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ArribaAbajoDiálogo tercero

El sochantre de lugar


Cuanto he dicho no es consejo: es empeño en hacerlo a usted volver a sus niños, a sus flores, a sus altares y a sus lágrimas puras.


(Carta escrita al autor.)                


No es un idilio, no es una bucólica, no ostenta versos ni términos refinados; es una sencilla pintura en lisa prosa.


EL AUTOR.                


Era la hora que tan bien define la poética denominación de la caída de la tarde. Efectivamente, caía una de estas hermosas hijas del mes de Julio para no volverse a levantar. El crepúsculo empezaba a encender una a una las luces que forman el brillante alumbrado del cielo; los piadosos lagartos bajaban tímidamente por las paredes a besar la tierra; del sol no quedaba sino un recuerdo de color de rosa entre los celajes. Las flores, dueñas pródigas del tesoro de un día, lo echaban al viento en loca profusión, y desde la cumbre de un majestuoso laurel, perpetuamente verde como la gloria que simboliza, repetía el mochuelo su triste ¡ay! que no confía al alegre día.

En el ángulo de un ante-jardín enlosado a la moruna, alternativamente con rojos ladrillos y abigarrados azulejos, delante de un saltadero que desde el suelo se alzaba brillante, pero que al perder su ímpetu doblaba su débil cabeza, y recaía rendido y deshecho, colgaba una hamaca de blanco algodón, en la que estaba medio recostada la marquesa de Alora. Cubríala un ligero vestido de tafetán gris, cayendo como un ancho velo hasta el suelo, en el que apoyaba la marquesa la punta de su fino pie para mantener con un ligero impulso el suave balanceo de la hamaca.

-Parece usted una sílfide de nuestras floridas Antillas -le dijo el conde de Viana, que sentado cerca de un naranjo bebía lentamente un vaso de agua en que mojaba un panal de limón2.

-Para que sea exacto vuestro símil, me falta el cigarro -contestó riendo la marquesa.

-¿Quiere usted que se lo ofrezca?

-Sí -respondió la alegre señora-; sobre mi mesa de labor hallareis los que gasto.

El conde entró en la salita en donde recibía de diario la marquesa, y volvió con una barrita de alfeñique, que le presentó. La marquesa la tomó, y poniéndola entre las sartas de perlas, blancas como aquel confite, que adornaban su boca, dijo:

-Soy golosa; tengo todos los defectos de los niños.

-Y sus gracias y buenas cualidades también -repuso el conde.

-Y usted la mala de mimarme como a ellos.

-No lo niego -dijo el conde-. Sabe usted que mi máxima es que todos los niños deben ser mimados. Creo dañosísimas esas educaciones anticipadas que hacen de los niños caricaturas en su moral, como las levitas y los corsés lo hacen en lo físico. Cuando un niño me dice: «Beso a usted la mano, ¿cómo está usted?», me hace al oído el efecto de un loro, y a los ojos el de un enano. Mientras son niños, sólo una cosa hay que conservarles: la inocencia; sólo una que enseñarles: el rezar.

-¡Qué horror, conde! Proclamo a usted el más espantoso retrógrado. Esa es educación de convento.

-Nada de duro, nada de hostil para esas tiernas naturalezas -prosiguió el conde- que contrariándolas, sólo se consigue agriar. Nada que pueda prolongar en sus ánimos la irritación, que así sube al grado de cólera. Nada de poner en lucha abierta la voluntad de un niño con la de su superior; porque el niño no conoce aún su inferioridad, y sólo ve en los mayores el despotismo. No pretendo por esto que se les deba ceder, lo que es otro mal; pues de esta suerte se engríen en el mal principio de la imposible libertad individual, y se hacen voltuntariosos. Así, para imposibilitar sus caprichos, y para quebrarles la voluntad sin acudir a la persuasión ni valerse de la razón, que aún no tienen ni conocen, se debe únicamente acudir a la distracción, que es tan fácil de promover en las criaturas. Este es el medio que se debe adoptar para apartarlos de todo asomo de malas pasiones, lográndose así que su nociva impresión pase sin dejar huellas como una sombra. ¡Qué buenos resultados se notarían si se siguiese este sistema!

-Soy de la misma opinión -dijo la marquesa-. La ciencia del bien y del mal, cuanto más tarde se aprenda es mejor. Hágase a los niños dulce y fácil la buena senda, para que no la abandonen.

En este momento cayó al suelo una carta, de dos que tenía la marquesa en su falda. El conde la recogió, y dijo:

-Esta es una de las muchas misivas que recibe usted; pide limosna por todos sus poros.

-Se equivoca usted, conde -repuso la marquesa-; esta carta no pide nada. Aunque escrita por persona humilde, en papel basto, en tosca letra, es a pesar de eso una carta tan sentida, expresa tan bellos y tan altos pensamientos, que podría servir de modelo en circunstancias análogas a muchas escritas en papel de dorado canto, con fina letra, con sello de armas o divisa.

-¿Y de dónde viene dirigida esa carta-modelo? ¿Qué madame de Sevigné la ha escrito? preguntó el conde.

-No la ha escrito ninguna marquesa encumbrada, ni viene fechada de ninguna corte; la ha escrito una pobre mujer de un sochantre, y viene del oscuro lugar de Valdepaz.

-Si esa epístola es de aquella Arcadia, ya no extraño que la lleno a usted de entusiasmo; pues ya sé de atrás que ha hecho usted de aquel villorrio tan feo su edén. ¡Hacer su edén de aquel rincón!

-Lo feo y lo hermoso, amigo mío, son cosas convencionales. Los rincones feos están para mí en nuestras pestíferas ciudades; pero en el campo de Dios no hallo rincón feo, ninguno que no alegre la hermosa y resplandeciente bóveda que lo cobija, que no engalanen las plantas que lo cubren, que no animen miles de animales y de insectos, todos llenos de vida, todos curiosos a la observación. Así, esta carta, si bien no es, de una Arcadia, ni de un edén, es de un alegre, tranquilo y pacífico lugar.

-¿Me permite usted que la lea?

-Prefiero que no lo exija usted.

-¿Y por qué?

-Porque mirada como misiva de Arcadia, no llenaría a usted, puesto que no es un idilio, no es una bucólica, no ostenta versos ni términos refinados; es una humilde y cristiana carta en prosa vulgar.

-Pues ya se ve que así lo entiendo, marquesa; cuanto decía era en tono de chanza.

-¡Ah, conde! -exclamó la marquesa-. ¡No sabéis bien cuál es la impresión que dejan en el ánimo expansivo la sonrisa sarcástica, la expresión de ironía, que cae sobre un desahogo de nuestro corazón como una escarcha sobre una flor! El sarcasmo y la ironía son armas cuyo uso es tan fácil, que no parece sino que mientras más basta y torpe, es la mano, mejor las maneja. Ellos son los que quitan todo su encanto a las cosas más elevadas y más delicadas, pasando sobre ellas como un viento pernicioso y helado sobre los renuevos de las hojas a las cuales matan en su germen. ¿Sabéis que he visto jóvenes de corazón ardiente, de imaginación florida, con un alma en que brillaban la fe, la esperanza y la caridad, trocados por ellos en unos ridículos escépticos, sin fe ni ley, repeliendo de sí, como el humo de un cigarro, cuanto sagrado, ascético y delicado existe?... ¡Pobres hojas que murieron en su germen! ¡Pobres flores que ajó la escarcha! ¡Pobre juventud raquítica que muere sin desarrollarse!

-Y esa trasformación, ¿creéis de buena fe que la puedan motivar unas rutineras chanzas?

-Sí, conde, sí; porque un joven se hace así cuando pierde las ilusiones de la vida: no las ilusiones como se entienden hoy día, que es cifrándolas en empleos, en dinero y en figurar en la escena del mundo; sino las ilusiones tales como son, esto es, las que forman el prestigio con que la juventud mira la vida, los hombres y las cosas; y este prestigio lo destruyen el sarcasmo y la ironía en las almas débiles que no se elevan inmutables por cima del alcance de sus tiros. No son, no, ni los vicios ni las maldades los que despojan de su virginidad a las ilusiones de la vida, que con ellos no se rozan; es la vulgaridad presumida, para la cual el sarcasmo y la ironía son el gran ariete con que destruye al sentimiento, débil adversario que no tiene armas con que defenderse, ni más fortaleza que el corazón en donde se repliega, si no muere en la lacha. Así es que el poeta de corazón tiene siempre que llorar el paraíso perdido.

-¡Y a mí me decís eso, marquesa! ¡A mí, que en usted amo sus ilusiones, como amo el perfume en la flor! ¡A mí, que admiro ese prisma, único en su género, con que todo lo miráis! ¡A mí, que lejos de vituperarlo, proclamo a usted, por ser bello y raro privilegio, poeta, poetísima!

-¿Y cómo me lo decís? ¿Es con el tono desdeñoso que se emplea cuando lo que origina ese epíteto se quiere condenar al ridículo, o en el que se adopta cuando esa palabra poeta, se aplica para calificar aquella facultad divina que tiene el hombre para elevar, ennoblecer, vivificar, alegrar, dulcificar, embellecer y realzar cuanto le rodea? ¿Es reconociendo en la poesía ese amor, esa simpatía universal que comunica, digámoslo así, las pulsaciones de nuestro propio corazón al orbe entero, y aún a lo inanimado, y que así todo lo sabe, todo lo adivina, como el gran Shakespeare, el más cumplido tipo del poeta?

-No miro yo así la poesía, amiga mía; para comprenderla como usted es menester ser poeta uno mismo. A la verdad, señora, la miro como un estado de la mente sobrexcitada, y así, creo que cuando la poesía se mezcla en la vida real, es una mala ama de llaves. No soy enemigo, por cierto, de las Musas, pero no me gusta que bajen del Parnaso. Lo novelesco es en la vida el veneno más sutil; y no será usted -usted, mujer tan sensata- quien pueda aprobarlo ni defenderlo. Diré más: una mujer como usted se debe así misma el condenarlo en la práctica, siendo un contrasentido que se haga patrocinadora de novelerías y romanesquerías una mujer a quien yo tacharía de ser fría y exageradamente austera en ciertas materias, si en ellas no fuese la austeridad, no la frialdad, sino el resplandor de la nieve.

-Ahí tiene usted, conde, un error muy general, y es el de confundir lo poético y lo romanesco, y condenar lo uno por lo otro. Veamos si puedo demostrar la diferencia que entre ambas cosas existe, según yo lo entiendo. Poética es la joven que con todas las virtudes de la juventud, la sencillez, la inocencia, la modestia, la laboriosidad, la obediencia, no piensa precozmente ni en amores ni en brillar: este no es un tipo romanesco. Pero sí lo es la joven emancipada, que se apasiona como una Fedra, a despecho de la voluntad paterna; intrépida amazona, que busca con ansia un teatro en que brillar, y que ostenta con aplomo sus torcidas y no maduras opiniones en punto al mundo que no conoce, y en punto a ideas que no ha digerido: esta joven, por cierto, no es poética. Poético es el joven que limita sus deseos, y lucha con tranquila perseverancia contra la mala suerte; que honra las canas, respeta lo que le es superior, enfrena su lengua, y se hace lugar con su mérito, sin encumbrarse más de lo que es propio, sirviéndole para ello de zancos la jactancia: este joven no es romanesco. Lo es, sí, el que desde luego entra en la vida con pretensiones exageradas de adelantos y ventura. Para él, desde luego, la gloria, la fortuna, el amor, la vida, todo se le debe. A la primera decepción, sin querer trabajar en la gran viña, por ser corto el salario, va a buscar -sin fe ni ley, sin respeto a sí mismo y a la humanidad- su sepultura, en que con atrevida mano estampa por epitafio suicidio: este joven no es poético, conde. La poesía toma la vida tal cual es, y la embellece; calma la desgracia con la razón, que es su amiga, y contiene los desbordamientos de la ventura con la delicadeza, que es su inseparable compañera. Lo romanesco tiene en cambio para los infortunios, desesperación, locura, muerte; para las venturas, enajenamientos, arrobamientos y ruido. Equivocase igualmente lo clásico y lo romántico, juzgando por los abusos de las cosas y no por su esencia; pero pueden aplicárseles estas mismas distinciones, y decirse que lo clásico es romaneseo, y lo romántico poético. Veo pintados en vuestros ojos la extrañeza y escándalo que han causado mis últimas palabras; oigo a usted ya enumerar una sarta de pecados mortales que achacan al romanticismo, y me apresuro a asegurarlo que por hoy no tendrá este pobre calumniado un adalid defensor en mí. Pero difiero esta controversia para otro día, porque siento que un hombre como usted, por no pararse a profundizar una cuestión, esté tan errado en sus opiniones sobre ciertas materias. Lo prueba el que quiere usted circunscribir las Musas al Parnaso y no darles cabida en su hogar. ¿Será usted, pues, de aquellos que sostienen que, siendo la poesía una cosa facticia, fantástica, un arte, en fin, debe tener su asiento en la cabeza que PIENSA Y CREA, engalana lo creado y lo coloca en las bibliotecas, y no de nosotros los que creemos que tiene su asiento en el corazón, que la SIENTE y la derrama en la vida, como un benéfico rocío del cielo?

-Participo un poco de ambas opiniones -respondió riendo el conde-; juzgo como los primeros, y no obstante, no puedo menos de sentir como vos, cuando oigo y observo en usted el resultado de sus opiniones, y confieso, siguiendo vuestra antítesis, que una mujer infiel a sus deberes no es poética por más que hagan por poetizarla; y que vos lo sois muchísimo. En lo demás, perdone usted, amiga mía, el prosaísmo a las canas, como perdonaría usted al que ha cegado que no vea la luz; pero crea usted, si fe le merezco, que tengo el mayor placer en oírla. Noto que rebosan en su corazón los sentimientos y recuerdos que ha evocado esa carta; iniciadme en ese mundo que veo bullir en vuestra mente.

-¡Pero, conde, si nada puedo referiros sino puerilidades; nada sino recuerdos de un villorrio de un sochantre de lugar, de un interior pacífico y humilde, de niños, de flores, en fin, nimiedades!

-Comuníquemelas, pues, aún dado el caso que lo fuesen. Aun suponiendo gratuitamente, como lo hacéis, que, no me interesasen, quedaríame todavía un placer, y es el que expresaba un francés, al que preguntaban qué encanto le retenía las horas muertas al lado de una mujer muy linda que sólo hablaba puerilidades, diciendo: «La miro hablar».

La marquesa permaneció callada.

-Vamos -prosiguió el conde- ¿por qué se repliega usted así? ¿Dónde está esa encantadora expansión que hace de vuestra mente una colmena de cristal, y me da armas para seguir nuestra pacífica guerra, en la que triunfo cuando peleamos en la densa atmósfera de la tierra, y triunfáis cuando nos elevamos a otra más alta? ¿No sabe usted que cuanto dice me interesa, y que simpatizo con usted en el fondo, como el débil reflejo con la luz? ¿Acaso no comprendéis que si alguna vez quiero retener su vuelo, es con el mismo fin que me llevarla a hacerlo con el ímpetu de este saltadero, no porque no lo admire, sino para que no caiga de demasiado alto? Vamos, léame usted esa carta que tanto la conmueve.

-No puede ser, no estáis en antecedentes, no la comprendería usted.

-Mejor; me los referirá usted, y así será más larga la sesión.

-Tenga usted presente, señor mío, que si lo que voy a referir estuviese impreso, sería muy fácil, para el que lo leyese y le pareciese cosa fútil y poco digna de ser leída, el tirar el papel; tanto más -añadió la marquesa, volviendo a sus labios su benévola sonrisa- cuanto que no me vería hablar; pero usted no está en ese caso, y aunque le canse, tendrá usted que oírme hasta el fin, porque como se proclama usted de la escuela antigua, no querréis interrumpir a una señora ni demostrarle fastidio.

-Sé -repuso el conde, afectando una ceremoniosa gravedad- las imprescindibles obligaciones que me impongo, y las admito con todas sus consecuencias.

-Hagamos -dijo la marquesa- un convenio que dicte la franqueza sin intervención de la galantería. Cuando mi locuacidad, excitada por recuerdos que me son caros, me arrastre en su larga y veloz carrera demasiado lejos, tomará usted esa campanilla azul que, al subir por el naranjo como por una cucaña, se ha detenido cansada al alcance de su mano, y la agitaréis como lo hace el presidente del Congreso con la suya de plata cuando ciertos oradores, traspasando los límites a que puede extenderse un discurso, los quieren lanzar en el grandioso espacio de lo interminable.

-Convenido, señora. Pero antes digame usted: ¿no existe en el Congreso una campanilla de oro, con la que el presidente puede significar al orador que tenga a bien prolongar su improvisación?

-No lo sé -contestó riendo la marquesa-; si la hay, lo cierto es que no se ha puesto en uso; pero si llego a engolfarme en mis recuerdos de Valdepaz, es bien cierto que no necesitará usted de la campanillita de oro. Era tan profundamente tranquilo aquel rincón, que, ¿lo creerá usted? hasta con la muerte se vivía allí familiarizado. Ahora bien: hacer aparecer a la muerte suave, sin que infunda horror ni tedio, ¿no es una altura a que pocas veces alcanzan el hombre religioso más metido en Dios, el filósofo más desengañado del mundo? La hacienda en que habitábamos sólo estaba separada del cementerio por un pequeño corralón en que pacían unas ovejas; pues creed que ningún horror me inspiraba la cercanía de aquel lugar de descanso de los campesinos. Cuando veía abrir una zanja por los parientes de una persona difunta (puesto que allí no hay enterradores asalariados), lejos de ver en ellos hombres lúgubres cavando una negra y pavorosa sepultura para un muerto, sólo me parecían hermanos de la Caridad preparando un lecho para un dormido. Allí hubiéramos podido saludarnos con el ¡Hermanos, de morir habemos! de los trapenses; porque esta frase no hubiera sido para nosotros la suprema expresión del desprendimiento de las cosas de la tierra, sino la confiada adhesión a las del cielo.

-¡Marquesa -observó el conde- la idea de la muerte es grave!

-¿Y quién dice que no, amigo mío? Pero ¿quién ha dispuesto que las ideas graves sean tétricas? ¿Quién el que sean contrarias a la suave alegría y paz del alma? Las almas santas buscan las cruces, y no las hallan. San Francisco Javier las deseaba más y más cada día, y Santa Teresa pedía padecer o morir, y ambos se hallaban colmados de gozo, El P. Kempis dice: «Si tuvieses buena conciencia, no temerías a la Muerte». No, conde. Dios no hubiese creado al sol? si no quisiera al hombre alegre; ni hubiese dado por premio a la virtud -la serenidad y contento del alma-. En aquel lugar apartado y quieto conocí al hombre mejor y más feliz del mundo, al sochantre de su iglesia, el cual va a ser el héroe de mi relación, si es que insiste usted en que prosiga.

-¡Más que nunca, señora, más que nunca! Un hombre bueno y feliz es una mosca blanca, con ítem más, ojos de brillante, que ansío tanto hallar, como ansiaba Colón descubrir las Américas.

-Usted mismo puede graduar si fue ambas cosas, después que me haya oído.

Había sido mi protagonista hijo de un criado de campo al servicio de una noble y pudiente familia, y como tal, generosa. Había Gilito, tal era su nombre, por gordo y alegre, caldo en gracia a sus amos, que se lo llevaron a Sevilla a estudiar. Por desgracia, aumentó Gilito en la abundante mesa de los señores considerablemente en carnes; pero en la Universidad aumentó poco en saber. La incapacidad de Gilito le hubiera cerrado todo camino de adelanto, a no haber encerrado su ancho pecho una voz que en Italia le hubiese hecho ser otro Lablache, y que en Sevilla lo hizo sochantre. Volvió, pues, triunfante a sus hogares, tan robusto de voz y de persona, que en ambas cosas, voz y persona, había estofa para cuatro sochantres. Tomó Gil, ya designado por D. Gil, posesión del coro de la iglesia del lugar con alta dignidad. Desde entonces debió notarse en su expresivo rostro la mezcla más graciosa de la bondadosa y sencilla alegría de un niño y de un buen alma, con la dignidad y prosopopeya de un padre grave y de un alto funcionario. Alternaban a veces ambas cosas en su semblante con tal rapidez, que se explayaba aún sobre sus labios su infantil y alegre risa, cuando ya sus ojitos negros desde su concavidad lanzaban una mirada grave, austera, y con ínfulas de imponente. Agregó a la dignidad de sochantre la de sacristán y santero de una capilla situada a espaldas de la iglesia, la que tenía contigua una casa-habitación para el encargado de su custodia. Casóse con una sobrina del cura, huérfana algo entrada en años, pero buena, delicada y amante, que cifró en su rotundo marido toda la ternura que durmiera por tantos años en su pecho, y la cual le trajo al matrimonio algunas fértiles suertes de tierra; de manera que decían las gentes del lugar: «¡Vaya si lo pasan, bien!» Resultó que D. Gil, entre bienestar y mimos, entre requiems y glorias, siguiéndose sus días unos a otros santos y uniformes como las cuentas de un rosario, claros y puros como gotas de agua, tranquilos como copos de nieve, alegres como lentejuelas, llegó en lo moral a ser el hombre más feliz, y en lo físico el hombre más gordo del mundo.

Cuando conocí a D. Gil, tendría sobre cincuenta años. Su gordura había llegado a su apogeo, y hubiese deslucido al más corpulento atún de la almadraba de Conil, si allá lo hubiesen hallado en sus redes; y la santera decía con íntima satisfacción: «¡Qué buenas carnes tiene mi Gil! Dios se las conserve.»

Vestía calzones cortos, chaqueta y chaleco, de hábito de San Antonio, y medias de estambre negras; un capote con mangas colgaba sobre sus espaldas, y un sombrero de tres picos coronaba su ancha cabeza. No gastaba corbata, por la sencilla razón de que carecía de pescuezo; tenía el cabello rapado, y sólo le colgaban unas largas mechas de cabello en la nuca, o por mejor decir, no colgaban, por la antedicha falta de pescuezo, sino que se extendían por sus enormes hombros en forma de golilla. Cuando iba al campo a ver sus sembrados, o a cazar, pues era un terrible Nembrot, dejaba el capote y tomaba una manta, trocaba las reverendas medias negras por zapatos de vaca y polainas, el encumbrado sombrero de tres picos por uno calañes de enorme ala, y así ataviado salía mi D. Gil, semejante a lo lejos a un pequeño monte Vesubio apagado.

Nuestra primera entrevista, de alegre memoria, merece ser referida, no sólo porque fijó ciertamente una escena de un cómico genuino que no podría inventarse, sino porque sus lances son pinceladas que harán más parecido el original que voy pintando. Habiendo nosotros al pueblo con intención de pasar una temporada larga, y siendo parientes de la familia que le había protegido, D. Gil, que, como todos los españoles, tenía ideas innatas de cortesanía, se creyó obligado por todas razones a venir a ponerse a nuestra obediencia.

Es de advertir que en los pueblos del tenor de Valdepaz no se hallan más espejos que alguno que otro tan pequeño, que si alguna vez sus dueños tienen la curiosidad de mirarse en ellos, van viendo sucesiva y separadamente cada una de sus facciones. Abrió el criado, que era gallego, la sala, diciendo a D. Gil que pasase adelante; lo que éste hizo, preguntando al pasar al criado, a quien ya conocía: «Farruco, ¿en tu tierra canta el cuco?», y acompañando este agudo chiste con una de sus alegres risas. En seguida, por una de esas súbitas trasformaciones, dijo con grave semblante y campanuda voz: ¡Alabado sea Dios! No hallando quien completara esta vulgar, pero hermosa congratulación, con el usado y pio ¡Para siempre!, lo dijo él, y se acercó al espejo, en el que se puso a mirarse. Cuando entré en la sala, aún me hallé a mi visitante inmóvil y absorto en su contemplación, sin que mi llegada le sacase de su arrobamiento. Gran rato aún nos estuvimos ambos contemplando el mismo objeto, esto es, él a sí propio, yo a él.

-Señora -dijo al fin con voz consternada, sin pensar en saludarme y sin desviar la vista de su dirección-, ¿este espejo aumenta?

-No señor -contesté, sin comprender la causa que originaba tal pregunta.

-Señora -tornó a preguntar- ¿este espejo ensancha?

-No señor.

Entonces, con un acento desconsolado y sin dejar de contemplarse, se puso a exclamar a gritos:

-¡Ay qué gordo! ¡ay qué negro! ¡ay qué feo! ¡ay qué barrigón que soy! ¡Jesucristo! ¡Cristianos! ¡Qué espantajo para lobos!

Traté de atenuar el mal efecto que le había causado a aquella viva antítesis de Narciso su propia vista -pero no me escuchaba: había caído cabizbajo sobre una silla, y seguía su triste elegía.

-Señora, yo no sabía que era tal figurón. ¡María Santísima! Ya no me espanto de que el tío Lucas el arriero no me quiera alquilar sus burros cuando se me ofrece ir a cazar a la marismilla.

Esto diciendo, se levantó para volverse a mirar; pero esta vez, sobreponiéndose su natural jocoso, conforme volvió a verse, empezó a reírse tan de corazón y con tan sinceras carcajadas, que no tardé en hacerle coro.

-¡Toma! -decía-. Y a mí, ¿qué se me da? ¿Tendría yo acaso alguna renta por ser bonito? ¿No me está siempre diciendo mi Curra: Dame gordura, y daréte hermosura? ¡Y que jamás se dice qué hermoso y qué flaco, sino qué hermoso y qué gordo que está! ¡Ahora me iría yo a apurar por eso!. ¡Pues ya! ¡Bendito sea Noé, que se quitó los calzones y echó a correr!3

El discurso que probablemente había preparado para aquella ocasión se quedó en el tintero, o más exactamente dicho, en el espejo: lo sólo que de él pudo reasumir fue que tenía un amor entrañable a los usías, que los usías le habían dado su carrera, que los usías daban allá el pan a los trabajadores, que por un usía era capaz de dar el corazón, y que cuando había un usía en el lugar se alegraban hasta los pájaros.

Después de esta primera entrevista, que no pienso fuese grave ni ceremoniosa, y establecida desde luego cierta confianza muy expansiva por parte mía, me suplicó con tan vivos deseos que tocase el plano, que allí vio, sin comprender lo que era, que me apresuró a satisfacer su deseo. Bien veía que era aquel instrumento análogo al órgano; pero un órgano sin fuelle lo parecía a D. Gil un sochantre sin voz. ¡Cuánto no gozó y se rió de júbilo al oírme!... Creo que si hubiese sabido valsar, se hubiese puesto a hacerlo con una silla, como lo hacen las niñas que ya no van a la amiga. Pero pasando repentinamente como por magia a una heroica severidad y a una gravedad austera, díjome:

-Señora, esto es hermoso, no hay que decir; pero donde está...

Y abriendo su boca como la de un cañon, entonó el Credo con un torrente de voz que hizo retemblar las vidrieras.

Al oír aquella explosión vocal, las gallinas que picoteaban tranquilamente debajo de la ventana saltaron atrás piando, los pavos hicieron la rueda con su glu glu, el gato desapareció como una exhalación, el perro, que gozaba de un apacible sueño, se puso en pie murmurando un indistinto ladrido y empinando las orejas, y los chiquillos del capataz, que a la sazón jugaban en el patio, vinieron de puntillas y se asomaron, formando grupo, a la puerta de la sala, preguntándose unos a otros: «¿Hay función?» Era aquella muestra de canto-llano arrancada a D. Gil por la pasión que a él tenía, pasión que no sentía sino como la siente el artista por su arte, el sabio por su ciencia; esto es, con solemnidad, con veneración y con respeto. Más adelante quise persuadirle, puesto que su voz era realmente magnífica, a que se dejase enseñar por mí algunas de las buenas arias de bajo.

-¿De veras, marquesa? -exclamó riendo el conde-. ¿Y hubiese usted enseñado a un sochantre de lugar la música de Rossini, de Weber o de Verdi?

-¿Y por qué no, señor mío? ¿Necesita la voz de pergaminos? ¿Hay privilegios para las gargantas, o los hay para ciertas músicas de alto coturno? Lo que sí había es que D. Gil no quería degradar su grave garganta cantándolas. Cuando se lo proponía, me echaba una mirada en que luchaban la indignación y el respeto, pero con la que me daba a entender que le proponía una profanación. Y efectivamente, nunca había profanado aquella pura y privilegiada garganta el más mínimo tra-la-la.

Don Gil, tan alegre, tan jovial en la vida privada, era otro hombre en la iglesia; no sólo se revestía allí de sotana y sobrepelliz, sino de una dignidad magistral. Andaba derecho y la pelada cabeza erguida; su barriga aparecía entonces en toda su majestad prominente; su sotana respingaba muy sobre sí por delante, mientras a la espalda barría humildemente el suelo; su semblante en tales circunstancias aparecía impasible; no levantaba los ojos sino para echar una mirada iracunda a algún monacillo descuidado. Nada le sacaba de su paso grave y compasado, a no ser algún irreverente ladrón en un cirio: al aparecer este sacrílego, D. Gil perdía toda su compostura y su moderación, entrando al punto en un furor que sólo era comparable al de Orlando. Cogía la caña del apagador con los bríos con que Hércules empuñara su maza, y exterminaba al descarado delincuente, como aquél al león de Nemea.

Don Gil, sin más ambición que la muy inocente de ser llamado cantor en lugar de sochantre, sin más pasión que su canto-llano, sin más diversión que su cacería y sus sembrados, sin más ideal que los usías; jovial, caritativo, servicial, y por lo tanto, bien querido de todo el mundo, era, como ya he dicho, el hombre más feliz de la tierra. No se cuidaba de política ni de cosa alguna, fuera de su iglesia y de su casa. Para él era el mundo un caos que no definía: sólo sabía que existían el inglés, el francés y las Indias. Ignoraba que en otras atmósferas menos serenas y puras que la suya tremolase el tremendo estandarte de la rebelión, que trabaja por arrancar al pobre su alegre conformidad, su bendita falta de ambición, su santo amor al trabajo y a la paz, y su religión, que todas estas virtudes infunde, mantiene y bendice. Así es que era su vida un tejido de inocentes goces. La comida que era buena, ¡qué bien le sabía! El vino que era malo, lo mismo. ¡Qué descanso tan completo en su lecho! ¡Qué actividad tan grata de día! ¡Amar a Dios y servirle, amar al prójimo y ayudarle, y viva la Virgen! Esta era su divisa.

¡Oh, querido, feliz y excelente D. Gil, de grotesca, pero suave y risueña memoria! ¡Tú, que has sido un cero en la figura y en la significación en este mundo, por el cual has rodado desapercibido!... Vale más tu chaqueta y hábito de San Antonio, que las túnicas de los Siete Sabios de Grecia; más tu capote de otras edades, que el manto de par de lord Byron, y más tu sombrero calañes, que las coronas de laurel del Tasso.

¡Triste filosofía, que te quemas las pestañas sobre tus libros, y te derrites los sesos en tus cavilaciones, buscando la piedra filosofal, esto es la verdad y la felicidad que no encuentras! ¿qué eres tú, en comparación de aquella tranquilidad de espíritu, de aquella serenidad del alma, que nada busca y todo lo halla? ¿Qué son vuestras estériles disertaciones, vuestros sistemas sin base, que se agitan en un círculo vicioso, oscuro y seco, en comparación de aquella plácida luz, de aquel manantial de aguas puras y cristalinas que brotan en el alma sencilla, que aprendió a vivir y a morir en el Catecismo?

-Marquesa -dijo el conde con profunda simpatía-, antes ha esparcido usted flores que he deshojado sin piedad; mas ahora vertéis perlas que recojo con aprecio y afán. No hay edades entre los buenos católicos para los sentimientos religiosos, en los que tenemos unos y otros firmeza de viejos para la fe, ardor de jóvenes para la caridad, y todos una misma esperanza. Proclame usted siempre, como lo hace, esas ideas que lo inculcaron sus padres: hace usted en ello más bien de lo que cree.

-¿Yo? ¡Por Dios! ¿Se burla usted, conde?

-No señora, no, porque no por eso quiero significar que sea usted un gran teólogo, ni la quiero comparar con un Bálmes, un Marqués de Valdegamas, un Vicario de Estepa4, antorchas de nuestra santa fe. Pero es porque une usted a la santidad de las doctrinas el atractivo y la simpatía que ejerce la hermosura unida al ingenio; y es, sobre, todo, porque los preceptos de moral y de religión tienen mucha fuerza en las bocas de aquellos que nunca faltaron a ellos; magnífica prerrogativa que no enaltece a la sola altura, a que no alcanza el altivo desprecio; púlpito de oro desde el cual baja la verdad serena y llena de convicción, sin el temor de que nuestras faltas sirvan de pretexto para no creerlas sinceras.

-¿Cómo quiero usted que crea puedan hacer mis palabras el santo efecto que dice, si tan débil soy en mis convicciones, que cuando considero ciertas cosas que no me explico, tiemblo, porque me parece ver algún claro en lo compacto de mi fe?

-Por eso, señora, guárdese bien de emplear en cosas de la fe la indagación y el análisis. Acuérdese de San Agustín, que queriendo hallar solución a cosa fuera del alcance del hombre, halló en una playa a un niño que intentaba con una conchita trasladar las aguas del mar a un hoyito que había abierto en la arena. «Niño, dijo el santo, ¿no ves que tu intento es imposible? -Más lo es el tuyo, contestó el niño». No desmaye usted ni desconfíe de su fe por no comprender; la fe está en la voluntad y no en la inteligencia.

-Es cierto, es cierto, conde; y esto es lo que constituye la pura y firme fe del carbonero; la fe es un deber que triunfa de los sentidos y alcances del hombre.

-Marquesa, después de esta digresión, que es muy grata para mí, volvamos a vuestro Don Gil, con el que deseo hacer más amplio conocimiento.

-La pequeña casa en que vivía con su excelente y amante mujer y una sobrinita huérfana que había prohijado -prosiguió la, marquesa- era digna de ser el albergue de aquellas apacibles existencias. Estaba situada, con la capilla, entre la iglesia y nuestra hacienda: a la espalda tenía el alegre cementerio... Sí, sí, alegre digo, aunque frunza usted el ceño. Nada más apacible podía darse que aquel lugar tan verde bajo aquel azul tan puro a la sombra de aquella respetada iglesia. Puede que si allá se hubiese enterrado a un ajusticiado o excomulgado, hubiera perdido su apacible fisonomía; pero no era ese el caso. Para llegar a la habitación del sochantre se atravesaba un gran corralón o patio verde y frondoso, que servía a la capilla y a la casa como de antesala. Crecían en su centro dos altos cipreses, a un lado dos anchos naranjos, y entre éstos y los primeros se hacía lugar un alegre paraíso, acariciando al naranjo con sus ramas, perfumando al ciprés con sus flores, como el niño que a un tiempo acariciase a su madre y sonriese a su padre. Al frente de la casa se arrellanaba, brindando sombra, una parra recostada en su emparrado sostenido por picatos, como se arrellana un sultán en su palanquín sostenido por etíopes. Entre las grietas de las viejas paredes, junto al lánguido reseda, tan molesto en la elección de su domicilio, se asomaba la tremenda boca de sapo, sin conseguir intimidar a su vecino el desgavilado jaramago, que sacaba su gaita amarilla por entre las ramas de un rosal de Pasión, cubierto de sus dulces y santas rosas, esas verónicas de las flores. A su lado una madreselva cubría como una verdadera madre los defectos y asperezas de la pared. Por entre sus ramas se veía a los lagartos dar sus paseos intermitentes. Hallábase en aquel patio mi Flora rústica en sus glorias; esto es, las plantas y flores que con preferencia eligen las casas de los pobres, porque allí se crían a sus anchas sin temor de la cruel podadera, embalsaman el aire, a su amor, sin temer que sea nociva la fragancia a los nervios de las delicadas ciudadanas (empezando por mí, conde, que no puedo oler una dama de noche sin sentirme indispuesta), y sin verse perseguidas y difamadas a causa de las malas influencias que les suponen. Así era que la adelfa levantaba allí en triunfo sus rosados ramilletes, protestando contra la inteligencia cordial que se le supone con la maligna erisipela. Veíase el delgado aromo cubriendo sus descarnados miembros con un vestido de crespón verde salpicado de lentejuelas de oro; la alhucema, que elige la santa forma de la espiga y el modesto color lila para su flor, que ha de constituir el inocente y sencillo sahumerio de los niños; el saúco abría sus anchos y compactos ramos como plazas de armas a las evoluciones de las mariposas. Las viuditas jóvenes, sin quitarse su serio vestido morado, se coronaban de una fresca guirnalda verde como la esperanza; los frailes boca abajo preguntaban a una grave y tiesa malva loca por qué razón los han clasificado de frailes, no habiendo en su vida predicado un sermón; a lo que la interrogada respondía que sería con la misma sin razón con que a ella, la más recogida y compuesta entre las flores, que ni se mecía provocativamente en su tallo para llamar la atención de las mariposas, ni se perfumaba coquetamente para atraer a las abejas, la habían calificado de loca. Los inofensivos alfileres, ese mosaico de diminutas florecitas, añadían, en comprobación de estos que igualmente calumniosa era su denominación, pues jamás habían pinchado a nadie; las lindas y filas arañas exclamaban llorando que era un contra-flora designarlas con el nombre de un inmundo y horroroso insecto. Encendido de cólera el moco de pavo que esto oía, les aconsejaba que no llorasen más, porque se pondrían aún más flacas, y que antes bien se revistiesen, como él lo hacía, de unas buenas púas para pinchar las narices de los guasones que se les acercasen. Allí se veían los miramelindos, que se asemejan al cristal, de tal manera que se figura el que los mira que su contacto debe ser melodioso; el mirasol o gigantillo, que no tiene más gracia que la de hacerse un desgavilado varal y mirar al sol con la boca abierta; sangre de franceses, apellido de inaveriguable origen, como casa sin pergaminos, que se queda casi solo para alegrar a Noviembre; la capa de rey, bien denominada por ser una magnífica exposición de púrpura, lapislázuli y oro que hacen las hojas como para ostentarse y probar que no siempre han de consentir en estar en segundo término y hacer de pajes de las flores. Allí estaban los nunca me dejes, jazmincitos que como niños mal criados, por espíritu de contradicción, se caen cada vez que se los nombra. Cerca de ellos florecían unidas en sus ramos, como monjas en su convento, esas florecitas que por blancas e inmaculadas han merecido el glorioso nombre de flor de Santa María; las arreboleras, tan sencillas y modestas, a pesar de poderse jactar de tres títulos como grandes de España, pues además del referido, tan poético que alude a sus bellos colores, tienen el sentimental de suspiros, porque caen y se vuelven a reproducir con la misma facilidad, y el de periquilos de noche, porque de noche abren su cáliz, pues hasta en las flores hay a quienes intimida el bullicio y encoge la luz. Por último, allí se ostentaban las adormideras, las que, a semejanza de muchos sabios y hombres de Estado hoy en día, se quedan tan pronto calvas, madurando en sus escuetas cabezas una infinidad de pequeñas y mezquinas ideas.

-Que todas exprimidas forman un soberbio narcótico -exclamó riendo el conde.

-¡Chitón, conde, chitón! -repuso la marquesa-. Que no quiero que mis flores den ocasión a la sátira. Prosigamos, pues veo que me he detenido en describir estos lugares, lo cual he hecho por un irresistible impulso, porque me gustan los árboles como a los pájaros, las flores como a las abejas, las parras como a las avispas, y las paredes viejas como a las salamanquesas. Consistía la casa del sochantre en una sala que tenía una alcoba a la derecha, y a la izquierda un cuarto con los avíos de amasar: estaban estos limpios y brillantes como el cristal, porque la señá Francisca era más que aseada, era pulcra. Frente de la puerta de entrada había otra que daba al corral, en el que se hallaba la cocina: servíale de quitasol una rústica higuera, que se desprendía de su tafetán en invierno para ponerse uno nuevo en la primavera. Paseaban por allí las gallinas, tan orondas, tan ufanas con sus diademas de coral. ¡Con qué instinto de buena educación llamaban cariñosamente a los polluelos chicos, desvalidos, amarillitos y redondos como grandes flores de aroma, y aplicaban un picotazo bien dado a los pollos zánganos y desgavilados, pollos en la denominada edad de la chinche, que aún golosos como chicos, ensayan ya su voz de tiple imitando la de tenor del gallo! ¡Era de ver lo mansas y satisfechas que estaban esas agradecidas comensales del hombre! Lo que prueba que hasta en los pobres animales el aprecio ajeno da esa confianza sin arrogancia tan necesaria en la vida, y aleja la angustiosa desconfianza que suele coartar nuestras facultades y amilanar nuestro espíritu.

-Eso será cierto, señora, aplicado a las almas sensitivas, a los genios modestos; pero...

-¡Conde, conde!... -interrumpió la marquesa-. Así como no quiero que mis hermosas flores sirvan de asunto a la sátira, no quiero que mis buenas gallinas den pábulo a la crítica.

-Vamos, señora; para complacerle dirá el conocido dicho francés «que todo es para bien, en este el mejor de los mundos»; hasta lo pensaré, por tal de que prosiga usted...

-Muchas veces, cuando entraba en aquel pacífico asilo -prosiguió la narradora-, me quedaba suspensa en el quicio de la puerta. Presentábase a mi vista aquella casa tan aseada; su dueña, que tan agasajadora me salía al encuentro; D. Gil, sentado a una pequeña mesa, tan arrimado cuanto se lo permitía su enorme abdomen; sobre la mesa un jarro; en su mano un vaso de vino, que levantaba en alto como para darme la bienvenida con su cara de pascua, su boca de risa; la vieja tía Tinea, su criada, fregando en el corral al sol el almirez, que brillaba como el oro; el gato durmiendo sobre una silla baja, tan seguro de no ser acosado, porque en aquella mansión de buenas almas, custodiada por las flores, no asomaba ninguna clase de hostilidad, no hallaba entrada, ninguno género de crueldad. Este cuadro de interior, tan alegre, tan pacífico, tan acabado en sus más mínimos detalles, tenía la graciosa naturalidad, la gráfica minuciosidad de un cuadro flamenco; mientras que volviendo la cara hacia el patio, en cuya resplandeciente y embalsamada atmósfera formaban los cipreses, los naranjos y las llores como un fondo en medio del cual se destacaba la capilla con su lámpara perennemente encendida ante la antigua y milagrosa imagen que orlaban los ex-votos de los fieles, como insignias de su misericordia, como recuerdo de sus mercedes, formaba este conjunto otro cuadro todo meridional, lleno de brillo, de poesía, de religiosidad y de espiritualismo.

-¿Y cree usted -preguntó el conde- que todos mirasen con los ojos que usted el casucho y corral del santero?

-Entre las gentes cultas... mal he dicho, entre las gentes de la sociedad, pocas; empezando por mi excelente amigo, que teme degradar su buen sentido y su grave razón concediendo que sea exacta mi descripción, y que no veo visiones como el caballero de la Mancha; mi amigo, que me insta a hablar, me escucha por simpatía, y me hace burla por la negra honrilla de severo antagonista del romanticismo. Pero entre las gentes del pueblo, muchos hay, sí, muchos, que con éstos simpatizan, y no sólo en cuanto al espíritu religioso, sino también en cuanto a las bellezas de la naturaleza, que sienten y mezclan en sus sentimientos amorosos, como podría hacerlo el poeta de la más alta esfera. En confirmación de lo dicho, oiga usted algunas coplas compuestas por aquellas gentes rústicas: ellas probarán a usted, además, que la poesía es tan independiente de reglas, como la belleza lo es de la compostura. Entre infinitas que allí mismo recogí, escogeré aquellas que se refieren a los objetos de la naturaleza de que he hecho mención.


   Los cipreses de tu huerta
están vestidos de luto,
y es porque no tienen flores
que ofrecerte por tributo.
    El naranjo de tu patio,
cuando te acercas a él,
se desprende de sus flores
y te las echa a los pies.
    Tus colchones son azahares
y tus sábanas mosquetas,
tus almohadas jazmines,
y tú rosa que te acuestas.



Sea usted franco, conde -prosiguió la marquesa- ¿pueden hallarse imágenes más suaves, más poéticas, que las contenidas en esta última copla?

-Y tanto -respondió el conde-, que miro como una usurpación que se compusiesen para alguna moza de cántaro, y no para la marquesa de Alora. Pero vengamos a nuestro sochantre, que me interesa. ¿Tenía hijos?

-No; pero no lo sentía D. Gil, que tenía puesto todo su cariño, cariño apasionado y tierno, en la sobrinita huérfana de que dejó hecha mención, un ángel de cinco años, una bolita morena con ojos negros, y unos dientecitos que parecían nieve vista al sol. Pero su mujer lo había sentido mucho al principio de su matrimonio, porque pensaba que un hijo hubiera impedido ciertos pecadillos de infidelidad, que a la verdad, mirados como tales, eran veniales, pero mortales como golpes a su amante corazón. Fue el caso que un día sorprendió entre su marido y una muchacha que les servía, descalza de pies y piernas, y boba en grado superlativo, el siguiente ilícito coloquio:

-Petrolila, ¡qué mala eres tú!

A lo que la otra, con admirable oportunidad y selecto chiste, respondió:

-¡No que usté!...

Y ambos se echaron a reír de su mutuo gracejo a cual más y mejor.

Desde aquel día, con refinada prudencia y exquisita prevención, despidió la santera a la muchacha, saliendo esta Agar de casa del patriarca, llevando felizmente en los brazos, no un Ismael, sino una hogaza de pan, con la que dulcificó la encelada esposa aquel acto de policía matrimonial.

En seguida tomó la previsora santera, mal que le pesase a D. Gil, a una horrorosa vieja para que los sirviese. Así disfrazado, y con el seudónimo de tía Tinea, entró el ángel de paz en aquella casa, de la que no volvió a salir.

Uno de los muchos goces de D. Gil era fumar en una ridícula y viejísima pipa que tenía. Habiendo en una ocasión venido a Sevilla, le envió una más decente, con cuyo motivo me escribió esta carta, que es una de las que han llamado su atención de usted, y que conservo como un precioso modelo, un specimen, como dicen los ingleses, en este género.

Vea usted esta letra, grande y redonda como su dueño, estos floreos torpes como la mano que los trazó, y esta rúbrica en que echó el resto, y que a su parecer le colocaba en la categoría de pendolista de primer orden, y por cima de todo esto y al través de la ridícula retumbancia del lenguaje, note usted ese sello de sencilla bondad, esa mezcla de prosopopeya y alegre moralidad que la caracteriza.»

La marquesa alargó la carta al conde, que leyó lo que sigue5:

«Con ocasión de las Pascuas (que deseamos logren usías felices) nos excusamos de hacer memoria a usía de las singulares obligaciones que le reconocemos, para que usando del derecho que tiene a nuestra voluntad, dé a nuestra obediencia repetidos preceptos de su agrado, en cuyo empleo se acredite.

Dios guarde a usía muchos años en compañía del marqués mi señor.

Su obediente criado, -GIL PEREZ.

P. D. He recibido la gran pipa de Argel; estoy contentísimo con ella, y le repito a usía las gracias infinitas. La tía Tinea cada vez más torpe.»

-Bien hace usted -dijo el conde, devolviendo la carta a la marquesa- en conservar tan original autógrafo, pues cada día escasea lo original, lo peculiar que constituye un tipo, esto es, una cosa característica, individual, marcada con un sello peculiar. El recuerdo de la tía Tinea en tan retumbante epístola, vale su peso en oro.

-Es que ese individuo ocupa un puesto grande en la existencia de D. Gil. Era aquella mujer un descarnado conjunto de ángulos agudos, una percha de la que colgaban en infinitos pliegues unas enaguas de bayeta verde y un toquillón de bayeta color de castaña. Cuando atravesaba la sala para ir al corral, precedida de sus narices, que habían crecido demasiado de prisa, solía decir D. Gil:

-Ahí tiene usía a la tía Tinea, que parece un abanico cerrado.

-Y usted uno abierto -contestaba muy picada la tía Tinea.

Don Gil se echaba entonces a reír tan alegremente, como si hubiese pasado la cosa más graciosa del mundo.

-¡Válgame Dios, Gil! Empeñado estás en sacar a la cara los colores de la tía Tinea -decía la comedida santera.

-¡Los colores a la cara! -exclamaba D. Gil, aumentando su risa-. ¡A ese pergamino arrugado! Como no fuese con una brochada de azarcón...

-Calla, Gil, que se va a sentir, y la tía Tinea es una buena mujer.

-No digo que no, Francisca; bajo una mala capa hay un buen bebedor. Y esta Doña Feana, es una cocinera ¡que ya! Señora, guisa una ollita que se chupa uno los diez mandamientos; un potaje que dice comedme; la masa frita hecha de su mano da gloria; y en cuanto al ajo molinero, ni en la mesa del rey se presenta mejor hecho.

-Calla, hombre, que en la mesa del rey no se presenta ajo molinero, que es comida de pobres.

-¿Que no se pone? -exclamaba D. Gil.¡Pues peor para el rey!

Aún había más encantos para mí en aquella casa que estas ocurrencias de D. Gil, que tanto me divertían. La santera tenía puesta una amiga, y cada mañana se reunían debajo del emparrado una porción de niñas chicas. Usted sabe cuánto me gustan los niños, graciosos intermedios entre el hombre y el ángel, cuando de éste conservan aún la inocencia en los ojos, la verdad en los labios, la fe en el alma y la confianza en el corazón. ¡Cuánto me interesan, sobre todo en los del pueblo, sus cuentos, sus dichos, sus versitos apropiados a las circunstancias, que tienen una sencillez y un candor tan lleno de encanto, un sentido poético tan innato, unas nociones y sentimientos religiosos tan justas las primeras, tan tiernos los segundos y tan tempranamente inculcados!... Flores pequeñas nacidas en las praderas, sobre las que todo el mundo pasa sin detenerse a examinar su sencilla belleza ni a aspirar su suave perfume!

¿Por quién han sido compuestos estos primeros tartamudeos en el arte de la versificación? ¿Qué oído adivinó la cadencia del metro? ¿Quién les enseñó esas primeras nociones tan puras y graciosas de las cosas terrenas y divinas, que expresan esas producciones populares o infantiles? No pueden ser personas mayores, porque no hay entendimiento maduro que retroceda y se inculque la inocencia ignorante ni el candor inmaculado. Así pues, ¿no es más fácil suponer la precocidad de sentimiento y de imaginación, que haría a la ignorante niñez acertar por intuición algunas nociones de las cosas que aún no están a su alcance? Decida esto un filólogo amante de los niños, de la poesía y de las cosas sencillas; a mí me basta admirar y enternecerme. ¡Ay! Los niños y las flores, estrellas de la tierra que alegran y engalanan... ¡quién los hiciese diputados, legisladores, ministros, para que rigiesen el mundo a su antojo!!!

-¡Qué de fuentes y de confiterías habría en él! -dijo riendo el conde-. Ese nuevo sistema puede usted publicarlo, puesto que hoy día lo extravagante en punto a sistemas tiene un gran mérito de actualidad: desde luego doy a usted mi voto para presidenta de esa república.

-Lo que iba ahora a referir -prosiguió la marquesa- eran mil cosas de niños; pero, bien mirado, conde, eso no puede interesar a usted.

-¿Por qué no? ¿Acaso cree usted que no hay simpatía entre los viejos y los niños? ¡La hay, y mucha! Las pasiones que agitan la vida del hombre, en los unos aún no existen, y en los otros dejaron de existir; lo que produce un estado análogo. Unos y otros nos encontramos en las puertas de la vida; ellos que vienen, y nosotros que nos vamos. Ellos nos dicen: «¡Descansad!» Nosotros les decimos: «¡Buen viaje!»

-Pues si le complazco, alcanzo dos placeres, el propio y el ajeno, al recordar estas escenas de niños. Debajo del hospitalario emparrado tenían las niñas sus graves conferencias. ¡Cuánto me complacía en ver aquellas graciosas y grotescas figuritas, con sus diminutas castañas, sus cortísimas enaguas y sus zapatitos viejos, cuya punta se entreabría como una almeja para dejar asomar cinco deditos diminutos, como cinco cabecitas curiosas en una entreabierta ventana! Levantaba la brisa alguna vez una de las anchas hojas de la parra, como para dejar entrar un curioso rayo de sol, que iba a picar la nariz de alguna de las chiquillas como un mosquito de oro, porque el sol es amigo de los niños, como la luna es amiga de los amantes. Solíame poner en una ventana, a la que servía de espesa celosía una mosqueta, a escuchar sus coloquios. Un día hasta llevé mi prontuario, y anoté el siguiente:

-Mi mae fue anoche a la iglesia y me llevó; ¡muchito!

-¿Había bautizo? ¿Hubo pelón?

-No, sermón.

-¿Sermón de noche? ¿Pues a qué hora?

-A las Ánimas y media acabó.

-¿Tú lo oíste?

-No, que me dormí.

-Pero ¿quién preicó?

-Un Padre; ¿quién había de ser?

-¡Toma! Otro cualquiera; yo también sé preicar.

-¿Tú? -exclamaron todas-. ¡Mentira!

-Que es verdad; que sé un sermón; y si no... ahora lo veréis. Vosotras sois las mujeres; ea, tocarse todas.

Las chiquillas se pusieron por la cabeza pañolillos, delantales, dechados, cuanto hallaron a mano, hasta los calzones de D. Gil, que habían quedado sobre la silla de la santera, que los había estado cosiendo. La predicadora cogió una sillita baja y la volvió de manera que, subida sobre ella, sus manitas descansaban sobre el espaldar; colgó en éste, a manera de paño de púlpito, un cernadero, y se encaramó sobre el asiento, donde puesta en pie dijo gravemente:

-¡Arrodillaos, pecadoras!

Las chiquillas obedecieron unánimes a la intimación, y la predicadora prosiguió en estos términos:

-Ea, callaos la boca, pájaros, y vosotras, avispas, que parecéis abejorros; acudid, lagartos, vosotros que sois buenos y humildes, a oír a este preicaor que os va a decir


El sermón del peregrino
cuando Jesucristo vino
y se puso en el altar
con los pies llenos de sangre
y las manos enclavás.
En Jerusalén estaba,
y así se puso a decir:
que vengan a mí los niños,
que los quiero bendecir.
Limpia, limpia, Magdalena,
y no dejes de limpiar;
a los chicos darles teta,
y a los grandes darles pan.



Bajóse en seguida con poca gravedad, porque fue de un salto, diciendo:

-Ea, id con Dios, y enmendaos.

-¿Te enseñó el obispo ese sermón? -preguntó una de las más admiradas.

-¡Qué! El obispo no hizo mas que darme un bofetón cuando me confirmó, para que me acordase de que prometía ser cristiana.

-¿Y viste al obispo?

-Lo vide: ¿tenía yo acaso los ojos cerrados?

-¿En dónde?

-En Sevilla cuando fuí por Copusquisti, y vi la procesión y vi a la infanta.

-¿Y cómo es la infanta?

-Como una imagen. ¡Más bonita es!!!

-¿Y dónde estaba?

-¡Toma! En la procesión.

-¿Y con quién iba?

-¡Con un melitar más alto! Y otro iba detrás recogiéndolo las naguas6.

-¡Ay, Jesús! ¡Ay, Jesús! -exclamaron todas altamente escandalizadas.

-Acabé mi dechado -exclamó una niña que sentadita en una sillita había estado todo este tiempo acabando su faena, y se puso a cantar.


Adechado y más adechado,
trabajito me habéis costado;
de la mano de mi maestra
cañacitos en la cabeza.



-Dame un pilelé, dijo una de las más chicas a su hermana mayorcita.

-¿Y para qué quieres ese alfiler?

-Pa ponerme esa fló en la caboba.

-¡Qué tontuna! Eso queda bueno para las mozas.

-Quiero la fló en la caboba, en la caboba, insistió la chica en tono que no admitía réplica.

-¡Caramba con el renacuajo este! -dijo su hermana-. Que en diciendo por aquí he de meter la caboba, la ha de meter sin remedio.

En seguida se puso a lisar el pelo de su hermanita y colocarle según lo exigía un copete tieso como un huso en la castaña, que atravesó corno una flecha un corazón, mientras canturreaba:


A la flor de la petiflor,
a la verde oliva,
a los rayos del sol
se peina mi niña.



-¡Mirad, mirad! -gritó otra-. ¡La cigüeña! ¡la cigüeña! A la torre de la iglesia va.

Y se pusieron a cantar en coro:


Cigüeña, cigüeña,
tu casa te se quema,
tus hijos te se van,
por cuaresma volverán.
Sácate una pluma,
dala al sacristán,
que escriba una carta,
que ellos llevarán,
y al rey de los moros
se la entregarán.



Mientras otras salmodiaban:


Cigüeña, cigüeña,
dame un cuarto para leña
y otro para jabón
para lavarte el camisón.



-¿Cómo está la tía Muñiz? -preguntó una de las mayorcitas.

-Está intercaliente.

-¡Qué intercaliente, si se murió! Mañana se le van a hacer las honras que se hacen a los difuntos que se mueren.

-¿Y por qué se ha morío? -preguntó la que ostentaba el copete.

-¡¡¡Mira qué pregunta!!! Se murió porque Pae Dios quiso.

-¡Vaya con Pae Dios, que quiere que se muera la gente! -dijo en tono de severa desaprobación la encopetada.

-¡Calla, hereje! ¡Si te oye D. Gil, te aplasta! Si no nos muriésemos, ¿cómo íbamos al cielo?

-Mariquilla, canta una copla, que quiero bailar. Plácia, cuenta un cuento, que sabes más de mil. ¡Qué mil! Más de doce docenas también.

-Ana, di la relación del gato, ¡que es más bonita!...

-Carmen, di la relación del Calvario.

Y la niña llamada Carmen dijo:


Yendo por un caminito,
un postigo me he encontrado,
abierto siempre al que llama,
al que no llama cerrado.
Pasó por allí la VIRGEN
toda vestida de blanco,
y cuando volvió a pasar
traía el vestido manchado
con la sangre que su Hijo
en la cruz ha derramado.
Venid, cristianos, venid,
caminemos al Calvario,
que por pronto que lleguemos,
le estarán crucificando.
Ya le hincan las espinas,
ya le remachan los clavos,
ya le hincan la lanzada
en su divino costado.
Vinieron las tres Marías
con los tres cáliz dorados
para recoger la sangre
que Jesús ha derramado.
-Al pie de la cruz estaba
un rosal de blancas rosas:
de la sangre de Jesús
hase caído una gota.
La rosa compadecida
al punto la recogió;
por eso es tan purpurina
la rosa de Jericó.
Ya vienen las golondrinas
a quitarle las espinas;
ya vienen los jilgueritos
a quitarle los clavitos;
ya vienen las tortolitas
a llorar tan tristecitas!



-Plácida, ¿no sabes tú la de San Pedro y las llaves del cielo?

-Sí, sí -respondió Placidita, que era la sobrina de D. Gil-. Pero... tengo sueño.

-A la noche dormirás. Anda, dila ahora. ¡Anda y no muelas!

La dócil niña dijo esta relación:


Levántate, Pedro,
enciende candela
y mira quién anda
por la cabecera,
los ángeles son
que vienen al huerto
y llevan a Cristo
el cáliz acerbo.
San Pedro tiene dos llaves,
una con que cierra y otra con que abre;
yo tengo otras dos: el Credo y la Salve.



Como atraído por la voz de la niña, a quien tanto amaba, D. Gil se había venido acercando a la ventana, conteniendo a duras penas aquella risa de corazón que le causaba cuanto le gustaba o hacía gracia.

-¡Jesús, señor, y qué salada que es! -decía-. ¡Vamos, que la chiquilla es un portento! ¿No es así, señora? ¡Bendita sea tu alma, chula, rechula! ¡Me la comería!

Entre tanto, las niñas proseguían en sus entretenimientos; unas bailaban, cantándoles otras esta copla:


En el hospital del Rey
hay un ratón con tercianas,
y una gatita morisca
le está encomendando el alma.



Aquella a quien se había pedido recitase la famosa relación del gato, complacía a su noble auditorio en estos términos:


Estaba señor don gato
en silla de oro sentado,
calzando media de seda
y zapatito picado.
Llegó su compadre y dijo
si quería ser casado
con una gata morisca
que andaba por los tejados.
El gato, por verla pronto,
cayó del tejado abajo:
se ha rompido tres costillas,
se ha descoyuntado un brazo;
venga, venga presto el médico,
sangrador y cirujano,
y sobre todo que venga
el doctor señor don Carlos.
El señor don Carlos manda,
después de haberle pulsado,
que maten a una gallina
y que le den buenos caldos.
A otro día de mañana
amaneció muerto el gato:
los ratones de alegría
se visten de colorado;
las gatas se ponen luto,
los gatos capotes
y los gatitos chiquitos
dicen miau, miau.



Acabada la relación, dijo la marquesa riendo:

-Pero ¿es posible, conde, que estemos, yo refiriendo y usted prestando atención a semejantes niñerías? ¿Puedo acaso persuadirme que otra persona que yo se interese y sienta simpatía por estas producciones, tipos de la más candorosa sencillez?

-Pues confieso que las he oído con sumo placer -contestó el conde-. Esa relación del gato con el cuento de la hormiguita, y otras de ese género, son para mí recuerdos de la niñez, de esos que sonríen por toda la vida, por larga que sea. Contábamelos mi anciana ama, que en los primeros años los oyó a su madre, que a su vez los supo por la suya; vea usted aquí que a lo menos pueden jactarse de una incontestable antigüedad. Estos cuentos y relaciones son amigos y compañeros de la infancia, a la que alegran sin envejecer con ella.

-Además, conde, en los países de más alta cultura literaria, estos cuentos y cantos, tanto los populares como los infantiles que llegan a obtener la patente de popularidad y la ventaja de perpetuidad (ventaja que muchas obras de indisputable mérito no obtienen), son recogidos, impresos y conservados con el mayor empeño. Los indagadores estudian en estos cuentos y cantos el desarrollo, las primeras elaboraciones del pensamiento en su libre albedrío, la expresión innata de los sentimientos del corazón, la agudeza espontánea del entendimiento, como los botánicos estudian las plantas que crían, en su germen, y las plantas silvestres en sus hojas y flores. En cuanto a los poetas, recogen estas incultas, pero balsámicas obras de la naturaleza, como las perlas que forma la ostra, sin conocer su valor. Pero aquí no es ese el caso. Si algún presuntuoso ilustrado o algún inflexible clásico nos estuviese oyendo, ¿qué pensaría de este tejido de nimiedades, niñerías, y de reflexiones de alto vuelo que entretejemos?

-Señora, pensaría que tiene nuestra discusión el giro natural y libre de una conversación íntima y familiar. Además, ¿qué nos importa lo que ellos pudiesen pensar? ¿Habla usted acaso de ellos? En ese caso, le diría con Luis de Góngora:


¡Triste del que a una roca pide orejas!



Proseguid, marquesa. ¿A qué evocar la imagen de la crítica como un fantasma, ante el cual se repliegue la expansión de vuestros gratos recuerdos, y se hiele su pintura en vuestros labios? Estoy seguro de que no hay un poeta a quien estas cosas, si bien no lo entusiasmasen como a usted, al menos no le hiciesen gracia. Prosiga usted esa pintura en sus menores detalles, hasta venir a las circunstancias que han motivado esa segunda carta, que espero ha de ser tan notable como la primera.

-Ya no sé -respondió la marquesa con distracción- lo que decía. Ya se ve, como que esta excursión por mis recuerdos no es una relación, no tiene lo que habló ni hilación, ni una marcha marcada.

-Yo me acuerdo -dijo el conde-: las niñas estaban debajo del emparrado; D. Gil oía con delicia a su sobrinita decir su relación.

-Sí, sí, recuerdo -repuso la marquesa, volviendo a animarse-; la relación en que decía tenía dos llaves del cielo. ¡Angelito! No necesitaba ninguna; su inocencia le abría las puertas del cielo de par en par. Mientras así se entretenían, uno de esos nubarrones ligeros y de formas caprichosas y esbeltas que llaman gigantones, como atraído él también por las niñas, llegó de prisa y se paró sobre el emparrado, como otro emparrado más alto y más ligero, y empezó a deshacerse en lluvia de diamantes, que brillaban al través de los rayos del sol al caer sobre las niñas; pero estas nuevas Danaes, más recatadas que la madre de Perseo, echaron a correr con más o menos gracia, con más o menos ligereza, con más o menos tropezones, cantando:


¡Agua, Dios mío,
que se seca el río!
¡El trigo barato,
y el pan a dos cuartos!



-Plácida, corazón -dijo D. Gil al verla entrar- quiéreme parecer que estás hoy descolorida.

-¡Válgame Dios, hombre -repuso su mujer- cuál estás con la niña! No parece sino que se te va a derretir entre las manos como copo de nieve; nada tiene el angelito, y la vas a meter en aprensión.

Había pasado el aguacero, y las niñas se fueron a sus casas. Placidita se sentó en una sillita baja junto a D. Gil, y echó la cabeza sobre sus rodillas.

-¿Qué tienes, hija mía del alma? -le preguntó su tío-. ¿Te duele la cabeza?

-Sí -respondió la niña, cuyas mejillas se iban enrojeciendo como el cielo cuando se pone el sol.

Jamás he visto consternación más marcada y dolorosamente expresada que la que en aquel instante se selló en el abierto y candoroso semblante de D. Gil. Agachose y tomó a la niña en sus brazos, y mientras que con trémula mano la pulsaba, decía a su mujer:

-¡Francisca! ¡Francisca! ¡La niña tiene calentura!

-Vamos, hombre, no te asustes -respondió la santera, acudiendo de prisa y poniendo su mano en la frente de la niña-; será un resfriado; voy a hacerle una taza de cocimiento de flor de violeta.

Marchose apresurada; pero por pronto que volvió, ya la niña dormía en los brazos de su tío con aquel sueño pesado que es en los niños el precursor de sus enfermedades. Don Gil estaba inmóvil como una estatua, y aún hacía esfuerzos para contener su respiración.

-¡Francisca! -dijo en voz que apenas se oía-. La niña está muy mala.

-¡Tales cosas! -contestó ésta-. Hombre, por Dios, no te apures; todos hemos estado malos de chicos, y todos vivimos.

-¡Menos los que se han muerto! -respondió con voz acongojada el marido-. ¡Francisca! ¡Francisca! Si Dios se la lleva, yo me voy detrás; desde ahora te lo predigo!

-Toma este cocimiento, hija mía: tiene azúcar -dijo la santera, levantando la cabeza a la dormida niña.

Ésta entreabrió los ojos y bebió con ansia.

-Placidita, mi vida, mi corazón, ¿me quieres? -preguntó D. Gil, por tal de oír el dulce querido sonido de voz de la niña.

-Sí -murmuró ésta.

Fue la última palabra que habló. A los tres días había muerto de garrotillo, ese implacable verdugo de los niños.

Me apresuré a ir allá con el alma oprimida y angustiado el corazón; pero al entrar en la casa, se serenó mi congoja.

La niña estaba en su cajita azul y blanca, blanca como la caja, rodeada de flores que parecían haber acudido allí como alrededor de una azucena para recibir su último perfume; nada había allí lóbrego, negro, ni mustio, pues ¿a quién puede parecer triste la vista de un niño muerto? ¿A quién tétrica aquella tumba que se riega con flores, dulce privilegio de que las tumbas de los niños sólo deben gozar? ¿A quién puede parecer fúnebre aquel féretro, al lado del cual, en lugar de la solemne, deprecación ¡Dios le haya perdonado!, sólo se oye pronunciar por cada cual esta sentida congratulación: ¡Dichoso tú! ¡dichoso tú! ¿A quién puede afligir una muerte por la que nuestra madre, la Iglesia repica como para una festividad? No, no es triste aquel féretro blanco y florido junto al cual, en lugar de entonar los ministros del culto el imponente De profundis, no se oye sino la dulce voz de los niños que cantan:


Las flores son para el suelo,
y los niños para el cielo,
adonde a Dios van a ver,
y ya no quieren volver.
Que echen las campanas a vuelo
que hoy hay un ángel más en el cielo.



¡Qué profundo buen sentido es el que hace que entre el pueblo, en un entierro de ángel, se tenga una demostración de dolor por una profanación, como lo es una de regocijo en el entierro de los mayores! ¡Cómo comprende, con ese profundo sentido religioso que unos le niegan y otros quieren borrar en él, que es la muerte en la infancia, un particular beneficio de Dios! ¡que el alma de un niño que muere es un alma privilegiada que Dios releva de las miserias humanas, y a la que, da la corona sin el combate, la palma sin el martirio!7 ¡Cómo conoce que la senda de la vida, que para los niños aún es llana y está cubierta de flores, se hará áspera y erizada de espinas cuando dejen de serlo! ¡que entrarán ellos también en la gran lucha del bien y del mal, de que aún les aparta su inocencia, sin saber si saldrán vencidos o vencedores!!!

Don Gil estaba sereno, como lo hubiera estado si hubiese visto al ángel de su guarda subir al cielo; pero también, como si éste le hubiese faltado, desapareció la alegría y contento de su existencia: ¡tal era la intensidad de cariño que encerraba aquel sencillo corazón! Ya no cazaba; en vano sus reclamos piñoneaban; en vano le repetían su con el pie8 como para intimarle que con moverlos la llevaría al campo; su escopeta enmoheció; ya no iba a sus sembrados; desapareció aquel envidiable y nunca desmentido apetito. Hasta su voz se resintió del estado de postración en que cayó su espíritu; ya no llenaba la iglesia aquella admirable y poderosa voz que como hermana se unía a los magnos sonidos del órgano! Su gran corpulencia necesitaba todos estos estímulos físicos y morales para conservarle su actividad y para combatir la postración que debía producir el exceso de la parte material en aquella mole humana. Así fue que la parte vital se debilitó, sus órganos se entorpecieron y no pudieron combatir una espantosa hidropesía que estalló espada en mano. En breve se postró. Sentado en su lecho y respaldado en almohadas, porque no podía estar acostado, clavaba la vista sin cesar en la sillita que había sido de la niña, y que había mandado colgar en la pared; y a poco tiempo dejó de existir, sin que los esmeros y cuidados de su amante mujer hubiesen conseguido alargar su existencia.»

La marquesa calló un momento, y después prosiguió:

-¡Oh, mi buen, mi excelente D. Gil! ¡Tú, que llevaste a la tierra la inocencia de corazón con que por primera vez sonreíste a tu madre; tú, que tanto ruido y papel hiciste en tu iglesia y tan poco en el mundo... ya no existes! ¡Ya tú también me dijiste un adiós de aquellos que son citas para la otra vidal ¡Tú estás allá arriba gozando de Dios como acá abajo lo estuviste! ¡Tu espíritu no volverá por este mundo, pues sólo vuelven los de aquellos que atraen e inquietan razones poderosas o grandes remordimientos, y tú no tuviste nada grande sino tu persona, y nada poderoso sino tu voz! Así pues, como nadie te recordará, ni aun tú mismo, he querido hacerlo yo, pintándote, tal cual fuiste;.y para pinceles he cogido una rama de los tristes cipreses y otra del alegre, paraíso de tu casa, y con ellos te he retratado para que otros te quieran y sientan no haberte conocido. ¡Duerme en paz en tu tranquilo cementerio, rodeado de tus vecinos y amigos que a él te precedieron, y te han recibido agradecidos al hermoso Réquiem, que les cantaste! ¡Descansa de tu vida, que te cansó cuando llegó a faltarte la hermosa voz que interpretaba los cánticos y el objeto de tu amor tan puro como el de las flores al sol! ¡Oh! ¡Tú, que amaste y ejercitaste, el canto y el latín sin comprenderlos, pliego blanco de papel en que estampó la fe sus adoraciones para ponerlas en manos del Señor, no me olvides allá arriba, donde estás con otros muchos POBRES DE ESPÍRITU Y RICOS DE CORAZÓN, y ruega por la que supo apreciar la suave almendra bajo su tosca corteza!

La marquesa bajó la cabeza, escondiendo una lágrima en una sonrisa, como esconde la aurora una gota de rocío en una rosa.

-¿Va usted a llorar por el sochantre de Valdepaz, marquesa? -preguntó el conde.

-¿Y por qué no? ¿Qué ley de razón, de decoro o de sociedad me lo impedirla? De ninguna de sus propiedades es el hombre más arbitrariamente dueño que de sus lágrimas. Dejad brotar esas fuentes del corazón, que prueban al correr que no está seco ni exhausto; dejad, por Dios, que se humedezcan los ojos, si no se han de asemejar a los de cristal de las figuras de cera.

-Marquesa, tened presente que hay lágrimas de cocodrilo.

-Jamás las he visto. Hay más: tengo la tal creencia por una vulgaridad, y he de hacer un viaje al Nilo para averiguar el hecho.

-Pero supongo que no pretenderá usted, con ese panegírico de las lágrimas, que tengan los hombres la debilidad de llorar.

-Ni lo quiero, ni lo dejo de querer; lo que niego es que el llorar sea, como lo llama usted, una debilidad. Dos veces he visto lágrimas de hombre en situaciones a las que dieron tal sello de solemnidad, que en mi recuerdo viven como dos monumentos imponentes o imperecederos. Una vez vi llorar a mi marido a gritos, a sollozos: Fue cuando murió su madre; y la profunda impresión que me dejó ese desgarrador y sublime dolor fue tal, que sólo su recuerdo me parte el corazón como un cuchillo. Otra vez vi caer por las mejillas de una persona querida lágrimas más terribles que gotas de sangre, en una de esas circunstancias que doblan al hombre de bronce como un junco, ponen esposas de hierro a sus manos, y soplan sobre su voluntad que apagan, como se sopla y se apaga una luz. Vi esas lágrimas corrosivas como un ácido caer sobre su cano bigote, mientras partía en dos y tiraba su espada, y sólo el recordarlo me aterra; y ambos eran nobles hombres, bizarros y enteros. Las lágrimas, siempre que no sean afectadas o mezquinas, son bellas, conde; bellas como lo es la riqueza que se expende. ¡No obstante, haré concesiones al estoicismo masculino; admiraré si queréis la fuerza de voluntad que para la corriente del agua viva, siempre que esta fuerza, este poder, no sea la paralización del hielo. Lo que, sí quiero es que los hombres no escarnezcan, no desprecien, no condenen las lágrimas, pobres hijas del dolor, calladas, sin forma, sin color, sin acogida, que a nadie ofenden, y de que muchos se burlan.

-Pues yo no quiero que llore usted, marquesa, porque las lágrimas que vertéis yo las recojo, y al recogerlas, sufro más que usted al derramarlas. Por no verla llorar -¡tanto es lo que me aflige!- me haría acérrimo enemigo de las lágrimas.

-No hagáis tal, conde, que las lágrimas no siempre son amargas y siempre son buenas: son, como dice un autor francés, el más seguro indicio del amor; y el amor ha sido el salvador del mundo. Dios hace del amor los dos grandes preceptos en que todos los demás se encierran; pero éste falta, y esto, es la perdición del mundo: su falta es causa de esa terrible guerra que aterra al orbe desde que el primer hombre sacudió el santo freno de la obediencia; guerra espantosa y universal que se hace con todas banderas, hasta con la de la humanidad y con la de la paz, y de que son víctimas desde el más inofensivo animalito de Dios, hasta los reyes y pontífices. No necesita el enemigo del género humano los vicios para perder al hombre; bástale arrancar de su corazón el amor, ese divino sentimiento que dio Dios al hombre así como a los ángeles.

-¡Así todos los predicadores tuviesen el privilegio de infundir la práctica de sus doctrinas como lo tiene usted cuando recomienda el amor, marquesa! -dijo el conde-. Pero vamos a ver esa carta que aún no hemos visto, que referencia tiene con el buen sochantre que ya no ríe, que ya no canta, cuya melancólica muerte viene a probar a usted mi convicción, que es: que ni aún a la santa sombra de una iglesia, entre niños y entre flores, con el corazón sano, pura el alma y tranquila la conciencia, hay en este valle de lágrimas quien no las vierta.

-Esta carta -contestó la marquesa- es la respuesta de su pobre mujer, a quien escribí el pésame. No la ha escrito, pero se la ha dictado al nuevo sacristán.

La marquesa alargó la carta a su amigo, que leyó:

«Señora: ¡No sé ni cómo me han quedado ojos para llorar! He visto apagarse al que era su luz y la alegría de mi casa. ¡Cómo le sorprendió la muerte, señora! Pero no por eso la recibió mal, sino como cristiano que sabe que la vida es un préstamo. Muchas veces se acordó de su señoría; y el día antes de morir me dijo: «Dile a la señora que ya no cantaré el Miserere en la tierra; pero que mediante la misericordia infinita y méritos de nuestro Redentor, cantaré allá arriba el Gloria». Y al verme llorar, añadió: «Francisca, no llores; las lágrimas siempre me han hecho contradicción; no se deben llorar mas que las culpas. Te dejo con qué comer. Así, no te aflijas ni vayas contra la voluntad de Dios, que dispone las cosas; confórmate y acuérdate de que cosa cumplida... ¡sólo en la otra, vida!» Señora, me lo he tenido por dicho: no lloro... y aguardo.

»Dios le envíe a V. S. todos los consuelos que expende, y la colme de venturas como los pobres de bendiciones.

»Su obediente criada -FRANCISCA MARTÍNEZ.»

-Señora -dijo el conde, devolviéndole conmovido la carta-, esta vida del sochantre, así como los anteriores hechos de que nos hemos ocupado, que lejos de ser cosas extraordinarias y novelescas, son sucesos comunes y cotidianos que se suceden a nuestra vista siempre como el día y la noche, sólo probarán que la vida se compone de esta constante alternativa, siendo todas y cada una de estas catástrofes lecciones y avisos con que Dios nos recuerda, como dice un piadoso poeta francés, que


La terre est un exil; la patrie est aux cieux!

(Un destierro es el suelo; la patria está en el cielo!)






ArribaAbajoDiálogo cuarto

El general



L'honneur est un rocher
escarpé et sans bords;
on n'y peut plus rentrer,
dés qu'on en est dehors!9



-Doy a usted la más sincera enhorabuena -dijo con alegría la marquesa de Alora al conde de Viana-. Ciertamente aturde la prodigalidad con que expende la fortuna sus dones a la familia de la hermana de usted la generala Peláez. En poco tiempo la mujer de su hijo Adrián, que está en la Habana, hereda una inmensa fortuna; su yerno el conde de Poyar gana un reñido pleito, y ahora honra la REINA a su hijo mayor con la gran cruz de Carlos III. Sabido es que la fortuna toda es extremos. ¡Gracias cuando acierta a escoger por favoritas personas que tanto merecen serlo! Lo que, por desgracia, no siempre sucede. Otro motivo, además de mi buena amistad, me lleva a celebrar esta constante serie de venturas, y es ver que los hechos se han puesto de mi parte para probar a usted en sus propios allegados, que por más que diga, por más que repita su triste cantinela, hay personas para quienes la vida es bella, dulce y cumplida.

El conde no respondió; pero por sus labios vagó una sonrisa tan amarga y tan triste, que expresó más de lo que hubiesen podido hacerlo muchas razones negativas.

-Difícil sería -prosiguió la marquesa- que se hallase un pero que poner a la felicidad de esa familia. Vuestra hermana es una de aquellas mujeres que han pasado por todos los estados de la existencia femenina, siendo en cada cual su modelo. Bella y joven, unió su existencia, a un hombre, a quien antes de amarle graduó digno de serlo, y que por lo tanto obtuvo el beneplácito de sus padres. Cuando fue madre, hizo, como dice Balzac, su cielo del amor materno. Cuando sintió irse su juventud, se impregnó, digámoslo así, de dignidad; la que es en la edad madura un brillo de oro que reemplaza el sonrosado de la juventud. Cúpole la mayor felicidad de la mujer: la de poder vanagloriarse de su marido. Siempre tranquila, sosegada siempre, nadie cual ella acertó con el secreto de la vida, que es como el agua: todo lo que la agita la enturbia. ¿Es verdad esto, conde?

-Es cierto, señora.

-El general era el cumplido tipo de los marinos españoles del pasado siglo, a los que perteneció. Caballero, culto, científico, bizarro y consagrado a su deber, llevaba en su hoja de servicios el gran nombre de Trafalgar, magnífico canto del cisne de la marina española. Su presencia era hermosa, su alcurnia esclarecida, su caudal pingüe, su modo de sentir y de conducirse el que correspondía al cumplido caballero, de que mereció y obtuvo el lauro. ¿Es verdad esto, conde?

-Es cierto, señora.

-Crecieron sus hijos sin que la muerte le arrebatase, ninguno; la escogida educación que les dieron sus padres cayó en buen terreno, e hizo de ellos personas de mérito; y al mérito siguió la suerte. El mayor ha hecho toda esta última guerra con indisputable distinción, y ajeno de toda pasión mezquina, como compete a todo noble militar, ocupa en el Senado un asiento que honra. Su hijo segundo, si bien he oído decir que fue en sus primeros años un poco disipado, sentó muy luego, y hoy día vive en una posición elevada y ventajosa en la Habana; y su linda hija, casada con un Grande que es el tipo de cuanto bueno y amante encierra el corazón del hombre, rodeada de sus hijitas, como una rosa de mariposas, es la más feliz de las mujeres. Sería esta privilegiada familia ciertamente el blanco de la envidia, si no fuese porque es tan bella la virtud, que se hace perdonar las ventajas en los que la practican, aun de la misma envidia. ¿Es verdad esto, conde?

-Todo es cierto, señora.

-Tan sólo una desgracia ha tenido que llorar en su vida vuestra hermana, y fue la muerte de su marido. ¡La muerte! ¡Esa es, sí, la gran catástrofe del mundo, esto es, perder a los que se aman; pues en cuanto a nosotros mismos, la muerte no me inspira tedio ni horror, si es santa y buena. Siempre he preferido mirar ese trance, no como el triste fin de la vida, sino como el glorioso principio de la eternidad; así como prefiero pensar en la clemencia de nuestro Juez, a pensar en su justicia; esperar, a desconfiar; amar, a temblar; agradecer, a temer. Pero la generala es tan virtuosa, que sobrellevó este golpe terrible con mucha fuerza y vigor.

-Diga usted RESIGNACIÓN, marquesa. La virtud, que es un combate contra nuestras malas propensiones y nuestras debilidades, cuando está aislada, es presuntuosa, no cuenta, sino con sus propias fuerzas, y tiene por auxiliares al orgullo y la vanagloria, que dan el valor. La virtud cristiana desconfía de sí y acude a la gracia; y son sus auxiliares la sumisión y la oración, que dan la resignación.

-¡Bien definido, conde! RESIGNARSE es dulcificar el dolor, respetándolo como compañero; llevarlo con valor, es combatir al dolor y vencerlo como a enemigo. Puede, pues, que ese dolor dulcificado y no vencido haya engendrado en vuestra hermana aquella afable gravedad, aquella seriedad tan dulce, aquella dignidad tan indulgente que forma la elevada atmósfera que la circunda, y es para sus amigos tan delicosa de respirar; así es que siempre se ve rodeada como una reina, porque su trato eleva y su contacto purifica. ¡Oh! ¡Cuánto envidio esa vejez, que haría amar la temida acción de los años, cuando sobre la sien de la mujer repone una corona de flores con una diadema de perlas! Ahora bien, conde, decidme: ¿puede la fantasía más creadora imaginar una existencia más cumplidamente feliz, así interna como externa?

-No es posible; esta es la opinión general.

-Y la vuestra particular, señor mío, ¿no es acaso la misma?

-Podría no serlo.

-Eso dice usted por negarme un triunfo, uno siquiera, cuando tantos contra mí ha alcanzado. Esto es poco generoso, conde. Mire usted que a pesar de sus bellas canas, que tanto me gustan y que tanto honro, voy a calificar a usted de obstinado.

-¡Ojalá, ojalá fuese esa la causa de mis restricciones!

-Conde, ahora añado que sois como el reloj de Pamplona, del que se dice que apunta, pero no da.

-Dejemos indeciso este nuevo caso, amiga mía, y conservemos ambos el juicio que cada cual haya formado.

-Es que una vez siquiera quiero vencer, ya que la victoria se me viene a las manos.

-Bien, me doy por vencido.

-Nada de eso: quiero conquistar la palma como trofeo, no recibirla como tributo; quiero convictos y no rendidos.¿Por qué huir del combate, usted que es tan intrépido guerreador? Es claro, es claro, es porque no tiene usted armas, esto es, razones que oponerme.

-Cuando empezó usted esta contienda conmigo, bella paladina de la felicidad, me dijo usted con harta razón: «En nuestra a la vez perfumada y pestífera esfera no se ensanchan las ideas, no se exaltan los sentimientos, no se multiplican las sensaciones sino a expensas de la felicidad pasiva, negativa si queréis, pero dulce, alegre, tranquila y suave, que es y debe ser el patrimonio de seres caídos, condenados a una vida mortal y de trabajo; pero esta felicidad existe: yo se la enseñaré en su sencillez y pureza, sin traspasar sus límites, como el manso río». Ahora bien: si hemos recorrido esas tranquilas esferas, a las que no llegan ni altas exigencias ni refinados vicios, ni envenenadora ambición, ni la susceptibilidad melindrosa, y no hemos hallado lo que buscaba usted, esto es, un sol perenne, una suave y constante brisa, flores sin ajarse, voz que cante siempre y no suspire, ¿cómo podéis pensar que hallemos ésta en estas regiones en que hemos pulido el cristal a punto que lo empaña un soplo?

-Pues lo hallé, lo hallé -dijo alegremente la marquesa-. Confundo a usted... le hago ahora mismo abjurar sus errores; aunque bien sé que, como Galileo, ha de persistir en que no se halla, no se halla.

-Y, como Galileo, tendría razón; la tierra se mueve, ¡igualmente movible es la felicidad!

-¿Con qué, será usted capaz de sostenerme que la familia de su hermana no es feliz? ¿Qué el general, que vio todos sus deseos cumplidos, que no lloró sobre la tumba de ninguno de los suyos, no murió feliz?

-¿Quién puede saber, señora, el secreto que cada corazón lleva consigo a la tierra?

-¿Qué secreto amargo puede llevar consigo el que muere en el seno de la religión en los brazos de los suyos, bendecido y bendiciendo, sonriendo a la vida, que, fue bella, y a la muerte, que lo es también porque lo fue la vida? ¡Oh! ¡Morir así es una buena y dulce muerte! Se la envidio.

-¿Con qué envidia usted la muerte del general?

-Como el mayor bien de la vida.

-Pues, señora -dijo el conde con acento amargo e incisivo-, sepa usted que, el general murió de dolor y de vergüenza.

Al oír estas palabras, la marquesa miró asombrada al conde, y viendo la solemnidad de su mirada, que sentía hondamente lo que decía, creyó estar soñando.

-¡Qué dice usted, señor!... -exclamó consternada.

-Una verdad, señora, que con la felicidad de mis hermanos, que hizo naufragar, yace en el oculto seno de un mar amargo de dolor.

-¡Dios mío! Conde... ¿sabe usted que me he quedado fría como el mármol, trémula como las hojas de los alisos? ¡Jesús! Ni yo ni nadie sospechaba...

-¡Oh, marquesa! Este es un terrible secreto; secreto que, cual el tigre ávido de sangre, se introdujo de noche y a paso lento en un hogar, para destrozar el corazón de una familia.

-¡Me estremece usted, conde!

-Y con razón, señora -repuso el conde, apoyando su frente sobre su abierta mano.

-¡Pobre amigo! ¡pobre amigo! -dijo la marquesa-. Perdone usted si con imprudente mano he tocado una cuerda que vibra tan cruelmente en su corazón; pero estaba tan ajena...

-Lo creo, lo creo; si sus suaves y blancos dedos sólo querían coger la rosa, no es culpa suya si os punzasteis con la espina que ocultaba.

-¡Ay de mí! ¡ay de mí! ¡Imprudente! -exclamó la marquesa-. Perdone usted, amigo; nada quiero saber. Doblemos la hoja; oculte usted mi tierno interés con el secreto en el silencio; el respeto a la desgracia es el más sagrado, después del respeto a Dios.

-No, marquesa, es usted de la familia; y sois más: sois una amiga verdadera; y los amigos son la familia del corazón. Sabrá usted la desgracia que, cual un cáncer, ha destruido la felicidad de mis hermanos; y cuando sepa que es de las que no tienen consuelo, comprenderá que no es la muerte la grande y mayor catástrofe del mundo.

-Conde, dejadme ignorar una desgracia, si no puedo remediarla.

-¿Me niega usted su interés?

-¡Hable usted, conde, y así os sea un bálsamo!

-Acertada anduvo usted al delinear la vida de mi sobrina mayor, la que, cual un terso y trasparente cristal, no tiene una mancha; mas no fue tan acertado su juicio sobre su hermano menor Adrián. Este dio a sus padres muchas penas. Empezó por ser expulsado del colegio de Artillería. Hay muchos casos en que esto no supone falta de alcances, ni incapacidad, ni maldad, y que es sólo debido a naturalezas tímidas o débiles, al tedio, al cansancio, a veces a la desesperación, por verse el indefenso blanco de esa horrible crueldad que ejercen los muchachos unos sobre otros, tanto más repugnante, cuanto es puesta en juego por los mayores sobre los menores, por una asociación sobre un individuo aislado. Aturde que a semejante vejamen no se ponga coto en un cuerpo que con razón se jacta de producir, no solamente hombres científicos y brillantes militares, pero también caballeros cumplidos, siendo una de las primeras cualidades de los tales la generosidad, y lo más contrario a esta cualidad el abuso de la fuerza con el débil, la opresión en quienes se jactan de equitativos, el despotismo en quienes se jactan de liberales! Triste es decirlo, pero hay una edad en que el hombre es cruel, fría y ferozmente cruel.

-¡Cierto, cierto! -exclamó la marquesa al oír tocar al conde las cuerdas más vibrantes de su corazón-. ¡Cuántas veces lo he dicho! ¿Por qué no se enseña a los niños, antes de todo, los buenos sentimientos, y entre éstos el primero de todos, el más bello, el más santo, el más simpático, la compasión? La compasión es un bálsamo divino que Dios puso en los corazones para ungir con él los males ajenos, sean cuales sean ellos y quien los padezca. La propiedad de sufrir es legítima acreedora de la de compadecer. Cada dolor físico o moral que hayamos visto sin compadecerlo, a mi entender, clamará acaso más en contra nuestra, ante el divino tribunal, que todos nuestros vicios. Cada vicio trae consigo su detestable atractivo, su perniciosa propensión; pero la crueldad es un horroroso monstruo engendrado de sí mismo, al que ni el mismo genio del mal se atrevió a dar corriente ni seducciones.

-Marquesa -dijo el conde-, deberíais poner una cátedra de buen corazón.

-De bonísima, gana la dotaré, amigo mío; búsqueme usted un profesor celoso, y todos lo aplaudiremos. Pero... ¿decía usted que Adrián fue expulsado del colegio?

-Sí, y este fue el primer dolor para aquellos padres exageradamente pundonorosos; porque, sea merecida o no merecido, el desaire que lleva un hijo, es para sus padres un punzante dolor. A varias cosas quiso su padre aplicar a Adrián; pero éste a ninguna, quiso dedicarse con constancia. Entro tanto, fuese haciendo calavera; porque la ociosidad en cierta edad es un precipicio que se abre a nuestros pies, y por su borde son pocos los que caminan sin tropezar o marearse.

Últimamente su padre determinó escasearle el dinero, de que tan mal uso hacía; y no siendo mi hermana de aquellas madres débiles que por un mal entendido amor contrarrestan las medidas de prudente rigor de sus maridos, consintió en la determinación que tomó su padre de enviar a su hijo a la Habana, al lado de un tío suyo, gobernador de un castillo, para que allí lo sujetase con la disciplina militar. Con este objeto marchó Adrián a Cádiz, para esperar la ocasión de embarcarse. Fue recomendado a una prima de su padre, viuda de un brigadier de marina, señora digna y respetable, que tenía algunos bienes de fortuna. Vivía sola con una criada en un cuerpo o partido de casa, en un barrio poco frecuentado.

Recibió esta señora a su sobrino con sumo agrado; le dio, no sólo las cantidades que su padre le asignó, sino algunas otras que por vía de préstamo supo Adrián sacarle. ¡Lejos estaba la excelente señora de pensar que esas sumas se empleaban en vicios! Pero al fin lo averiguó, porque en la misma casa, en el cuerpo que estaba sobre el que ella habitaba, se había establecido una casa de juego, y la criada de la señora, que era curiosa y entrometida, notó que Adrián, al salir de ver a su tía, subía a la casa de juego, y se apresuró a participarlo a la señora. Ésta, como era de presumir, reconvino a su sobrino, que en adelante no pudo contar con la generosidad que tantas veces había venido en su auxilio. Adrián entonces escaseó sus visitas, y acabó por no ir nunca a casa de su tía, que le perdió de vista. Mala señal es cuando los jóvenes se retiran del trato.

-¡Ya lo creo, conde! Bien sabido es, y a honra nuestra se ha dicho, que a medida que el hombre se engolfa en vicios, se aleja del trato de las señoras. Siempre he visto que es un instinto elevado y aristocrático el que lleva a los jóvenes a frecuentar la sociedad nuestra; y siempre he augurado bien de aquellos que han preferido la buena sociedad a los casinos y a los cafés. Pero... prosiga usted, conde se lo suplico.

-Era una negra y silenciosa noche de invierno; habíanse ya marchado algunos amigos que solían acompañar a la brigadiera basta las diez; la criada, que estaba indispuesta, se había acostado, y la señora, sentada al brasero, rezaba sus oraciones a la desmayada luz de un reverbero económico, que barruntaba sería en breve pasada la llora de su servicio.

La lluvia sonaba monótona contra los cristales, como la péndola de un reloj; el viento se desplomaba por el ojo del patio, matando o haciendo vacilar las asustadas llamas de los quinqués de la escalera, y esparciendo el fétido tufo de sus pábilos.

La mar reventaba sus monstruosas olas contra la muralla de la ciudad, denominada de Capuchinos, salpicando aquella parte de la población con sus ásperas aguas y sus amargas espumas.

Un temporal en todas partes es triste; en Cádiz... es lúgubre! Recordaba la señora varios sucesos horribles acaecidos en Cádiz; Cádiz, que es tan bello y risueño de día y con sol, pero en el que, como en todo pueblo en que afluye mucha gente y mucho dinero, tantos horrores de noche, y en secreto, se habían cometido! Vinosele a la memoria que poco antes, en una casa de su propiedad, no lejos del Hospital del Rey, habiendo tenido que desenlosar un oscuro y retirado patinillo para componer una cañería, se habían hallado dos esqueletos profundamente enterrados; que se había dado parte a la justicia, y que todas las averiguaciones que ésta hizo sólo alcanzaron a verificar que en algún tiempo aquella casa había sido uno de esos perniciosos antros del vicio llamados casas de juego; de lo que se vino a colegir que algún forastero habría pagado cara su buena suerte en ese indigno pasatiempo, en el que -¡oh ignominia!- se confunde el hombre bien nacido con ladrones, truhanes, perdidos, ¡hasta con asesinos! arrastrado por un vicio que, sin más incentivo que la codicia, conduce a la deshonra, a la desesperación, y hasta al crimen! Arrepentíase de seguir habitando aquella casa en que se había establecido un garito, hallándose así expuesta a rozarse en su escalera con tahures y gentes de mal vivir, y proponiéndose cuanto antes el alejarse de tan despreciable vecindad.

De repente tocaron a la campanilla. La brigadiera se sobrecogió, como si la hubiese tocado la pila de Volta; mas sobreponiéndose a su estremecimiento físico, la señora, que era animosa y serena, sabiendo que su criada estaba recogida, se levantó y fue a abrir. Apenas levantó el picaporte, cuando fue atropellada por la puerta, empujada con violencia por un hombre embozado y enmascarado, que se arrojó dentro y cerró tras sí, y sacando un puñal, la amenazó en queda y honda voz de asesinarla, si no le entregaba el dinero que poseía. La señora, que ya dije a usted era serena, no perdió la cabeza; conoció que el lance era perdido, y que sería muerta si resistía o gritaba, y así le contestó que estaba pronta a darle cuanto tenía, con tal de que no la maltratase. Entraron ambos en la sala, cogió la señora con trémula mano las llaves que estaban sobre la mesa, y pasó a la alcoba, en donde se hallaban sus cómodas. Pero apenas estuvo en ella, cuando con una sorprendente presencia de ánimo, cerró la puerta, corrió el cerrojo, se arrojó a la ventana, que abrió, y se puso a gritar: ¡Ladrones! Mas ¡cuál sería su asombro al oír una voz harto conocida que desde la sala le dijo con imponderable angustia:

-¡Señora, por Cristo crucificado, no me pierda usted! ¡Soy yo! ¡Yo, miserable, desesperado, loco!

Se acerca, y abre. Adrián, tirando el antifaz, se echa a sus pies y abraza sus rodillas.

Las gentes de la casa se habían agolpado al portón y llamaban amenazando hundir la puerta; la guardia de la vecina casilla había acudido; los serenos tocaban sus pitos; Adrián se arrancaba el cabello; el asombro había convertido a la señora en la inmóvil y pálida estatua del espanto.

Marquesa, ¡cuántas veces se ha dicho, y cuántas veces se tiene que repetir, que la mujer es una heroína cuando a serlo la mueve la generosidad! Sobreponiéndose a todos los sentimientos de pavor, de indignación, de ira, de desprecio, que la agitaban y turbaban sus facultades, la señora levanta a Adrián, lo esconde en una alacena, serena su rostro, y abre la puerta, recibiendo con la sonrisa en los labios a todo el gentío reunido a la puerta.

-Entren ustedes, señores -dice con risueño y tranquilo semblante-; entren ustedes a recibir las excusas de una mujer medrosa y pusilánime, que asustada porque el viento movió una cortina, creyó ver un hombre en una sombra, y aturdidamente ha alborotado el barrio, pero no ha sido nada, ¡nada, sino mi visionaria imaginación!

Sacando en seguida vino y bizcochos, regaló a todos, con todos se chanceó, repartió algún dinero entre los serenos, dio a todos las gracias, y los despidió como habría despedido a su tertulia.

Cuando todo volvió a quedar tranquilo, abrió la alacena. Adrián salió pálido como el criminal que llevan al cadalso; quiso decir algo sobre su deuda de honor, sobre sus ulteriores intenciones; pero la señora, poniendo uno de sus dedos sobre sus labios, y señalándole con la otra mano la puerta, le dijo:

-¡Sal! Y ojalá te sea dado olvidar lo pasado, como procuraré hacerlo yo.

El conde calló: estaba pálido como un enfermo; la marquesa estaba encendida como el metal que ha estado sobre ascuas.

-Conde -dijo al fin con tímida voz-, ¡de esto hay tanto tiempo!... Adrián aprovechó la terrible lección, y es hoy día un hombre honrado, un hombre de valer; aquello fue un dislate debido a la irreflexión. Adrián fue un loco, un aturdido.

-Fue un ladrón, señora; esas disculpas que se dan a las maldades son las peores adulaciones.

-Pero, amigo mío, aún supuesto el mal, ¡señor, por Dios! ¿y el santo perdón? ¿Y el generoso olvido?

-Señora, sólo Dios perdona y olvida; el mundo no conoce semejantes mercedes. El honor, que es su conciencia, la opinión, que es el tribunal de sus fallos, estigmatizan sus sentencias con tinta indeleble. Señora, deshonrada quedó aquella pura sangre asturiana, y harto más manchada que lo hubiese estado con sangre mora. Podéis ver aquella tumba de un hombre honrado abierta por el dolor y la vergüenza que cubre una lápida negra, sobre la cual prohibió el que bajó a ella que se esculpiese su noble blasón, que mentía, pues era su lema SIN MENGUA. Levantad sobre la frente serena de mi hermana la venda de plata que cubre su sien, y veréis en sus hondas arrugas la marca de un incesante dolor, de un baldón indeleble, y el culpable, señora, es el hombre más desgraciado. Se considera, con razón, parricida, Judas de su ilustre estirpe, y excluido de la noble esfera de los hombres honrados. Sus remordimientos, si bien ocultos a los ojos de los hombres, le roen el corazón, como el buitre a Prometeo.

-Conde, no sea usted tan inexorable en sus juicios: el arrepentimiento purifica, la enmienda rehabilita.

-El arrepentimiento no quita; al contrario, aguza el remordimiento y le hace principio y parte de la explación; y manchas hay que, cual las del hierro, gastan la trama, que muere con ellas.

Ambos amigos quedaron por mucho tiempo sumidos en un penoso silencio.

-Por cierto -dijo al cabo de algún tiempo la marquesa- que no es fácil comprender cómo la brigadiera, esa señora tan discreta y dotada de tan delicada presencia de ánimo, que tan bien se condujo con el hijo, no lo hiciese con los padres, dejándoles ignorar lo que nunca deberían haber sabido.

-No, señora, no fue aquella digna matrona quien cometió ese acto de crueldad. Fue el caso que la criada, al oír los gritos de su ama, se había arrojado de la cama, y corriendo para ponerse en salvo, pasó ante la abierta puerta de la sala en el momento que Adrián abrazaba las rodillas de su tía, y oyó lo que le decía. Retirose en seguida a su cuarto, ya tranquila, y no se volvió a presentar sino cuando la sala estaba llena de gentes. Nunca llegó a sospechar la señora que tan temible testigo hubiese tenido la terrible escena que he descrito. Poco después la criada buscó un pretexto, y se despidió. Por aquel entonces llegó a casa de mi hermana una mujer que exigió hablar en particular a mi cuñado, que la llevó a su despacho, en que se encerró con ella. Nadie supo lo que entre ellos medió; pero cuando salieron, el uno llevaba en su corazón el golpe de muerte que en breve lo había de llevar al sepulcro, la otra una buena fortuna, con la que se estableció en Medina, pueblo de su nacimiento, dando por fuente de su riqueza la herencia que le dejara un imaginario pariente fallecido en América; pero su origen real era el precio en que había vendido su silencio. Ya ha muerto. ¡Dios la haya perdonado!

-Al menos, conde, hay el descanso de que esta desgracia está por siempre sepultada en el misterio.

-Señora... ¡qué triste consuelo! El misterio es una mentira, es una máscara, es una luz artificial. ¡Pobre hermana!

-¡Válgame Dios, conde! Y el general, ¿tuvo valor para decirle el fatal secreto?

-¡Qué quiere usted, marquesa! En todas cosas se apoya la mujer en el hombre menos en el dolor, que entonces se apoya en Dios. El hombre en todas cosas se apoya en sí mismo, menos en el dolor, en que se apoya en la mujer; porque consolar es uno de sus más bellos dones, de sus más dulces prerrogativas. ¡Pobre del que en sus aflicciones no tiene una madre, una mujer, una hermana, una hija o una amiga!

-Además de esto -añadió la marquesa-, siempre he notado que el hombre, con una inexplicable crueldad, echa sobre su mujer parte de las faltas de los hijos, y ésta se resigna gustosa a soportarla, si cree que al hijo se le descuenta. Si aquella mala mujer se hubiese abierto a la madre, es bien cierto que nunca habría sabido tan infausto secreto el padre. Las madres tienen un manto de amor con que cubrir las faltas de los hijos, tan tupido y tan extendido, que a veces se tapan con él hasta sus propios ojos. ¿Y dice usted que el general no pudo resignarse?

-No, señora; aquella cabeza, tan erguida hasta entonces, se dobló; aquel esforzado veterano se postró como la robusta encina que derribó el rayo. Taciturno y misántropo, huyó del trato de las gentes: una espantosa ictericia, una incombatible consunción, le llevaron en breve al sepulcro. Antes de morir hizo tres partes de su caudal, de que envió una a su hijo Adrián, a la Habana; en ella descontaba diez mil duros, precio del silencio de aquella miserable. La carta que acompañaba esta remesa sólo contenía estas palabras: «No volváis a España mientras vivan vuestros padres». Ahora bien, marquesa: ¿qué dice usted? ¿Envidia aún la vejez de mi hermana? ¿Es feliz el que lo parece? ¿Es oro lo que brilla?

-¡Conde, por Dios!... Tales deli... extravíos, son tan poco comunes, como lo es el delicado y excesivo pundonor de vuestros hermanos. ¡Hoy día la indulgencia es tan grande, tan lato el círculo que abre la sociedad!...

-De esto me quejo -exclamó con violencia el conde-; me indigno de ver esta sociedad, cual una Mesalina, recibir a todos igualmente en su seno. El mismo caso hace, las mismas atenciones tiene con la mujer depravada y de mala índole, que para la mujer virtuosa y delicada. Más graciosa es su sonrisa para la niña vana y disipada, que para la niña modesta y recogida; y cada cual alarga lo mismo su mano, al hombre de bien, que al que no lo es. Lo mismo se acata al mérito, que a la atrevida presunción. ¿Hay acaso lauro para el hombre de virtudes? ¿Hay acaso repulsa para aquel que ninguna conoce, aprecia ni practica? Mientras el tribunal de la opinión no haga justicia, seguirá este espantoso caos en que vivimos.

-Pero a algunos hombres se hace justicia, señor: podría citar a usted.

-Las excepciones prueban las reglas, señora; pero lo general es ver a la opinión, cual indolente sultana, sin nervio y sin energía para alzarse en su tribunal a separar, como es su deber, el trigo de la cizaña; muy al contrario, se la ve acatar a las fortunas sin tomar en cuenta su origen; y no por benevolencia, porque si con una mano inciensa, con la otra levanta denodada y malévolamente el velo que cubre sus misterios, y se ríe, al ver el fraudaloso, el falsario, el venal, la impunidad que seduce, el ejemplo que arrastra, la indiferencia que incita para lo malo, y desmaya para lo bueno! El indiferentismo, señora, que es la parálisis de la virtud, ese es su estado.

-Conde, ¿dónde ve usted eso? ¡Qué fallos tan injustos y acerbos! ¿En qué paleta ha hallado usted los colores para ese cuadro inverosímil que lastima la vista?

-Perdone usted, amiga, pues es cierto que hago mal en constituirme en Herodes de sus ilusiones. Usted no conoce nada de eso, pues como la blanca nube de verano, vaga usted en una pura atmósfera cual ella, no recibiendo más matices que las rosadas tintas del sol, ni más impresiones que de las suaves auras del cielo que nos elevan; pero creed, amiga mía, que entre las COSAS CUMPLIDAS, QUE SÓLO SE HALLAN EN LA OTRA VIDA, ES LA PRIMERA LA JUSTICIA.



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