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ArribaAbajoLa iglesia de San Blas

Corría el mes de julio de 1928. Regresábamos a Burgos desde Santo Domingo de Silos, todavía absortos en las maravillas que habíamos contemplado en aquel convento entre las montañas de Castilla; el claustro romántico, el más antiguo de los románticos con capiteles historiados y cuyas esculturas son las maestras de sus similares en toda la Europa del siglo XII, los códices de su archivo, sin rival en toda Castilla y en los cuales leímos unas líneas de la vida de Santo Domingo, escrita por Gonzalo de Berceo, y no se nos pasaba todavía la emoción de todo un día conventual en un ambiente artístico de finura indescriptible, y aún resonaban en nuestra alma las notas del canto gregoriano en el que se distinguen como pocos los benedictinos de ese monasterio, cuando llegamos a Covarrubias, pequeño pueblo de las cercanías de Burgos, tan grato para todo quiteño que sepa o recuerde los detalles de la historia de su país, pues en aquél se meció la cuna del segundo obispo de Quito, fray Pedro de la Peña, uno de los más ilustres de su iglesia por su talento y erudición, lo mismo que por su paciencia y mansedumbre, su actividad y constancia en el trabajo, su moralidad y disciplina, su generosidad para con el pobre y su amor por el indio.

Bajo la presión de ese recuerdo recorríamos el pueblecito y si quedamos maravillados con la Colegiata y las bellezas artísticas que encierra; si admiramos la arquitectura de su claustro gótico y las líneas severas del Archivo, obra de Juan de Herrera; si se recogió nuestro espíritu al contemplar de cerca la mole del célebre torreón de la infortunada doña Urraca y se emocionó ante el hermoso sarcófago de doña Sancha, la mujer de Fernán González, se conmovió más aún cuando no muy lejos del palacio de este Conde, el gran compañero del Cid Campeador, nos encontramos frente a frente con el palacio del mismísimo obispo de Quito, el gran dominicano, fray Pedro de la Peña.

«El Palacio del obispo Peña» llaman con veneración los habitantes de Covarrubias a una casa esquinera con gran portalón de entrada en muro de sillarejo, una galería superpuesta en uno de los flancos del segundo piso y un solemne escudo de piedra oscura con las armas de los Vásquez y los Peña, de quienes descendía nuestro Obispo, el fundador de la mayor parte de los pueblos de nuestra República y de las dos primeras parroquias urbanas de su capital: San Blas y San Sebastián, creadas por él, el mismo año: 1571.

Han pasado más de once años de nuestra visita a Covarrubias y ya habíamos olvidado la figura simpática e interesante del obispo Peña, cuando hace pocos días surgió de nuevo en nuestra memoria, al penetrar en la casa parroquial de San Blas, en demanda   —180→   del señor cura, doctor Luis Felipe Herrera, de un permiso para recoger de su iglesia datos que nos sirvieran para un mayor y cabal conocimiento de la historia artística de Quito.

«He aquí otro palacio del obispo Peña», pensamos y uniendo en nuestra imaginación este sitio donde fundó fray Pedro la primera iglesia urbana de Quito, con el de su Palacio de Covarrubias, nos dijimos:

«¿Por qué los quiteños no colocamos aquí una lápida con un recuerdo para nuestro segundo Obispo y enviamos otra semejante para ser colocada en su Palacio, allá en Castilla?».

Pero, historiemos ahora el templo.

Fundada la parroquia en 1571, se levantó una iglesia muy pobre con muros de tapias y cubierta de paja, como la describió en 1573, el anónimo cronista de La Ciudad de San Francisco de Quito. Era entonces párroco un cura Lobato, mestizo quiteño, virtuoso y recogido, y músico por añadidura, como que era el organista de la Iglesia Catedral.

En 1583, el licenciado Lope de Atienza, maestrescuela, provisor vicario y administrador general de la ciudad y obispado de Quito, indica en la relación que hizo en cumplimiento de una orden del Rey, que había progresado la parroquia con las limosnas que pagaban sus feligreses indios y algunos parroquianos españoles que vivían extramuros de la ciudad; había mejorado la iglesia que ya contaba hasta con una capellanía de veinte misas que rentaba veinte pesos, instituida por un vecino llamado Broncano y de la cual era patrono el mismo cura de la parroquia, que entonces era Pedro Ruiz Cabeza Pego.

Desde entonces, nada sabemos hasta el año de 1650 en que Diego Rodríguez Docampo en su Descripción y relación del estado eclesiástico del Obispado de San Francisco de Quito dice lo siguiente: «La parroquia de San Blas tiene por cura al Sr. Dr. Sebastián de Valencia León, criollo de esta ciudad, que fue electo para tesorero de la Catedral de Popayán y no la aceptó; ha procedido y procede con cuidado y reverencia del culto divino, paz y amor con sus feligreses. Es hijo de personas principales».

De la iglesia, ni una palabra; lo que hace presumir su insignificancia y pobreza. En efecto, así lo es hasta ahora, con todas las reformas y arreglos que la han hecho. Además, San Blas era siempre parroquia de indios y quedaba en las afueras de la ciudad; y si hoy se halla en el centro de ésta, no ha salido por eso la iglesia de su humilde condición arquitectónica. No creemos que el edificio sea el primitivo; pero sí de muy lejana fecha, muy de principios del siglo XVII, si hemos de atenernos a la cruz de piedra con la fecha conmemorativa de 1620 que se encontraba antes en el cementerio parroquial y que, caída a consecuencia de los terremotos de 1937, fue obsequiada a la parroquia de la Magdalena, en donde hoy se encuentra. Además, la construcción de los muros en forma piramidal: ancho en la base y delgado en la altura, para dotarlos de un sólido y continuado contrafuerte en toda su extensión, y el aparejo usado en ellos, adobes tamaños y de proporciones no usadas   —[Lámina XXVII]→     —181→   ni conocidos en otro algún edificio de los vetustos que hemos examinado, nos lleva a considerar que la iglesia de San Blas, sea una de las antiguas de la ciudad.

El edificio es de planta rectangular con ábside trapezoidal, cubierto con techumbre de cañas y barro de tres paños y dotado de varios tirantes de madera, perpiaños, para seguridad mayor de sus muros. Un arco de tres centros sobre pilastras enjarjadas, divide la sala en dos partes: la del presbiterio y la del cuerpo de la iglesia, y señala la entrada del presbiterio ocupado por un retablo de escaso valor, como lo son también todos los pasos que allí existen.

El Sagrario. San Juan de Dios

El Sagrario. San Juan de Dios

[Lámina XXVII]

En el retablo mayor compuesto de dos cuerpos superpuestos no hay nada más interesante que unas columnas estriadas con cordones de perlas en su medio superior, y en el inferior, escudetes ovalados con decoración floreal y una ancha faja que divide el frente en dos mitades.

En el retablo de la derecha, consagrado a San Blas, encontramos, además de la estatua del santo, muy hermosa y que ocupa el nicho central, otras dos imágenes de la Virgen del Salvador y de San Antonio de Padua. También son interesantes sus columnas, divididas, como las del retablo mayor, en dos mitades, quebrantando la regla de la división clásica del fuste en tres tercios, para los efectos decorativos. Unas llevan estrías verticales en su medio superior y otras, en zigzag; y todas ellas decoración floral en el medio inferior. Pero lo más hermoso de este retablo es el antipendium de la mesa del altar: espléndida tabla tallada, en cuyo centro se halla, en medallones y bajorrelieve, la media figura de San Blas, acompañada de las de Santo Tomás de Aquino, Santa Catalina y Santo Domingo, al lado izquierdo y, de San Sebastián, Santa Bárbara y San Agustín, al derecho del santo. En la parte superior de la tabla y a modo de friso, se hallan también en medallones, las figuras de San Francisco, San Pedro, los Cuatro Evangelistas, San Pablo y San Antonio de Padua. Los medallones se encuentran encuadrados en un marco de la más fina decoración del plateresco español del siglo XV, lo que hace suponer que esta preciosa tabla tallada y dorada, y con sus figuras encarnadas a todo color de la primera época de la gran escultura quiteña, de principios del siglo XVII. Y, sea lo que fuere, es la joya de la iglesia de San Blas. En el retablo consagrado a la Inmaculada Concepción hay tres estatuillas interesantes: la de Inmaculada forjada en el molde de la iconografía quiteña; una del Padre Eterno y otra del Hijo; ésta, muy curiosa; pues es todo un cuadro costumbrístico formado por el gracioso grupo de un borreguito que mima su dueño. Otra estatuilla muy hermosa es la del Arcángel que se ha colocado como remate del tornavoz del púlpito.

En los muros se hallan algunas telas de interés: una Inmaculada, otra Virgen con el Niño, curiosamente envueltos en unos amplios vestidos sin pliegues, y un Cuadro de Almas muy originalmente tratado; pues en su parte superior se ha representado a Cristo muerto y bajado de la Cruz, con la Virgen, la Magdalena y San Juan; en la inferior, las almas en el Purgatorio. El cuadro tiene   —182→   calidades artísticas.

Tres ventanas por lado y una encima de la puerta de entrada dan luz a la iglesia. El presbiterio la recibe de una lateral y otra pequeña que se halla abierta encima de la clave del arco triunfal.

Además, cinco de los nichos del retablo coinciden con aberturas hechas en la pared de la absidiola, ayudando así a la iluminación del presbiterio. La absidiola sirve como recamarín del presbiterio.

Al lado derecho de éste se halla la sacristía, en la que se encuentran interesantes telas, como una Inmaculada con los bustos de San Ignacio y San Francisco Javier al pie, una Virgen de Guadalupe con un ángel que la sustenta sirviéndola de peaña, unos cuadritos de Santa Rosa de Lima y San Juan Bautista y algunos otros más.

Y entre las piezas de su antiguo mobiliario conserva un hermoso armario finamente tallado con una profusa y delicada ornamentación floral, entre la que aparecen algunas aves y animales y dos figuras humanas entre vástagos y flores; y un vargueño con muchos cajoncitos; los grandes, decorados con arcos y pequeñas pilastras y santos pintados magníficamente, a juzgar por lo poco que aún ha escapado de la destrucción, y los pequeños y angostos, con decoración floral pintada.

De su plata labrada conserva algunas mariolas repujadas, y una cruz alta que lleva un pequeño medallón con la figura de San Blas en el anverso y otro con una custodia, en el reverso, un relicario con un hueso de San Blas y una custodia de regular tamaño, de plata dorada y adornada de pedrería y primorosamente esmaltada, ejecutada según un modelo muy empleado en la orfebrería religiosa de la época virreinal peruana: una peana muy maciza con ligera ornamentación y sobre ella un ángel sosteniendo un relicario en forma de sol radiante, con una cruz de remate.

La fachada de la iglesia es sencilla y tiene poco interés arquitectónico. Se compone de una portada de arco trasdosado de medio punto por su clave cruzada por un pequeño nicho que aloja una tosca imagen difícil de identificar por la gruesa capa de cal en que se oculta. Este arco descansa sobre impostas y jambas. Flanqueando a la puerta se han colocado sobre altas bases dos columnas que sostienen un entablamento y un frontón con dos remates piramidales a un extremo. Encima, la ventana da luz al coro. A la izquierda se halla la torre organizada sobre una ancha y alta mole que le sirve de base, y sobre la cual se apoya otra mole cúbica decorada con tres medias columnas a cada lado, una graciosa balaustrada, encima de la cornisa de esa mole, y el cuerpo de campanas compuesto de un nicho cúbico con cuatro aberturas de arco flanqueadas por pilastras pareadas, sobre las cuales corre una cornisa y, cerrando el conjunto, una gran pirámide forrada de azulejos como remate.

Pobre, vieja y humilde, la iglesita de San Blas no deja de tener su interés para la historia artística y religiosa quiteña.



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ArribaAbajoSan Marcos

La parroquia de San Marcos fue fundada por el obispo fray Luis López de Solís (1594-1606). Era parroquia de indios y estaba situada en el mismo sitio en que hoy está. Más aún: los muros son los mismos con que fue trazada, sencillamente, como se hacían las iglesias en aquel entonces, es decir, una sala rectangular y un arco, el triunfal, dividiéndola en dos partes: una que corresponde al presbiterio, y otra al pueblo. El ábside tiene cinco lados y sobre él se levanta el retablo, que debe ser ejecutado en el siglo XVIII.

Tiene tres calles: la del medio con dos graciosos nichos, el de arriba, con dos columnas salomónicas que le flanquean y el de abajo, con otras dos columnas salomónicas que sostienen un entablamento, debajo del cual se encuentra el nicho. Las calles de los lados tienen un solo nicho entre dos columnas estriadas, largas que se apoyan en dos dados y se rematan en dos cimacios que reciben el entablamento. En el cuerpo central se ve la figura del Padre Eterno, coronando todo el retablo. De las tres calles, la del medio se halla en segundo plano y las dos de los lados, en primero, uniéndose las tres por medio de un cuerpo convexo. El retablo es bonito como idea, pero mal ejecutado. Está pintado en rojo y oro.

El púlpito es otra pieza singular y, como se ha dañado, le han restaurado con pedazos del mismo mueble, de modo que el conjunto no desentona. Lo decoran las imágenes del Padre Eterno, San Juan Evangelista, San Mateo, San Pedro, los niños Justo y Pastor y la Virgen con el Niño en brazos. Esta mezcla de santos, fuera de ser disímiles en cuanto no se corresponden entre sí, los mismos labrados de las molduras no vienen a formar una unidad perfecta, excepción hecha en las tallas de San Juan Evangelista, San Mateo y San Pedro. Además, le han retocado y pintado todo entero, de modo de dejarlo cual digan dueñas.

Sin embargo, hay tres obras que aparecen como el sol en las tinieblas. Éstas son un San José, obra verdaderamente magnífica de escultura, un Calvario grande con el Cristo pésimamente retocado, lo mismo que la Magdalena; pero la Virgen y el San Juan, ésta sobre todo, son de buena mano; y un San Diego, vestido con tela endurecida, copia de otro igual que tiene San Francisco.

En el altar del lado derecho hay el santo patrón de la iglesia, San Marcos y al frente un Señor de la Caña, de escaso valor artístico.