españoles casi nunca, han logrado esa expresividad concisa del autor de Boule de suif, ya que son más apasionados, más declamatorios.

Pero esto no siempre significa demérito. En los mejores casos, los efectos emotivos que Maupassant consigue a fuerza de cruel impasibilidad, los alcanzan también nuestros narradores a fuerza de ternura, de vehemencia; animados por un profundo sentido de la vida, más cordial y más sano que el del novelista francés.

Y nadie más humano que «Clarín» que no es un narrador puro e impasible, sino un intérprete apasionado de la vida, sentida y expresada con violencia, con amor. No hay en sus cuentos la economía verbal, la concisión expresiva que en los de Maupassant, pero tampoco el retoricismo delicuescente de otros narradores.

Maupassant es un cuentista magnífico, tal vez el mejor de todos los tiempos, porque procede por concentración, logrando con las menos palabras el máximo efecto emocional.

«Clarín», tan temperamentalmente español, necesita de más palabras porque carece de la fría serenidad del novellière francés. Todo su mundo interior, hirviente y agitado, desbórdase en las páginas de sus cuentos, que, pese a todo lo dicho, son ejemplares también, porque, dada la índole del creador, no podrían ser narrados con menos palabras.

La rapidez o la lentitud narrativas pueden ser igualmente positivas o negativas, valoradas estéticamente. No es mejor ni peor un narrador rápido que otro lento. Se trata de dos temperamentos, de dos técnicas distintas que pueden provocar idénticos efectos emocionales en el lector.

Los cuentos de «Clarín», ni secos ni digresivos, representan el mejor ejemplo de lo que debe ser el cuento español, tierno, pasional y vibrante, pero sin excesos ni efectismos. Los mejores relatos breves de Ramón Pérez de Ayala son aquellos en que este novelista asturiano parece continuar la técnica de Alas, su maestro. El ombligo del mundo es un conjunto de cuentos verdaderamente clarinianos, entre los que sobresale El profesor auxiliar por su humor y su contenida ternura.

El mejor «Clarín» no es el crítico, ni aun el novelista, sino el creador de unos cuentos que por su belleza, su gracia y su humanidad han de quedar como el mejor exponente de las letras españolas de finales del siglo XIX.





 
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