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o esta otra:


Que tengo pobre de mí
hoy de haber vivido ayer!...
Lo que tengo es no tener
las horas que ayer viví.
Lo que hoy de ayer discurrí,
diré mañana si soy;
pero tan incierto estoy
de que mañana seré
que quizás no lo diré
por haberme muerto hoy.



Los angostos corredores que se alargan, con lo bajo de sus techos o sus bóvedas, la escasa luz que reciben por sus altos tragaluces, las puertas uniformes, cerradas y numeradas, de las pequeñas celdas, los cuadros de la Pasión de Cristo, los que representan a San Francisco, Santa María Egipciaca, San Pedro de Alcántara y a otros Santos, en escenas de penitencia, de mortificación o de martirio, los pergaminos con sus sentencias de condenación y muerte y sus invitaciones reiteradas al silencio, las lozas sepulcrales diseminadas en los corredores bajos, y el humilladero enorme del patio principal: todo, todo, hasta el frío helado que se siente en esa parte de la ciudad, en las faldas altas del Pichincha y hasta la cercanía de esos sitios al cementerio principal de Quito, contribuye a hacer del convento de San Diego un tipo de retiro adecuado para quienes buscan en lo austeridad y el recogimiento, el ambiente de una vida de santidad y penitencia.

No podemos cerrar este capítulo sin hacer un recuerdo del célebre padre Almeyda, cuya leyenda no puede separarse de San Diego, a pesar de que gran parte de su vida la pasó aquel religioso en el Convento Máximo, en donde tuvo cargos tan honoríficos como el de guardián y secretario de provincia. ¿Quién no conoce en Quito la leyenda de aquel fraile, en quien la tradición ha querido sintetizar una de las malas épocas de la religión franciscana en el Ecuador y pintar en su persona al fraile pícaro, jugador y tunantón, que solía pasar algunas noches de claro en claro y no pocos días de turbio en turbio, aprovechando del relajamiento de la disciplina monástica de su convento? A los que crean que el padre Almeyda es pura ficción, les diremos que fray Manuel de Almeyda fue hijo de don Tomás de Almeyda y de doña Sebastiana Capilla, nacido en Quito allá por el año de 1646, entrado en la Religión seráfica a la edad de 17 años, en calidad de novicio y ligado con voto solemne desde el 17 de abril de 1664, no sin haber el 28 de mayo de ese mismo año, renunciado todos sus bienes en favor de su madre y después de los días de ésta, en favor de sus hermanas doña Isabel, doña Gregoria, doña Gabriela y doña Catalina de Almeyda. Fue definidor en 1698, guardián de San Diego, de 1701 a 1704, guardián del Convento Máximo hasta 1707, luego maestro de novicios en ese año y guardián de San Diego desde 1713 a 1716. Tenía la calificación de predicador de precedencia, fue varias veces secretario de provincia y aún visitador general y algunos años obrero mayor, desde 1698 durante las construcciones de San Francisco y San Diego. Escribió un Via Crucis y un Novenario para Navidad.

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A pesar de que la tradición no olvida la leyenda tejida alrededor de este hoy venerable fraile, consignemos lo que a su respecto escribe el padre Compte:

Por Setiembre de 1707, siendo Ministro Provincial el M. Rdo. P. Fr. Pedro Guerrero, Lector jubilado, Calificador del Santo Oficio y Doctor graduado en la Real Universidad de Sto. Tomás, era el P. Almeyda guardián del Convento Máximo. Se refieren de este venerable religioso cosas muy singulares, trasmitidas por la popular tradición, relativas especialmente a su total conversión a Dios. Soy de parecer que con el transcurso de los años ha sido adulterada esta tradición, sepultándose en las sombras de la duda, y aún creo que el vulgo se ha encargado de suplir con consejas las circunstancias ciertas que acompañaron a la conversión aludida. Se recogió este religioso en la solitaria casa de San Diego, en la cual, según se dice, descuidó expiar sus pasados extravíos, hizo rigurosa penitencia durante los últimos años de su vida. Esta solitaria Recolección fue el nido que escogió el Vble. Almeyda para meditar, con amargura de su alma, sobre los mal empleados años de su vida, y gemir, cual tortolilla, por las ofensas que hiciera a su Dios y Señor. Aun al presente se conserva, aunque casi completamente destruida por la inclemencia de los temporales y vicisitudes del tiempo, la cueva situada en la ladera del monte conocido con el nombre de Miraflores y contigua a su quebrada, en la que, como dice la tradición, se ejercitaba en la oración y la penitencia. Este lugar tan agreste y solitario está extramuros de dicha Recolección y muy cerca de su cantera. Murió en el mismo convento de San Diego con opinión tan grande de santidad que su venerable cadáver fue colocado en una urna o caja especial con una inscripción honorífica en letras de oro. He oído referir al M. Rdo. P. Fr. Enrique Mera Provincial, que fue de esta Sta. Provincia y que murió, como veremos, con sentimiento general en 12 de marzo de 1882, que en su tiempo todavía se conservaban los restos del Vble. P. Almeyda, pero que por no se qué incidente se contundieron con los de otros difuntos. El retrato de este Padre se hallaba en el convento de San Diego de Quito, y en su Biblioteca se conservaba también una biografía suya, manuscrita, que se ha perdido.



De entre las muchas cosas que se refieren de este mismo religioso, consignaré tan sólo una, sin que pretenda por esto garantizar la verdad de la misma. Dícese, pues, que al salir furtivamente, cierta noche, de la misma Recolección, y al pasar por delante de la santa imagen de Cristo crucificado que todavía se venera en su Coro, le dirigió ésta las siguientes sensibles palabras: ¿Hasta cuando, Almeyda, hasta cuando? Y que él respondió impertérrito, sin cejar por entonces de su loco intento: Hasta la vuelta, Señor. Respuesta atrevida, por cierto, y que merecíale un total abandono por parte de su Dios y Señor, que tan amorosamente le reconvenía sus extravíos. Hasta la vuelta, dijo, Señor; y con efecto, es tradición que desde su regreso al convento cambió completamente de vida, y se hizo un santo...151



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No nos parecen tan legendarias las narraciones consignadas sobre la vida borrascosa de fray Manuel de Almeida, cuya alta posición en su orden y la laboriosidad que desplegó como obrero mayor en la construcción de los conventos de San Francisco y de San Diego, debieron atraerle las miradas de todo Quito; pues le tocó entrar en la Religión y vivir en sus conventos de esta ciudad durante una de las más agitadas épocas por las que atravesaron las órdenes religiosas en el Ecuador.

Conocido es el estado moral de los religiosos durante la Colonia, no solo por lo que narró nuestro insigne historiador González Suárez, sino por lo que consignaron Jorge Juan y Antonio de Ulloa en sus Noticias secretas de América, presentadas como informe al rey Don Fernando VI, «la relajación a que habían llegado los religiosos en tiempo de la colonia fue tan grande, que no ha tenido semejante en los fastos de la Iglesia católica», dice González Suárez en el último capítulo del volumen quinto de su Historia General de la República del Ecuador, en el que describe magistralmente y analiza las causas de aquella relajación de la disciplina monástica. Una de las peores, si no la peor época para la religión franciscana, fue precisamente aquella en que vivió en la Religión fray Manuel de Almeyda. Era la época en que fray Andrés de Guadalupe, Comisario General de Indias, prohibía a los frailes andar en coches y literas152, en que se expulsaba injustamente a frailes eminentes como fray Luis Fresnillo, fray Luis de Inostroza, fray Bartolomé de Alácano y muchos otros153, en la que el Comisario General de Indias tuvo que prohibir a los frailes asistir a alumbrar el Guión de la procesión del Viernes Santo que salía de la Iglesia de Santo Domingo; porque era «un abuso pernicioso y malvado» y prohibir también la vida fuera de los conventos a los religiosos condecorados y literatos y a los curas de doctrinas distantes de aquellos154; era la época en que se decretaban penas como la privación de oficio y beneficio y ser llevado al convento de Quito al fraile que jugare a los naipes y se prohibía a los religiosos que en las iglesias y en especial en las de Quito y San Diego tuvieran plática formal y por espacio de tres credos con mujeres ni hombres bajo pena de rigor que el provincial debía imponer a los desobedientes, y en la que se disponía que los religiosos Recoletos no salgan con sombreros ni «pongan palos en los mantos quitados los corchetes», y se mandaba que «q.ac aya de salir el her.no Juanes, o, otro Religioso a las limosnas de la ciu.d sea con compañero y con sotasíndico que resiva la pecunia por los inconvenientes que se han experimentado»155. Era la época en que a un buen fraile, fray Mateo de San José, se le imponía un severo castigo porque se atrevió cierto día a hablar desde la cátedra sagrada contra la vida relajada de sus hermanos, en momentos   —167→   en que se honraba a los religiosos difuntos en solemne ceremonia pública y gran misa de réquiem156.

Fue tal aquella época que cansado de tanto abuso, el 22 de octubre de 1747, el padre Joseph de Jesús y Olmos, provincial, expidió una enérgica patente llamando al orden a sus subordinados y que es toda una pintura del estado de relajación en que se encontraban los conventos; patente que ningún efecto debió surtir en el ánimo y espíritu de los malos religiosos, ya que en el acta capitular del 12 de octubre de 1751 se hizo constar que los Padres fray Juan Garrido y fray Eugenio Díaz Canalero, se hallaban indecorosamente refugiados en el convento militar de N.ª S.ª de las Mercedes157 y dos años más tarde, en agosto de 1753, se dictó censura contra los Padres Fray Miguel Felipe de Solera y Domingo Vandin, a quien se le destituyó del cargo de provincial158, obligando tanta persistencia en los desórdenes, a una furibunda carta que el Comisario General de Indias, fray Manuel de la Vega dirigió desde Madrid al provincial y definitorio del convento franciscano de Quito, el 20 de julio de 1770159.

Por todos estos motivos, creemos que el tipo del padre Manuel de Almeyda es menos legendario de lo que puede parecer a primera vista, de ahí que su recuerdo en el convento de San Diego, que fue en los últimos años de su vida el retiro solitario del penitente, sea imprescindible para el que visita esa morada, testigo mudo, así de las malas acciones de los frailes   —168→   relajados como de las buenas de tantos varones ascetas que dentro de esas celdas templaron su espíritu con la oración y la penitencia.

***

Hasta el año 1832, toda esta riqueza colonial de los franciscanos de Quito se conservó muy bien y, como varias veces lo dijimos, con regular celo de parte de los religiosos. En ese año se notaron muchas faltas en la visita del provincial a los conventos de San Diego y San Buenaventura, y, se levantó un juicio de esclarecimiento contra el guardián de San Diego, fray Luis Noroña, el padre ex definidor fray José Vinueza, ex guardián de dicho convento, el padre fray Vicente Ordóñez y los hermanos legos fray Fernando Vidal, fray Juan Cruz y los religiosos conversos fray Alejo Villalobos y fray Miguel Baca. Intervinieron en esas diligencias fray Mariano Carvajal y fray Manuel Arellano, este último como notario, llegando a establecer las responsabilidades de cada uno. Los más resultaron fray Vicente Ordóñez y el hermano Villalobos. Nombrado como fiscal, después de terminado el plan de esclarecimiento de las faltas, el padre fray Francisco Ribadeneyra, éste dictaminó el 16 de noviembre de 1832 porque se inicie, el respectivo juicio contra los culpables. No obstante la severidad con que entonces se procedió, continuaron en orden ascendente las pérdidas, que el padre fray Enrique Mera, elegido guardián de San Diego el 26 de abril de 1845, las hizo constar en larga lista, que es con la que concluye el N.º 5 del legajo 7 del archivo franciscano.

San Diego fue, con algunas interrupciones, desde, el 28 de agosto de 1747, colegio de misioneros hasta 1835 en que; unida la comunidad de aquel convento con la del Convento Máximo, abandonaron los franciscanos la casa, destinándola para casa de ejercicios, primero, y en época reciente, una parte de ella, para monasterio de monjas franciscanas, llamado de Santa Rosa de Viterbo, en cuyo poder y bajo cuyo cuidado está hoy el convento.



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VIII

Además del Convento Máximo, del de San Diego, del colegio de San Buenaventura y de la Capilla de Cantuña, tenían los franciscanos de Quito, el convento y colegio de misiones de Santa Clara y Santa Rosa de Pomasqui, en el pueblo de este nombre, muy cercano a la capital. Lo fundó en 1561 e hizo su primer edificio fray Francisco de Furinxa, comisario provincial de la Orden, en terrenos que le dio para el objeto, don Martín Collaguasos, cacique principal que fue de Quito y Pomasqui, hijo y heredero de don Alonso Collaguasos. La donación fue al principio, verbal, en circunstancias en que dicho provincial fue a aquel pueblo, con el contador Francisco Ruiz, teniente del gobernador de la ciudad de Quito, el reverendísimo señor Diego de Salas, a la razón provisor del obispado y otros muchos españoles, personas principales de la ciudad, «a tomar y señalar tierra, parte e lugar para adonde se hiziesse e rrehedificase en el balle de pomazque una casa e monasterio de señor sant. Fran.co»; pero siete años más tarde, confirmó don Martín esa donación, otorgando la respectiva escritura pública, ante Alonso Martín de Amores, escribano y notario público de Su Majestad, en día 12 de octubre de 1567, aceptándola, en nombre de la religión franciscana, fray Jerónimo Picón, vicario entonces de la casa y monasterio de Pomasqui160.

El padre Compte duda de la fecha de la fundación del convento de Pomasqui; pero recorriendo detenidamente los documentos del caso, podemos asegurar que fue el año 1561, porque así lo dice repetidamente el donante de la escritura pública y lo confiesa con más claridad cuando habla en ella de la «tierra que era del dho. don Martín cacique que es en la que al presente está fecho e rreheidificado el dho. monasterio iglesia   —170→   y huerta e aposentos e cementerio del dho. monasterio de señor sant. franc.co»161.

La iglesia que construyeron en esos sitios los franciscanos, era la parroquial, pues el pueblo se formó en esa época al del cerro que domina el valle y cuyas faldas caen por el otro lado hacia el río Guayllabamba. Pero un día del año 1620, más o menos, hubo un gran terremoto; se derrumbó parte del cerro y destruyó iglesia y convento, sepultando entre sus ruinas, entre otros, al mismo padre guardián. Abandonaron entonces los frailes el primitivo convento y fueron a levantar una pequeña casa y una iglesia al otro lado del río, en el sitio en que hoy se hallan la iglesia y casa parroquiales. Sin embargo, los habitantes del pueblo, así españoles como indios, no abandonaron sus sitios, antes bien, allí se quedaron aún a trueque de sufrir las molestias de la distancia y las que les ocasionaba la travesía del río, a veces crecido, cuando querían trasladarse a la iglesia a cumplir sus prácticas piadosas; hasta que el 12 de julio de 1686, fray Juan de Brisuela Villegas, procurador de la provincia franciscana de Quito, se dirigió al presidente de la Real Audiencia, don Lope Antonio de Munibe, caballero de la Orden de Alcántara y del Consejo de Su Majestad, solicitándole que, previa una información de testigos, se dignase dar licencia para que la iglesia del pueblo de Santa Clara de Pomasqui y su convento se trasladaran al antiguo sitio en que primeramente se fundaron162. Tomáronse las declaraciones del caso al capitán don Bartolomé de Zuleta Peales, procurador general de Quito, a don Diego Suárez de Figueroa, tesorero, al capitán don Lorenzo de Salazar, al capitán don Antonio Velos de Aguilera, y a otros más, casi todos propietarios de tierras en el pueblo de Pomasqui, y estos unánimemente depusieron sobre la necesidad ineludible de la reedificación del antiguo convento y de la primitiva iglesia en los terrenos regalados, hacia la parte de Guasaves, por Martín Collaguasos a los padres Turinxa y Picón demoliendo o utilizando las paredes y cimientos de cal y canto, que aún subsistían después de sesenta años de su caída y abandono. El motivo   —[Lámina LV]→     —171→   principal y la mejor razón para inclinar la voluntad del presidente, fueron sin duda, el hecho de que las dos terceras partes del pueblo, si no más, vivían en aquellos sitios, en donde tenían agua para el regadío de sus chacras y sus menesteres domésticos la circunstancia de que la nueva iglesia estaba tan arruinada, que apenas se sostenía con puntales, puestos después de desentecharla en parte, para quitar peso a las paredes cuarteadas y desplomadas, la comodidad de encontrar a la mano los materiales para la fábrica en el sitio del primitivo edificio. Con esta prueba plena, el presidente dictó su providencia accediendo a lo pedido por el padre Brisuela163.

Iglesia del Convento de Pomasqui

Quito. Convento de Pomasqui. Lo que queda de la antigua iglesia.

[Lámina LV]

Obtenida la autorización del Presidente y la venia del Ordinario que la dio antes, el 24 de julio de 1686, los padres franciscanos volvieron a tomar posesión solemne de sus terrenos abandonados por espacio de más de medio siglo. El padre fray Sebastián Ponce de León y Castillejo, custodio, lector jubilado y calificador del Santo Oficio por la Suprema, y cura doctrinero y guardián de Pomasqui, llevó debajo de «sitial» al Santísimo Sacramento con gran concurso de gente, el gobernador del pueblo, don Sebastián de Morales y los caciques don Pedro Bergara, don Mateo Pillajo, don Pedro Monta, don Diego Anagoano y con asistencia de los capitanes don Juan Sarmiento de Villandrando, vecino y encomendero de dicho pueblo, y alcalde de la Santa Hermandad de la ciudad de Quito, Andrés Muñoz de la Concha, teniente del partido de Pomasqui «de las cinco leguas», don Diego Suárez de Figueroa, tesorero, juez, oficial real de la Real Caja de Quito, síndico de la guardianía de Pomasqui, y puso el Santísimo Sacramento en la capilla que, adornada con muchas luces y efigies de santos se había improvisado en el mismo sitio de la antigua y primitiva fundación. Los padres fray Bentura de Ubidia, provincial, Dionisio Guerrero y otros religiosos connotados de la Orden autorizaron con su presencia la nueva fundación, y como acto de posesión se celebró una misa cantada que la dijo en dicha capilla fray Pedro Gutiérrez Pinto, vicario de Pomasqui. Concluida la misa, el gobernador, los caciques y demás indios, aclamaron a Santa Clara y a Santa Rosa como patronas de la nueva fundación y tocaron una campana que estaba pendiente de tres clavos en la calle real, e hicieron muchas otras señales de regocijo público. Esto pasó en la mañana del luces 26 de agosto de 1686164.

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Principiáronse instantáneamente los trabajos del nuevo convento y de la nueva iglesia, cuyos planos los ha de haber dado de seguro, el negrito José de la Cruz Moreno, arquitecto oficial entonces de la provincia franciscana de Quito, y pronto debieron de terminarse las principales obras, para que el capítulo de 1691 haya ordenado la erección de un seminario de Misioneros y Recolección de Jesús, María y José en Pomasqui, con casa de noviciado165; lo que no se llevó a efecto sino en 1738, permaneciendo ese colegio hasta 1747, en que se hizo un cambio entre el convento de San Diego de Quito y el colegio de Pomasqui, quedando éste como Recolección y aquel como colegio de Misiones.

Que el convento y la iglesia estaban concluidos en aquel año de 1691, lo prueban las palabras que el licenciado don Ignacio de Aybar y Eslaba, caballero de la Orden de Santiago, fiscal y protector general de los naturales, consigna en su vista de 17 de octubre de 1691, en la que se opone a la erección del colegio de Misiones en Pomasqui. «Y más precissamente -dice- en lo que toca al nuevo convento o seminario de misiones de Jhs. María y Joseph del Puo. de Pomasq. donde es cierto público y notorio que nunca avido Convento formal ni más que el Doctrinero con nombre de Guardián en orden al boto... aora sea hecho convento con casa de novicios y por consiguiente con campana, Iglesia separada de la del Puo. y todas las demás formalidades que constituyen convento»166.

Pero los padres franciscanos, al abandonar la antigua casa parroquial, no abandonaron derecho a la doctrina, antes bien, después de establecerse bien en su grande y espacioso convenga que volvieron por segunda vez a levantar sobre los terrenos que les regalara el cacique Collaguasos, procuraron la reedificación de la iglesia parroquial, que les encargó don Matheo Mata Ponce de León, caballero de la Orden de Calatrava y presidente de la Real Audiencia de Quito, dándoles el plazo de cuatro años a contar del 29 de marzo de 1694, y que les fue prorrogado a petición de fray Antonio López, procurador de la provincia. Y siguieron muchos años con la doctrina del pueblo de Pomasqui, cuyas entradas les daba para sostener las naciones en el Napo, el Putumayo, Maynas y otras partes del Oriente ecuatoriano. Los franciscanos edificaron, pues, la iglesia parroquial y la casa para el fraile doctrinero y levantaron también la Capilla del Señor del Árbol que en ese pueblo se venera, dotando a una y a otra de todo lo necesario para el culto. Y así en el año de 1738, por ejemplo, regalaron a la iglesia una preciosa cruz alta de plata igual a la que aún se conserva en el Convento Máximo de Quito y rehicieron el magnífico Palio que lo destrozaron unos sacrílegos, y alargaron y ensancharon la Capilla del Señor del Árbol, la cubrieron de teja y la pusieron estribos en los costados desde suspusiéronla un arco de piedras sillares en lugar del que tenía formado con esteras en el presbiterio, enladrilláronla convenientemente, pusieron un estrado de piedras sillares en el presbiterio y una mesa nueva en el altar, le labraron un hermoso púlpito de madera y una pileta de piedra para el agua bendita, le regalaron una gran alfombra que cubría todo el presbiterio, doce macetas de   —[Lámina LVI]→     —173→   flores, seis de plumas, al Señor de las Bofetadas le adornaron con tres potencias de plata y a su nicho con doce espejos que colocaron en sus puertas doradas y pusieron en el coro «dos arpas buenas y encordadas con sus clavijas de fierro»,167 a fin de que tocaran los «arperos» que ganaban doce pesos por año.

Ruinas del convento franciscano de Pomasqui

Quito. Las ruinas del convento franciscano de Pomasqui.

[Lámina LVI]

El convento franciscano de Pomasqui era de un solo piso, grande y espacioso; tenía noviciado, hospedería y enfermería, fuera del claustro que ocupaban los religiosos. El noviciado poseía su oratorio y en el centro del patio de su claustro, una preciosa cruz de piedra que la colocaron en 1727. En 1730 se adornaron las paredes de sus claustros con 32 cuadros, se pintó el Oratorio y se colocó en él una imagen de Nuestra Señora, de vara y media de alto, más o menos, con los adornos siguientes: camisa nueva con puños de encajes finos, un tapapiés de damasco colorado, dos vestidos nuevos, el uno de primavera blanca y el otro de brocato colorado, que constan de saya y manto aforrados de tafetán colorado y guarnecidos de ojuela de plata, un tocado de toca morada y un baldaquín morado y un baúlito de pasto con algunas joyuelas falsas.

Algunos de los claustros y celdas del convento se distinguían con denominaciones especiales: así una de las celdas del claustro que caía hacia la quebrada, que limitaba la propiedad franciscana, se llamaba de San Pedro de Alcántara. El claustro principal era pintado y tenía un humilladero de piedra en la mitad del patio, al contorno del cual y a la distancia de una vara de su peaña, se había compuesto una verja con pilares de piedra labrada de noventa centímetros de alto, unidos por un pasamano de azulejos. En los corredores de este claustro había colgados de sus paredes, varios entre ellos ocho de las estaciones de Roma y un buen cuadro de la Inmaculada. Entre sus celdas, se distinguían la llamada de los prelados, con sus doce sillas doradas de cuero sobre armazón de nogal, sus seis lienzos de diferentes imágenes y sus ocho preciosos grabados al humo; la celda del provincial con sólo media docena de las mismas sillas ya nombradas y un grabado al humo de la Sagrada Familia, y la de los guardianes, con sus seis grabados y dos lienzos. Así las arregló en 1791, el guardián de entonces, fray Francisco Hurtado de Mendoza. Tenía también el convento un espléndido baño o estanque de piedra, que subsistía hasta hace poco tiempo con los caracteres de su construcción ciclópea168.

El convento no podía estar mejor situado. Edificado en lo alto y al principio de una altiplanicie y en el recodo de un rústico camino poco trajinado, limitado en sus horizontes por altos cerros circunvecinos y muchos y espesos árboles de cedro y de nogal, era triste y solitario, principalmente desde que los habitantes del pueblo abandonaron aquellos para ir a habitar los sitios en donde hoy viven sus descendientes. Pero no podía menos de ejercer su atractivo en los espíritus.

Lo mejor del edificio franciscano era la iglesia. Su fachada, sencilla   —174→   de cantería, tenía un atrio pequeño de piedras sillares con pretil, más o menos semejante al de la iglesia de San Diego de Quito. Encima de la fachada se destacaba, humilde, un campanario, pequeño pero simpático de forma, que aún se conserva en regular estado, en medio de las ruinas actuales en que se halla lo que ayer fue el convento franciscano de Pomasqui. Era de una sola nave cubierta de platabanda; pero un gran arco se había formado para separar y distinguir la nave del presbiterio. Este tenía cuatro ventanas y en su techo, figurado a manera, de artesón, se hallaba pintada la impresión de las llagas de San Francisco de Asís. Al lado derecho, en el lugar en donde se encontraba la mesa para poner las vinajeras, se había pintado un Nacimiento169.

Decoraban las paredes de la iglesia muchos cuadros, algunos de ellos verdaderas obras maestras del arte nacional. En 1744 se pusieron dos faroles grandes de vidrio, dos cuadros de la Sagrada Familia y otro de Jesucristo, con sus molduras sisadas. En 1745 se colocaron en el cuerpo de la iglesia cuatro lienzos grandes de primorosa pintura y una estatua de San Antonio, un cuadro del Calvario en el que estaba, Cristo Crucificado con la Virgen y San Juan a los lados, en su gran moldura tallada, pintada y dorada en 1746. Había también otros cuatro lienzos que los inventarios y las disposiciones de 1794, califican de «famosos».

No eran menos abundantes las estatuas de sus retablos. En 1730 se había puesto una estatuita de San Diego, con su peaña dorada; en 1739, un San Antonio con su diadema y azucena, de plata y la Virgen de la Peña; en 1741, dos estatuas de San Pedro y San Vicente Ferrer con sus diademas de plata, en 1745, otra estatua de San Antonio; en 1747, una imagen de la Virgen del Rosario, «una imagen de tres cuartas de Nro. Seráfico P. S.n Francisco, napolitana, que costó al convento treinta p.s», una imagen de San José, de media vara, y un Cristo de media vara en su sitial de tafetán azul y con sus potencias de plata.

En la sacristía se guardaban muchas otras cosas: dos atriles y dos baúles de nogal embutidos, dos preciosas alfombras de lana, la una de siete varas de largo y tres de ancho y la otra de cinco de largo y tres de ancho: la primera hecha en 1739 y la segunda en 1741; una urna muy preciosa con la Virgen de Dolores y su Hijo difunto en brazos, un lienzo de Santa Rosa de Lima en su respectiva moldura; dos candeleros salomónicos de coral con listas de oro; un lienzo de San Antonio, otro de la Sagrada Familia, otro de la Inmaculada; un Niño Dios de cera en su cunita y otro para Navidad con sus potencias de plata, una diadema de plata, seis mariolas de plata con sus mallas, coronas y potencias de plata para las estatuas de San José y la Virgen, cuatro frontales de madera tallada y dorada, muchísimos ornamentos de brocado, salvillas vinajeras, candeleros, guiones y cruces de plata, vestidos para santos, etc.

Tenía también un púlpito, que lo mandó hacer el padre Hurtado de Mendoza en 1794, en vez de los otros hechos en 1762 y 1727, renovado este último en 1747.

Los altares eran tres: el del presbiterio y dos laterales en la nave.

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Iglesia del convento de Pomasqui

Quito. Iglesia del convento de Pomasqui. Restos del viejo campanario.

[Lámina LVII]