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ArribaAbajoDiálogo quinto

El quinto


Et mon fils est-il mort! Ah, mon Diu! quel sacrifice! Et la dessus elle tombe sur son lit. Tout ce que la plus vive douleur peut faire, et par des convulsions, et par des evanouissements, et par un silence mortel, et par des cris étouffés, et par des larmes amères, et par des élans vers le ciel, et par des plaintes tendres et pitoyables, elle a tout éprouvé.

(¡Mi hijo!... ¡mi hijo es muerto! ¡Oh, Dior mío! ¡qué sacrificio! Y diciendo esto, cae desplomada sobre su lecho. Todo lo que el más vivo dolor puede hacer, por convulsiones, por deliquios, por un silencio mortal, por ahogados gritos, por lágrimas amargas, por alzar las manos, los ojos y el corazón al cielo, por quejas tiernísimas que desgarraban el alma; por todo ha pasado, todo lo ha sentido, todo lo ha agotado hasta las heces!)


MADAME DE SEVIGNÉ.                


-¡Otra quinta decretada! -exclamó el conde de Viana, tirando sobre la mesa un periódico que leía-. He aquí, marquesa, un gran mal que hace preciso la necesidad de precaver otros mayores. ¡Pobres campesinos! ¡Como si no os bastasen vuestra miseria y afanes! ¡Oh, triste mundo, amiga mía, triste mundo!

-Pero, conde -contestó la marquesa de Alora- si algún argumento fuerte existe contra aquellos que se empeñan en demostrar lo infeliz y miserable de la suerte del campesino, es éste cabalmente: el terror y desesperación que infunde en los pueblos el anuncio de una quinta. En efecto, nada es comparable a la agonía con que los padres dicen de un hijo suyo: «¡Ya le toca meter mano en cántaro!» Todo el mundo sabe los sacrificios que hacen los mozos para libertarse de ser soldados: se han herido y han emponzoñado sus heridas para hacerlas aparecer como úlceras; se han arrancado dientes, y ha habido mozo que se ha cortado un dedo para lograr su objeto. Toda esta repugnancia se equivocaría el que creyera que fuese contra el estado militar. Tampoco prueba miedo; porque el valor es innato en el hombre, es una virtud primitiva, y se encuentra en toda su consistencia en el campo, adonde no ha llegado la molicie y enervamiento de las cultas ciudades. No originan tampoco esta repulsión los trabajos, porque más pasan en su afanosa existencia; no la causa su manutención, porque el soldado se nutre mejor que el campesino, que en verano sólo gusta y apetece gazpacho; no el vestiry porque el soldado está bien vestido; no la tristeza de la vida militar, pues es conocido que no hay nada más alegre que el soldado, nada hay más gozoso que esas bandadas de gente joven y sin cuidados, que llevan la vida harto más ligeramente que su mochila, y que cuando fuera del servicio se entregan libremente a sí mismas, hacen rebosar estrepitosamente su alegría en cantos, bailes, juegos, cuentos y chanzas. Nada de esto, pues, produce ese inmenso dolor y angustia que se esparce por los pueblos al anunciarse el sorteo; sólo se funda en la pena de la ausencia y en verse arrancados de su tierra y de la vida que aman, de su hogar y de sus cariños. Para no cambiar su situación, les parecen pocos todos los sacrificios. De lo demostrado resulta bien claro que miran su situación como feliz.

-Diga usted que la aman; pero no deduzca de esto que la crean feliz.

-Conde, mala es la causa para cuya defensa se acude al sofisma, y lo es lo que acaba usted de decir. ¿Qué otra cosa puede hacer amar una situación sino la felicidad que brinda? Para probar a usted todo este apego al hogar, a la familia, a sus amores, referiré a usted un suceso acaecido poco ha, y que me ha referido mi doncella con todos sus más mínimos pormenores, por haber acontecido en su familia. Lo contaré con la escrupulosa exactitud que pongo en cuanto le refiero, porque la más pequeña fioritura, el más mínimo adorno poético, le privaría quizá de su sello de verdad, de su pureza genuina popular, lo que quitaría a mis cuadros su autenticidad, y daría lugar a que me dijese usted con su sonrisa incrédula: «Compone usted novelas, amiga mía; las compone usted sin querer, engañándose a sí misma; es usted como el escultor, que con un poco de barro hace un santo». Nada de eso; soy un vulgar daguerreotipo: el que no quiera ver las cosas según yo las presento, es, o bien porque tiene la ligera y desdeñosa mirada del disipado mundano, que nada profundiza, o la fría y amarga mirada del misántropo, que aja las flores sobre que se posa.

-Tiene usted -dijo el conde sonriendo por corazón una rosa sin espinas.

-Y usted quiere ajarla.

-¡Oh! No. Quisiera regarla con las aguas de la fuente de Juvencia. Pero cuénteme usted lo que me ha anunciado.

-Tacha el mundo -principió la marquesa- de extremos a las angustias y dolores del amor de madre.

-Y lleva razón -opinó el conde-. Todo lo que es apasionado en el hombre, aunque sea el santo amor de madre, necesita un freno. MARÍA al pie de la Cruz, ni se arrancaba el cabello, ni se despedazaba el pecho. Señora, señora, todos los días rezamos HÁGASE TU VOLUNTAD. ¿Es sincero este acatamiento, si en seguida nos rebelamos violentamente contra esa misma voluntad? Esos dolores descompuestos no son cristianos, señora.

-Por descabellado que sea ese amor, es bello y simpático, conde.

-Ese dolor denominado extremos es insensato como un suicidio, amiga mía; y esas madres, energúmenas de amor, merecerían que se les muriesen sus hijos para enseñarles así lo que es un dolor real.

-Conde, ¿ha olvidado usted que tuvo madre?

-¡No lo permita Dios! Venero la tierra porque ella la pisó, la respeto porque en ella yace su cuerpo, y ansío por el cielo porque en él me aguarda su alma pura; pero eso no quita...

-Que lo que en ella admiró a usted, le encantó y hirió de gratitud, en otras lo quiera motejar. AMOR NO DICE BASTA, conde.

-Marquesa, esa bella expresión es sólo aplicable al amor divino.

-Siempre me contradice usted, conde. ¡Si viera usted cuánto lo siento!

-No lo sienta usted, amiga; una pausada nube que mitiga algo los brillantes rayos del sol y refresca algo la tierra con una templada lluvia, hace provecho.

-¿Y por qué hace usted una nube en mi cielo?

-Para que su demasiada pureza y brillo no le hagan creer imposibles las borrascas y tempestades. Mas... prosiga usted; no volveré a interrumpirla.

La marquesa volvió a anudar su relato en estos términos:

-No hay corazón que no hubiese partido la vista del cuadro que se ofrecía en una de las casas del lugar de V..., en que se había verificado el sorteo aquel día. Echada sobre un colchón que habían puesto en el suelo, yacía una infeliz mujer, a quien sostenían en sus brazos dos hijas suyas deshechas en lágrimas; de rodillas a su lado, y apretando contra las suyas sus convulsas manos, estaba un hermoso joven, su hijo, que había sacado del cántaro el número fatal que lo hacía soldado. Su padre, sentado sobre una silla baja en el rincón más oscuro del cuarto, torcía entre sus trémulas manos su sombrero, y no llegaba a hacer retroceder las lágrimas, que cual gotas de acíbar destilaba su corazón y surcaban sus atezadas mejillas. Dos muchachos pequeños lloraban a gritos, repitiendo:

-¡Benito es soldado, y madre se va a morir!

Esta escena de dolor acerbo se hizo aún más desgarradora al entrar desatentada una joven que se echó sollozando sobre el lecho de la infeliz madre, exclamando:

-¡Tía, tía, tía de mi alma, ya se acabó mi boda! ¡ya se va a ir! ¡y ya no quiero yo sino morirme! ¡Benito! ¡Benito! ¿quién puso esa cédula, esa sentencia de muerte en tu mano?

La pobre madre había perdido el sentido. Esta desolación era la misma en otras seis casas del lugar.

Pero admire usted conmigo una cosa, conde, y es la bella resignación del pueblo. En medio de este violento estado de aflicción, no se le oía ni una queja contra el Gobierno, ni un anatema contra la institución, ni una maldición al estado militar: sus quejas eran contra su mala suerte; el acriminado era el número.

Partió Benito, y no es posible pintar la pena de aquella madre, ni el dolor de su novia Rosa, aquella joven que, como todas las de los pueblos, tenía en su corazón aquel profundo amor, que es el primero y último de su vida; aquel amor, que resume sobre el mismo objeto, el amor, al amante, al marido, al padre de sus hijos y al compañero de su vejez; amor exclusivo, que hace improfanado, puro e inmaculado el corazón de la mujer perfecta.

-¡Oh! Inculque usted esas ideas a las jóvenes -exclamó el conde-, para que miren con hastío las novelerías que han viciado el ideal de la mujer y torcido las nociones sobre su destino. La joven, cual una suave planta, no se debe criar sino a la sombra de su madre; no debe florecer sino para su marido; no debe perfumar sino el hogar doméstico, e invertir toda su savia en criar bellos los frutos que Dios le asigne.

-Este tipo que tan bien bosqueja usted -repuso la marquesa- no se halla, por lo regular, en las novelas, pero sí en el pueblo, que miramos como incivilizado y prosaico.

-¿Sabe usted -dijo el conde sonriendo- que el pueblo tiene en usted un amigo mucho mejor que Proudhon?

-¡Pues ya lo creo! -contestó la marquesa-. Hay en mi favor todo lo que va de un verdadero a un falso amigo. Pero proseguiré mi relato; se acerca la hora de la tertulia, hora en que será interrumpida mi relación, si no la he concluido. Benito llegó con el corazón muerto a la capital de provincia en que debía reunirse al regimiento. Pronto se disipó su tristeza entre aquellos festivos y alegres compañeros; pero no el ansia por su pueblo, el profundo apego a su amor y a su familia. Desde la primera noche tuvo Benito una muestra de la poesía y música de sus camaradas, pues habiéndose proporcionado una guitarra, a la que faltaba mucho para poder ser tenida por de Pagés, empezaron a cantar, ya a una voz, ya en coro, un sin número de coplas de este género:


   Soldado soy de a caballo:
lo que quieras te daré;
pero en tocando a casaca,
no quiere mi coronel.
    Cuatro cuartos me da el rey,
y con ellos como y bebo,
le pago a la lavandera,
y siempre tengo dinero.
    Pensamiento tuve, niña,
de servir al rey Fernando;
desde que vi tu hermosura,
dije: que le sirva el diablo.
    Con un pie en el estribo
y otro en el aire,
se despide un soldado
de su comadre.
    Mano a la rienda,
se despide un soldado
de su morena.



Algún tiempo después llegó la orden para el embarque de las tropas destinadas a la Habana, rebajando dos años de servicio a los que quisiesen ir allá. Con ansia aprovecharon los quintos la ocasión que se les brindaba de acercar la época deseada de volver a sus hogares. Todos estos voluntarios fueron conducidos a un puerto de mar a aguardar el día de su embarque. Allí fueron alojados en un cuartel. A poco, fuese el calor de la estación que lo originase, o fuese un mal estacional, estalló entre la tropa una oftalmía de mala especie. Siendo el mal contagioso, fueron los soldados extraídos del cuartel y repartidos en alojamientos; prudente medida que concretó el mal en los primeros atacados: éstos fueron conducidos al hospital. Entre ellos iba Benito, que era uno de los que con más intensidad había acometido el mal. Estaban los pobres pacientes al cuidado de un cirujano joven, que, además de ser hábil, tenía y demostraba un profundo y tierno interés por sus enfermos. Entre ellos, Benito era el que más le movía el corazón: su buena índole, su hermosa figura, todo en él atraía la simpatía.

El facultativo vio con profundo dolor que la oftalmía del pobre quinto era casi incurable, y que mientras los demás se iban restableciendo y uno después de otro saliendo del hospital, el mal de Benito se hacía más intenso e incurable. En la angustia que le produjo el estado del enfermo pasaron algunos días, sin que el humano facultativo participase sus temores al desgraciado joven, amenazado en la primavera de su vida, de no ver más la luz del día, de no ver más los objetos de su cariño, de hallarse en todo su vigor inútil, en toda su lozanía marchito, en toda su hermosura desfigurado, y que, destinado a ser el amparo de sus padres, de su mujer y de sus hijos, estaba expuesto a no hallar para sí mismo otro que el de la caridad pública.

No obstante, el mal, ese enemigo encarnizado, algún tiempo después se aferró en un ojo, experimentando el otro algún alivio.

-Señor -dijo un día Benito al facultativo- todos los demás mozos han curado y han salido del hospital: ¿es mi mal peor que ninguno, que alivio no hallo?

-Sí, hijo -respondió tristemente el cirujano-; es peor tu mal. Dios sabe cuánto me he afanado por curarte. Alivio tienes; pero...

El facultativo, compadecido, se detuvo.

-Pero... ¿qué? -preguntó el quinto.

-Hijo -contestó pesaroso el cirujano-, me temo que... que pierdas un ojo.

-¿Que me quede tuerto? -exclamó el quinto.

-Cuanto he podido he hecho inútilmente para precaverlo -contestó el facultativo.

Pero ¡cuál sería su asombro cuando, al pronunciar estas palabras, vio estallar en Benito la más apasionada, la más expansiva explosión de alegría!

El cirujano creyó por un instante que el paciente se había vuelto loco.

-¡Señor! ¡señor! -exclamaba-. ¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea usted mil veces, que no me ha curado! ¡Señor, soy un infeliz; pero así tuviese los tesoros del mundo para remunerar a usted el beneficio!

-Pero, hombre, ¿has perdido el juicio? -exclamó el cirujano-. ¿Con que te alegras de perder un ojo? ¿Te estás burlando de mí?

-No señor, no señor -contestó el quinto-; pero ¿no está usted viendo que me iré a mi casa?

El conde y su amiga permanecieron callados algunos instantes bajo la emoción que sentían, admirando tan patente prueba del santo amor a la familia y al hogar, y compadecidos de la amargura de una situación, de la que salen con júbilo, aun a costa de tan terrible desgracia.

-Ha probado usted plenamente su aserto, marquesa -dijo al fin el conde-; y puesto que el soldado español es alegre, dócil, honra el estado militar, respeta el derecho del país al llamar a sus hijos bajo su bandera, y a pesar de esto, todo sacrificio le parece poco para eximirse de mudar de estado, es porque efectivamente son en su corazón profundos y apasionados el amor a la familia y al lugar de su nacimiento. El lance que ha referido usted ya lo sabía. Benito es sobrino de mi capataz en V..., y dio la casualidad de estar yo allí este otoño a fines de vendimia, cuando regresó Benito a su casa.

-¿Y fue inesperadamente? -preguntó con ansiosa curiosidad la marquesa-. ¿Sorprendió mucho a su familia?

-Supe todos los pormenores de su vuelta por mi capataza, que es tan sumamente amiga de hablar, que cuando ha agotado toda materia y exprimido todo asunto, vuelve a decir lo que ha dicho ya, como sucede en las Cortes.

-Cuente usted, pues, esos detalles, conde; no puede usted creer lo que me complacerá en ello.

-Un año había trascurrido desde la salida de los quintos; pero la pena de la madre y de la novia de Benito estaba viva como el día en que partió. Las penas que no tienen remedio levantan la palabra IMPOSIBLE como una barrera a toda esperanza, y la ponen sobre el corazón como una losa sobre su sepulcro, que halla entonces en su misma inmovilidad la quietud del hielo. Pero, la pena que muestra una lejana esperanza al través del temor de otras penas mayores, suscita y acrecienta inquietas y amargas olas en el mar de angustia que inunda el corazón.

Así era que la familia del quinto, que creía que se había embarcado para la Habana, estaba reunida en la mayor congoja en una de las tormentosas y lúgubres noches con que tan anticipadamente se anunció el otoño de este año. La lluvia caía en tan gruesas gotas, que no parecía sino que las hubiesen cebado las nubes para arrojarlas cual proyectiles a la tierra. El viento hacía alarde de su fuerza invisible y de su inconsistente poderío, lanzaba su lúgubre grito de guerra, y arrancaba las tejas que cubren las casas, así como el soberbio insolente derriba el sombrero del humilde que no se le quita; en el silencio de la noche nada respondía a sus bramidos, sino algún lejano trueno. De cuando en cuando dibujaba un relámpago su marcha con agudos rasgos de fuego en las negras nubes, y toda esa tormentosa agitación de la naturaleza hallaba un eco fiel en los corazones de aquella angustiada familia. La madre...

-¡Ya me hago el cargo! -interrumpió al conde la marquesa-. ¡Ay! Que el dolor no halló lecho más blando que el corazón de una madre, y así lo hizo su preferente morada.

La pobre MARÍA -prosiguió el narrador-, postrada ante el CRUCIFIJO y una imagen de la VIRGEN DEL CARMEN, rezaba el Trisagio en voz ahogada y temblorosa.

Cuando hubo concluido el cántico, exclamó:

-¡Ay, Dios! ¡Mi pobre hijo que ahora está en la mar, en la mar que dicen se traga más navíos que el año días!... ¡MARÍA SANTÍSIMA DEL CARMEN! ¡Tú que has salvado tantas vidas de navegantes que a tu amparo se acogieron como almas de pecadores que tu intercesión buscaron, SANTA MADRE DE DIOS, oye los clamores de otra madre! ¡JESÚS! ¡SEÑOR! ¡Cuantos años me quedan de vida daría por tener a mi hijo a mi lado! No puedo pediros tamaño milagro; pero sí os pido que le salvéis de esta borrasca que desamparado del mundo entero, estará pasando! ¡Salvadlo, SEÑOR, por las lágrimas de vuestra Madre, salvadlo!

-¡Salvadlo! -repitió toda la familia sollozando.

-¿Para qué pedir el ir a América? -gimió su prima Rosa-. ¿Para qué exponerse sobre esa mar que no es amiga de nadie?

-¡Ese hijo me va a matar! -exclamó MARÍA-. Pues lo que estoy pasando es peor que mil muertes.

-¡Pues ya se ve que te quitará la vida, no él, sino tú misma! -dijo el padre-. Desde que las Indias son Indias, ¿no han ido y venido allá los españoles como voy y vengo al cortijo? ¡Pero de juro que se ha de ahogar Benito! Se te metió en la cabeza, y lo que a ti se te mete en la cabeza ni con un barreno de pólvora sale.

-Calla, Martín -contestó su mujer- que estás haciendo de tripas corazón, y tan muerto estás como yo. ¡Jesús! -añadió, tapándose el rostro con ambas manos, herida su vista por el repentino fulgor de un rayo, al que siguieron los cortados y repetidos estallidos con que revienta el trueno cuando está la tormenta sobre nuestras cabezas.

Las muchachas se pusieron a rezar el SANTO, SANTO, SANTO, y MARÍA dejó caer abismada su cabeza sobre una silla en que ocultó su rostro, gritando:

-¡Hijo mío, hijo mío!

En este instante llamaron ala puerta: uno de los niños fue a abrir.

-¡Jesús! -gritó cuando hubo abierto-. ¡Padre, padre, un forastero!

Y antes que su padre contestase, se precipitó un hombre en el cuarto, tendió rápidamente la vista, vio a MARÍA, voló hacia ella y la cogió en sus brazos diciendo:

-¿No me llamaba usted, madre? Aquí estoy.

Hay escenas que no pintan pinceles ni describen plumas. Todo en aquella casa lo había anonadado la alegría; en vano lanzaban las nubes sus rayos, rugía el viento sus amenazas, e inundaban los aguaceros la casa: el sol de Mayo brillaba en ella. Ya no eran súplicas, sino acciones de gracias las que se dirigían a las divinas Imágenes.

-¡Milagro! ¡milagro! -exclamaba fuera de sí la madre.

-¡Milagro! -repetía enajenada la familia.

Habíase acercado a la mesa sobre que estaba el velón, y sólo entonces notó MARÍA la lesión de su hijo.

-¡Benito! -gritó estremecida-. ¿Qué es eso?

-Eso -contestó Benito alegremente- es que me cuesta la licencia un ojo de la cara.

-Y no es cara -dijo Rosa con alegría y con la exquisita delicadeza del verdadero amor.

-¡Hijo de mi vida! ¿Has estado en campaña? -preguntó con acongojada voz MARÍA.

-Sí, en el hospital, luchando con un enemigo mío y no de su majestad.

-¡Ay Dios mío, Dios mío -exclamó la pobre madre llorando amargamente- que mi hijo ha perdido un ojo!!!

-¿Y qué lo hace, si le queda otro? -repuso Rosa echándose a reír.

-¡Ay, qué desfigurado está el hijo de mis entrañas!... -gemía MARÍA, retorciéndose las manos.

-No tal, señora -respondió Rosa con la misma alegría-. A bien que no tiene que parecer bien sino a mí, y a mí me parece hermosísimo ahora como antes.

-¡Lisiado mi hijo! ¡Lisiado mi sol! -repetía llorando MARÍA-. Más quisiera que se me hubiesen secado mis ojos de llorar, que ver a mi Benito tuerto.

-¡Pero, señora, si usted no se va a casar con él, sino yo, y a mí no se me importa que lo esté! -replicaba Rosa.

-¡Ay! ¡Quién pudiera quitarse los suyos y ponértelos! -proseguía diciendo entre sollozos MARÍA-. ¡Yo que te parí con dos ojos más bellos que dos estrellas! ¡Ay! ¡Qué dolor! ¡qué dolor!!!

-No llores, mujer -dijo Martín a MARÍA- antes da gracias a Dios por la merced que nos ha hecho trayéndonosle. Ha poco no te atrevías a pedir a Su Majestad tamaña gracia, y ahora que cuando esperarla no podías te la concede, en lugar de agradecerla lloras por lo que queda. ¿Tú quieres las cosas sin pero y a medida de tu deseo? Pues, hija mía, eso no puede ser, porque siempre se ha dicho que

COSA CUMPLIDA...
SÓLO EN LA OTRA VIDA.

El conde calló, y también la marquesa permaneció silenciosa y con la cabeza inclinada.

-¿En qué piensa usted, mi amiga? -preguntó al cabo de esta pausa el narrador-. ¿He persuadido a usted al fin, con la ayuda de los hechos, de que COSA CUMPLIDA, SÓLO EN LA OTRA VIDA?

-Me preguntaba a mí misma -contestó la marquesa- que cuál de las dos quería más a Benito, sí su madre, a quien tanto afligía su deformidad, o su novia, a la que no se le importaba nada.

-Cada cual fue en su género el tipo más cumplido de sus respectivos amores -respondió el conde.

-Pues a su vez deduzca usted de esto, amigo mío -prosiguió la marquesa-, que algo hay CUMPLIDO en este mundo, y es todo NOBLE AMOR EN EL CORAZÓN DE LA MUJER.




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Un tío en América



Etre d'un jour, épuisé de souffrances,
j'ose rever un ciel consolateur:
Fils du néant, pourquoi tant d'esperance?
Fils d'un Dieu-Roi, pourquoi tant de douleur?
A ma raison cette enigme resiste;
mon coeur gémit et mon esprit se tait;
c'est que la vie est un mistere triste,
dont la Foi seule a trouvé le secret.

(Ser de un día, abrumado de padecimientos, me atrevo a soñar en un cielo consolador: hijo de la nada, ¿cómo tanta esperanza? Hijo de un Dios-Rey, ¿por qué tanto dolor? Resístese este enigma a la razón mía; gime mi corazón, calla mi entendimiento; pues es la vida un misterio triste, que sólo comprende y explica la Fe.)


EL PRESBÍTERO GERBERT.                


-Señor, señor -dijo la marquesa de Alora al ver entrar a su anciano amigo el conde de Viana-, tengo una historia que contar a usted, fresca, fresca como una rosa de Abril.

-Mucho siento que no sean dos -contestó el conde.

-Es que vale por ciento -exclamó con gozo la joven señora.

-Es claro que eso vale sólo por contarla usted.

-No, no por contarla yo, sino porque es cierta, y me va a valer un triunfo sobre esa triste opinión de usted de que no hay felicidad cumplida en este mundo, y que sólo podemos esperarla en el otro.

-Ansío ya por oírla -dijo el conde, arrellanándose cómodamente en un sillón frente a su amiga.

-Y yo más por contarla. Si no hubiese usted venido, conde, creo que se la hubiera contado a mi canario, que despertó cuando entraron el reverbero, al que cantó la bienvenida, tomándolo quizá por el sol de Dios. Pero vea cuán poco ha durado su ilusión, pues desengañado, ha vuelto a ocultar su linda cabecita bajo su ala y a dormirse.

-No hay ilusión que dure, marquesa, y acabará usted por hacer lo que su canario; bajareis vuestra cabecita, y cerrareis vuestros ojos, hasta abrirlos al SOL ETERNO.

-Después de contada mi historia, discutiremos este punto y disputaremos como siempre.

-Por de contado. ¡Oh, amiga mía! Si siempre estuviésemos de acuerdo, no seríais vos la linda joven llena de vida, de sonrisas e ilusiones, ni yo el anciano cargado de canas, experiencias y desengaños. Pero empiece usted su relato, que si pasa la hora de nuestra conferencia particular y entran los tertulianos, no me la contareis; y prevengo a usted que no me conformaré tan resignadamente como su canario a dormirme después de una esperanza fallida.

-Cuidado, conde, que, cual él, no cante usted creyendo astro lo que sólo será una lucecita.

-Nunca me engaño cuando espero que lo que me cuente usted me interese y me encante.

-Para contar a usted a mi sabor la prometida historia -dijo la marquesa- tengo, como siempre sucede, que tomarla un poco de atrás, y andarme, como dice la bonita frase vulgar, por las ramas.

-Como los pájaros... como las mariposas -repuso el conde-. Bien; tanto mejor; eso es lo que yo deseo. Vuestros vuelos, que son las variaciones de su hermoso tema, que todo es bello y bueno en este mundo, me son gratos al corazón, como son al oído de los filarmónicos las variaciones que con tanta melodía ejecutan los grandes artistas sobre temas escogidos.

-Sabe usted -así empezó la marquesa su relato- que hace dos años padeció Alberto, de resultas de una pulmonía, una afección de pecho que nos llenó de cuidado. Yo no podía vivir; sentía, como dice madama de Sevigné, el dolor que le causaba su tos en mi pecho, y tenía toda la aprensión de que él carecía. Los facultativos le aconsejaron que hiciese un viaje de mar y pasase el rigor del estío en un clima menos ardiente y seco que el de nuestra Andalucía, castigada por sus levantes y solanos, como si también quisiese la naturaleza dar a usted razón en su sempiterno tema de que no hay bajo las estrellas cosa cumplida. Unos le aconsejaron ir a Inglaterra, otros a Suiza, otros a Bélgica; pero Alberto, que, como sabe usted, no es amigo de buscar lejos lo que cerca puede hallar, determinó pasar dicha temporada en Galicia, cuyo delicioso temperamento de verano no goza de la fama que merece, ni atrae a los forasteros que debería, no sólo por nuestra apatía, sino también a causa de nuestra desgraciada falta de caminos, de posadas y de buenos medios de viajar. Me ofrecí a acompañarle; lo que no rehusó: en esto como en todo eran unos nuestros deseos. Conde, Alberto no apreció en todo su valor el heroísmo de que dí prueba para no desunir lo que Dios unió; me embarqué en un vapor, ¡en un vapor de mar! ¿Lo concibe usted?

-Concebiría que se hubiese usted embarcado en un globo aerostático para no separarse de Alberto.

-Paso por alto la navegación, conde -prosiguió la marquesa- y sólo recordaré, estremeciéndome, la tormenta que sobre el Cabo de San Vicente nos atronó, el viento que nos sacudía, las olas que nos azotaron, el erguido Cabo que nos amenazaba, las ballenas que nos rodeaban, lanzando al aire sus saltadores de agua como burlándose de la torpeza del barco, ese competidor que labra y les presenta el hombre en sus dominios, con vida artificial de fuego, con cuero postizo de brea, y aletas fingidas de lona. Vimos cerca de Lisboa, a la desembocadura del Tajo, la torre que se levanta aislada rodeada de mar, y que sirve a la vez de faro y de prisión, representando un fantástico Saturno que a la vez diese la vida y se tragase a sus hijos.

Por fin, presuroso, ruidoso, impetuoso, azorado y bufando, exacta personificación del espíritu de la época, entró nuestro negro dragón en la hermosa bahía de Vigo: no la miró, se detuvo un momento para desembarcar la balija y los pasajeros, y se fue sin despedirse.

Vigo, que se ha agazapado sin gracia ni comodidad en la ladera de un cerro como si temiese mojarse los pies, en lugar de extenderse airosamente en el llano precioso que sigue al escueto monte, no tiene nada de bonito, sino su campo y sus vistas; y así no nos detuvimos allí sino el tiempo preciso para disponer la manera de proseguir nuestro viaje, y aguardar la hora conveniente para emprenderlo.

A la mañana siguiente, pues, al tiempo que se deslizaba callada y pálida el alba entre la noche y el día, surcábamos en una lancha llevada por cuatro remeros la magnífica bahía de Vigo. No movía su superficie en aquella hora, que es la que más respeta el viento, ni el más leve soplo de esta invisible y poderosa fuerza. Aquellas aguas, a las que la tierra abría paso como para hacerles con ellas en sus faldas un abrigo a los barcos que llevan a sus hijos, tomaban entre sus verdes orillas el continente de un manso río, y parecían esforzarse en conservar en su seno la imagen de las deliciosas vistas que en ella se reflejaban. Forma la ría, estrechándose, un recodo a la izquierda, y sigue su angosto cauce por más de una legua. No es posible imaginarse un paseo marítimo más encantador que el que al alba de un hermoso día proporciona aquella ría sorprendente. Tapiza los montes que la encierran un césped que tiene toda la frescura y vivo color del tan celebrado que es el vestido de gala del campo de Inglaterra. De cuándo en cuándo descuellan en las lomas de estas alturas el campanario de la sencilla iglesia de un lugar escondido entre la enramada como un nido de sencillos pájaros. La completa calma de la atmósfera hacía que llegase a nuestros oídos la llamada de la campana a misa de alba. Difícil me sería expresar la conmoviente, sensación, las inspiraciones poéticas que producía aquella voz de la Iglesia, que es, como todo lo suyo, a la vez tan grave y gozoso, tan solemne y pacífico, tan elevado y tan sencillo; aquella voz que os llama en el mismo tono a ti, príncipe, y a ti, pordiosero; a ti, anciano, y a ti, niño; a ti, sabio, y a ti, simple. Nada puede impresionar más religiosa y poéticamente nuestra alma que aquel toque con que hemos sido criados, cuando lo oímos en un sitio encantador, en una mañana deliciosa, suavizado por la distancia, esparciéndose a un tiempo por la atmósfera con los brillantes rayos del sol.

Angóstase tanto la ría, que tiene en ambas orillas dos castillos, cuyas tristes ruinas quedan unas enfrente de otras, como dos manos mutiladas por el tiempo, que en otros más felices se unían por una enorme cadena para guardar las magnas escuadras que llevaban y hacían respetar por el orbe el pabellón de España. Miranse unas a otras las dos ruinas al oír la campana de la aldea, que nunca enmudece, y se preguntan cómo pudo enmudecer la poderosa voz de sus cañones. No las consuela la joven y rica vegetación que las rodea, y rechazan, con sus duros y compactos cimientos la amiga de las ruinas, la yedra, prefiriendo su estoica pobreza y desnudez a galas que desdeñan.

A poco se ensancha la ría, y forma un magnífico lago circular. En medio se levanta una isleta, como si la naturaleza, yendo al encuentro de las necesidades del hombre, lo hubiese, preparado el terreno adecuado para el hermoso lazareto que allí se ve. Al lado izquierdo, recordando la ría que es mar, arroja de su seno unos peñascos duros y desnudos, que forman islas de rocas, que son también un lugar de refugio para las aves marítimas maltratadas por los temporales de la costa de Cantabria.

Estas fuertes y desnudas rocas acaban de hacer de aquel paraje, por el contraste que forman, el sitio más pintoresco y extraordinario que puede hallarse. Aquel lago trasparente, rodeado de verdes montes que están adornados de grupos e hileras de frondosos árboles; aquel grandioso edificio, cárcel, hospital, hospicio y salvaguardia; los barcos aventureros, andadores, emprendedores, ahora tranquilamente anclados allí, y tan inmóviles como descansa un viajero en su lecho; aquellas áridas rocas en que los pájaros del mar vienen, semejantes a los barcos, a buscar su refugio, componen un conjunto magnífico de contrastes que despierta las ideas más encontradas, como lo hacen aisladamente lo reconcentrado y lo infinito, lo ameno y lo grave, lo cercano y lo lejano, lo estéril y lo frondoso, la tierra con sus suaves encantos, la mar con su severa solemnidad.

Entre las islas de roca y el lazareto se prolonga la ría, volviendo a entrar en su angosto cauce, verde y frondoso, hasta llegar al pueblo de San Payo, en el que en tiempos modernos se ha labrado un hermoso puente. Desembarcamos en aquel punto, en donde hicimos un almuerzo bastante bueno, sobre todo por sus ricas ostras.

Mientras preparaban las caballerías para proseguir nuestro viaje a Pontevedra, dimos una vuelta por aquel precioso pueblecito, que tiene, como los de Alemania, sus casas salpicadas entre árboles, huertas y praderas, y llegamos, siguiendo un callejón engarzado en vallados, a la iglesia, que es chica y pobre, y se asienta en el paraje más elevado, como un buen pastor para vigilar su rebaño.

Es imposible imaginarse una vista más bella que la que se abraza desde los porches de aquella iglesia. Al frente, bajando la vista entre las ramas de los árboles, se divisa el lago que forma la ría y los peñascos cubiertos de las ariscas y salvajes aves del mar, que graznan sus poemas épicos en concierto con los idilios que cantan el ruiseñor y el jilguero en la frondosa enramada. Créese uno al ver las rocas, sus alados hijos, y sus atrevidos huéspedes los barcos, a orillas del potente elemento, inmensa palestra del orbe, inconmensurable baldío del universo, para cuya, amplitud no hay vacío, y para cuya grandeza no hay límites en lo creado, pues peina sus canas en un polo, asienta sus pies de hielo, en el otro, levanta en una mano al África y en la otra a la América; lleva en su seno, como dijes, islas que sólo el sol abarca de una mirada, y guarnece con la misma franja de espumas a Europa y Asia; mientras que a nuestro alrededor la pobre iglesia, la abundosa y espontánea vegetación, la dulce y tranquila soledad campestre, el suave y pacífico silencio de una naturaleza rural le trasponen al valle más céntrico y escondido de la tierra.

Si mi suerte me llevase a Galicia, desearía que fuese a San Payo, aquel tranquilo pueblo tan campestre y marítimo a la vez, y al que sólo fue dado unir lo hermoso de ambos contrastes; y no lo sentiría, siempre que conmigo llevase mis amigos, y los hallase allá.

-¿En dónde no hallaría usted amigos, marquesa? -dijo el conde mirándola con cariño.

-Allí donde no sintiesen todos como usted y no me mirasen con sus parciales ojos -contestó la marquesa-. Pero veo -añadió riendo- que mi narración se va extendiendo a una especie de relación de viaje; los recuerdos son laberintos en los que uno se pierde, conde.

-Me interesa mucho lo que de Galicia me está usted refiriendo -repuso éste-, porque conozco poco esa provincia tan distante de la nuestra, bajo el punto de vista gráfico y pintoresco que me la describe usted.

-Siento no haber estado bastante tiempo allí -prosiguió la marquesa- ni haber visto las muchas bellezas que contiene, para poder hacerlo con propiedad y más ampliamente. Cada vez que leo las eruditas e interesantes descripciones que de esta provincia y de sus monumentos da a luz el SEMANARIO, me desespero de haber estado en la fuente y haber bebido tan poco. En viajes, cada día que se pierde, prepara para lo sucesivo un remordimiento. Pero el ejercicio y movimiento le habían sido prohibidos por los facultativos a Alberto, y sólo el preciso para trasladarnos a la Coruña pudimos hacer. Montamos en las caballerías que debían conducirnos a Pontevedra, creo que esta distancia es de dos leguas, las que presentaron a nuestra vista los mismos contrastes que la ría: baja el camino en varias revueltas a un terreno que habrá servido de cama al mar, que ha aniquilado aquella vegetación, sobrepujando al fuego en su acción esterilizadora. Vése aquel yermo sin más accidente que interrumpa su monotonía que peñas y piedras en un desorden mustia y enérgicamente pintoresco, pudiendo representar con propiedad a la imaginación el lugar donde existió Sodoma, y poco después, como por un golpe de magia, resucita el paisaje, tan rico de espléndida vegetación, que a su vez podría representar con propiedad el paraíso terrenal. Toda clase de árboles, esos reyes de la vegetación, esos engalanadores del paisaje, esos hijos robustos que con predilección cría la tierra, se alinean por el camino, se ostentan cerca, se agrupan en lontananza con encantadora armonía, y como los buenos hijos de Noé, cubren con sus ramas los caseríos, que son pobres, ruines, feos y tan antipintorescos, que parecen haber tenido por arquitecto un carcelero pobre, y por padrino al más acérrimo enemigo de las luces, pues hemos visto muchas de estas casas sin ventanas. No sería chocante esta falta en una humilde choza, pero sí lo es en las cuatro paredes que se levantan erguidas y sin gracia para formar una vivienda con categoría de casa. Descuellan entre estos árboles los corpulentos castaños y los erguidos chopos, que visten ropa talar, cubriéndose desde los pies de ramas, formando pirámides, que se balancean en el viento como meciendo los pajaritos que entre sus ramas anidan.

Poco podré decirlo de Pontevedra, donde no nos detuvimos apenas. Es un pueblo grande, no lejos de una ría, puesto que la mar aparece en aquellas costas como una enorme araña que clavase en la tierra sus largas patas, por ver de arrancarle a España su hermosa provincia. El campo es precioso; la posada un hermoso edificio en que se sirve bien al viajero.

Los gallegos, que tienen en gran estima a esta ciudad, cuentan que perteneció a Portugal, cuyo rey la cambió, a propuesta del rey de España, por Chaves. Después de verificado el cambio, vino el rey de Portugal a ver ambas ciudades, y cuando vio a ésta, exclamó arrepentido: «¡Pontevedra, Pontevedra, quien te viera... no te diera!»

Noté, por estar cerca de la posada, el convento de San Francisco, cuya magnitud es asombrosa; muchas casas con escudos de armas, probablemente ligados a la historia de Galicia como rayos de sol a su disco; pero, sobre todo, me admiró y entusiasmó el aspecto que presentan las ruinas de un edificio que nos dijeron era el palacio episcopal10. Conserva este edificio su forma, y la imaginación puede fácilmente reedificarlo.

En aquel clima fértil y húmedo que lo es propio, se ha desarrollado ricamente la buena yedra, la que cumpliendo con su misión, que es una de las obras de misericordia, se ha puesto a vestir aquel encumbrado, pero hoy desnudo edificio, que los hombres, después de labrarlo con tanto celo, abandonan con tanta desidia. Consuela a sus amigas las piedras, las acaricia y refresca con sus suaves hojas, estrecha entre sus débiles brazos los torreones, como la buena mujer al fuerte compañero si lo ve desatendido y vencido; vése esta siempreviva, hija de la tierra, subir afanosa las escaleras, asomarse airosa por las ventanas, formar festones en los arcos, y alzándose sin descanso a medida que se bajan las murallas, sacar por cima de ellas sus verdes ramas, cual el pendón de la esperanza que, señalando al cielo, intentase consolar al que sobre las ruinas de las cosas de este mundo llora. Pontevedra es alegre, y ha dejado una impresión análoga en mis recuerdos.

A las dos de la noche, después de tomar un pocillo11 del excelente chocolate que se sirve en Galicia, entramos en la diligencia-ómnibus que debía trasladarnos a Santiago.

Como soy exacta, aunque pertenezco al sexo que tiene fama de no serlo, fuimos los primeros que la ocupamos. En seguida, y armando mucho estruendo, entró una señora cuyas facciones no pudimos distinguir, pero cuyo enorme bulto se atajó en la portezuela; sentose frente de nosotros, y a su lado una muchacha cuya juventud noté en su voz, puesto que no se veía.

Es el caso de observar que, en general, las voces de las gallegas, y hasta su modo de pregonar, es sumamente melodioso y gusta sobre todo a nosotros los andaluces, que carecemos de esa ventaja, pues aquí se habla recio, en tono sostenido y precipitado, como si temiesen no tener bastante tiempo para decir, y el oyente bastante oído para oír. Allá, al contrario, prolongan las sílabas en diversas modulaciones, que agradan mucho. Seguía a éstas un pasajero, que no debía ser joven por lo pesado de sus movimientos, envuelto en una levita de pelo largo, y asido al paraguas, caro al corazón de los habitantes de la húmeda Galicia; era aquél un vulgar paraguas de los de tela de algodón, que allí gozan de gran popularidad, y prodigan su económica protección a sus adeptos. La señora gorda se apresuró a hacer sentar a D. Longino, tal era su gracia, al lado de su hija. Siguió a este caballero otro que tropezó al subir, se golpeó la frente al entrar, pisó un pie a la señora gorda, que dio un gruñido, y al pedirle cortésmente, excusas, se sentó tan en extremo cerca de Alberto, que tuvo que reiterarlas. En seguida se ató un pañuelo alrededor de la rodilla, por haberse rajado en semejante sitio su pantalón al poner el pié en el estribo. Por último, entró ligeramente un joven, que ocupó el cuarto asiento en nuestra banqueta. No quisiera recordar el camino ni los sustos que me ocasionó. El suelo de la parte de Galicia, que recorrimos es generalmente pedregoso, pero no de piedra menuda y guijarro, sino de enormes trozos o balumbas que alternan con la tierra, y que sería difícil de nivelar, y más de arrancar de su sitio; es, pues, precisa pasar por cima. Crea usted, conde, que como se dice que hay un Dios para los borrachos, se puede decir que hay en España un Dios para las diligencias.

Salió el sol -lo que no tiene por indefectible costumbre en este país- y pudimos hacernos cargo de quiénes éramos los que, venidos de tan encontrados puntos, reunía por algún tiempo tan cercanamente el accesible ómnibus.

Desde luego vimos que nuestros compañeros, no sólo no eran gentes de clase, sino que pertenecían a lo más vulgar, a excepción del vecino de Alberto, ese tipo de la desmaña, que era un empleado que se nos dio a conocer más adelante como sobrino de nuestro amigo D. Galo Pando, el que llevaba el mismo apellido con el nombre patronímico de Arcadio. Este nombre no le venía mal, porque era fino, obsequioso, modesto, galante y complaciente; lo que nos probó haciéndose nuestro amable y bondadoso cicerone en Santiago, para donde no llevábamos cartas de recomendación, no habiendo pensado detenernos allí. La señora gorda ostentaba las más pronunciadas pretensiones a la elegancia. Llevaba un vestido en el que se veían tantas y varias flores y extraña hojarasca, que parecía un invernáculo de flores exóticas; una manteleta hecha de género servido, un camisolín con encajes bastos, lavados y furiosamente almidonados, y una cofia adornada con dos ramos de menudas rosas, las que, confeccionadas en un convento, pero sin vocación para la clausura, clamaban por emanciparse, dirigiéndose cada cual por su lado, como los cohetes de un castillo de fuego.

A su lado estaba su hija; pocas veces he visto una belleza más acabada; tenía, como suelen tener las de su país, las más perfectas formas femeninas, guardando un justo medio entre las bellezas obesas de Rubens, y los largos y descarnados tipos de los heepsaks ingleses. Su delgada cintura era de niña, mientras que la anchura de sus hombros y de sus caderas mostraba el perfecto modelo de la que destinó el cielo para propagar la hermosa estirpe del que es rey de la creación. Su cara era perfectamente bella, su tez blanca, sus ojos y pelo negros; tenía, lo que no es allá frecuente, una inalterable palidez, que denotaba, o algún perenne malestar físico, o algún constante padecer moral; vestía en extremo sencilla, con un gran pañolón sobre los hombros, y un pañuelito de la India azul turquí sobre la cabeza, atado debajo de la barba. El señor que estaba sentado a su lado, vistiendo la levita de bayetón, era un bacalao vestido, con ojos a la vez ariscos y escudriñadores, y uno de esos tipos comunes de repugnante grosería, porque siendo proporcionalmente ricos, ingertan sobre su grotesca gansería la insolencia del dinero.

Esforzábase en hacerse agradable a la joven, que le volvía cuanto era dable sobre la banqueta la espalda, y dejaba todas sus preguntas sin respuestas. Esta joven desde luego ejerció sobre mí cierto irresistible atractivo; y reflexionando en la causa que lo producía, vine a inferir que era la absoluta indiferencia que tenía a parecer bien y a agradar, que pica el amor propio, como lo empalagan los esfuerzos hechos por inspirar admiración; esa dejadez o indolencia que, cuando no son desdeñosas, dan un no sé qué de solidez, un aire de superioridad a mezquinas vanidades, una honesta y recatada independencia o emancipación, harto más llena de atractivo que la decantada, frívola, necia y chocante coquetería puesta en boga por los hombres que escriben con el fin afrancesado de inocularla en las mujeres españolas. ¡Dios perdone a tanto introductor de malas tendencias y peor gusto en nuestro noble país, tan superior a mezquindades frívolas y afectaciones ridículas!

Observé que Doña Simona, así se llamaba la señora gorda, de cuándo en cuándo daba a su hija, que tenía por nombre Andrea, un codazo, y de cuándo en cuándo le tiraba por debajo de su manteleta -que nació vieja- un pellizco; el codazo lo recibía la impasible víctima cuando no contestaba a las preguntas del señor del bayetón, y los pellizcos cuando volvía la cara hacia el último rincón de nuestra banqueta, en que estaba sentado el joven que fue el último que entró en el ómnibus-diligencia.

Debo, antes de proseguir, dar a usted más amplios detalles de nuestros compañeros de viaje, pues van a ser los personajes de la historia prometida, y decirle el cómo los adquirí.

Habiendo sabido D. Arcadio que Alberto deseaba tomar un criado del país, le recomendó a un muchacho que con el fin de colocarse venía a la Coruña, y había tomado un asiento exterior. Era éste pariente cercano de la señora gorda; por este muchacho -que es Domingo-, que nos ha seguido aquí, supe todos los pormenores que voy a referirle a usted.

Es seguro que no extrañará usted verme tan impuesta, conociendo mi propensión a identificarme con cuanto me rodea, hasta con los animales, con la naturaleza y aun con las cosas inanimadas.

-Conozco esta propensión, amiga mía, que hace, digamoslo así, del corazón de usted un santo hospicio, y sé los malos ratos que le hace pasar -dijo el conde.

-¿Y por qué no hace usted igualmente mención de los buenos, de lo que he gozado, vivido, reído y sentido? -repuso la marquesa.

-Si no se acuerda usted de sus ansias y de sus lágrimas, vertidas en el altar de la compasión, yo las tengo bien presentes, y... ¡Dios no las olvida! Mas recuerde usted un refrán turco, que dice que el que llora con todos, acaba por quedarse sin ojos.

-Bien dice usted que es turco el refrán. ¡Qué magnífica y bendita ceguera, la que fuese debida a la caridad!!!

-Empiece usted su historia, marquesa, que además de interés, me inspira ya curiosidad.

-Era Doña Simona, esto es, la señora gorda que gruñía por el desacato cometido por Don Arcadio contra sus respetables sostenes, y que tanto agasajaba a su amigo D. Longino, hija de unos pobres campesinos de Santa María de Meira, pueblecito cercano de Pontevedra. Su hermano, con ese instintivo amor al trabajo, que hace a los gallegos tan hombres de bien, se embarcó para América; su hermana mayor casó con un pobre, que a poco murió, dejándola con cinco hijos en la miseria.

Simona, que era buena moza, y por lo tanto algo arrogante y desenvuelta, se casó con un dómine flaco, mustio y poco letrado, gracias a ciertos escrúpulos de conciencia que supo despertar en su asombradizo ánimo, el que, por ser hijo de un criado de campo de una casa pudiente, obtuvo no sé qué clase de empleo, cargo o cobranza, que le trajo a Pontevedra. Dando ensanche o pábulo este ascenso a la arrogancia de Doña Simona, aumentose ésta a increíbles proporciones. Su pobre hermana imploró, sin obtenerlos, socorros de la encumbrada Simona; lo solo que hizo ésta por ella fue traerse a uno de sus hijos, llamado Benito, gracias a la intervención del triste dómine su marido, que necesitaba un muchacho de toda confianza para sus cobranzas.

Benito tenía el bello tipo gallego, no tan fino como el fino tipo andaluz, pero quizás más correcto; y que si bien no tiene el alma y chispa de nuestros paisanos, tiene una frescura y una lozanía de las que el nuestro carece.

Andrea, que tenía bastante buen sentido para que le chocasen las fachendas y jactancias, con las que su madre se ponía en ridículo, por la fuerza de la reacción, se apegó a lo sencillo y a lo rústico, no porque fuese humilde, sino porque tenía bastante orgullo razonado para no dejarse cegar por la torpe vanidad. Así fue que, lejos de desdeñarla, se apegó a su familia pobre, y correspondió al amor de su primo, él que, a una hermosa presencia, unía un honrado carácter, un corazón sano y un recto juicio. Poco antes de nuestro viaje había llegado a Pontevedra un rico mercader de la Coruña, que había tenido asuntos que tratar con el triste dómine, marido humilde de Doña Simona.

Era éste, como usted quizás habrá colegido, el feísimo señor del levitón, al que Andrea volvía la espalda y al que su madre colmaba de atenciones de grueso calibre. Habíase éste enamorado de Andrea, y ofrecido a sus padres de encumbrarla hasta constituirla en su cara mitad. De gozo la madre se había puesto a bailar la gallegada, y el padre había sacado, entre las cosas arrumbadas y fuera de uso, una sonrisa momia, seca y encogida, que apenas salió a luz, se desvaneció para siempre, como sucede a otras cosas al desenterrarlas.

Andrea, que no era interesada, aunque no hubiese amado a Benito, no había consentido, a imitación de la luz, en ser la bella mitad de aquella mustia noche; así fue que desde que comprendió de lo que se trataba, sin agitarse ni apurarse, con cierta sangre fría y flema, que había heredado de su padre, demostró el menos disimulado desdén al rico D. Longino, y el más ostensible apego a su primo Benito. El mercader, que no podía detenerse, propuso a su futura suegra que le acompañase con su bija a la Coruña, confiado en que el trato engendraría cariño, y que éste y las galas de su tienda triunfarían de la marcada repulsa de la hermosa Andrea. Doña Simona consintió tanto más gustosa, cuanto que no se hallaba de gozo al pensar en éste viaje de placer, en el que vería a Santiago y sus famosas fiestas patronales, y a la Coruña, ese inapreciable camafeo antiguo engarzado a lo moderno. Pero ante todo, y a prevención, despidió la buena parienta a su sobrino como a un lacayo, sin que fuesen parte a impedírselo las observaciones del triste dómine su marido, que no quería desprenderse de él, como tampoco la aflicción de su sobrino, ni las lágrimas vertidas por su infeliz hermana. Benito, que como gallego era económico y arreglado, a pesar de haber socorrido siempre a su madre, había ahorrado una pequeña cantidad, y en su desamparo se resolvió a invertirla en trasladarse a Méjico para buscar a su tío, hacerle presente su situación y la de su madre, y ver si quería ampararlos; lo que a poca costa podía hacer, sabiendo ellos que había hecho una fortuna inmensa. Aunque nunca había contestado a las cartas que le habían escrito, ni jamás se había acordado de su pobre familia, Benito esperaba que su presencia haría más que un papel, que después de leído se tira.

-La esperanza florece siempre y en todos los corazones, porque es una flor del cielo; pero en la juventud está en toda su lozanía -dijo el conde-. ¡Ir a buscar un pariente rico, sin que éste lo llame! No es preciso ser lince para prever el ultimátum de esta relación, que vos misma creéis, quizá con Benito, muy satisfactoria, contando, como los romanceros, con una herencia o un pariente rico en las Indias para concluir sus novelas o comedias con el casamiento de los amantes a satisfacción del auditorio.

-Usted prefiere, como siempre, concluirla en drama -dijo la narradora, interrumpiendo con viveza a su amigo-. Puede, puede, pues a la hora esta no están casados Andrea y Benito; pero si su misántropo apagador no mata la luz antes de tiempo, me dejará concluir mi relación.

-Señora, no apago, atizo, que es lo que me tiene cuenta, para que prosiga usted y disipe todas mis tinieblas.

-Estáis, pues, enterado de quiénes eran y en qué disposiciones venían nuestros compañeros de viaje. Atravesando aquel delicioso país tan frondoso y más grandioso que el paisaje inglés, aunque no tan ameno y apacible, atravesamos por Caldas y llegamos a Padrón, pueblo lindísimo metido entre árboles y agua como una ninfa que se baña, y en el que los sauces llorones, de firme y robusto tronco, débil y lánguido ramaje, pomposos e indolentes, demuestran la altura sin arrogancia, y la fuerza unida a la gracia. Después de una malísima comida -la peor que hemos hecho en Galicia, en donde son excelentes los comestibles, si bien las cocineras de las posadas no alcanzan a merecer el mismo epíteto- seguimos nuestro viaje, penoso por lo malo del camino, delicioso por las vistas que presenta hasta llegar a Santiago, en donde el paisaje se hace en general más austero, como si quisiera adaptarse al carácter de aquella grave y antigua capital, que aislada, sin casi vías de comunicación, desdeñando el comercio y su mezquino e interesado movimiento, prohíja su universidad y colegios como cunas del saber y de las ciencias, y honra sus magníficos y antiguos edificios de piedra que el tiempo ha ennegrecido, dándoles con eso la dignidad que da al hombre blanqueando su cabeza. He pasado en Santiago sus animadas fiestas patronales; he oído la música aérea de sus campanas y la militar de su guarnición; he visto sus fuegos, sus gigantes, restos memorables de cándidas épocas pasadas; he visto moverse cual hormigas millares de vivientes alegres y animados; he visto el sol sonreír a esta gran reunión devota, pacífica y alegre; pero nada de esto, conde, ha sido suficiente para distraer mi ánimo de la grave contemplación que inspiran aquellos edificios que temo profanar con la voz de burgraves de la arquitectura; nada en lo presente podría compartir la meditación en que sumen la mente que busca y halla en ellos los vestigios de los siglos, la marca de la historia y el panteón de hombres que, si aquí yacen silenciosos y ocultos, brillan en la oscuridad de lo pasado como estrellas en la noche. No creo, conde, que en ninguna parte del mundo se presenten tan grandiosa, tan propia y tan vivamente las huellas de grandes cosas y grandes hombres de la historia como en Santiago; es el archivo del tiempo mejor conservado y menos profanado que creo puede existir en el mundo. Aquisgrán conserva la palpable memoria de su Carlo-Magno, la que llena allá lo presente como lo pasado, la historia y la poesía, la realidad y la fantasía, el corazón y la cabeza, pero aquí no es una historia parcial o aislada; aquí es un centro al que, desde el Santo Apóstol a quien debe el nombre, ha venido, atraído por la gloria y fama del santuario, cuanto grande ha existido, sin exceptuar al mismo Carlo-Magno. La gran plaza, que componen sólo cuatro magníficos edificios, infunde tal respeto, conde, que no se quisiera sino pisar de rodillas. ¡Cómo no sentir ese respeto, nacido de las reflexiones que inspiran!

Si miraba a la soberbia catedral, consideraba que más de mil años han pasado desde que se fundó. Si al Seminario Conciliar, obra perfecta del siglo pasado que le hace frente con sus grandiosos soportales, consideraba que lo fundó un obispo en bien de la Religión. Si a la derecha, al Hospital no menos grande y digno, consideraba que lo fundaron los Reyes Católicos. Si a la izquierda, al Colegio que en 1544 labró el arzobispo Fonseca, recordaba que fue para los pobres, y que por eso le apellidó el vulgo Colegio de pan y sardina.

¡Sí, conde, de rodillas se quisiera pisar aquel recinto, aunque no fuese mas que para pedir perdón a ese gran tiempo pasado de la osadía con que la ingrata época moderna lo desprecia, lo zahiere, lo vilipendia! Allí, conde, se labraron esos suntuosos e imperecederos edificios y santuarios a la RELIGIÓN, a la CARIDAD, al SABER DIVINO y al SABER HUMANO. ¡Y queréis que no pida perdón a ese pasado que insulta este presente, que labra teatros, plazas de toros y paseos!!!

-¿Se lo censura usted, marquesa?

-No, a no ser las plazas de toros, ¡esas sí! Lo demás no se lo censuro, no, al contrario; pero le niego el derecho de condenar tan amargamente, en nombre de las luces y de la filantropía, las épocas pasadas; me parece un parricida, y lloro la ingratitud de la presuntuosa mocedad hacia la respetable vejez, que le dejó la herencia que disfruta.

-No se exalte usted, marquesa; la exaltación, aun en los mejores y más elevados sentimientos, nos hace injustos y exacerba el dolor.

-Si la exaltación es santa y buena, dejadla alzarse aunque sea en alas de suspiros.

-Es que todas se creen santas y buenas. Mire usted que las exageraciones dañan a su objeto, marquesa. Cuando Mr. Emile de Girardin, director del periódico francés La Presse, no se había subido aún en los zancos vistosos de la excentricidad, no se había aún desbocado en los extravíos del republicanismo, y no había demostrado el cómo puede la aberración del genio elaborar veneno con las flores del talento, de la imaginación y del saber; en aquella época en que se servía de estos hermosos dones unidos a la razón, dijo:

«Toda libertad tiene sus límites naturales que no puede salvar impunemente.

La libertad de reunión tiene por límite y castigo el tumulto.

La libertad de examen tiene por límite y castigo la duda.

La libertad de imprenta tiene por límite y castigo el descrédito en que cae la reacción que provoca.»

-Y yo añadiré que la facultad de sentir tiene por límite y castigo el torturarse el corazón y el amargarse la vida sin provecho de nadie.

-Sin provecho, no, conde. ¡Dios nos libre de asemejar las cosas del corazón a las de la tierra! Y ahora diré a usted a mi vez: El afán de atemperar los sentimientos tiene por límites y castigo el enfriarlos.

-Vamos, ambos tenemos razón -repuso el conde sonriendo-; en un buen medio está la virtud.

-Sí, como lo está el talento entre la ignorancia y el genio, según un autor francés.

-Pero... marquesa, vuelva usted a Santiago, y descríbamelo en llana y exacta prosa.

-Eso no podré, conde; no sé hacer llana y exacta prosa -dijo la marquesa-; no soy bastante positiva ni bastante instruida.

-No desee usted mal -repuso el conde-; hace usted poesía.

-¡Poesía! ¡Pero si no sé hacer un verso!

-No importa. Dice otro autor que los versos son demasiado a menudo enemigos de la poesía, porque la poesía es la inspiración del alma, y la versificación es una convención del entendimiento. Y añade en otro lugar: la inspiración del corazón no es nunca ridícula, como lo es a veces la de la imaginación; por eso las mujeres suelen estar mejor inspiradas que muchos hombres. Hábleme usted, pues, de Santiago, si no quiere en llana y exacta prosa ni en poesía, que sea en vuestro lenguaje propio, que no tiene, según usted dice, nomenclatura.

-Sólo lo entreví, conde. Además, no tengo los conocimientos artísticos, históricos y arqueológicos necesarios para hablar debidamente de pueblo tan importante en estos ramos; sólo le diré someramente que es magnífica la Universidad, y que lo solo que me chocó en tan grandioso edificio de bóvedas, mármoles y piedras con su oscuro color de anciana, fue ver en un hermoso y noble frontispicio una diminuta losa de mármol blanco como alabastro con esta interesante inscripción: «Asegurado de incendio.»

Paréceme que más propio hubiese sido el poner en ese grave, incombustible y poderoso edificio: «Asegurado de las malas doctrinas antirreligiosas, antisociales y antinacionales que infestan nuestra pura atmósfera». De cierto habría inspirado más confianza a los padres y atraído más alumnos, que no la interesante noticia que da ese parche moderno. Me hizo su vista el efecto que me habría hecho un guerrero que sobre su yelmo de hierro se hubiese puesto una chichonera de niño.

Tampoco quiero omitir el hablar de las magníficas hortensias que allí vi, que se elevaban a grande altura, y cuyos tallos tenían, si no la consistencia, la circunferencia del tronco de un árbol frutal. Igualmente quiero honrar a un cardo de los que llamamos aquí borriqueros, que vi en el jardín del Colegio de Medicina, que había crecido a tan extraordinaria altura, que en Escocia hubiese sido el Walter Scott de sus cardos12. Puesta yo en pie, alzando el brazo y levantando con éste mi sombrilla, no alcanzaba a su flor.

Quisiera hablar a usted del portentoso convento de San Martín Pinario; pero como, abandonado ya, camina lentamente de cadáver a esqueleto, esto es, que decae del abandono a las ruinas, callaré por no llorar.

Santiago no diré que no sea bonito, pero sí que no me lo pareció; la estructura de sus calles, la arquitectura de sus casas, su aspecto general, no es bello ni elegante; hay algo heterogéneo en su conjunto, un contraste sin gradación de lo soberbio y grandioso a lo pobre y mezquino: no creo poderla ofender en esto que digo. ¿Cómo se sentiría la Minerva cristiana de que no se le concedan las gracias de una Venus presumida? ¿Quién repara si es bonito como ciudad o vivienda de hombres Santiago? ¿Quién, al ver una iglesia a la luz de sus lámparas de plata, echa de menos el gas? ¿Quién, al ver un castillo histórico, echa de menos pulidos cristales y verdes celosías? ¿Quién, al entrar en un noble archivo, se acuerda de los álbumes perfumados? Se está en otra esfera, conde, que si no impregnada de ámbar y de pólvora de barricadas, lo está del polvo de los siglos y del incienso de su augusto templo.

¡Santiago! Mausoleo del santo Apóstol de Cristo, ansiado fin de regios peregrinos, mansión augusta y venerable del catolicismo y del saber, agenda de granito de la historia, blasón de las glorias de Galicia, ¡puedan siempre, como hasta ahora, pasar por ti el Tiempo y las generaciones, sin profanarte y sin hacer mas que solemnizar y enaltecer el interés que inspiras, la emoción que causas, el respeto que infundes, y la profunda impresión que dejan tus recuerdos!»

La marquesa bajó la cabeza instintivamente, cual si la inclinase el respeto que le causaban sus solemnes recuerdos, y al cabo de un momento, levantándola con viveza, dijo con una dulce sonrisa a su anciano amigo:

-Pero aburro a usted, conde, con esta intempestiva incursión por mis recuerdos, que nos han llevado muy lejos del primitivo asunto de nuestro tema, que es la historia de mis amigos de diligencia ¿Quién diría que os estoy refiriendo un suceso? Prosiguió, pues, y esta vez sin interrupción.

Perdimos aquellos días de vista a nuestros amigos del ómnibus; sólo una vez vi a Doña Simona, que iba hecha un brazo de mar al lado de D. Longino, que sin levitón de bayetón parecía un deshollinador cascado. Llevaba la señora las flores de monja de cofia colocadas en su absurdo peinado. Cuando estuvo cerca de mí, se entreabrió ostensiblemente la mantilla para deslumbrarme con un collar y zarcillos de filigrana y desparejadas perlas de mostacilla, y poniendo en movimiento rápido su abanico con todas sus fuerzas gallegas, pasó haciéndome un pequeño saludo protector. Andrea seguía a esta ridícula pareja, como sigue la fragancia al tosco levante que la arrebata. Al pasar se sonrió con dulzura, como si un instinto del corazón la anunciase que hallaría simpatías en mí su carácter, su amor, sus padecimientos y su conducta. ¡Pobre Andrea!

A los tres días salimos de madrugada en la diligencia, y a mediodía, después de haber atravesado por una buena carretera un país hermoso, llegamos a la Coruña.

Han comparado la Coruña a Cádiz. Pero, conde, por muy apasionada que yo sea a la verde y pintoresca Galicia, tan vieja y venerable en sus monumentos, tan joven y fresca en su naturaleza, no puedo menos de decir, que si lo dijo un gallego, fue amor propio, y si un andaluz, fue un cumplido; hay la diferencia entre ambas ciudades, del marfil al hueso. Cádiz es una ciudad excepcional, no sólo en España, sino en Europa. Hija de la plata de América, no han gastado los andaluces la jactancia que les echan en cara al denominarla una taza de plata; han sido verídicos y justos. Bien conocidos son los autorizados encomios que de ella hace Byron; últimamente ha escrito el afamado autor norteamericano Longfellow una obra que se titula Ultramar, en la que declara a Cádiz la más bonita ciudad de la tierra; por consiguiente, no será rebajar a la perla de Galicia, ni una jactancia, el decir que la Coruña no puede rivalizar con Cádiz.

Si quiere usted que le dé una idea de la posición de la linda ciudad de la Coruña, será comparándola a la de Cádiz si formase un arco desde Torre Gorda, viniendo a encontrarse su iglesia del Carmen frente a Puerto Real; en escala menor, el río Guadalete y el Puerto de Santa María ocuparía en el lugar del Ferrol y su ría, con la diferencia que en lugar de salinas, rodea aquella bahía un campo verde y ameno, y en lugar del portentoso y sublime cielo que cobija a Andalucía, empañan a aquél sus neblinas. No me gustan sus casas, porque no hay casas que puedan agradar a quien está hecha a nuestros patios, nuestras galerías, nuestras columnas de mármol, nuestros jardines y nuestras fuentes.

-Ya se ve -repuso riendo el conde-. Así es que se cuenta que cuando un sevillano mandaba labrar una casa, decía al arquitecto: «Hágame usted en este solar un gran patio y buenos corredores; si terreno queda, haga usted habitaciones».

-No es nuevo -repuso la marquesa- que los andaluces nos burlemos de nosotros mismos, como lo prueba ese gracioso epigrama, no aplicable ya a las mezquinas construcciones modernas, con sus ahogados patios, venciendo en la competencia del día lo útil a lo agradable, lo confortable a lo bello, la estíptica economía al noble rumbo. Estoy por lo agradable, lo bello y el rumbo, conde, y hablo en mi sentido; soy sevillana, quiero luz, espacio, aire, elegancia, belleza, flores y fuentes; y confieso a usted humildemente, que siento tan a la antigua, que entre dos amargas alternativas, la de mostrarme mezquina e interesada, y la de empeñarme, preferiría esta última, si no tuviese la posibilidad de valerme del noble sacrificio para evitar ambos extremos.

De las ventajas referidas, aire, luz y espacio, carecen aquellas casas; y es claro, las echarán sus habitantes de menos, cuando se fabrican en sus fachadas apéndices de cristal. Hay casas que se visten, si me puedo explicar así, de cristales, y que, miradas desde la bahía cuando las alumbra el sol, parecen estar ardiendo en vivas llamas. Divídese la ciudad en dos partes: la antigua, encerrada en sus fortificaciones en el último extremo de la lengua de tierra, que se prolonga como un arco en el mar; y la moderna, que se arrellana al lado de su bahía para mirar sus navíos. La vieja contiene, en un cerco de murallas los edificios y monumentos notables; la nueva, las tiendas, los paseos, el teatro y sus brillantes fachadas de cristal.

Con ese afán de demoler, que es una especie de frenesí en esta época, fueron demolidas a gran costa estas hermosas fortificaciones, labradas a imitación del gran Arquitecto que labra las rocas, dejando separadas ambas mitades por escombros, como lo está lo pasado y lo presente. Ni un árbol, ni un paseo, ni ninguna nueva construcción ha venido a cubrir la desnudez y fealdad de aquel erial cubierto de escombros. Se ha dicho a lo pasado, con esa hiel y con ese encono incalificable con que se le hostiliza y persigue: «¡Te destruyo!», y no han cubierto sus restos, siquiera por respeto a la muerte. Allí yace aquel triste cadáver entre ambas ciudades como muestra de la impotencia de una época que sabe destruir y no labrar, como un funesto recuerdo de discordia, como un monumento de la ciega arbitrariedad popular, como una necia caricatura de la Bastilla, como una autorización plausible al extranjero, que al pasar dice con desdeñosa sonrisa: «¡Cosas de España!» ¡Qué impotencia! ¡Destruir y no reedificar; no plantar siquiera unos árboles, esa cultura que brinda la naturaleza, si medios faltaban para atender a obras dispendiosas! ¡Qué encanto tiene lo pasado para las almas poéticas, y qué bien demuestra la época presente su prosaísmo por el desdeñoso encono que le tiene!

Pero charlo más que una cotorra -prosiguió la marquesa- y dejo abandonada mi historia, como los coruñeses el espacio que separa su antigua y su nueva ciudad. Sólo le diré que el trato de los gallegos que conocí es sumamente agradable; y si no es tan picante, divertido y franco como en general el de Andalucía, es ciertamente más comedido y bondadoso.

-¿Y nada me dice usted de la famosa torre de Hércules? -preguntó el conde.

-Verdad es que no debo pasarla en silencio, yo que tanto admiro y venero los faros; pero ¿y mi historia?

-Tiempo hay para todo; nadie nos corre -repuso el conde.

-Pues empezaré por contarle una pequeña anécdota, que, aunque de poquísimo interés, me hizo tanta gracia que puede le haga a usted alguna. Cuando llego a un pueblo, hallo gran placer en subir a una altura, y dominándolo con la vista, hacerme cargo de su localidad. Hícelo así, subiendo con mi patrona al balcón más elevado de su casa, desde donde se divisaba una vista hermosísima por estar situada en la ciudad antigua, que es el punto culminante de la pequeña península. -¿Dónde está el faro?, le pregunté. Mi patrona me miró sin contestarme. -¡Ah!, exclamé, viendo sobre una altura del terreno quebrado que se extiende detrás de la ciudad nueva hasta el mar de afuera una ancha, cuadrada y venerable torre. Aquel será. En Cádiz también, proseguí, tenemos un soberbio faro.

-¿Sí? -contestó mi patrona-. Pues si aquélla se llama de Faraón, la de aquí se llama de Hércules.

La torre de Hércules, que en su nombre patentiza su edad, como los siglos, es, y con razón, la joya que ostenta Galicia en su gran museo de antigüedades. Dícese que la labró Hércules sobre el lugar en que enterró la cabeza de Gerión cuando en singular combate lo venció; dicen que la labraron los fenicios; dicen que la construyó Trajano. Pero sea de ello lo que fuese, la vieja torre, harta de servir por siglos de candelero, picada de que ese hormigueo de generaciones efímeras que han pasado como polvo que lleva el viento, le atribuya varios padres, ha querido rendirse, y la Coruña, que la aprecia y ostenta como su penacho, la ha sostenido con su cuidadosa mano, y últimamente la ha labrado un vestido de piedra, en el que la conserva como en un estuche. Sigue adornando su frente con un brillante de fuego, que derrama sus reflejos muchas leguas en el mar, para consuelo del navegante, a quien amonesta en su lenguaje cosmopolita.

Desde su altura se divisa la ría del Ferrol y la de Betanzos, y entro ambas la extraña Peña calva y roma llamada Marola, que allí se levanta importunamente como para contrariar aún más las aguas movidas por las mareas, las corrientes y el empuje de aquel mar, bravo e inquieto. Fuí al Ferrol, conde, en un vapor lilliputiense, labrado para surcar un arroyo, y no olvidaré mi mortal angustia cuando nos vimos el juguete de aquellas olas en revolución, de aquellas corrientes encontradas, de aquellos empujes del mar, de aquellas aguas convulsas, y me parecía que la Marola se burlaba de nuestros brincos y contoneos en su impasible inmovilidad. ¡Cuánto la envidiaba! Tanto, que le hice voto de al regreso a mis lares imitar su inmovilidad.

Pero en mi vapor miniatura me he ido al Ferrol, dejando plantados a mis héroes en la Coruña.

-¿Y ha de volver usted de nuestro afamado arsenal sin decirme lo que le pareció, señora, mía?

-Conde, es un portento, y por lo tanto tan conocido y descrito, que nada de nuevo os podría decir. La ría, aunque más corta que la de Vigo, tiene, cual aquélla, orillas encantadoras, y en su parte más angosta dos castillos: el uno de ellos se dice tenía tantos cañones como días tiene el año. Extiéndese el mar a los pies de la bonita y alegre ciudad, manso e hipócrita, y le cuenta en susurros los estragos que publica bramando en ancho espacio. Recuerdo con dolor que los gigantes árboles de su magnífico paseo estaban bárbaramente talados. ¿Qué Robespierre ordenó la decapitación de aquellos nobles ancianos? Es imposible que vuelva a tener tranquila su conciencia; se le aparecerán negros y sin hojas como fantasmas aquellos árboles decapitados, alargando sus largos brazos para asirlo y llevarlo a ser aserrado, que es el suplicio de ellos. El Ferrol resucita; pero me parece que para dar toda su vida a aquel coloso, se necesitan los millones de que podía disponer Carlos III. Mas no me haga usted hablar de lo que no entiendo, conde. Aunque estamos solos y seáis indulgente, me oigo a mí misma, y me choco.

Habíamos tomado alojamiento en el café de Puga, donde nos recibieron tal cantidad de animalitos saltadores, muy predilectos de los microscopios, que Alberto añadió una L al nombre del café para calificarlo con más propiedad. Estas horribles invasiones son consecuencias inevitables de un piso de tablas que no se aljofifa. ¿Comprende usted lo horripilante que es esto para una andaluza que no pisa sino piedra y mármol lavados todos los días? Pronto nos trasladamos a una casa de pupilaje que nos propuso un primo mío, comandante de artillería, que vivía en el entresuelo. Habitaba en el cuerpo alto la patrona, que era conocida de D. Longino, el que llevó e instaló allá a Doña Simona y su hija, por lo cual la casualidad volvió a reunirnos.

Como puede usted suponer en el carácter de Doña Simona, apenas supo por la patrona quiénes éramos, cuando trocó sus aires desdeñosos en una cortesía servil y empalagosa. Nunca pudo pensar quiénes fuésemos, decía, al ver la sencillez de nuestro traje; siempre había presumido que una persona de mi categoría no debería viajar sino con vestido de terciopelo, sombrero con plumas y alhajas.

Llegó el día de la marcha de Benito, que partió para Méjico.

-¿Y no le disuadía usted de ir? -preguntó el conde.

-¿Yo? No por cierto. ¿Qué tenia yo que darle en compensación de sus esperanzas? ¿Qué derecho a entrabar la dirección que Dios daba a su suerte? ¿Qué motivos ni qué razón para disuadirle de su proyecto?

-Señora, la seguridad de que el infeliz iba a hacer ese gran viaje en balde, y que lo que iba a recoger de ese tío poderoso y duro -como lo son todos esos hombres bastos enriquecidos, a quienes, en su orgulloso egoísmo, un pariente que se cree con derecho a su protección horripila- serían sólo durezas, desvíos y negativas.

-Así lo pensaba yo; pero hubiera sido una crueldad el decírselo. Además, esa América tiene para los españoles entrañas de madre, aunque no así sus hijos; no parece sino que les agradece aún su bautismo, su civilización, su prosperidad. ¿Cuántos y cuántos hacen allí de un modo u otro fortuna? Así fue que, lejos de aumentar su abatimiento y su desesperanza, le animé, levanté su espíritu y le pronostiqué buena suerte. Si hice mal, conde, mi intención fue buena; era joven, y el mundo es ancho. ¡Pobrecillos! Su madre en su miseria confiaba en ese viaje; su querida lo aguardaba con constancia y esperanza, y sus hermanitos decían: «¿Vendrá mañana? ¿Traerá mucho dinero? ¡Pobrecillo!»

-¿Y ha vuelto usted a saber de él?

-Sí -respondió la marquesa-. Domingo, que, como sabe usted, ha hecho un viaje a su tierra, siguiendo la inveterada costumbre, que tiene hasta los honores de copla:


Los gallegos de Galicia
por Mayo y por San Miguel
se despiden de sus amos
y se van con su mujer,



después de un largo y penoso viaje de vuelta en que arribaron a Lisboa, ha llegado, y me ha dado noticias de nuestro viajero, a quien vio en Santa María de Meira, ya de regreso.

-¡Qué! ¿Ya había vuelto? -exclamó el conde-. Esos ricos, marquesa, no quieren pobres a su lado, así como los alegres no quieren tristes. Lo pensé.

-Conde, hay una expresión vulgar, la cual como todas nuestras expresiones vulgares, tiene más sentido, más chiste y más concisión que nuestras expresiones cultas y pulidas, y se la quiero aplicar a usted, diciendo que come corazones. ¿Sabe usted, señor mío, que hace mal en eso? Pues si acierta, chasquea usted al narrador, y si no acierta, se chasquea usted a sí mismo.

-Merezco la reconvención y la acato -respondió riendo el conde.

-Sí, lo mandó de vuelta -prosiguió la marquesa-; pero su entrevista fue singular. Cuando su pobre sobrino desembarcó, se presentó en casa de su tío.

-¿Quién eres? -preguntó el Nabab, al ver su pobre pelaje.

-Señor -contestó cortado el sobrino- soy hijo de vuestra hermana.

-¡Hola! Me alegro. ¿Y cómo va por allá?

-De salud bien, señor; me encargaron tantas expresiones.

-¡Ya, ya, vamos! Me hago cargo. Y tú, ¿a qué vienes?

Esta pregunta fue hecha con tal secatura y despego, que intimidó al pobre muchacho, el cual contestó cortado:

-Señor, tío, a trabajar; a ver si puede o quiere usted colocarme, y puedo así aliviar la suerte de mi pobre familia.

-¡Bien, me parece bien! Vete a acostar, que mañana te daré trabajo.

El sobrino se retiró, y a la mañana siguiente montó con su tío a caballo y se pusieron en marcha. Todo el día caminaron por aquellos desiertos campos, y al anochecer llegaron al sitio en que estaba situada la mina del Nabab. A la mañana siguiente bajaron a ella, y después de andar muchas y sombrías galerías, llegaron al lugar en que se trabajaba un rico filón.

-Capataz -dijo el amo a su encargado- aquí le traigo un trabajador; ponga usted a este muchacho a trabajar en el filón, y lleve usted cuenta de lo que saca, para pagarle su jornal según trabaje.

El pobre Benito se quedó dolorosamente sorprendido al ver el duro y triste trabajo a que lo destinaba aquel tío que nadaba en la opulencia; pero con su buen carácter, y obligado además por la necesidad, no hizo objeción, y se puso con el corazón partido al trabajo.»

El conde se echó a reír, y la marquesa prosiguió, sin hacer alto de ello:

-Benito trabajó sin descanso y sin dar pábulo a que el malhumorado capataz pudiese reconvenirle en nada.

Al cabo de un mes volvió su tío a la mina.

-¿Con qué... qué tal ha trabajado el muchacho? -preguntó al capataz.

Este no pudo hacer otra cosa que elogiar a Benito.

-¿Se ha apartado el mineral que ha extraído, como encargué? -tornó a preguntar el dueño.

-Sí señor -respondió el preguntado, enseñando una gran porción de mineral reunido en un montón.

-Vaya, no lo ha hecho mal -dijo el tío, después de examinarlo-. Ya veo -añadió, dirigiéndose a Benito- que eres un buen trabajador, y no te dueles de ti. Ahora alístate para volver conmigo a la ciudad.

Benito obedeció alborozado, conociendo que su tío había hecho una prueba con él, de la que, sin sospechar que lo fuese, había salido bien.

En los dos días que siguieron a su vuelta, su tío apenas le habló; al tercero lo llamó, le pagó bien los jornales que había ganado en la mina, y le dijo que se preparase a marchar al día siguiente a Veracruz, en donde se embarcaría en un buque inglés, cuyo capitán era conocido suyo, el que ya tenía cobrado su pasaje hasta Londres, y cuidaría de buscarle embarcación y pagarle el viaje de allí a la Coruña.

Diciendo esto, le volvió la espalda, y como tenía aquel señor la cara seria, y Benito era tímido, no se atrevió a contestarle una palabra, ni a hacerle una objeción, sino que, resignado y abatido, a la semana siguiente emprendió su viaje de vuelta.

-¡Pobre Benito y pobre marquesa! -dijo con triste sonrisa el conde.

La marquesa prosiguió sin dejarse perturbar:

-Llegado que hubieron a Londres, le dijo el capitán, que era un buen hombre y que había tomado afecto a Benito:

-¿Con qué... qué dispone usted que se haga con sus cajas?

-¿Qué cajas? -preguntó Benito sorprendido.

-¡Toma! Las cajas de mineral de plata. ¡Un caudal, amigo!

-¿Y esas cajas son mías? -tornó a preguntar atónito Benito.

-Así me lo dijo su tío de usted; así lo prueba el letrero que con vuestro nombre las señala, y lo confirma el registro de mi barco, en que vienen designadas como vuestras. ¿No lo sabía usted?

-No, ni aun la más remota sospecha tenía -contestó con las lágrimas en los ojos el enajenado propietario.

-¡Oh! -exclamó riendo el capitán-. Cosas de vuestro tío, que es todo un original! Por eso me encargó que le aconsejase a usted de vender ese mineral aquí, de guiarlo para los pasos que con este objeto tenga que dar, de cambiar el dinero en buenas letras de cambio, y hecho lo cual, cuidase de buscar a usted su pasaje para la Coruña.

Y todo sucedió así. Benito se embarcó en el vapor inglés, no para la Coruña, donde no hace escala, pero sí para Vigo, trayendo en letras por valor de diez mil duros.

Y ahora -prosiguió la marquesa meneando la cabeza y mirando con radiante aire de un noble triunfo a su anciano amigo- ahora, ¿qué dice usted, profeta de males, verdadero búho, que creéis ser pájaro de la sabiduría, compañero de Minerva, y no lo sois sino de la noche y compañero de la desilusión? ¿Qué dice usted? ¿Qué dice?

-Digo que la rosada aurora me deslumbra, y que me vuelvo a mis ruinas, pero no sin dar gracias a Dios que la cría, el parabién a las flores que se abren a su paso, y envidiar a los pájaros sencillos que le cantan un himno simpático.

-Quisiera -prosiguió la marquesa- que oyese usted referir a Domingo la entrevista de Benito con su madre y sus hermanos. En mi vida he gozado como al oír esta relación. ¡Cómo se unieron mis bendiciones a las de toda la familia para colmar con ellas a ese tío que, áspero en apariencia, había hecho la felicidad de esa buena gente! ¡Oh! ¡Qué no hubiese él mismo estado presente para gozar de la inefable delicia que proporciona el hacer bien! ¡Qué virtud tan querida de Dios es la caridad, conde, cuando le ha dado dos recompensas, una en la tierra y otra en el cielo; cuando le ha otorgado una ventaja que no se ha otorgado a sí mismo, y es la de no hallar un contrario, un hostilizador ni un escéptico! Desde luego se puso en marcha con su caudal metálico en su cartera y su caudal de felicidad en el corazón para la Coruña, en donde habían permanecido Andrea y su madre, a causa de haber muerto su padre al propio tiempo de estar ella allí.

Domingo, a su llegada aquí, pensó hallar carta de Benito con la noticia de su boda; mas no ha sido así, pues bien dice el refrán, que con las glorias se olvidan las memorias; pero yo, impaciente por tenerlas, he escrito a mi primo, que con motivo de vivir en la misma casa conocía a Andrea (la que hallaba por cierto muy de su gusto), y debo, por el cálculo que he hecho, recibir su respuesta de hoy a mañana.»

En este momento entró un criado trayendo algunas cartas y los periódicos del correo. La marquesa se levantó presurosa, miró varias cartas, murmurando: «para Alberto», y al tomar la última, exclamó, observando el sello:

-¡Para mí, y de Galicia! Ya está aquí, conde, ya está aquí la última pincelada de mi cuadro.

Sentose en seguida en el borde de una silla, rompió el lacre, y se puso presurosa a leer. La luz del reverbero se derramaba sobre ella como el esplendor de una brillante aureola de regocijo; su acento al empezar la lectura era vivo, alegre como la luz que la alumbraba. Leyó así:

«He recibido tu carta, mi querida prima, y no he extrañado el interés que demuestras por aquellos jóvenes, con los que la casualidad te puso en contacto. Hay buzos que no temen hundirse en las ásperas aguas del mar para sacar una perla, y así te sucede a ti, que no temes mezclarte entre las ásperas olas de un círculo vulgar e inculto, para desentrañar una perla de las muchas que hallas, porque las buscas; y ciertamente diste con esa perla al dar con Andrea, incrustada en la tosca concha de su madre. Creo que habrás sabido la vuelta de Benito y su cumplida fortuna, y ahora desearás que te participe las felicidades del regreso, los gozos de las esperanzas cumplidas y las alegrías de la boda; quieres tu parte en todas ellas, a lo que te da derecho el vivo y afectuoso interés que te has tomado por estos amantes. ¡Ojalá pudiesen mis noticias dar más brillo y vida a tu sonrisa, como lo dan los rayos del sol a una flor! Pero no puedo, si he de ser verídico. Rodéannos incesantes desgracias. ¿Qué día, acaso, no doblan las campanas, no se trastorna una existencia y no se aja una esperanza? Y no obstante, tantos avisos para que no nos apeguemos a un estado transitorio, a una vida incompleta, a un mundo amargo e ingrato, no nos hace mella, y nos empeñamos en buscar una dicha cumplida, sin elegir siquiera la que puede brindar esta tierra, en donde sólo puede hallarse; esto es, en la ausencia de ambición y de pasiones, en los santos goces de la virtud!!! El hombre ha hecho de la felicidad un ideal, y se desespera de no hallarlo en un mundo que él mismo hace malo, denigra y desprestigia.

Pero me aparto del objeto de mi carta. Desde que partiste, la pobre Andrea fue decayendo en su cuerpo y en su alma, porque la ausencia la marchitaba, sobre todo desde que, llegada la época en que debió recibir noticias de Benito, faltaron éstas un día y otro. He sabido después que las cartas llegaron, pero que fueron quemadas sin leerlas por su madre. Aún hubiera podido vivir Andrea tranquila en su retiro con su tristeza, como el sauce en su soledad, conservando en su corazón un resto de esperanza, como conserva el cielo el crepúsculo cuando pierde al sol, si su cruel y egoísta madre y su protegido no la hubiesen perseguido de continuo, él con sus repugnantes, ella con sus despóticas exigencias. Andrea, cuyo carácter firme conoces, resistía; pero los verdugos no veían que esta lucha mataba a la pobre víctima. Para colmo de desgracia, murió su padre, y la situación desvalida en que quedaron dio nuevas armas a su tosca madre para insistir en un enlace que llamaba la suerte de ambas; pero Andrea no cedió. Las lágrimas, las reconvenciones y hasta malos tratamientos de su exasperada madre, unidos al olvido del hombre que tanto amaba, acabaron con sus fuerzas, pero no con su constancia. Todos la veíamos morir menos su madre, que sólo la veía casada. «Ya se pondrá buena -contestaba a nuestras observaciones-, cuando olvide al rapaciño de su primo y se encuentre rica y disfrutando en su casa». Tarde se llamó a un facultativo; éste no pudo curarla, ni ella quiso curarse. Habíase, encerrado en un silencio que pocas veces rompía; una de ellas fue para decirme, minutos antes de morir, que la despidiera de ti, y te dijese que el mundo era una cárcel, y la muerte la libertad.

A los dos días murió. ¡Qué hermosa estaba en su féretro! Parecía que aquellas facciones, correctas y graves, eran las propias para la augusta inmovilidad de la muerte; traslucíanse sus venas por su terso cutis, de manera que parecía una estatua de blanco mármol con vetas azules.

La miraba profundamente conmovido al considerar que pronto iba a desaparecer para siempre en las entrañas de la tierra tanta hermosura y juventud, cuando la puerta se abrió con violencia: un hombre apareció en el quicio; era Benito! No podré pintarte la escena de desesperación que siguió a esta entrada, y el contraste que formaba la violencia y agitación del uno y la inmovilidad de la otra. Mirábala el infeliz como si quisiese con el ardor y fuego de sus miradas reanimar los apagados ojos de la que amaba; sollozaba a gritos y la llamaba, cual si quisiese que sus acentos de dolor penetrasen en sus yertos oídos y trajesen un suspiro entre aquellos blancos o inmóviles labios.

Fue preciso que algunos parientes y amigos se lo llevasen en un estado que hizo temer por el trastorno de su cerebro; a fuerza de sangrías y otros medicamentos se logró serenarlo; y cuando después de unas calenturas, en las que alternaron el letargo y el delirio, volvió en sí, halló a su lado a su madre, a sus hermanos y a su tío el de Méjico, que todos lo rodeaban con las mayores muestras de cariño. «Vive, hijo de mi alma, si quieres que yo viva, le decía deshecha en lágrimas y con las manos cruzadas su madre. -¡Hermano, no nos desampares, le decían éstos besando sus manos. -Sobrino, dijo su tío, he vuelto de América sólo por ti, para que no nos separemos más: ¿no me agradecerás esta prueba de cariño, y no tienes sentimientos en tu corazón sino para un solo amor?»

Benito ha convalecido; aún está débil y profundamente afligido; pero el tiempo, que es la panacea de los males del corazón, le irá cicatrizando esta profunda llaga. El dolor violento que los poetas y novelistas hacen eterno, no lo es ni puede serlo; tórnase la desesperación en dolor, el dolor en sentimiento y el sentimiento en tristeza, como en la hoguera la llama enhiesta decae, se amortigua, se torna en brasa y después en ceniza; y así, tú que eres todo sentimiento, y lo tienes por único motor en la existencia, no culpes a Benito por seguir la senda usual y trillada, porque Benito no es un héroe de novela, sino un hombre de la vida real que resiste a las penas como es y debe ser, pues si cada pena costara una vida, el mundo no existiría. Tampoco llores sobre Andrea. ¿Por qué llorar, si dice nuestra hermosa frase, que nada pierde por ser tan repetida, que pasó a mejor vida

La marquesa dejó caer sobre la falda sus manos con la carta que en ellas tenía, e inclinó la cabeza sobre su pecho. La viva luz del reverbero hizo brillar como estrellas las lágrimas que precipitadas surcaron su rostro.

-¿No digo -exclamó el conde, levantándose y tomando entre las suyas las frías manos de su amiga- no digo que la mata su corazón? Amiga querida, considere usted que debe enfrenar sus excesos. Los filósofos pitagóricos creían que el alma era una armonía compuesta de dos partes: una racional, y otra irracional. Colocaban la primera en la cabeza; la segunda, en el corazón.

-Esos filósofos no eran cristianos, conde.

-Es cierto; pero esta definición, hecha por hombres sagaces y pensadores, debe demostrar a usted que el corazón necesita un freno, si es que llega, como sucede en usted, a ser nuestro verdugo.

-Muchas veces me ha dicho usted, conde -repuso con suave exaltación la marquesa- que es el corazón el verdugo del hombre, y yo hallo que es su áncora de salvación. Él es el santo lazo que, nos uno todos unos a otros, sin distinción de clase, de edad ni de patria; él ampara todo lo desvalido y compadece todo sufrimiento, sea el delincuente amigo o enemigo, racional o irracional, mientras el egoísmo cree haber hecho lo suficiente, lavándose las manos como Pilatos; es el incansable antagonista de toda crueldad, sin temer burlas ni desdenes, mientras el hombre que no lo escucha, la tolera, la inventa, la ejerce y constituye hasta en diversión, a pesar de la religión, de la humanidad, de la razón y de la cultura. Él lleva a la limosna, mientras la prudencia precavida crea las leyes de la propiedad; lleva al perdón, mientras la justicia crea el castigo; crea la poesía, mientras la cabeza crea las reglas y el arte; crea la buena fe, mientras el raciocinio crea el sofisma. Él hace el amor desprendido, consagrado, dulce, eterno y celestial, mientras la pasión lo hace egoísta, vano, violento, perecedero y terrestre; él vence la altanería del pensar con la dulzura del sentir, ablanda la dureza de carácter con el santo manantial de lágrimas, nos alza a altas regiones con las ansias, que son sus alas, mientras la naturaleza humana nos rebaja con los sentidos; goza en todo sacrificio, grande o chico, mientras que contra ellos se rebelan el interés y los apetitos; muestra la buena senda a la imaginación cuando el terror la extravía; siente a Dios, mientras el entendimiento no lo comprende; hace versiones, mientras el espíritu de análisis hace defecciones. De él brota la clemencia como un bálsamo divino sobre el universo, y por última excelencia, recompensa él mismo con inefables goces al que sigue sus inspiraciones. La materia nos embrutece, la cabeza nos extravía, las pasiones nos pierden; sólo él nos salva. ¡Dichoso mil veces el mortal que atiende a su voz y es sordo a las que la ahogan y combaten! Y así, conde, no es el corazón nuestro verdugo, no, no; ¡es el áncora que nos salva!

-Y añada usted -dijo conmovido el conde- que viéndose el corazón personificado en usted, no hay quien lo resista, y no lo proclame la parte de ángel que conserva la humanidad. Pero lloraréis como las nubes todas vuestras lágrimas sobre la tierra, pues NO HALLARÁ ese corazón que sólo queréis escuchar, amiga e hija mía, COSA CUMPLIDA SINO EN LA OTRA VIDA!




 
 
FIN
 
 


 
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