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Críticas del cine español

José Luis Sánchez Noriega






ArribaAbajoAdosados: La mentira, esa cosa de esclavos. (Mario Camus, 1996)

Ya defendimos en su momento, al hablar de África (Alfonso Ungría, 1996) y de La niña de tus sueños (Jesús Delgado, 1994), la necesidad del cine español de indagar en aspectos de nuestra sociedad actual desde una perspectiva dramática y con capacidad para cierta reflexión crítica. Esos dos títulos y Adosados, son películas personales, en cierto modo obras menores, pero valiosas para una cinematografía que ha de cultivar el realismo crítico que tan buenos frutos ha dado; y que parece olvidado ante el monocultivo de la comedia de los últimos años.

Andrés y Paula forman un matrimonio feliz con dos hijos que habita un chalé adosado en una urbanización del extrarradio madrileño. Se les adivina una vida metódica: Andrés en su trabajo en una consultoría y Paula en un centro de atención a la mujer. Su pareja está basada, más allá de la fidelidad, en un pacto de coherencia y sinceridad. Un buen día, Andrés lleva al veterinario al perro que tiene tantos años como sus hijos y ha crecido con ellos. Le diagnostican un cáncer; ha de sacrificarlo y lo hace. Pero tiene remordimientos porque se siente ridículo y teme comunicar a su familia la muerte del animal. Llega a casa y da una explicación falsa. A partir de ahí se suceden una serie de mentiras que se sobreponen a la comunicación.

En esta película, Camus lleva a cabo una reflexión sobre la mentira en nuestra sociedad que es coherente con su obra inmediatamente anterior, particularmente Después del sueño (1992) y Amor propio (1994), pues la falsedad tiene mucho que ver con la búsqueda del éxito económico y la impostura. La novela de Félix Bayón en que se basa la película está enriquecida con secuencias que inciden en la falsedad: las chicas que hacen encuestas por la calle y piden una respuesta, aunque sea mentira; el amante ha ocultado a Paula que está casado; el director de la auditoría pide maquillar el informe final porque «la verdad es un misterio» (!); una chica por la calle habla por el móvil diciendo que está ocupada en el lugar de trabajo; y una de las mujeres maltratadas que llama a Paula se queja de que no la crea... La mentira es no sólo una hormiga que se cuela por las grietas del adosado -como ha dicho el director-, un elemento que socava la institución familiar, sino un rasgo de la sociedad en la que cuentan más las apariencias que las realidades. Pero no se refiere la película al tan manido tema de la hipocresía social, sino a la imagen de uno mismo, al pánico a la verdad que desenmascare nuestras debilidades. La mentira lleva al protagonista al silencio -que es un modo de preservarse de todo juicio- o a esas absurdas pero expresivas confesiones que mantiene con el ruso. Incluso al juego de la falsedad que provoca alarma social y concede protagonismo, como la chica que ha desaparecido para comprobar qué harían sus padres en una situación así. En la sociedad de la satisfacción (Galbraith) representada por esa pareja de clase media urbana que tiene un buen empleo, una vivienda amplia y un centro comercial y de ocio cercano, la hormiga de la mentira horada el bienestar y provoca la tragedia cotidiana. Que esa sociedad de bienestar tiene grietas también viene plasmado por la figura del inmigrante ilegal ruso, del que se sospecha injustamente de haber secuestrado a la chica y acaba siendo expulsado del país.

El magnífico y pesimista final de la película resume bien la historia: la pareja continúa en su vida monótona pero el engaño ha entrado a formar parte de la misma desbaratando cualquier posibilidad para la autenticidad. El propio título tiene una doble interpretación, además de referirse a los chalés seriados, puede entenderse como el estado de la pareja, uno al lado de otro, de espaldas, adosados.

Adosados se vale de elementos de intriga de género para lograr que el espectador se interese por una historia en principio tan banal como la que arranca con la muerte de un perro. De ahí el flashback con que arranca la película y cuyo final parece necesitado de mayor énfasis. La realización tiene esa economía de medios en la puesta en escena y en la presencia de la cámara que caracteriza al director cántabro y que, además de dar a la película un tono de obra menor, en cierto modo intimista, se dirige a un espectador atento. Más que frialdad en la narración, hay una exposición sucinta de hechos muy seleccionados, contados sin aderezos.

La música de Sebastián Mariné tiene la virtud de alejarse de la música «de cine» para alcanzar un creativo grado de abstracción. Otros técnicos creadores, ya constantes en el último cine de Camus, como el decorador Rafael Palmero, el operador Peracaula y el montador Biurrun cumplen su cometido con eficacia.




ArribaAbajoÁfrica: Los mundos de la cotidianeidad. (Alfonso Ungría, 1996)

Alfonso Ungría es un cineasta con una de esas carreras irregulares demasiado frecuentes en el cine español. Junto a obras muy personales como Tirarse al monte (1971) o Gulliver (1976), ha rodado proyectos ambiciosos (La conquista de Albania, 1984) y trabajos para televisión ciertamente deficientes (Gatos en el tejado y Hasta luego, cocodrilo). La película que ahora se estrena nos hace concebir esperanzas sobre una línea de trabajo que ha de ser fructífera tanto para Ungría como para lo que el cine español puede aportar en este momento. Y ello siendo muy conscientes de que los resultados de África están muy por debajo de las pretensiones. Esa línea no es otra que el realismo muy capaz de unir las descripciones sociológicas con elementos dramáticos y aun trágicos y que tiene toda una tradición en el arte español.

Una familia de trabajadores de un barrio popular consta de un adolescente que lucha por ser una figura del atletismo, la madre que bebe y el padre, Arturo, portero de la finca, que parece vivir más de ilusiones que de realidades. Surge una discusión y la madre cae por la ventana y muere en el instante. El chico tiene dudas sobre la inocencia de su padre en el suceso. En el mismo barrio, dos mujeres, madre e hija, regentan un bar. Arturo es amante de la primera, y su hijo Martín se enamora de la segunda, África. A partir de ahí de desarrolla una doble trama, bien interrelacionada, en la que Martín querrá eliminar a su padre y África tratará de evitar que prosperen las relaciones de éste con su madre.

El título está muy bien elegido, tanto porque nos habla de la protagonista en la sombra, la adolescente manipuladora de los sentimientos, como del continente misterioso de donde proceden las dos mujeres desarraigadas y deseosas de encontrar un norte para sus vidas. África es una historia dramática, con elementos de tragedia contenida, ambientada en un contexto de cotidianeidad de gentes de barrio, lo que constituye una opción creativa con inicial interés, porque es una apuesta por mostrar los mundos más fascinantes en la gente común. Pero ese contexto no siempre resulta verosímil y secuencias descriptivas como las de los drogadictos y las patrullas ciudadanas responden más al tópico que a la creatividad exigible en una transposición de la realidad sociológica al arte. La fotografía resulta poco expresiva, todo lo contrario de la música de connotaciones africanas y de las localizaciones, muy bien elegidas.

Las deficiencias de esta película se encuentran del lado de un desarrollo argumental un tanto arbitrario, donde coexisten momentos de enorme fuerza junto a otros que se nos antojan inverosímiles y hasta vacíos, como las secuencias de rivalidad entre Arturo y su hermano. Ello se debe, sin duda a que el guión juega bazas muy diversas y ha de combinar la iniciación erótica y el aprendizaje sentimental del protagonista con la intriga policíaca y la evolución de su padre en la nueva situación tras el fallecimiento de su esposa. Por el contrario, la riqueza está en los personajes adolescentes y en los temas que subyacen tales como la propia adolescencia en cuanto edad de la incertidumbre, la manipulación de los sentimientos, la iniciación sexual, el miedo a la adultez, etc. Quiere esto decir que, a nuestro juicio, el guión debería haber privilegiado el punto de vista de Martín (muy bien encarnado por el novel Zoe Berriatúa), con la riqueza de contradicciones que posee quien ama y desea matar a su padre, trata de conquistar el corazón de una chica sin someterse a sus caprichos, renuncia a los estilos «bakaladeros» de ocio juvenil pero no al deseo frente a la joven, aspira a triunfar en el atletismo, pero siente que la vida le exigirá otras tareas, etc.

Así las cosas, África es un filme que nos deja insatisfechos porque tiene secuencias muy débiles y se queda a medio camino en lo que pretende ser, pero del que hay que valorar la indagación que hace del mundo de pasiones en gente común.




ArribaAbajoAlas de mariposa: Una atmósfera inquietante. (Juanma Bajo Ulloa, 1991)

Sorprendió que el primer premio del Festival de San Sebastián de este año fuera otorgado a una ópera prima de un cineasta de 24 años. Sin embargo, la película ha sido muy elogiada, aunque también tenga sus detractores. Al margen de filias y fobias absolutas hay que decir que estamos ante una primera obra con imágenes poderosas, muy capaz de crear una atmósfera de misterio e incertidumbre, dentro de un relato ambientado en la cotidianeidad, que atrapa al espectador; pero, al mismo tiempo, con un guión irregular, casi vacilante.

Ami es la primogénita de una familia obrera y tradicional que espera un varón; es rechazada por su abuelo materno e, inconscientemente, por su propia madre. Es una niña inteligente e imaginativa que tiene afición a dibujar y no consigue pintar una mariposa. El día que lo logra le nace un hermano. Es el momento de revelación de la tragedia en que se convierte su vida. Cuando llega a la juventud resulta violada y sus pretensiones de huir de casa, donde es rechazada, resultan vanas. Parece condenada a la desgracia, la soledad y la incomunicación radical.

Juanma Bajo (Vitoria, 1967) ha filmado una historia que, a nuestro juicio, tiene el gran mérito de combinar el drama con elementos trágicos y el thriller en un ambiente de realidad corriente. Con una verosimilitud casi inédita en el cine español. La primera parte de la película está rodada con gran pulso, pero a partir del momento en que Ami es joven hay demasiadas repeticiones y el progreso narrativo es falso, pues se consigue por reiteraciones y excesos. Me refiero a las secuencias de pequeños hurtos de la chica que piden a voces unas elipsis que el director no concede y, sobre todo, la desgracia sobre desgracia que supone su violación y la agresión al padre con resultado de parálisis total. Este exceso viene bien para el desenlace final, pero resta credibilidad al relato. Es sabido que la intensidad dramática no se consigue con la acumulación, como ha pretendido Bajo Ulloa. Final muy equilibrado e inteligente por cuanto el director no ha recurrido a la tragedia espectacular y definitiva, sino a una contención que, si bien puede tener asomos de esperanza, resulta, en definitiva, mucho más trágica.

Alas de mariposa se inscribe, en cierta medida, en el cine que, entre otros, han hecho en nuestro país recientemente Agustí Villaronga y Bigas Luna. Un cine que temáticamente busca caminos nuevos en la narración de historias donde se mezclan elementos de misterio, sueño y realidad ordinaria. Esto puede despistar al espectador; el propio director reconoce la dificultad: «Admito en Alas una continua contradicción, personajes y situaciones reales (demasiado reales), contados de forma casi irreal. Pero este contraste es precisamente lo que me interesa de este desalmado cuento». Estamos, sobre todo, ante un cine que cree en la imagen; es decir, que cuenta mediante imágenes, dando a cada plano la sustantividad de la historia. Esta es la gran aportación de Bajo Ulloa, que nos hace pensar en un cineasta con futuro en la deficitaria industria española. La cámara se «pega» a los rostros y los objetos en unos encuadres opresivos y absorbentes, tal como requiere la historia. El universo cerrado, de incomunicación radical, nos es contado con unas imágenes que no hacen concesiones a la brillantez del plano o al decorado, ni siquiera a la belleza de rostros como el de Ami niña. La propia dirección de actores -todos ellos magníficos, sobre todo Silvia Munt, en un papel difícil- huye de la exhibición. Las escasas sonrisas que se concede el relato provienen de las palabras de Gorka, un personaje que colaborará en la profundización de la tragedia. Todo ello, con una música muy eficaz, que en varias secuencias sustituye hábilmente al sonido directo, crea una atmósfera opresiva e inquietante que, sin dudas, es lo mejor de la película.

Contra lo que pueda parecer en un primer momento, Juanma Bajo ha realizado una película moral, casi una fábula sobre la incomunicación. Pasa revista a los traumas infantiles, a las relaciones familiares a nivel subconsciente, a los sueños (la mariposa) frustrados y convertidos en pesadillas, fruto de la soledad provocada por los rechazos (los insectos); a la soledad de los barrios y las gentes -los escasos exteriores y personas ajenas a la casa son siempre extraños-; a las convenciones sociales que aíslan a las personas, como el sexo y el deseo de tener un varón.

Lejos de cualquier pretensión documental o realista, a pesar de lo dicho más arriba, Alas de mariposa carga las tintas en lo más sórdido de la historia. Ello puede restarle espectadores que sólo vean un relato de pesimismo y desolación, sin atender a los aspectos formales o el tratamiento provocador -otro logro de la película- que impone el director. Es un problema de género cinematográfico: el director ha optado por una obra personal, muy difícil, y tiene el riesgo de que el espectador no sintonice con él.




ArribaAbajoBelle époque. (Fernando Trueba, 1992)

Fernando es un joven que ha desertado del aeródromo de Cuatro Vientos por estar implicado en un intento de levantamiento republicano. Llega a un pueblo de una provincia española y traba amistad con Manolo, en cuya casa se hospeda provisionalmente. El joven cocina muy bien y proporciona compañía al dueño. Se va a marchar cuando llegan las cuatro hijas de Manolo. La mayor ha quedado viuda hace poco, Violeta se comporta como un varón, Luz se enamora de Fernando y Rocío es pretendida por Juanito, un maestro de familia carlista cuya madre le acompaña a todas partes. Fernando irá seduciendo paulatinamente a cada una de las hijas de Manolo y viviendo una fábula en medio de la España de convulsiones políticas. Al poco de regresar Amalia, la esposa de Fernando, y su amante, Fernando y Luz se casarán.

Belle époque es una especie de fábula donde la comedia viene enmarcada por dos secuencias trágicas. Al comienzo, los dos guardias civiles que detienen al soldado desertor acaban muertos. El más joven dispara contra su suegro y luego se suicida. Al final de la película, el cura unamuniano también acaba suicidándose. Desde el punto de vista formal, estamos ante una película elegante, como todo el cine de Trueba. Vestuario, decorado, localizaciones y, sobre todo, la magnífica fotografía y la sugerente música hacen de Belle époque un filme visualmente muy atractivo. La secuencia con la llegada de la madre a la casa cantando una zarzuela y siendo filmada desde una grúa; y la salida de cada miembro de la familia a la ventana muestra claramente esa elegancia. A ello contribuye el formato scope en que suele rodar Trueba y que él justifica diciendo que, de ese modo, caben en el plano más personajes vistos desde cerca.

Belle époque es una película mucho más corrosiva e inconformista de lo que el tratamiento amable y vital que tienen sus imágenes nos puede hacer pensar. Las dos secuencias trágicas que la enmarcan sirven para subrayar el carácter de sueño o de fábula que se ha querido dar a la historia. En esta se nos narra la existencia feliz de unos personajes en una casa en medio del campo. Cada una de las jóvenes vive el sueño del amor y la seducción, lo mismo que el soldado ha dejado atrás un problema no pequeño para lanzarse a vivir unos días de abundancia de comida, de amistad y de amor. En el fondo, hay una propuesta de amor libertario, de una forma de vida utópico-idealista de carácter anticlerical y antidogmático. Como ha señalado la crítica la acción se sitúa «en un pueblo de la España prerrepublicana, pero un pueblo de fábula, en el que reina la tolerancia, la libertad de costumbres, la alegría de vivir, el amor libre y donde el protagonista vive su 'belle époque'».

Esta fábula tiene que ver con una sociedad muy concreta: la España de los años treinta de las tensiones y las esperanzas del cambio político con el advenimiento de la República. Ese contexto actúa como referente presente, pero hurtado a la mirada del espectador (las noticias que llegan de Madrid sobre el manifiesto de los intelectuales por la República o el mitin al que asisten varios personajes). Las contradicciones entre los personajes y el contexto son fuertes; como lo es que un soldado desertor y republicano lleve la Biblia en la mochila.

El baile del carnaval es toda una metáfora, dentro de un relato ya de por sí simbólico, que expresa la voluntad de las personas por ser quienes no son, por salir de la cotidianeidad y de la realidad histórica amarga y conflictiva para vivir unas identidades nuevas, aunque sea de un modo provisional y ficticio. Juanito representa el joven de familia tradicional que tiene la imperiosa necesidad de satisfacer sus deseos y echa por tierra la educación tradicional y las convicciones familiares. Para ello trata de liberarse de la madre agobiante que le impide ser él mismo. En este personaje y en el de su madre hay una crítica al integrismo político y religioso. El contraste entre estos personajes y el del cura unamuniano es evidente. La secuencia final es premonitoria de los sucesos que van a enfrentar a los españoles a lo largo de los años treinta. Es un modo de subrayar que la realidad -dura y hasta cruel- se impone frente a todo espacio/tiempo liberador (o pseudoliberador).

El suicidio aparece como cuestión de fondo. La película no explica por qué el sacerdote se suicida y el personaje de Manolo se limita a citar una frase de Shakespeare: «Quien se quita la vida, se quita el miedo a la muerte». En la fábula narrativa hay elementos inverosímiles, entre los que destaca el adulterio consentido que sufre Manolo. Su mujer tiene ese amante italiano que le da todos los caprichos y que hace de la vida de ella un auténtico carnaval, al permitirle la simulación del triunfo en las actuaciones de zarzuela a lo largo de todo el mundo.




ArribaAbajoBeltenebros. (Pilar Miró, 1991)

El regreso al cine de Pilar Miró no ha podido ser más afortunado: con Beltenebros consigue una película sutil, elegante y tan nostálgica como desesperanzada, aunque el tono resulte más frío de lo que espera el público. Por ello, es más una película de festival que de masas. Aunque se ha señalado cierta discontinuidad con otras películas de Miró, Beltenebros profundiza, de un modo más depurado y maduro, todo un discurso ya presente en el resto de su cinematografía, sobre todo en películas como Werther (1986) y, en menor medida, en Gary Cooper que estás en los cielos (1981): de deseos reprimidos o agotados, de soledad y angustia y hasta desesperación.

La apuesta no era fácil, pues la novela de Antonio Muñoz Molina es, a primera vista, poco susceptible de trasladarse a la pantalla: hay en ella demasiadas reflexiones contadas en primera persona y la trama de suspense interesa menos que los sentimientos agolpados en el alma del protagonista, Darman, un disciplinado militante de una organización antifranquista que, en los años sesenta, recibe el encargo de matar en Madrid a un camarada que les ha traicionado, una misión muy similar a otra desarrollada en 1946. Darman tiene dudas sobre la culpabilidad del traidor y sobre su percepción de las cosas. La confusión de tiempos de las dos acciones paralelas que se cuentan tampoco facilita su plasmación cinematográfica. Y, sin embargo, ha sido el propio novelista quien ha elogiado la adaptación de Pilar Miró reconociendo en ella su relato. En efecto, la directora consigue ser fiel al clima de la novela, a los personajes y al poso de desazón que deja su lectura. Hay que señalar, no obstante, que el relato novelístico es más capaz de suscitar la complicidad con el lector que la película con el espectador.

Beltenebros tiene una calidad cinematográfica muy por encima de la media; guste más o menos, nadie puede dudar de que es cine-cine, pues los diálogos breves y directos suenan con convicción, la fotografía expresionista de Aguirresarobe contribuye poderosamente a la verosimilitud de una película que se inscribe en un género tan codificado como el policíaco; las secuencias están muy medidas, lo mismo que la planificación, ajustada y eficaz (y arriesgada, como muestra el plano secuencia inicial, insólito en una producción española). La interpretación subraya el contraste de José Luis Gómez en sus papeles de malo enloquecido, muy teatral, con la sobriedad de la pareja protagonista, que es capaz de heredar la composición de los clásicos del cine negro. El guión ha situado la acción en un largo flashback que también tiene su riesgo, lo mismo que la inclusión de secuencias como el remake de la célebre canción de Gilda donde la protagonista remeda a Rita Hayworth, a pesar del ridículo en que podía caer, pero Miró supera esas situaciones forzadas. Sólo el final parece distanciarse del resto del relato, pues ahonda en el carácter ejemplar del relato y puede resultar confuso para el espectador.

Desde el punto de vista temático, Beltenebros es una película que ahonda en la figura y la moral del espía militante, en equilibrio inestable entre la fidelidad a sus convicciones y a la organización a la que se debe. Terence Stamp encarna a la perfección el desencanto y la madurez descreída de Darman, un veterano militante que malvive del pasado. La acción, partida en dos tiempos distantes veinte años, permite unos paralelismos muy útiles para subrayar el escepticismo y la soledad del protagonista. Pero el ejercicio de estilo que es esta película no hace hincapié en los aspectos temáticos; incluso uno llega a preguntarse qué sentido tiene filmar hoy una historia con el estilo y la voluntad del cine negro de los cuarenta.

El mayor defecto de esta película está en la frialdad con que se narra la historia: por momentos parece que los personajes son prototipos puestos en escena para desarrollar el papel que el destino (o los guionistas) les han marcado, como sucede con las secuencias eróticas. No es un problema de puesta en escena, sino del tono narrativo elegido. Esa frialdad juega en contra de una película cuya visión, desde luego, merece la pena repetirse. Pero todo el clima que se consigue no es capaz de crear mitología, como sucedía en el policíaco clásico.




ArribaAbajoCanción de cuna. (José Luis Garci, 1994)

A finales del siglo XIX, en un lugar indeterminado de Castilla, la vida es apacible en un convento de monjas de clausura. Sólo la visita del médico del pueblo o algún «acontecimiento» como el cumpleaños de la superiora son dignos de señalar en unas existencias acompasadas por el ritmo de las estaciones. El médico es don José, un hombre soltero e incrédulo que asume muy libremente la responsabilidad de velar por las religiosas. De hecho llega a reñirlas cariñosamente cuando no hacen caso de sus consejos. Un buen día aparece un bebé en el torno. Las monjas, tras debatir la cuestión, deciden quedarse con la niña que adopta legalmente el médico y a quien llaman Teresa, como la superiora que ha fallecido. Un salto en el tiempo nos traslada a la mocedad de Teresa y a su noviazgo con un joven del pueblo. Los preparativos para la boda y la marcha del convento son contados con nostalgia y ternura.

Canción de cuna es la película que, según confesión del director, le reconcilia con su infancia cinéfila. En efecto, se trata de un filme que quiere recuperar la ingenuidad del cine clásico a la hora de mostrar los sentimientos más arraigados, sin dobles lecturas ni complejidades innecesarias. De hecho, la película ha tenido el favor del público precisamente por su reivindicación de una narración sencilla capaz de hacer vibrar al espectador. Pero el cine de Garci es cualquier cosa menos frío, de forma que el mundo de los sentimientos siempre está presente en los personajes. Sin embargo, hay un desequilibrio en el guión, que dedica mucho tiempo a la despedida de Teresa y muy poco a su crecimiento. Por otra parte, en el reparto, magníficamente elegido y dirigido, destaca Alfredo Landa en uno de esos personajes imperecederos. Entre los actores la presencia de Maribel Verdú es poco afortunada, en un papel que no le va para nada. La ambientación (decorado y vestuario) y la espléndida fotografía sobresalen y dan al relato un tono nostálgico y casi mágico, como en el plano de las monjas descubriendo sus rostros. Canción de cuna es una película rodada con primor, en la que cada plano ha sido cuidadosamente compuesto como un cuadro. Uno de los valores no pequeños de la película son los magníficos diálogos en un castellano ya olvidado, donde cada palabra tiene una fuerza inusitada porque está dicha desde la autenticidad de los personajes.

A nuestro juicio Canción de cuna no es una película religiosa, aunque algunos de sus personajes lo sean. Más bien se trata de una película sobre la amistad, la ternura y la alegría de la vida sencilla. «Saber mirar es saber amar» dice la superiora sor Teresa al médico. Y en esta sentencia se resume la actitud ante la vida de las monjas y la propuesta del director, que reivindica la mirada inocente, la contemplación serena de la realidad con el completo convencimiento de que en las cosas sencillas hay algo digno de admiración y de que el amor brotará en cualquier momento. Es la poesía de lo pequeño, de lo cotidiano que sor Teresa expresa con las siguientes palabras: «Mirar el arroyo y oler un ramo de tomillo y observar el amanecer, cuando el mundo parece recién bañado; y hay una transparencia en el cielo que no volverán a tener las otras horas del día».

En una época de cambios, con el debate sobre el modernismo como trasfondo, la película subraya la convergencia y hasta la amistad en la ternura y el cariño entre personajes tan opuestos como el médico agnóstico y la superiora. El pájaro enjaulado es la metáfora y la paradoja de unas vidas. El pájaro ha sido privado de su libertad, pero se ha acostumbrado a las rejas y llegará a amarlas. Las monjas hacen de su reclusión un modo de vida, mientras la joven Teresa necesita salir del convento para poder vivir. La única contradicción en esas vidas divergentes está en el cariño que crea lazos y que se han de romper para ser fieles a la vocación libre que uno asume.

Las dos historias paralelas del espejo son motivo de reflexión para el espectador. Jugar con un rayo de sol representa el descubrimiento inocente de una joven que sueña, pero también el deseo inmarcesible de capturar lo inalcanzable, lo eterno, que anida en todo ser humano. La maternidad en cuanto vocación de cualquier mujer está presente en la monja que imagina la comunión como una figura de niño. Asimismo la ternura que suscita la niña recogida nos hace ver el carácter humano de las monjas, sus sentimientos comunes al resto de las personas. En la vida de las monjas se subraya que el amor humano es perecedero y produce frustraciones. Precisamente esta constatación -que adivina la infelicidad de la joven Teresa- es la que hace más amarga la despedida final.




ArribaAbajoCarne de gallina: El valor del difunto. (Javier Maqua, 2002)

Sin ser una obra excepcional, el aficionado al cine español se congratula con Carne de gallina porque se trata de una película que cultiva la veta literaria, teatral y fílmica del humor negro de carácter tremendista, solanesco, en la tradición de Berlanga o, más lejanamente, Buñuel. Ese talante esperpéntico, que fuerza la mirada a la realidad hasta desvelar mediante el exceso -como una radiografía- su esqueleto, no disfruta de muchos adeptos entre nuestros cineastas. Pero de su fecundidad dan cuenta no sólo obras de los directores mencionados y de otros como Fernán-Gómez, sino también películas de ámbitos más lejanos como las de Tomás Gutiérrez Alea o de algunos cineastas italianos.

Javier Maqua -un director de obra escasa que tiene en su haber títulos con la misma voluntad de incidir críticamente en la realidad social inmediata como Chevrolet (1997)- ha tomado como punto de partida noticias de periódico para entretejer esta comedia social que, además de situarse en la tradición mencionada, no cabe duda de que participa del realismo social del cine británico de los noventa. El mismo día que logra casar a su hija mayor, Luisón Quirós, un minero jubilado, muere en un prostíbulo. La familia, pendiente de la pensión y de un crédito que evite el deshaucio de la casa familiar, dilata la certificación del fallecimiento. Una hermana de Luisón, sus tres hijos, otros tantos nietos y una nuera dependen del subsidio del minero. Ocultan el cadáver y llegan a meterlo en un congelador, pero la casualidad quiere que tengan que buscar entre sus ropas un resguardo de lotería con premio. Finalmente, se han de enfrentar al médico dispuesto a denunciar la manipulación del cadáver; todo el pueblo colabora a evitar un proceso judicial y resolver con sentido común el conflicto.

La acción se sitúa en un valle asturiano donde el progresivo desmantelamiento de la minería ha sumido en la desesperanza a tantas familias y donde los jóvenes se encuentran con estudios inútiles (Ceferino), negocios fracasados (Gelín), matrimonios rotos... o aspiran a triunfar en concursos de belleza. En fin, una situación que pone «carne de gallina». Sin embargo, el esperpento combina la crítica hacia ese contexto -sin apenas antagonistas, fuera del médico- con una toma de postura que viene a considerar, con el optimismo propio de la comedia, que gracias a la solidaridad entre las gentes del pueblo es posible superar la situación más insostenible. De entrada, el director quiere otorgar verosimilitud a ese espacio social para lo cual insiste en que los actores hablen con expresiones en bable y se vale de figurantes del lugar. También contribuye a esta perspectiva -aunque ello no beneficie a la taquilla- la opción por actores no muy conocidos; los protagonistas son prácticamente secundarios, de esos solventes actores de reparto con que siempre ha contado el cine español.

El relato condensa una historia de apenas tres días, lo que exige un ritmo sostenido que no siempre se logra, dado que el tono alcanzado demasiado pronto se prolonga excesivamente en la parte central del filme; ello tiene como resultado un «meseta» que, a falta de tensión dramática, funciona insatisfactoriamente por la acumulación de gags o de recursos propios de la comedia clásica (por ejemplo, los comentarios de los tres vecinos instalados frente a la casa) utilizados sin demasiada creatividad. Quizá por esto, la dirección de actores resulta deficiente en la pretensión de hacer reír por la exageración en los diálogos y en la interpretación, en lugar de conseguir un más eficaz, amargo y soterrado humor que se desprendiera del patetismo de la situación en sí misma. Todo ello impide a Carne de gallina alcanzar el nivel que se proponía, aunque ciertamente se trata de una película estimable y entretenida.




ArribaAbajo Cosas que dejé en La Habana: La suerte de los emigrantes. (Manuel Gutiérrez Aragón, 1997)

La carrera de Manuel Gutiérrez Aragón ofrece obras diversas en tratamiento e intereses, pero no cabe duda de que se trata de una filmografía coherente, de uno de esos cineastas que ha sido capaz de rodar aquello que quería. Junto a películas logradas de importancia (Demonios en el jardín, La mitad del cielo) y obras más personales (Maravillas, Sonámbulos, El corazón del bosque) hay películas parcialmente fallidas (La noche más hermosa, Feroz). Posee este cine una mirada tierna y una combinación de tragedia y fantasía de las que Cosas que dejé en La Habana supone una profundización y una madurez estilística importantes. Diríase que con esta película Gutiérrez Aragón aparca fantasmas interiores para lograr un discurso más transparente, pero no menos rico y personal.

Tres hermanas llegan a Madrid para alojarse en casa de una tía suya que regenta una peletería; al mismo tiempo llega a la ciudad Bárbaro con su esposa e hijo y es recibido en el aeropuerto por Igor, un emigrante también cubano que le procurará pasaportes falsos para ir a Miami. Todos buscan un modo de vida, pero no resulta fácil: a una de las hermanas le proponen casarse con un homosexual, a otra le impiden realizar su vocación de actriz, Bárbaro no tiene dinero para los papeles falsificados, Igor ha de ligar con una española para encontrar techo mientras su cuarto es ocupado por los amigos... Finalmente, la familia parte para Miami, Ludmila se casa con el presunto homosexual, Nena continuará con Igor y la otra hermana seguirá con su tía en la peletería. Se va logrando un modo de vivir, pero sin demasiadas esperanzas.

El director cántabro se decanta por la comedia en el tratamiento de una historia de base más que realista, anclada en la emigración cubana en nuestro país. Las secuencias iniciales, con montaje paralelo, tomas largas y diálogos brillantes que reflejan el choque cultural de los emigrantes que llegan a España, están próximas al esperpento; en ellas presenta a los personajes muy al modo de Berlanga, entremezclando el humor y lo patético. A medida que avanza la narración y se centra en el encuentro entre Igor y Nena, la comedia adquiere un talante más realista con toques poéticos. Uno de los logros no pequeños de esta película es la evocación de la vida en Cuba; aunque La Habana aparece únicamente en unos planos documentales en los créditos iniciales, se recrea la vida caribeña desde la nostalgia y sin ocultar las contradicciones. Así, pasa revista a las diferencias del idioma o de la comida -una cuestión tan presente en el cine del director cántabro-, el juicio crítico sobre las condiciones de vida en Cuba, el voluntarismo político del castrismo, la transformación de los principios por la emigración, la sensualidad y la seducción sexual... Esa evocación -magníficamente condensada en la obra teatral que representan los emigrantes- da cuenta de las raíces y del contexto humano y cultural que traen unos emigrantes forzados a sobrevivir y, para ello, renunciar a su identidad o a sus principios: Igor trata de ligar españolas «progres» con fotos donde aparece con Fidel y ha de simular un enamoramiento, Nena renuncia a su nombre para trabajar porque carece de papeles, el director teatral corta una escena que en Cuba había defendido con pasión porque ahora la censura económica es más eficaz que la política, Ludmila acepta un matrimonio de conveniencia (aunque quizá resulte mejor de lo esperado)... Pero no se carga las tintas sobre la suerte de los emigrantes que, en medio de las contradicciones -la mayor es que Igor se enamore de una cubana en Madrid cuando busca una española- y hasta del vértigo -Igor en la terraza caminando sobre un tablón suspendido en el vacío, en una secuencia que parece una cita de Maravillas- sobreviven en un contexto de aprovechados de desgracias ajenas (el falsificador de pasaportes y el policía cómplice).

El director combina el tratamiento de comedia con el realismo que exige el material con que trabaja y el resultado es agridulce, como sintetiza la secuencia final en que los enamorados se besan y acto seguido se separan. Cosas que dejé en La Habana, merecidamente premiada en el Festival de Valladolid, es una película muy lograda en lo que pretende, la agilidad narrativa, los diálogos vivaces y el encanto de los personajes le proporcionan una frescura que el espectador agradece y, desde luego, inédita en el cine de Gutiérrez Aragón. Unicamente el anterior filme, El rey del río, posee el mismo vitalismo, pero carece del realismo sin metáforas del que comentamos.




ArribaAbajoDespués del sueño: Nostalgia por las utopías. (Mario Camus, 1991)

Mario Camus, uno de los cineastas con más oficio en nuestro país, injustamente etiquetado por su capacidad para las adaptaciones literarias -recuérdense La colmena o Los santos inocentes- aborda la que quizá sea, después de Los días del pasado, su obra más personal. En efecto, estamos ante un cine «de autor», entendiendo por tal, aquél en el que se manifiesta la personalidad creativa del cineasta por encima de los géneros y del propio relato cinematográfico. Y, en este caso, Camus ofrece una película comprometida, inactual y, por tanto, escasamente comercial; un tipo de cine («rohmeriano») que parece superado, pero que, frente a las naderías que se estrenan, se impone como cine-cine, con esa virtud esencial de provocar la reflexión en el espectador.

Después del sueño cuenta la historia de un marinero (Amós Carro) que recibe la llamada de su tío, un viejo republicano exiliado que regresa a morir a su tierra, quien habla de un «tesoro particular». Amós siente empatía por su tío, a quien sólo conoce por referencias de su madre. Cautivado por el secreto, inicia la investigación con un amigo abogado. Descubren que el tesoro ha sido guardado por un anciano desaparecido... Esa búsqueda provoca la acción dramática en la que, como en los mejores relatos, el macguffin sólo sirve para describir personajes y situaciones que son reflejo de una sociedad y de un momento con valor universal.

A Camus le interesa subrayar la ingratitud de nuestra sociedad con los últimos idealistas -los perdedores de la guerra civil- que lucharon por una utopía y la posibilidad de sintonizar que tienen algunos jóvenes actuales con ellos, mientras otros desdeñan esas viejas historias. Es el tema de la memoria histórica como motor del progreso, hábilmente opuesta en el guión a la eficacia de quienes no muestran ningún interés fuera del enriquecimiento o el saber vivir. Pero esa oposición dramática también se visualiza geográficamente en la distinción entre una ciudad de provincias (la mar, las tascas, las casas sencillas) y Madrid (los restaurantes de lujo, las calles imposibles, los hoteles), el lugar del poder y las influencias. La utopía-sueño también es, para el protagonista, el cine: salas semivacías y oscuras donde toda realidad deseada encuentra su satisfacción. Memoria, utopía y sueños son los lugares que permiten sobrevivir entre la nostalgia y el futuro no escrito: cualquiera de ellos es válido, con tal de no claudicar ante la realidad alimenticia. Hay un momento en que la película parece decantarse por el policíaco -a pesar de que el director prescinde de los elementos del género, como prueban las elipsis sobre la historia del «tesoro»- y ello puede despistar a algún espectador. Pero también es una película sobre la ancianidad como momento de recopilación de una vida y como edad no productiva y, por tanto, marginada en nuestra sociedad.

Después del sueño es, también, una película de personajes en el sentido de que la acción dramática resulta de la puesta en funcionamiento de unos «tipos» humanos con sus características bien diferenciadas. Sin necesidad de maniqueísmos ni pintoresquismos, se nos proporcionan esos personajes que dan juego y responden a la realidad que, en cierto modo, se quiere describir: el marinero sencillo y soñador, el abogado buscavidas, la mujer seductora o enigmática, los ancianos olvidados... El relato, casi impresionista, deja deliberadamente cosas sin explicar, como el amor oculto de Amós por su sobrina, aunque pueda parecer que el guión es incapaz de entretejer equilibradamente todas las historias.

Las secuencias están muy medidas, con un montaje que evita los momentos de intensidad dramática y apuesta por un ritmo sostenido que ha de contar con la atención constante del espectador; quizá sea esta elección la que reste público y haga de esta película, en cierto modo, una obra en tono menor. Aunque, a nuestro juicio, hay que hablar, más que otra cosa, de cine intimista y reflexivo. La fotografía necesita, a mi juicio, un punto más de «irrealidad» (como en el plano del buque surcando las dunas, tan conseguido) para ser más acorde con el relato. Los actores están bien dirigidos: Carmelo Gómez interpreta un personaje creíble en sus misterios, contrapunteado por el que encarna Antonio Valero; Judith Mascó debuta con un papel para el que no se requieren demasiadas dotes. En definitiva, una obra que, sin sobresaltos, puede emocionar al espectador y hacerle meditar sobre el presente.




ArribaAbajoEl color de las nubes: La aventura de la vida entrañable. (Mario Camus, 1997)

Como venimos sosteniendo en esta revista, Mario Camus hace en los años noventa un cine más personal, humilde y entrañable que las adaptaciones literarias (La colmena, Los santos inocentes) que le han dado fama. En ese cine (Después del sueño, Sombras en una batalla, Amor propio y Adosados) hay una crítica hacia la sociedad del bienestar muy coherente con la carrera de casi cuatro décadas. En el panorama del cine español es gratificante esta perspectiva temática dentro de una escritura cinematográfica realista que renuncia a asombrar al espectador o buscar la taquilla a cualquier precio.

Bartolomé es un niño que asiste a las discusiones de sus padres separados para ver quién se hace cargo de él. Un buen día, se hace pasar por un niño bosnio que va a ser acogido por una familia española y emprende un viaje a un pueblo costero del norte. En la casa vive una señora ya anciana, Lola, que se encuentra amenazada de desahucio por el dueño, Mateo, hijo de un antiguo amor suyo. El único apoyo que tiene está en su sobrina, Tina, y en Colo, un viejo marinero que un buen día encuentra en entre las rocas unos fardos con droga. Valerio, el abogado de Mateo, renuncia a ser ejecutor del desahucio y opta por la compañía y el amor de Tina, una joven que vende productos naturales en los mercadillos. Al poco tiempo se descubre que Bartolomé ha huido de su casa y llega el niño bosnio con quien establece una relación estrecha, a pesar de la dificultad del idioma. Finalmente, una estratagema de Colo consigue evitar indefinidamente el desahucio. Bartolomé ha de volver con sus padres, aunque se escapa en la primera ocasión que se le presenta.

La clave para disfrutar, comprender y juzgar El color de las nubes está en la cita de Stevenson con que se inicia el relato: los niños y los adultos no poseen los mismos intereses ni el mismo sentido de la realidad. Toda la peripecia argumental hay que verla en esa clave de consecución de la utopía, lo que viene corroborado por el género del filme, que no es otro que el de aventuras. De hecho, la intriga detectivesca sobre el alijo de drogas no ha de distraer al espectador del mundo de relaciones y sentimientos expresados someramente mediante primeros planos y dejados a su interpretación a través de las nubes que pasan, el horizonte del mar o de las montañas y las olas que baten los acantilados. La cita que clausura el relato, de un poema de Emily Dickinson, habla del color de las nubes como cielo inalcanzable y sirve para enunciar inequívocamente la preocupación del director.

Los distintos personajes se pueden agrupar en tres tipos: los niños y los ancianos (Bartolomé, Mirsad, Colo, Lola) que buscan burlar la realidad para construir sus espacios de felicidad y llevar a cabo sus pretensiones; los adultos egoístas empeñados en ahondar en los conflictos y llevarse por delante a los inocentes (Mateo, Quiroga, padres de Bartolomé) y otros adultos que intentan ser fieles a unos principios y a unos estilos de vida y así conseguir la felicidad (Tina y Valerio). Los temas que trata son los de siempre en el cine de Camus -la sencillez y el aprecio por los humildes, la amistad y la solidaridad, el amor a la profesión, la denuncia de la codicia y los valores dinerarios, el apego a la tierra madre, las manipulaciones periodísticas, etc.- hasta el punto de que esta película pasará a ser una obra central para conocer su filmografía. Ello viene ratificado por el protagonismo del paisaje, equivalente al que tuvo el mismo espacio físico de las tierras de Cantabria en Los días del pasado.

El filme se presenta con un ritmo ágil. Como siempre, las secuencias de acción son narradas sin el menor énfasis ni recreación, incluso se interrumpen con fundidos en negro antes de un desenlace que queda sugerido; y, por el contrario, los momentos de encuentro entre las personas tienen más peso, aunque el director confía en la adultez del espectador y renuncie a explicitaciones innecesarias. Las fotografías sepias de los créditos finales (la vieja máquina de coser, las galletas marías, la cocina de pueblo...) también subrayan la utopía del cariño que necesitamos las personas: los niños para recibirlo y los ancianos también para darlo. El mencionado tono de aventuras destila momentos de humor nada frecuentes en el cine de Camus quien desde Amor propio parece que se siente más libre dentro del realismo de estilo que le ha caracterizado. En este sentido hay que considerar ciertas «incongruencias» y hasta inverosimilitudes, como que el niño huido no sea inmediatamente entregado a sus padres y se le deje jugar un partido de fútbol. En resumen, El color de las nubes se presenta como una apuesta por el cine de sentimientos y de ensoñaciones muy gratificante para el espectador adulto que esté de vuelta de tanta superficialidad y maquinación taquillera.




ArribaAbajoEl lugar donde estuvo el paraíso: Un problema de credulidad. (Gerardo Herrero, 2001)

Francamente, cuesta trabajo tener que juzgar negativamente la película de un director español como Gerardo Herrero, autor de obras no redondas, pero sí estimables, como Las razones de mis amigos (2000) o Territorio comanche (1997) y, sobre todo, productor de algunos títulos importantes del cine más reciente realizado a caballo entre España y Latinoamérica. Mucho más, cuando en esa doble vertiente se aprecia una voluntad de creación y un compromiso con el propio cine y con la realidad social de los países donde tiene lugar.

Pero también cuesta trabajo disentir con el resultado cuando se percibe que, detrás del guión, había una buena historia -desconozco la novela en que se basa- donde se abordaban temas de envergadura como las relaciones afectivas con los hijos cuando crecen, las heridas en el alma del nomadismo o el desarraigo, el temple necesario para mantener una ética mínima en un clima de total corrupción y la persecución de las dictaduras. Ya desde el título queda planteado que se trata de un relato sobre fracasados, seres desvalidos en su deambular por un mundo de conflictos externos y de desequilibrios sentimentales que, en su fuero interno -como todos- aspiraron a una existencia paradisíaca. El lugar donde estuvo el paraíso narra la vida de una joven (Ana) que acaba de dejar la adolescencia y regresa con su padre, un envejecido y profesional cónsul de una dictadura destacado en Iquitos, territorio de la Amazonia donde confluyen varios países. El cónsul, recuperado del alcohol, vive ahora con Julia, una antigua cabaretera mucho más joven que él. Surge el conflicto con unos matones que buscan a Enrico, un exiliado o traficante -no se sabe con certeza- que se enamora de Ana.

La película falla a pesar del notable esfuerzo en la recreación de los espacios (la lluvia, la humedad, los ríos, la selva), la magnífica fotografía en scope y el consistente reparto, en el que destacan las presencias decisivas de Federico Luppi y Gianfranco Brero, el eficaz protagonista de Tinta roja (Francisco Lombardi, 2000). Ello se debe a que el guión no llega a estructurar debidamente el relato -por ejemplo, no se explica bien el desarrollo del conflicto- ni a plasmar con eficacia unos personajes que deberían resultar centrales en el mismo. En consecuencia, los personajes no convencen ni emocionan, y el espectador no acaba por «entrar» en la película. Ojalá me puedan desmentir quienes sean capaces de vibrar con las pasiones y los sentimientos plasmados en la pantalla que, para el abajo firmante, resultan pura puesta en escena. Por ello, el problema de esta película no radica en cuestiones marginales que afectan a aspectos concretos -como ha sido tradicional en el cine español- ni en la habitual «corrección» carente de originalidad de buena parte de las producciones norteamericanas, sino que se inscribe en la misma médula de la obra artística, que ha de proponer un mundo susceptible de diálogo con el espectador. Y esto no sucede en la voluntariosa El lugar donde estuvo el paraíso.




ArribaAbajoEl otro barrio: El vigor y el poder de la mirada. (Salvador García Ruiz, 2000)

La primera película de Salvador García Ruiz, Mensaka (1998), es un filme excesivamente dependiente de una mediocre novela y de una efímera moda de retratos de la generación X, en la senda de Historias del Kronen (Montxo Armendáriz, 1994). Pero también es una película que, por debajo de la trama argumental, revelaba a un director de una vigorosa mirada capaz de otorgar autenticidad a los personajes plasmados en la pantalla. Afortunadamente, ese director se manifiesta con mayor fuerza en El otro barrio, nueva adaptación novelística donde los materiales literarios de partida aparecen trascendidos por la realización cinematográfica.

Como en las grandes obras, el argumento de tipo melodramático resulta relativamente secundario para la creación de personajes y de ambientes: Ramón es un joven de quince años, huérfano de padre, que vive en el barrio de Vallecas y se ve envuelto en un lío judicial por un inesperado accidente. La familia contacta con Marcelo, un abogado que abandonó el barrio hace tiempo y ahora trabaja de asesor fiscal. El chico se ha de refugiar en una residencia para jóvenes problemáticos, pero cuando puede volver a casa se resiste a hacerlo. Marcelo le ayuda y tiene la ocasión para encontrarse con un pasado que parecía borrado de su vida.

La película posee una creativa indefinición genérica. Hay intriga, elementos melodramáticos, crónica sociológica, retrato de tipos humanos de un contexto histórico concreto, poética subjetiva... en un ensamblaje que funciona para el progreso narrativo y construye un espectador de mirada soberana. Salvador García Ruiz es simultáneamente respetuoso con el material de partida y con el espectador, pero eso no significa renunciar a su visión de lo que cuenta. Por el contrario, ofrece al espectador esa visión para que empatice con ella, para que vibre con las dimensiones múltiples que posee lo real, con el misterio de cada personaje y con la ambigüedad de los hechos o los recuerdos. Quizá porque, como ha declarado a propósito de la película, confía en que, en el rodaje, todo esté dispuesto «para que el espectador sienta que lo que va a ver sucedió; que yo estaba allí, y como lo vi, lo cuento...». Habrá espectadores que no sintonicen con esa mirada: es cuestión de afinidad sobre lo que el cine puede ser o no.

La línea principal de El otro barrio es el encuentro del joven Ramón y el abogado Marcelo. Por distintos motivos, ambos han dejado el barrio. Ramón, tras el accidente con que se origina la historia, intuye que se le ofrece una ocasión de oro para huir de una rutina esterilizante, de una familia opresiva, de la ausencia del padre o de algo desconocido. Al conocer esa historia, Marcelo se ve, como en un espejo, a sí mismo años atrás, cuando huyó en busca de mejor fortuna; y se siente comprometido con Ramón en la medida en que ha perdido sus raíces o se ha desclasado.

Pero esta línea no deja de ser más que el esqueleto (consistente, pero esqueleto) cuya carne está formada por otros personajes y sus historias respectivas. Por marginales desde el punto de vista narrativo no son menos importantes; más aún, probablemente en ese universo radique el enorme encanto que tiene esta película: el embarazo adolescente de Gloria y su condena al silencio durante tantos años, la distancia con que Gloria percibe a Marcelo, la infancia desestructurada y la necesidad de cariño de Aníbal, la impotencia de la madre para alzar la cabeza ante la vecina, la figura de Vicente y su presencia en el colegio, etc.

El director acierta plenamente en la creación de personajes, tanto en los más densos y centrales como en los aparentemente circunstanciales, magistralmente descritos en breves diálogos (Vicente, el amigo de Ramón, la esposa de Marcelo...). El conjunto de la narración respira autenticidad y verosimilitud por los cuatro costados, con la excepción de las secuencias del padre muerto que, aunque aporten un talante poético, apenas añaden nada a los personajes. De la fuerza y autenticidad que tiene la película dan cuenta incluso secuencias secundarias, como la cena de Nochebuena del colegio. La realización es fluida, sin caídas de ritmo en más de dos horas de proyección, con una cámara que mantiene una proximidad respetuosa hacia los personajes, una fotografía acorde con el talante del relato y una música muy estimable.

El otro barrio es una hermosa película cuya modestia la hace aún más valiosa. Un relato casi intimista que, partiendo de una historia melodramática, renuncia al sentimentalismo y a cualquier efectismo para indagar con desnudez valiente en vidas verosímiles. Identificarse con esas vidas no resulta difícil para el espectador con la mirada educada. Salvando su singularidad, se puede ubicar en la misma perspectiva de realismo esperanzado de otros títulos como Secretos del corazón (Montxo Armendáriz) y, quizá, La buena estrella (Ricardo Franco).




ArribaAbajoEl rey del río: El placer de la narración. (Manuel Gutiérrez Aragón, 1994)

Pocas veces tiene el espectador del cine español el sentimiento de asistir a una película con la que se goza por el placer de la narración, por el puro disfrute de contemplar una historia audiovisual bien contada, viva, donde unos personajes crezcan en una situación con la que se relacionan forjando la existencia. Es el placer del texto (Barthes) que siempre ha estado presente en el gran cine y, a mi juicio, es uno de los principales valores de la metáfora que constituye El rey del río.

Gutiérrez Aragón, que tiene un cine muy personal y a veces críptico (El corazón del bosque), pero también películas más abiertas (La noche más hermosa) combina en El rey del río los intereses más íntimos, sus obsesiones y temas recurrentes (la familia, el mundo rural, los elementos mágicos presentes en la vida cotidiana), casi siempre en clave de metáfora, con un relato más limpio e intemporal que puede degustar el espectador menos predispuesto. Es decir, que en esta película logra un punto de equilibrio difícil entre ser fiel a una historia con dinámica propia o retorcer el argumento para decir lo que le interesa. Se nos cuenta la historia de un chico, hijo natural de una azafata, que es criado por sus tíos haciéndole pasar por uno de sus tres hijos y que, conforme pasa el tiempo, busca el modo de sobrevivir a ese estigma y triunfar en la vida. El propio director dice que se planteó contar cómo sería la biografía de un «tonto contemporáneo», un triunfador en la cultura del pelotazo; pero los directores -ya se sabe- están para hacer películas, no para decir lo que quisieron hacer y aunque ése sea el germen de El rey del río me temo que sólo en parte es la historia de un «trepa», entre otras razones, porque el punto de vista de la película no se identifica totalmente con ese chico -sobre todo en la primera mitad- y hay más elementos que entran en juego. Es verdad que César es un elegido (bautizado con agua del río), un intruso en esa familia, diferente (rubio), que triunfa al conseguir pescar el mítico salmón (el rey del río) o al conseguir la beca para estudiar; pero también ha de sobreponerse al hecho de ser diferente y fracasa a la hora de dar el braguetazo y casarse con la hija del rico. Por ello no nos interesa tanto la historia desde la personalidad de César cuanto desde el conjunto de personajes y su interrelación, desde la capacidad que tiene el relato para llevarnos a un pequeño lugar en el mundo donde se ama, se lucha, se engaña, se disfruta o se sufre como las aguas del río recorren todos los paisajes imaginables.

Cuando decimos que en esta película prima el encanto de la narración estamos subrayando el hecho de que se trata de una historia muy bien amueblada, con un conjunto de personajes que vemos evolucionar en un microcosmos familiar y rural denso: el padre (Landa) tolerante, la madre (Maura) siempre presente, los hermanos que se quieren en la rivalidad, la hermana callada y misteriosa... contrapuestos a un mundo exterior que aparece dibujado con rasgos mucho más duros: la hija de papá, el propio ricachón, el extraño e inquietante Corcones. Aparecen algunas de las grandes cuestiones de la existencia de cualquier individuo y la narración transcurre con una envidiable naturalidad. En cierta manera se trata de una obra menor, porque apenas hay énfasis y, desde luego, las tesis se nos antojan más exposiciones que convicciones. Y, en todo caso, habrá que dejar a cada espectador que desentrañe a su gusto la metáfora o, por el contrario, se deje llevar por el relato sin necesidad de buscar paralelismos ni mensajes cifrados.

El director rueda con fluidez confiando en el trabajo de unos actores que ponen lo mejor de sí. La fotografía es colorista y los diálogos fluidos. La música de Milladoiro es, como todas las composiciones de este grupo, sugerente y clara, muy capaz de reminiscencias tradicionales. En definitiva una película con sabor clásico de buena narración que se aparta bastante del cine de género y de los caminos trillados del cine español de ahora.




ArribaAbajoEn la puta calle. (Enrique Gabriel, 1996)

Una de las deficiencias históricas del cine español ha sido el tratamiento del mundo del trabajo y de los conflictos laborales; esta apreciación es más evidente cuando el paro -la primera preocupación de los ciudadanos, según indican las encuestas- apenas ha aparecido reflejada en las pantallas en las dos últimas décadas. Por ello es muy saludable el estreno -con dos años de retraso ¡cómo no!- de En la puta calle, un filme que tiene el coraje de abordar el drama del paro. Lo hace a través del itinerario de Juan, un electricista que ha de dejar su lugar natal -que ha sufrido la desindustrialización- y su familia para buscar empleo en Madrid. Tras unos trabajos en condiciones precarias y el rechazo de propuestas deshonestas, mantiene su dignidad pero no tiene ni para pagar la pensión de mala muerte. Duerme en la puta calle, a merced de buscadores marginales y de la delincuencia de la droga. Se hace amigo de Andy Cardoso, un cubano sin papeles que tiene mucha más fe que él en sobrevivir. Acaban trabajando -y viviendo- en un matadero repugnante. Cuando se va a despedir de Andy, porque ha recibido una oferta de trabajo en Teruel, se ve envuelto en una reyerta y el cubano acaba siendo expulsado del país.

La primera película de Enrique Gabriel-Lipschutz fue Krapatchouk, al este del desdén (1992), una comedia kafkiana que no logró sacar partido a la idea inicial, y que también se aproximaba al mundo del trabajo, esta vez a través del itinerario de unos obreros del Este en Francia. En su segunda obra, En la puta calle, Enrique Gabriel -un cineasta que se autodefine como «militante las 24 horas al día en mis dudas y mis convicciones humanísticas y solidarias»- muestra que posee un sentido de la composición del encuadre y de la puesta en escena, capacidad para elaborar las secuencias y, lo que es más importante, una voluntad documental y didáctica de exponer un drama social a través de personajes. Pero falla en el conjunto de la historia, que carece de la suficiente garra dramática y no logra implicar al espectador en los avatares del protagonista. Diríase que el didactismo con que quiere mostrar el casi descenso a los infiernos del parado (colas del INEM, «pistolero», acoso sexual de la patrona de la pensión, mentiras piadosas a su mujer, tentación del alcohol, droga y delincuencia organizada, etc.) acaban por distraer al espectador del drama personal. Y es precisamente en la relación de Juan y Andy -que necesitaba mayor profundización y no acaba de funcionar- donde estaba lo mejor de la película, tanto por el acercamiento humano como por la visión crítica de la sociedad española en relación al paro y a los emigrantes latinos. A nuestro juicio, se despacha demasiado pronto el itinerario de búsqueda de trabajo en favor de la subtrama de la droga y la yonqui adinerada que da de sí muy poco. Un acierto de la película es el personaje de Juan que, lejos de ser un obrero «ideal», aparece como un hombre limitado, machista, incapaz de salir a flote y con ribetes racistas. Con todo, la película tiene interés, aunque sólo sea por abordar una temática inédita en nuestro cine y hacerlo con la suficiente dignidad, aunque las deficiencias cinematográficas lastren el resultado en su conjunto.




ArribaAbajoEntre las piernas: Más allá del género. (Manuel Gómez Pereira, 1999)

En arte, como en gastronomía, la calidad de los ingredientes no se corresponde necesariamente con la calidad del resultado; y hay obras cinematográficas preñadas de personajes atractivos, interpretaciones solventes, secuencias magistrales y un tono general de ambición estética que, sin embargo, no acaban de convencer en su conjunto. Es lo que sucede con Entre las piernas, el filme con que Manuel Gómez Pereira -uno de los valores del cine español de los noventa, hasta ahora limitado al difícil género que es la comedia- se adentra en los cenagosos territorios del cine negro.

Entre las piernas -título más comercial que adecuado al relato- es, no obstante, una película con mucho cine dentro; en mil detalles se pueden rastrear las felices inspiraciones de que se ha valido el director. Más aún, es de los filmes que se mantienen en equilibrio inestable porque, como toda obra ambiciosa, trata de ir más allá del género. Contra la publicidad que dirige el visionado y engaña acerca de su carácter, hay que decir que no es una película sobre el sexo, sino más bien sobre los deseos de posesión, de aventura y, sobre todo, de huida de las diferentes formas de soledad (¿por qué lo llaman sexo cuando quieren decir amor/desamor, deseo, tedio, rutina, etc.?).

El punto de partida es el encuentro entre dos personas que acuden a un grupo de terapia para adictos al sexo; no tienen verdaderos deseos de participar en esa terapia y, sintiéndose atraídos físicamente, inician una relación extraña y fatal. Como en los relatos clásicos, el deseo y la posesión no pueden lograr su objetivo, porque la pasión en estado puro lleva en sí un germen autodestructor; pero, a diferencia del cine de género, el crimen no es producto de ese deseo. En el fondo, Gómez Pereira cambia de registro cinematográfico para abundar en el mismo tema de sus comedias: la relación hombre-mujer vista desde el conflicto y desde la ambigüedad sentimental/sexual que conlleva una reflexión sobre la identidad de cada uno. En el nuevo talante estético hay un empaque visual notable, una concentración narrativa más buscada que lograda y, sobre todo, una probada capacidad para diseñar personajes con unos mínimos rasgos.

La película se muestra hábil en el desarrollo de secuencias, en la construcción de una trama que quiere estar más allá de todo realismo -y, desgraciadamente, de toda verosimilitud- y en unos personajes con garra. Los protagonistas encarnados por Victoria Abril -deliberadamente desprovista de glamour- y Javier Bardem, junto al siempre magnífico Carmelo Gómez, son los pilares de un relato al borde de la nada, pues si verbalizamos la historia contada nos percatamos de su gratuidad. Al margen de elementos concretos que resultan superfluos y escasamente creíbles (mujer del aeropuerto y cintas clandestinas), el relato falla en su capacidad para cautivar al espectador; no es que haya una mirada distanciada, sino que la articulación de las secuencias y el punto de vista no consiguen que el público se identifique con las vicisitudes de unos personajes que, no obstante, tienen gancho en su desnudez descriptiva. En este sentido, el flashback que revela al autor del asesinato resulta engañoso y se sitúa mucho más allá de un convencional pero aceptable truco de guión propio de una intriga criminal.

Con todo, en Entre las piernas hay riesgo a la hora de poner en pie la historia de dos ninfómanos que pasean sus soledades por una ciudad agresiva (trasfondo de asesinatos terroristas), tipos humanos que viven la insatisfacción cotidiana. Es ahí, en esa raíz trágica que se sitúa más allá de la intriga criminal, donde se encuentra lo mejor de la película. También hay que destacar los personajes secundarios y sus historias paralelas, como la de Juan Diego, que abundan temáticamente en la relación hombre-mujer desde el mismo pesimismo.




ArribaAbajoEspérame en el cielo. (Antonio Mercero, 1987)

En la España de los años cincuenta, Paulino Alonso es un hombre tranquilo, dueño de una ortopedia, que se siente vigilado por un hombre siniestro de bigote. Una noche en que con su amigo Luis están de juerga, es secuestrado por dos policías gemelos a cuyo mando está aquel hombre, Alberto Sinsoles. Lo llevan a palacio y, con la angustia de no saber qué le sucede, Paulino sufre una obligada transformación y un adiestramiento que le convierta en un doble del general Franco. Una vez recluido en los sótanos de El Pardo -y comunicada su «defunción» a la esposa- aprende a imitar la voz, los gestos y el paso de Franco, a quien sustituye en diversos actos públicos: visitas, inauguraciones, etc. Para encarnar al general ha de adaptar todos los hábitos de su vida y su propia mente; de ello se encarga el falangista Sinsoles, un almirante y un capellán del palacio. La reclusión a que es sometido se le hace insoportable y, vestido como sus sosias, visitará un burdel y a su esposa quien, por su parte, ha tratado de saber cómo se encuentra su marido mediante sesiones de espiritismo. Le explica a ésta que es «un secreto de Estado» y que le expresará su amor a través de una contraseña en las imágenes del NODO.

El director vasco Antonio Mercero es más conocido por sus trabajos para televisión que por sus películas. En la pequeña pantalla ha realizado algunas de las series de mayor impacto popular en la historia de nuestro país, la mayoría en clave de comedia como Verano azul o Farmacia de guardia, y otras dramáticas, como Turno de oficio. Mercero es un hombre que destila bondad a través de las tramas y los personajes. Sin renunciar a matices crítico-costumbristas, en su obra hay esencialmente cariño hacia los personajes, a los que trata de comprender en todo momento. Quizá esta sea la clave para comprender el éxito continuado de Farmacia de guardia. No es una película banal, y desde luego, más allá del oportunismo, hay varios apuntes no anecdóticos que hacen de ella una película entrañable. Mercero muestra su capacidad reconocida para profundizar en los sentimientos de las personas (incluido el Sinsoles/Sazatornil), poniendo al descubierto las debilidades sin herir ni por asomo. El propio Franco es tratado con respeto; éste es un acierto del guión: no describir más que las situaciones con el doble, dejando al margen la propia (y desconocida) personalidad privada del dictador. Muy acertado es el retrato de los «fontaneros» de El Pardo -aunque Carrero y Bulart no funcionan- con sus obsesiones canonizadoras del inquilino y su estúpida tarea. Pero estos apuntes críticos, además de funcionar en su comicidad, mantienen una mesura que se agradece.

El protagonista de Espérame en el cielo es un actor argentino que ha engordado entre diez y quince kilos para este rodaje, según propia confesión. Realmente está muy bien en la película, como el resto de los actores, en particular Chus Lampreave (mejor que con su Almodóvar habitual, a nuestro juicio) y Sazatornil, más comedido, pero en continuidad con su papel de siempre. Ha sido cuidado el reparto en detalles con valor simbólico, como los gemelos de la presunta brigada social.

Espérame en el cielo es una comedia nostálgica; como tal no pretende más que entretener al espectador, lo que hace con dignidad. Pero ello no significa renunciar a las posibilidades temáticas que la película presenta en leves apuntes y en la recreación de toda una época histórica. En las primeras secuencias aparece una característica importante de la sociedad española de los cincuenta: el miedo al poder (anónimo, omnisciente) del ciudadano que se siente ninguneado en sus derechos. Más allá de la falta de libertad a que es sometido Paulino y de la falsa muerte con que se le separa de su esposa, asistimos al despojamiento de la personalidad del ortopédico en aras de adquirir la de otro. Esta transformación aparece como la mayor ignominia a que se puede someter a una persona.

Espérame en el cielo nos traslada, a través de muchos detalles, a la España de los cincuenta. Se subraya la credulidad de las personas y hasta la desesperación cuando no tienen respuestas (sesiones de espiritismo). El conjunto de los personajes ofrecen un panorama de pobres gentes manipuladas por toda una mentalidad que se basa en tópicos aceptados sin rechistar. Bajo la comicidad de personajes y situaciones, la película presenta un mundo que destaca por la miseria cultural y moral.

La película apenas subraya la gran paradoja en que se basa la historia. Los ayudantes de Franco muestran la escasa personalidad de éste; en su pretensión de fabricar toda una logística de puesta en escena para garantizar la seguridad del general buscan un doble que acaba por ser perfectamente intercambiable con el original. Es decir, se echa por tierra el carácter excepcional y providencial de la personalidad del Caudillo en el momento en un pobre ortopédico, debidamente adiestrado, puede sustituirlo. El culto a la personalidad, propio de toda dictadura, aparece en el trío de la corte de El Pardo, particularmente en el falangista Sinsoles, quien afirma que Franco no tiene necesidades eróticas... aunque, inadvertidamente, le desmitifica al decir que lee El Coyote. La anécdota del argumento y la fábula en que se basa la película no pueden distraer al espectador de la crítica política -amable y escasamente ideológica- que existe. El franquismo, se nos viene a decir, es un régimen personalista cuyo líder es un desconocido que tiene como pretensión mandar porque «España es un cuartel» y, sobre todo, «no meterse en política». El régimen aparece como despolitizado, sin ideología, basado en tópicos repetidos hasta la saciedad («unidad de destino en lo universal», «pertinaz sequía», «la huelga es tomarse la justicia por su mano», «contubernio judeomasónico», etc.)




ArribaAbajoEsquilache. (Josefina Molina, 1988)

Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, viaja desde su residencia al Palacio Real mientras en las calles se grita contra sus medidas en favor de la capa corta y el sombrero de tres picos. En ese viaje rememora sus intentos de modernización del país con el apoyo y estímulo del rey Carlos III y las dificultades que han tenido. El Consejo de Castilla y la vieja nobleza se oponen a una política que se aprecia como extranjera. También hace repaso a su vida familiar, a las desavenencias con su esposa quien, contra su opinión, se ha beneficiado del puesto de su marido como ministro de Hacienda y de la Guerra en favor de sus hijos. Esquilache llega a Palacio acompañado de un secretario poco de fiar y de una criada que es su único consuelo en la vejez y la caída en desgracia. Allí el rey acabará por pedirle la dimisión y el destierro, no sin antes revelarle que el motín ha sido propiciado por Ensenada, a quien tenía por amigo suyo y trató de favorecer.

El origen teatral de Esquilache es evidente en cuanto lo más valioso son los diálogos; la aportación cinematográfica se limita a un flashback y a unas secuencias de exteriores donde aparecen las masas amotinadas. Como en otros casos del cine español, es evidente la falta de presupuesto para producir esas escenas que necesitan mucha figuración. Por el contrario, los interiores naturales de palacios del Patrimonio Nacional y el vestuario consiguen perfectamente su cometido de retrotraernos al siglo XVIII. La realización de Josefina Molina es correcta, quizá un tanto fría, pero muy atinada en la dirección de actores, por cierto con un reparto donde aparecen los grandes nombres de nuestro cine en ese momento. Esa, relativa, frialdad, no impide apreciar como valiosa una película de impecable factura que cumple sobradamente su función de hacernos reflexionar sobre un personaje y una época de la historia. Más aún, porque Esquilache es, en definitiva, una meditación sobre el poder.

El cine histórico ha sido uno de los géneros menos cultivados en España, quizá debido a los costos de producción. Relativamente abundan las recreaciones situadas en el primer tercio del siglo XX y en la Guerra Civil en particular. En los años cuarenta se hicieron obras ambientadas en la época de los Reyes Católicos. También hay filmes que recrean la guerra de la Independencia, pero una época tan desconocida y con tanto interés como es la Ilustración durante el reinado de Carlos III era, prácticamente, inédita en nuestras pantallas.

La soledad del ejercicio del poder, que resulta trágica cuando se pierde el favor del pueblo, a pesar de la buena voluntad para buscar el progreso y la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos es el tema de Esquilache. La paradoja de los ilustrados es la insuficiencia de una minoría cultivada que asume el gobierno y toma medidas necesarias para modernizar el país, pero el pueblo no las asume, sea porque no las acepta, sea porque está manipulado por otras gentes contrarias a los ilustrados. La película muestra el dilema de todo gobernante que ha de optar entre conservar el poder y agradar a los sectores que le mantienen en él o, por el contrario, ser más honrado y coherente consigo mismo, y hacer la política que se necesita. Ni siquiera la democracia moderna ha resuelto este dilema, aunque ciertamente, existen mecanismos de discusión pública y de control mucho más eficaces que en el despotismo ilustrado. Las palabras de Carlos III («Hemos forzado a la Historia a dar un paso adelante, la Historia lo ha dado y nosotros nos hemos quedado haciendo equilibrios en el vacío») resumen bien la situación de Esquilache y la del propio monarca, aunque éste conserva el aprecio del pueblo que distingue artificialmente entre la Corona y el Gobierno con el grito repetido «¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!».

En este sentido, la película también subraya la tensión de todo gobernante entre el ideal político y la realidad sobre la que gobernar. Campos, el secretario de Esquilache, le hace al ministro la reflexión de que «Este pueblo no perdona la prepotencia», lo que es un reproche a los ilustrados que siguen el lema de «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo» porque se considera que, en palabras del cinematográfico Carlos III, «Los españoles son como niños que lloran cuando se les lava la cara».

Esquilache aparece como un hombre bueno de quien su esposa se ha ido separando y le traiciona, no suficientemente maquiavélico como para desconfiar de quienes pasan por amigos y conspiran contra él, y que, en su decrepitud, se siente profundamente dolido por «el insoportable peso del odio» del pueblo. En su lecho de muerte por lo único que sentirá nostalgia será por el chocolate que le preparaba una joven camarera que le ha dado un poco de ternura. Su voluntad de servicio al país -a un país que no es el suyo, aunque su Nápoles pertenece en ese momento a la corona española- tiene como pago la soledad que el propio Carlos III experimenta y subraya al decirle que «A veces, un trono puede convertirse en la peor de las prisiones».

La corrupción política consistente en usar el poder para beneficiar a los familiares (el nepotismo) es antigua y constante a lo largo de la Historia. Todo gobernante tiene esa tentación, aunque con su difusión pública pierda toda credibilidad. Por ello, Esquilache, ya de por sí cuestionado por el pueblo, trata de conservar a toda costa su reputación y pide al Rey que revoque los «enchufes» otorgados a sus hijos a petición de su esposa. Al mismo tiempo, las peticiones de favores entre las élites en el poder es, como vemos en el caso de Villasanta, una práctica común en esa y en otras épocas hasta el punto de que Esquilache lamenta que en la Hacienda pública hay exceso de empleados «protegidos».

La reflexión sobre el poder se completa con las palabras de una de las últimas secuencias, en la que Esquilache discute con el marqués de la Ensenada, quien la ha traicionado. El italiano razona diciendo «Puede que a todos nos pierda el ansia de poder, pero tú y yo no somos iguales», lo que significa aceptar que la vocación política tiene como base una pretensión de dominio que, cuando menos, matiza el «servicio» con que el político denomina su labor. Al mismo tiempo, no todos los políticos son iguales ni emplean las mismas estrategias.




ArribaAbajoÉxtasis. (Mariano Barroso, 1995)

Con Mi hermano del alma comenzó su carrera cinematográfica Mariano Barroso, quien ahora filma su segundo largometraje. Aunque aquélla era una obra mucho más titubeante, en ambos casos el espectador siente que en Barroso hay un cineasta de verdad, incluso cuando juzgue que estas dos obras no logran emocionar lo que debieran.

Dos chicos (Rober y Max) y una chica (Ona) habitantes de un lugar en el sur español se proponen robar a sus familias para montar un negocio con que hacer dinero. Piensan en un bar en la playa. Atracan el supermercado del padre de Ona y se disponen a robar al tío de Rober, pero el asunto no sale bien y Max recibe un tiro en el pie y es detenido. Para sacarlo de la cárcel, Rober se hace pasar por Max y se presenta ante su padre, Daniel, un director de teatro famoso a quien Max no ve desde que era niño. Consigue que Daniel les dé bastante dinero, pero piensan en robar las joyas y obras de arte que guarda en su casa. Sin embargo, a Rober se le presenta la oportunidad de trabajar en La vida es sueño que está preparando Daniel, quien se encariña con su hijo olvidado y le adopta como discípulo. Por su parte, Max y Ona le presionan para llevar a cabo el robo y huir.

Éxtasis es, al igual que el título anterior de Barroso, una película sobre la búsqueda del éxito (del dinero y del triunfo social) que, a la postre, es la lucha por ver cumplidos los sueños de juventud. En esa búsqueda, como vemos en el Rober que suplanta a Max, hay no poco de impostura, de adopción de un papel teatral, que conlleva el riesgo de la transformación de la personalidad. Al final, el dilema que se le presenta a Rober consiste en decidir entre ser fiel a sus amigos, siendo él mismo, o continuar el juego teatral -en la vida y en la carrera como actor- de suplantación de una personalidad y adopción de poses a través de los cuales lograr el éxito tan buscado. En la decisión final de Rober pesa esa imagen del mendigo salpicado por el coche, quizá mucho más que sus inconsistentes amigos. También están la paternidad y la filiación como anclajes afectivos necesarios en las vidas de las personas. Max se rebela contra su padre cuando éste, sin saber de quién se trata, le reduce a un papel de bufón; su amigo Rober, también huérfano, se deja acariciar por Daniel y éste encuentra en él un hijo/alumno a quien modelar a su imagen y semejanza. «Tú eres mi único hijo porque eres mi actor» dirá al final.

La elección de los actores es adecuada, mucho más que la interpretación, en la que sobresalen Federico Luppi y el novel Daniel Guzmán, mucho más que el protagonista Javier Bardem. La música, con un tema de reminiscencias árabes, está bien elegida y empleada, al igual que la fotografía y las localizaciones.

El tono de la película, muy ajustado, es de comedia dramática. Por momentos hay demasiada inverosimilitud en los tres personajes de los jóvenes, cuya ingenuidad y torpeza para los robos resultan poco creíbles. El desenlace final (secuencia del garaje) parece necesitado de una reescritura, pues no acaba de convencer, sobre todo en los diálogos. Por el contrario, el epílogo es muy convincente.




ArribaAbajoGuerreros: El pacifismo impotente. (Daniel Calparsoro, 2001)

El cuarto largometraje de Daniel Calparsoro abunda en el tratamiento de la violencia y sus efectos sobre los personajes, cuestión ya presente en Salto al vacío (1995), Pasajes (1996) y, en menor medida, Asfalto (1999). Quizá deudor de Oliver Stone, el director donostiarra se muestra sensible a la agresividad primaria de los seres humanos y hace sobre ello un discurso pesimista, pero, como el cineasta norteamericano, se expresa con grandilocuencia y hasta «agresividad» audiovisual, lo que impide aplaudir sin reservas sus denuncias.

El mayor mérito de Guerreros radica en abordar con convicción el tema de los soldados españoles en misiones humanitarias, inédito en nuestro cine. Cuenta la película los avatares de un pelotón de soldados destinados en Kosovo, en las fuerzas de la KFOR, que se ven envueltos en la sinrazón de la guerra y acaban por asumir la ilógica de la violencia. Es decir, plasma la tesis desencantada de que ni siquiera las buenas intenciones pacificadoras se abren camino en los territorios anegados por el odio racista y xenófobo. O, de otro modo, esas intenciones quedan anuladas por el impulso homicida que se alimenta en el clima bélico.

Contra la costumbre, hay que estar de acuerdo con el director cuando opina que ha intentado «recrear un iconografía cinematográfica que en Estados Unidos está ya muy asentada. Guerreros hace un retrato del Ejército español que no es ni elegíaco, ni paródico, ni esperpéntico, ni propagandístico». Ciertamente, al comienzo de la película el espectador se ve sorprendido por la madurez con que se plasman las vidas de soldados españoles, aunque se recurra al paradigma norteamericano como única referencia. El empaque visual, la lograda ambientación, la convincente interpretación y la agilidad narrativa hacen que el visionado de Guerreros sea gratificante, aunque no ocultan que se trata de una obra con deficiencias notables, tanto en el desarrollo argumental como en la composición de los personajes.

El hilo narrativo de la transformación del soldado Vidal -que comienza siendo un bienintencionado pacifista y acaba convertido en asesino- resulta excesivamente esquemático, tanto en los hechos que cuenta como en la entidad de los personajes que lo protagonizan. Ya se sabe que cualquier relato fílmico de viaje iniciático descansa más en la fuerza de los personajes que en los sucesos, lo que Calparsoro no ha tenido en cuenta. A pesar de que la actuación de los jóvenes intérpretes esté lograda, sus personajes quedan definidos por unos rasgos muy elementales -el dubitativo teniente, el ponderado sargento...- entre otras razones, debido a que los diálogos están necesitados de mayor carga dramática. En conjunto, Guerreros sobresale por su novedad en cuanto cine «bélico» español, se deja ver en la eficaz narración de acciones y en el discurso pacifista que propone y defrauda al crear sus personajes.




ArribaAbajoHavanera 1820. (Antoni Verdaguer, 1992)

Parece que hay una serie de televisión de la que se ha entresacado esta película: ello se nota en el exceso de personajes y lugares de acción y en la falta de cuidado a la hora de profundizar en la médula de lo que se cuenta. Es decir, estamos ante un relato prolijo -pero no complejo, mucho menos denso- al que le sobran muchas secuencias y, al mismo tiempo, le faltan otras donde percibamos la acción dramática misma. La historia narra distintos episodios de industriales catalanes que tienen intereses comerciales en la Cuba de principios del siglo pasado, justo en el momento en que la esclavitud no ha sido abolida, pero sí el tráfico de esclavos, ante el que existe una censura moral. Todo ello en tres escenarios con personajes distintos: Cataluña (los industriales emprendedores, la burguesía, la tradición y la innovación), el barco (aventuras, motines, esclavos) y Cuba (condiciones de vida, necesidad de mano de obra, lucha), aderezado con historias de amor e intereses. La ambición del guión -al estilo del gran cine: «melodrama de aventuras» lo han llamado los cineastas que participan en este proyecto- apenas llega a consolidarse en la pantalla: el espectador no es capaz de creerse lo que ve porque todo suena a ya visto, a intento de guiso nuevo. Así, a la hora de contar el motín en el barco el público no puede por menos que comparar tantas grandes secuencias que tiene la historia del cine con la escasa inventiva que tienen los mismos hechos contados en esta película. Tal vez su pase televisivo dé otras dimensiones a Havanera 1820, un filme que llega a aburrir en su pretensión de querer contar muchas cosas y no tener capacidad ni para interesar.




ArribaAbajoInsomnio: Desvelados por los afectos. (Chus Gutiérrez, 1997)

Tras dos filmes debutantes, Chus Gutiérrez demostró con Alma gitana su capacidad como cineasta, como una de las mujeres que ha accedido en los últimos años a la dirección cinematográfica. Con Insomnio, a pesar de tratarse de una obra muy desigual, muestra que tiene algo que decir.

Eva, una profesional de una productora de televisión, y su marido en paro acaban de tener una hija; buscan una casa, y Juan, empleado de una inmobiliaria, le enseña varios pisos a Eva. Juan se va a casar con Isabel, pero no parece muy seguro y conforme se acerca la fecha de la boda duda más. La vecina de Eva, Alba, acaba de ser dejada por su novio Ramón, que vive en Londres. Se encuentra desnortada: alquila a un desconocido una habitación de su casa, cuida a la hija de Eva y se queda sin el trabajo de actriz en una atracción de feria. Eva tiene problemas con el trabajo, Alba intenta suicidarse, Juan se las ingenia para no casarse...

El devenir de estos personajes es problemático -como la vida misma- y como no hay, propiamente, un conflicto dramático estricto interesa reflejar un trozo de esas vidas, los encuentros y desencuentros (Juan y Eva), las ilusiones rotas (el trabajo de Eva), las fantasías (el novio Ramón), el rechazo de las convenciones (Juan y su boda), etc. Insomnio es una comedia dramática que habla de la dialéctica del amor/desamor, de la soledad y la inseguridad de las relaciones de pareja, de la discriminación de la mujer madre en el trabajo, de la búsqueda de vivienda como metáfora de un espacio en el mundo, de los temores y pesadillas que dejan a la gente desvelada en noches en que la ciudad oculta bajo las luces los problemas de cada cual.

La narración opera con historias paralelas que eventualmente convergen. Hay cierta acumulación de personajes/historias, que parece fruto del temor a aburrir o de desconfianza en la envergadura narrativa de los personajes centrales. Esta estructura abierta permite tantas situaciones como se desee y sirve, fundamentalmente, para que el ritmo no decaiga en ningún momento. A veces se recurre a elementos espectaculares de puesta en escena (el plató televisivo, la atracción del «túnel del terror») y junto a momentos dramáticos con fuerza hay secuencias de comedia de situación (la mujer en la ducha de Juan) que chirrían por lo manidas que están. Por el contrario, algunos chistes breves (el camarero que habla del matrimonio y el insomnio) resultan eficaces a la hora de proporcionar el toque de comedia que la directora desea. De ahí que el conjunto sea muy desigual: junto a momentos brillantes hay chistes y situaciones cómicas que sobran, personajes que parecen faltos de desarrollo (Eva), diálogos banales y, en general, el guión necesitaba una mayor depuración de los elementos que maneja. Diríase que Chus Gutiérrez ha hecho una película que ilustra, pero no llega a contar con rigor y, mucho menos, con la profundidad necesaria. Desde el punto de vista formal le falta un acabado donde se hubieran cuidado más los encuadres y hasta hay planos desenfocados. Por el contrario, la música es sugerente y oportuna; y los actores -Cristina Marcos y María Pujalte en particular- están muy bien. Con todo, la película se deja ver y, aunque promete más de lo que logra, tiene interés en cuanto crónica a vuelapluma de vidas cruzadas.

Quizá el mayor interés de Insomnio esté en la pretensión del cine español mayoritario de salir del monocultivo de la comedia fácil de los últimos años. No en vano los mayores éxitos del pasado año fueron dramas de peculiar poética (La buena estrella o Secretos del corazón). En este sentido, la obra de Chus Gutiérrez resulta fallida porque le sobra comicidad y acumulación de historias/personajes; pero, por debajo de los chistes, hay una mirada dramática interesante sobre todo lo que provoca «insomnio»: la inseguridad, la soledad, los afectos y los sentimientos equívocos, etc.




ArribaAbajoIntruso: La desnudez del alma. (Vicente Aranda, 1993)

En Intruso abunda en el drama de pasiones como en su película anterior, Amantes: otro triángulo amoroso como esquema del melodrama más clásico, que, de puro sabido, hay que valorar más por sus aspectos formales. Y es ahí donde Amantes resulta una película de mayor envergadura que la que ahora se estrena, sin por ello menospreciarla y siendo conscientes de que toda comparación es, efectivamente, ociosa. Luisa (Victoria Abril), Ramiro (Antonio Valero) y Ángel (Imanol Arias) fueron tres amigos en su niñez; al cabo del tiempo ella, tras dos años de matrimonio con Ángel, se casa con Ramiro, un odontólogo que le proporciona una apacible vida burguesa, cumpliéndose así un sueño infantil. Pero surge en su vida el reencuentro con Ángel, ahora un mendigo que vende pañuelos en los semáforos1. Lo recogerá en casa y volverá la pasión que aboca a la tragedia.


Vicente Aranda ha alcanzado, en una de las carreras cinematográficas más regulares que conoce el cine español en los últimos años, una perfección formal y una madurez envidiables. Ha depurado su estilo logrando el dominio de, al menos, dos elementos propios del cine a la hora de hilvanar un relato: una dirección de actores que, más allá de la credibilidad de la interpretación, logre transmitir estados de ánimo y aun ideas; y una desnudez de la acción donde se omiten los «amueblamientos» sin, por ello, renunciar a contextualizarla con muy pocos elementos.

La perfección formal está fuera de duda, como en las últimas obras de Aranda; destacan, particularmente, la música que subraya la labor del montaje y la fotografía sobria. Pero es la utilización de los supuestos de la historia -más que elipsis- donde el director juega con la imaginación del espectador de un modo inteligente, como hace el cine de siempre: la relación entre los tres amigos durante su niñez, el sentimiento confuso de pasión amorosa que siente la protagonista, la desolación en que vive Ángel y su valiente dignidad, etc. Y, por supuesto, una interpretación compenetrada en los actores principales, con una garra para llenar la pantalla como pocas veces vemos. También hay que subrayar el dominio que tiene el director a la hora de crear climas diversos -desde el realismo cruel hasta la cuasi ficción- que proporcionan un ritmo creciente a la película.

El papel de los niños resulta, en ocasiones, contradictorio en este guión: por una parte cumplen su función de hacer de testigos de la historia, permitiendo al espectador contemplar el drama en una clave concreta, haciéndolo, quizás, más cotidiano; por otra, sus diálogos, fundamentalmente para identificarse con Ángel y mostrarnos sus contradicciones, pecan a veces de «adultez». Pero, a nuestro juicio, no está del todo emplastado en la trama. Como tema de fondo, más allá del cuestionamiento de la monogamia, está la soledad esencial del ser humano, representada por los dos personajes principales: Luisa, que la combate con «ocupaciones» ociosas y preocupaciones metanormales; Ángel, que la asume con la calle. Soledad que nos muestra el vértigo hacia la muerte como obsesión de los personajes.

Intruso es una obra menor por la desnudez del relato -apenas una anécdota, aunque con la intensidad de los grandes dramas- y, se podría decir, la escasa ambición temática del guión, pero mayor por la capacidad estrictamente cinematográfica para sugerir, contar desde las elipsis, el pasado supuesto y el silencio elocuente de las miradas. Este aspecto hay que valorarlo sobre todo en las escenas eróticas, donde la filmografía de Aranda tiende a la recreación y que aquí son mucho más contenidas exteriormente. Acostumbrados, como estamos, a finales cinematográficos espectaculares y dilatados, el público queda clavado en la butaca con el final conciso y hasta cortante -tal vez demasiado «teatral»- de esta hermosa película.




ArribaAbajoKasbah: Miedo al eco de tus pasos. (Mariano Barroso, 2000)

Decíamos a propósito de Los lobos de Washington, su anterior largometraje, que Mariano Barroso va forjando una carrera coherente en la que destacan dos características que, en Kasbah, aparecen reiteradas: el viaje (la huida, la aventura, la búsqueda o cualquiera de sus variantes) y su poder transformador como recurso narrativo y cierta distancia o frialdad en el tratamiento de las historias y, particularmente, de los personajes.

En esta ocasión el viaje es la búsqueda que lleva a cabo Mario, el encargado de una empresa minera hispano-marroquí, de Laura, la hija de su jefe que desaparece con un lujoso coche. A Mario le acompaña Brahim, quien sospecha que han robado el coche para venderlo en el extranjero. Mario vaga por las carreteras con una pista más que incierta. Se encuentra a Álix, una chica española que huye de un pasado inmediato poco gratificante, y a Rodrigo, un antiguo legionario que añora el pasado de «esplendor» franquista.

El viaje de Mario es -ya queda dicho- el tránsito transformador de un joven que madura a golpes en un medio que vive como hostil y en una situación que lo desborda. El cambio le lleva a dejar atrás su desprecio por los «moros», a superar su pasado familiar y a una relación sentimental con una chica que también necesita bálsamo para sus heridas.

Según declaraciones a la prensa, Mariano Barroso sentía la necesidad de rodar una historia en Marruecos porque el país le fascina y ha experimentado que los ruidos que suenan en la kasbah nocturna y silenciosa no son sino los ecos de nuestros propios pasos. Es decir, ha querido hacer una película sobre un español que, en el deambular por un país árabe, se encuentra consigo mismo.

Pero me temo que el resultado sólo refleja a medias este noble propósito. Quede claro que Barroso sabe hacer cine, rueda con agilidad, sabe narrar con los elementos mínimos y es difícil encontrar secuencias que se caigan del relato. Valga como ejemplo de economía narrativa la parquedad y progresividad con que se informa al espectador de las relaciones de Mario con el jefe de la empresa: todo un modelo de equilibrio entre lo que se dice y lo que se calla.

Sin embargo, el viaje transformador de Mario no llega a calar en el espectador por dos razones: la primera es la debilidad de los episodios de que consta ese itinerario, que hacen que la película, mediado el metraje, sufra cierto desmayo. Hay una deficiencia de guión a la hora de escribir esos episodios en los que se cuentan cosas que le suceden al protagonista, pero donde apenas se aprecia su transformación, el cambio que experimenta enfrentado a la realidad. O, dicho con otras palabras, no quedan bien plasmadas las huellas que el deambular por el paisaje natural, cultural y humano del país marroquí dejan en Mario. A veces parece que el director ha evitado un relato de «viaje a los infiernos» y, por ello, no desarrolla los elementos de mayor enjundia, como el atropello del cordero y la maldición subsiguiente.

La otra deficiencia está en la frialdad en la realización, ya mencionada. La distancia narrativa es un recurso estilístico muy notable cuando lo contado tiene interés por sí mismo, pero resulta ineficaz cuando se trata de cierta cotidianeidad ante la que el espectador no vibra. Barroso renuncia prácticamente a valerse de elementos melodramáticos porque el cine que se propone se ubica en otras claves, pero se arriesga -como en este caso- a la desidentificación del espectador, con un resultado que lejos de ayudar a la película la perjudica. Ni siquiera la intriga sobre el paradero de la chica desaparecida -que vertebra el relato- logra enganchar con fuerza al espectador.

Teniendo en cuenta la prensa diaria, el aquí y ahora de la emigración y la multiculturalidad creciente de nuestro país, Kasbah es una película valiosa porque, sin didactismos, planteamientos militantes ni falsos descubrimientos, contribuye a ahuyentar fantasmas y prejuicios en la medida en que refleja algunos rasgos de Marruecos y -sobre todo en los diálogos- hace un llamamiento a la tolerancia. Y lo hace alejándose del tópico y la postal exóticos, aunque parece a punto de caer en ellos, como en la secuencia de la boda.

En conjunto, Kasbah es una película que se puede ver a gusto, pero sin entusiasmos; bien rodada, con una notable banda sonora y una utilización respetuosa y narrativamente valiosa del paisaje y los espacios dramáticos. Pero se trata de una película que promete más que lo que cumple, no acaba de convencer el diseño de los personajes y deja insatisfechos frente a lo que podía haber sido.




ArribaAbajoKika: Más Almodóvar que nunca. (Pedro Almodóvar, 1993)

A estas alturas, Almodóvar es mucho más que un director de cine: ha ascendido a la categoría de famoso capaz de seducir al público más por su estilo personal que por sus cualidades como creador artístico. Cuando los espectadores van a ver una película suya esperan un cierto humor de transgresión y ordinariez, como esperan a las «chicas Almodóvar», el diseño de producción «postmoderno», un tratamiento muy particular del sexo... En fin, que se trata de un fenómeno sociológico y, como tal, está más allá del juicio crítico. Al menos, para la taquilla.

En Kika, Almodóvar nos cuenta una historia abigarrada sobre un chico obsesionado con la muerte de su madre que convive con su padrastro y se empareja con una maquilladora. Una conocida presentadora de un programa televisivo de sucesos indaga en la vida del padrastro, escritor de relatos de crímenes, porque entiende que hay elementos biográficos en sus novelas. Lo que empieza como comedia típica de Almodóvar (diálogos chispeantes entre mujeres) acaba en una tragedia donde predominan los hombres.

Así las cosas, Kika tendrá éxito porque es más Almodóvar que nunca, a pesar de que figuren gratuitamente algunas mujeres con que se amueblan sus películas, de que haya personajes sin definir y de que el propio guión sea confuso, con secuencias vacías, contradictorio e inverosímil en su arquitectura narrativa y desorientador para el público. En efecto, hay secuencias como en la que la propia madre del director presenta un programa cultural en televisión totalmente vacías de sentido, aunque se quiera hacer un guiño a los espectadores; los personajes de Anabel Alonso -otra «chica Almodóvar» que tiene un modo de interpretar totalmente despersonalizado y al servicio de lo que se le pide- y Bibi Andersen realmente podían desaparecer del guión; los dos varones protagonistas (Peter Coyote y Alex Casanovas) apenas están definidos, sobre todo el primero, que, rodeado de misterio en una interpretación distante y fría, en ningún momento aparece como lo que el final nos dice que es. La historia es prolija en personajes y situaciones, con divagaciones que en nada la enriquecen -aunque tengan actualidad, como el personaje de Andrea Caracortada (Victoria Abril desaprovechada, en un papel muy inferior)- y sólo contribuyen al barroquismo que identifica al director. El personaje que da nombre a la película -interpretado con frescura por Verónica Forqué- y que se supone debe vertebrar la historia no sólo parece un secundario en la vorágine de gente que desfila por la pantalla, sino que de él se nos hurta la relación con los dos protagonistas masculinos. La concepción de los personajes es, tal vez, la mayor debilidad del guión de un cineasta que ha destacado por su facilidad para dibujar tipos humanos tan raros como entrañables. Por todo ello, Kika recoge muy bien «el estilo» de Almodóvar: la comedia disparatada protagonizada por mujeres, la conflictividad inherente a la pareja, el drama desmadrado o ciertos apuntes de costumbrismo popular, todo ello con su facilidad para el eclecticismo más chocante, pasando en segundos de la risa al llanto.

El problema en Kika es que lo que, en su día, fue novedoso ahora resulta reiterativo. En esta película vemos algunas de las mejores ideas de Mujeres al borde de un ataque de nervios y el interés temático y el desarrollo dramático de Átame y Tacones lejanos. Pero el director manchego funciona mejor cuando hace una secuela del primer título, en la comedia de mujeres, donde se puede permitir incoherencias y divagaciones, que cuando trata de adentrarse en los elementos dramáticos, camino que, se quiera o no, le ha de llevar a abandonar los tics, ocurrencias y desmadres que le han dado un estilo propio y a lo cual probablemente no esté dispuesto. Átame era una película donde, al margen de su torpe final, había cine auténtico en su profundización de los conflictos humanos; como, en menor medida, en Tacones lejanos, con una difícil verosimilitud y credibilidad a la hora de ver lo que sucedía en la pantalla. Pero en esta ocasión, la última media hora dramática que trata de recoger muchos hilos no hay quién se la crea: ni por la lógica interna de la historia ni por el interés que el espectador pueda sentir hacia los personajes.

Pero si, con todo el eclecticismo y postmodernidad que se quiera, Pedro Almodóvar contaba algo en otras películas suyas, particularmente las citadas además de ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, esta vez el espectador sale del cine con cara de póquer: la historia de Andrea Caracortada y la crítica al morbo que generan los programas de sucesos de televisión no tiene la mínima consistencia; el thriller del escritor parece un mero pie forzado para desarrollar otras cosas; la historia de la pareja protagonista se adivina... En fin, que al abajo firmante le resulta poco menos que imposible adivinar qué ha querido decir el director.




ArribaAbajoKm. 0. (Juan Luis Iborra y Yolanda García Serrano, 2000)

Los codirectores que firman esta película debutaron con la fallida Amor de hombre (1997). Anteriormente han trabajado como guionistas con Joaquín Oristrell y Manuel Gómez Pereira en la mayoría de las comedias que ha rodado este último. Estas comedias han tenido éxito y, a lo largo de los noventa, han contribuido a cambiar la imagen de marca del cine español; pero, también, han acabado por cansar al público pues la fórmula ha llegado al agotamiento. Probablemente, por ello Km. 0 se inicia como una comedia de enredo, de confusiones a partir de unos encuentros inesperados, para ir deslizándose, progresivamente, hacia la comedia dramática con cierto talante poético.

El punto de arranque no es otro que el kilómetro cero de la Puerta del Sol madrileña donde, en una calurosa tarde de agosto, se dan citan siete parejas, algunas de las cuales ni se conocen. Una casada madura y su gigoló, dos novios que preparan la boda, un joven provinciano que quiere ser director de cine y una prostituta, una actriz frustrada y un director teatral, dos homosexuales que se conocen en un chat... personajes de una fauna plural. A partir de ahí se asiste a una evolución inesperada, pues las citas devienen un kilómetro cero que cambia las vidas. El planteamiento carece de ambición y los resultados también son discretos. Las distintas historias entrelazadas permiten a los guionistas una fórmula, muy televisiva, que impide el aburrimiento del público; por ello se trata de una de esas películas que se ven a gusto, sin aspirar a más. Incluso hay que reprochar la falta de empaque visual que tiene la puesta en escena, demasiado plana en algunas secuencias. Obviamente hay historias mejor escritas, rodadas e interpretadas que otras. Sin embargo, hay que destacar que cuando los autores se olvidan de los chistes y los diálogos cómicos para indagar en el mundo de los sentimientos la película crece y logra despegar para sorprender y atrapar al espectador. Pero no son demasiados.




ArribaAbajoLa flor de mi secreto: Casi un desnudo interior. (Pedro Almodóvar, 1995)

A partir de Tacones lejanos, Pedro Almodóvar comienza a decantarse hacia el melodrama puro y duro. El inmenso error que constituye Kika ha sido superado en cierta forma por La flor de mi secreto, una película en la que el director manchego parece abandonar en buena parte la estética con la que se dio a conocer para hacer un cine más desnudo y más clásico. Salvo la concesión de la presencia de Rossy de Palma y Chus Lampreave ahora sus personajes son «normales», dentro de la esquizofrenia en que siempre se han movido.

El argumento está poblado de pequeños hechos en los que la protagonista, Amanda Gris, una escritora de novela rosa, aparece defraudada por lo que le rodea: un marido ausente, la amiga médica que la traiciona, la familia un tanto neurótica que presagia su depresión, la asistenta cariñosa cuyo hijo le roba un manuscrito a Amanda, complicándole la vida, y el periodista que le da una oportunidad más profesional que sentimental. Más que un relato, La flor de mi secreto ofrece un conjunto de situaciones sobre la soledad de una mujer; el ama de casa de un barrio popular de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? es ahora una mujer más culta y con mayores posibilidades, pero con las mismas raíces familiares que, en buena medida, son las que le permiten conjurar el abismo de la desesperación.

Y bien, ¿qué queda de Almodóvar si se olvida de chistes de anuncios televisivos, de monjas heroinómanas, de amas de casa que funcionan con pastillas, de taxistas inverosímiles...? Queda un cine en el que la incomunicación y la soledad de la mujer -para el director manchego los hombres no existen más que como comparsas, aunque sean verdugos- se curan difícilmente a base de pastillas, insomnios, llamadas de teléfono y, más sutilmente, la escritura donde volcar imposibles novelas rosas, historias de amor que todos hemos soñado porque, como dice en un momento la protagonista: «Habría que prohibir la realidad».

La voluntad melodramática de La flor de mi secreto se queda a medio camino; parece que estamos ante un drama del cine más clásico -de los cuarenta o cincuenta- al que se le añaden las adherencias oportunas para amueblarlo al gusto moderno o postmoderno, pues coexisten el militar cosmopolita que viaja a Bruselas o a Bosnia con la familia del piso en Parla que añora el poblachón manchego. El director no es consecuente con la desnudez que la película requería, por ello no acabamos de simpatizar con el mundo de sentimientos del alma femenina en crisis. Como en todo el cine de Almodóvar esta película está construida sobre personajes, pero, lamentablemente, el único que tiene entidad es la omnipresente Marisa Paredes. De los demás, hay las inevitables presencias almodovarianas ya convertidas en guiños al espectador (Chus Lampreave y Rossy de Palma); un marido infiel y distante (Imanol Arias) que, siendo necesario para el relato, estaría mejor fuera de la pantalla; la amiga traidora (Carmen Elías, muy profesional) que se contrapone a la protagonista; y el increíble y torpe periodista cultural que encarna Juan Echanove, sin duda el que se lleva la peor parte en un personaje que no acaba de funcionar en la historia.

Así las cosas La flor de mi secreto es una película que -dejando de lado operaciones de mercadotecnia y todas las filias o fobias que puede suscitar Almodóvar- se deja ver; entretiene en las historias paralelas y no convence para nada en el cuerpo central del drama de la mujer protagonista. Este último aspecto, que es esencial para la valoración final del filme, se debe a que el espectador no se siente conmovido por el abandono, las neuras y los desasosiegos que sufre Amanda Gris. A esta falta de identificación contribuyen unos diálogos demasiado literarios, casi pedantes, y una dirección de actores que deja mucho que desear. En el fondo, el espectador siente que está ante una representación y se preocupa más por lo que Almodóvar va a decir que por lo que la película es; tal vez sea el precio que tiene que pagar un creador que se ve ahora preso del celebrado universo puesto en circulación para romper moldes y atraer a un público nuevo.




ArribaAbajoLa ley de la frontera: Entre la aventura y la utopía. (Adolfo Aristaráin, 1995)

Aunque en su filmografía el thriller tiene un peso importante -Los últimos días de la víctima (1982) y la serie televisiva Carvalho- las mejores obras del director argentino Adolfo Aristarain (Buenos Aires, 1940) son películas dramáticas de carácter sociohistórico: Tiempo de revancha (1981) y Un lugar en el mundo (1991), uno de los filmes más importantes que ha dado el cine latinoamericano en los últimos años. Aristarain, que comenzó su carrera en nuestro país, donde ha sido ayudante de dirección de Mario Camus en bastantes ocasiones, parece dar un nuevo giro hacia un cine menos comprometido.

En 1901 nacen en Portugal y Galicia dos niños: Joao, de una familia burguesa, que por decisión de sus padres ingresa en un convento franciscano, y Xan, que está condenado a trabajar en una cantera. Pero ambos quieren un destino distinto para sus vidas y huyen del prescrito por el contexto familiar. Se encuentran en una aldea gallega y unen sus vidas en busca de mejor fortuna. Joao con el cinismo del intelectual que asume que el robo es una inversión del sentido de los bienes, Xan con ingenuidad y temor. Como dos fugitivos transitan a un lado y a otro de la frontera, según convenga para burlar la ley. Se encuentran con Bárbara, una periodista del New York Times que hace reportajes sobre tipismos hispánicos y con «El Argentino», un bandido irreductible de la región. Al cabo de los años, las vidas de estos cuatro personajes toman un destino bien diferente. En el epílogo vemos cómo han cambiado por completo las pretensiones de estos individuos: los «intelectuales» aventureros como Joao y Bárbara adoptan una vida burguesa en su mansión; el proletario Xan que aspiraba a ella se convierte en un luchador antifranquista y el bandido a caballo de las tierras altas se convierte en exquisito timador con la ayuda del ex guardia civil.

La ley de la frontera es una película que combina muchos temas: la descripción sociológica de una época, la camaradería forjada en la aventura, la educación sentimental-amorosa, etc. Del mismo modo, participa de muchos géneros: por momentos parece que estamos ante un western (carro del buhonero, asalto a la cantera), mientras en otros las imágenes nos llevan a la aventura o al retrato costumbrista; y los diálogos hacen referencia a la lucha de clases o a la injusticia social, como cuando «El Argentino» dice que «el que roba a un patrón tiene cien años de perdón» o «En cualquier país estás arriba o abajo; y si estás abajo aprendés a trepar o a pegar tiros». Precisamente son esos diálogos y otros muy sentenciosos los que no acaban de casar con el tono de la película; aunque una buena prueba del eclecticismo es la improbable declaración de amor en boca del, al final, antifranquista Xan / Juan: «Podemos tomar el poder, abolir el Estado y la propiedad privada, pero el mundo no será mejor si no estás tú».

El tratamiento humorístico e irónico que el director imprime a toda la historia permite disculpar bastantes anacronismos, como la liberación sexual y amorosa de Bárbara más propia de la actualidad que del primer tercio de siglo. Del mismo modo hay elementos muy discutibles -y quizá disculpables- como el hecho de que «El Argentino» hable español con el acento propio de su país mientras Xan y Joao carecen del suyo -gallego y portugués, respectivamente- por completo. Pero habrá que perdonarlos si aceptamos la opción que hace el director y que es perfectamente respetable, aunque uno desearía no ver sacrificados los aspectos más dramáticos y sociológicos en aras de la aventura y el entretenimiento. Quiero decir que, a mi juicio, La ley de la frontera es el resultado de un equilibrio difícil y no logrado del todo, entre dos tratamientos opuestos. Como aventura la película es entretenida; pero las referencias históricas de carácter crítico e irónico no acaban de convencer.




ArribaAbajoLa marcha verde: Un cine cutre. (José Luis García Sánchez, 2001)

No ha tenido suerte García Sánchez con la primera entrega de lo que se anuncia como una trilogía a modo de crónica sobre la Transición democrática española pues, en su conjunto, La marcha verde es una película prematuramente envejecida que -si hiciéramos abstracción de la trayectoria del director y de Azcona- remite a la peor comedia española desarrollista y, en todo caso, resulta regresiva en la filmografía del cineasta. El director salmantino tampoco tuvo suerte con sus proyectos de adaptaciones literarias de Valle Inclán; por el contrario, sus comedias esperpénticas -la estimable La corte de Faraón (1985) y las menos logradas Pasodoble (1988) y El vuelo de la paloma (1988)- tenían su interés. Abundando en el mismo género rodó la trilogía Suspiros de España (y Portugal) (1995), Siempre hay un camino a la derecha (1997) y Adiós con el corazón... (2000), la mejor de las tres, interpretadas por Juan Luis Galiardo en uno de los personajes más consistentes de este cine. Esa trilogía tiene su interés y hasta su valor sociológico al indagar con mezcla equilibrada de crítica ácida y ternura en la España actual del bienestar.

La marcha verde cuenta los avatares de un destacamento del Ejército español en el Sahara en los días de la muerte de Franco y las tensiones sobre el destino de la colonia disputada por Marruecos al Frente Polisario. Entre el grupo de militares hay un coronel monárquico, un comandante falangista, el cura franquista y otros especímenes de la época. Llega una compañía de revistas para levantar la moral a la tropa y tienen lugar los consabidos ligues, encuentros y desencuentros en un marco de tensiones contradictorias. García Sánchez quiere hacer una crónica de la época sobre la base de elementos históricos y costumbristas que son sometidos a un tratamiento de comedia musical y esperpéntica. Pero no logra prácticamente ninguna de sus pretensiones: la crónica se limita a una acumulación invertebrada de personajes, situaciones y referencias (fragmentos de telediario, tensiones provocadas por los falangistas, la joven contestaria, los saharauis), el musical es decepcionante tanto por la escasa entidad de la puesta en escena -con la salvedad de algunos momentos, ni siquiera números completos- como de las canciones y su tratamiento; y el esperpento es falso, pues no procede de elementos realistas transformados mediante la caricatura y la exageración, sino que se limita a sal gorda y humor caduco, como es evidente en todo el desenlace de la viagra administrada al coronel. En descargo del director hay que decir que los actores están bien, a pesar de que sus personajes apenas están construidos; pero un resultado mínimamente satisfactorio exigía, probablemente, depurar el material de partida con mayor humildad, renunciando a tantas claves como se pretenden. La marcha verde tendrá su oportunidad como telecomedia o en Cine de barrio, pero el precio en euros de la entrada no queda compensado.




ArribaAbajoLa playa de los galgos: Una tragedia contemporánea. (Mario Camus, 2002)

Dentro del ciclo de películas más personales de los últimos años -Después del sueño (1991), Sombras en una batalla (1993) y El color de las nubes (1997)- Mario Camus ofrece en La playa de los galgos una obra madura, ambiciosa y de asombrosa rotundidad. En ella se recopilan buena parte de las preocupaciones recurrentes en la filmografía de Camus, pero hay un aliento shakespeariano, de drama total o de tragedia actual, en una propuesta como ésta que, al fin y al cabo, plantea al espectador los temas intemporales desde los griegos.

Martín es un panadero de un pueblo del norte cuyo hermano Pablo ha tenido que huir a Dinamarca tras haber sido apartado por ETA de la lucha armada porque se le considera enloquecido. Ha asesinado a un hombre y padece horribles pesadillas. Martín busca a su hermano y se encuentra con Berta, una misteriosa mujer de la que se enamora. Por fin logra la pista de un psiquiatra sudamericano, Dubbini -cuya hija está internada en un hospital desde que sufriera un shock traumático al ver cómo los militares le arrebataban a su madre- que le pone en contacto con Pablo. Pero el psiquiatra comprueba que Berta le ha usado como cebo para asesinar a Pablo; en efecto, ella era la esposa de un físico contratado por una central nuclear al que Pablo ejecutó por mandato de ETA. Berta es encarcelada y Martín, sinceramente enamorado de ella, se niega a abandonar el país. A su vez, Dubbini, que ha de reordenar su vida cuando su hija es dada de alta en el hospital, también tiene esperanzas de unirse a Berta. Martín insiste en verla, pero ella se niega. Incluso intentará suicidarse...

Como indica un rótulo inicial, la acción se sitúa en los años ochenta en nuestro país, en la época dura del terrorismo, pero el argumento trasciende esa ubicación para plantear temas tan universales como el amor imposible, la venganza, el perdón y la supervivencia frente a toda desesperanza. A pesar de que el terrorismo es el gran drama de la historia contemporánea vasca y española, no abundan las películas sobre la cuestión -frecuentemente es un mero trasfondo, como en varias de Imanol Uribe- y el propio Camus rodó una de las más valientes y oportunas, la citada Sombras en una batalla de la que La playa de los galgos es, en cierta forma, una continuación profundizadora. Más allá del de análisis sociológico o la indagación histórica, al director cántabro le interesa observar y tratar de comprender el drama humano, el sufrimiento, las heridas y las cicatrices de las personas, cualquiera que sea su pasado o sus ideas, y la emergencia de sentimientos tan poderosos como contradictorios en situaciones inéditas.

El devenir narrativo supera la pura intriga para plantear lo que, sobre el papel, parece un imposible: ¿puede una persona enamorarse del verdugo de su hermano? O, más aún, el amor radical, el enamoramiento, ¿es capaz de superponerse al engaño, la traición y las manos manchadas de sangre? La película se estructura en tres partes, cada una de las cuales tiene su correspondiente rótulo y una frase que hace referencia al tema. Son tres momentos sucesivos de la historia, pero también tres actos con cierta unidad temática: en el primero, Martín ha de salir de su vida cómoda para cumplir la promesa hecha a su madre de buscar a su hermano; en el segundo, esa promesa le lleva paradójicamente a un amor cruel que mata a su hermano; en la tercera lucha por sobreponerse a todo sentimiento de repugnancia moral o de venganza para sacar de sí lo más humano que hay en él, el amor hacia Berta. El progreso narrativo de estos tres actos lleva a una profundización en los temas y a un despojamiento de los recursos cinematográficos del cine de género; diríase que hay un crescendo que opera con la antítesis del cine mayoritario.

La película acierta en un magnífico reparto e interpretación sobre los que descansa un guión que logra vertebrar varios hilos narrativos, y en la cuidada puesta en escena. Carmelo Gómez, en un personaje muy próximo al que interpretó en Después del sueño, borda su papel, al igual que Miguel Ángel Solá. No hay lugar para la retórica y la ambientación, música, fotografía y planificación tienen la sabiduría de ponerse al servicio de una historia consistente. En ciertos momentos, la observación de detalles (fabricación del pan, fotografías de la casa de Martín o de Dubbini) sirve para caracterizar a unos personajes que, con los mínimos elementos, aparecen transparentes incluso dentro del misterio de toda persona; a ello contribuyen las metáforas de los galgos rescatados por Martín que corretean en la playa y de los relojes antiguos que restaura el psiquiatra. En el debe se encuentran algunos diálogos excesivamente mensajísticos y poco realistas.

La desnudez de la película -no hay concesiones al thriller ni al drama de sentimientos, por más que participe de uno y otro- exige un espectador adulto que se deje llevar de la mano del director en ese recorrido de aproximación al drama personal, pues, una vez sabida la trayectoria de cada personaje, sólo queda contemplar las dudas y reacciones de cada uno en el callejón sin salida a que están abocados. Porque los pasos de la vida vienen caminados por el destino -los griegos son nuestros contemporáneos- La playa de los galgos resulta una tragedia muy actual.




ArribaAbajoLas razones de mis amigos. (Gerardo Herrero, 2000)

El quinto largometraje del director y productor Gerardo Herrero es, en sus propias palabras, una película «generacional, acerca de la vida de pareja, de la ansiedad, del dinero, del amor y del desamor». Demasiadas cuestiones para un filme que se queda lejos de alcanzar su pretensión y que, a la postre, se puede calificar, peyorativamente, como película «de tesis». El hilo narrativo de los encuentros de tres amigos -a propósito del préstamo de dinero que dos de ellos hacen para salvar la empresa del tercero- sirve para mostrar el debate interior de cada protagonista entre los ideales de la época universitaria y el presente de supervivencia, y para representar la crisis sentimental de las parejas que forman cada uno de ellos. La tesis de la película es que todos renuncian a los ideales o se adaptan al presente: la mejor parada es Marta, que acaba salvando su matrimonio y buscando una casita con jardín en las afueras; Carlos se ve obligado a renunciar a su proyecto empresarial, manda al paro a un empleado y vende su empresa a otra más fuere; y Santiago hace de tripas corazón y da un braguetazo en condiciones.

El problema de Las razones de mis amigos es que, a pesar de un tratamiento plausible -dramático, pero sin amargura-, carece de credibilidad y el espectador no llega a implicarse en el relato. En la peor línea de cierto cine francés, abruma con la discursividad: diálogos y más diálogos en escenarios funcionales carentes de valor dramático que no nos creemos porque se nota demasiado su pretensión mensajística. No niego el interés del tema, ni el esquema narrativo, ni los personajes creados ni la tesis conclusiva. Menos aún las buenas intenciones del director e, incluso, la necesidad de que el cine español aborde este tipo de temas. La dificultad está en creerse lo que pasa en la pantalla, probablemente debido a que falta puesta en escena; es decir, a visualizar lo que sólo queda enunciado. Con todo, la película posee elementos con interés como la interpretación de Ana Duato, algunos diálogos, secuencias aisladas o personajes secundarios como el de Jorge de Juan y el de José Tomé.




ArribaAbajoLos amantes del Círculo Polar: El azar y sus caminos fatales. (Julio Medem, 1998)

Con sus cuatro películas -Vacas (1991), La ardilla roja (1993), Tierra (1996) y ésta que comentamos- Julio Medem se ha hecho con un nombre en la cinematografía española: no cabe duda de que su cine tiene personalidad y se impone ante un público, aunque se divida entre afectos y hostiles. A mi juicio, el cineasta donostiarra es poderoso en la plasmación de fantasías y de imágenes atractivas y novedosas, pero sus historias distan mucho de estar vertebradas con coherencia. O, mejor dicho, los relatos fragmentados no están a la altura del fascinante discurso visual y la capacidad para escribir secuencias concretas.

Ana y Otto son dos hijos únicos de sendos matrimonios que, una vez disueltos, se convierten en hermanos por la unión de la madre de ella y del padre de él. Se sienten atraídos desde la infancia y viven un amor prohibido en la juventud. Pasados los años se separan, pero ambos buscan la utopía de su amor más allá del Círculo Polar, el lugar del sol de medianoche.

Medem adopta la estructura de narraciones subjetivas paralelas desde el punto de vista de los dos personajes protagonistas, de forma que los mismos acontecimientos son contados por Ana y Otto. Pero en la realidad histórica se mezclan también los recuerdos, sueños y deseos de cada uno. El director rechaza cualquier aproximación objetiva, lo que le permite no pocas licencias y, en algunas ocasiones, insertar temas colaterales, imágenes con flashbacks y diálogos que parecen más fruto de su empeño personal que de la lógica que pedía el relato. Claro está que en un filme doblemente subjetivo -en cuanto contado por los personajes y en cuanto se entremezclan fantasías y sucesos reales- resulta siempre discutible hacer este reproche, pues, como decía Ángel Camiña en esta revista a propósito de Tierra y podemos aplicar perfectamente a la que comentamos, «la historia, aun aceptando sus reglas de juego, mezcla de realidad y fantasía, del pasado y del presente, de lo onírico y lo misterioso, se apoya en situaciones inverosímiles. Pero no importa. La imagen fascinadora está por encima de la historia»2.

La referencia a Tierra no es meramente ocasional, pues Medem profundiza en prácticamente los mismos temas: la realidad y la fantasía, la angustia ante la muerte, la identidad y el yo que se refleja en otros, el espacio de la utopía, etc. En Los amantes del Círculo Polar emplea como recurso los paralelismos y el azar/destino: las cosas son de un modo, pero podrían perfectamente ser de otro simétrico... como los nombres capicúa de Otto y Ana, como la relación que se establece a partir del encuentro de sus padres, como el encuentro no logrado en una plaza de la ciudad y el posterior y mágico encuentro final a miles de kilómetros. La historia trata de plasmar el misterio de la vida de los dos protagonistas, dos seres humanos atrapados por el azar más terrible, por ese cúmulo de casualidades que llamamos destino y que, visto el final, a Medem le resulta trágico.

En mi opinión, la estructura paralela no está justificada porque el mismo resultado se tendría con una narración desde un único punto de vista, la ambientación chirría en algunas secuencias y algunas visualizaciones de recuerdos carecen de credibilidad, incluso dentro de la lógica subjetiva de la película, como también resultan discutibles las referencias históricas (bombardeo de Guernica) en un relato de fuerte abstracción. Ello hace que Los amantes del Círculo Polar sea un filme ante el que el espectador se siente distanciado, probablemente porque los niveles del discurso no acaban de trabarse debidamente. Sin embargo, estas dificultades no han de empañar las imágenes sugestivas, la capacidad para fascinar con secuencias y planos magistrales, la poética (los aviones de papel con mensaje que se nos oculta), la voluntad de inquietar al espectador con caminos no trillados, la magnífica partitura de Alberto Iglesias y la dirección de actores y todo un discurso personal del que carece buena parte del cine español.



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