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ArribaAbajoLos años bárbaros: Fallido sainete histórico. (Fernando Colomo, 1997)

Fernando Colomo, reputado autor de comedias tan emblemáticas como Tigres de papel (1977), tan conseguidas como La vida alegre (1983) o con tanto encanto como Alegre ma non troppo (1994), ha fracasado fuera de este género cuando ha intentado la ciencia ficción -El caballero del dragón (1985)- o, como es el caso que nos ocupa, con el tratamiento sainetesco de un hecho histórico: la fuga que, con la ayuda de dos jóvenes norteamericanas, Barbara Probst Solomon y Barbara Mailer, protagonizaron en agosto de 1948 Manuel Lamana y Nicolás Sánchez Albornoz del campo de trabajo de Cuelgamuros, donde cumplían condena por haber realizado una pintada antifranquista en la universidad.

Aunque un rótulo inicial nos advierte que el hecho histórico ha sido ficcionado libremente, en los créditos figura como colaborador del guión el propio Sánchez Albornoz y el relato está inspirado en la novela Otros hombres, de Lamana3, por lo que no se puede obviar la realidad dramática y el transfondo político de los hechos, lo que condiciona irremediablemente el tratamiento cinematográfico. Si pensamos que Los años bárbaros -título oportuno que homenajea a las dos norteamericanas antifranquistas al mismo tiempo que juzga la época histórica- es una película fallida ello se debe a que, en primer lugar, no logra trascender los acontecimientos en que se basa para proporcionar un clima convincente de comedia. Y, en segundo lugar, porque en cuanto comedia -haciendo abstracción de la novela que la inspira- carece de la suficiente complejidad y ofrece un desarrollo débil de personajes y situaciones. Este juicio negativo es, no obstante, compatible con el aprecio de la capacidad mostrada por el director para hacernos atractivos a los personajes y empatizar con la peripecia que viven; estamos de acuerdo en que la película posee cierto encanto, los intérpretes están bien elegidos y dirigidos y la música resulta muy oportuna. Pero estos elementos por sí mismos no logran poner en pie la debilidad del guión y, en determinadas secuencias, de la puesta en escena.

No se trata de negar la posibilidad de un tratamiento cómico para hechos históricos de carácter dramático, bien entendido que la parodia funciona mejor cuando se inventa un argumento a partir de personajes o de anécdotas históricos -ahí está To be or not to be (Ernst Lubitsch, 1942)- que cuando se recrea cinematográficamente un conjunto de acontecimientos. La cuestión está en que, salvo cuando el contexto histórico funciona como mero marco, mediante la aproximación humorística habrá que trascender la anécdota y lograr una crítica de mayor envergadura que la que se conseguiría con la exposición realista de los hechos. Y esto es lo que Colomo no consigue, pues, por ejemplo, la ingenuidad de los dos protagonistas raya en la estupidez, la fuga de Cuelgamuros y el encuentro en El Escorial -no todo lo real es verosímil, cinematográficamente hablando- carecen de garra y la tensión en el desenlace final del filme brilla por su ausencia. Insistimos en que no se trata de negar la legitimidad de la parodia -en este sentido valoramos positivamente el personaje del falangista Manquiña- sino de hacer compatible el humor con la peripecia histórica. A partir de la llegada a Barcelona de los protagonistas el guión hace agua definitivamente: la coincidencia con el fascista en el teatro podía funcionar como eficazmente cómica vuelta de tuerca, pero el asesinato de Michel niega ese carácter y, por otra parte, esa muerte carece de peso específico en el desarrollo posterior de los acontecimientos. La persecución final -con simbolismos incluidos: el lápiz como arma, la diferencia entre militares profesionales y falangistas- resulta inverosímil y desprovista de la liberación que el éxito de la fuga requería.

Colomo maneja una materia prima que se le escapa de las manos en su perspectiva histórica y le falta entidad en su vertiente de comedia. Es en la relación de los dos jóvenes con las norteamericanas donde podría haber hecho un sugestivo relato de iniciación, una road movie de personajes que adquieren la adultez y se liberan de la miseria moral del asfixiante franquismo. Y probablemente -en la última versión del guión y en el montaje se suprimieron secuencias que transcurrían en Cuelgamuros- es lo que trató de hacer, pero el punto de partida parece lastrar definitivamente el resultado. Por otra parte, Los años bárbaros es una película a la que le falta empaque, mayor cuidado en el rodaje (el decorado y la ambientación del Valle de los Caídos resultan insuficientes) y en el montaje de algunas secuencias (baño en la playa). Por todo ello, y a pesar del mencionado encanto y de aciertos parciales, estamos ante una película fallida.




ArribaAbajoLos lobos de Washington: Huir hacia la nada. (Mariano Barroso, 1999)

Con este tercer largometraje -tras Mi hermano del alma (1993) y Éxtasis (1995)- Mariano Barroso se va consolidando como cineasta en una carrera pausada y coherente, pues da la impresión de cuidar en extremo cada proyecto y madurar la plasmación en imágenes de las historias que quiere contar. Y en tiempos de abundancia de «nuevos directores» es importante el paso firme, sobre todo si, como en el caso de Barroso, detrás de un director hay un cineasta de raza.

La búsqueda del éxito, la huida del pasado de fracasos, el golpe de suerte que haga realidad la utopía, la amistad puesta a prueba... Los lobos de Washington insiste en los mismos temas que en las dos películas citadas. De ahí la coherencia de la carrera de Barroso. En esta ocasión los personajes y la historia son aún más amargos, más negros: unos desgraciados que malviven entre negocios ruinosos, alcohol y desamores se disponen a robar veinte millones a un matón, antiguo amigo. En la noche del robo se suceden una serie de casualidades, equívocos y tropiezos que, por supuesto, dan al traste con los planes; pero esa misma noche, por el extrarradio de la ciudad viajan los camiones de un circo con el espectáculo «Los lobos de Washington».

El relato es frío, excesivamente frío, pero contiene mucho cine, como queda demostrado por el hecho de que, básicamente, el espectador se congratule con una historia que roza la inverosimilitud de tantas casualidades como concentra en una noche, se deje atrapar por unos personajes sobre cuyo pasado nada se dice y acepte sin inconvenientes el humor más o menos emergente en muchas secuencias. En el haber de esta película tan estimable como imperfecta se encuentra en primer lugar la interpretación de los actores. Es casi una obra teatral que descansa sobre los diálogos y la interpretación y, a pesar de la irregularidad de los primeros (¡esa repetición tan didáctica de los nombres en las primeras secuencias, para que nos enteremos bien!), los actores mantienen el tipo en todo momento, muy ajustados a los personajes. También son notables las localizaciones y la fotografía, que proporcionan un aspecto visual realista y, al mismo tiempo, muy de género; al igual que la música de Bingen Mendizábal, medida y sugerente, y los títulos de crédito, inusuales por su belleza.

También hay que elogiar la escritura de un guión muy cuidado, positivamente teatral, capaz de concentrar la acción en una unidad de espacio y tiempo, que renuncia al realismo pero no a la verosimilitud. Esa escritura maneja bastantes personajes y sucesos sin que queden cabos sueltos, porque tiene la habilidad de callar tanto como dice (el chico deficiente, las historias del personaje de José Sancho y su mujer). Quizá al relato le sobre aparatosidad en la huida de Alberto con el dinero y la sucesión de tropiezos, pero forma parte del género... Los rasgos de humor (el mensajero torpe con la pistola, los municipales accidentados) no distancian ni distraen, como tampoco esa dimensión casi mágica que otorga el circo.

Por el contrario, en el debe de esta realización hay que situar su excesiva dependencia de la estética del cine independiente norteamericano. La propia historia y su tratamiento que mezcla elementos diversos como el humor, la fantasía y el género policíaco, los diálogos en los que los personajes no acaban de decir lo que piensan, la violencia y el alcohol, el pesimismo existencial, localizaciones como la trastienda del bar, la violencia que coexiste con el humor y la ternura... hay muchos detalles que nos hacen pensar en ese cine. Ya es lugar común insistir en la falta de un thriller español, a pesar de que, estadísticamente, este género abunda. En su día se elogiaron las dos partes de El crack de Garci; ahora Barroso, probablemente sin pretenderlo, trata de hacer suya la mencionada estética sin convencernos por el intento. Quizá sea una apreciación subjetiva, pero, insisto, mientras contemplaba la película me acordaba de Harvey Keitel deambulando por barrios inhóspitos.

Lo que definitivamente no ayuda a esta película es la frialdad con que está narrada una historia que, a la postre, no resulta más que un lugar común cinematográfico. Frialdad que se debe, a mi juicio, en unos diálogos con demasiados altibajos. Pero, incluso con las reservas mencionadas, hay que valorarla como estimable en cuanto indaga en un tipo de intriga criminal que no abunda en el cine español. Da toda la impresión de tratarse de una de esas películas que ganan con segundas y terceras visiones, cuando el espectador se desentiende de la intriga y atiende a cada personaje singular o a las ramas del relato, y puede hacer una lectura más personal, quizá dejándose llevar por la invitación del título y apreciándola como auténtica fantasía o imaginando el pasado de los personajes o disfrutando de los detalles humorísticos.




ArribaAbajoMadregilda: Pesadillas del franquismo. (Francisco Regueiro, 1993)

La novedad de este relato de Francisco Regueiro, uno de los cineastas más arriesgados y singulares de nuestro país, está en la indagación acerca del franquismo postbélico en cuanto momento histórico donde el espíritu del pueblo español aclama y se rinde ante un dictador mediocre como padre divinizado y malvive no sólo en la miseria moral de la infancia necesitada, sino también en la material de los vertederos.

Longinos es un coronel propietario de un vertedero que tiene un hijo, Manuel, que ve en Gilda a su madre dada por muerta; y a quien Longinos venera como una santa, a pesar de saber que fue violada por un regimiento. Periódicamente juega una partida de mus con Franco, un legionario y un capellán castrense. El recuerdo de su mujer y el deseo de saber quién dio la orden de violarla no le dejan vivir; averiguarlo supondrá no sólo recuperarla, sino liberarse de la dependencia infantil que tiene con su jefe.

Madregilda es un esperpento, un relato alegórico construido con secuencias-pinceladas que tratan de darnos la intrahistoria posterior a la guerra civil a través de personajes reales deformados hasta convertirse en símbolos elocuentes. A los guionistas no les interesa la narración de hechos históricos -aunque se nota mucha documentación por debajo de su trabajo- ni para denostar al bando vencedor ni para hacer justicia a los perdedores; más bien quieren reflejar la pesadilla de un tiempo de mitos eróticos, de madres ausentes, de padres crueles, de hambre y soledad. Su aproximación a los años cuarenta es doble: la inmediata, desde la memoria de niños que recuerdan el «escándalo» de la película Gilda en un país huérfano, los robos en los trenes o la recogida de basura; la más elaborada, proyectando en una partida de mus la caricatura de los dirigentes del franquismo llenos de miseria moral.

El resultado es un fresco demoledor, un escupitajo contra un tiempo de horror que se resume en dos palabras: orfandad y miseria. Los personajes principales (Longinos, Franco, el niño) son huérfanos o viven falsas paternidades y tienen necesidad de rebelarse contra sus progenitores, el freudiano «matar al padre» tan querido en el cine de Regueiro, como él mismo ha reconocido; la miseria es hambre, pobreza intelectual, censura, ocultamiento de la identidad sexual o de la afición masónica. Bien entendido que la amargura retratada en esta película viene templada por momentos de comedia, de ironía y burla que evitan cualquier tono de revancha. En este sentido, es un acierto el personaje de Franco -que merecidamente le supuso un premio a Echanove en San Sebastián- porque provoca más ternura y lástima que indignación. El guión proyecta sobre la historia todos los demonios familiares y los sueños y deseos reprimidos: el sexo, la religión, la autoridad, la afectividad familiar... en una sucesión de imágenes que tienen como referente la estética desgarrada de Solana o Valle-Inclán, como subraya la fotografía en la iluminación de las secuencias, aunque no en el cromatismo.

El espectador se encuentra ante una película visceral, mágica; y si abandona cualquier racionalidad -incluida la psicoanalítica- que busque una coherencia completa y un significado preciso a cada secuencia, puede disfrutar con un cine distinto, particularmente cuando se conoce la vida cotidiana del primer franquismo. En caso contrario encontrará lagunas y enigmas -por ejemplo, la navaja de afeitar- y la película, aunque no le deje indiferente, le resultará insatisfactoria como la visión de un rompecabezas que admitiera varias posibilidades y no llegáramos a construirlo. El director está a caballo entre la ficción narrada con cierta verosimilitud histórica y el relato surrealista, «felliniano», que puede convertir en arte cualquier material. Quizá la debilidad mayor de Madregilda está en haber querido contar demasiadas cosas, de modo que hay secuencias de enorme atractivo junto a otras que carecen de desarrollo significativo. Un poco más de contención en la utilización de fetiches y símbolos -por otra parte, ya conocidos- hubiera enriquecido el contenido narrativo y la propia expresión cinematográfica, que, a veces, se nos antoja artificiosa en su acumulación. Pero las imágenes y los personajes, al borde estos de lo grotesco-ridículo, siempre tienen fuerza y las relaciones que el guión establece entre ellos es rica y sugerente. Llama la atención el ritmo sostenido que ofrece un montaje ágil y con garra dramática, además de algunos contrapuntos musicales como el pasodoble «Suspiros de España».

Madregilda está realizada con la necesaria distancia respecto a la época que trata de mostrar y juzgar, lo cual es un acierto para la creación artística, pero tendrá como consecuencia la pérdida de espectadores más jóvenes. Puede tener una lectura pedante, de tesis doctoral, porque su carácter alegórico lo facilita. Pero, al final, el valor universal de los símbolos es más pretendido que logrado. Si, como ha dicho, el director sólo vemos en ella una película (sic) acertaremos en disfrutar un rato y conservar, sin rencor, la memoria histórica del pasado miserable.




ArribaAbajoMás pena que Gloria: Adolescencia con granos. (Víctor García León, 2001)

Por supuesto que hacemos caso al director novel, que ha dicho que el talento no se hereda, y dejamos al margen el hecho de que él mismo, el otro guionista y el autor de la música sean hijos de afamados cineastas, músicos o cantantes. Hay que hablar de la película en sí y valorarla en lo que se propone. Quizá no mucho, como indica su sugestivo título, apenas una desmitificación de la transición de la adolescencia a la juventud con algunos rasgos de ajuste de cuentas, por ello hay que tratarla con benevolencia.

A lo largo de unos meses se nos cuenta la vida cotidiana de David, un chico de 17 años que vive en una familia de clase trabajadora y que se siente atraído por Gloria, una compañera de instituto un año mayor. Los pequeños -o no tanto- conflictos familiares y la relación con el profesor de Educación Física tienen peso en esa vida centrada en ligar con Gloria, con escasos resultados.

Vaya por delante que, dicho sea sin reticencias, Más pena que Gloria es una película bienintencionada, incluso honesta. Como ha señalado García León, frente a tanta serie televisiva que retrata con optimismo los avatares de los jóvenes, se impone una realidad más prosaica: «No pretendemos enseñar a un adolescente sin granos... todo el equipo tenía muy reciente su propia adolescencia, el acné, los pasillos del instituto, la chica que nos miraba, el desgaste sentimental, una vida sexual lamentable y solitaria. No da para poesía». La película es fiel a esa realidad: se muestra a los jóvenes aislados del mundo de los adultos e insatisfechos con el estudio, los hábitos de ocio, las relaciones personales y, sobre todo, el deseo afectivo y sexual. Una edad de desequilibrios, incomprensiones e incomunicación, como prueban los diálogos superpuestos donde David intenta inútilmente comunicar sus sentimientos al profesor y a su hermano pequeño. El punto de vista de David que adopta en todo momento el relato es eficaz para mostrar esa incomunicación y ese divorcio con el mundo de los adultos, retratado con amargura a través de una madre obsesionada con la salud de los hijos, un padre preocupado por el fútbol y que no se entera de las sisas, una abuela descreída que llama la atención, un profesor pasota hasta la enfermedad o una dentista con problemas de pareja. Este es el mayor logro de la película, muy por encima de la anécdota sentimental que resulta necesitada de garra dramática y, a la postre, bastante previsible.

Es cierto que a veces los personajes o los episodios están al borde de la verosimilitud (la figura del profesor, la piel del plátano), hay lugares comunes (las relaciones de la hermana de David, las visitas a la casa de Gloria) y chistes elementales, pero también hay ideas sugerentes (los ancianos en la entrada de urgencias del hospital), personajes con gracia (la abuela, la compañera argentina del instituto) y momentos de interés (algunos diálogos y silencios y algunas miradas). En la forma expresiva destaca la música y la interpretación del protagonista (más elegido que dirigido), aunque hay deficiencias en el vestuario (David luce una quincena de camisas diferentes), en la inclusión de planos desenfocados, en fundidos en negro abruptos y, en general, en una realización falta de ideas, lo mismo que el guión. Éste se preocupa más por incluir episodios representativos de la vida del joven que por darles intensidad dramática y, sobre todo, vertebrarlos en el conjunto del relato. Ello hace que sea una obra menor, aunque, con un mínimo de benevolencia hacia una película primeriza y de escaso presupuesto, hay que valorar esa voluntad de discurso alternativo y de mirada realista.

Quizá lo más valioso sea la ausencia de optimismo -la adolescencia con granos- y la visión crítica de un mundo adulto desencantado, movido más por inercia que convicciones; ello permite situar Más pena que Gloria dentro del cine realista social con protagonismo de jóvenes que se está haciendo en nuestro país en los últimos años por parte de directores como Salvador García Ruiz (El otro barrio), Fernando León (Barrio), David Trueba (La buena vida) o Alfonso Ungría (África). Un cine necesario, heredero de la tradición de Berlanga o del propio García Sánchez, aunque sin la acritud y el talante esperpéntico de esa generación, quizá porque, a fin de cuentas, estos jóvenes han tenido una adolescencia en libertad y con buena alimentación.




ArribaAbajoNadie conoce a nadie. (Mateo Gil, 1999)

Compañero y colaborador de Alejandro Amenábar -probablemente la mayor revelación del cine español de los últimos años- el cineasta canario Mateo Gil inicia su carrera, tras un premiado cortometraje, con Nadie conoce a nadie, una película que se pretende de cierta envergadura. A partir de una novela de Juan Bonilla, Gil trabaja durante tres años en el guión y en la preparación concienzuda de esta ópera prima; ha tenido un presupuesto holgado, ha cuidado cada detalle de la producción, parece rodada con mimo y hasta ha conseguido un estreno como no tienen más de media docena de películas españolas al cabo del año. Hemos de felicitarnos por todo ello, pues revela que el cine español funciona cuando está bien hecho y cuando responde a las exigencias y expectativas de un público que históricamente ha sido maltratado. Y nos felicitamos independientemente de los reparos que hay que poner a la obra resultante, menos ambiciosa y conseguida de lo que a primera vista parece.

Mateo Gil plantea una intriga basada en la identificación del espectador con un joven (Simón) que es víctima de un macabro juego de rol. Simón se ve involucrado en unos sucesos misteriosos y ha de luchar para averiguar el papel que le han otorgado y para evitar la continuación del juego criminal. El marco es la Semana Santa sevillana del 2000 y Simón es un joven literato en ciernes que se gana la vida como crucigramista de un periódico y vive en un piso de soltero junto a Sapo, un joven nihilista que rechaza la parafernalia de la religiosidad popular de su ciudad.

En Nadie conoce a nadie se adivinan varias tradiciones cinematográficas que el director no siempre consigue emplastar debidamente: es un thriller, una película de intriga donde el omnipresente protagonista ha de averiguar una verdad y, con ello, evitar la criminalidad del antagonista. También participa del cine donde el misterio roza el más allá, lo sobrenatural e inexplicable (religioso o demoníaco); pero, sobre todo, se vale de ese tipo de cine que juega con los niveles de realidad (sueños, recuerdos, premoniciones, fantasmagorías) y la eficaz «manipulación» del espectador cuyo modelo es, sin duda, Vértigo, probablemente la obra más redonda de Hitchcock.

Mateo Gil, al igual que Amenábar en Abre los ojos (1997), cree en el poder seductor de la ficción, en el relato que proponga al espectador un mundo donde sumergirse y lo cautive y sorprenda en cada secuencia. Es una opción tan estimable como difícil, pues hay un evidente riesgo de defraudar o de buscar soluciones mágicas -léase paranormales o ultraterrenas- a las paradojas a que lleva al protagonista y a los espectadores con él. La virtud -bien aprendida de Vértigo- estará en que las explicaciones se ubiquen en este mundo; y, por tanto, que lo más misterioso y extraño nos lleve a la realidad más íntima de nosotros mismos... En este sentido, Gil logra un relato estimable, aunque, a nuestro juicio, debido a que no consigue definir con precisión a los dos personajes principales, falta mayor consistencia en la realidad presupuesta de esos personajes y en lo que supone para sus vidas la participación en el juego de rol.

Como es evidente, el director tiene ambición en su planteamiento. En cuanto relato detectivesco, la película tiene el ritmo preciso y Gil maneja con eficacia la progresión narrativa que dosifica la información en orden a darle consistencia a la intriga y a implicar al espectador. Bien rodada en espacios naturales de Sevilla y Carmona, sin concesiones ni reiteraciones, con un cuidado poco habitual en la planificación y en los diálogos y una dirección de actores ajustada, aunque haya secuencias que no acaban de convencer en la puesta en escena (persecución por las calles con pistolas de láser) y la música -por otra parte estimable- se escuche demasiado. El espacio dramático (cultural y simbólico) de la Semana Santa sevillana da juego, subraya críticamente los tópicos y proporciona originalidad a la película, sin más protagonismo del imprescindible.

En conjunto, estamos ante una película que se disfruta y satisface en cuanto intriga, pero resulta más convencional de lo esperable porque no logra del todo ir más allá del cine de género. Es precisamente en lo que se anuncia más ambicioso -los mencionados niveles de realidad- donde no convence debido a que no desarrolla hasta sus últimas consecuencias lo que promete en la primera media hora; diríase que al director le ha faltado valentía para hacer una propuesta más innovadora y arriesgada, quizá por la necesidad de público que tiene quien inicia una carrera. Con todo, Mateo Gil ha rodado una obra muy digna, que se ve a gusto y que tiene en cuenta la adultez del espectador.




ArribaAbajoNiño nadie: Fábula sobre el escepticismo. (José Luis Borau, 1996)

José Luis Borau era una de las grandes esperanzas entre las primeras generaciones de titulados en la Escuela de Cine de los años sesenta. Otros tuvieron más suerte y configuraron lo que se dio en llamar Nuevo Cine español, pero Borau no logró filmar en esa época ninguna película personal. Posteriormente ha tenido no pocas dificultades y en casi cuarenta años de carrera no llegan a la media docena los filmes significativos. Su último trabajo para el cine, la sugerente Tata mía, es de hace once años. Parece que el guión inicial de Niño nadie -titulado «Gatuperio»- es un proyecto antiguo y su realización obedece a «un empeño, casi un emperramiento, que viene de lejos»4.

Si bien hay que alabar inicialmente la actitud de fidelidad consigo mismo que mantiene el cineasta aragonés al filmar sólo aquellos proyectos que responden a sus deseos, en este caso hay que lamentar que esta película no se haya realizado hace un par de décadas. Efectivamente, Niño nadie obedece a unas preocupaciones que parecen más acordes con el cine de los sesenta o setenta, aunque el tratamiento humorístico y hasta sainetesco se entronque con nuestros días; y, en todo caso, el relato se sitúe en un contexto espaciotemporal un tanto indeterminado. Pero esas preocupaciones sobre el sentido de la vida, el origen de la moral, la represión sexual, la respuesta religiosa, la tentación nihilista, la seducción de aprovechados que se disfrazan de iluminados creadores de sectas o el escepticismo que se refugia en la ternura más cercana tienen un tratamiento que no acaba de convencer.

El denso argumento de Niño nadie cuenta el itinerario existencial de Evelio, un pobre hombre dedicado a la educación de niños con síndrome de Down, que un buen día se encuentra con un viejo, poeta y pobre, que le abre los ojos y le hace ver la falsedad de las convenciones sociales. Evelio deja a su mujer, lo sigue y ve transformada su vida. Pero, tras el derrumbe de todo dogmatismo, se ve sumido en la más absoluta perplejidad de la que sólo parece sacarle la mirada de su hijo, un niño que, para Evelio, es nadie, como todo ser humano.

Toda la película es una fábula preñada de simbolismos que ofrecerá al espectador una segunda visión más gratificante. Prácticamente cada personaje constituye un modelo de actitud existencial que sirve al director para ejemplificar los, en su opinión, falsos asideros que el ser humano busca ante la vida: el cura (la respuesta religiosa), el viejo Dámaso (cierto gnosticismo), la actriz (la personalidad pública), el librero y el joven (el embaucamiento de los demás), etc. En ese mosaico de personajes y situaciones metafóricos Borau va desgranando sus demonios interiores sin agresividad, con empatía hacia los sujetos que buscan y hasta hacia quienes engañan a los demás. El resultado es una manifestación serena del descreimiento del director, sin planteamiento de establecer un diálogo con el espectador, lo que constituye una limitación en el caso de un relato que enuncia temas de tanta gravedad. Al final se nos viene a decir que todo es relativo, que no hay verdades por las que merezca la pena luchar o morir, que abundan los falsos salvadores y que lo único que podemos hacer es refugiarnos en la ternura de nuestros hijos...

Borau brilla más en el tono eminentemente dramático que en la clave humorística que quiere dar a todo el relato al enunciar esos temas de la moral, las creencias y el sentido de la vida; parece que, renunciando a ser Bergman o Buñuel, no ha sido capaz de lograr el estado de gracia -genialidad y humor- de Woody Allen.

El guión está muy trabajado, quitando algún detalle (guardas del parque, matrimonio del tren) que aumenta innecesariamente la densidad narrativa a que propende una narración que quiere contar demasiadas cosas. La agilidad de la puesta en escena disimula unos diálogos a punto de ser pedantes y un punto literarios. No hay en la realización demasiada preocupación por la composición ni la fotografía, quizá porque al relato no le interesa tanto deslumbrar con la imagen como con los personajes y las situaciones. En conjunto, resulta una película con un desequilibrio fundamental entre los temas y el tratamiento, aunque destaque como proyecto personal, se arriesgue a plantear cuestiones que hoy parecen olvidadas por el cine español y merezca la pena ser tenida en cuenta.




ArribaAbajoOrquesta Club Virginia. (Manuel Iborra, 1992)

La idea inicial de Iborra ha sido llevar a la pantalla un momento de la vida del músico Santi Arisa: la gira por Oriente Medio de una orquesta provinciana española durante la guerra de los Seis Días en 1967. La idea original, por tanto, era prometedora; pero, como tantas veces, el guión -firmado por Iborra y Joaquín Oristrell- no desarrolla los personajes, insuficientemente diseñados, ni, lo que es peor, hace progresar la historia, que suena a falsa en demasiados momentos. Y conste que compartimos el tipo de planteamiento que se han hecho los productores: intentar una película divertida pero capaz de retratar una época cercana. Los actores están muy bien: sobre todo Antonio Resines y Enrique San Francisco, quien triunfa en un papel demasiado caricaturesco, pero entrañable, y se esfuerza en cantar con un resultado más que aceptable. Hay «gags» bien concebidos a los que les falta desmadre; como hay momentos dramáticos carentes de intensidad y convicción. Sin ser un musical, Orquesta Club Virginia tiene bastantes canciones; tratándose de una comedia, falta comicidad y sobra pseudodramatismo; con tener un buen comienzo deja mucho que desear... Se ha notado la falta de medios a la hora de producir, sobre todo en las secuencias de una guerra que sólo por un coche quemado en la calle y las conversaciones de los personajes podemos adivinar. El resultado es un híbrido al que si no se le exige demasiado puede llegar a entretener.




ArribaAbajoPajarico: El mundo familiar, según Saura. (Carlos Saura, 1997)

En cuatro décadas de oficio cinematográfico, Carlos Saura ha insistido, de distintos modos, en sus reflexiones sobre el territorio de la infancia en el espacio familiar. En varias ocasiones emplea el mismo esquema que ahora utiliza en Pajarico: alguien llega al lugar donde vive una familia, se integra en su vida y se ponen de relieve los conflictos actuales, las huellas del pasado y los deseos de la infancia. Con mayor insistencia en el contexto histórico-político ése era el esquema de La prima Angélica (1973), en una clave más dramática aparece en Ana y los lobos (1972) o, con un talante de comedia y hasta de esperpento, en Mamá cumple cien años (1979). Son obras de los años setenta en las que el director aragonés realiza diversas aproximaciones críticas a la burguesía. Pero el tiempo no pasa en balde y Saura deja de lado el talante de denuncia para dar paso a una mirada más poética; aunque los personajes pueden ser muy parecidos a los de aquellas obras, en Pajarico muestra ternura hacia ellos, comprendiéndolos en lugar de someterlos a juicio.

Manu es un chico de diez años que llega solo a Murcia para pasar una temporada junto a su familia paterna mientras sus padres gestionan el divorcio. En un edificio viven su abuelo y cuatro tíos: Juan, que tiene un taller de confección y tiene alma de artista; Fernando, confitero y músico en sus ratos libres, secretamente enamorado de un empleado; Emilio, médico; y Margarita, una tía soltera y visionaria. Manu empatiza con su prima Fuensanta y comienza a experimentar el enamoramiento. Tras echar de menos a sus padres al principio de su estancia, va sumergiéndose en ese complejo mundo familiar desde su mirada escrutadora de lo aún inédito para él: el descubrimiento del sexo, las diversas formas de arte, la soledad de los adultos, el desamor, la droga, la homosexualidad, las preguntas por el más allá... hasta la muerte. Todo ello en un espacio nuevo para el chico llegado de Madrid que descubre la huerta, el calor y los espacios familiares con sus secretos (la azotea, el sótano).

Esa familia es un mundo en pequeño, como se aprecia en la diversidad de los personajes, por lo que la historia de Manu ha de entenderse también como relato de iniciación. Aunque la mirada de Saura es poética y tierna, ello no le resulta incompatible con un pesimismo de fondo. En la familia de Manu no hay un personaje «normal» -en no pocas ocasiones se muestran patéticos-, salvo él mismo y su prima Fuensanta; es decir, dos niños aún sin «pervertir» por la edad o la sociedad. Todos tienen su sótano o su secreto (el crimen del abuelo, el desamor de la mujer de Fernando, el amante de éste, la drogodependencia del novio de Loli) o, incapaces de una arca donde guardarlo, derivan hacia la locura (Margarita). Al final, hay que convenir con el abuelo -mientras espera la muerte, una de las muertes serenas de mayor dulzura que se puedan ver en el cine- en que «¡Qué hermosa es la vida! ¡Qué hermoso es el mar! ¡Qué bien se está cuando se está bien!».

El director vertebra la historia en capítulos diferenciados por los rótulos con los nombres de los tíos y eficazmente hilvanados por el personaje de Manu y el espacio de la casa familiar. Tras la secuencia prólogo de la llegada del niño a la ciudad, hay un largo plano-secuencia con la familia reunida alrededor de una paella que sirve como pórtico a la historia al realizar una somera presentación de los personajes. El relato es ágil y contemplativo al mismo tiempo. En algunos momentos -como el travelling lateral que recoge los pájaros, la fruta, el grifo, las acelgas... de la cocina- el director expone su mirada a las cosas sencillas, a los olores y espacios de la infancia, que para Saura es, como alguien ha dicho, la única patria posible. Hay un aprovechamiento de los espacios dramáticos, particularmente del sótano y la azotea, con las sábanas tendidas componiendo un cálido y lúdico laberinto por el que llegar a la adultez. En la interpretación sobresale Paco Rabal en un papel tan a su medida que confundimos actor y personaje; por el contrario, no parece que Manuel Bandera sea el actor más indicado para hacer de Juan. Sin embargo, Pajarico es una película con irregularidades en su devenir narrativo: junto a secuencias muy logradas (el diagnóstico del iris que realiza el tío Emilio, la narración del secreto del abuelo, magníficamente resuelta en un plano-secuencia) hay otras fallidas (el loco que se cree Dios), algunos personajes carecen de garra (Juan) y, sobre todo, hay un exceso de diálogos pretendidamente mensajísticos.

Esas deficiencias no empañan el resultado, una película madura, serena, donde el director pasa revista a viejos temas con una mirada más tierna. La historia de Manu tiene no pocas coincidencias con Secretos del corazón por lo que resulta extraño el retraso de su estreno, tras haber recibido un premio importante en Montreal y cuando coincide con la participación en Cannes de la siguiente película de Saura, Tango.




ArribaAbajoPau y su hermano: El arte de un cine de renuncias. (Marc Recha, 2001)

El cine catalán reciente no ha tenido mucho éxito de público fuera del Principado; sin embargo, algunas de las propuestas más innovadoras de los últimos años del cine español -estoy pensando en algunas películas de Ventura Pons y en las escasas obras de Guerín, Jordà y Portabella- proceden de Cataluña. En esta senda se sitúa Marc Recha, con este su tercer largometraje, tras dos obras más premiadas que exhibidas: El cielo sube y El árbol de las cerezas, con la que ésta que comentamos mantiene muchos elementos comunes.

La muerte de Álex, el hermano de Pau, es el acontecimiento que desencadena la acción narrativa al mismo tiempo que provoca las reacciones que nos permiten conocer a los personajes. Pau y su madre (Mercè) van con las cenizas de Álex al pueblo de los Pirineos donde estuvo viviendo; allí se encuentran con un amigo (Emili) y su hija (Marta), la novia que tuvo (Sara) y otro amigo (Toni). La visita viene exigida por el deseo natural de conocer el modo de vida de Álex, pero sirve, sobre todo, como encuentro con otras personas: Pau se siente atraído por Marta y Mercè por Emili. El regreso a la ciudad no determina nada, puede servir para continuar con el mismo modo de vida o para abrir una nueva etapa.

El estilo de Pau y su hermano se encuadra dentro de las mejores propuestas del cine europeo actual, desde Eric Rohmer a Lars von Trier y a Ken Loach. Recha ha rodado cronológicamente, con un equipo reducido, sin dar un guión a los actores, con la cámara al hombro y renunciando a la iluminación artificial o a diseñar un vestuario o decorado específicos para la película. Se puede hablar de un cine de renuncias: a la construcción de una historia cerrada, a diálogos explícitos, a la música habitual, a la dramatización de la acción narrada... Ello es particularmente evidente en la fotografía, que lejos de valerse de la belleza de las localizaciones de los valles pirenaicos, opta por una imagen deliberadamente pobre. Por ello hay una austeridad en la puesta en escena y en la composición que recuerdan a aquellos cineastas. Sin embargo, la opción por la cámara al hombro y la grabación a cierta distancia no siempre resultan eficaces, pues en algunas tomas el espectador tiene la incómoda sensación de que se trata de planos subjetivos, que obedecen al punto de vista de un personaje. Por el contrario, la banda sonora privilegia los ruidos cotidianos hasta dotar de carnalidad a las imágenes.

Pau y su hermano es una película que participa prácticamente de los grandes temas que siempre están presentes en la historia del cine: la vida y la muerte, el pasado y las ocasiones perdidas, los afectos y su estabilidad... pero, por encima de todo, es un filme sobre la comunicación y la propia capacidad del cine para la representación o fijación de la vida de las gentes. Las existencias de los personajes parecen determinadas por los vaivenes meteorológicos de las montañas del Pirineo, con nubes negras y rayos deslumbradores y, por supuesto, violentas tormentas. Pero también esos personajes tratan de tender puentes hacia otras personas o buscar asideros que les faciliten la integración -incluso aunque ello suponga renuncias traumáticas- como esa carretera que se está construyendo a golpe de dinamita y de agresión al paisaje. Estas dos metáforas (el tiempo y la carretera) funcionan con eficacia en un relato que, al final, resulta muy coherente en su apertura (de historias, de tipos, de trama narrativa) para expresar a los tipos trashumantes entrevistos en la historia, gentes que cambian de oficio, de ciudad, de relaciones y de afectos porque la vida esconde todo tipo de insatisfacciones y sorpresas.

El estilo exige al espectador que contemple la película más que verla, respirando al ritmo de los planos que parecen subordinados al ritmo de los personajes; quiero decir que se trata de una película en la que, en las antípodas del espectáculo cinematográfico o del placer de la historia, observamos fragmentos de la realidad, siempre misteriosa y ambigua. El riesgo de una propuesta como ésta radica en la dispersión y hasta en la propia incomunicación, pero el director ha sabido vertebrar adecuadamente unas líneas narrativas para decir lo necesario y hacer partícipe de ello al espectador.

Cabe preguntarse qué discurso subyace a una película de estas características. En principio, parece excesivamente pesimista y hasta nihilista: los personajes devienen seres solitarios incapaces de encontrar un lugar en el mundo (terminan abandonando el pueblo para regresar a una ciudad invivible). No deja de resultar cínico que la ceremonia de depositar las cenizas de Álex en las raíces de un árbol -tan preñada inicialmente de significado- quede desbaratada si tenemos en cuenta que se trata de cenizas de la estufa... Con ello el director deja aún más abierta la película, llegando a dudar no de los sentimientos de las personas, pero sí de las expresiones concretas y de su ocasión.




ArribaAbajo¿Qué he hecho yo para merecer esto? (Pedro Almodóvar, 1984)

Gloria (Carmen Maura), limpiadora en un gimnasio, vive con su marido Antonio (Ángel de Andrés López), que se gana la vida como taxista y fue emigrante en Alemania, la madre de éste (Chus Lampreave) y los dos hijos. Gloria sobrevive con pastillas a las estrecheces económicas y a la distancia de su marido; la abuela desea marchar al pueblo, tiene buena relación con Toni, el hijo mayor que trapichea con heroína, y adopta un lagarto. El hijo menor, Miguel, que ha tenido una relación homosexual con el padre de un amigo, se va a vivir a casa de un dentista. Por medio de su vecina Cristal (Verónica Forqué), una prostituta que desea triunfar como artista en Las Vegas, Gloria va a trabajar a casa de un matrimonio de escritores, Lucas (Gonzalo Suárez) y Patricia, una cleptómana. Él le propone a Antonio falsificar unas memorias de Hitler e incluso viaja a Berlín para ver a una mujer de quien Antonio ha estado enamorado. Lucas tiene un hermano psicólogo que trata a Polo, un policía que sufre de impotencia y con quien Gloria tuvo una frustrada relación sexual en el gimnasio. Accidentalmente, Gloria mata de un certero golpe con un jamón a Antonio, pero la policía no logra averiguar la verdad. Finalmente, la abuela y Toni se van al pueblo y Gloria se queda en el hogar familiar con su hijo menor, que vuelve de la casa del dentista.

Dentro de la primera parte de su filmografía, más corrosiva, kitsch y representativa de un estilo posmoderno, ¿Qué he hecho yo para merecer esto? alcanza una notable madurez -ya no se le puede reprochar el descuidado amateur de los primeros títulos- y tiene la virtud añadida de entroncar con la tradición realista española próxima al esperpento que, posteriormente, Almodóvar no ha cultivado en su carrera. A propósito de esta película, Luciano Berriatúa ha diagnosticado: «Lo que siempre le hubiera tentado a Almodóvar era recrear una estética gay, kitsch, folletinesca y desmadradamente melodramática, apoyada en la música popular de las folklóricas, o los tangos, y adobada con la perversión y el humor del travestí».

El argumento resulta disparatado -a un paso de la inverosimilitud- y poblado de tipos extravagantes como en otras obras del cineasta, pero el realismo del espacio, los temas y los personajes principales permiten apreciar el disparate como auténtico esperpento, es decir, distorsión de la realidad para mostrar de forma crítica sus aspectos más grotescos. La familia sobre la que pivota la acción es representativa de gentes de clase obrera de raíz rural que en los sesenta emigraron a Alemania, Francia o Suiza, y regresaron para instalarse en barrios populares de las grandes ciudades. Su deambular les ha dejado una insatisfacción y añoranza de otros lugares (Antonio y abuela); los hijos han crecido sin referencias y la mujer se encuentra pisoteada por el machismo generacional y las necesidades económicas.

Más marcadamente, si cabe, que en otros relatos de Almodóvar, queda contrapuesto el mundo de la mujer a los estereotipos masculinos. Las mujeres aparecen con un déficit de equilibrio existencial y, por ello, muestran algún comportamiento extraño o socialmente reprobable: la prostitución (Cristal), la agresión a los hijos (Juani), la telekinesia (Vanessa), la cleptomanía (Patricia) o la desgana por vivir (alemana). Por el contrario, los hombres, a pesar de aparecer como seguros de sí mismos, son tramposos (Lucas), acosadores sexuales (dentista), exhibicionistas cultivadores del ego (cliente de Cristal), machistas impotentes (policía) o presuntos impostores (psicólogo ex alcohólico). Las relaciones entre hombres y mujeres son siempre insatisfactorias, como queda ejemplificado por los encuentros sexuales, sobre todo para ellas.

El material netamente dramático es sometido por el director a un extrañamiento, una mirada distanciada, y el resultado es el tono agridulce de una comedia amarga. Ello se logra mediante el exceso y la extravagancia, bien con situaciones patéticas (asesinato con el hueso de jamón, luchador de artes marciales que sufre impotencia) o personajes contradictorios en extremo (todos los varones), bien convirtiendo lo dramático en cotidiano, como en los personajes de Cristal o de los hijos de la pareja protagonista, cuya dedicación a la prostitución, la droga o a la homosexualidad se muestra sin ningún tipo de discurso añadido o, menos aún, censura. El contraste es mayor si se tiene en cuenta la plasmación realista del espacio del piso y del barrio donde vive la familia protagonista o personajes como las ancianas (abuela y amiga de la familia) cuyos diálogos sobresalen por su costumbrismo. En los márgenes del relato -pero con una función nada despreciable a la hora de darle frescura al filme y ubicarlo en un territorio nuevo para el espectador español coetáneo- quedan elementos como los vídeos de la parodia del anuncio de El Café, el playback de «La bien pagá» interpretado por Almodóvar, la decoración kitsch del bar, los papeles secundarios y cameos de cineastas y gentes del espectáculo como Gonzalo Suárez, Jaime Chávarri, Agustín Almodóvar, Javier Gurruchaga o Cecilia Roth.




ArribaAbajo Rencor: Laberinto de pasiones. (Miguel Albaladejo, 2002)

En su breve y continuada carrera -que tiene en su haber títulos tan sugestivos como La primera noche de mi vida (1998) y El cielo abierto (2000)- Miguel Albaladejo ha demostrado poseer talento cinematográfico y un «toque» no fácil de descifrar que invita a seguir su trayectoria como uno de los jóvenes cineastas cuyas segundas y terceras obras resultan consistentes. Quizá se trate de frescura, capacidad para interesar a públicos diversos, creación de personajes singulares, cine popular con dignidad o la virtud de plantear historias de forma directa e inmediata.

Rencor nos habla del reencuentro en Cullera de una cantante de tercera, Charo, con Toni, un inmigrante que ahora trabaja en el alquiler de patines en la playa, pero que tiempo atrás se dedicó a negocios ilegales. Toni está enamorado de una adolescente, aunque su relación tiene altibajos. Charo avisa a su amiga Natalia, a quien Toni dejó embarazada sin saberlo, que se presenta con su hijo de diez años en el lugar. Charo quiere vengarse, porque estuvo enamorada de Toni y éste teme dar con sus huesos en la cárcel. Estalla la violencia, aunque sin otras consecuencias que no sean ratificar el desencuentro del pasado. Pero este esqueleto argumental se ve complementado con otras relaciones, como las del municipal y del chico de la orquesta con Charo.

En definitiva, lo que plantea Rencor es un laberinto de pasiones, una red confusa y cambiante de amores imposibles de enterrar, recuerdos hirientes, ligues veraniegos, frías venganzas o deseos equívocos en un espacio humano muy cercano, con tipos corrientes pero capaces de todo, al borde de la desesperanza, que arrastran costosamente su pasado o temen el futuro. Hay entrañables retratos de personajes y de esos lugares de playa y sangría del veraneo masivo, servidos con una música y una puesta en escena muy adecuadas. Todo ello planteado con cotidiana sencillez, en la antítesis de la pretenciosidad que suele empañar cierto cine español con voluntad sociológica.

Albaladejo filma una obra que, a la postre y a pesar de no pocos defectos, se sostiene por esa indescifrable capacidad mostrada, en este caso, en el ensamblaje de géneros muy diversos (costumbristas, melodramáticos, musicales) y en la creación de personajes populares convincentes. Pues si en algo se distingue esta película en el panorama del cine español actual es que, sin obedecer a los recursos de los géneros dominantes (intriga y comedia) ni transitar por el realismo social al uso, posee vocación de cine popular que cuenta historias ubicadas en espacios humanos reconocibles. Si no se me entiende mal -y si ello no sirve para otorgar etiquetas- diría que el director alicantino se sitúa en la órbita (costumbrista, con humor de trasfondo trágico) del Almodóvar de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? -para muchos uno de los títulos claves del cineasta manchego- lo cual ya se apreciaba en los dos títulos mencionados.

El director se muestra más hábil en la creación de personajes secundarios que en los protagonistas, conjuga diálogos eficaces con otros que «suenan» literarios, deja flecos sin resolver, parece que ha aligerado subtramas en el montaje y, sobre todo, falla en la identificación básica que un relato fílmico propone al espectador, pues ni se trata de una obra coral ni se decanta claramente por el personaje de Charo -o, en su defecto, el de Toni- que parecía focalizar la acción. Quizá se deba a la desconfianza en la debutante elegida, cuya forma de decir los diálogos no siempre supone una interpretación del personaje, aunque logre el aprobado en su papel. Ello provoca que el espectador no «sienta» las pasiones que hierven bajo la piel de los personajes -incluso la propia venganza a que alude el título se sitúa en un segundo plano, convertida innecesariamente en un recurso de intriga- lo que conlleva un divorcio entre el fondo y la forma, además de restar eficacia al filme. Pero, con todo, un título que merece la pena y revela un director con mirada propia.




ArribaAbajoSecretos del corazón: Una mirada poética. (Montxo Armendáriz, 1997)

El quinto largometraje del cineasta navarro Montxo Armendáriz (Olleta, 1949) muestra nuevamente la maestría de este director en los proyectos realizados y, lo que es tanto o más importante, una coherencia en su carrera cinematográfica poco usual en el cine español. Tras sus amargos retratos del presente a través de historias de toxicómanos (27 horas, 1986), de inmigrantes africanos (Las cartas de Alou, 1990) y de la vida vertiginosa de ciertos jóvenes (Historias del Kronen, 1995), Armendáriz vuelve al pasado y a la vida provinciana ya recreada en Tasio (1984) donde la perspectiva realista de su cine viene enriquecida por un aliento poético más esperanzado que nostálgico.

Javi es un niño de unos nueve años que, junto a su hermano mayor, es enviado por su madre a estudiar a la ciudad. Vive en casa de sus tías y asiste a un colegio religioso, donde participa en el montaje de una obra de teatro. En las vacaciones de Semana Santa va al pueblo. Está en la edad de la fantasía que le lleva a imaginar misterios en una casa al lado del colegio, pero, poco a poco, va descubriendo los secretos del mundo de los adultos: el suicidio de una vecina, el sexo, el desamor y la soltería de sus tías, las relaciones de su madre y de su tío y la muerte de su padre.

Frente a un cine español que explota con reiteración el filón de la comedia y distintos modos de cine de género, pero que parece un tanto desnortado en la búsqueda de su identidad, hay que subrayar la coherencia de Montxo Armendáriz en su propuesta de un cine realista que denota en todo momento una autenticidad insobornable. Este realismo ofrece matices: por momentos está al borde del tremendismo, en otros se muestra solidario con la realidad, a veces parece una crónica distanciada, pero siempre posee un plus de verdad que exige ser estimado por el espectador más distraído. Incluso cuando, como en Secretos del corazón, nos parezca que la historia resulta escasamente novedosa o deficitaria en su vertebración dramática.

En efecto, esta película sobre el descubrimiento del mundo de los adultos -o, mejor, sobre el acceso a la adultez- no presenta grandes novedades ni en los temas -la hipocresía de los mayores, el sexo, los viejos conflictos, el contexto religioso- ni en la perspectiva del niño de nueve años que se esfuerza en comprender los hechos de que es testigo (aunque el punto de vista sea el de un adulto que recuerda, evidentemente). También sucede que, a nuestro juicio, la primera mitad del filme resulta excesivamente larga para poner en situación al espectador; y que algunas reiteraciones innecesarias ralentizan el ritmo del relato. Pero estas deficiencias no han de impedir valorar una historia que tiene más interés por el modo en que se cuenta que por los hechos.

Armendáriz ha seleccionado fragmentos biográficos y los ha sometido a un proceso de estilización y poetización creativas que tienen como resultado un filme de secuencias, de momentos mágicos que nos llevan desde la mirada documental hasta el humor, la ternura o la tragedia entrevelada. Más que una historia que vertebra las secuencias en función de la totalidad, al director le interesan esos momentos, de ahí la falta de garra dramática del conjunto y, por el contrario, el mimo con que plantea algunas metáforas (el paso del río, la araña, la obra de teatro, la lapidación del pelele, el adorno de la casa misteriosa) sabiamente insertas en la narración y algunos personajes como el del abuelo. El riesgo de tremendismo -tan usual en historias de acceso a la adultez de los años sesenta- ha sido conjurado dotando al relato de una perspectiva eminentemente lírica por la que hasta los hechos más amargos se transforman en vivencias positivas. Incluso se diría que el optimismo logrado mediante la poetización de los recuerdos resulta desmedido.

Desde el punto de vista de los elementos de creación, la película tiene la calidad necesaria: destaca la banda sonora (tanto la música como los ruidos) por su riqueza y sus matices, que contribuyen con eficacia a recrear el fuera campo de lo que el niño no ve, y la fotografía de Aguirresarobe, documental en los planos generales y cálida en los primeros planos. A nuestro juicio, hay algunas tomas cámara en mano que distorsionan en lugar de emocionar y algunos diálogos redundantes. Los actores están en su punto y, de acuerdo con el tono del relato, las tres mujeres aparecen desprovistas de belleza «cinematográfica». Secretos del corazón es una película con encanto, humilde en su construcción dramática, pero de la que el espectador guardará algunos momentos (el niño peinando al abuelo, la tía mintiendo sobre su soltería...) en su imaginación.




ArribaAbajoSexo oral. (Chus Gutiérrez, 1994)

La joven directora de Sublet ha tenido la idea de colocar una cámara de vídeo en una habitación de su casa e invitar a dos docenas de personas a sentarse ante ella para preguntarles sobre el sexo. Para dar cosmopolitismo a la selección de amigos dispuestos a dejarse preguntar sobre sus intimidades ha buscado algunos italianos y argentinos. El resultado de este compadreo es hora y media de monólogos sucesivos agrupados por temas como la iniciación, las fantasías, la masturbación, la educación sexual, la pornografía, la infidelidad, la relación con el amor, la importancia del sexo en la vida, etc. La idea remite directamente a Sexo, mentiras y cintas de vídeo (Steven Soderbergh, 1989), aunque en esta ocasión no hay ningún argumento, sino más bien la acumulación de opiniones que, a nuestro juicio, interesarán en la medida en que el espectador esté problematizado sobre la cuestión. Estamos, más bien, ante un ejercicio de catarsis con tono documental que tiene como principal defecto la reiteración de lugares comunes, la falta de una estructura medianamente creativa y la repetición de opiniones de unas personas demasiado iguales. En varios momentos, Gutiérrez se decanta por la cámara indiscreta y osada para ofrecer chistes y hacer que los espectadores se rían, pero se contiene, quizá por miedo a hacer el ridículo. Parece que ha querido establecer una especie de «estado de la cuestión sexual» en nuestro país con cierto valor sociológico. Pero, para ello, se echa en falta una preparación más cuidada de lo que se quería filmar, una mayor selección del material rodado y un montaje más creativo, jugando con otros elementos para enlazar los planos-testimonios, como canciones o textos (particularmente resulta pobre la banda sonora). Así las cosas, Sexo oral es un juego elemental que no convence como documento (en los testimonios no hay sorpresas ni información), no logra entretener con media docena de relatos humorísticos y hasta sentimos que nos toman el pelo con la pretensión psicoanalítica (?).




ArribaAbajoSilencio roto: Magnífica reflexión sobre la postguerra. (Montxo Armendáriz, 2001)

Con una carrera pausada y meditada -sólo tres cortos y seis largometrajes en veinte años- Montxo Armendáriz demuestra ser uno de los cineastas más sólidos del cine español actual. Se sitúa entre las generaciones de la Escuela de Cine y los nuevos cineastas de los noventa, en un territorio plural de directores cinéfilos y autodidactos donde caben propuestas tan diversas como las de Fernando Trueba y Pedro Almódovar. Esa carrera del realizador navarro tiene una encomiable coherencia y se caracteriza por el compromiso con la realidad social y el aliento poético que otorga a historias de guiones consistentes.

En esta ocasión, Armendáriz ha reflexionado sobre la postguerra española y la vida en los pueblos próximos a la acción de los maquis. De las películas que se han ocupado del tema, sólo Los días del pasado (Mario Camus, 1978) comparte la misma atención a los sentimientos de las personas y la mirada femenina. Lucía es una joven que regresa a un pueblo de montaña y se enamora de Manuel, quien tiene que echarse al monte cuando la Guardia Civil lo relaciona con la guerrilla. El pueblo mantiene las heridas abiertas de las dos Españas y las diferencias ideológicas se solapan con las relaciones -de amores, pero también odios- familiares, sentimentales y de vecindad. Las acciones guerrilleras y la represión franquista impiden la neutralidad, todos se ven impulsados a tomar partido, aunque se muestran cada vez más escépticos.

Vaya por delante que, como espectador, me ha costado cierto trabajo «entrar» en la película. Ello se debe a la insuficiente ambientación, al reparto y a la fotografía excesivamente realista. Dicho de otro modo, Silencio roto es una película que no acierta en la elección de algunos actores (están mucho mejor los veteranos que los jóvenes) y falla en la calidad de la imagen, pues necesita un tratamiento fotográfico que, como en el citado filme de Camus, proporcione una distancia poética a la historia. Hecha esta apreciación y tras la primera media hora de proyección, el espectador va siendo atrapado sin remedio por un guión magnífico, donde la trama principal viene arropada por variados personajes que tienen tras de sí otras tantas historias. Se estructura en tres momentos sucesivos -otoño de 1944, verano de 1946 e invierno de 1948- que plasman el devenir de la lucha guerrillera, desde las esperanzas al triunfo esporádico y la derrota definitiva. Con voluntad de retrato de conjunto -a pesar del hilo conductor del personaje de Lucía que focaliza el relato- muestra una variada gama de tipos y actitudes en ese microcosmos de postguerra: Teresa, casada con un vencedor de la guerra, pero enamorada del maestro represaliado, la extraña pareja formada por Lola y Sebas, el teniente sin escrúpulos, el abuelo que mantiene la esperanza con las cartas falsas, el guerrillero Matías que disiente de sus compañeros, la esposa del cabo que justifica y se duele por tantas muertes... y, por supuesto, la joven Lucía, que tiene la desdicha de enamorarse de un perdedor.

Silencio roto trata una época histórica y lo hace en las antípodas de cualquier maniqueísmo y didactismo. El director no ha hecho «cine histórico» -mera reconstrucción de sucesos pretéritos- sino un auténtico discurso cinematográfico donde se aborda el pasado desde el presente, como se aprecia en los diálogos que constituyen reflexiones de los personajes sobre las causas últimas de la situación vivida. Nos habla de los maquis y su voluntad de resistencia imposible ante el fascismo animados por la razón, pero no hace apología; de las delaciones miserables (hijo del secretario), la venganza (Cosme) y la criminal represión y sus consecuencias (suicidio de Rosario); de las exclusiones de los vencedores (maestro, tumba fuera del cementerio) y de las incoherencias de los vencidos (muerte de Matías); o de la necesidad del compromiso con las personas, al margen de las razones ideológicas (Teresa: «Que mueran por sus ideas es una estupidez, que mueran de hambre es inhumano»).

Todo ello permite afirmar que Armendáriz ha rodado una película muy completa, donde se unen con coherencia lo ideológico e histórico con lo personal y sentimental, en una muy madura escritura cinematográfica ante la que el espectador se emociona al mismo tiempo que reflexiona sobre el momento histórico reflejado y percibe el mensaje de tolerancia y la sinrazón última de la violencia. En fin, Silencio roto es una completa, equilibrada y necesaria visión de la postguerra, muy capaz, por tanto, de transcender la anécdota argumental para elevarla a categoría de toda una época e incluso de reflexión transhistórica sobre la violencia política, como revela la cita de Brecht que cierra el relato.




ArribaAbajoSolas: La autenticidad del arte. (Benito Zambrano, 1998)

Esta primera película de Benito Zambrano puede ser, ahora mismo, modelo o ejemplo de muchas cosas, cada una de las cuales constituye un punto de reflexión sobre el cine actual. A saber: de que con poco dinero y actores desconocidos se puede hacer una hermosa película, de que con materiales tan folletinescos y manidos (una madre soltera y alcohólica, los maltratos a la mujer, etc.) es posible alcanzar la autenticidad del Arte, de que hay un cine europeo de realismo social-afectivo que habla con rigor de las condiciones de vida, de las miserias afectivas o de las dificultades laborales de la clase obrera, de que probablemente su destino hubiera sido una emisión fantasmal en un canal de televisión de no mediar el premio del público en Berlín, etc.

Solas es una película arriesgada porque trata cuestiones ya sabidas y lo hace en un tono que requiere la implicación del espectador. Es una obra de envergadura, hermosa, auténtica y emocionante (cuando este adjetivo no estaba secuestrado por los concursos de televisión). Una de esas películas que, afortunadamente, no parece fruto de la casualidad, sino de un trabajo previo concienzudo que resulta patente en el guión, los diálogos y los personajes, pero que alcanza a todos los elementos estéticos del filme. Al guión, muy riguroso, no le falta ni le sobra una secuencia, no se complace en hallazgos ni se recrea en miserias, y sabe utilizar los mínimos elementos de puesta en escena para poner en pie su mundo de ficción; los diálogos son precisos -dicen y callan por un igual- y muy capaces de marcar las diferencias entre los personajes: la callada presencia de Rosa (la madre), la agresividad y malestar existencial de María, la urbanidad antigua del vecino, la brusquedad ignorante del padre, la chulería y el machismo del camionero, la bonhomía del médico, la falsa amabilidad del cantinero o el desparpajo de las limpiadoras.

La realización es sobria y rigurosa, narra con soltura ciñéndose a lo esencial en cada secuencia. Al tratarse de una película intimista, que se adentra en la soledad y la afectividad de los personajes, abunda en planos medios y primeros planos y renuncia explícitamente a movimientos de cámara que «muestren» al director como a planos generales que ubiquen la acción en un lugar concreto. Tanto el maquillaje, que pasa desapercibido, como la magnífica fotografía de crepusculares tonos ocres, subrayan las interpretaciones comedidas de esos rostros heridos por el tiempo y por el desamor. Igualmente los breves fragmentos musicales de talente melancólico se engarzan perfectamente en el relato. Entre las grandes lecciones está el personaje de Rosa (la madre), una mujer cuya presencia transformadora desempeña un papel fundamental en el futuro de su hija y del vecino. Apenas hay diálogos entre ella y su hija, el espectador espera inútilmente una escena «fuerte», un psicodrama, con reproches mutuos; pero el director prefiere miradas y silencios porque son más coherentes con la realidad representada y porque implican más al espectador.

Solas es una obra sobre las relaciones familiares y afectivas entre la gente humilde, carente, a veces, de una educación sentimental y, casi siempre, de recursos socioeconómicos para superar las desdichas. Es, también, una película sobre las mujeres maltratadas por los hombres, sobre la soledad y la incomunicación, sobre los valores del mundo tradicional rural y los de la desvertebración urbana, sobre la experiencia inefable de la maternidad, sobre los abismos del alcohol y otras drogas...

Pero lo que más me ha emocionado de esta gran obra de arte es el talante realista desprovisto de todo tremendismo, su facilidad para hacernos vibrar con vidas vulgares y su capacidad para vertebrar en un relato mínimo todo un mundo; y hay que recordar que es precisamente la emoción pura una de las deficiencias más señaladas del cine español. En definitiva, Solas es una película donde vemos plasmada, como en pocas obras, la autenticidad del Arte cinematográfico, desprovisto de afectaciones, recursos de guión, elementos espectaculares y tanto amueblamiento como solemos percibir en lo que se estrena.




ArribaAbajoSoldadito español. (Antonio Giménez Rico, 1988)

En una familia con fuerte tradición castrense, en la que el cabeza es fagot de una banda militar, el hijo mayor, Luis, se niega a hacer la mili. Deliberadamente suspendió las pruebas físicas para entrar en la Academia y ahora quiere hacerse objetor de conciencia. Sin embargo, sus padres y el resto de los familiares se niegan en redondo a que «manche» la tradición. Para librarse de ser reclutado su novia le ofrece la idea de quedar embarazada y, así, conseguir una prórroga de primera clase. También piensa en hacerse testigo de Jehová. Progresivamente se siente acogido por la familia de su novia, donde parece pasar más tiempo que en su propia casa. Pero las cosas no le salen como él esperaba y aunque ciertamente su novia espera un hijo, tras casarse con ella es reclutado sin remedio, con tan mala suerte que es destinado a Ceuta. Allí, los mandos conocen a su tío Román, un militar «purasangre», de quien reciben el mandato de que lo traten con dureza. Intenta escapar del cuartel y es castigado severamente.

Soldadito español es una película más oportunista que oportuna; se hace eco del fuerte incremento en nuestro país de la objeción de conciencia, pero lo plantea en unos términos que no ayudan precisamente a profundizar en el debate. Ello es así porque el conflicto que presenta se sitúa en el ámbito familiar y no entre un joven y las instituciones. Por otra parte, la película, que tiene un tono de comedia dramática en su mayor parte, deriva en los minutos finales hacia una tragedia que, aunque justificada desde el punto de vista argumental, resulta un tanto incoherente o desmedida para el tono que tiene el resto del relato. Es decir, que el problema de fondo está en que la película no logra un tono que nos convenza; parece que entre la comedia y la farsa tan queridas por el guionista Azcona y el drama en que se sitúa el director y coguionista no hay la suficiente unión. A pesar de todo, Soldadito español -título tomado de un conocido pasodoble- es un filme que entretiene si no pedimos demasiado y, sobre todo, puede ayudar a un debate sobre las decisiones que los jóvenes han de tomar acerca de su futuro. Algunos personajes, como el padre de la novia, tienen encanto; mucho más que el despistado protagonista y su escasamente atractiva familia.

Más que el tema de la objeción de conciencia en sí mismo, Soldadito español plantea la libertad y la autonomía de la persona para decidir su vocación en la vida por sí mismo, al margen de tradiciones familiares o convencionalismos sociales. Las razones de Luis para no ir al servicio militar oscilan entre la objeción de conciencia en sentido estricto (negarse a aprender a usar las armas) y la insumisión (negarse a ser víctima del reclutamiento forzoso, a dar un año de su vida al Estado, a que alguien decida por él, etc.); en el fondo la rebeldía de Luis es un acto de madurez y de afirmación frente a quienes tratan de imponer sus criterios sobre su propia vida. En este sentido Soldadito español presenta una de las cuestiones más recurrentes del cine: el conflicto entre padres e hijos derivado de las diferencias irreconciliables entre los valores de unos y otros. Sin embargo, la película hace ver cómo esas diferencias no son tan grandes -o, al menos, no tienen por qué derivar hacia problemas irresolubles- en el momento en que se prescinde de una «tradición familiar» que, ciertamente, no es inamovible.

La familia materna, con el abuelo antiguo general republicano y los hijos militares «franquistas», resulta excesivamente caricaturizada, aunque desde el punto de vista narrativo viene bien para expresar la enorme presión familiar que recae tanto sobre el joven como sobre sus propios padres. Precisamente el padre de Luis es un personaje que también aparece como víctima de la situación: su vocación de músico sólo se encuentra parcialmente realizada dentro del Ejército. La conversación que tiene en el coche con su hijo, tras dejar al tío Román, es muy ilustrativa al respecto.

Uno de los pies forzados del guión es el recurso del protagonista a hacerse testigo de Jehová para no hacer el servicio militar. Se supone que, en la España de los ochenta, un joven tiene amigos y fuentes de información como para saber los mecanismos de la objeción de conciencia y hasta de la insumisión. Hay dos paralelismos con los que juega el guión que tienen bastante fuerza en la película. Por una parte la contraposición entre las dos bodas: la del primo en la Iglesia con mucho uniforme, música y boato y la de Luis, en los juzgados y con bastante frialdad (el juez se desentiende cuando la novia le pregunta si debe besar al novio). Por otra parte está el contraste entre las familias de los jóvenes que se casan. La de la novia es una familia de clase media que vive de su trabajo con normalidad y tiene rasgos de tolerancia (valoran debidamente al joven), mientras la del chico está aferrada a una imagen social y a un estatuto familiar que quiere conservar a cualquier precio. Los detalles sobre el miedo a las novatadas y los castigos en el cuartel pueden parecer exagerados, pero, al margen del cambio de tono tan radical que aportan al relato, constituyen los momentos de mayor verosimilitud de la película. Dos secuencias contienen lo más crítico de esta película. Los padres de Luis no están dispuestos a que su hijo trabaje como cocinero en el restaurante de sus suegros, porque eso les parece poco digno para él; sin embargo, cambian radicalmente de opinión cuando se enteran de las ganancias... Y, en la escena final, el capellán falsifica la realidad y habla de heroísmo y de salvar vidas ajenas.




ArribaAbajoSon de mar. (Bigas Luna, 2001)

La novela de Manuel Vicent no era un material muy adaptable al cine y menos para encargar el guión a Rafael Azcona, cuyo cine se ha movido en otras claves. De la literatura de Vicent lo más valioso es la materia netamente lingüística y, en el caso de esta novela, su capacidad para fabular mundos imaginados, expresar las pasiones humanas en la tradición mitológica y recrear la leyenda homérica con un Ulises contemporáneo ubicado en una costa mediterránea de mujeres sensuales y tiburones inmobiliarios. El guión juega sobre seguro, ha tomado en cuenta únicamente la historia -al fin y al cabo, una variación más sobre un triángulo amoroso- y deja atrás todo el resto de valiosos elementos, particularmente la pasión utópica, el misterio del mar y la clave fantástica. Era una opción legítima, pues no vamos a establecer fórmulas a priori en el interminable debate sobre las adaptaciones literarias; pero cuando se renuncia a lo más valioso de un texto literario, quizá lo más conveniente sea olvidarse completamente de él... El resultado decepciona respecto a la novela y -dejando al margen ésta- estamos ante una película a la postre bastante fría a la hora de narrar una pasión amorosa. Bigas Luna rueda con solvencia y elegancia, dirige bien a los actores, cuida los diálogos y, en general, amuebla bien la historia. Pero falla la base escrita y los aciertos parciales -como la voz narradora o la interpretación de Leonor Watling- no logran dar entidad a un conjunto que decepciona, aunque se deje ver. Ni siquiera el plano final (guiño al espectador o voluntad fallida de insertar a posteriori la película en clave fantástica) redime a Son de mar de un territorio demasiado conocido.




ArribaAbajoTasio. (Montxo Armendáriz, 1984)

No hay en Tasio un argumento que pueda ser contado. Más bien se trata de la historia de una vida, o mejor, del retrato de un carácter. Tasio es un niño de un pueblo cualquiera de la sierra de Urbasa, un niño que corre, ríe, se sube a los árboles y juega con sus amigos. En la adolescencia descubre que quiere ser carbonero, no sólo por tradición, sino también por vocación. Después se convertirá en un hombre muy enraizado en su tierra, en un hombre de elementales convicciones, capaz de decir no a un posible empleo en la ciudad, para así preservar su ideal de vida, su contacto con la naturaleza y su libertad, no sujeta a ninguna traba. Se casa y, además de fabricar carbón de leña, se hace cazador furtivo. Esta actividad le traerá complicaciones con la Guardia Civil, pero Tasio no renuncia a seguir cazando, burlando la sagaz vigilancia del guardabosque de la zona, con quien mantendrá una relación de «enemigo cordial». La película cuenta la sencilla epopeya de Tasio, su dignidad, su pobreza y la extraordinaria firmeza de su mundo rural.

Tasio es la ópera prima de Montxo Armendáriz, con la que demostró poseer un particular don poético para la dirección cinematográfica, poco frecuente entre los realizadores españoles. Antes había rodado un excelente cortometraje, muy bien recibido por la crítica, sobre los carboneros de Navarra, cuyo tema le dio pie para elaborar el guión de esta película. Cuando decimos don poético, lo que queremos afirmar es que la imagen está aquí totalmente sustantivada, vale por sí misma, sin necesidad de ser descriptiva o estar apoyada en los diálogos. De hecho, en Tasio los personajes hablan muy poco, y lo que dicen es menos importante que el tono, la gesticulación o los propios rasgos de los actores, cuya naturalidad aproxima este filme a cierto cine documental o étnico, como si los actores, en lugar de interpretar, estuvieran mostrando en la pantalla sus propias vidas. Esto sucede así por la enorme autenticidad que respiran las imágenes. Sin embargo, todo es fruto de un laborioso rodaje, de una perfecta planificación y de la insistencia de Armendáriz por encontrar el plano más ajustado que plasme con rigor la vida elemental de la gente de la sierra de Urbasa. La película está narrada con esa difícil sencillez donde la realidad habla por sí misma. El director no enfatiza, en ningún instante, las experiencias de Tasio, ni siquiera en los momentos dramáticos, como la muerte del niño que cae a una carbonera, o la muerte de Paulina, su mujer. En ambas secuencias la contención acentúa la fuerza dramática de los hechos. Este modo de contar, por medio de sugerencias y elipsis, de saltos adelante en el tiempo, desde la niñez hasta el comienzo de la vejez de Tasio, permite exponer con una sutil sobriedad la historia de una vida elemental, pero tan digna en su esencial libertad que atrapa la emoción del espectador.

La fidelidad a la tierra natal es el tema predominante de Tasio. Se trata de un tema universal, aquí representado por el enraizamiento en la tierra vasca, que responde a las íntimas convicciones del hombre en equilibrio con la naturaleza. Así, vemos a Tasio, de niño, recoger nidos de los árboles; después, de adolescente, le vemos bailar en las fiestas del pueblo con una muchacha que años después será su mujer: más tarde, ya de adulto, casado y con una hija, le seguimos por el bosque como cazador furtivo y en sus tareas de carbonero. Tasio crece, pero todo a su alrededor permanece inalterable; es fiel a ese lugar como si él mismo fuese una emanación natural de los bosques de Urbasa. Es una fidelidad elegida, un destino que Tasio decide por convicción, porque ese mundo es el espacio de su libertad. Todo en Tasio es, por tanto, profundamente verdadero, y aunque su vinculación a la tierra le mantiene en la pobreza, él sabe sobrevivir sin patronos, creando él mismo su propia economía y sus propias leyes.

La elementalidad de la vida de Tasio, su arraigo en la más pura tradición familiar, podría hacer pensar en una visión convencional de la vida rural, en una defensa trasnochada del «buen salvaje». Pero no hay en este filme ningún subrayado en las bondades de la vida de pueblo, sino una alabanza a la opción de un ideal de vida, cuyas limitaciones son la expresión más firme de su autenticidad, condición que hoy ha perdido el hombre de la ciudad. En el fondo lo que Armendáriz está contando al mostrar la vida de Tasio es la fábula de un hombre limpio, la franqueza de su carácter y la mezcla de ingenuidad y de ancestral esfuerzo por defender lo propio. A la vez, en su fidelidad a la tierra está también la fidelidad a la familia, a la amistad y al amor. Todo en una permanencia continua, infinita, que el tiempo no consigue borrar. En este sentido es muy destacable el tema de la amistad, una amistad que viene de la niñez, y que no necesita de ningún gesto para mantenerse, aunque el amigo de Tasio se halle lejos, fuera del pueblo, trabajando en la ciudad. A su regreso, el afecto es el mismo, como son iguales las costumbres del pueblo.

Armendáriz ha querido reflejar el sentir vasco de las aldeas, su hondo sentimiento, a través de la vida en común: el juego de pelota, el baile, la comida donde todos cantan. Son momentos de fraternidad y de una primitiva solidaridad. Sin embargo, a lo largo de la película, casi siempre vemos a Tasio al margen de la sociedad del pueblo, adentrándose por el bosque, o trabajando solo en las carboneras. Esta soledad, aunque inherente a su carácter, no lo convierte en un solitario. Y la película, por tanto, no es un canto a una «raza» aislada, no es una película vasquista, sino que tiene, en su profunda raíz autóctona, un alcance universal.




ArribaAbajoTodos a la cárcel: Aguafuerte de la corrupción. (Luis García Berlanga, 1993)

La impresión que da Todos a la cárcel es la de un aguafuerte o, mejor, quizá, un fresco de grandes dimensiones, trazo rápido y caricaturesco, y colores planos -en el que hay figuras bien perfiladas junto a otras apenas en boceto- donde se ha querido retratar en tonos sobrios la España de la corrupción. Pero que, en conjunto, resulta una presencia rotunda que se impone al espectador, como una broma (¿pesada?) por sorpresa.

Como en sus últimas películas, Luis G. Berlanga, compone una obra en la que muchos personajes coinciden a partir de una anécdota en un lugar: la celebración en una cárcel de unos actos con motivo del Día Internacional del Preso de Conciencia reúne a un ministro, los organizadores del acontecimiento, un cura obrero, unas monjas anticastristas, un banquero... y un industrial de sanitarios que llega para conseguir de un subsecretario el cobro de una deuda. Dentro están un mafioso italiano, un viejo comunista, un falangista, el director de la cárcel y su mujer y un preso fuguista, entre otros. La organización de la huida del mafioso dará lugar a una vuelta de tuerca en lo que parecía un sainete para adentrarse en la tragicomedia.

Berlanga, profundizando en su estilo consolidado y personal, encadena los largos planos-secuencia con muchos personajes que no paran de hablar y gesticular. Casi no hay tiempo material para enterarse de los muchos detalles que ofrece la imagen y de los diálogos burlones e irónicos. Llena la pantalla con sujetos e historias apenas esbozadas, con un estilo «excesivo», pero personal que, pudiera parecer, se trata de una forma de encubrir la debilidad de la anécdota que vertebra el guión. Pero hay que reconocer la maestría del cineasta para conseguir el interés del espectador con un ritmo atropellado y las situaciones disparatadas; su capacidad para perfilar tipos humanos con cuatro apuntes, para pasar de un tema a otro sin que nos dé la impresión de que se trata de un mensaje-discurso o para escribir secuencias -como la del tejado- de enorme poder de síntesis y sugerencia. En este sentido, se puede decir que Todos a la cárcel es la obra de madurez de un cineasta que ha ido recorriendo un camino de depuración de estilo y de incremento del tratamiento deseado a las historias que cuenta. Otra cuestión será si ese estilo y ese tratamiento de puro popular -«fallero», circense o como se quiera llamar- que, ciertamente, revela una personalidad creadora genuina, es apreciado como arte estricto.

Todos a la cárcel es una película que, centrándose en la visión de una sociedad donde todo tiene un precio y todo el mundo busca sacar tajada con cualquier trapicheo, no deja títere con cabeza: critica la corrupción, en el poder y en el antipoder; se burla de quienes estuvieron encarcelados por unos ideales, de quienes hoy cambiaron esos ideales por el dinero, de los ecologistas, de los cantautores, de las lesbianas y de todo el que se ponga por delante. No hay un solo sector de la sociedad (banca, política, iglesia, empresariado, partidos o movimientos sociales) que no quede descuartizado. El único personaje que, tras reírnos de él, podría aparecer como víctima y darnos lástima es Artemio Bermejo (Sazatornil), pero se adapta a la peor de las situaciones para sobrevivir, haciendo de la necesidad virtud. Creo que no sería exagerado ver en este personaje al españolito de a pie, asombrado y escéptico ante los titulares de los periódicos de los últimos años... y, al final, el único perdedor, la víctima de tanto tiburón.

Pero esa crítica mordaz hasta el exceso de un país de comisionistas, intermediarios, arribistas... que tratan de huir a toda costa, debería tener algún límite que Berlanga no se marca. Por ello le queda al espectador cierta desazón: parece la visión del nihilista más obstinado. De hecho, el director deja la película en el punto preciso en que necesitaría un quiebro para afirmar algo, después de haberlo negado todo; es decir, no está dispuesto a hacer otra cosa que no sea la comedia disparatada. ¿Tiene sentido la pura negación («miré los muros de la patria mía... y les enseñé el culo»)? Al margen de reírnos -y mucho- con Todos a la cárcel, a un servidor le resulta insatisfactoria una película cuyo argumento parte de un pie forzado para crucificar a todo bicho viviente, por más que sepamos que sólo se trata de una película, que tenga razón en la crítica contra la corrupción o que sea una obra que cinematográficamente muestra una solidez envidiable.




ArribaAbajoTorrente, el brazo tonto de la ley: Ha nacido un monstruo mesetario. (Santiago Segura, 1998)

Tras recaudar casi cuatrocientos millones de pesetas en diez días probablemente Torrente, el brazo tonto de la ley figure en el futuro como ejemplo de manual para uso de distribuidores de la industria del cine español, tan necesitada de recursos de promoción. El éxito de la publicidad y de la propia película es obra de Santiago Segura, un cómico particular que, además de escribir y rodar, interpreta con gracia a un personaje hecho a su medida, incluidos sus excesos. Más allá de la taquilla habrá que ver qué queda de Torrente..., una obra a medio camino entre la comedia disparatada y el esperpento. Vaya por delante que el posible atractivo de la película depende totalmente de la figura de Santiago Segura y, por tanto, los espectadores apreciarán el filme en tanto se rían con el actor.

El personaje de Torrente, creado por y para Segura, tiene los trazos gruesos de un comic: ex policía franquista, machista, cocainómano, sucio y unos cuantos epítetos del vocabulario de los horrores. Sin oficio conocido, explota a su padre en la mendicidad y se dedica a buscar un caso policíaco que lo rehabilite. Adiestra al pardillo Rafi, hijo de la pescadera del barrio, en la investigación de una organización de tráfico de drogas que tiene como base un restaurante chino. Sale airoso, aunque mueren sus amigos a manos de unos mafiosos de tebeo... Pero no es el devenir argumental el fuerte de esta película; por el contrario, es Torrente, bien definido por los diálogos, los espacios, la conducta y la relación con los demás personajes el meollo del filme. Torrente resulta un sujeto repulsivo, la esencia de lo peor de la España profunda y, a la vez, un tipo que suscita lástima, un pobre hombre que en sus excesos (demasiado sucio, facha, machista... como para ser creíble) parece resultado de una época. Y aquí reside, a mi juicio, el único interés de la película: su carácter de esperpento, de deformación extrema de un tipo histórico, un intento de costumbrismo desmadrado que atrae y repugna al mismo tiempo en la medida en que refleja actitudes identificables en nuestra sociedad. Pero Segura no profundiza en esa dialéctica de atracción/repulsión y apenas si hay algunos brevísimos momentos en los que trate a Torrente con ternura.

Por ello, el filme no lleva a término lo que propone y el mundo de Torrente (la casa, el padre, la pescadería, el bar, las calles nocturnas, la prima de Rafi), que podría dar lugar a historias paralelas en las que se sacara punta a esos espacios y personajes y, efectivamente, se dibujara una caricatura de ciertos tipos reconocibles en nuestro entorno, tiene continuación en una trama de escaso interés. En ella se superpone un tratamiento de «comic» al talante esperpéntico de la primera y, fuera de algunos «gags», el relato en sí hace aguas. Incluso uno llega a pensar que la voluntad de Segura era hacer una gran gamberrada, una comedia disparatada que lo mismo se nutre del cine de humor español de los sesenta que de las películas más tópicas de artes marciales y que tiene no un ojo, sino los dos, puestos en la taquilla.

El resultado es una obra desigual en todos los aspectos: junto a una banda sonora especialmente cuidada la fotografía está necesitada de empaque visual, junto a localizaciones trabajadas hay interpretaciones deficientes... y, en general, hay secuencias con gancho y otras que parecen de videoaficionado. Los abundantes cameos (Fernando Trueba, Daniel Monzón, Jorge Sanz, Gabino Diego, Gran Wyoming, Faemino y Cansado, Máximo Pradera, Poli Díaz, Javier Bardem, etc.) parecen destinados a complacer al espectador que puede disfrutar (?) identificando a famosos entre la figuración, además de proporcionar cierta legitimación al director novel. No se le puede negar a Segura su capacidad para crear un personaje con garra ni para enganchar con el público o para ser bien recibido por el conjunto de la crítica; incluso hay que alabar la abundante ironía con que ha escrito la película. Pero, me temo, Torrente... es un filme con severas deficiencias, destinado al olvido en poco tiempo, salvo que se recicle el personaje central para una serie de televisión.




ArribaAbajoTorrente 2. Misión en Marbella: Sólo otro episodio. (Santiago Segura, 2001)

Santiago Segura -guionista, director y productor de la película- ha manifestado claramente la intención al rodar esta película de, en sus propias palabras, «cine palomitas»: conseguir igualar la taquilla de casi dos mil millones que, hace tres años, recaudó Torrente, el brazo tonto de la ley. Lo demás, sencillamente no le interesa.

En esta revista defendimos las cualidades de aquella película y la creación del ex policía atlético, casposo y fascista sentimental Torrente, tanto por la comicidad conseguida mediante un personaje repugnante y atractivo a la vez, como por el talante costumbrista y esperpéntico que animaba el relato. También señalamos la debilidad de la trama, la necesidad de mayor empaque visual de la imagen y los cameos como recurso para la audiencia y de cierta legitimación ante el público más cinéfilo. Todo ello hay que repetirlo ante Torrente 2, que no es una continuación, sino un nuevo episodio con las mismas virtudes y defectos del originario.

Probablemente, Segura ha considerado que, dado el éxito comercial de la fórmula, no había que arriesgar con inciertas novedades. Y quizá la taquilla le dé la razón, pero el espectador mínimamente exigente se siente defraudado ante esta nueva entrega. No digo que no se disfruten los chistes -más verbales que visuales- ni que al cambio de escenario (la Marbella del prevaricador Gil, paraíso de mafiosos y de gente guapa) no se le saque partido. El humor de barrio de Segura funciona muy bien, incluso si repite gracias ya sabidas. Pero cuando desaparece la novedad del personaje de Torrente -que era la gran baza de la primera entrega- la mitad del atractivo de la película se cae por su peso. Ni siquiera en lo que tiene de parodia de las películas de James Bond hace de Torrente 2 una película mínimamente consistente.

A todas luces, el guión estaba necesitado de mayor trabajo, eliminando lo previsible (por ejemplo, la secuencia en que compra un coche y lo estrella de inmediato), puliendo las subtramas (como el enamoramiento de la cantante) y dándole más entidad a los personajes secundarios. Como también la puesta en escena está necesitada de mayor cuidado, de forma que supere la práctica de una secuencia = una idea, impropia de los maestros de la comedia, que siempre han sido capaces de jugar a tres bandas en cada plano... También hay otros errores, el más señalado es la elección del ventrílocuo José Luis Moreno para un villano inverosímil; por el contrario, Gabino Diego está muy digno al componer un tipo no tan fácil, a pesar de la caricatura.

Si Segura es capaz de distanciarse un poco de su ego y se da cuenta de que el éxito de taquilla no lo es todo aspirará a películas que superen un segundo visionado. La enorme gracia e intuición que tiene, el caudal de ideas acumuladas, constituye un capital que ha de ser bien invertido, a largo plazo. Ya sé que los críticos no tenemos que dar consejos, pero ojalá el director carabanchelero viera más cine de Berlanga y menos de la serie Aterriza como puedas.




ArribaAbajoTres palabras: Crisis de creatividad. (Antonio Giménez Rico, 1993)

Al margen de la excepción cultural de GATT y el acoso norteamericano con el doblaje, el cine español está muy necesitado de creadores: artistas arriesgados con voluntad de contar en la pantalla historias originales. Probablemente esa sea su mayor crisis. Porque hay demasiadas ocasiones -y Tres palabras es ejemplo de ello, pero también podemos indicar entre los títulos El beso del sueño (Rafael Moreno Alba, 1991)- en que se hacen películas más o menos correctas, pero escasamente inspiradas, donde todo suena ya visto; películas que parecen refritos de otras películas a base de los grandes temas eternos (el amor, los celos, la traición...) pero sin el «glamour» que tenía el cine de los cuarenta en la cumbre clásica del melodrama. Algo que se intenta en esta ocasión sin éxito, quizá porque Maribel Verdú -que no desaparece de la pantalla durante toda la proyección- no está ni bien elegida ni bien dirigida. Curiosamente, uno de los reproches que le hace el personaje que interpreta, María Galván, a su pareja -un director de cine- es que le cuenta historias que sólo suceden en las películas norteamericanas: reproche para repetir a Giménez Rico, como en la secuencia del champán en el mercedes...

El director se atreve con una historia de amor al final de los cincuenta entre un cineasta y una cantante de boleros que, a raíz de ser recreada en la actualidad en una película, vuelve a encenderse con el mismo varón y la hija de la cantante. Tratándose de boleros, las tres palabras son «cómo me gustas», naturalmente. Pero los boleros en cuestión no ofrecen ningún interés, ni en la voz voluntariosa pero insuficiente de Maribel Verdú -parece que canta nanas- ni como arte pasional que ayude a darle cuerpo a la historia de amor. Lo dicho, falta «glamour».

En los títulos de crédito figuran actores/personajes que no vemos en la película, como un ministro interpretado por Javier Moscoso (!), una Gloria que encarna María Asquerino y algún otro. Es decir, hay secuencias que, a última hora se han suprimido; y otras que merecían el silencio, como en las que aparece Santiago Ramos haciendo de periodista. No me extraña en un guión artificioso en la construcción de dos tiempos -actualidad y finales de los cincuenta- que no se engarzan como deben: así, el espectador sabe lo que le sucede a la pareja del cineasta y la cantante en los 50 antes que la hija de ésta lleve a cabo sus averiguaciones y se sorprenda cuando rueda la película, eliminándose con ello un elemento dramático de primer orden. Y lo que no consigue saber -el motivo de la ruptura- también se le hurta al espectador. Hay secuencias que, sobre el papel, parecían buenas, pero cuya traslación a la imagen nos deja fríos (noche en el hotel burgalés), como hay planos que sobran y parecen concesiones al paisaje (ermita románica) y hasta repetición en el modo de contar dos «plantones» (reloj en primer plano donde vemos que la hora de la cita está rebasada ampliamente). Entre los aspectos más novedosos que el guión presenta está el carácter de «incesto psicológico» que tienen las relaciones entre Lupe y Alfredo, pero apenas se explota.

Parece que la idea inicial -vida pasional de cantante de boleros- está amueblada con una historia en la actualidad y personajes que aparecen y desaparecen (pintor, marido) sin que lleguemos a imaginarnos la personalidad y la vida de María Galván, que, incluso en su ausencia o en los breves retazos que se nos dan, debería protagonizar la película. Se hacen menciones sueltas a su pasado (México, vuelta a España, matrimonio) que no consiguen dar identidad al personaje, que permanece en la indefinición total. De hecho, los boleros parecen descansos musicales que acaban por aligerar -aunque sin suscitar demasiado entusiasmo en el espectador- una trama tratada de un modo demasiado plano: las secuencias se suceden con ritmo cansino. Así, cuando la acción tiene lugar en dos épocas históricas, la película pide a gritos un tratamiento (fotografía, montaje o lo que sea) que nos ayude a percibir que realmente se trata de dos épocas. Nada de esto sucede.

En fin, Tres palabras está destinada más a ser olvidada que recordada. El final efectista, pero falso -en la medida en que no resuelve nada de lo que plantea- ya lo hemos visto en La mujer del teniente francés. Y, al guión ciertamente deficiente, hay que sumar en el «debe» unos personajes que carecen de fuerza y atractivo para el espectador.




ArribaAbajoTwo much: Una comedia americana. (Fernando Trueba, 1995)

Tras el Oscar por Belle époque, Fernando Trueba aborda el viejo y costoso proyecto de llevar al cine la novela Two much. El modelo cinematográfico en que se inspira el director español es el de la comedia americana, tan admirada por él. Por tanto, nada que ver con sus comedias suyas Opera prima (1980), Sal gorda (1983) y la premiada por Hollywood. Si acaso con la adaptación de una obra teatral que hizo en Sé infiel y no mires con quién (1985), todo un ejercicio de estilo brillante, a pesar de sus limitaciones.

Two much nos cuenta las vicisitudes de Art(uro) Dodge, un pintor, galerista y pícaro español -hijo de un brigadista norteamericano de la Guerra Civil- en el Miami actual. Se dedica a «colocar» pinturas a las familias de gentes fallecidas. En una de sus actuaciones topa con Gene Palletto, un mafioso que le descubre, y tiene que escapar corriendo, lo que hace en el coche de su ex esposa, Betty, una chica mona y tonta. Esta se enamora rápida y locamente de él. Pero Art, para escapar del mafioso y para conquistar a Liz, la hermana de Betty, se inventa la existencia de un hermano gemelo. A partir de ahí, el relato muestra los equívocos y los esfuerzos de Art para evitar el inminente matrimonio con Betty y conquistar a Liz.

El guión desarrolla con habilidad las situaciones, apoyado por unos diálogos que destacan por su ingenio. La fotografía y los encuadres en scope son brillantes, elegantes, al igual que la música salsera, muy adecuada para la ambientación colorista. Otro tanto puede decirse del vestuario y el decorado. En todos estos elementos de la arquitectura cinematográfica, Trueba demuestra el buen director que es, alumno aventajado del cine americano más clásico, y se puede decir que Two much es una película que se ve a gusto y tiene algunos momentos de humor verdaderamente logrados, aunque no llega al punto de genialidad y al encanto que poseía Belle époque. Quizá ello se deba a que los protagonistas carecen de atractivo, con la excepción de Liz (Daryl Hannah). Así, el omnipresente personaje de Antonio Banderas, sobre el que recae el peso de la historia, no está suficientemente definido ni posee el gancho necesario; y la ingenua Betty (Melanie Griffith) carece de la presencia que poseían otras chicas guapas-tontas que forman parte de nuestro imaginario cinematográfico. Por el contrario, los secundarios -elegidos cuidadosamente por el director de entre sus mitos particulares- están muy bien. El referente histórico utilizado en una secuencia (viejos brigadistas de la Guerra Civil puestos en acción contra los mafiosos) hace aumentar nuestra atención, mientras el homenaje/imitación de las comedias de enredo (el trasiego de Banderas por los baños y la piscina interior) tiene menos interés, lo mismo que el recurso del cine americano de humor más reciente (coche colgado en el puente levadizo). Este aspecto es patente en todo el desenlace final de la inminente boda que, por otra parte, muestra la habilidad y la lección aprendida de los guionistas.

Precisamente esta cuestión es la que nos impide aplaudir una obra que se nos antoja una producción española demasiado americana. Porque lo mejor y lo peor de Two much es que ha imitado el modelo yanqui de comedia hasta tal punto de que apenas se distingue la autoría o la nacionalidad española. La secuencia, hablada en inglés, como toda la película, en la que se juntan Banderas y Gabino Diego resulta literalmente increíble para el espectador español que conoce la identidad de los actores. Dejando al margen la cuestión comercial o industrial, el hecho es que, en cuanto obra de arte o producto cultural, Two much nada aporta al cine español, como no sea el prurito de demostrar que tiene capacidad para hacer lo que la cinematografía estadounidense ha llevado a cabo hace ya mucho tiempo. Trueba tiene todo el derecho a rodar en inglés (lo hizo en El sueño del mono loco y desde estas páginas aplaudimos el resultado), a irse a Estados Unidos para ubicar sus historias o incluso a ponerse al servicio del Hollywood más comercial; pero dudo que sea coherente hacerlo cuando se viaja financiado por quienes reclaman ayudas públicas para el cine español.




ArribaAbajoUna casa en las afueras. (Pedro Costa, 1995)

Pedro Costa es un cineasta que, desde la producción o la dirección, se ha especializado en recrear para las pantallas historias de crímenes basadas en hechos reales, como El caso Almería y la serie televisiva La huella del crimen. En Una casa en las afueras la noticia del periódico de sucesos era mínima y, por tanto, el guión ha tenido que reconstruir o, más exactamente, imaginar los hechos en que se mueven un madre (Emma Suárez) y su hija que se van a vivir a una casa solitaria con un hombre (Juan Echanove) capaz de la mayor ternura pero también de la personalidad más inquietante. El resultado es una película con apenas capacidad para atraer la atención del espectador, sobre todo en su segunda mitad, y ello es así porque el tratamiento se queda a medio camino entre el thriller y el drama, sin profundizar ni en uno ni en otro. La producción está conseguida y la interpretación de los actores es correcta, aunque Echanove repita algunos tics, y la casa en la llanura castellana da juego para constituirse en espacio paradójicamente claustrofóbico. Hay opciones discutibles con la canción del final que chirría frente a la imagen de soledad del protagonista. Pero en aras de la intriga se sacrifica el diseño de los personajes, de modo que resultan demasiado esquemáticos como para que el espectador se identifique con su destino y las relaciones entre ellos, particularmente entre el hombre y la niña en la segunda mitad. Parece que el director ha confiado excesivamente en la singularidad de la historia que, al final, no lo es tanto. Por todo ello, Una casa en las afueras es una película que se deja ver sin entusiasmo y con apenas atractivo.




ArribaUn lugar en el mundo. (Adolfo Aristaráin, 1995)

El desencanto, los sueños marchitos de mayo del 68, las cicatrices de las persecuciones políticas, los ideales abofeteados por una realidad cada vez más alimenticia, el propio socialismo que desaparece en el horizonte a base de sucesivas reconversiones, el compromiso concreto con los desheredados, la lucha contra el cacique que siempre utiliza las mismas artes para desbaratar la solidaridad obrera, los ensayos de cooperativismo que permitan la dignidad del trabajador, la escuela que da el «pan de la palabra» a los pobres... todos estos y algunos temas más están presentes en Un lugar en el mundo. La propia película, realizada en cooperativa, ha sido una muestra de lo que quiere enseñar: la lucha contra el dominio capitalista en tiempos difíciles porque todo -hasta las convicciones ideológicas- acaba comprándose. El «lugar en el mundo» es el Valle Bermejo, una tierra árida adonde llegan un matrimonio de antiguos exiliados de la dictadura militar argentina y donde, además de una monja, malviven los campesinos obligados a vender la lana al precio que marca el patrón. Un geólogo español trabaja estudiando el valle que acabará desapareciendo bajo las aguas de un pantano, triste destino del espacio donde se ensaya la utopía. Pero no hay lugar al desánimo («si tenemos perdida la guerra, al menos nos daremos el gusto de ganar una batalla»), por más que las desilusiones nos acechen. Cada personaje siente la amargura del fracaso: el padre ve deshacerse la cooperativa, la mujer ha de reprimir sus sentimientos, el chico vive su primer desamor juvenil, la monja es destinada a otro lugar y el geólogo, antiguo ácrata, continúa su vagar mercenario al servicio de las multinacionales. Pero todos entendieron que ese espacio de miseria y de lucha era su lugar en el mundo: el topos donde era posible la utopía.

Cine que invita a la reflexión desde la realidad inmediata, las ilusiones agónicas y los sentimientos contradictorios. En algunos momentos, con el realismo dramático de comprobar que todo está en contra del impulso utópico y cunde el desencanto; en otros, con la convicción interior de que ser fiel a uno mismo exige el sacrificio de luchar contra una realidad testaruda... La monja y el matrimonio ensayan unas mejores condiciones de vida para las gentes de Valle Bermejo que abarcan el trabajo (creación de la cooperativa), la sanidad (dispensario) y la religión (capilla). En la desintegración final, el triunfo del cacique al construir la presa provocará el desarraigo de los campesinos, quienes se verán abocados a emigrar a la capital e instalarse en una «villa miseria» mucho peor que los ranchos que vendieron para ser anegados por el embalse. La apuesta definitiva es la cultura, la educación como medio de mantener la dignidad: «Cuanto más sepas, menos te van a mandar» le dice Mario a su hijo Ernesto, un chico a través de cuya mirada se nos cuenta el relato que, de ese modo, adquiere una perspectiva iniciática auténtica, sin moralismos ni didactismos.





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