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ArribaAbajo«Solitaña»

(Ilustración de Álava, agosto de 1889.- El espejo)



   Soli, solitaña:               que traiga buen sol,
Vete a la montaña.          para hoy y pa mañana
Dile al pastor                   pa toda la semana.


(Canto infantil bilbaíno)                


Érase en Artecalle, en Tendería o en otra cualquiera de las siete calles, una tiendecita para aldeanos, a cuya puerta paraban muchas veces las zamudianas con sus burros. El cuchitril daba a la angosta portada y costreñía el acceso a la casa un banquillo lleno de piezas de tela, paños rojos, azules, verdes, pardos y de mil colores para sayas y refajos; colgaban sobre la achatada y contrahecha puerta pantalones, blusas azules, elásticos de punto abigarrados de azul y rojo, fajas de vivísima púrpura pendientes de sus dos extremos, boinas y otros géneros, mecidos todos los colgajos por el viento noroeste que se filtraba por la calle como por un tubo, y formando a la entrada como un arco que ahogaba a la puertecilla. Las aldeanas paraban en medio de la calle; hablaban, se acercaban, tocaban y retocaban los géneros; hablaban otra vez, iban, volvían a regatear y al cabo se quedaban con el género. El mostrador, reluciente con el brillo triste que da el roce, estaba atestado de piezas de tela: sobre él unas compuertas pendientes que se levantaban para sujetarlas al techo con unos ganchos y servían para cerrar la tienda y limitar el horizonte. Por dentro de la boca abierta de aquel caleidoscopio, olor a lienzo y humedad por todas partes, y en todos los rincones, piezas, prendas de vestido, tela de tierra para camisas de penitencia, montones de boinas, todo en desorden agradable, en el suelo, sobre bancos y en estantes, y junto a una ventana que recibía la luz opaca y triste del cantón, una mesilla con su tintero y los libros de don Roque.

Era una tienda de género para la aldeanería. Los sentidos frescos del hombre del pueblo gustan los choques vivos de colorines chillones, buscan las alegres sinfonías del rojo con el verde y el azul, y las carotas rojas de las mozas aldeanas parecen arder sobre el pañuelo de grandes y abigarrados dibujos. En aquella tienda se les ofrecía todo el género a la vista y al tacto, que es lo que quiere el hombre que come con ojos, manos y boca. Nunca se ha visto género más alegre, más chillón y más frescamente cálido, en tienda más triste, más callada y más tibiamente fría.

Junto a esta tienda, a un lado, una zapatería con todo el género en filas, a la vista del transeúnte; al otro lado, una confitería oliendo a cera.

Asomaba la cabeza por aquella cáscara cubierta de flores de trapo el caracol humano, húmedo, escondido y silencioso, que arrastra su casita, paso a paso, con marcha imperceptible, dejando en el camino un rastro viscoso que brilla un momento y luego se borra.

Don Roque de Aguirregoicoa y Aguirrebecua, por mal nombre Solitaña, era de por ahí, de una de esas aldeas de chorierricos o cosa parecida, si es que no era de hacia la parte de Arrigorriaga. No hay memoria de cuándo vino a recalar en Bilbao, ni de cuándo había sido larva joven, si es que lo fue algún tiempo, ni se sabía a punto cierto cómo se casó, ni por qué se casó, aunque se sabía cuándo, pues desde entonces empezaba su vida. Se deduce a priori que le trajo de la aldea algún tío para dedicarle a la tienda. Nariz larga, gruesa y firme: el labio inferior saliente; ojos apagados a la sombra de grandes cejas; afeitado cuidadosamente; más tarde calvo; manos grandes y pies mayores. Al andar se balanceaba un poco.

Su mujer, Rufina de Bengoechebarri y Goicoechezarra, era también de por ahí, pero aclimatada en Artecalle: una ardilla, una cotorra y lista como un demonio. Domesticó a su marido, a quien quería por lo bueno. ¡Era tan infeliz Solitaña! Un bendito de Dios, un ángel, manso como un cordero, perseverante como un perro, paciente como un borrico.

El agua que fecunda a un terreno esteriliza a otro, y el viento húmedo que se filtraba por la calle oscura hizo fermentar y vigorizarse al espíritu de doña Rufina, mientras aplanó y enmoheció al de don Roque.

La casa en que estaba plantado don Roque era viejísima, y con balcones de madera; tenía la cara más cómicamente trágica que puede darse: sonreía con la alegre puerta y lloraba con sus ventanas tristes. Era tan húmeda que salía moho en las paredes.

Solitaña subía todos los días la escalera estrecha y oscura, de ennegrecidas barandillas, envuelta en efluvios de humedad picante, y la subía a oscuras sin tropezarse ni equivocar un tramo, donde otro se hubiera roto la crisma, y mientras la subía lento e impasible temblaba de amor la escalera bajo sus pies y la abrazaba entre sus sombras.

Para él eran todos los días iguales e iguales todas las horas del día; se levantaba a las seis; a las siete bajaba a la tienda; a la una comía; cenaba a eso de las nueve, y a eso de las once se acostaba, se volvía de espalda a su mujer, y, recogiéndose como un caracol, se disipaba en el sueño.

En las grandes profundidades del mar viven felices las esponjas.

Todos los días rezaba el rosario, repetía las avemarías como la cigarra y el mar repiten a todas horas el mismo himno. Sentía un voluptuoso cosquilleo al llegar a los orá por nobis de la letanía; siempre, al agnus, tenían que advertirle que los orá por nobis habían dado fin; seguía con ellos por fuerza de inercia; si algún día por extraordinario caso no había rosario, dormía mal y con pesadillas. Los domingos lo rezaba en Santiago, y era para Solitaña goce singular el oír medio amodorrado por la oscuridad del templo que otras voces gangosas repetían con él, a coro, orá por nobis, orá por nobis.

Los domingos, a la mañana, abría la tienda hasta las doce, y a la tarde, si no había función de iglesia y el tiempo estaba bueno, daban una vuelta por Begoña, donde rezaban una salve y admiraban siempre las mismas cosas, siempre nuevas para aquel bendito de Dios. Volvía repitiendo ¡qué hermosos aires se respiran desde allí!

Subían las escaleras de Begoña, y un ciego, con tono lacrimoso y solemne:

-Considere, noble caballero, la triste oscuridad en que me veo... La Virgen santísima de Begoña os acompañe, noble caballero...

Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de vuelta. Más adelante:

-Cuando comparezcamos ante el Tribunal Supremo de la Gloria...

Solitaña le daba un ochavo. Luego una mujercilla viva:

-Una limosna, piadoso caballero...

Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba blanca, gafas azules, acurrucado en un rincón con un perro y con la mano extendida. Otro más adelante, enseñando una pierna delgada, negra, untosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavos más. Un joven cojo pedía en vascuence, y a éste Solitaña le daba un cuarto. Aquellos acentos sacudían en el alma de don Roque su fondo yacente y sentía en ella olor a campo, verde como sus paños para sayas, brisas de aldea, vaho de humo del caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oír en el fondo de sí mismo, y como salidos de un fonógrafo, cantos de mozas, chirridos de carro, mugidos de buey, cacareos de gallina, piar de pájaros, algo que reposaba formando légamo en el fondo del caracol humano, como polvo amasado con la humedad de la calle y de la casa.

Solitaña y el mostrador de la tienda se entendían y se querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él, contemplaba a los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe, chapuzando los pies en el arroyuelo sucio. De cuando en cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas, cruzaba el campo visual del hombre del mostrador, que le veía sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca.

Fue en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina. «A refrescar un poco la cabeza -decía su mujer-, a estirar el cuerpo, siempre metido aquí como un oso. Yo ya le digo: «Roque, vete a dar un paseo; toma el sol, hombre, toma el sol, y él nada». A los tres días volvió diciendo que se aburría fuera de su tienda; él lo que quería es encogerse y no estirarse; los estirones le causaban dolor de cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y la sombra que reposaban en el fondo de su alma angelical: eran como los movimientos para el reumático. «Mamarro, más que mamarro -le decía doña Rufina-, pareces un topo». Solitaña sonreía. Otro de sus goces, además del de medir telas y los orá por nobis, era oír a su mujer que le reñía. ¡Qué buena era Rufina!

Venía alguna mujer a comprar.

-Vamos, ya me dará usted a dieciocho.

-No puede ser, señora.

-Siempre dicen ustedes lo mismo; ¡es usted más carero!... Lo menos la mitad gana usted. Nada, ¡a dieciocho, a dieciocho!...

-No puede ser, señora.

-¡Vaya!, me lo llevo... ¡Tome usted!...

-Señora, no puede ser...

-¡Bueno!, lo será...; siquiera a dieciocho y medio; vaya, me lo llevo...

-No puede ser, señora.

-Pues bien; ni usted ni yo; a diecinueve.

-No puede ser...

Vencida al fin por el eterno martilleo del hombre húmedo, o se iba o pagaba los veinte. Así es que preferían entenderse con ella, que aunque tampoco cedía, daba razones, discutía, ponderaba el género; en fin, hablaba. Pero para los aldeanos no había como él: paciencia vence a paciencia.

La tienda de Solitaña era afortunada. Hay algo de imponente en la sencilla impasibilidad del bendito de Dios; los hombres exclusivamente buenos, atraen.

Cuando llegaba alguno de su pueblo y le hablaba de su aldea natal, se acordaba del viejo caserío, de la borona, del humo que llenaba la cocina cuando dormitando con las manos en los bolsillos calentaba sus pies junto al hogar, donde chillaban las castañas, viendo balancearse la negra caldera pendiente de la cadena negra. Al evocar recuerdos de su niñez sentía la vaga nostalgia que experimenta el que salió niño de su patria y vive feliz y aclimatado en tierra extraña.

Eran grandes días de regocijo cuando él, su mujer y algunos amigos iban a merendar al campo o a hacer alguna fresada. Se volvían al anochecer tranquilamente a casa, sintiendo circular dentro del alma todo el aire de vida y todo el calor del sol. Una vez fueron en tartana a Las Arenas; nunca había visto aquello Solitaña. ¡Oh!, los barcos, ¡cuánto barco!, y luego el mar, ¡el mar con olas! A Solitaña le gustaba el monótono resuello de la respiración del monstruo; ¡qué hermoso acompañamiento para la letanía! Al día siguiente, viendo correr el agua sucia por el canalón de la calle, se acordaba del mar; pero allí, en su tienda, se palpaba a sí mismo.

Por Navidad se reunían varios parientes; después de la cena había bailoteo, y era de ver a Solitaña agitando sus piernas torpes y zapateando con sus pies descomunales. ¡Qué risas! Bebía algo más que de costumbre y luego le llamaba hermosa y salada a su mujer.

Bajo el mismo cielo, lluvioso siempre, Solitaña era siempre el mismo; tenía en la mirada el reflejo del suelo mojado por la lluvia; su espíritu había echado raíces en la tienda como una cebolla en cualquier sitio húmedo. En el cuerpo padecía de reúma, cuyos dolores le aliviaba el opio de las conversaciones de sus contertulios.

Iban a la noche de tertulia un viejo siempre tan guapo, bizcor, bizcor, según él decía, alegre y dicharachero, que contaba siempre escenas de caza y de limonada; otro que cada ocho días narraba los fusilamientos que hizo Zurbano cuando entró en Bilbao el año 41, y algunas veces un cura muy campechano. Siempre se hablaba de estos tiempos de impiedad y liberalismo; se contaban hazañas de la otra guerra y se murmuraba si saldrían o no otra vez al monte los montaraces. Solitaña, aunque carlista, era de temperamento pacífico, como si dijéramos, hojalatero.

Sin dejar de atender a la conversación, de interesarse en su curso, pensando siempre en lo último que había dicho el que había hablado el último, se dirigía a los rincones de la tienda, servía lo que le pedían, medía, recibía el dinero, lo contaba, daba la vuelta y se volvía a su puesto. En invierno había brasero y por nada del mundo dejaría Solitaña la badila, que manejaba tan bien como la vara, y con la cual revolvía el fuego mientras los demás charlaban, y luego, tendiendo los pies con deleite, dormitaba muchas veces al arrullo de la charla.

Su mujer llevaba la batuta, la emprendía contra los negros, lamentaba la situación del Papa, preso en Roma por culpa de los liberales; ¡duro con ellos! Ella era carlista porque sus padres lo habían sido, porque fue carlista la leche que mamó, porque era carlista su calle, lo era la sombra del cantón contiguo y el aire húmedo que respiraba, y el carlismo, apegado a los glóbulos de su sangre, rodaba por sus venas.

El viejo, siempre tan guapo, se reía de esas cosas; tan alegres eran blancos como negros, y en una limonada nadie se acuerda de colores; por lo demás, él bien sabía que sin religión y palo no hay cosa derecha.

Hablaban de una limonada.

-¡Qué limonada! -decía el que vio los fusilamientos de Zurbano-; ¡pedazos de hielo como puños navegaban allí!...

-Tendríais sarbitos -interrumpió el viejo, siempre tan guapo-; en la limonada hacen falta sarbitos... Sin sarbitos, limonada fachuda; es como tambolín sin chistu. Cuando están aquellos cachitos helados que hacen mal en los dientes, entonces...

-Unas tajaditas de lengua no vienen mal...

-Sí, lengua también; pero sobre todo, sarbitos; que no falten los sarbitos...

Solitaña se sonreía, arreglando el fuego con la badila.

-A mí ya me gusta también un poco de merlusita en salsa... -volvió el otro.

-¿Con la limonada? Cállate, hombre; no digas sinsorgadas... Tú estás tocao... ¿Merlusa en salsa con limonada? A ti solo se te ocurre...

-Tú dirás lo que quieras; pero pa mí no hay como la merlusa...; la de Bermeo, se entiende; nada de merlusa de Laredo; cada cosa de su paraje; sardinas de Santurse, angulitas de la Isla y merlusa de Bermeo...

-No haga usted caso de eso -dijo el cura-; yo he comido en Bermeo unas sardinas que talmente chorreaban manteca; sin querer se les caiga el pellejo... Y estando en Deva, unas angulitas de Aguinaga, que ¡vamos!...

-Bueno, hombre, pues ¿qué digo yo?, cada cosa en su sitio y a su tiempo; luego los caracoles, después el besugo... Hisimos una caracolada poco antes de entrar Zurbano el año...

-Ya te he dicho muchas veces -le interrumpió el viejo siempre tan guapo- que tú no sabes ni coger ni arreglar los caracoles, y, sobre todo, te vuelvo a desir, y no le des más vueltas, que con la limonada sarbitos, y al que te diga merlusa en salsa le dises que es un arlote barragarri... Si me vendrás a desir a mí...

-Y si a mí me gusta en la limonada merlusa en salsa...

-Entonces no sabes comer como Dios manda.

-¿Que no sé?

-Bueno, bueno -interrumpió el cura para cortar la cuestión-, ¿a que no saben ustedes una cosa curiosa?

-¿Qué cosa?

-Que los ingleses nunca comen sesos.

-Ya se conoce; por eso están, tan coloraos -dijo el viejo guapo-, porque en cambio se sampan cada chuleta cruda y te pasan cada sapalora...

-Esos herejes... -empezó doña Rufina.

Y venía rodando la conversación a los liberales.

Cuando los contertulios se marchaban, cerraban la tienda doña Rufina y su marido; contaban el dinero cuidadosamente, sacando sus cuentas; luego, con una vela encendida, registraban todos los rincones de la tienda; miraban tras de las piezas, bajo el mostrador y los banquillos; echaban la llave y se iban a dormir. Solitaña no acostumbraba a soñar; su alma se hundía en el inmenso seno de la inconsciencia, arrullada por la lluvia menuda o el violento granizo que sacudía los vidrios de la ventana.

Al día siguiente se levantaba como se había levantado el anterior, con más regularidad que el sol, que adelanta y atrasa sus salidas, y bajaba a la tienda en invierno entre las sombras del crepúsculo matutino.

El Jueves Santo parecía revivir un poco el bendito caracol; se calaba levita negra, guantes también negros, chistera negra que guardaba desde el día de la boda, e iba con un bastoncillo negro a pedir para la Soledad de la negra capa. Luego en la procesión la llevaba en hombros, y aquel dulce peso era para él una delicia sólo comparable a una docena de letanías con sus quinientos sesenta y dos orá por nobis.

¡Pobre ángel de Dios, dormido en la carne! No hay que tenerle lástima; era padre y toda la humedad de su alma parecía evaporarse a la vista del pequeño. ¿Besos?, ¡quiá! Esto en él era cosa rara; apenas se le vio besar a su hijo, a quien quería, como buen padre, con delirio.

Vino el bombardeo, se refugió la gente en las lonjas y empezó la vida de familias acuarteladas. Nada cambió para Solitaña; todo siguió lo mismo. La campanada de bomba provocaba en él la reacción inconsciente de un avemaría, y la rezaba pensando en cualquier cosa. Veía pasar a los chimberos de la otra guerra como veía pasar al eterno chinel. Si el proyectil caía cerca, se retiraba adentro y se tendía en el suelo presa de una angustia indefinible. Durante todo el bombardeo no salió de su cuchitril. La Noche de San José temblaba en el colchón, tendido sobre el suelo, ensartando avemarías. «Si al cabo entraran, decía doña Rufina, ya le haría yo pagar a ese negro de don José María lo que nos debe».

Su hijo fue a estudiar Medicina. La madre le acompañó a Valladolid; a su cargo corría todo lo del chico. Cuando acabó la carrera pensaron por un momento dejar la tienda; pero Solitaña sin ella hubiera muerto de fiebre, como un oso blanco transportado al África ecuatorial.

Vino el terremoto de los Osunas; y cuando las obligaciones bambolearon, crujió todo y cayeron entre ruinas de oro familias enteras, se encontró Solitaña una mañana lluviosa y fría con que aquel papel era papel mojado, y lo remojó en lágrimas. Bajó mustio a la tienda y siguió su vida.

Su hijo se colocó en una aldea, y aquel día dio don Roque un suspiro de satisfacción. Murió su mujer, y el pobre hombre, al subir las escaleras que temblaban bajo sus pies, y sentir la lluvia, que azotaba las ventanas, lloraba en silencio con la cabeza hundida en la almohada.

Enfermó. Poco antes de morir le llevaron el Viático, y cuando el sacerdote empezó la letanía, el pobre Solitaña, con la cabeza hundida en la almohada, lanzaba con labios trémulos unos imperceptibles orá por nobis, que se desvanecían lánguidamente en la alcoba, que estaba entonces como ascua de oro y llena de tibio olor a cera. Murió; su hijo le lloró el tiempo que sus quehaceres y sus amores le dejaron libre; quedó en el aire el hueco que al morir deja un mosquito, y el alma de Solitaña voló a la montaña eterna, a pedir al Pastor, él, que siempre había vivido a la sombra, que nos traiga buen sol para hoy, para mañana y para siempre.

¡Bienaventurados los mansos!




ArribaAbajoLas tribulaciones de Susín

(El Nervión, Bilbao, 14-VIII-1892)


A Juan Arzadun.



La fresca hermosura del cielo que envolvía árboles verdes y pájaros cantores alegraba a Susín, entretenido en construir fortificaciones con arcilla, mientras la niñera, haciendo muchos gestos, reía las bromas de un asistente.

Susín se levantó del suelo en que estaba sentado, se limpió en el trajecito nuevo las manos embarradas, y contempló su obra viendo que era buena. Dentro de la trinchera circular quedaba un espacio a modo de barreño que estaba pidiendo algo, y Susín, alzando las sayas, llenó de orina el recinto cercado. Entonces le ocurrió ir a buscar un abejorro o cualquier otro bicho para enseñarle a nadar.

Tendiendo por el campo la vista, vio a lo lejos brillar algo en el suelo, algo que parecía una estrella que se hubiera caído de noche con el rocío. ¡Cosa más bonita! Olvidado del estanquecillo, obra de sus manos y su meada, fuese a la estrella caída. De repente, según a ella se acercaba, desapareció la estrella. O se la había tragado la tierra, o se había derretido, o el Coco se la había llevado. Llegó al árbol junto al cual había brillado la añagaza, y no vio en él más que guijarros, y entre éstos un cachito de vidrio.

¡Qué hermosa mañana! Susín bebía luz con los ojos y aire del cielo azul con el pecho.

¡Allí sí que había árboles! ¡Aquello era mundo y no la calle oscura preñada de peligros, por donde a todas horas discurren caballos, carros, bueyes, perros, chicos malos y alguaciles!

Mudó Susín de pronto de color, le flaquearon las piernecitas y un nudo de angustia le apretó el gaznate. Un perro..., un perro sentado que le miraba con sus ojazos abiertos; un perrazo negro, muy negro, y muy grande. Si hubiera pasado por su calle, habríale amenazado desde el portal con un palo; pero estaba en medio del campo, que es de los perros y no de los niños.

No le quitaba ojo el perro, que levantándose empezó a acercarse a Susín, a quien el terror no dio tiempo de pensar en la huida. Rehecho un poco echó a correr, mas con tan mala suerte que, tropezando, cayó de bruces. Cayó y no lloró, quejándose pegado al suelo... ¿Llorar? ¿Y si le oía el perro, que acaso no era más que el Coco que se lleva a los niños llorones, disfrazado? Se le acercó el perrazo y le olió. Sin alentar apenas, y con un ojo entreabierto, vio Susín, bailándole el corazoncillo, que el perro se alejaba lentamente y que allá, muy lejos, sacudía con majestad sus negros lomos con la cola negra.

Susín se levantó, y mirando en derredor viose solo en la inmensa soledad; el sol picaba su cabecita rubia y le saludaban los árboles. Y allí cerca brillaba el agua de un charco al reflejo del sol.

Olvidó al perro, como había olvidado al estanquecillo, obra de sus manos, y a la estrella caída, y se acercó al charco, cuya superficie límpida y clara parecía el rostro sereno, pero triste, de un charco muerto a que había que animar. Cogió una chinita, la arrojó al agua, y entonces el charco se echó a reír, perdiéndose su risa suavemente en el barrizal de las orillas. ¡Qué bonitos círculos! Empezó a subir el légamo del fondo y a enturbiarse el charco, y entonces, cogiendo Susín un palo y agachándose mejió el agua. ¡Y cómo se enturbiaba!

Levantose Susín, metió un piececito en el agua y empezó a chapotearla. ¡Qué bonito! ¡Cómo se reía el charco de que se le enfangara y de ensuciar al niño!

Al sentir éste la humedad que, atravesando las botitas, le refrescaba el pie, la conciencia de estar haciendo una cosa fea le hizo volver la cabeza. Dio un grito y se arrimó a un árbol, quedándose en él pegado y sin saber dónde esconder los pies. ¡Oh, si hubiera podido trepar como los chicos grandes y esconderse en las ramas altas, donde se esconden los abejorros! Pero de una cornada podía haber derribado el árbol la vaca.

Era una vaca colosal, cuyo cuerpo casi cubría el cielo y cuya sombra se extendía por la tierra desmesurada y fantástica. Avanzaba lentamente, recreándose en la angustia de su víctima, que se tapó los ojos para que la vaca no le viera, y a punto de arrojarse al suelo y gritar: «¡No, no lo haré más!», la vaca, avanzando, pasó de largo. Susín se despegó del árbol y miró el derredor. ¿Dónde estaba?

Sentía cosquilleo en el estómago, pues es cosa sabida que las impresiones fuertes aceleran la vida y debilitan el cuerpo, y que hasta los grillos recién muertos resucitan entre lechuga.

Entonces Susín se dio cuenta de su situación, miró atónito al largo camino, a los castaños corpulentos, a la tierra solitaria y al sol imperturbable clavado en el cielo azul. ¿Y la chacha?

De cuando en cuando pasaba algún hombre y casi ningún señor. Hombres, hombres todos, y ¡qué hombres!, todos feos, con mucha barba y ningún parecido a papá. Uno le miró mucho y esos hombres que miran mucho son los peores, los del saco. Sintió angustia mortal al verse perdido en el mundo, a merced de los chicos malos que llaman «madre» a su mamá, de los perros grandes y de las grandes vacas, y no estaba allí papá para pegarles. El soplo del Coco heló a Susín el alma, que temblaba como las hojas del árbol, sintiendo al Coco presente en todas partes agazapado tras de los árboles, acurrucado bajo las piedras, oculto bajo tierra, caminando a su espalda. Rompió a llorar, y a través de las lágrimas vio que en el campo deshecho en bruma se le acercaba un hombre.

Un hombre..., pero ¡qué hombre! Mirole con la atención del espanto, recociéndose su alma helada en un rinconcillo del corazón. ¡No era un hombre; era peor que un hombre; era un alguacil!

El alguacil se le acercaba poco a poco como el perro negro y la vaca grande; pero ni se alejó ni pasó de largo. Abriendo Susín tanto los ojos que apenas veía, sintió que una manaza se posaba en su manecita, y se vio perdido y sin poder llorar.

-No llores, chiquito; no llores, que no te hago nada. ¡Qué malo es el Coco!

¡Qué malo es el Coco cuando usa ironía alguacilesca!

-Ven, ven conmigo; vamos a buscar a papá.

El cielo se le abrió al niño con el milagro, porque lo era, un verdadero milagro, el que un alguacil tuviera voz tan suave, inflexiones en ella tan tiernas, tono tan acariciador. ¡Si parecía un papá aquel alguacil! Su mano no oprimía y su paso se acomodaba al del niño, que se sentía entonces al amparo de un alto personaje, de un Coco bueno.

-Dime, ¿de quién eres?

-De papá.

-¿Y quién es tu papá?

-Papá.

-Pero, ¿qué papá, hijo mío?

-El de mamá.

El ministro de la Justicia se sonrió, porque también él era de su mujer. Singular pregunta para el niño, ¿quién es tu papá? ¡Cómo si hubiera más de uno!

-¿Dónde vives?

-En casa.

-¿Y dónde está tu casa?

-En casa de papá.

El alguacil renunció al interrogatorio, quedándose perplejo: porque sin interrogatorio, ¿cómo se averiguan las cosas?

Acababan de serenarse los ojos de Susín y le invadía toda la dulzura del aire del cielo cuando vio venir a la niñera, amenazadora, peligro patente y claro, nada fantástico. Asió entonces el niño con sus dos manecitas el pantalón del alguacil, ocultando su cabecita rubia entre las piernas de éste. Hubiérase achicado hasta poder entrar en el bolsillo de aquel sagrado pantalón.

La voz del alguacil sonó armoniosísima, diciendo: «No hagas caso, no te harán nada». Y luego, más grave: «Déjele usted, que no tiene él la culpa».

De manos del alguacil pasó a los brazos de la criada, y al alejarse miraba a aquél por si seguía protegiéndole con la mirada. Mas apenas perdieron la vista al Coco bueno, sintió Susín en el trasero la mano de la niñera.

-¡Chiquillo! ¿No te tengo dicho que no te vayas de mi lado...? Ya te daré yo... Buen rato me has hecho pasar... Yo, como una loca, busca que te busca, y tú...

El niño lloraba de una manera lastimosa; aquello no era el Coco, pero sí una buena azotina. Y lloraba tanto que, impacientada la niñera, empezó a besarle y decirle:

-No seas tonto, no ha sido nada; no llores, Susín... Vamos, calla; ya sabes que a papá no le gustan los niños llorones... Cállate...; mira, voy a comprarte un caramelo, si callas...

Susín calló para chupar el caramelo.

Cuando poco después vio las paredes de su casa y se sintió fuerte al arrimo de su padre, renováronse las heridas, sintió el diente del perro, el cuerno de la vaca y la mano de la niñera y rompió a llorar. ¡Qué dulce le sonó la voz de papá riñendo a la chacha! Tomole luego en brazos su padre, apoyó Susín su mejilla ardiente sobre el pecho protector y bajó el sueño a derretir sus penas.

¡Qué hermoso es llegar al puerto empapado en agua de tempestad!




ArribaAbajoLa sangre de Aitor

(El Nervión, Bilbao, 14-IX-1891)


De la más pura sangre de Aitor había nacido Lope de Zabalarestista, Goicoerrotaeche, Arana y Aguirre, sin gota de sangre de moros, ni de judíos, ni de godos, ni de maquetos. Apoyaba su orgullo en esta nobleza tan casual y tan barata.

Lope, aunque lo ocultó y hasta negó durante mucho tiempo, nació, creció, y vivió en Bilbao, y hablaba bilbaíno porque no sabía otra cosa.

-Ya al cumplir sus dieciséis años, le ahogaba Bilbao e iba a buscar en el barrio de Asúa al viejo euskalduna de patriarcales costumbres. ¿Bilbao? ¡Uf! ¡Comercio y bacalao!

Como no comprendían al pobre Lope sus convillanos, le llamaban chiflado.

En cuanto podía, se escapaba a Santo Domingo de Archanda a leer la descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las peñas desnudas de Mañaria, que cierran el valle que arranca de Echébarri, valle de los mosaicos verdes, bordado por el río.

Una mañana hermosa de Pascua, a la hora de la procesión, se enamoró de un carucha viva, y al saber que la muchachuela se llamaba Rufina de Garaitaonandía, Bengoacelaya, Uría y Aguirregoicoa, saltó su corazón de gozo porque su elegida era, como él, de la más pura sangre de Aitor, sin gota de sangre de judíos, ni de moros, ni de godos, ni de maquetos. Bendijo a Jaungoicoa y juró que sus hijos serían de tan pura sangre como él. Y de noche soñó que se desposaba con la maitagarri, libertada de las terribles garras del basojaun.

A la vuelta de un viaje que hizo a Burgos se fue a Iturrigorri a abrazar a los árboles de su tierra.

A las romerías iba con alegría religiosa. Odiaba ésas otras en que mozas con mantilla bailan polkas y valses, y buscaba esas otras, escondidas en rincones de nuestros valles.

Cuando veía a algún viejo de pipa de barro, viejo chambergo, con el ala recogida por detrás, greñas blancas, «capusay» y «mantarras», quedaba en éxtasis, pensando en el viejo Aitor.

Una pena oculta amargaba su alma. Ni él ni Rufina sabían una palabra de vascuence. ¿Por qué de niño no le llevaron a criar a un caserío de Cenarruza?

Mil veces proyectaron aprender el misterioso eusquera él y su íntimo, Joaquín G. Ibarra; es decir, Joaquín González Ibarra Puigblanch y Carballido. El cual Joaquín era tan exaltado como Lope, pero el pobre llevaba avergonzado sus apellidos. ¿Cuándo recibirían en su mente, como maná de Jaungoicoa, el verbo santo, preñado de dulces reconditeces? Pero... ¡es tan difícil! ¡Deja tan poco tiempo el escritorio! Luego tenía que aprender inglés para el comercio.

Si no sabía eusquera, ¿en qué le conocerían? Decidió, ya que no podía hablar la lengua de Aitor, para darse a conocer, chapurrear el castellano, ese pobre «erdera», ese romance de ayer mañana, nacido, como un gusano, del cadáver corrupto del latín, lengua de los maquetos de allende el Ebro. Y decididamente empezó a estropear la lengua de su cuna, aquella en que le acarició su madre y en que rezaba a Dios.

Los veranos iba un mes a Villaro. Allí tomaba leche en los caseríos, admiraba las sencillas costumbres de los hospitalarios euskaldunas, y al irse les dejaba una propinilla.

Una noche de luna llena subió a Lamíndaro a soñar. El cielo estaba nublado.

Se presentó Aitor de pie junto al Cantábrico, alborotado; la barba le caía como la cascada de Ujola; vestía extraño traje, y miraba a la cuna del Sol, de donde vino, trayendo el misterioso verbo, fresco y grave, preñado de hondos arcanos; verbo que emanaba de los labios del aitona como rocío del espíritu. Aitor fue disipándose, como neblina del mar.

Brilló luego sobre el valle, blanca y redonda, la luz de los muertos (il-arguia), y a su lado las estrellas parecían punzadas del techo del mundo, por donde filtra la luz de Jaungoicoa. Peñas oscuras cerraban el valle, pálido a la luz de los muertos; los árboles extendían en él largas y recortadas sombras; las aguas corrían con rumor eterno, y en sus cristales danzaba, hecha pedazos, la luna, reflejada. Los perros le ladraban; croaban las ranas en los remansos de las aguas, y dormía todo sobre la tierra menos los nobles euskaldunas. Vestidos de pieles crudas se reunían a la puerta de sus caseríos de madera, y bailaban solemne danza, símbolo de la revolución de la Luna en torno de la Tierra. Lope, allí, en medio de ellos, los miraba enternecido. Presidían los ancianos; las viejas hilaban su mortaja.

Se adelantó el «koplari», y le ofrecieron pan y bellotas; lo probó y comenzó el canto. Acompañábase del atabal mientras entonaba en la lengua misteriosa himnos alados a Jaungoicoa, que encendió la luz de los vivos y la de los muertos, y que trajo a los euskaldunas de la patria del Sol.

Lope, que no entendía despierto el pobre eusquera que hoy se usa, entendía aquel eusquera, puro y grave.

La música parecía el rumor del viento en los bosques seculares de la Euscaria, sin mancha de wagnerismo ni armoniquerías, que infectan hoy los zortzicos.

Cantaba el «koplari» al sublime Aitor, que vino de la tierra del Sol, de la Iberia oriental, donde posó el arca; cantaba a Lelo, el que mató a Zara; cantaba a Lekobide, señor de Bizcaya, el que ajustó paz con Octavio, señor del mundo.

Callaba el «koplari»; brillaba, redonda y blanca, la luz de los muertos, y adoraban los euskaldunas al santo Lauburu, a la cruz, en que había de morir Cristo siglos más tarde, mientras Lope se persignaba y rezaba el padrenuestro.

Se disiparon los adoradores del Lauburu, y Lope se vio en la cima del sagrario Irnio, entre euskaldunas crucificados, que cantaban himnos belicosos y morían por haber defendido los fueros contra los romanos.

Vio pasar a los romanos, togados, como estatuas de piedra; a los cartagineses, de abigarrados trajes; a los godos, de larga cabellera; a los requemados moros, y a todos, estrellarse contra las montañas vascas, a las que venían a buscar riquezas, como las olas del Cantábrico contra el espinazo de Machichaco.

Vio a Jaun Zuría venir de la verde Erín; le vio derrotar en Padura al desdichado Ordoño, y vio la sangre de los leoneses transformar los pedruscos de Padura en la roja mena de hierro del actual Arrigorriaga, esto es, pedregal rojo.

Vio luego al «echeco-jauna» de Altobiscar asomarse a la puerta de su caserío, y oyó ladrar a su perro.

Vio venir las huestes de Carloman; vio a los euskaldunas aguzar sus azconas en la peña; les oyó contar los enemigos, cuyas lanzas refulgían; vio rodar los peñascos de Altobiscar e Ibañeta; oyó la trompa de Roldán, moribundo, y vio escapar a Carloman, con su capa roja y su pluma negra.

Luego asistió a las guerras de bandería, y desde el torreón de una cuadrada casa-torre oyó el crujir de las ballestas, la vocinglería de los banderizos; vio las llamas del incendio y disolverse todo al sonido grave de la campana de la ante-iglesia, que reñía a los ladrones nobles y llamaba a los plebeyos, como una gallina a sus polluelos.

En seguida la larga y callada lucha a papeladas con los reyes de España, que refunfuñaban antes de soltar privilegios.

Y tras esto, la elegía triste, la sangre de Abel enrojeciendo el cielo; la nube roja, que viene del Pirineo preñada de los derechos del hombre, que en violento chaparrón amagaban ahogar los fueros.

Aparecieron boinas y morriones...

Entonces Lope volvió en sí, y pensando en la última chacolinada dejó aquel campo.

Aprendió a conocer su patria en Araquistain, Goizueta, Manteli, Villoslada y otros. Leyó a Ossian y allí fue ella. Al volver de Iturrigorri, ya oscuro, miraba a los lados y al verse solo, exclamaba en voz baja:

«Pálida estrella de la noche, ¿qué ves en la llanura?, y como callaba la estrella, él mismo se contestaba: «Veo a Lelo que persigue a Zara...».

¡Qué enorme tristeza le daba ver desde las cimas a la serpiente negra, que silbando y vomitando humo arrastraba sus anillos por las faldas de las montañas y las atravesaba por negros agujeros, trayendo a Euscaria la corrupción de allende el Ebro! Entonces suspiraba por la muralla de China.

¿Qué nos han dado esos maquetos? -pensaba-. ¿No adorábamos la cruz antes que ellos nos trajeran el cristianismo? ¿No teníamos una lengua filosófica antes que ellos nos trajeran con su corrupto erdera la flor de la civilización romana? ¿No hizo Dios las montañas para separar los pueblos?

Y al sentir el ronquido de la serpiente negra exclamaba:

«Huye, huye, rey Carlomagno, con tu capa roja y tu pluma negra», y bajaba triste, apoyándose en su maquilla.

El sueño de su vida era el santo roble. No quería morir sin haberle visitado una vez cuando menos. El árbol santo es el complemento de la cruz que asoma entre sus ramas en el escudo de Vizcaya.

Llegó el día de la visita. Iba Lope en el imperial del coche cantando el himno de Iparraguirre y hartando sus ojos de paisaje. Subió Aunzagana a pie, apoyado en la maquilla. Entraron en la garganta de Oca, donde se despeña el arroyo entre fronda. Luego se abrió ante ellos la dilatada vega de Guernica, henchida de aire marino, y vio a lo lejos la iglesia de Luno, como centinela sobre el valle.

El aire corría por el valle acariciando los maizales verdes, el cielo se tendía sin una arruga, las peñas de Achane cerraban el horizonte y la ermita de San Miguel parecía un pájaro gigantesco posado en la puntiaguda cima del Ereñozar.

Allí abajo, oculta tras los árboles, reposaba Guernica, Guernica la de las Juntas.

Cuando se apearon del coche Lope y Joaquín, estaban medio locos. Sin cepillarse el polvo, preguntaron por el árbol, y un chiquillo les mostró el camino. Entraron en el santo recinto, vieron mudo el anfiteatro donde batallaron las pasiones, muda la Concepción guardada por espingardas, mudos los señores de Vizcaya.

Llegaron frente al árbol y se descubrieron. Y ni una lágrima, ni una palpitación más, ni un impulso del corazón; era para desesperarse, estaban allí fríos. Miraron bien al pobre viejo, viéronle remondado de mortero, miraron al joven que se alza recto dividido en tres ramas, y se sentaron en los asientos de piedra del pabellón juradero. En el convento próximo tocaban las monjas.

Vino también un aldeano. Pasaba por primera vez por Guernica y no quería irse sin ver el árbol de la canción; le miró y remiró, preguntó tres o cuatro veces si era aquél y se fue diciendo:

-¿Cer ete da barruan? Es decir: ¿qué tendrá dentro?

Entonces les contaron a Lope y Joaquín la llegada del último koblakari, no se sabe si de la región de los espíritus.

Una noche de plenilunio apareció junto al árbol el último koblakari. Era un mocetón robusto; las negras greñas le caían hasta la espalda, algo cargada; llevaba boina roja y un elástico rojo con bellotas doradas por botones. Se apoyaba en un bastón de hierro y llevaba una guitarra. El koblakari misterioso llegó, se arrodilló, abrazó y besó el árbol y lloró. Entonó himnos que subían al cielo como incienso, cantó el himno divino del anteúltimo koblakari, y cantó luego la degeneración de la noble raza vascongada, ¡y lo cantó en castellano!

Pero el pueblo no le conoció, hizo befa de él. Cabizbajo, sumido en honda tristeza, bajó a Guernica, dio de noche en la sociedad una sesión de guitarra y rifó un pañuelito de seda.

Lope y Joaquín se retiraron a la fonda silenciosos, y, después de haber calentado el estómago con unas humeantes chuletas y un vivificante vinillo de allende el Ebro, sintieron que una inmensa ternura les invadía el corazón, se resquebrajó el hielo que les hubo coartado frente al roble santo y el recuerdo de la visita les llenó de dulce tristeza que acabó en sueño.

Los dos, de vuelta de la santa peregrinación, ingresaron en una patriótica sociedad que se fundó en Bilbao, a la que iban a jugar al dominó.

Más tarde, en época de elecciones, hizo Lope de muñidor electoral. Cuando llegaban éstas el santo fuego le inflamaba, evocaba a Aitor, a Lecobide, a los héroes del Irnio y se despepitaba para sacar triunfante con apoyo del primero que llegara a ser candidato unido a un blanco, negro, rojo o azul, y aquí paz y después gloria.

¡Viejos euskaldunas que os congregabais en los batzarres y cantabais a Jaungoikoa a la luz de los muertos! ¡Vosotros que conservabais la médula fecunda del misterioso verbo euskárico! ¡Nobles koblakaris de la Euskaria! ¡Levantaos de la región de los espíritus, todos, desde el primero al último, el de los botones bellotas, levantaos! ¡Descolgad de los añosos robles los mudos atabales y entonad elegías dolorosas a esta raza que descendió del Irnio a los comicios, a esta raza indómita ante las oleadas de los pueblos, domada por el salitre del bacalao y la herrumbe del hierro!

Mientras ellos pelean a papeletazos por un cargo público, ¡llorad, nobles euskaldunas, a la sombra del roble santo!




ArribaAbajoChimbos y chimberos

(Leído en la Sociedad El Sitio, 1-V-1891; publicado en enero de 1892 en El Nervión)



- I -

Dejaron el escritorio el sábado, al anochecer; como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas, comentando el estado del tiempo próximo futuro. Al separarse, dijo Michel a Pachi:

-Mañana a las seis, en el simontorio, ¿eh?

-¿En el sementerio? ¡Bueno!

-¡Sin falta!

El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue.

-Reconcho, ¡qué noche!

Enfiló al cielo la vista: así, así. Soplaba noroeste, ¡maldito viento gallego! El cielo gris destilaba sirimiri, con aire aburrido; pasaban nubarrones, también como aburridos; pero..., ¡quiá!, las golondrinas iban muy altas... Se frotó las manos, diciéndose:

-Esto no vale nada.

Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada, que le abrió, le dijo:

-¡Nicanora, mañana ya sabes!

-¿Pa las cinco?

A eso de las diez, se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y al fraile y se acostó. ¡El demonio dormía!

Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor. Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum!, descerrajarle un tiro a quemarropa... A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta, ya limpia; tomar chocolate, oír misa de cinco y media en Santiago. ¡Pues no son pocas cosas! Lo menos había que levantarse a las cinco... No; mejor a las cuatro y media. Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada; sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió; dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etc. ¡Maldito moscón, qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra!

El moscón empezó a crecer, hasta llegar tamaño como el chimbo; acudieron otros más, y se llenó el cuarto de moscones chimbos. Él se acurrucó en un rinconcito, bajo una parra, y, tiro va, tiro viene, a cada tiro derribaba un moscón chimbo, que caía desplomado en la cama, convertida en gran cazuela, y donde al punto quedaba frito... Luego pasaron volando merluzas, lenguas, sarbos, chipirones... Oyó que uno de sus compañeros gritaba a lo lejos:

-¡Las dos y nublado!

Luego, la misma voz más lejos, mucho más lejos. En seguida... cayó él mismo en la cazuela, y se despertó en la cama. Oyó despierto las tres, volvió a dormirse y volvió a despertar: ¡arriba! Fue al balcón en calzoncillos... Empezaba a clarear... Algunas nubes... Todo ello era la bruma de la mañana, porque el fraile tenía medio descubierta la calva; abrió un poco el balcón y sacó la mano... Se lavó y vistió el traje viejo, botas de correas y bufanda; sacó la burjaca, y salió del cuarto.

¡Nicanora en la cama! Estaba acostumbrada a esperar que el señorito se levantara antes de la hora de llamada.

-¡El chocolate, mujer de Dios!

Al rato salió Nicanora diciendo, como diría un cómico:

-¿Dónde estoy?

-¡En todavía!...

Mi hombre se abrasó el paladar con el chocolate, se echó al hombro la vieja escopeta de pistón y a la calle.

Su madre le gritaba desde el cuarto:

-Luego con cuidao..., ¿eh?

Empezó a recorrer, como alma en pena, las calles desiertas, hasta que dieron las cinco y media. Vio algunos perros, al churrero melancólico y a los serenos que se retiraban. En la puerta de San Juan, algunas viejas acurrucaditas esperaban a Lucas.

Llegó al simontorio, y, al toque de las cinco y media, entró en la iglesia, fría como bodega, llena de criadas y hombres de boina.

Poco antes del alzar, entró Michel.

-¡Esta misa no te sirve!

-¡Otro día oiré el pedazo que me falta!

Michel llevaba su escopeta cargada con apretado perdigón mostacilla, y un perrito chimbero, color castaño, lanudo, de hocico fino, por nombre Napoleón.

Estos chimberos dormilones son la decadencia. En la edad de oro, el hoy rústico chimbero se componía de un perrillo como el de Michel, una escopeta de pistón y un chimbo, debajo de un alto sombrero de paja ahumado, forrado con una levita de pana, con polainas de paño y cargado de burjaca, cartuchero, capuzonero, polvorinero colgante de un cordón verde, mil cachivaches más y su zurroncillo con la gallofa de pan y merluza frita u otra golosina así. De misa de cuatro y media, ande Rosendo, a embaularse café con su copita de chilibrán.

Hacía tiempo que estaba cantando su alegre ¡nip, nip! el chindor, de collar anaranjado, el amante del sol, que le saluda al romper el día, deja sus sábanas de bruma, y le da las buenas noches cuando se acuesta entre purpurinas nubes. Eran las seis y cuarto.

¡Qué agradable es recorrer la villa cuando ilumina el sol los tejados y escapa de él el fresco por las calles! Era septiembre, mes de los chimbos.

-¡Mira, mira, cuánta eperdícara!

Eran las fregonas, con su delantal blanco y su mantilla negra, que salían en bandadas y se dispersaban escoltadas. Algunas venían de oír misa por el campo. ¡Judías! En el Arenal era todo un paseo.

-¡Adiós, salada!

-¡Adiós, salerosa!

No podían, ¡ay!, detenerse; el chimbo les esperaba cantando en su higuera himnos al sol recién nacido.

Cruzaron con un chinel, y empezaron a trepar como garrapos por la estrada del Tívoli. Cruzaban, a ratos, con aldeanas, que llevaban sobre la cabeza la cesta, cubierta con el trapo blanco, y, sobre éste, la cestita de la vendeja.

-¿No sabes tú algo de vascuence?...

-¡Sí, vascuence de Artecalle!...

-Diles algo, échales una flor...

-¡Eh, su... nesca... gurusu... gurusu...!

-No soy nesca; nescas en Bilbao Vieja tienes...

-¡Te ha chafao! ¿No sabes que hay que llamarlas nescatillas?

Michel quedó corrido y juró, en su corazón, vengarse del descalabro. Llegaron sudando a la cima de la cordillera.

Entonces pasaba un aldeano.

-Anda, Pachi, pregúntale por dónde se baja a Izarza...

-¿No sabes o qué?...

-Pregúntale, ¡verás qué chirene!

Tomó el inocentón las más suaves inflexiones de su voz para decirle:

-Diga usted, buen hombre, ¿hará el favor de decirme por dónde se baja a Izarza?

El aldeano se encogió de hombros, sonrió y siguió su camino, sin contestar palabra.

-¿Ves, ves, cómo no te las arreglas con el jebo?... Mira, aquí viene otro... ¡Eh, tú, di por dónde puñeta se va a Izarza!

-¡Por aquí, señor! -contestó, señalando el camino.

-¿Ves, hombre, ves?... Aldeano de los alrededores de Bilbao, jebo sivilisao... Tiene más... más... más qué sé yo que un gorrión.

Y el hombre aligeró el paso, con la satisfacción de la venganza. Había tomado la revancha por lo de las nescas. ¡Cuántas vueltas y revueltas tiene el laberinto del corazón humano!

Entraban en tierra aldeana. Michel había calumniado al jebo sivilisao, como él decía, al aldeano urbano. Cierto es que, como gato escaldado, huye del agua fría; pero si ve blanca, se apacigua y entra en razón.

Se detuvieron en una de las casas de la cima a echar una espuelita de aguardiente balarrasa. Corría un fresco de mil demonios.

Pachi, con las manos en los bolsillos, lagrimeando los ojos pistojillos y colgando el dindirri de la nariz, tapadas boca y orejas por la bufanda, miraba a lo que tenía delante por entre la tenue neblina de su propio aliento. De vez en cuando, por no sacar las manos, sorbía...

Bilbao, ensartado en el Nervión, se acurrucaba en aquella hondonada, cubierto en el edredón de la niebla, humeando a trechos y ocultándose, en parte, tras el recodo del camposanto. La luz de la mañana hacía brillar el verde de los campos de Albia, tendidos al pie de Arraiz. Apoyándose sobre las pardas peñas de San Roque, contemplaba a la villa el pelado Pagasarri, y, sobre sus anchas espaldas, asomaba la cresta Ganecogorta el gigante. Parecían tías que contemplaban al recién nacido sobrino, Arraiz, Arnótegui con los brazos abiertos, y santa Águeda, de famosa romería.

A Pachi la ternura patria le hacía bailotear los ojillos... ¡Aquello era su Bilbao, su bochito, lo mejor del mundo, el nido de los chimbos, la tacita de plata, el pueblo más trabajador y más alegre!

El Nervión, ría y no río -¡ojo!-, culebreaba a todo lo largo de la vega de Olaveaga; más lejos, parecía a ratos bosque de jarcia; luego, las altas chimeneas del Desierto, cuyo humo se mezclaba a los pesados nubarrones que venían de hacia las recortadas minas de vena roja. Se abría la ría, no río -¡ojo!-, en el Abra; Serantes el puntiagudo, reproducido en el Montano, se miraba en el mar; allí, las Arenas, como nacimiento de cartón, y volviendo a la derecha -Pachi se volvió-, el valle de Asúa, la inmensa calma de la aldea, Chorierri, tierra de pájaros, la tierra de promisión, el campo de los chimbos y los chimberos. En él, Sondica, Lujua, Erandio, Zamudio y Derio, cinco pueblecitos como cinco polladas, con sus cinco iglesias como cinco gallinas, picoteando en su valle de verdura eterna.

El fresco o la emoción humedecían los ojos de Pachi:

-Suisa, hombre, Suisa...

-¿Dónde has visto tú Suisa, arlote?

-¡Por los santos, hombre, por los santos!

-Pero qué, ¿no piensas casar, ni comer?

A esta, palabra mágica se volvió, enternecido y sorbiendo los mocos. Empezaron a buscar aventuras. Bajaban por tina calzada llena de baches y pedruscos, verdadero calvario.

Salían a la puerta de los Caseríos los mastines a ladrarles como desesperados, cuando no acababan de olfatear a Napoleón bajo el rabo. Michel se impacientaba; tenía tanta ojeriza al perro aldeano como a su amo; les tiraba piedras.

-¡Para quieto, hombre! ¡Aquí llevo unos curruscus de gallofa y algunos de fote, verás. ¿Ves? ¿Ves?

-Sí, fíate. A mí una ves me echó uno un tarisco...

-¡Quiá! Porque eres un memelo..., y te quedarías apapanturi. Ladran de hambre, nada más que de hambre... Que te tiran del pantalón, es pa que les hagas caso...

-¡Calla! ¿No has oído?

-¡No! ¿Pues?

-¡Cállate!

Se oyó el alegre ¡pío, pío! de un chimbo. Primera aventura de verdad. Vieron luego al pajarillo salir del suelo y, con vuelo cortado y bajo, volver a ocultarse entré los terrones...

-¡Míale, míale! ¡Allí, allí! ¿No le ves?

-¡Sch, schsechut!... ¡Calla!

Michel se adelantó a pasos lentos, agachándose y con la escopeta en ristre... Se la echó a la cara... ¡Huyó! El chimbo levantó el vuelo y se fue hacia Pachi. Antes de poder decir ¡amén! en su lengua el pajarito, se oyó el tiro.

-¡Ya ha caído!

Empezaron a registrar entre terrones. Napoleón hozaba por aquí y allí, y todo en vano; ni rastro.

-¿No te digo yo?... ¿No te digo?... Se abre la tierra y los traga... Tiene razón Chomín: si traerían los toros de agosto por aquí no llegaban a Bilbao... ¿No te...?

¡Pi, pi, pío! Pero no consiguieron ver al animalito.

-¡Cuando mete tanta bulla, será algún chimbo silbante!

-¡Sí; están verdes!

-¡Lo que es si vuelve atrás!

El buen chimbero desprecia al raquítico y negrucho silbante, el más pequeñín y flaco, el más bullanguero y saltarín...

-¡Vaya con el chirripito! ¡Reuses de pájaro, na más!...

Entonces se separaron, y tiró cada cual por su lado. Este es el encanto de la caza del chimbo. El chimbo chimbero es la encarnación mil trece del espíritu potente y ferozmente individualista de nuestro pueblo, falto de grandes hombres y ahíto -de grandes hechos, donde todo es anónimo y todo vigoroso; donde, donde cada cual, con santa independencia y terquedad admirable, atiende a su juego y se reúnen sólo todos para comer y cantar. ¡No de bullangueras asambleas, sino del lento trabajo del choque de intereses y de la larga experiencia, brotaron, como flor colectiva del espíritu individualista, aquellas admirables ordenanzas que han dado la vuelta al mundo!

A ratos lloviznaba. Michel, que caminaba entre abrojos, oyó cantar al chindor, amigo del hombre, que canta a la caída de las hojas en el tardío otoño. Le perdonó la vida.

-¡Que viva y cante! ¡Oh, magnanimidad chimberil!

Llegó a las orillas de un arroyo, que culebreaba entre mimbres y juncos, que le cubrían como cortinillas de verdura; subía a las narices una frescura de hierba húmeda, que dilataba el pecho y abría el apetito. Pasó como una flecha un pinchegujas, y, tras él, un pajarito de pecherita blanca, que iba, venía, gritaba, agitaba su colilla recta como una dama su abanico, mojaba su piquito en el arroyo, jugaba con el agua, se iba a mirar en ella y, al ver deformada su imagen por los rizos del agua, le entraba risa y echaba a volar, riendo en vivo ¡pío, pío! Sonó el tiro, y, aleteando un poco, cayó la pobre eperdícara en el agua, que envolviéndola, fue a dejarla entre unos juncos.




- II -

Entre tanto, el incomensurable Pachi, sin perro ni cosa que lo valga, seguía su caza. Al pasar por un sembrado, oyó una voz que le gritaba:

-¡Eh, tú, ándate con cuidao, luego!

-Este será carlista, de seguro -pensó.

Alguno de los de Arrigorriaga -la cacería que cuento fue en septiembre del 72-, carlista, de seguro. ¡Claro está! ¡Un aldeano liberal no se cuida jamás de sus sembrados, y estos regañones, que miran al bilbaíno de reojo, carlistas, carlistas, de seguro!

Salió entonces a un claro, y, profiriendo un ¡ah!, quedó mi hombre absorto y como en arrobo chimberil. En el suelo había un pájaro que con una lengua larguísima, como una trompa, fuera del pico, esperaba a que se llenara de hormigas para enguillírselas. El corazón le picoteaba el pecho a Pachi... Apuntó con todo ojo, y rodó por el suelo el animalito. Mi hombre se acercó y, antes de cogerlo, se le quedó mirando un rato. Era un chimbo hormiguero, el pintado y aristocrático chimbo hormiguero, de larga lengua, el que figura en una de nuestras canciones clásicas.

Pachi lo cogió, le abrió el piquillo y le arrancó la larga y viscosa lengua; operación que jamás olvida el buen chimbero, pues nada hay peor que aquella lengua apestosa, capaz de podrir a todo el chimbo y a los que con él vayan en la cazuela.

La alegría le retozaba en el cuerpo a Pachi. Sopló al cuerpecillo, aun tibio, debajo de la cola; le separó el plumoncillo, y dejó ver una carne amarillenta.

-¡Qué mamines! ¡Qué gordito! ¡Qué mantecasas!

Le desplumó la suave pelusilla del trasero, y apareció éste finísimo, amarillento, rechonchito, de piel tendida, como parche de tamboril. Pachi se enterneció, miró a los lados y no pudo resistir el deseo de darle un mordisco en chancitas en aquellas mantecas. Se lo guardó en la burjaca, tarareando:


«Aunque te escuendas
en el bujero,
chimbo hormiguero,
tú caerás...».



Perdonó la vida a una chirta, que chillaba en un sembrado de patatas.

-Gorriones, chontas, pardillos, pájaros de pico chato... ¡Carne dura! ¡Carne dura!

Mató aún algunos vulgares chimbos de higuera, que picoteaban el higo y saltaban en las ramas, con expresión cómico-trágica, imitando a los barítonos cuando hacen de traidores.

Vio a Michel a lo lejos.

-¡Eh, Michel! ¿No te dise nada la tripa?

-Sí; ya me está haciendo quili, quili.

-Pues vamos cansía la perchera. ¿Cuántos has matao tú?

-Verás; ahora sacaré del colco...

Y le ensenó el hormiguero, lo que aumentó el mal humor del otro; y fue tanto, que al ver un clinclón que les miraba con sus ojazos clavados en el cabezón, le apuntó y le cosió a perdigones, diciendo:

-¡Un favor a los jebos!

¡Así pagan en el mundo los pecadores por los justos!

Desembocaron al camino real. Volvían de misa las aldeanas con la mantilla en la mano. Quiso Pachi hacer una fiesta a una, que pasaba, de carota de pastel, pero se encontró con un moquete, que le puso el hocico más rojo que el que llevaba el tintinábulo en la procesión del Corpus, mientras oía:

-¿Qué se cree usté?

-¡Anda, anda con la nescatilla!

Los ancianos saludaban, dando los buenos días; los jóvenes se van civilizando a la inglesa.

El chorierrico o aldeano de Asúa es un buen pájaro, del tamaño de Un hombre; lleva las patas abigarradas de retazos azules; cresta azul, y azul, por lo general el cuerpo; trepa como un garrapo la cucaña ¡canta poco y siempre a tiempo; pide lluvia metido en fango; baja a Bilbao a picotear y llevarse pajitas para su nido y grano para sus polluelos, y por ser celoso, de sobra, de su derecho, queda a las veces desplumado por algún milano, agachapado en el Código. Teme al chimbo bilbaíno, que se burla de él, le pisotea las sementeras y le manosea la hembra.

Llegaron a la taberna, que, según el amo de ella, otra mejor no la hay en todo Vizcaya. Junto a ella, el juego de bolos. Subieron por la cuadra a un caserón de aldea, de techo ahumado. Allí encontraron la flor y nata de la chimbería: Santi, el Silbante, llamado así por su exiguo cuerpecillo; el imponderable Chomín, Tripazabal, Juanito y Dioni. En resolución, que había merluza... y lo demás se arreglaría pronto.

Se acomodaron en un cuarto, con una ventana sin cristales, con enorme cama, en cuya cabecera no faltaba la indispensable agua-benditera, sobre un retazo de pared empapelado; una mesa ancha y dos largos bancos.

Santi, antes de sentarse, sacudió el banco, a ver si estaba firme.

-Eres de la condisión de la epecha, el pájaro más chirripito y cacanarru, que nunca se pone en una rama sin sacudir, pa ver si le sostiene...

-¡Cállate ahí!... ¡Enterao estás! Con que el más chirripito, ¿eh? ¿El más chirripito? ¿Y dónde dejas al chío y al tarín?...

-¡Bah! ¡Ya remanesió tu siensia!...

Cada cual sacó de su burjaca el botín de campaña.

Allí toda la numerosa clase de los vivarachos chimbos de mora, hermanos del ruiseñor; cenicientos chimbos de higuera, de cabecita fina, ancas azuladas y mantecosa pancilla; rojizos chimbos de maizal; algún raro chimbo de cabeza negra, enteco, como el silbante; otros, cenicientos de cola roja, mosqueros; coliblancos, rechonchos y plumosos, y, entre todos, luciendo su aristocrática supremacía, el pintado hormiguero de Pachi.

-¡Míate, míate! ¡Como buebos!

-¿A ver?... ¡Deja, hombre, que les atoque tan siquiera!

-¿No oyes que como buebos?

-¡Un tordo!

El tordo es, como la malviz, el ideal del chimbero. Pues qué, ¿se sostendría sin idealla chimbería?

-¡No me ha amolao poco!... Lo que menos tres veses le he apuntao, y él se guillaba disiendo: «¡Cho!, ¡cho!, ¡cho!», que en vascuence quiere desir: «¡Chafarse!».

También salió un martinete pintado, con el color apagado ya.

Empezaron a desplumar los pajaritos, que quedaban desnudos, blancos, con la redonda cabecita colgada del delgado cuello, entornados los diminutos párpados.

-¡Pobres pajaritos!... ¡Iñusentes!

Hay ternura en el corazón del chimbero, que una cosa es la lucha por el ideal y otra el corazón, y, sobre todo, ¿para quién hizo Dios al mundo?

Llovía a jarros, y esperaban su pitanza los chimberos chimbos.

Chimbos nos llaman a los bilbaínos, y lo somos: silbantes unos, colirrojos otaos, otaos coliblancos, de zarzal y hasta hormigueros. El chimbo bilbaíno pía y picotea y procura echar mantecasas bajo el pulmón. Tiene su nido en el bocho; canta siempre, y busca para él pajitas y aparta grano. ¡Aire y libertad y alas para volar! Aquellos mismos chimberos chimbos, un año más tarde, respondían con alegre ¡pío!, ¡pío!, con canciones frescas y chillonas al estampido de las grandes escopetas de los chimberos jebos.

Seguía lloviendo a jarros. Los hombres se impacientaban; daban patadas al suelo. Uno andaba por la ahumada cocina, haciendo fiestas a la criada.

El cuarto vecino tenía entornada pudorosamente la puerta. Era el Ayuntamiento, que celebraba sesión con comilona.

En éstas y las otras, se anunció la comida. Santi, devoto conservador de las tradiciones chimberiles, se quitó el sombrero y se ciñó a la cabeza el pañuelo, según era uso y costumbre en los heroicos tiempos de la chimbería.

Espárragos riquísimos; una cazuela con patatas y bazofia; carne llena de gordo y piltrafas; pollo en salsa, y merluza nadando en un mar de aceite.

Se daban todos tal prisa en comer, que el buen Pachi tuvo que coger un mendrugo y clavarlo en el cazolón, exclamando con voz solemne:

-¡Mojón!

Santa palabra. Dejaron todos sus tenedores, y él:

-Dejeméis mascar tan siquiera; dejeméis mascar.

Llegaron los chimbos, tan gustosos para roer, negritos ya, y los chimberos se chupaban los dedos.

Se armó la gran discusión a cuenta de si el rito de la limonada pide sarbitos o merluza en salsa; luego se discutió si es o no de trampa el pantalón del torero; luego la diferencia que hay entre chanela y chalupa. A todo esto, Tripazábal metía más bulla que un picharchar, y todo para nada.

Rodando la conversación, se vino a dar en el melancólico tema de: «¡Cómo pasan los años, oh póstumo! O tempora, o mores!».

Santi, el Silbante, era romántico hasta dejarlo de sobra. Se echó sobre el camón y, mirando al techo, endilgó esta elegía:

-Ahora... ¿Ahora? Éstos de ahora no sirven pa nada... ¡Nosotros sí que teníamos arloterías entonses! Ahora son todos unos sensumbacos iñusentes, que andan faroleando en l'Arenal detrás de las chicas... ¡Ah, las cosas que me alcuerdo! Ayer le busqué sin querer a Totolo en cal Correo, y no hisimos pocas risas, habla que habla d'eso... Un día el chinel llevarme quiso abajo San Antón... Yo corre que te corre, que ni Pataslargas me cogería, y el chinel por detrás... ¡No tenía mal alcuerdo! Yo, sin mirar, ¡pum!, de un Fulsicón bulsiscón, un chenche al suelo; luego, me tropesé en un trunchu de chana, y ¡sas!, de bruses contra un orinadero... ¡De por poco me apurrucho la pavía! Estaba el suelo mojao y resbaliso, como si te sería un sirinsirin, porque había llovido sirimiri y se había hecho barro de bustina... El chinel m'enganchó y abajo San Antón, porque le hise un chinchón a una señora... ¡Qué risas te hisimos aquel día! ¡Y cada reganchada le di al chinel!...

-Yo que tú, de un corpadón le mando a Flandes...

-¡Entonses, entonses! ¿Ahora?

-¡Ahora saben más!

-Mejor nosotros. ¡Iñusentes, iñusentes! Hablábamos de las cosas que son pecau, y de las que no son pecau; íbamos and'el maestro a preguntarle si era pecau desir concho y otras cochinadas, fumar en la portalada y seguir a las chicas... ¿Hoy? ¿Hoy? Hasta los chenches chirripitos que andan en l'alda del aña y van alepo tienen novia, y fuman, y disen concho... y se visten en Carnaval de batos barragarris... ¿Cuándo les ves holgar a toritos? ¿Cuándo oyes en la calle: «¡Que sale el toro Cucaña!»? ¿Cuándo les vez hacer jirivueltas?... Te digo que esto va mal: quitarán el sirinsirin de San Nicolás, quitarán los gigantes, quitarán todo...

Una inmensa tristeza cayó sobre todos: la inmensa tristeza de la digestión penosa.

En el silencio del cuarto empezó uno a cantar, y le siguieron todos. El canto salía vibrante y se tendía por el valle, perdiéndose en él sus ecos apagados.

Envuelto en los vivos gorjeos del zortzico de Bilbao, le subía del estómago repleto una enorme ternura a la tacita de plata, acurrucada en su bocho.

Poco antes de caer la tarde, salieron con sus perros y sus escopetas de vuelta a la villa.

Se habían pasado parte de la mañana en sudar tras un pajarillo de mala muerte, para dar de hocicos en el cazolón. Allí les envolvió la ternura patria, ahítos de merluza, fuera del pueblo. La comida fuerte y sólida hace de sol; tanto calienta un cazolón humeante como un sol de fuego desde un cielo azul.

Año y medio más tarde, aquellos mismos chimberos de la cazuela, no pudiendo beber el aire de las montañas, lanzaban a él su ¡pío, pío!, mientras tronaba sobre sus cabezas la bomba del jebo y recorrían las calles de la villa los viejos chimberos con la escopeta al hombro.

Dos años después, en aquel mismo mes de septiembre vieron la famosa romería de San Miguel en el Arenal de Bilbao, a la sombra del tilo.

Y más tarde aún, en premio a sus afanes y sudores, les mermaron la pitanza de la próvida cazuela, no para dar al falto lo que creían sobraba al harto, sino para echarlo al arroyo. ¿Por qué ha de estar graso el chimbo hormiguero, cuando el silbante está flaco?

El chimbo calla, se resigna, trabaja y sigue cantando y revoloteando de higo en higo, y esperando a la nueva primavera.

En la rápida transformación de nuestro pueblo es el chimbero, animal cuasi fósil, penumbra de lo que fue.

El Bilbao de las narrias y de los chimberos se ha transformado en el del tranvía urbano y los cazadores de acciones. Ya no se ven por las calles aquellos perritos lanudos, color castaño y hocico fino, y andan por ellas olfateando sabuesos, perdigueros, buldogos y hasta galgos y daneses.

Se va haciendo la paz entre el chimbo campesino y el urbano; aquéllos cantan, desde la primavera al otoño, al sol que dora las mieses, y a los arrastres de mineral, que matan al buey, mientras elevan las fábricas al espacio el himno fragoroso a la fuerza omnipotente del trabajo, que crea, sostiene, destruye y vivifica todo.

¡Ánimo, hijos de los viejos chimberos! ¡A cazar el pan para los hijos!






ArribaAbajoSan Miguel de Basauri en el arenal de Bilbao

(Leído en la Sociedad El Sitio, 1-V-1892; publicado en mayo de 1892 en El Nervión)


A D. Francisco de Yzaguirre.



Nada más grato que recordar las bulliciosas fiestas de los tiempos ingratos para nuestra villa; nada más saludable que evocar la memoria de los raudales de alegría que desbordaban entonces del vigor del alma bilbaína. Los hombres y los pueblos valerosos son los hombres y los pueblos verdaderamente alegres: la tristeza es hermana de la cobardía.

Vosotros, los de aquellos días, podéis decir:

-¡Estuvimos allí!

Yo que, aunque muy niño entonces, también estuve allí, sólo aspiro a despertar en vuestra fantasía la imagen dulce de la bulliciosa fiesta, que fue como prólogo a aquel heroico período, a cuyo culto esta Sociedad está consagrada.

Era el otoño plácido de nuestras montañas, cuando el sol, cernido por la disuelta telaraña de neblina, llueve como lento sirimiri sobre el campo sereno, disolviendo los colores en el gris uniforme del crepúsculo del año.

La placidez de aquel otoño templaba la agitación de los espíritus. Bilbao estaba rodeada de enemigos; desde los altos que le circundan le hacían corte los jebos; las monjas de la Cruz habían abandonado su convento; los habitantes de Bilbao la Vieja y San Francisco invadían el casco nuevo, ocupando las casas desalquiladas; los cosecheros de chacolí vendimiaban su uva antes de sazón; faltaban correos, y merluza, a las veces; se acercaba el sitio, pero la alegría alentaba, y era hermoso el otoño plácido de nuestras montañas.

Amaneció el 29 de septiembre de 1873. Pachi, muy de mañana, llamó a la puerta de Matrolo:

-¡Vamos, arlote, dormilón, levántate! ¡A la romería! ¡A San Miguel!

-¿Qué hay de nuevo? -preguntó Matrolo, desperezándose.

-Nada, que Chapa va hoy a Guernica de paseo, y, lo que ya sabes, que viene Moriones con dos mil hombres... Los jebos, vendimiando... ¡Anda, levántate!

-Pero ¿es verdad que nos viene Murriones? -preguntó Matrolo, restregándose los ojos.

Cuando se hubo metido en su ropa, dirigiose a un rincón del cuarto, levantó una especie de cortina y mostró a Pachi un fusil Remington y una escopeta chimbera en íntima compañía, preguntándole:

-¿Cuál cojo?

-¡Coge la escopeta!...

-¡La gran idea, verás! Ayer hablé de ello...

Cogió la escopeta, se colocó la burjaca, el polvorinero, el capuzonero, todos los chismes, llamó al perro y dijo:

-¡Vamos!

-Pero... ¿estás del queso? ¿A dónde vas?

-¡A chimbos!

-¡Divertirse! -les gritó una joven-. Luego vamos nosotras.

-Tendría que ver -decía Matrolo, mientras bajaba las escaleras- que Velasco, el sombrerero libertador, se nos presentara a pasar sobre nuestros escombros...

-Parece -añadió Pachique Castor, el vejete, está haciendo de soplín, soplón, hijo del gran soplador; no hace más que inflar los papos en la fundición de Arteaga... Los postes de amarras no le bastan y dice que nuestro comercio no aguantará tres días de bombardeo...

Coitao! ¡Qué pronto se ha olvidado de San Agustín!... ¡Está memelo!

Entonces pasaba por la calle Chistu, con su tradicional casaca encarnada y pantalón azul, tocando el pastoril instrumento.

-¡A Basauri! ¡A San Miguel!

Era un grupo de jóvenes con boinas rojas y pantalones de dril blanco, saltando y gritando. La calle hacía de carretera; las serias casas de riente campo, porque llevaban dentro de ellos el campo y la alegría.

-¿Vamos a buscar a Bederachi? -dijo Matrolo.

-¿Bederachi? Desde que tiene novia...

El animoso Bederachi se entusiasmó como un niño con la idea de ir a chimbos al Arenal. ¡Al fin podría gritar y hacer chiquilladas en público, sacar al aire libre la plenitud de su alma!

-¡Esto es demasiado lujo! -exclamó Pachi al ver las bocacalles del Arenal con banderas y gallardetes.

Ante su vista, entre las estribaciones de Puente y la bicornuda fachada de San Nicolás, se extendía el Arenal famoso, del que dice la canción que


«No hay en el mundo
puente colgante
más elegante,
ni otro Arenal...».



Parecía el campamento de la alegría. En los jardines, tiendas de poncheras, en que se veía, sobre blanco mantel, la jarra con su batidor de caña, los vasos y los azucarillos, respirando frescura; choznas cubiertas de ramaje; tiendas de campaña, por aquí y por allí, de juegos de navaja, de anillos, de dados, y, a través del follaje, que amarilleaba, los palos y el vergaje de los vapores empavesados y endomingados.

Un aire fresco dilató el espíritu de mis tres romeros, aire de alegría que soplaba su hálito sobre el Arenal desde las bocacalles de la villa.

Sintiéronse niños Bederachi y Matrolo, y empezaron a apuntar a los árboles, fingiendo disparar con gran contento de los chiquillos, que celebraban la ocurrencia.

Al pasar junto a una chozna y oír el chirchir del aceite, Matrolo dilató las narices y preguntó:

-¿Es?

-¡Sí!

-¿Tenemos merlusita frita? ¡Qué felisidá!...

-No es del todo buena -observó Pachi-; pero, al fin, esos caribes nos dejan probar... La carne está dura, mala y cara; a veinticuatro cuartos libra. El vino...

-¡Prosaico! -le interrumpió Bederachi.

-Tú sampa y cállate.

Recorrieron los grupos de bailes; los dos chimberos dieron unas bajadas de sirinsirin en San Nicolás, con vergüenza de Pachi, y de allí se fueron a las Acacias, donde unos voluntarios de la República jugaban a los bolos.

-Este juego -les dijo uno de ellos estoicamente- está hecho con tablones de la batería de la Muerte...

-¡Qué miedo!

-¿Quién habla de muerte? En el camposanto han puesto un letrero que dice: «No se permite la entrada».

Frente al peligro que se avecinaba, halló nuestro pueblo la frescura del alma virgen, desligada del cuidado que consigo trae cada día.

Estaba apuntando a un árbol Bederachi, para regocijo de los muchachos y expectación del perrillo, que enderezaba las orejas, cuando, poniéndose, como amapola, dejó caer la escopeta al oír un

-¡Mireléis, chicas, mireléis!

-¿Por qué no disparas? ¡Sigue! -le dijo Pepita, que venía.

-¡Chiquilladas!... -murmuró confuso.

-¡Ay, ené! ¡Y qué vergonsoso es el chico!... -exclamó una de las compañeras.

Bederachi se les agregó escoltándoles con su escopeta al hombro, seguido del perrillo y cuchicheando al oído de Pepita. Para ellos era la fiesta; para ellos la placidez del otoño; sinfonía de su amor, el contento desparramado que les rodeaba.

-¿No te digo yo? -decía Pachi a Matrolo-. Con enamorados no se cuenta...

En aquel momento llegaban don Terencio y doña Tomasa, serios como corchos; con ellos, los gigantes gigantones, serios como corchos; con ellos, los gigantones africanos y asiáticos y los dos cabezudos. Eran los gigantes de la segunda dinastía: los anteriores a la reforma que les añadió americanos a compartir su reinado; los que conocieron a Gargantúa; los que, atacados más tarde de cloruritis y abandonados por su pueblo, fueron, a bordo de un arca de Noé, a Portugalete a acabar su vida, contemplando el mar, que se traga a los grandes ríos y a los arroyuelos chicos.

De las calles de la villa salían alegres grupos y vibrantes sansos, como retozo de un niño.

-Comeremos aquí y con música -dijo Matrolo.

Mientras la banda tocaba en el quiosco, comieron en las Acacias, en bulliciosa mesa, servida por los Pellos. Se habló allí de la guerra y de la paz, de la facción carlista y de aquellos cartageneros que distraían al ejército. Recordaron las pasadas romerías de Basauri, cuando iban por la blanca carretera o por el sombrío camino de la Peña, pasaban el Puente Nuevo, ante el cual se despliega el risueño valle de Echévarri, por cuyo seno, entre cortinones de verduras, el Nervión, aun joven, se enfurruña al saltar las presas; pasaban el Boquete, y, muy luego, se abría ante sus ojos la frescura del valle de Basauri, vestido de manto de árboles, en cuyo límite se destaca la iglesia de Arrigorriaga, teatro de heroicas hazañas.

Revoloteando la conversación alada, se fue de la romería a Basauri, y de Basauri a Arrigorriaga. Dijo un comensal:

-¿Os acordáis de aquella acción del año pasado, cuando la amorebietada? Antes del susto del día de la Ascensión...

Todos sonrieron, y miraron al único que comía en silencio, sin sonreír.

-Aquel día -añadió otro- fue herido nuestro bizarro compañero Abdelkader...

-¿Dónde? ¿Dónde? -preguntó Matrolo a su vecino.

-En el tacón -contestó éste.

-No hay que olvidar -añadió otro- el patriótico impulso que les trajo en un santiamén a dar cuenta de lo ocurrido...

-¡Bueno! ¡Basta de eso! -interrumpió seriamente un vecino del que comía y callaba.

La conversación varió de vuelo.

Entre tanto, la romería se animaba. Cruzó el Arenal, saliendo de la villa una carretela, tirada por caballos encascabelados y encampanillados, y los alegres jóvenes que iban en ella, adornados con dalias, llenaban el Arenal con sus sansos.

Matrolo apenas comía; se confundía en todo.

-¡Cigarros!

-¡Agua fresca! ¿Quién quiereeeee?

-¡Eh, aguadera!

-¡Churros! ¡Churros calientes!

Las tiendas de la villa se cerraron por la tarde. El Arenal parecía un hormiguero.

Entre tanto, desde la falda de Archanda, junto a una casería recién quemada, miraba con vista fosca a la fiesta el casero, mientras en lo íntimo de su alma, a! rumor que subía del Arenal de la villa, se unían los ecos de las pasadas machinadas; ecos que, al nacer, trajo como herencia.

-La primera compañía v'haser el aurrescu!

-¡Pilili v'haser el aurrescu!

Lo oyó Matrolo y, con el bocado en la boca y la servilleta al cuello, fue a verlo. Se sobrecogió de respeto al ver los chuzos de la autoridad.

Comenzó el antiguo baile a los ecos agridulces del pito de Chistu; esos que iban a perderse en los oídos del casero de Archanda.

-¡Alza, Pilili!

Y Pilili hacía en el aire los trenzados habilísimos de sus pies.

-¡Bravo! ¡Bravo! -exclamaba Matrolo, luciendo su servilleta.

-¡Aquí viene! ¡Aquí viene!

Matrolo corrió a dejar la servilleta y tomar la escopeta; se volvió y vio un tropel de gente que se acercaba.

-¡Aquí está el rey de las selvas! -dijo Bachi con seriedad.

Con boina encamada, de la que colgaba borla de esparto; con banda azul; de rico percal, con borlas; con una placa de papel que le cubría el pecho; con artística espada de arrogante pino, benévola en los combates, como dice un cronicón coetáneo, venía, caballero sobre un rucio, a tambor batiente, llevando en la espalda un papel de trapo que decía: «Entrada del rey Chapa en Guernica».

Le seguía la guardia real: chicuelos, armados de palos, que le vitoreaban. Deteníase él, de cuando en cuando, para decirles:

-Guerreros, esta noche dormiréis en Bilbao.

Agregáronse a la comitiva los enanos y los gigantones.

Pasaban entonces en artolas dos ricos aldeanos, marido y mujer, representados con propiedad. Bajó el marido a besar la mano a Su Majestad.

Matrolo se sintió niño. Recordó los días en que, poniéndose un alfiler en la gorra, a guisa de pararrayos, corría delante del enano, gritándole: ¡Caransuelito! Y, con su escopeta al hombro, se agregó a la comitiva.

Pasaron la batería de la Muerte, fueron a la taberna de la Sandeja y se colocaron en batalla frente al blocaus de San Agustín, mientras Pachico el Gordo les miraba sonriendo.

-¡Allí están los jebos!

Desde Archanda, un grupo de hombres contemplaba la fiesta. Europa, representada en don Terencio y doña Tomasa, les miró asombrada; Asia y África les volvieron las espaldas.

Entonces se mezcló al regocijado clamoreo de la fiesta el ronquido del cañón, que, desde San Augustín, enviaba peladillas a los mirones. El eco de los cañonazos se disipó, como golpes de bombo en regocijado bailable, en el murmullo qué brotaba del retozo de la muchedumbre. El Arenal parecía vivo, y resonante el polvo de la fiesta, que parecía destilar sobre los corazones el bálsamo del descuido.

Matrolo no sabía dónde acudir; quería estar en todas partes, mezclar su voz a todos los rumores de la fiesta, difundirse en el ambiente. El contento que le envolvía llevaba a su corazón este melancólico pensamiento:

-¡Qué mal está el que no tiene novia!

Junto a los impávidos gigantones, rodeados de chiquillos, circulaba la gente, bailaban a la música, se oían los sansos, chirchir de guisos, sonsonete de ciegos...

De pronto, resonó sobre el alegre rumor de la fiesta la corneta de llamada. Por un momento se calmó el runrún, como el bramido del mar que cesa, mientras avanza por la altura la encanecida ola, para deshacerse en blanco polvo, rebramando contra la costa.

Matrolo echó a correr; Bederachi le siguió. Llegaron a sus casas, dejaron las escopetas y los perrilleros, cogieron los fusiles y las gorritas de higo, recordaron los tiempos duros en que estaban y, llevando en el alma el uno el soplo fresco de la romería, la mirada de Pepita el otro, se fueron a sus guardias.

¿Y el de la borla de esparto?

El cronicón de donde he sacado los datos, acaba su descripción diciendo:

«No comprendiendo, sin duda, su majestad mandilona que el buen ejemplo debe dimanar siempre de quien en lo más alto se ve encumbrado, olvidándose acaso de su elevado rango, se atreve a cometer serios desmanes que le obligan a retirarse quizá antes de tiempo, contra su omnímoda soberana voluntad, al regio alcázar hábilmente designado con el significativo nombre de La Perrera».



Ya de noche, se arrastraban los últimos ecos de la romería; recorrían las calles grupos, y se oían voces que se alejaban cantando:


   «Ené, qué risas le hisemos
al pasar por la Sendeja...
Chalos y todo nos hiso
desde el halcón una vieja...».



Así celebró Bilbao en su Arenal la romería de San Miguel de Basauri el 29 de septiembre de 1873.

¡Tiempos aquellos en que en el continuo vaivén de los sucesos, en la incertidumbre del mañana, despegadas las voluntades del amodorrador cuidado y flotando sus raíces como en el mar las algas, traía la villa a su seno el aire de los campos y recogía el soplo de la infancia animosa de los pueblos!




ArribaAbajoRedondo, el contertulio

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 23-XII-1912)


A mis compatriotas de tertulia.



Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más.

Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontrose con que su banquero le arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre.

Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿Qué nuevo colmo habrá inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.

Vivió en América pensando siempre en la tertulia ausente, suspirando por ella, alimentando su deseo con la voluntaria ignorancia de la suerte que corriera. Y pasaron años y más años, y su tío no le dejaba volver. Y suspiraba silenciosa e íntimamente. No logró hacerse allí una patria nueva, es decir, no encontró una nueva tertulia que le compensase de la otra. Y siguieron pasando años hasta que su tío se murió, dejándole la mayor parte de su cuantiosa fortuna y lo que valía más que ella, libertad de volverse a su patria, pues en aquellos veinte años no le permitió un solo viaje. Encontrose, pues, Redondo, libre, realizó su fortuna y henchido de ansias volvió a su tierra natal.

¡Con qué conmoción de las entrañas se dirigió por primera vez, al cabo de más de veinte años, a la rinconera del café de la Unión, a la izquierda del fondo, según se entra, donde estuvo su patria! Al entrar en el café el corazón le golpeaba el pecho, flaqueábanle las piernas. Los mozos o eran o se habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron. El encargado del despacho era otro. Se acercó al grupo de la rinconera; ni Romualdo el de los colmos, ni el Patriarca, ni Henestrosa, ni Ortiz el poeta festivo, ni el embustero de Manolito, ni don Moisés, ni... ¡ni uno sólo siquiera de los suyos! ¡Todos, otros, todos nuevos, todos más jóvenes que él, todos desconocidos! Su patria se había hundido o se había trasladado a otro suelo. Y se sintió solo, desoladoramente solo, sin patria, sin hogar, sin consuelo de haber nacido. ¡Haber soñado y anhelado y suspirado más de veinte años en el destierro para esto! Volviose a casa, a un hogar frío de alquiler, sintiendo el peso de sus sesenta y ocho años, sintiéndose viejo. Por primera vez miró hacia adelante y sintió helársele el corazón al prever lo poco que le quedaba ya de vida. ¡Y de qué vida! Y fue para él la noche de aquel día noche insomne, una noche trágica en que sintió silbar a sus oídos el viento del valle de Josafat.

Mas a los dos días, cabizbajo, alicaído de corazón, como sombra de amarilla hoja de otoño que arranca del árbol el cierzo, se acercó a la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera de las mesitas de mármol, junto al suelo de la que fue su patria. Y prestó oído a lo que conversaban aquellos hombres nuevos, aquellos bárbaros invasores. Eran casi todos jóvenes; el que más tendría cincuenta y tantos años.

De pronto uno de ellos exclamó: «Esto me recuerda uno de los colmos del gran don Romualdo». Al oírlo, Redondo, empujado por una fuerza íntima, se levantó, acercose al grupo y dijo:

-Dispensen, señores míos, la impertinencia de un desconocido, pero he oído a ustedes mentar el nombre de don Romualdo el de los colmos, y deseo saber si se refieren a don Romualdo Zabala, que fue mi mayor amigo de la niñez.

-El mismo -le contestaron.

-¿Y qué se hizo de él?

-Murió hace ya cuatro años.

-¿Conocieron ustedes a Ortiz, el poeta festivo?

-Pues no habíamos de conocerle, si era de esta tertulia.

-¿Y él?

-Murió también.

-¿Y el Patriarca?

-Se marchó y no ha vuelto a saberse de él cosa alguna.

-¿Y Henestrosa?

-Murió.

-¿Y don Moisés?

-No sale ya de casa; ¡está paralítico!

-¿Y Manolito el embustero?

Y murió también...

-¡Murió..., murió..., se marchó y no se sabe de él..., está en casa paralítico... y yo vivo todavía!... ¡Dios mío! ¡Dios mío! -y se sentó entre ellos llorando.

Hubo un trágico silencio, que rompió uno de los nuevos contertulios, de los invasores, preguntándole:

-Y usted, señor nuestro, ¿se puede saber...?

-Yo soy Redondo...

-¡Redondo! -exclamaron casi todos a coro-. ¿El que se fue a América arruinado por su banquero? ¿Redondo, de quien no volvió a saberse nada? ¿Redondo, que llamaba a esta tertulia su patria? ¿Redondo, que era la alegría de los banquetes? ¿Redondo, el que cocinaba, el que tocaba la guitarra, el especialista en contar cuentos verdes?

El pobre Redondo levantó la cabeza, miró en derredor, se le resucitaron los ojos, empezó a vislumbrar que la patria renacía, y con lágrimas aún, pero con otras lágrimas, exclamó:

-¡Sí, el mismo, el mismo Redondo!

Le rodearon, le aclamaron, le nombraron padre de la patria, y sintió entrar en su corazón desfallecido los ímpetus de aquellas sangres juveniles. Él, el viejo, invadía, a su vez, a los invasores.

Y siguió asistiendo a la tertulia, y se persuadió de que era la misma, exactamente la misma, y que aún vivían en ella, con los recuerdos, los espíritus de sus fundadores. Y Redondo fue la conciencia histórica de la patria. Cuando decía: «Esto me recuerda un colmo de nuestra Romualdo...»; todos a una: «¡Venga! ¡Venga!». Otras veces: «Ortiz, con su habitual gracejo, decía una vez...». Otras veces: «Para mentira, aquella de Manolito». Y todo era celebradísimo.

Y aprendió a conocer a los nuevos contertulios y a quererlos. Y cuando él, Redondo, colocaba alguno de los cuentos verdes de su repertorio, sentíase reverdecer, y cocinó en el primer banquete, y tocó, a sus sesenta y nueve años, la guitarra, y cantó. Y fue un canto a la patria eterna, eternamente renovada.

A uno de los nuevos contertulios, a Ramonete, que podría ser casi su nieto, cobró singular afecto Redondo. Y se sentaba junto a él, y le daba golpecitos en la rodilla, y celebraba sus ocurrencias. Y solía decirle: «¡Tú, tú eres, Ramonete, el principal ornato de la patria!». Porque tuteaba a todos. Y como el bolsillo de Redondo estaba abierto para todos los compatriotas, los contertulios, a él acudió Ramonete en no pocas apreturas.

Ingresó en la tertulia un nuevo parroquiano, sobrino de uno de los habituales, un mozalbete decidor y algo indiscreto, pero bueno y noble; mas al viejo Redondo le desplació aquel ingreso; la patria debía estar cerrada. Y le llamaba, cuando él no le oyera, el Intruso. Y no ocultaba su recelo al intruso, que en cambio veneraba, como a un patriarca, al viejo Redondo.

Un día faltó Ramonete, y Redondo, inquieto como ante una falta, preguntó por él. Dijéronle que estaba malo. A los dos días, que había muerto. Y Redondo le lloró; le lloró tanto como habría llorado a un nieto. Y llamando al Intruso, le hizo sentar a su lado y le dijo:

-Mira, Pepe, yo, cuando ingresaste en esta tertulia, en esta patria, te llamé el Intruso, pareciéndome tu entrada una intrusión, algo que alteraba la armonía. No comprendí que venías a sustituir al pobre Ramonete, que antes que uno muera y no después nace muchas veces el que ha de hacer sus veces, que no vienen unos a llenar el hueco de otros, sino que nacen unos para echar a los otros. Y que hace tiempo nació y vive el que haya de llenar mi puesto. Ven acá, siéntate a mi lado; nosotros dos somos el principio y el fin de la patria.

Todos aclamaron a Redondo.

Un día prepararon, como hacían tres o cuatro veces al año, una comida en común, un ágape, como lo llamaban. Presidía Redondo, que había preparado uno de los platos en que era especialista. La fiesta fue singularmente animada, y durante ella se citaron colmos del gran Romualdo, se recitó una poesía festiva de Ortiz, se contaron embustes de Manolito, se dedicó un recuerdo a Ramonete. Cuando al cabo fueron a despertar a Redondo, que parecía haber caído presa del sueño -cosa que le ocurría a menudo-, encontráronle muerto. Murió en su patria, en fiesta patriótica.

Su fortuna se la legó a la tertulia, repartiéndola entre los contertulios todos, con la obligación de celebrar un cierto número de banquetes al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos fundadores de la patria. En el testamento ológrafo, curiosísimo documento, acababa diciendo: «Y despido a los que me han hecho viviera la vida, emplazándoles para la patria celestial, donde en un rincón del café de la Gloria, según se entra a mano izquierda, les espero».






ArribaAbajoEl secreto de la personalidad


ArribaAbajo«Las tijeras»

(La Justicia, Madrid, 27-XII-1889)


Todas las noches, de nueve a once, se reunían en un rinconcito del café de Occidente dos viejos a quienes los parroquianos llamaban «Las tijeras». Allí mismo se habían conocido, y lo poco que sabían uno del otro era esto:

Don Francisco era soltero, jubilado; vivía solo con una criada vieja y un perrito de lanas muy goloso, que llevaba al café para regalarle el sobrante de los terroncitos de azúcar. Don Pedro era viudo, jubilado; tenía una hija casada, de quien vivía separado a causa del yerno. No sabían más. Los dos habían sido personas ilustradas.

Iban al café a desahogar su bilis en monólogos dialogados, amodorrados al arrullo de conversaciones necias y respirando vaho humano.

Don Pedro odiaba al perro de su amigo. Solía llevarse a casa la sobra de su azúcar para endulzar el vaso de agua que tomaba al levantarse de la cama. Había entre él y el perrillo una lucha callada por el azúcar que dejaban los vecinos. Cuando don Pedro veía al perrillo encaramarse al mármol relamiéndose el hocico, retiraba, temblando, sus terroncitos de azúcar. Alguna vez, mientras hablaba, pisaba como al descuido la cola del perrito, que se refugiaba en su dueño.

El amo del perro odiaba sin conocerla a la hija de don Pedro. Estaba harto de oírle hablar de ella como de su gloria y de su consuelo; mi hija por aquí, mi hija por allí: ¡siempre su hija! Cuando el padre se quejaba del sinvergüenza de su yerno, el amo del perro le decía:

-Convénzase, don Pedro. La culpa es de la hija; si quisiera a usted como a padre, todo se arreglaría... ¡Le quiere más a él! ¡Y es natural! ¡Su mujer de usted haría lo mismo!...

El corazón del pobre padre se encogía de angustia al oír esto, y su pie buscaba la cola del perrito de aguas.

Un día el perro se comió, después de los terroncitos de su amo, los de don Pedro. Al día siguiente, éste, con dignidad majestuosa, recogió, después de sus terrones, dos del perro. Tras esto hablaron largo rato de la falta de justicia en el mundo.

Terribles eran las conversaciones de los viejos. Era un placer solitario y mutuo en las pausas del propio monólogo; oía cada uno los trozos del otro monólogo sin interesarse en el dolor petrificado que lo producía; lo oía, espectador sereno, como a eco puro que no se sabe de dónde sube. Iban a oír el eco de su alma sin llegar al alma de que partía.

Cuando entraba el último empezaba el tijereteo por un «¿Qué hay de nuevo?», para concluir con un «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!». Su placer era meneallo, emporcarlo todo para abonar el mundo.

No reproduciré aquellos monólogos como se producían; prefiero exponer su melodía pura.

-Sea usted honrado, don Francisco, y le llamarán tonto...

-¡Con razón!

-¡Resignación!, predican los que se resignan a vivir bien. ¡Por resignarme me aplastaron!...

-¡Y a mí por protestar!

-¡La vida es dura, don Pedro! Siempre oculté mis necesidades, y me hubiera dejado morir de hambre en postura noble, como un gladiador que lucha por los garbanzos... ¡Oh, hay que saber lucir un remiendo cosido con arte!... Yo no he sabido lloriquear a tiempo. Siempre soltero, jamás hubiera cumplido deseos santos, porque me quitaban el pan padres de hijos que tenían las lágrimas en el bolsillo. Yo me las tragaba...

-Yo he sido casado; los solteros eran una sola boca, corrían sin carga, se conformaban con menos... Nada pude contra ellos...

-Pude ser bandido y no lo quise.

-Yo quise serlo y no lo pude conseguir; se me resistía...

-Dicen ahora que en la lucha por la vida vence el más apto. ¡Vaya una lucha! ¿El más apto? ¡Mentira, don Pedro!

-¡Verdad, don Francisco! Vence el más inepto porque es el más apto. Todos luchan a quien más se rebaja, a quien más autómata, a quien más y mejor llora, a quien más y mejor adula. ¿Tener carácter?... ¡Oh! ¿Quién es éste que quiere salir del coro y aspira a partiquino? Hay que luchar por la justicia, que no baja, como el rocío, del cielo; el que no llora no mama. Apenas quedan más que dos oficios útiles: ladrón o mendigo; o la amenaza, o las lágrimas. Hay que pedir desde arriba o desde abajo.

-¡Ah, don Francisco! El que para menos sirve es el que mejor sirve.

-Aunque lo digan, yo no soy pesimista. No tiene la culpa el mundo si hemos nacido dislocados en él.

-No hay justicia, don Francisco; que aunque a las veces se haga lo justo, es a pesar de serlo.

-¡Mire usted, don Pedro, cómo le paga su hija!

El pobre padre buscaba la cola del perrito de aguas mientras decía:

-¡La caridad! ¡Otra como la justicia! ¡A cuántas almas fuertes mata la lucha por la caridad!... «¡Ah!, éste sabe trabajar; no necesita», y todos pasan sin darle ni trabajo ni pan.

-¡La caridad, don Pedro! ¡Los pobres necesitaban el pan, me dieron palabras de consuelo..., les cuestan tan poco!... ¡Las tienen para su uso! ¡Los ricos me echaron mendrugos..., les cuesta tan poco..., los habrían echado a los perros! Nadie me ha dado pan con piedad: sobre el pan del cuerpo, miel del alma. He vivido del Estado, esa cosa anónima a la que nada agradezco.

-¡Ah, don Francisco! Pegan y razonan la paliza. No me duele el pisotón, sino el: «Usted perdone». La paliza, basta; la razón, sobra... Me decían: «Te conviene, es por tu bien, lo mereces»; mil sandeces más: echar en la herida plomo derretido.

-Tiene usted razón. Nadie me ha hecho más daño que los que decían hacérmelo por mi bien. Yo nací hermoso, como un gran diamante en bruto; me cogieron los lapidarios; a picazo y regla me pulieron las facetas; quedé brillante, ¡hermoso para un collar!... No quise ensartarme con los otros ni engarzarme en oro; rodé por el arroyo: libre, el roce me gastó; he perdido el brillo y los reflejos, y hoy, opaco, achicado, apenas sirvo para rayar cristales.

-Corrí yo tropezando en todas las esquinas para llegar al banquete: «No te apresures -me decían al final de cada jornada; aún tienes tiempo, y no te faltará en la mesa, si no es un sitio, otro». Cuando llegué era tarde: el cansancio y el ayuno habían matado mi apetito, el resorte de mi vida; llegué a la ilusión desilusionado, harto en ayunas... ¡Se me había indigestado la esperanza!

Un día, unos estudiantes hicieron una judiada al pobre perrito. Su amo se incomodó: los chicos se le insolentaron, y se armó cuestión. En lo más crudo de ésta, una ola de pendencia ahogó al padre, que oía todo callado; se levantó, gruñó un saludo y se fue, dejando al amo del perro que se las arreglara. Pero al siguiente día volvió como siempre.

-Yo he sido siempre progresista -decía el amo del perro-; hoy no soy nada.

-¡Yo, siempre moderado!...

-Pero progresista suelto, desencasillado, fuera de Comité... ¡Eso me ha perdido!

-¡Eso nos ha perdido a los dos!

-¿Qué escarabajo es éste, don Pedro, que no tiene mote en los cuadros de la entomología política y social?

-Y mire usted, don Francisco, mire cómo viven. Trigonidium cicindeloides, Anaplotermes pacificus, Termes lucifugus, Palingenia longicauda y tantas más de la especie tal, género cual, familia tal del orden de los insectos.

-Las ideas, don Pedro, no son más que lastre... La única verdad es la verdad viva, el hombre que las lleva... Cuando quiere subir, las arroja...

-El hombre, don Francisco, es una verdad triste. Los buenos creen y esperan chupándose el dedo; los pillos se ayudan..., y al cabo, todos concluyen lo mismo. Yo creo en un Limbo para los buenos y en un Infierno para los malos.

-¡Feliz usted, don Pedro! ¡Feliz usted, que tiene el consuelo de creer en el Infierno!

-Mi mayor placer después de estos parrafitos es dormir como un lirón. Me gustaría acostarme para siempre con la esperanza de encontrar a la cabecera de mi cama mi vasito de agua azucarada un día que nunca llegue... ¡Dormir para siempre, arrullado por la esperanza dulce!

-¡Mi único consuelo, don Pedro, es el pensamiento puro, y aun éste, en cuanto vive se ensucia!...

Así, aunque en otra forma, discurrían aquellos viejos, que, arrecidos por el frío, miraban con desdén la vida desde la cumbre helada de su soledad. Amaban la vida y gozaban en maldecir del mundo, sintiéndose ellos, los vencidos, vencedores de él, el vencedor. Lo encontraban todo muy malo porque se creían buenos y gozaban en creerlo. Era la suya una postura como otra cualquiera. Creían que el sol es farsa, pero que calienta, y en él se calentaban.

Salían juntos y bien abrigados, y al separarse continuaba cada uno por su camino el monólogo eterno. Todas las noches murmuraban al separarse: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!».

Un día faltó don Pedro al café, y siguió faltando, con gran placer del perrito de aguas. Cuando el amo de éste supo que el padre había muerto, murmuró: «¡Pobre señor! ¡Algún disgusto que le ha dado su hija! ¿Si encontrara algún día el vaso de agua azucarada a la cabecera de la cama?». Y siguió su monólogo. El eco de su alma se había apagado, ¿quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo vivía? Ni lo supo ni intentó saberlo, quedó solo y no conoció su soledad.

Sigue yendo al rinconcito del café de Occidente. Los parroquianos le oyen hablar solo y le ven gesticular. Mientras da un terroncito de azúcar al perro, que agita de gusto su colita, rematada en un pompón, murmura: «¡Miseria pura, don Pedro! ¡Todo es farsa!». Y los parroquianos dicen: «¡Pobre señor! Desde que perdió la otra tijera, esa cabeza no anda bien. ¡Cuánto le afectó! ¡Se comprende..., a su edad!».

El amo del perro sale sin acordarse del padre de la hija, y sólo sigue tijereteando: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!».




ArribaAbajoEl dios Pavor

(Salamanca, mayo de 1892)


Los mendrugos y el pucherito de limosna que Justina arrancaba a la piedad pública, los comían sus padres mascando con ellos el aire nauseabundo del covacho en que vivían. La cama estaba siempre rota y sucia, el hogar siempre apagado y sobre él la botella de aguardiente.

Madre e hija se dormían abrazadas de brazos y piernas para darse calor. Cuando les despertaba del frío el quejido de la puerta al sentir la patada del hombre, iba la mujer a abrirle. Entraba aquél, y se acostaba al lado de su mujer y su hija, que recibían en el rostro aliento de vino.

Justina se perdía por las calles, pidiendo por amor de Dios. Su fantasía, libre de la carne por la anemia, volaba bajo la capa azul con que el sol hace techo a la calle, tras de los angelitos de que le hablaban los hijos del arroyo.

En casa se distraía a menudo mirando el polvo que jugaba en el rayo del sol, hasta que su padre la volvía al mundo de un puñetazo.

Un día se le cayó el pucherito y anduvo errante antes de volver a casa. Cuando entró en ella, y su padre, que estaba acostado con fiebre, vio lo que pasaba, le dijo: «¡Ven acá, perra, perdida!», y le golpeó la cabeza contra el suelo, mientras la mujer temblaba. Desde entonces apretaba Justina el pucherito contra su corazón.

Otro día, al entrar, encontró a su madre sentada en el suelo, junto al hombre, mirándole con ojos secos y muy grandes. La cara del padre estaba blanca. Había muerto en él todo movimiento, pero sus ojos seguían a su hija. Aquella noche hizo temblar a Justina bajo el guiñapo el frío del cuerpo del hombre, frío como una culebra y con olor a vino.

A unos señores que entraron al siguiente día, el aire podrido les sacó lágrimas y se enjugaron los ojos con pañuelos que olían a flores, se taparon el aliento, les dijeron muchas cosas, muchas cosas que hacían llorar a su madre, y les dieron dinero blanco.

Después que llevaron al muerto estaba sola Justina, resintiendo el frío del cuerpo del hombre, cuando entró su madre que volvía de la calle, y le dijo:

-Vas a ir a servir a tu tío, ¡sé buena!

La metieron en casa de su tío. Como éste trabajaba casi todo el día fuera de casa, Justina vivía con la tía, que la puso de niñera de un pequeñuelo. La tía se pasaba el día gruñendo y ponderando lo caro de la vida; hallaba en todo motivo de disgusto, y daba contra la niña.

¡Cuánto recordó Justina la penuria del covacho paterno en la parsimoniosa mezquindad de su tía! Por su poco apetito solía dejar algunos platos.

-¿Por qué lo dejas? -le gritaba su tía-. Mientras no comas eso no comes otra cosa... Lo que quieres son postres, golosinas..., ¡habrase visto la chiquilla! ¡Cualquiera diría que te han criado con colinetas y huevo mol! ¿Qué comías en tu casa? Hambre porretera. ¡Vaya la chiquilla!

Justina tenía que mascullar, quieras o no, las sobras del puchero.

-Tu padre era un borracho que murió de una perra..., ¿y tu madre? Más vale callar. Si no fuera por mí, andarías todavía por la calle pidiendo limosna, dormirías en el pilón de la plaza cuando hiela, y comerías mondaduras de la basura...

La hacía servir la mesa, traer y llevar los platos. Un día, porque se le cayeron y se hicieron añicos, la hartó de insultos y la dio de cachetes hasta que la vio sangrar por los dientes.

-Para que otra vez tengas cuidado, ¡condenada! Me cuestas más de lo que vales.

Daba rabia a la tía que el inútil de su marido mostrara alguna afección pasiva a la sobrinilla y saliera a las veces a su defensa, diciendo:

-Déjala, no haces más que aturdiría y marearla, la vas a volver loca.

-Sí, ayúdale; hago todo lo que puedo para educarla, y vienes tú y lo echas todo a perder.

Cuando se iba el pobre hombre, descargaba sobre la inocente toda su sorda irritación contra aquél, que no hacía más que trabajar y dormir.

Los días en que Justina gustaba algún placer era cuando salían de paseo y pisaban sobre yerba. Sucedía esto algunos domingos. La tía le sacaba un traje nuevo, y se lo vestía; se vestía ella misma, dejando el grasiento pingo casero, con un vestido sin arrugas y unas botas que cantaban, ponía al niño los trapitos de cristianar y los tres salían a la calle. El niño palmoteaba al ver los árboles, pedía los pájaros y se volvía dormido de empacho de aire libre y rendido por la procesión de la naturaleza.

Justina resucitaba al verse bajo el techo de la calle, la capa azul del sol; abría sus narices y sus ojos para beber aire y luz, le entraban ganas de rodar sobre el césped y refrescar sus mejillas contra la yerba fresca.

Volvía a casa con ahorro de vida, y se acostaba para dormir el sueño bueno. La tía tornaba sonriendo a la blandura de la cama de aquella noche, y en cuanto entraban se dejaba caer en una silla suspirando.

Eran también días plácidos aquellos en que el tío llevaba el jornal a su mujer. Esta se dulcificaba al decir a la chica:

-Todo lo hago por tu bien, para hacerte mujer, pero vosotras no sabéis agradecer..., te viene de casta. Cánsese usted. ¡Para el pago que la han de dar! Si volvieras al camarote del borracho de tu padre, ¡cómo suspilarías por mí!

La caritativa mujer sólo veía desagradecimiento en su protegida, porque lo deseaba para que junto a la negrura de la ingratitud su caridad gris resaltara como la nieve. Merced al beneficio gratuito podía desahogar su humor contra la pobre niña, verter sobre ella la desdeñosa hiel que le producía la ineptitud de su marido, y podía hablar con las comadres de lo menguado del corazón.

El primito era el único pan que apacentaba el espíritu de la niña.

-¡Marmota! Le dejes al chico y en vez de hacerle jugar juegas tú con él..., así, ¿cómo te ha de querer?

Así le quería. Cuando las dos almas niñas se miraban por las ventanas serenas de los ojos, sonreían al verse y reían como locas, la una porque veía la otra y las dos porque se sentían una.

-Pégale, hijo mío, pégale... ¡Eh, mala! -decía la madre, mientras el niño pegaba a Justina en la boca que reía.

El miedo a las palizas aumentó la debilidad de Justina, que rompía platos con sobrada frecuencia. El terror le arrancaba un:

-Yo no he sido... ¡Ha sido sin querer!

-¿Que no has sido y te lo he visto? ¡Si mientes con un descaro...! Ya te daré yo por mentirosa...

La mentira del miedo se le hizo connatural.

-Yo no he sido... ¡Ha sido sin querer!

-¿Sin querer? El Infierno está empedrado de buenas intenciones.

La niña no entendía esta blasfemia triste, pero prefería ser golpeaba sin riña, a que la caritativa tía le riñera sin pegarle, porque sus palabras, al razonar a su modo las palizas, eran vinagre con sal vertido a las heridas abiertas en el alma de la niña. El dolor del cuerpo lo soportaba como se soporta una enfermedad crónica.

Tenía un día al primito en brazos y estaba mirando cómo jugaban unas palomas en el tejado fronterizo, cuando oyó un grito:

-¡Sí, déjale caer!

El estallido de la voz temida le sobrecogió como un disparo al oído, alargó los brazos para coger al niño y quedó fría, con el alma muerta en los ojos petrificados.

En el vapor de la sangre que vomitaba se le fue la vida al niño.

Oyó Justina chillidos sin lágrimas como de un alma desgarrada a tiras, ayes agudísimos que iban a hacer acerico de su corazoncito. Y luego:

-¡Quitadme esa chiquilla de delante que si no la mato!

*  *  *

-¿Qué has hecho, condenada? -le dijo su madre al recogerla.

La muerte pesaba sobre el alma de Justina. Pasó días de mucho oscuro y frío en el alma, días en que sentía el frío del cuerpo del borracho con el vaho de la humeante sangre del niño. Muy a menudo el corazón le quitaba el sentido.

Entró de criada, pero como rompía muchos cacharros, tuvo que cambiar muchas casas.

Un día en la calle unos ojos francos se fijaron en sus ojos muertos; volvió a encontrarlos, se dejó acompañar más tarde del cortejo, y resolvieron casarse. El día de su liberación llegaba.

Se casó. El buen marido le entregaba los ahorros, reía cuando se rompía un plato, porque conocía la vida de su mujer.

Quedó encinta y fue atroz el embarazo. Su cabeza se llenaba de fantasmas y de sobresaltos su corazón, le subía a aquélla el ardor de la sangre derramada y le penetraba en éste el frío del cuerpo del borracho.

Dio a luz. Temblaba al coger en brazos las carnecillas flácidas del hijo de sus entrañas, al amamantarlo, y creía oír mezcladas en una voz el: «Sí, déjalo caer», de su tía; y el: «¿Qué has hecho, condenada?», de su madre.

Un día hizo trizas un cazo, y el marido, displicente a causa de una jaqueca, exclamó:

-¡Ni para platos ganamos!

Aquella noche, al ir a acostarlo, se le cayó el hijo y rodó por el suelo.

-¡Yo no he sido..., ha sido sin querer! -gritó, sin conciencia y con los ojos fijos en el niño que, ileso, le sonreía.

El corazón le quitó el sentido.

Desde entonces lloró mucho el pobre obrero al verse solo con aquella sombra que parecía la muerte que habitara su casa, y desde entonces los ojos de Justina miraron inmóviles el vacío, mientras que sus labios sólo se abrían para decir, presa de pavor, a la sonrisa de su hijo:

-¡Yo no he sido..., ha sido sin querer!