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ArribaAbajoCapítulo XIX

Reinado de D. Enrique III, el doliente


Ordenamiento hecho en las Cortes de Madrid de 1391 sobre el regimiento del reino durante la minoridad del Rey. -Cuaderno de las Cortes sobredichas. -Cuaderno relativo a la baja de la moneda de los blancos y al valor de la moneda vieja, dado en las mismas. -Cuaderno de las Cortes de Madrid de 1393. -Ordenamiento sobre caballos y mulas hecho en las Cortes o Ayuntamiento de Segovia de 1396. -Cuaderno de peticiones otorgado en las Cortes de Tordesillas de 1401. -Ordenamiento sobre Judíos y usuras dado en las Cortes de Valladolid de 1405.

Poco más de once años contaba Enrique III cuando fue llamado por la Providencia a ocupar el trono de Castilla. La minoridad del Rey obligaba a llamar las Cortes y reunirlas dentro de un breve plazo. El Rey mismo, con acuerdo de los que habían sido del Consejo de D. Juan I, despachó las cartas convocatorias el 22 de Octubre, mandando a los concejos nombrar los procuradores que debían estar en Madrid el 15 de Noviembre de 1390.

Cortes de Madrid de 1390.

A estas Cortes, en las cuales se había de tratar y resolver lo conveniente a la crianza del Rey y gobernación del reino, acudieron los infantes, duques, prelados, maestres, condes, ricos hombres, caballeros, escuderos e hijosdalgo, y más de ciento veinte y cinco procuradores de cuarenta y nueve ciudades y villas; de suerte que el número y los nombres de las que los enviaron aumentan en sumo grado el valor de estos cuadernos y su utilidad para la historia559.

Después de platicar largamente y discurrir cual sería el mejor medio de gobernar a todos en paz y en justicia durante la minoridad del Rey, acordaron que fuese regido el reino por Consejo, entrando en él asilos grandes y caballeros, como los prelados y los vecinos de las ciudades y villas.

Nombraron las Cortes para componer el Consejo once señores entre prelados, ricos hombres y caballeros, y trece procuradores, a quienes entregaron las riendas del gobierno. De estos veinticuatro personajes, los principales de la nobleza y los prelados en número de ocho debían residir constantemente en la corte: los diez y seis restantes alternaban por mitad, rigiendo como consejeros ocho caballeros y procuradores seis meses del año, y otros seis los otros ocho. Es circunstancia notable que los procuradores «en una concordia, e cada uno de ellos por sí e en nombre de las cibdades e villas cuyo poder avían», eligieron los individuos del Consejo, y les otorgaron «libre e llenero poder» para gobernar el reino, acto de soberanía en el cual no tuvieron parte ni la nobleza ni el clero. El estado llano alcanzó en esta ocasión la cumbre de su prosperidad y grandeza.

Las Cortes fijaron e impusieron estrechas condiciones al Consejo, porque, al conferirle las facultades necesarias para hacer todas las cosas que fuesen servicio de Dios y del Rey y bien de los reinos, declararon que no les daban poder para otras, o se lo restringieron.

No podría el Consejo privar a nadie de las mercedes de por vida a los que las gozaban, a no mediar justa causa, ni dar villa, castillo, dinero o tierra por juro de heredad o por vida, pero sí tendría facultad para declarar las dudas relativas a mercedes anteriores y enmendar cuales quiera agravios conforme a la razón y el derecho.

Podría proveer ciertos oficios, tales como contadores, tesoreros, recaudadores, corregidores, alcaldes de sacas, etc., pero no poner regidores de ciudades o villas, ni alcaldes o jueces sino a pedimento de los vecinos o de su mayor parte, según fuero y costumbre.

No daría cartas para matar, lisiar o desterrar a persona alguna sin forma de juicio: no concedería perdón a los homicidas, cuyo delito fuese posterior al día en que finó el último Rey, y a los demás sólo perdonando al delincuente su enemigo, y nunca a los reos de alevosía, traición y muerte segura.

No mandarían los del Consejo alargar los pleitos movidos o por mover, ni estorbar que fuesen oídos los litigantes, salvo si alguno hubiere de ausentarse, por mandamiento del Rey o del Consejo por cosa perteneciente a su servicio, pues a este no se le debería poner pleito hasta su vuelta; mas si estuviese empezado, los alcaldes y oidores procederían como de ordinario y lo fenecerían por sentencia.

No demandarían pecho alguno que no hubiese sido otorgado en Cortes o Ayuntamiento del reino, y sólo en caso de guerra podrían exigirlo con consejo y otorgamiento de los procuradores de las ciudades y villas que estuvieren en el Consejo, y siempre en monedas, y no pedidos ni empréstitos en general o en especial. No excusarían de pechar, ni aliviarían a nadie de los pechos acostumbrados, a no haber agravio manifiesto, ni darían cartas en público ni en secreto para los contadores, a fin de que no pidiesen cuentas a los deudores por derechos y rentas reales.

No concederían licencia para labrar fortalezas o poblar peñas bravas, pero tampoco impedirían hacer casa llana cada uno en su heredad.

Respetaría el Consejo las hermandades establecidas con autoridad de los Reyes, sin perjuicio de corregir los abusos, y se abstendría de dar cartas de ruego para casamientos.

Mandaría labrar moneda de buena ley, menuda y reales, ajustándola a la moneda vieja en talla y ley.

No haría la guerra a ningún Rey vecino sin consejo y acuerdo del reino; pero sí podría salir al encuentro del enemigo que hubiese invadido el territorio, o combatir la gente armada que saliese a campaña, o se declarase rebelde a la autoridad del Rey o del Consejo.

Debería guardar las ligas o alianzas pactadas por los Reyes; pero no podría contraer otras nuevas sin consejo del reino. Esta prohibición no excluía la facultad de ratificar las contraídas, aunque hubiesen espirado.

Tales son, si no las únicas, las principales condiciones dictadas por las Cortes a los del Consejo o regencia del reino. Pareció a los procuradores que era peligroso conceder a los mayores demasiado poder, y prefirieron repartirlo entre varios, y aun así limitarlo. Para que la voluntad de las Cortes fuese cumplida, obligaron a los del Consejo a prestar solemne juramento.

En efecto, los prelados, maestres, grandes, caballeros y procuradores juraron entre otras cosas que no harían ninguna de las vedadas por el reino, y que guardarían el poder hasta entrar el Rey en los diez y seis años de su edad. Y por cuanto en algunos códices de las Partidas se fijaba la mayor edad de los Reyes en los diez y seis años, y en otros los veinte, prometieron que en el decimosexto llamarían las Cortes para determinar y resolver si llegado aquel tiempo cesaría el Consejo o debería continuar cuatro años más.

Sin duda la verdadera lección de las Partidas es veinte años560, pero no faltaban precedentes en contrario. Alfonso XI tomó las riendas del gobierno al cumplir los quince con el asentimiento de las Cortes de Valladolid de 1325. Como quiera, esta condición resultó vana, porque Enrique III no esperó para regir el reino por su persona a tener los catorce años.

Resuelta la cuestión principal, se presentó el Rey en las Cortes con lucido acompañamiento, en las cuales su Canciller del sello de la puridad leyó un papel que decía en sustancia como las había juntado para hacerle pleito homenaje, jurar obediencia al Consejo, aliviar la carga de los tributos, poner orden y concierto en la moneda, y conceder los medios necesarios a la defensa de los reinos, a la gobernación y a la administración de la justicia.

Un procurador de la ciudad de Burgos, la primera voz en las Cortes, por el brazo popular, respondió en nombre de todos, y declaró que recibían a D. Enrique por su Rey y señor natural, porque así era conforme a razón y derecho; que estaban dispuestos a rendirle el debido pleito y homenaje como buenos y leales vasallos, que reconocían por firme y valedero el Consejo según se había constituido y ordenado; en cuanto al valor de la moneda, que se reformase dando a los blancos el de un cornado, y respecto de los tributos, que le otorgaban la mitad de la alcabala concedida a los Reyes anteriores, y cinco monedas por aquel año, además de la moneda real que se pagaba al principio de cada reinado.

Pidieron las Cortes al Rey que fijase el plazo de cuarenta días, dentro del cual los que tenían castillos, alcázares o fortalezas del Rey en su guarda hiciesen por sí o por procurador el debido pleito y homenaje, y le suplicaron mandase tornar a la corona las villas, castillos o heredades de todas las personas de cualquier estado o condición que no acudiesen a prestarlo en el término señalado, o se alzaren contra el Rey o su Consejo, o cayeren en caso por el que debiesen perder sus bienes, si los hubiesen adquirido en virtud de donación o merced del Rey mismo o de sus progenitores.

Por último, rogaron las Cortes a Enrique III que otorgase y jurase guardar y mandar que les fuesen guardados todos los privilegios, cartas, mercedes, franquezas, libertades, fueros, buenos usos y buenas costumbres de los tiempos pasados. El Rey «puso las manos en una cruz de la espada que le tenían delante», y juró y prestó su consentimiento a que los reinos fuesen regidos por vía de Consejo y no por tutores, alzando el pleito y homenaje a los que habían prometido cumplir la postrimera voluntad de D. Juan I, por cuanto no parecía el testamento, y ofreciendo que si pareciese, estarían por él y lo acatarían, resueltos a no quebrantar la fe jurada.

De estas Cortes de Madrid de 1390 salió el ordenamiento sobre la baja de la moneda de los blancos y el valor de la moneda vieja, reformando el de D. Juan I en las de Bribiesca de 1387.

En efecto, mandó D. Juan I que los blancos, labrados de su orden para ocurrir a las necesidades de la guerra con el Duque de Alencastre, que hasta entonces valían un maravedí, valiesen en adelante seis dineros, debiendo valer diez. De aquí resultó una gran diferencia entre el valor de la moneda nueva y la vieja, y nacieron muchas contiendas sobre el pago de las deudas y el cumplimiento de los contratos.

Conviene advertir, para mayor claridad del asunto, que el maravedí viejo contenía diez dineros novenes o de la moneda vieja, y el maravedí nuevo también diez dineros de la moneda nueva, y que dos maravedís de los nuevos hacían uno de los viejos.

La alteración de la moneda por D. Juan I en Bribiesca consistió en bajar casi hasta la mitad la ley de la vieja, subsistiendo el mismo valor en el comercio; con lo cual se trastornó la proporción entre el valor real y efectivo de la moneda y el legal, que no es ni puede ser arbitrario.

Entonces sucedió lo que sucederá siempre que el valor fijado por la voluntad del Príncipe a la moneda no guarde relación con su bondad intrínseca o su esencia metálica. Unos no querían recibir la moneda de baja ley, y se dificultaba el tráfico; otros subían el precio de sus mercaderías, y cundiendo el ejemplo, experimentaban los pueblos los rigores de una carestía general, y otros exigían el pago de las deudas contraídas antes de las Cortes de Bribiesca en moneda vieja, o reclamaban mucho más de lo pactado, si había de hacerse la entrega en la usual y corriente. Los recaudadores, arrendadores y tesoreros de los derechos y rentas reales, así como los pagadores de castillos, villas y lugares, cobraban en buena moneda y pagaban en la mala.

Deseando Enrique III poner remedio a estos males mandó que los cornados y dineros que hizo labrar su abuelo Enrique II valiesen tanto como los cornados y dineros viejos. La verdad es que los cornados y dineros labrados en tiempo de Enrique II eran de ley inferior a los que habían labrado sus antecesores; por lo cual, según el testimonio del mismo Enrique III que igualó su valor, muchos los desechaban, «siguiéndose gran escándalo entre las gentes e mucho mal, por non poder alcanzar las viandas por la dicha moneda, seyendo de buena ley.»

En cuanto a los cornados y dineros que labró su padre D. Juan I para los menesteres de la guerra, dijo que, si bien eran de alguna ley, no llegaban a la de los viejos, por cuya razón dudaban las gentes vender las cosas, o las vendían muy caras, «en manera que los que las han de complar non lo pueden sobrelevar; e por esto... mando que los dichos cornados valan un dinero viejo, e los dichos dineros medio dinero viejo, por quanto so enformado que aquel es su verdadero valor dellos.»

Seis cornados o diez dineros de la moneda nueva o de la vieja hacían un maravedí; pero el maravedí viejo valía por dos de los nuevos. Al mandar Enrique III que los cornados de baja ley valiesen tanto como un dinero viejo, les reconocía un valor superior al intrínseco, porque en realidad no valían más que cinco octavos del dinero. La igualación entre los dineros nuevos y viejos fue exacta, porque si el maravedí viejo valía por dos de los nuevos, dos dineros nuevos hacían uno de los viejos, y uno de aquellos medio de estos561.

Así pues, la reforma de la moneda según el ordenamiento de Madrid de 1391 no fue completa, como lo mostró la experiencia en los reinados posteriores. Dos eran los principales vicios de que adolecía, a saber, igualar con los cornados y dineros viejos la moneda más feble que con dichos nombres mandó labrar Enrique II, y dar un valor legal más alto de lo justo a los cornados de baja ley que introdujo en Castilla don Juan I.

No se olvidaron el Rey y los señores del Consejo de establecer reglas fijando el modo de pagar las deudas contraídas desde el abajamiento de la moneda con la introducción de la blanca, ya fuesen anteriores, ya posteriores a las Cortes de Bribiesca, porque en efecto nacían muchas contiendas y pleitos sobre la ejecución de los contratos.

Alcanzaron estas reglas a los tesoreros, recaudadores y depositarios de caudales pertenecientes al Rey y a todos los obligados a satisfacer deudas reales, concejiles o particulares; a los que tornaron prestadas algunas cantidades en oro, plata o moneda vieja con la condición de devolverlas en la misma forma que las habían recibido, o en la moneda corriente, o no expresaron la clase de moneda en que se haría el pago; a los deudores por arrendamientos o alquileres de tierras, casas y edificios de la propiedad del Rey, de los concejos o de personas privadas, etc.

Acontecía que algunos especuladores, más avisados que otros, escogían y apartaban los blancos de mayor ley para fundirlos o sacarlos del reino, atraídos con el cebo de la ganancia. El Rey y los del Consejo prohibieron esta especulación lucrativa bajo pena de muerte y perdimiento de bienes, rigor extremado que atenúa la necesidad de corregir los males consiguientes al desorden de la moneda.

Grande, sin duda, fue la importancia de las Cortes de Madrid de 1390. Ordenaron todo lo concerniente a la tutoría del Rey con potestad soberana, prefiriendo la forma de Consejo contra lo establecido en las leyes de las Partidas. Nombraron las personas que habían de regir y gobernar el reino durante la minoridad de Enrique III, y las invistieron con sus poderes, cuidando de limitarlos, como si los señores del Consejo fuesen verdaderos mandatarios de las Cortes, cuyo voto constituía un título de legitimidad por todos reconocido.

Es verdad que, después de jurada la obediencia al Consejo, se formaron dos bandos, el uno de los fieles a la ordenanza de las Cortes, y el otro de los que tomaron la voz del testamento de D. Juan I, que había parecido; pero aun éstos esforzaban su opinión diciendo que todos los del reino, o los más, estaban obligados a guardarlo por el juramento prestado en las de Guadalajara de 1390. En resolución prevaleció la última voluntad del Rey conforme a las Partidas y mediante el acuerdo de los procuradores a las Cortes de Burgos de 1391562.

Los límites que las de Madrid de 1390 pusieron a la autoridad del Consejo revelan un grado mayor de cultura hacia el fin del siglo XIV. En lo interior dominan principios de buen gobierno: en lo exterior se respeta la fe de los tratados y se evitan las ocasiones de encender la guerra. La ciencia del derecho público hace visibles progresos, y la prudencia política contribuye sobremanera a determinar la fisonomía de aquellas Cortes. Sea o no sea casual, la discreta dirección de los negocios públicos, cuando se trató de dar forma al gobierno de los reinos durante la minoridad de Enrique III, coincide con el ascendiente del estado popular, pues pesó mucho en las graves contiendas que con tal motivo se suscitaron el voto de los procuradores.

Cortes de Burgos de 1391.

Duraba la discordia sobre la tutoría, y para atajarla, se hicieron Cortes en Burgos, que no fueron las mismas de Madrid de 1390, sino otras nuevas563. En ellas, después de muchos debates, prevaleció la opinión que administrasen el reino los tutores nombrados por D. Juan I en su testamento, aunque no eran uno, tres o cinco conforme a la ley de la Partida, sino doce, a saber, seis entre señores, prelados y caballeros, asistidos de seis hombres buenos en representación de las ciudades de Burgos, Toledo, León, Sevilla, Córdoba y Murcia, con la cláusula que estuviesen siempre con los tutores y regidores, de modo que éstos «non pudiesen facer nin ordenar cosa alguna del estado del regno sin consejo e voluntad de los dichos cibdadanos564

Prosigue la Crónica que, vista la dificultad de conciliar los diversos pareceres, siendo los principales instigadores de la discordia el Arzobispo de Toledo D. Pedro Tenorio y D. Fadrique, duque de Benavente, hijo de Enrique II, acordaron los procuradores que se hiciese una arca con ciertas llaves que habían de tener en fieldad algunos hombres buenos, y que cada procurador de ciudad o villa depositase una cédula en la cual escribiese su voto acerca del modo cómo entendía fuese gobernado el reino. Después de recogidas todas las cédulas debían llevar el arca al Rey, y abierta públicamente ante él, recontar los votos, y valer «aquello a que los más viniesen concordados.» Así se hizo «e fallaron que todos querían estar por el testamento del Rey D. Juan, segund lo él mandara, sin añadir otros (tutores) algunos. E luego el Rey mandó que se guardase así, e de allí adelante fue guardado el testamento... segund los procuradores decían»565.

Resulta que la invención del arca pertenece a los procuradores: que cada procurador de ciudad o villa entregó su cédula, y que, hecho el escrutinio en presencia del Rey, prevaleció su voto; de suerte que, así en estas Cortes como en las anteriores de Madrid del mismo año, fue decisivo el del brazo popular en la grave controversia sobre la administración de los reinos en el caso presente de minoridad. Con el fallo de los procuradores se sosegaron los ánimos, y Castilla se salvó del peligro de la guerra civil por la ambición de los grandes que andaban muy inquietos y alterados.

Dos meses antes de cumplir Enrique III los catorce años de su edad tomó las riendas del gobierno, obligado por la mala cuenta que daban los tutores del desempeño de su cargo. Reinaba la discordia entre ellos, y temían los ruidos y alborotos tan frecuentes en las tutorías. Su intención era buena; pero cayeron en la flaqueza de ayudar cada uno a sus amigos, y por entregar el reino entero y unido, abrieron la mano y gastaron mucho dinero en contentar a los grandes señores, y aun a los medianos. Pudieron decir al Rey que, mientras gobernaron, «non ovo muertes, nin cruezas, como ovo en algunas tutorías de los Reyes sus antecesores», y vanagloriarse de que «un almena de su reino, nin aldea llana le fallescía, ni había sido enajenada»; mas acrecentaron tierras a caballeros y tenencias de castillos, mercedes, mantenimientos, raciones y quitaciones a tal punto que los derechos y rentas de la corona non lo podían complir»566.

Por estas y otras causas, que luego se expresarán, fuese el Rey al monasterio de las Huelgas cerca de Burgos con lucido séquito de prelados, señores y caballeros, y allí declaró públicamente su voluntad de tomar en sí la gobernación de los reinos, prohibiendo «que dende aquel día en adelante ninguno non se llamase su tutor, nin gobernase en su reino.»

Dice la Crónica que el Rey D. Juan mandó en su testamento que los tutores que dejaba a su hijo «oviesen e gobernasen la tutoría fasta que compliese los catorce años»; y en esto padeció una grave distracción el cronista, porque D. Juan I fijó en quince la mayor edad de su primogénito D. Enrique567. No se consideró obligado a guardar la ley de la Partida; y, si algún precedente influyó en su determinación, fue sin duda el recuerdo de Alfonso XI en las Cortes de Valladolid de 1325.

Ordenada la tutoría según el testamento de D. Juan I, parece que la impaciencia de reinar y gobernar por si movió a Enrique III a declararse mayor de edad antes de entrar en los catorce años; pero no debe ser tan severo el juicio de la posteridad.

Sin negar la parte que tuvo en esta resolución del Rey el deseo de calmar el viento de las discordias y pasiones, ocasionadas principalmente por ser muchos y poco conformes los que gobernaban, como escribe Mariana, o el enojo que le causaban tantas alteraciones y desavenencias, como pretende Cascales, a quienes siguen los más de los historiadores, sin exceptuar los contemporáneos, dos razones poderosas forzaban a Enrique III a salir de tutela antes de la edad legal señalada en el testamento del Rey su padre568.

Habían estipulado D. Juan I y el Duque de Alencastre, cuando firmaron sus tratos de paz en Bayona el año 1388, que en cumpliendo el heredero de la corona los catorce años, el Rey llamaría a Cortes para ratificar el convenio y recibir el Príncipe por su mujer legítima a la Princesa Doña Catalina. De esta circunstancia, que anticipaba un año la mayor edad de Enrique III, no pudo hacer mención D. Juan I en su testamento firmado en Cellorico a 21 de Julio de 1385.

Asimismo era necesario que Enrique III se encargase del gobierno en razón de la tregua de quince años ajustada entre los tutores y el Portugal en 1392, pues, según uno de los capítulos del tratado, así que el Rey de Castilla cumpliese catorce años, debía confirmarlo y aprobarlo.

Dos meses faltaban para cumplirlos, plazo menor que el que ordinariamente mediaba entre el envío de las cartas convocatorias a las ciudades y villas del reino, y la llegada de los procuradores a la corte; dato no despreciable en ciertos casos de duda que se ofrecen en la historia.

Necesitaba el Rey convocar y reunir las Cortes en un término breve para notificar solemnemente al reino la mudanza de gobierno y robustecer su autoridad con el asentimiento de la nación; confirmar con nuevo juramento los fueros, libertades, franquezas, privilegios, buenos usos y costumbres que había prometido guardar y respetar el día de su elevación al trono; celebrar su matrimonio con Doña Catalina, según estaba pactado con el Duque de Alencastre, ratificar la tregua con Portugal; poner remedio al desorden de las rentas, pues todos los tesoros del Rey se hallaban gastados y consumidos, y servirle con una cantidad suficiente a mantener su casa y estado, asunto urgente, porque Enrique III vivía en una estrechez vecina de la pobreza. También convenía la reunión de las Cortes para confirmar con el consejo de los prelados, ricos hombres, caballeros y procuradores las ligas y amistades que desde los tiempos de Enrique II había entre los Reyes de Francia y los de Castilla.

Cortes de Madrid de 1393.

Asentado Enrique III en Cortes públicas y generales en Madrid el año 1393, leyó el Canciller del sello de la puridad un escrito en respuesta a las tres proposiciones que el Rey había hecho a los brazos del reino la primera vez que con igual aparato los había honrado con su presencia. Contestando punto por punto al razonamiento del Monarca, le felicitaron porque Dios había permitido que llegase a cumplir los catorce años, y otorgaron que pudiese regir y gobernar el reino, «maguera los derechos e la costumbre», confiando en que tomaría y tendría consigo buenos consejeros, así prelados como señores y caballeros y hombres buenos de las ciudades y villas. Con esta ocasión le rogaron que proveyese y ordenase lo conveniente al bien común, de conformidad con el contenido de sus peticiones generales; en todo lo cual mostraron grande entereza los tres estados presentes en aquellas Cortes.

En cuanto a lo segundo, alabaron la nobleza y buena voluntad del Rey, dispuesto a jurar la observancia de los fueros, libertades, franquezas, privilegios, etc., que tenían de los Reyes sus progenitores, y estimándolo como una señalada merced, no callaron que se anticipaba a lo que entendían y debían pedirle, «segunt buenas costumbres de Cortes. «Todavía añadieron que quisiese prometer, jurando en las manos de uno de los arzobispos allí presentes, que guardaría a las ciudades y villas sus franquezas y privilegios de no pagar monedas, ni demandarles «la plata e mrs. que a cada uno enviastes a pedir, de que tienen grant queja, porque dicen, fablando con reverencia, que resciben agravio.»

En efecto, consta que el Rey pidió a la ciudad de Murcia el tributo de monedas para su servicio y vajilla, no obstante la exención de que gozaba por privilegio. El concejo, ansioso de conservar esta franqueza sin ofender al Monarca con su resistencia, usó de un ardid, y fue, que mandó labrar cuarenta piezas de plata, en las cuales entraron noventa y ocho marcos al peso de Valencia, cuyo valor ascendió a seiscientas treinta y ocho libras. Aceptó el Rey como servicio la vajilla que la ciudad le ofreció como donativo; y a esta plata, y tal vez a otros casos semejantes, se alude en el pasaje del cuaderno de las Cortes arriba citado569.

Lo tercero prometieron otorgar «lo que abastare asaz para complir los menesteres y poner dos cuentos en depósito», con facultad de aprovecharse el Rey de esta reserva en caso de necesidad, obligándose bajo juramento a no echar ni demandar más mrs. «nin otra cosa alguna de alcabalas, nin de monedas, nin de servicio, nin de empréstido, nin de otra manera cualquier a las cibdades, o villas, e lugares, nin personas singulares dellas por menesteres que digades que vos recrecen, a menos de ser primeramente llamados o ayuntados los tres estados que deben venir a vuestras Cortes e Ayuntamiento, según se debe facer e es de buena costumbre antigua.»

Antes de conceder al Rey cantidad alguna, le suplicaron por merced reformase los gastos públicos, y excusase «tan grand costa e despensa como facedes», considerando la pobreza del reino, porque, estaba muy menguado de gentes a causa de las mortandades que le habían afligido y aun le afligían, y las muchas pérdidas y daños que experimentó desde la muerte de Alfonso XI. Reclamaron, sobre todo, contra el abuso de mantenimientos y mercedes a señores y otras personas, de que resultaba dar el Rey ciento y cincuenta mil mrs. en tierra para cien lanzas, a razón de mil y quinientos mrs. cada una, según la ordenanza de don Juan I en las Cortes de Guadalajara de 1390; en tanto que los señores tomaban a su servicio caballeros y escuderos vasallos del Rey, a quienes pagaban con los mil y quinientos mrs. de la tierra su acostamiento; y como del Rey recibían otros mil y quinientos, importaba cada lanza tres mil mrs. dos veces cobrada, pasando por dos una sola. Había en esto un grande y peligroso engaño, porque, como decían las Cortes al Rey, «do vos tenedes que levades con vusco quatro mil lanzas a una guerra e menester que cumple en defendimiento del regno, tornanse a dos mil lanzas, e el defendimiento del regno menoseábase mucho por ende»570.

Por fin otorgaron «alcabala veintena que sean tres meajas al maravedí, e más seis monedas para este año... e más las vuestras, rentas viejas del regno que son, foreras, o salinas, e diezmos del mar o tierra, o juderías e morerías, e montazgos e pontazgos, e algunos pechos tales... e así facen cuenta que avedes veinte e ocho cuentos, e tienen que es asaz»571.

El pasaje de la Crónica ilustra el cuaderno de las Cortes; y, al paso que contiene una curiosa enumeración de las rentas antiguas, ofrece la novedad de otorgar los recursos que el Rey pedía únicamente para un año. Si esta práctica se hubiese observado con fidelidad, los Reyes se verían obligados a reunir todos los años las Cortes, y arraigada la costumbre, hubieran alcanzado más larga vida, y tal vez llegado a nuestros días reformadas según el espíritu moderno, pero sin quebrarse el hilo de la tradición.

En estas mismas Cortes de Madrid de 1393 revocó Enrique III todas las gracias, mercedes de oficios y todas las otras cosas que sus tutores hicieron «que non fueron tan bien fechas como se debieran facer»; y era el motivo que los tutores, compelidos por las circunstancias, acrecentaron «las despensas tanto que el regno non lo podía complir.» El mal no se remedió por eso, pues los privados del Rey, abusando de su poca edad, «facíanle facer otros crecimientos de nuevo, diciendo que facían en ello su servicio, e que los tales era razón de ser contentados»572.

Empezaban a formarse en la corte bandos que amenazaban turbar la paz pública. Los revoltosos y descontentos se concertaban para ayudarse, y se ligaban con pactos y juramentos. Enrique III, previendo el peligro, confirmó la ley de D. Juan I en las Cortes de Guadalajara de 1390 prohibiendo estas ligas y ayuntamientos, y mandó que fuese guardada «en todo o por todo.» Asimismo declaró nulos, ilícitos y contra derecho los homenajes y juramentos prestados o que se prestaren en esta razón, bajo penas cuya severidad llegaba al extremo del rigor.

Respondiendo a las peticiones generales prohibió también al Infante, su hermano, y a los duques, condes, prelados, maestres de las órdenes, ricos hombres, caballeros, escuderos, dueñas y demás personas de cualquier estado y condición, tomar ni embargar las rentas reales, so pena de restitución del doblo, y en caso de contumacia, de perder el señorío de todos los lugares que tuvieren en beneficio de la corona. Aunque el ordenamiento habla con los grandes y los pequeños sin distinción, se trasluce que fue el ánimo del Rey reprimir con mano dura la licencia de la nobleza.

Escribe Colmenares que uno de los principales puntos que en estas Cortes se trataron fue, que se procurase con el Pontífice que beneficios y rentas eclesiásticas no se diesen a extranjeros, origen de muchos inconvenientes573.

Hubo peticiones en tal sentido en las Cortes de Madrid de 1390 y Burgos de 1391, reproduciendo las quejas de los grandes y procuradores a D. Juan I en las de Guadalajara de 1390; y como, a pesar de las súplicas del Rey a la Santa Sede, «parecía quel Papa non curaba dello, antes continuaba dando los beneficios de las iglesias de Castilla y León a franceses y otros que no eran naturales de estos reinos, los tutores de Enrique III mandaron embargar las rentas que en ellos percibían los beneficiados extranjeros. Gregorio XI envió al Obispo de Alvi a negociar el levantamiento del secuestro, prometiendo que el Papa no daría en lo sucesivo los beneficios de los reinos de Castilla y León sino a sus naturales; «e sobre esto ovo muy grand consejo o porfía en la corte del Rey.»

González Dávila dice que se remitió el caso a las primeras Cortes que se juntarían en Madrid para determinar lo que sería siempre, aludiendo a estas de 1393574.

La Crónica, después de referir los incidentes de la cuestión, prosigue: «Empero algunos privados del Rey, porque les proveyesen de algunos beneficios para sus parientes, que estaban vacos, o de los que vacasen en adelante, e por ruego, e por ayudar a algunos amigos que avían fuera del regno, facían tanto que los rescevían a los beneficios que ganaban en este regno e así non se guardaba el ordenamiento»575.

Las últimas palabras son decisivas: hízose en las Cortes de Madrid de 1393 un ordenamiento para la provisión de los beneficios de las iglesias de Castilla y León en naturales de estos reinos con exclusión de los extranjeros, como lo supone el Mro. Gil González Dávila y lo afirma Diego de Colmenares, supliendo ambos el silencio del cuaderno; pero con poca fortuna, pues continuaron las provisiones de la manera que antes, «ca los Papas no llevaban bien que les atasen las manos»576. Por otra parte, mayor fue la culpa de los privados de Enrique III, pues lejos de procurar la fiel observancia de una ley tan conforme a la razón y la justicia, y solicitada con tanto ahínco en todas las Cortes que se celebraron desde las de Madrid de 1329, cediendo al influjo de sus particulares intereses, dieron el mal ejemplo de quebrantarla.

Ventiladas y resueltas estas cuestiones, se derramaron las Cortes, y previa la licencia del Rey, los prelados se volvieron a sus iglesias, los señores a sus estados y los procuradores a las ciudades y villas cuya voz llevaban.

Cortes de Segovia de 1396.

A las Cortes de Madrid de 1393 sucedieron las de Segovia de 1396, de las cuales nos queda un ordenamiento limitando el uso de las mulas, para favorecer la crianza y multiplicación de los caballos, siempre necesarios en la guerra.

No fue Enrique III el primer Rey que imaginó este arbitrio con mejor voluntad que acierto, pues lo mismo habían mandado Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348, Enrique II en las de Toro de 1371 y Juan I en las de Valladolid de 1385 y Guadalajara de 1390. Si algo de original contiene la nueva ley, todo se encierra en dos capítulos, el uno prohibiendo el uso de ropas de seda y adornos de oro, plata y aljófar a las mujeres cuyos esposos o maridos no mantuviesen caballo del precio de seiscientos mrs., interesando la vanidad en el cumplimiento del precepto, y el otro exceptuando de la regla a los moradores de allende el Ebro, «porque viven en tierra de montannas», y a los pueblos de Trasmiera, Asturias de Oviedo y Asturias de Santillana, comarcas fragosas y poco a propósito para la caballería. No comprendía la excepción al armado caballero ni al de la Banda (orden instituida por Alfonso XI días antes de su coronación en la ciudad de Burgos el año 1330), ni al vasallo del Rey, ni a quien tuviese mula.

Ayuntamiento de Segovia de 1399.

Presumen algunos eruditos que Enrique III llamó a Cortes en los años 1394 y siguientes hasta el de 1399; pero también cabe sospechar que no llegaron a reunirse. Las noticias son vagas, y mucho contribuye a recibirlas con justa desconfianza el silencio de Colmenares acerca de las de Segovia de 1396 y 1399.

La carta de Enrique III a la ciudad de Cuenca, que inserta el Mro. Gil González Dávila, no es convocatoria de Cortes, sino apellido a las armas, quebrantadas las treguas de quince años con el reino de Portugal. «Para ordenar las cosas que son menester (escribía Enrique III) fice mi ayuntamiento aquí en Segovia (1399) con el Infante D. Fernando, mi hermano, e con el Cardenal de España y otros prelados y ricos hombres e caballeros de mi Consejo, e algunos procuradores de algunas ciudades con los quales, habido mi consejo, ordené de ajuntar toda la más gente que se pudiese etc.»577.

En este curioso documento no se hace una sola vez mención de Cortes, ni a González Dávila se le ocurrió citarlo en prueba de que fueron convocadas. El Ayuntamiento de Segovia de 1399 no tuvo otro carácter que el de una asamblea de personas principales, a quienes el Rey consultó lo que cumplía para continuar la guerra.

Cortes de Tordesillas de 1401.

Por el mes de Marzo de 1401 juntó Enrique III Cortes en Tordesillas, estableciendo leyes contra las demasías de los arrendadores de tributos y ministros de la justicia578. Algunos más ordenamientos hizo para corregir las costumbres licenciosas de los clérigos, defender la jurisdicción real invadida y usurpada por los prelados, impedir la provisión en extranjeros de los beneficios eclesiásticos, y otros no menos importantes, según resulta del cuaderno de peticiones generales.

En efecto, suplicaron los procuradores al Rey pusiese coto al abuso de los jueces eclesiásticos que se atrevían a conocer de pleitos en materia civil, a causa de haber en la Chancillería pocos oidores legos y muchos clérigos y prelados, y que prohibiese dar cartas de excomunión contra los jueces temporales, cuando prendían y querían castigar a los delincuentes que habían recibido órdenes sagradas, porque (dijo el Rey) «los más de quantos rufianes e mal fechores ha en mi regno, todos son de corona.»

Pidieron que, si los ganados de los clérigos hiciesen daño en los panes, o las viñas u otros frutos de la tierra, en aquellos lugares en donde estuviesen guardados, pagasen sus dueños la indemnización debida como los legos, y que como ellos contribuyesen, en razón de las heredades que tuvieren, a las obras de arroyos, presas, calzadas, puentes y fuentes de utilidad para el vecindario.

También hicieron los procuradores presente al Rey la conveniencia de mandar «que si algunt clérigo de misa, o religioso, o de grados, o de evangelio, o de pístola, o sacristán fuere fallado andando de noche o después de la campana de queda, o a hora non usada por qualquier cibdat, villa o lugar, sin levar lumbre consigo, e sin andar en ábito de clérigo, que este atal sea preso e puesto en la presión real, e penado por las penas que en las dichas cibdades o villas son ordenadas contra las otras personas del dicho lugar.»

En todo esto condescendió Enrique III con el ruego de los procuradores, mostrando celo por la justicia, pero sin faltar a la moderación y templanza.

Solían los pleiteantes demandar jueces que entendían les serían favorables, sin audiencia de la parte contraria. El Rey ofreció que, si fueren presentes las dos, no daría estas comisiones sin que ambas fuesen oídas; y, si alguna estuviese ausente y abrigase sospecha de parcialidad en el juez nombrado, exponiendo su queja, se le haría justicia.

Hallaron los procuradores blanda y poco eficaz la pena de seiscientos maravedís que Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348 había impuesto al hombre «de menor guisa» que prendiese, hiriese o matase a otro, quebrantando la tregua o el seguro otorgado por los merinos o jueces de cada lugar, y pidieron a Enrique III que la sustituyese con la de muerte para escarmiento de alevosos579; a cuya petición respondió el Rey que ya había proveído sobre esto en su ordenamiento sobre penas de cámara, en el cual mandó en efecto que quien quebrantase tregua o seguro, cayese en la del aleve, es decir, perdiese la vida y la mitad de sus bienes.

Retiró Enrique III los privilegios que muchas personas gozaban, en virtud de los cuales se excusaban de pechos reales y concejiles, exceptuando solamente los relativos a las monedas, y reprimid los abusos de los recaudadores y arrendadores de este tributo con agravio de los huérfanos y de los pueblos en general, porque de tal manera lo cobraban, «que seis monedas se tornaban en doce, e doce en veinticuatro», según decían los procuradores.

Prometió no demandar más gente para la guerra, pues del apellido anterior «se habían sentido más los pueblos que de quanto pecharon», así como de los cohechos que se siguieron, pero bajo la condición de salvar siempre el servicio del Rey y la defensa del reino.

Otorgó la petición de guardar las leyes y ordenamientos de Enrique II en las Cortes de Burgos de 1377 y Juan I en las de Burgos de 1379 y Palencia de 1388 acerca de la provisión de los beneficios eclesiásticos en naturales con exclusión de los extranjeros, añadiendo la cláusula, «et si alguna cosa es fecho en contrario, que non vala.»

Asimismo otorgó que no enviaría corregidores a las ciudades y villas sino cuando todo el pueblo o su mayor parte se lo demandasen, confirmando diversos ordenamientos cien veces repetidos desde las Cortes de Zamora de 1301 hasta las presentes de Tordesillas de 1401. Los procuradores introdujeron la extraña novedad de pedir a Enrique III que, si su merced fuese dar corregidor a ruego de ciertas personas, que estas pagasen el salario debido al magistrado, y no la ciudad o villa a donde hubiere de ir; lo cual deja entrever que, en la viva repugnancia de los pueblos a recibir corregidores, tanta parte o más tenía el deseo de excusar el gasto, como el amor al privilegio.

Finalmente, a la petición concerniente a los mensajeros o procuradores de las ciudades y villas, que viniesen a la corte, estuviesen y tornasen a sus lugares salvos y seguros, y no fuesen presos, ni molestados en sus personas ni en sus bienes por deudas a los concejos ni a particulares, respondió el Rey que el procurador llamado por su carta «non sea prendado por debda del concejo; mas si la debda fuere suya propia, que lo pague, o envien procurador que no deba debda alguna.»

Cortes de Toledo de 1402.

De las Cortes siguientes, celebradas en Toledo, tenemos escasas y confusas noticias. Empiezan las dudas al fijar el año en que se reunieron, pues dicen unos 1402 y otros 1403.

El Mro. Gil González Dávila inserta dos documentos relativos a dichas Cortes, cuya data es del 6 de Enero de 1402; y como en ambos se hace mérito de la jura de la Infanta Doña María, hija primogénita de Enrique III, que según advirtió el P. Mro. Flórez, corrigiendo el error de éste y otros historiadores, no nació en Segovia el lunes 14 de Noviembre de 1402, sino de 1401, resulta evidente que la Infanta recién nacida fue jurada en las Cortes de Toledo de 1402580.

Según todas las probabilidades, las cosas debieron pasar de esta manera. Apenas nació la Infanta, el Rey envió sus cartas a las ciudades convocando las Cortes y fijando el plazo ordinario de dos meses para la reunión de los procuradores en Toledo, en cuya ciudad se hallaban reunidos en los primeros días de Enero de 1402.

Sentado Enrique III en Cortes «e ayuntamiento general de los sus reinos e señoríos, dijo a los que allí estaban presentes que los había hecho llamar especialmente para tres cosas, a saber: «la primera que jurasen e ficiesen pleito omenage a la Infanta Doña María su fija, que la tomasen e recibiesen por Reina e por señora de los dichos reinos e señoríos después de sus días: la segunda para ordenar la justicia en la manera que cumple al servicio de Dios y suyo, o provecho de sus reinos, e de todos ellos: la tercera, para ordenar el fecho de la guerra de Portugal, según que entendía»581.

Como ningún ordenamiento dado en estas Cortes es conocido, la posteridad ignora lo que sobre los tres puntos indicados acordaron los brazos del reino; y por tanto el juicio que de ellas se forme habrá de limitarse a dos solas observaciones.

La hija primogénita de Enrique III fue jurada con el título de Infanta, por Reina y señora de Castilla y León, después de los días del Rey «él falleciendo sin fijo varón, legítimo heredero»; de suerte que no recibió el de Princesa, con ser su padre el primer Príncipe de Asturias que ocupó el trono.

Hubo en estas Cortes muy vivo altercado entre los procuradores de Burgos y los de Toledo, renovándose la antigua contienda sobre precedencia de voz y asiento, iniciada en las de Alcalá de 1348. Los de Toledo se anticiparon a tomar el lugar reservado a los de Burgos, y estos protestaron que, si no era respetada su posesión, se saldrían de las Cortes. Amonestados y requeridos aquellos para que desembargasen el banco, resistieron al mandato del Rey; y entonces el dicho señor Rey moviose de su silla real do estaba asentado para quitar por su mano mesma a los procuradores de la ciudad de Toledo del lugar do estaban y poner a los procuradores de Burgos, diciendo: «Dejad ese lugar, que todos dicen, e ansí parece, que los procuradores de Burgos deben estar en él, e non vosotros»; e entonces los procuradores de Toledo quitáronse e dejaron el lugar que tenían desembargado, e los dichos procuradores de Burgos se asentaron en él; e ellos, e todos sosegados, después de asaz palabras, asentados en sus lugares, el dicho señor Rey dijo etc.»582 La reyerta fue acalorada, y solamente la intervención personal del Rey pudo impedir que los procuradores llegasen a las manos.

Cortes de Valladolid de 1405.

En Toro, a seis de Marzo de 1405, nació el Príncipe D. Juan, después Rey, el segundo de este nombre. No dilató Enrique III el llamamiento de las Cortes más que el tiempo necesario para la reunión de los procuradores, como lo hizo antes al nacer la Infanta Doña María, pues fue el Príncipe de Asturias jurado heredero y sucesor de los reinos de Castilla y León en las de Valladolid el 12 de Mayo siguiente583.

Después del acto solemne de la jura hizo el Rey en las mismas Cortes de Valladolid de 1405 un ordenamiento sobre los Judíos y las usuras, que ofrece poca novedad comparado con los anteriores. En su mayor parte es la confirmación por Enrique III, a ruego de los procuradores, de las leyes de Alfonso XI en las de Alcalá de 1348 y Juan I en las de Valladolid de 1385, Segovia de 1386 y Palencia de 1388. En lo restante, lejos de mejorar la condición social del pueblo hebreo, la empeoró, porque, subsistiendo la prohibición de dar a logro y de celebrar contratos con los cristianos, los concejos y las comunidades en que estipulasen los Judíos crecidas usuras so color de la deuda principal, etc., les retiró la protección que hallaban en la justicia a título de privilegio.

Repugna a la conciencia que todas las deudas de los cristianos a los Judíos se presumiesen usurarias, y los contratos de que procedían nulos de derecho, salvo si los Judíos probasen con testigos cristianos de buena fama o por confesión de parte que no intervino logro alguno. También repugna la reducción de estas deudas a la mitad, cuando otros Reyes solamente perdonaron la tercera o cuarta parte.

Perdieron en esta ocasión los Judíos el privilegio de no hacer prueba contra ellos en los pleitos así civiles como criminales el testimonio de los cristianos, sin corroborarlo con algún testigo de su raza, y el de no dar otor, «ca non es razón que los Judíos o Judías sean de mejor condición que los cristianos en esta cosa.» Gracias si conservaron la facultad de haber y comprar heredades para sí y sus herederos en todas las ciudades, villas y lugares de realengo, y en los de abadengo, behetría y solariego con voluntad del señor, e non de otra guisa», dentro de los límites fijados en el Ordenamiento de Alcalá584.

Duraban los efectos de la furiosa predicación del Arcediano de Écija, varón de vida ejemplar, pero más santo que sabio según el Burgense. La gente común no cesaba de mover alborotos contra los Judíos, y los procuradores enviados a las Cortes de Valladolid de 1405 se dejaron ir con la corriente del vulgo. Parecía natural que Enrique III los hubiese amparado y defendido; mas, pensando como hombre piadoso que el pueblo de Israel merecía vivir en perpetuo cautiverio por deicida, olvidó la miseria y persecución de estos vasallos, les negó la protección de la justicia y no se condolió del extremo de pobreza a que los redujeron el saco y la ruina de las aljamas de Sevilla, Córdoba, Burgos, Toledo y otras ciudades para mengua de los cristianos, cuyo celo por la religión no estaba exento de codicia585.

Eran frecuentes las escaramuzas de Moros y cristianos en la frontera, a pesar de la tregua convenida entre los Reyes de Castilla y de Granada. Reclamó Enrique III contra el quebrantamiento de la fe jurada, pidió la restitución del castillo de Ayamonte y exigió las parias que Mohammed VI había prometido y no pagaba. No obteniendo la satisfacción debida, determinó Enrique III hacer la guerra por mar y tierra a los Moros entrando poderosamente en el territorio enemigo, y abatir su orgullo y castigarle con el rigor de las armas.

Cortes de Toledo de 1406.

Para formar un grueso ejército que el Rey se proponía mandar en persona, y reunir los pertrechos necesarios a tan ruda campaña, acordó llamar a Cortes, porque no se podía excusar la imposición de tributos extraordinarios.

Despachó las cartas convocatorias el 10 de Noviembre de 1406, debiendo reunirse los prelados, condes, ricos hombres y procuradores «sin falta alguna para el día de San Andrés, postrero del mes de Noviembre, do quier que yo fuere.» Las Cortes se celebraron en la imperial ciudad de Toledo.

El plazo que medió entre el llamamiento y la reunión fue corto, y debe estimarse como una excepción de la regla requerida por las circunstancias. Rotas las hostilidades, urgía tomar vigorosamente la ofensiva.

De las Cortes de Toledo de 1406 no existe ningún ordenamiento. La preocupación de la guerra por una parte, y por otra la enfermedad del Rey que en pocos días le condujo al sepulcro, autorizan la sospecha que no se hicieron leyes, ni se presentaron peticiones. Hay, sin embargo, noticias curiosas de lo que allí pasó, y de verdadera importancia para conocer la vida íntima de las Cortes. A favor de esta luz veremos moverse los personajes, ir y venir los mensajeros, concertar las demandas y respuestas, discutir los negocios, hablar por su orden, y en fin, presenciaremos el espectáculo de una antigua asamblea deliberando con el Rey sobre materias de gobierno con gravedad, pero también con sencillez y aun con llaneza, como si el Rey y las Cortes formasen una familia.

No pudiendo Enrique III, a causa de su dolencia, entender en las cosas que debían tratarse en las Cortes, mandó al Infante D. Fernando, su hermano, que en todo entendiese y le representase. El Infante convocó a los prelados, caballeros y procuradores, los reunió en el Alcázar, y les habló exponiendo en breves razones los motivos del llamamiento, a saber: si la guerra contra los Moros era justa, qué número de gente de armas y peones convendría llevar, qué pertrechos, vituallas y naves se necesitaban, y qué suma de dinero para pagar el sueldo de lanzas, jinetes, ballesteros, etc.,durante seis meses.

El Obispo de Sigüenza, gobernador sede vacante del arzobispado de Toledo, rogó al Infante que respondiese el primero a esta proposición hecha en nombre del Rey como Señor de la casa de Lara, «porque la costumbre es (dijo) que la primera voz en Cortes sea el Señor de Lara.»

El Infante declaró justa la guerra, y ofreció servir al Rey en ella con su persona y estado.

En seguida el Obispo de Sigüenza, hablando por la Iglesia de Toledo y por los prelados, manifestó que la guerra era santa y justa, y que todos estaban prestos a hacer en servicio de Dios y del Rey cuanto pudieren.

Llegado el turno de los procuradores «fueron muy discordes, porque entre Burgos, e Toledo, e León, e Sevilla había gran debate por quien debía hablar primero, e comenzaron a dar tan grandes voces que los unos ni los otros no se podían entender.»

Interrogado el Canciller por el Infante sobre la forma que en el hablar los procuradores siempre se había guardado, respondió: «Señor, yo siempre vi en las Cortes en que me hallé estos debates entre estas cuatro cibdades, e vi que el Rey nuestro señor, vuestro hermano, en las Cortes que hizo en Madrid, estaban así en muy gran porfía entre Burgos e Toledo, y el Rey quiso haber información de lo que se debía hacer, e halló que él debía hablar por Toledo, e que luego Burgos hablase; y en el debate de León e Sevilla, que León hablase primero, e después Sevilla, e después Córdoba, e dende en adelante todas las otras cibdades, como paresciese que de razón debían hablar. «El Infante, obrando con exquisita prudencia, se abstuvo de resolver lo que tantos Reyes habían dejado sin determinación, y por bien de paz, un letrado habló por todos, pero no como procurador. La respuesta fue que la guerra era muy justa, y después de una viva controversia acordaron los procuradores que el Rey y el Infante fijasen el número de la gente, pertrechos y artillería que eran menester para esta campaña.

Visto por el Rey el empeño de los procuradores, dio al Infante un escrito, en el cual se hacía relación de todas las cosas necesarias para emprender la guerra. Comunicado a los procuradores, sacaron la cuenta que montaban los gastos cien cuentos y doscientos mil mrs. Espantados de tan crecida suma, suplicaron al Infante fuese medianero con el Rey para que se contentase con una parte de sus alcabalas y almojarifazgo y otros derechos que podían importar sesenta cuentos, tomase otra parte del tesoro que tenía en Segovia, y que el reino supliría el resto.

Suscitáronse nuevas dificultades, ya porque el Infante pretendía con grande instancia defender el tesoro del Rey, y ya porque los prelados decían que no estaban obligados a contribuir para aquella guerra, a lo cual replicaban los procuradores que no era así, pues la guerra se hacía a los infieles enemigos de la santa fe católica, por cuya causa, no solamente debían contribuir, mas poner las manos en ella; y, si los prelados de su voluntad no ayudasen al Rey, les debía compeler y apremiar.

Mal se compadecía la resistencia de los prelados con las palabras del Obispo de Sigüenza, «todos estamos prestos a le hacer (al Rey) todo el servicio e ayuda que podremos.»

Aceptó Enrique III cuarenta y cinco cuentos, y envió al Infante para que lo dijese a los prelados, condes, ricoshombres y procuradores, añadiendo que, si durante el año se viese en necesidad de repartir mayor suma, lo pudiese hacer sin llamar a los procuradores, «porque las cibdades o villas no oviesen de gastar en los enviar.»

Venciendo muchos escrúpulos, después de grandes debates y forzados a complacer al Rey, otorgaron los procuradores que, si pasados seis meses necesitase más de los cuarenta y cinco cuentos, lo pudiese echar aquel año sin llamar a Cortes.

Falleció Enrique III en Toledo a 25 de Diciembre de 1406, sobreviviendo muy pocos días a este acuerdo. Notificó el Infante el triste suceso a las Cortes, fue aclamado el Príncipe de Asturias Rey de Castilla y de León, leyose el testamento de su padre en presencia de los prelados, condes, ricos hombres, caballeros y procuradores, juraron la Reina viuda Doña Catalina y el Infante D. Fernando el cargo de tutores y gobernadores del reino durante la minoridad de D. Juan II, recibiéronlos por tales los tres estados, y se acabaron las Cortes586.

Fue Enrique III un Rey amado por su justicia y temido por su severidad. No sin razón honraron su memoria los contemporáneos al apellidarle en su epitafio el Justiciero. Convocó las Cortes con frecuencia; pero casi siempre por vía de consejo, porque era muy celoso del poderío real. A veces exigió tributos y emprendió la guerra sin su consentimiento; otras, con mejor acuerdo, las reunió para pedir gente, y dinero, como en las de Toledo de 1406, en las cuales concedieron los procuradores más de lo que estaba en su voluntad, pues al fin (dijeron) se había de hacer lo que el Rey mandase.

Mostró en ocasiones la energía o dureza de su carácter. Cuando en las Cortes de Toledo de 1402 bajó del solio y arrancó por su mano del asiento que ocupaban a los procuradores de aquella ciudad, obró con destemplanza, y de un modo muy distinto que Alfonso XI en las de Alcalá de 1348.

Hay cláusulas en su testamento que manifiestan la propensión de Enrique III a la monarquía absoluta y al poder arbitrario. «Quiero y es mi voluntad que este dicho mi testamento valga por testamento, y si no valiere por testamento, que valga por codicilo, y si no valiere por codicilo, que valga por mi última y postrimera voluntad; y si alguna mengua o defecto hay en este mi testamento, yo, de mi poderío real suplo, y quiero que sea habido por suplido, y quiero y mando que todo lo en este mi testamento contenido, y cada cosa y parte dello sea habido y tenido y guardado por ley, y que no lo pueda embargar ley, ni fuero, ni costumbre, ni otra cosa alguna, porque es mi merced y voluntad que esta ley que yo aquí hago, así como postrimera, revoque todas y cualesquier leyes, fueros, y derechos y costumbres que en cualquier cosa la pudiesen embargar»587.

Las Cortes de Madrid de 1390, Burgos de 1391 y Madrid de 1393, y aun las de Toledo de 1406, fueron las de mayor autoridad entre las que se celebraron reinando Enrique III. En las de Toledo de 1402 hicieron los tres brazos, por mandado del Rey, juramento y pleito homenaje a la Infanta Doña María, y en igual forma al Príncipe D. Juan en las de Valladolid de 1405. Ambas juras parecen más bien actos de humilde vasallaje que el reconocimiento y la confirmación del título de suceder en la corona mediante el voto libre de los tres estados del reino.

El testamento de Enrique III, derogando todas las leyes, fueros, derechos y costumbres en contrario, sometió a la voluntad absoluta del Rey todos los ordenamientos hechos en Cortes, sin exceptuar el dado por D. Juan I en las de Bribiesca de 1387, en el cual estableció que no se entendiesen perjudicados sino por otros también hechos en Cortes, «maguer que en las cartas oviese las mayores firmezas que pudiesen ser puestas.»

Hay más: la cláusula derogatoria de dicho testamento no se compadece con el solemne juramento de guardar y hacer guardar los privilegios, franquezas, libertades, buenos usos y costumbres que Enrique III prestó en las Cortes de Madrid de 1391, «poniendo las manos en una cruz de la espada que le tenían delante», ni con la confirmación de los mismos fueros, franquezas, libertades, etc., en las de Madrid de 1393, «segunt buenas costumbres de Cortes.»

La fórmula inventada por Enrique III halló imitadores en otros Reyes, que levantaron una poderosa monarquía sobre las ruinas de nuestras instituciones tradicionales.