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ArribaAbajoLa fama


ArribaAbajoUna visita al viejo poeta

(La Ilustración Española y Americana, Madrid, 8-IX-1899)


En el nutrido sosiego que venía a posarse plácido desde el cielo radiante, iba a fundirse la resignada calma que de su seno exhalaba la vieja ciudad, dormida en perezosa siesta. Me sumí en las desiertas callejuelas que a la Colegiata ciñen, y en una de ellas, donde me habían dicho que habitaba el viejo poeta, de tan largo tiempo enmudecido, di a la aldaba del portalón, que lo era de la única casa de la calleja. Resonó el aldabonazo, quebrando el soñoliento silencio en los muros que formaban la calleja, flanqueada, como un foso, de un lado por el tapial de la huerta de un convento, y por agrietadas paredes del otro.

Me pasaron, y al cruzar un pequeño jardincillo emparedado, uno de esos mustios jardines enjaulados en el centro de las poblaciones, vi a un anciano regando una maceta. Se me acercó. Era su conocidísima figura.

-Ahora mismo subo -me dijo.

-No; prefiero hacerle aquí la visita; ¿qué más da?

-Como usted quiera... Rosa, baja unas sillas.

Desprendíase una calmosa melancolía de aquel pedazo de naturaleza encerrada entre las tapias de abigarradas viviendas. Dos o tres arbolillos se alzaban al arrimo de ellas, en busca de sol, y en ellos se refugiaban los pájaros. En un rincón, junto a un pozo, sombreaba a un banco de piedra una higuera. La casa tenía un corredor de solana, con balaustrada de madera, que miraba al jardincillo. El vertedero de la cocina servía para regar la higuera. Y todo ello parecía ruinas de naturaleza abrazadas a ruinas de humana vivienda.

Allí encima se alzaba la airosa torre de la Colegiata, a la que doraba el sol con sus rayos, muy inclinados ya la torre severa, que contribuía a dar al pedazo de cielo desde allí visible su anguloso perfil. Unas gallinas picoteaban el suelo.

-Es mi retiro y mi consuelo -me dijo.

-Yo creí que preferiría usted el campo verdadero..., el aire libre...

-No. Voy a él de cuando en cuando, muy de tarde en tarde; pero es para volver al punto a encerrarme en esta jaula, con estos mis arbolillos presos, a la vista de esa torre, en este bosquecillo enjaulado, que me parece un enfermo cachorro de selva que, cautivo y nostálgico, me lame el alma y a mis pies se tiende humilde. Aquí no les sacuden tormentas ni el vendaval los agita; aquí crecen al arrimo de estas tapias. Mire la higuera, mi higuera doméstica; ¡qué lozana! Me recoge el sol y en dulzura me lo guarda. Al través de su verdura contemplo la dorada torre, árbol frondoso también del arte, con su exuberante follaje arquitectónico. ¡Si oyese usted cómo resuena entre estas viejas tapias el son pausado de sus campanas! Cuando sus vibraciones se dilatan derritiéndose en el sereno ambiente, parecen bañarse en el eco derretido estos mis pobres arbolillos... Esta casa me recuerda la de mi niñez, a la que ha arrasado el inevitable progreso. Tenía un jardincillo así. Aquí me baño el alma en mis recuerdos infantiles; reanudo mi dulce vigilia después de años de sueño...

-¿Y no ha sentido usted nunca pruritos de salir, de volver al mundo...; no le ha tentado la gloria?

-¿Qué gloria? -me preguntó con dulzura.

-¡La gloria!...

-¡Ah, sí, la gloria! Dispénseme, me olvidaba de que hablo con un joven literato.

Se levantó para quitar una oruga de uno de los arbolillos, miró un rato a la erguida torre, dorada por el sol poniente, y prosiguió:

-¿Cree usted acaso que cuando ha finado, derretido en la serena calma del ámbito, el eco de esas lenguas de bronce, no vive aún en el silencio su dulce ritmo muerto? Si, posa en el mar del silencio, en su eterno lecho, donde descansan las voces y los cantos todos que han sido, y donde esperan tal vez la suprema evocación que haya de resucitarlos para entonar la gloriosa sinfonía eterna. Cantan en el silencio...

Yo, más que le oía, contemplaba su hermosa cabeza de vidente.

-Sí -continuó-, mi nombre va olvidándose; casi nadie lo cita ya; pero es ahora, en que se olvida mi nombre, cuando obra acaso mi espíritu, difundido en el de mi pueblo, más viva y eficazmente. Prodúcese un pensador o un artista, y mientras su obra no posa en el alma de su pueblo, mientras le es extraña a éste y en él choca, necesita llevar el nombre de su padre. Mas cuando se hace nuestro pensar, pensar de los que nos rodean, cuando nuestro sentir se aúna al sentir de nuestro pueblo, haciéndolo más complejo, cuando nuestra voz se acuerda al coro enriqueciendo la común sinfonía..., entonces nuestro nombre se hunde poco a poco. Nuestras ideas lo son ya de todos; el busto de nuestra moneda se ha borrado, y con él la leyenda, y la moneda corre porque es de oro de ley. Cuando menos se habla de un escritor, suele ser muchas veces cuando más influye.

-Tal vez... -empecé, y él, sin oírme, continuó:

-¡Mi nombre! ¿Para qué he de sacrificar mi alma a mi nombre? ¿Prolongarlo en el ruido de la fama? ¡No! Lo que quiero es asentar en el silencio de la eternidad mi alma. Porque, fíjese, joven, en que muchos sacrifican el alma al nombre, la realidad a la sombra. No, no quiero que mi personalidad, eso que llaman personalidad los literatos, ahogue a mi persona (y al decirlo se tocaba el pecho). Yo, yo, yo, este yo concreto que alienta, que sufre, que goza, que vive; este yo intrasmisible..., no quiero sacrificarlo a la idea que de mí mismo tengo, a mí mismo convertido en ideal abstracto, a ese yo cerebral que nos esclaviza...

-Es que el yo que usted llama concreto...

-Es el único verdadero; el otro es una sombra, es el reflejo que de nosotros mismos nos devuelve el mundo que nos rodea por sus mil espejos..., nuestros semejantes. ¿Ha pensado usted alguna vez, joven, en la tremenda batalla entre nuestro íntimo ser, el que de las profundas entrañas nos arranca, el que nos entona el canto de pureza de la niñez lejana, y ese otro ser advenedizo y sobrepuesto que no es más que la idea que de nosotros los demás se forman, idea que se nos impone y al fin nos ahoga?

-Alguien llamaría egoísmo a eso... -me atreví a insinuarle de prisa, antes de que, arrepentido, recogiese mis palabras.

-¿Egoísmo? -me contestó con calma-. ¡Oh, sí; ahora han inventado eso del altruismo! ¡Altruismo! Eso sí que es inmoral e inhumano; sacrificar a mi idea, porque no es más que a una idea a lo que se sacrifica; sacrificar a mi idea, a la mía, entiéndalo, a todos mis prójimos, incluso a mí mismo, mi primer prójimo, el más prójimo o próximo a mí.

Pareció hundirse en algún recuerdo remoto de esos de fuera del tiempo, y prosiguió:

-No quiero devorar a otros; ¡que me devoren ellos! ¡Qué hermoso es ser víctima! ¡Darse en pasto espiritual..., ser consumido..., diluirse en las almas ajenas! Así resucitaremos un día cuando se unan todas, y sea Dios en todos, como san Pablo dice...

No daba ya la luz más que en la cresta de la torre; parecían espesarse la calma y el silencio, interrumpidos tan sólo por algún vencejo que cruzaba chillando el anguloso cacho de cielo del jardinillo enjaulado.

-¡Mire usted; mire usted al gato cómo trepa por ese arbolillo a la ventana de la cocina! Arriba caza ratones; aquí, entre los árboles, pajarillos. Y me entretiene mucho. ¡Qué vida!, dirá usted. ¡Aquí, con sus arbolillos, su higuera triste, su concierto de pájaros, su gato, sus gallinas, sus flores..., regando sus recuerdos y cultivando su tristeza!... Después de aquel triste suceso que usted conoce, me retiré al campo a bañar mi enfermo espíritu en su quietud sedante. Iba a curarme a la vez de los estragos del urbanismo, de esa corea espiritual en que nos hunde la diaria descarga de impresiones de la ciudad. Allí, en el campo, supe lo que es dormir, y el que no sabe dormir no vive. En la ciudad, miradas, vaho de ansiosos alientos, de impuros deseos, de rencores, sonrisas equívocas, saludos, retardos, paradas..., ¡todo nos electriza! Es una serie continua de insignificantes punzadas, de cosquilleos imperceptibles, que nos galvanizan la vida y al fin nos rinden. Y fui a recibir el gran baño, la inmersión en aire libre, en luz libre, en libre calma, en el remanso de las horas tranquilas. Y allí a pensar rítmicamente, con calma, con todo el cuerpo y con el alma toda, no con el cerebro tan sólo, asiento de lo que ustedes llaman personalidad.

Interrumpiole la voz sonora de la campana de la Colegiata, que tocaba a la oración de la tarde. Miró a sus arbolillos, que parecían escucharle, y calló un rato. Respeté su silencio. Y luego, con calma, dijo:

-Del campo vine a este asilo. He renunciado a aquel yo ficticio y abstracto que me sumía en la soledad de mi propio vacío. Busqué a Dios a través de él; pero como ese mi yo era una idea abstracta, un yo frío y difuso, de rechazo, jamás di con más Dios que con su proyección al infinito, con una niebla fría y difusa también: con un Dios lógico, mudo, ciego y sordo. Pero he vuelto a mí mismo, al pobre mortal que sufre y espera, que goza y cree, a aquel a quien despiertan los sobresaltos del corazón enfermo, y aquí, en este pobre jardinillo, junto a estos mustios y silenciosos amigos, me dedico a la más honda filosofía, que consiste en repensar los viejos lugares comunes. Medito las palabras de la señora Paula, una buena vecina, inagotable en las tan conocidas reflexiones del vulgo acerca de la caducidad de la dicha y de la necesidad de la resignación. Y otras veces, a la sombra de esa higuera, armonioso órgano de pardales y becafigos, leo el Evangelio. Y en él se me muestra el Hijo del Hombre, el hombre mismo, palpable, concreto, vivo, y por Cristo, con quien hablo, subo a su Padre, sin argumentos de lógica, por escala cordial...

-¡Qué vida! -murmuré.

Y él, que me lo oyó:

-Sí -dijo-, ya sé que ustedes disertan mucho acerca de la vida, y dicen que hay que amarla; pero la tienen de querida y no de esposa. ¡La vida! ¡En ella me he enterrado, he muerto en vida en ella misma! ¡Hay que vivir! ¿Y para qué?... Esto es, ¿para qué?... ¿Para qué todo?, dígamelo. ¿Para qué?... ¿Para qué? No quiero inmolar mi alma en el nefando altar de mi fama; ¿para qué?

Cuando salí, de noche ya, parecía que al son de mis pisadas, que retumbaban en el tenebroso silencio de la solitaria calleja, vagaba por ella con quebrado vuelo, cual invisible murciélago, esta pregunta: ¿Para qué?




ArribaAbajoDon Martín, o de la gloria

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 2-VII-1900)


¡Pobre D. Martín! Jamás olvidaré la última conversación que con él tuve. ¡Pobre D. Martín, el antiguo y glorioso escritor, clásico ya en vida! Y este es su testamento: asistir a su propia inmortalización. Se mira en su fantasma y tiembla; su nombre inmortalizado le sume en desaliento.

¡Pobre D. Martín! ¡Qué triste caso el suyo! Está el pobre hecho todo un mortal, todo un miserable mortal, así en lo bueno como en lo malo.

La idea de que su nombre durará acaso siglos le hace considerar con mayor amargura la muerte, que no puede estar lejos.

Había oído hablar de las tristezas de don Martín, del pesar con que echa de menos sus tiempos de resonancia, de su hipocondría, y hasta me habían asegurado que ofrecía síntomas premonitorios de delirio de las persecuciones. Y lo que he podido barruntar en él es que, a semejanza de Calipso, en su dolor por no promover ya aquel ruido que antaño metía en nuestra patria, no puede consolarse de ser inmortal. Ha descendido al fondo de la memoria de sus compatriotas, y quisiera estar a flor de ella.

Porque D. Martín, ¿quién lo duda?, ha entrado ya entre nuestros inmortales, es un clásico de nuestra literatura. Y es el pesar que el pobre hombre siente, sin darse de ello clara cuenta; es que la mortalidad se le escapa. Está visto que no somos más que un poco de barro soplado.

Hubo un tiempo en que la publicación de un libro de don Martín era un acontecimiento patrio, arrebataba el público de manos de los libreros en pocos días copiosas tiradas de él, discutíanse sus doctrinas, poníasele en los cuernos de la luna o por debajo de las piedras, y el hombre gozaba y sufría a un tiempo, oscilaba entre esperanzas sin medida y desesperaciones sin fondo, soñaba con la gloria arrullado por los aplausos. Hoy tiene ya la gloria, pero no la oye; hoy sus libros gotean de las oficinas de los libreros, uno a uno, lentamente, en venta regularizada ya, como de autor clásico, gotean como lluvia dulce y continua, y el pobre D. Martín, que no la siente, suspira por los días en que desataba chaparrones sobre el público. Porque entonces leía lo que de él y sus obras se escribía, y oía los aplausos y las alabanzas, mientras que ahora no oye cómo se precipita el latir de los corazones de los mozos cuando al trasponer su bachillerato cogen en mano las obras clásicas de don Martín. Hoy que ha vencido suspira por la batalla. La gloria vale poco, lo hermoso es el esfuerzo por lograrla.

-No se acuerdan de mí -me decía con lágrimas en los ojos-; ya no se habla de mis obras...

-Tampoco se habla de las coplas de Jorge Manrique -le dije-, ni se comenta en los cafés los dramas de nuestro antiguo teatro... Y usted, don Martín, es ya un antiguo.

-Un antiguo..., un antiguo... No, no, la juventud no me quiere...

-¿Es que quiere usted que estén hablando de usted de continuo, y que se aprendan de memoria sus obras y las vayan por ahí recitando...?

-¡Oh, no, no!, no es eso; pero...

-Mire usted, hace poco releí El fantasma del bosque...

El fantasma del bosque! -me interrumpió vivamente-; no me recuerde eso, no me lo recuerde..., no lo resisto. He intentado volver a leerlo varias veces, y me ha sido imposible. Eso no lo hice yo, no pude hacerlo...

-Sin embargo, el público...

-Sí, el público es lo que prefiere entre mis obras. Es natural; es lo suyo; porque eso no lo hice yo, lo hizo mi público.

-Pues es la obra que ha de inmortalizarle -añadí con algo de aviesa intención.

-¿Inmortalizarme? Una noche me senté en un banco, junto a la estatua de uno de nuestro más grandes hombres, de un inmortal, y sentí que él era de bronce y de memoria, y yo de carne y de espíritu. Si no le miran y le conocen, ¿qué alma tiene?, es decir, ¿qué memoria reside en él? ¡Qué martirio más horrible, pensaba para mí mismo, qué martirio más horrible si condenase Dios a mi pobre alma a que encarnara en una estatua así y se estuviese presa ella, viendo pasar a los hombres a sus pies, casi todos indiferentes! Y me puse a pensar que una pena así me reservaría el Juez Supremo en castigo de mi loca sed de vanagloria.

-¿Pero y su memoria de usted en los corazones, que es más que en los cerebros, en los corazones de los que han de venir?

-¿Mi memoria? ¿Y qué es eso?

-Su fama de usted se ha hecho habitual, forman las concepciones que a usted debemos parte de la concepción general de nuestro pueblo, y por eso no necesitamos recordarle expresamente a cada paso. Usted es un hábito...

-Un hábito..., un hábito... Lo que se hace habitual se hace inconsciente... Mi espíritu se desparrama y difunde en el de mi pueblo, tal vez tenga usted razón, pero es perdiéndole yo. Yo no soy mío.

-¿Y el sobrevivir así?

-No, no sobreviviré yo..., sino mis obras. Mis obras me sobrevivirán...

-Es un consuelo perpetuarse en los hijos...

-¿Perpetuarse? ¡Cuánta vaciedad inspira la desilusión de vivir! Y diga usted, ¿yo no soy hijo? ¿No soy yo hijo mío?

Callose y en su actitud de pesadumbre adiviné que hacía de él presa la congoja de pensar que sus obras han de sobrevivirle, que ha traspasado a ellas su vida. Daría el pobre un poco de fe en la otra vida, en la ultraterrena, por todo cuanto de él han de decir los manuales de literatura del siglo XXX. De pronto levantó la abrumada cabeza y dijo:

-¡Oh, fe! ¡Santa fe la de aquellos que han dado al mundo obras anónimas! Ahí está la Imitación de Cristo, su autor no vendió su alma por su nombre. Es que creía en otra inmortalidad y trabajaba para la eternidad, no para la historia. Pero ahora estamos tristes porque sabemos que hay que morir..., que hay que morir de veras... ¡Qué hombres! Animales en su vida de austeridades, de heroísmos, de abnegaciones, de increíbles hazañas, o indecibles martirios, una sed inextinguible, loca de inmortalidad, ¡pero con fe! Hoy esa misma sed lanza a tantos y tantos en el camino de la gloria; pero como la que perseguimos no es más que sombra de inmortalidad, y en el fondo positivo engaño, todo nuestro heroísmo no es más que sombra de tal. Ya no caben héroes, las estatuas los ahogan. Para acabar en estatua y figura histórica no merece la pena de ser heroico.

-Pero, ¿y la satisfacción de haber cumplido con la vida? ¿Y el bien por el bien mismo? ¿La belleza por la misma belleza? ¿La verdad por la verdad? ¿La vida por la vida?

-Qué, ¿también usted me trae esas estúpidas monsergas? Estos muchachos se han propuesto libertar a los cuerpos de la gravitación. La belleza por la belleza misma es lo más feo que conozco; el bien por el bien lo más inmoral; la verdad por la verdad lo más ilógico. En cuanto veo un altruista me pongo en guardia; no quiero más que seres naturales. Si viese usted un peñasco cerniéndose sobre su cabeza, como un aerolito, como un meteoro, sin sostén, huiría usted, huiría usted más que de prisa hasta ponerse en salvo. Huya de igual modo de todo hombre sin egoísmo, porque si cae lo aplasta a usted. Y el egoísmo culmina en querer sobrevivir de verdad, en aspirar a ser inmortales de sustancia, y no de mentirijillas. Estos muchachos..., estos muchachos..., ahí está don Esteban Pobedaño, el autor de ese drama tan sonado que titulan La vida.

Calló. Pocas cosas le entristecen a don Martín tanto como el ver a los mozos trepar la escarpada montaña de la gloria. Nuevos aspirantes a entrar en el panteón -piensa-: ¡entre tantos nos tocará a menos! Y siente al pensarlo la tristeza que sienten no pocos justos al imaginarse que pueda no haber infierno. ¡Pobre don Martín, el inmortal condenado a muerte! ¡El clásico de la vida! ¡Pobrecito don Martín, que no ha comprendido que la gloria se da toda entera a cada uno y es mayor cuanto entre más se reparte! ¡Pobre don Martín, que ignora que cada nuevo dios que en el panteón ingresa refleja sobre los demás su gloria y la recibe reflejada de éstos! ¡Pobre don Martín, hecho de tierra y soplo, ya que no de bronce y noticia! ¡Pobre don Martín! ¡Qué bien le vendría la muerte, la muerte que le abriese la intuición de la verdad, o que por lo menos le cerrase la de la mentira y la ilusión! Pero jamás olvidaré una cosa terrible que le oí cierta noche, una cosa cuyo recuerdo me da escalofríos, una cosa que me hizo penetrar hasta el hondón de su fantástico espíritu.

-¿A que no sabe usted -me dijo- una de las cosas que más terrible me hacen la visión de la nada de ultratumba? Pues es el pensar que ni siquiera he de saber el secreto, si es que fuera ese; que si muero y no hay más allá nada, no he de tener el consuelo de saberlo; que en la nada no hay ni conciencia de ella... Morirse, morirse para no saber el secreto de la muerte..., entonces, ¿para qué morir? ¡Esto es terrible, joven! ¡No sólo no existir, fíjese, sino no saber que no se existe!...

«¡Qué embolismo! -me dije-, este hombre está loco perdido», y por el pronto no me di cuenta de todo el estado de conciencia que sus palabras revelaban; pero me sobrecogí instintivamente, como si hubiese tocado una visión impalpable, hecha de frío, un fantasma, un espíritu sapo.

Porque es el caso que siempre ha tenido don Martín para mí algo de lúgubremente fascinador, sobre todo desde aquel día en que me dijo, poniéndome su mano sobre el hombro y con una sonrisa amarga:

-Joven, intente usted una noche, estando acostado, concebirse como no existiendo, y verá usted, verá usted, qué hormigueo le da en el alma y cómo se cura de esa pestilente salud de los que no han llegado al hastío de haber vivido, de haber vivido, joven, no de vivir.

Cuando recuerdo estas y otras cosas del pobre don Martín, bórraseme todo afecto de caridad hacia él, y si fuese Juez Supremo le condenaría a prisión eterna en una estatua.




ArribaAbajoAl pie de una encina

(Ahora, Madrid, 1-VIII-1934)


Era en un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero con un libro, y fue a tumbarse a la sombre de un árbol, de una encina, a descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema de máximos y mínimos.

Empezó mi hombre, medio distraído, a leer -en el libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol-, cuando un violero, un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro, aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber desovado? ¿Sería un violero erudito? «¿Y quién sabe -se dijo mi hombre- si este violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro, de este cuya momia aquí calla?». Y empezó a retiñirle en el oído el retintín de la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le dirían el campo y sus criaturas.

Y ya no osó atentar contra ninguna de éstas. A una hormiga que empezó a molestarle se la quitó de encima, y la puso en el suelo, a que siguiera su ruta. «¡Pobrecilla! ¡Que viva!», se dijo. Y se puso a pensar en eso de la hormiga y la cigarra. Y que si ésta canta, o mejor guitarrea, no lo hace en ociosidad, sino que guitarrea con los élitros, con las alas, mientras chupa la savia del olivo con su trompa clavada en él. «¡Admirable trovador! -se dijo-. Que toca y chupa a la vez. Soplar y sorber no puede ser, pero con cierta habilidad cabe mamar y tocar la guitarra a un mismo tiempo».

Luego le dio en la cara un vilano, una de esas semillas volantes del cardo corredor. La pobre flor presa de la planta, y ésta presa por las raíces del suelo, no puede sino dejar caer la semilla, pero he aquí que ha sabido darle alas que la lleven, al hilo del viento, a desparramarse a lo lejos. La planta es sedentaria; la semilla, no. El vilano la lleva a extenderse por el suelo. Y olvidado mi hombre de los dos violeros y de la hormiga y de la cigarra se puso a leer en el libro de la naturaleza -el otro cerrado- cosas que había ya leído en libros de papel. Porque son éstos los que nos enseñan a deletrear en el otro. Y también el arte es naturaleza, que dijo Schiller.

Y empezaba a ganarle la modorra cuando le dio en la cara uno de esos filamentos -hilachos- volantes a que en francés se les llama fils de la Vierge -hilos de la Virgen, ¡poético nombre!- y en tierras castellanas, «babas de buey». Que también es nombre poético, aunque a primera oída no lo parezca. Y que son hilos de araña -como las hebras de telaraña- en que el animalito, hilándose de sus entrañas, se lanza al aire en busca de nuevo asiento. (En mi obra La agonía del cristianismo he tratado, metafóricamente, de ello.)

Y mi hombre, aleccionado previamente por los libros, se puso a meditar -a fantasear mejor- sobre la araña y sobre su hilo de la Virgen, sobre su baba de buey. No había tejido tela para esperar en ella a que cayese presa alguna pobre mosca, sino que, navegante aérea, aeronauta errante, se había lanzado a caza en hilo de sus entrañas.

Y creyó sentir mi hombre la palpación de las entrañas de la araña en sus propias entrañas. ¿Pero es que en el zumbido del violero no iba también temblor de entrañas? ¿Y no había temblor de entrañas en las páginas del libro? Y recordó ese precioso dicho de las mujeres del pueblo campesino cuando dice alguna de su marido: «El mío es tan bueno que se le lleva con una baba de buey...». Y aunque a las veces piense decirlo, en la baba salival del buey de arado y no en otra, dice, aun sin saberlo, que al hombre bueno se le lleva con hilo de las entrañas.

Se acordó entonces de que una especie de romadizo que había padecido en un tiempo, una comezón en las fosas nasales, le dijeron -hombres de libros, ¡claro!- que provenía del polen de las flores de unos árboles. El temblor nupcial de aquellas flores le dio a él aquella molesta comezón. Y todo, violero, hormiga, cigarra, araña, flor, todo le enseñaba lo mismo. Arriba, en la encina, la candela, su recatada flor, empezaba a hacerse bellota. Y se acordó de que cómo con el corazón de la encina, con el rojizo rollo íntimo de su leño, casi como si dijéramos con su tuétano leñoso, hacen los charros dulzainas en que canta el corazón de la muerta encina.

Y con todo ello sintió mi hombre un profundo asco de aquella otra vida -la política- en que se había visto enredado, como una mosca en telaraña, y de las hormigas y las cigarras -que cantan y chupan a la vez- y de las babas de buey y de los violeros políticos. Recogió el libro cerrado; mas al recogerlo se cayó de él, de entre sus páginas, ¿la momia del viejo violero?, no, sino un recorte de periódico, que le servía de señal, y en que venía estampado un manifiesto electoral de partido.

Cogió el recorte, hizo un hoyo en la tierra, al pie de la encina, y lo enterró allí. «¡Bah! -se dijo-, si un día se hace una dulzaina del corazón de esta encina no cantará en ella ese manifiesto político electoral». Y se fue. Se fue puesta la mira en otros tiempos y otros lugares que los de hoy y de aquí.






ArribaAbajoLa pedagogía


ArribaAbajoEl diamante de Villasola

(Madrid Cómico, 9-IV-1898)


El maestro de Villasola era perspicacísimo y entusiasta como pocos por su arte; así es que tan luego como entrevió en el muchacho una inteligencia compacta y clara, sintió el gozo de un lapidario a quien se le viene a las manos hermoso diamante en bruto.

¡Aquel sí que era ejemplar para sus ensayos y para poner a prueba su destreza! ¡Hermoso conejillo de Indias para experiencias pedagógicas! ¡Excelente materia pedagogizable en que ensayar nuevos métodos in anima vili! Porque la honda convicción del maestro de Villasola -aun cuando no llegara a formulársela- era que los muchachos son medios para hacer pedagogía, como para hacer patología los enfermos. «La ciencia por la ciencia misma» era su divisa expresa, y la tácita, la de debajo de la fórmula, esta otra: «La ciencia para mí solaz y propio progreso».

Cogió al muchacho prodigioso para desbastarlo. ¡Qué descanso después de aquella infecunda brega con tanta vulgaridad, con todos aquellos oscuros carbones que a lo sumo llegaban a grafitos! «Qué diferencia de alma -se decía-; todas son carbono espiritual, pero he aquí entre tanto oscuro carbón ordinario un alma cristalizada en diamante».

Empezó el maestro la faena. Tenía planeada la hermosa forma poliédrica, las múltiples facetas, los ejes. ¡Qué reflejos daría al mundo, y cómo se admiraría en él la pericia del lapidario que lo tallara!

El muchacho se dejó hacer, aunque conservando su cualidad íntima: la dureza diamantina. Mas cuando al descubrir su propio brillo se comparó con los opacos carbones entre que vivía, se prestó sumiso a las manipulaciones de su lapidario.

¡Qué de facetas! ¡Qué de aguas! ¡Qué de destellos!

¡Qué de cosas sabias y qué bien agrupadas todas en ordenación poliédrica! Era la maravilla del pueblo. El día en que habló en el casino fue aquello el pasmo de Villasola. ¡Cómo lo enlazaba y engarzaba todo en hilo continuado y ordenado!

Ya presentaba una faceta, ya otra, deslumbrando con mil tornasolados cambiantes e irisaciones múltiples, según se reflejaba en su mente de un modo o de otro la luz incolora y difusa de la ciencia. ¡Qué orador!

¡Qué cabeza! Allí estaba todo ordenadito y cuadriculado por 1.°, 2.° y 3.°; por A y B mayúsculas y a y b minúsculas, relacionado con llaves diversas, y llaves de llaves, en maravilloso cuadro sinóptico.

Llegó el día en que el portento de Villasola se lanzó a la corte en busca de campo. Acompañole tropel de gente a la estación, y le siguió el pueblo todo con su corazón, sin que él por su parte lo llevara en el suyo. Las madres se lo señalaban a sus hijos cual modelo, apeteciéndolo, a la vez, para sus hijas; suspiraban éstas por él, y los envidiosos se recomían las tripas. Pero el orgulloso de veras era el maestro de Villasola, el lapidario de aquella maravilla que iba a hacer valer su elevado valor en cambio, difiriendo cuanto pudiese el engastarse en una joya social cualquiera para realzar así su valor en uso. Aspiraba a solitario.

Cayó en el arroyo del mundo, en su lecho de arena, entre cantos rodados y polvo de diamantes deshechos ya. Maravilló al punto a cuantos se le acercaron; pero lastimados por sus aristas, tenían que dejarlo. Paseáronle de salón en salón dándole mil vueltas para admirar sus reflejos todos; pero nadie le quería si no era para montarle en un anillo, y él se quería libre, sin engaste.

Entre tanto la corriente iba restregándole contra la arenilla del lecho donde había también polvo de diamantes.

Demandó, más bien que pretendió, a una joven rica que le sirviese de montante, y recibió calabazas. Aquella noche mordía la almohada, sintiéndose a solas y a oscuras mero pedrusco, seco y frío.

Íbasele desgastando poco a poco la poderosa inteligencia sinóptica; se le velaba y enturbiaba la mente al quebrársele las aristas, y no reflejaba ya sino luz vulgar. Y entonces vio a los humildes carbones a quienes había desdeñado, asociarse, y al conjuro de la solidaridad, que cual corriente eléctrica les recorría enlazándolos, dar luz propia, ellos, los oscuros carbones, un mero destello reflejo como él, diáfano diamante. Los pobres se consumían en trabajo, daban luz de su carne y de su sangre, con dolor, sí, pero con amor también, unidos por santa corriente de fraternal comunión de esfuerzos. Y él solo, solitario, duro, perdidas las aguas, ¿para qué serviría ya?

Serviría para rayar cristales, porque le quedaba su calidad esencial e íntima: la dureza. Hay que oír en las mesas de los cafés al diamante de Villasola cuando, previas unas copas de coñac, cae sobre una reputación hecha, cualquiera; sobre un sentimiento consagrado, sobre cualquier cristal, y los raya y esmerila rechinando. ¡Qué elocuencia áspera, seca, dura, rechinante! ¡Cómo deja de esmerilados a los cristales! Ahora es cuando hay que conocerle; ahora que, desgastado por el roce con la arenilla del lecho del río del mundo, estropeadas sus facetas por el continuo fregarse en polvo de deshechos diamantes, revela su durísima esencia de carbono cristalizado.

Cuando el maestro de Villasola supo el fin de su diamante, se propuso esta ardua cuestión: la Pedagogía, ¿es ciencia pura o de aplicación? Mas lo que no se le ha ocurrido al lapidario de Villasola es que sean más hacedero sacar luz del calor potencial almacenado en los negros carbones, que arrancar calor vivifico de la luz meramente reflejada y de préstamo del diamante.




ArribaAbajoEl maestro de Carrasqueda

(La Lectura, Madrid, julio de 1903)


-Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no muy lejos. Te llaman a atajar una riña de un pueblo, a evitarle un montón de sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo: ¿le dejarás que se ahogue? ¿Le dirás: «No puedo pararme, pobre niño; me espera todo un pueblo al que he de salvar?». ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate del caballo y salva al niño. ¡El pueblo..., que espere! Tal vez sea el niño un futuro salvador o guía, no ya de un pueblo, sino de muchos.

Esto solía decir don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos cuantos mozalbetes que, en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa de que, a fuer de buen maestro, jamás se cuidó don Casiano cuando ante ellos se vaciaba el corazón. «Tal vez no entiendan del todo la letra -pensaba-; pero lo que es la música...». Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo: nuestro Quejana.

¡Toda un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir, a ese Carrasqueña de Abajo, célebre hoy por haber en él nacido nuestro don Ramón Quejana, a quienes muchos le llaman el Rehacedor.

Cuando el año 20 llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico, e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar raspándoles el de la dehesa! Lo primero enseñarles a que se lavaran: suciedad por donde quiera, suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.

Con los mayores no se podía, pues a todo paraban el golpe con un ¡eso no pinta aquí! «Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena», era su refrán favorito. Que se cubrieran los estercoleros de abono; que no los dejaran en montoncitos sobre las tierras; que..., ¡bah!, ¡bah!, ¡bah! ¡Querer enseñarles labranza, a ellos, labradores desde siempre!... «¡Señor maestro, enseñe el Catecismo a los niños, y luego, si hay tiempo, a leer y escribir, y déjese de andróminas!».

Cada visita del concejo a la escuela costaba una sofoquina al pobre maestro. Quiso suprimir el discursito de rigor cuando se anunció la visita del inspector, pero el cura:

-Amigo don Casiano -le dijo-, no se nos venga con pedagogías y cosas de ayer por la mañana, que los tíos son tíos, aunque no lo quieran, y es menester que el hijo del alcalde eche su discursito, como es costumbre en casos parecidos, y mejor si es verso..., y que no lo entiendan, sobre todo...

Tuvo el maestro una idea. Llamó a Ramonete, hijo del tío Quejana, el alcalde, para que convenciese a su padre de que no hacía al caso el discurso. «El chico tendrá mejor sentido que el padre, pues no le ha sobrado tanto tiempo de echarlo a perder», pensó. Y, en efecto, se prendó del mocito: ¡vaya un chicuelo! Y en adelante le brindó las lecciones y por él hablaba a los demás. Cuando ni aun Ramonete le entendía, exclamaba malhumorado: «¡Es como si hablara a la pared!», pensando al punto: «Las paredes oyen... y entienden acaso».

Dios no le dio hijos de su mujer; pero tenía a Ramonete, y en él al pueblo, a Carrasqueña todo. «Yo te haré hombre -le decía-; tú déjate querer». Y el chico no sólo se dejaba, se hacía querer. Y fue el maestro traspasándole las ambiciones y altos anhelos, que, sin saber cómo, iban adormeciéndosele en el corazón.

Era en el campo, entre los sembrados, bajo el infinito tornavoz del cielo, donde, rodeado de los chicuelos, Ramonete allí juntito, a su vera, le brotaban las parábolas del corazón. Aún recuerda Quejana -se lo hemos oído más de una vez- cuando les decía que Jesucristo fue un artesano lugareño a quien mataron en la ciudad, o cuando frente a un barbecho exclamaba: «¿Creéis que esta tierra no hace más que descansar? ¡Pues no! El aire manso y silencioso la está renovando, mientras que el ventarrón no hace sino meter ruido y derribar...».

Y cuando aquellos niños se hicieron hombres y padres, don Casiano les hacía leer los domingos, comentándoles lo que leían, y les mondó cuerpos y mentes, y les enseñó a cubrir el estiércol y a aprovecharlo, y, sobre todo, a conservar en el fondo del corazón una niñez perpetua.

Mas su preocupación era Ramonete; Ramonete, que se fue a la ciudad a estudiar carrera. Los veranos, en vacaciones, ¡qué paseos por campos sin fin, entre barbechos!

Todos conocemos la brillante carrera de don Ramón, aquellos sus primeros triunfos, su encumbramiento, su victoria final; todos sabemos sus desalientos también, sus dudas y sus desazones. Cuando, después de la famosa ruptura de la Liga, en 1950, se retiró don Ramón a su pueblo despechado y descorazonado, fue su primer, maestro quien le curó, enseñándole a querer a la patria y hablándole de su ensueño de una España celeste. Cuando después de su victoria definitiva fue a su pueblo a recoger el último suspiro de su madre, ¡qué abrazo el que se dieron él y don Casiano, en el ejido del lugar, ante los lugareños conmovidos!

Don Casiano se ha hecho célebre por el célebre estribillo de don Ramón, estribillo que apenas falta en ninguno de los discursos; aquello de: «Decía una vez mi maestro...». Al principio provocaba a risa el inciso; pero muy pronto empezó a provocar a mayor atención y recogimiento en los oyentes.

Don Ramón intentó cierta vez condecorarle, y cuentan que le contestó: «Mi condecoración eres tú, Ramonete». Y no insistió éste.

-Si usted hubiera salido, don Casiano...

-¿Salir? ¿A dónde?

-Hoy tendría posición, nombre, gloria...

-¡Posición!, ¡nombre!, ¡gloria! ¿Y Carrasqueda de Abajo? ¿Y tú, Ramonete, y tú? No, yo no soy de los que se guardan las perrillas para amasarse un caudalejo, agarrarse a la usura y legar a los hijos una rentita; lo que he ganado un día lo he dado siempre al siguiente, en calderilla, como lo gané. La gloria es una usura. He derramado mi espíritu en Carrasqueda, en calderilla también, y esto vale más que recogerse un nombre de oro en el mundo, un nombre que me dé renta de elogios. Carrasqueda es mi mundo, y el mundo entero, esta pobre tierra donde querías que dejase un nombre, nada más que un Carrasqueda algo mayor. Levanta de noche tu vista a las estrellas, Ramonete; recuerda lo que te he enseñado, y te convencerás. ¿Qué prefieres, que tu nombre trasponga el Pirineo y ande en bocas de extraños, o que tu alma se derrame en silencio por España, entre los que piensan con la lengua en que piensas tú?

-Una y otra cosa, don Casiano...

-¿Es posible? No tomes a la patria de pedestal de tu fama ni de campo de tus hazañas, ni hagas como ésos que la maldicen y la desprecian porque no siendo oída en la junta de las naciones, no se les escucha a ellos. No digas: «¿Qué culpa tengo yo de haber nacido español?», no vaya a creerse, al oírtelo, que pareces grande tan sólo porque es ella chica. Ponte a sus pies, de escabel de su gloria y de su dicha, escondido entre los sillares de sus cimientos...

-Pero en un lugarejo...

-Sí, sé lo que vas a decirme: se embrutece, se envilece y se empobrece. Pero, ¿no era mi deber trabajar por que se humanizaran, ennoblecieran y enriquecieran tus hermanos los carrasquedeños?

-¿Por qué no escribe usted, don Casiano?

-¿Escribir yo? ¡Obra tú, Ramonete! Me he enterrado en vosotros, en mis discípulos.

Todos recordarán aquel viaje precipitado de don Ramón a su pueblo, cuando, dejando colgados graves asuntos políticos, fue a ver morir a su maestro, ochentón ya.

Hizo éste que le llevaran a morir a la escuela, junto al encerado, frente a aquella ventana que da a la alameda del río, apacentando sus ojos en la visión de las montañas de lontananza, que retenían las semillas de los ensueños todos que, contemplándolas, le habían florecido al maestro en el huerto del espíritu. En el encerado había hecho escribir estas palabras del cuarto Evangelio: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él sólo queda; mas si muriere, lleva mucho fruto». Al acercársele la piadosa Muerte, le levantó a flor de alma las raíces de los pensamientos como en el mar levanta, al acercársele, la Luna las raíces de las aguas. Y su espíritu, cuando sólo le ataba al cuerpo un hilo, sobre el que blandía la Muerte, piadosa, su segur, henchido de inspiración postrera, habló así:

-Mira, Ramonete: se me ha dicho mil veces que mi voz ha sido de las que han clamado en el desierto... ¡sermón perdido! Yo mismo os repetía en la escuela, cuando tú no me entendías: «¡Es como si hablase a la pared!». Pero, hijo mío, las paredes oyen; oye todo, y todo empieza, ahora que me muero, a hablarme a los oídos. Mira, Ramonete: nada muere, todo baja del río del tiempo al mar de la eternidad y allí queda... el universo es un vasto fonógrafo y una vasta placa en que queda todo sonido que murió y toda figura que pasó; sólo hace falta la conmoción que los vuelva un día... Las voces perdidas y muertas resucitarán un día y formarán coro, un coro inmenso que llene el infinito... Me voy de esta España, de la terrestre, de la que fluye, a la otra España, a la España celestial... Ya sabes que el cielo envuelve a la tierra...

¡Habla y enseña aunque no te oigan...! Soy una voz que se apaga en el desierto... ¡Adiós, hijo mío!

Y calló para siempre. Y Quejana besó aquella boca, sellada para siempre por el supremo silencio, y al besarla cayeron de los ojos vivos del discípulo dos lágrimas a los ojos del maestro, fijos en la eternidad.




ArribaAbajoLa beca

(El espejo de la muerte, 1913)


«Vuelva usted otro día...». «¡Veremos!». «Lo tendré en cuenta». «Anda tan mal esto...». «Son ustedes tantos...». «¡Ha llegado usted tarde y es lástima!». Con frases así se veía siempre despedido don Agustín, cesante perpetuo. Y no sabía imponerse ni importunar, aunque hubiese oído mil veces aquello de: «Pobre porfiado saca mendrugo».

A solas hacía mil proyectos, y se armaba de coraje y se prometía cantarle al lucero del alba las verdades del barquero; mas cuando veía unos ojos que le miraban ya estaba engurruñándosele el corazón. «Pero, ¿por qué seré así, Dios mío?», se preguntaba, y seguía siendo así, como era, ya que sólo de tal modo podía ser él el que era.

Y por debajo gustaba un extraño deleite en encontrarse sin colocación y sin saber dónde encontraría el duro para el día siguiente. La libertad es mucho más dulce cuando se tiene el estómago vacío, digan lo que quieran los que no se han encontrado con la vida desnuda. Estos sólo conocen las vestiduras de la vida, sus arreos; no la vida misma, pelada y desnuda.

El hijo, Agustinito, desmirriado y enteco, con unos ojillos que le bailaban en la cara pálida, era la misma pólvora. Las cazaba al vuelo.

-Es nuestra única esperanza -decía la madre, arrebujada en su mantón, una noche de invierno- que haga oposición a una beca, y tendremos las dos pesetas mientras estudie... ¡Porque esto de vivir, así, de caridad!...

¡Y qué caridad, Dios mío! ¡No, no creas que me quejo, no! Las señoras son muy buenas, pero...

-Sí, que, como dice Martín, en vez de ejercer caridad ge dedican al deporte de la beneficencia.

-No, eso no; no es eso,

-Te lo he oído alguna vez; es que parece que al hacer caridad se proponen avergonzar al que la recibe. Ya ves lo que, nos decía la lavandera al contamos cuando les dieron de comer en Navidad y les servían las señoritas... «Esas cosas que hacen las señoritas para sacarnos los colores a la cara»...

-Pero, hombre...

-Sé franca y no tengas secretos conmigo. Comprende que nos dan limosnas para humillamos...

En las noches de helada no tenían para calentarse ni aun el fuego de la cocina, pues no le encendían. Era el suyo un hogar apagado.

El niño comprendía todo y penetraba en él alcance todo de aquel continuo estribillo de: «¡Aplícate, Agustinito, aplícate!».

Ruda fue la brega en las oposiciones, a la beca, pero la obtuvo, y aquel día, entre lágrimas y besos, se encendió el fuego del hogar.

A partir de este día del triunfo, acentuose en don Agustín su vergüenza de ir a pretender puesto; aunque poco y mal, comían de lo que el hijo cobraba, y con algo más, trabajando el padre acá y allá de temporero, iban saliendo mal que bien, del afán de cada día. ¿No se ha dicho lo de: «Bástele a cada día su cuidado»; y no lo traducimos diciendo que: «No por mucho madrugar amanece más temprano»? Y si no amanece más temprano por mucho madrugar, lo mejor es quedarse en la cama. La cama adormece las penas. Por algo los médicos dicen que el reposo lo cura todo.

-¡Agustín, los libros! ¡Los libros! ¡Mira que eres nuestro casi único sostén, que de ti depende todo!... ¡Dios te lo premie! -decía la madre.

Y Agustinito ni comía, ni dormía, ni descansaba a su sabor. ¡Siempre sobre los libros! Y así se iba envenenando el cuerpo y el espíritu: aquél, con malas digestiones y peores sueños, y éste, el espíritu, con cosas no menos indigeribles que sus profesores le obligaban a engullir. Tenía que comer lo que hubiera y tenía que estudiar lo que le diese en el examen la calificación obligada para no perder la beca.

Solía quedarse dormido sobre los libros, a guisa éstos de almohada, y soñaba con las vacaciones eternas. Tenía que sacar, además, premios, para ahorrarse las matrículas del curso siguiente:

-Voy a ver a don Leopoldo, Agustinito, a decirle que necesitas el sobresaliente para poder seguir disfrutando la beca...

-No, no hagas eso, madre, que es muy feo...

-¿Feo? ¡Ante la necesidad nada hay que sea feo, hijo mío!

-Pero si sacaré sobresaliente, madre, si lo sacaré.

-¿Y el premio?

-También el premio, madre.

-Mira, Agustinito: don Alfonso, el de Patología médica, está enfermo; debes ir a su casa a preguntar cómo sigue...

-No voy, madre; no quiero ser pelotillero.

-¿Ser qué?

-¡Pelotillero!

-Bueno, no sé lo que es eso, pero te lo entiendo, y los pobres, hijo mío, tenemos que ser pelotilleros. Nada de aquello de: «Pobre, pero orgulloso», que es lo que más nos pierde a los españoles...

-Pues no voy.

-Bien, iré yo.

-No, tampoco irá usted.

-Bueno, no quieres que sea pelotillera..., no, no iré. Pero, hijo mío...

-Sacaré el sobresaliente, madre.

Y lo sacaba el desdichado, pero ¡a qué costa! Una vez no sacó más que notable; y hubo que ver la cara que pusieron sus padres.

-Me tocaron tan malas lecciones...

-No, no; algo le has hecho... -dijo el padre.

Y la madre añadió:

-Ya te lo decía yo... Has descuidado mucho esa asignatura...

El mes de mayo le era terrible. Solía quedarse dormido sobre los libros, teniendo la cafetera al lado. Y la madre, que se levantaba solícita de la cama, iba a despertarle y le decía:

-Basta por hoy, hijo mío; tampoco conviene abusar... Además, te rinde el sueño y se malgasta el petróleo. Y no estamos para eso.

Cayó enfermo y tuvo que guardar cama; le consumía la fiebre. Y los padres se alarmaron, se alarmaron del retraso que aquella enfermedad podía costarle en sus estudios; tal vez le durara la dolencia y no podría examinarse con seguridad de nota, y le quedaría el pago de la beca en suspenso.

El médico auguró a los padres que duraría aquello, y los pobres, angustiados, le preguntaban:

-¿Pero podrá examinarse en junio?

-Déjense de exámenes, que lo que este mozo necesita es comer mucho y estudiar poco, y aire, mucho aire...

-¡Comer mucho y estudiar poco! -exclamó la madre-. Pero, señor, ¡si tiene que estudiar mucho para poder comer poco!...

-Es un caso de surmenage.

-¿De sur qué?

-De surmenage, señora; de exceso de trabajo.

-¡Pobre hijo mío! -y rompió a llorar la madre-. ¡Es un santo..., un santo!

Y el santo fue reponiéndose, al parecer, y cuando pudo ponerse en pie pidió los libros, y la madre, al llevárselos exclamó:

-¡Eres un santo, hijo mío!

Y a los tres días:

-Mira, hoy que está mejor tiempo puedes salir, vete a clase bien abrigado, ¿eh?, y dile a don Alfonso cómo has estado enfermo, y que te lo dispense...

Al volver de clase dijo:

-Me ha dicho don Alfonso que no vuelva hasta que esté del todo bien.

-Pero ¿y el sobresaliente, hijo mío?

-Lo sacaré.

Y lo sacó, y vio las vacaciones, su único respiro. «¡Al campo!», había dicho el médico. ¿Al campo? ¿Y con qué dinero? Con dos pesetas no se hacen milagros. ¿Iba a privarse don Agustín, el padre, de su café diario, del único momento en que olvidaba penas? Alguna vez intentó dejarlo; pero el hijo modelo le decía:

-No, no; vete al café, padre; no lo dejes por mí; ya sabes que yo me paso con cualquier cosa...

Y no hubo campo, porque no pudo haberlo. No recostó el pobre mozo su cansado pecho sobre el pecho vivificante de la madre Tierra; no restregó su vista en la verdura, que siempre vuelve, ni restregó su corazón en el olvido reconfortante.

Y volvió el curso, y con él la dura brega, y volvió a encamar el becario, y una mañana, según estudiaba, le dio un golpe de tos y, se ensangrentaron las páginas del libro por el sitio en que se trataba de la tisis precisamente.

Y el pobre muchacho se quedó mirando al libro, a la mancha roja, y más allá de ella, al vacío, con los ojos fijos en él y frío de la desesperación acoplada en el alma. Aquello le sacó a flor de alma la tristeza eterna, la tristeza trascendental, el hastío prenatal que duerme en el fondo de todos nosotros y cuyo rumor de carcoma tratamos de ahogar con el trajineo de la vida.

-Hay que dejar los libros en seguida -dijo el médico en cuanto le vio-; ¡pero en seguida!

-¡Dejar los libros! -exclamó don Agustín-. ¿Y con qué comemos?

-Trabaje usted.

-Pues si busco y no encuentro; si...

-Pues si se les muere, por su cuenta...

Y el rudo de don José Antonio se salió mormojeando: «¡Vaya un crimen! Este es un caso de antropofagia...; estos padres se comen a su hijo».

Y se lo comieron, con ayuda de la tisis; se lo comieron poco a poco, gota a gota, adarme a adarme.

Se lo comieron vacilando entre la esperanza y el temor, amargándoles cada noche el sacrificio y recomenzándolo cada mañana.

¿Y qué iban a hacer? El pobre padre andaba apesadumbrado y lleno de desesperación mansa. Y mientras revolvía el café con la cucharilla para derretir el terrón de azúcar, se decía: «¡Qué amarga es la vida! ¡Qué miserable la sociedad! ¡Qué cochinos los hombres! Ahora sólo nos falta que se nos muriera...». Y luego, en voz alta: «Mozo; ¡el Vida Alegre!».

Aún llegó el chico a licenciarse y tuvo el consuelo de firmaren el título, de firmar su sentencia de muerte con mano trémula y febril. Pidió luego un libro, una novela.

-¡Oh, los libros, siempre los libros! -exclamó la madre-. Déjalos ahora. ¿Para qué quieres saber tanto? ¡Déjalos!

-A buena hora, madre.

-Ahora a descansar un poco y a buscar un partido...

-¿Un partido?

-Sí; he hablado con don Félix, y me ha prometido recomendarte para Robleda.

A los pocos días se iba Agustinito, para siempre, a las vacaciones inacabables, con el título bajo la almohada -fue un capricho suyo- y con un libro en la mano; se fue a las vacaciones eternas. Y sus padres le lloraron amargamente.

-Ahora, ahora que iba a empezar a vivir, ahora que nos iba a sacar de miserias; ahora... ¡Ay, Agustín, qué triste es la vida!

-Sí, muy triste -murmuró el padre, pensando que en una temporada no podría ir al café.

Y don José Antonio, el médico, me decía después de haberme contado el suceso: «Un crimen más, un crimen más de los padres... ¡Estoy harto de presenciarlos! Y luego nos vendrán con el derecho de los padres y el amor paternal... ¡Mentira!, ¡mentira!, ¡mentira! A las más de las muchachas que se pierden son sus madres quienes primero las vendieron... Esto entre los pobres, y se explica, aunque no se justifique. ¿Y los otros? No hace aún tres días que González García casó a su hija con un tísico perdido, muy rico, eso sí, con más pesetas que bacilos, ¡y cuidado que tiene una millonada de éstos!, y la casó a conciencia de que el novio está con un pie en la sepultura; entra en sus cálculos que se le muera el yerno, y luego el nieto que pueda tener, de meningitis o algo así, y luego... Y para este padre que se permite hablar de moralidad, ¿no hay grillete? Y ahora, este pobre chico, esta nueva víctima... Y seguiremos considerando al Estado como un hospicio, y vengan sobresalientes y canibalismo...; ¡canibalismo, sí, canibalismo! Se lo han comido y se lo han bebido; se han comido la carne, le han bebido la sangre...; y a esto de comerse los padres a un hijo, ¿cómo lo llamaremos, señor helenista? Gonofagia, ¿no es así? Sí; gonofagia, gonofagia, porque llamando a las cosas en griego pierden no poco del horror que pudieran tener. Recuerdo cuando me contó usted lo de los indios aquellos de que habla Herodoto, que sepultaban a sus padres en sus estómagos, comiéndoselos. La cosa es terrible; pero más terrible aún es el festín de Atreo. Porque el que uno se coma al pasado, sobre todo si ese pasado ha muerto, puede aún pasar; ¡pero esto de comerse al porvenir!...

Y si usted observa, verá de cuántas maneras nos lo estamos comiendo, ahogando en germen los más hermosos brotes. Hubiera usted visto la triste mirada del pobre estudiante, aquellos ojos, que parecían mirar más allá de las cosas, a un incierto porvenir, siempre futuro y siempre triste, y luego aquel padre, a quien no le faltaba su café diario. Y hubiera usted visto su dolor al perder al hijo, dolor verdadero, sentido, sincero -no supongo otra cosa-; pero dolor que tenía debajo de su carácter animal, de instinto herido, algo de frío, de repulsivo, de triste. Y luego esos libros, esos condenados libros, que en vez de servir de pasto sirven de veneno a la inteligencia; esos malditos libros de texto, en que se suele enfurtir todo lo más ramplón, todo lo más pedestre, todo lo más insufrible de la Ciencia, con designios mercantiles de ordinario...

Calló el médico, y callé yo también. ¿Para qué hablar?

Pasado algún tiempo me dijeron que Teresa Martín, la hija de don Rufo, se iba a monja. Y al manifestar mi extrañeza por ello, me añadieron que había sido novia de Agustín Pérez, el becario, y que desde la muerte de éste se hallaba inconsolable. Pensaba haberse casado en cuanto tuviera partido.

-¿Y los padres? -se me ocurrió argüir.

Y al contar yo luego al que me trajo esa noticia la manera cómo sus padres se lo habían comido, me replicó inhumanamente:

-¡Bah! De no haberle comido sus padres, habríale comido su novia.

-¿Pero es -exclamé entonces- que estamos condenados a ser comidos por uno o por otro?

-Sin duda -me replicó mi interlocutor, que es hombre aficionado a ingeniosidades y paradojas-, sin duda; ya sabe usted aquello de que en este mundo no hay sino comerse a los demás o ser comido por ellos, aunque yo creo que todos comemos a los otros y ellos nos comen. Es un devoramiento mutuo.

-Entonces vivir solo -dije.

Y me replicó:

-No lograría usted nada, sino que se comerá a sí mismo, y esto es lo más terrible, porque el placer de devorarse se junta al dolor de ser devorado, y esta fusión en uno del placer y el dolor es la cosa más lúgubre que puede darse.

-Basta -le repliqué.






ArribaAbajoRazón y pasión


ArribaAbajoCaridad bien ordenada

(Vida Nueva, Madrid, 28-VIII-1898)


Uníase en don Elenterio a una honda filantropía trascendental un clarísimo concepto de la función de la beneficencia en la sociedad; y así, encauzados sus sentimientos altruistas por una severa disciplina racional, ganaban en intensidad lo que en extensión parecían perder. Cuanto más ahondaba don Eleuterio, menos veía la diferencia radical entre la caridad y la justicia, como tampoco la veía entre la libertad y el orden. Guiado de estas razones, reputaba pura licencia el dar limosna a ojos ciegas al primer pordiosero con quien se tope, dándosela por mera satisfacción irracional de un sentimiento ciego.

La verdadera limosna, la que Cristo pide, no era la material donación de dinero o bienes, sino la compasión, la piedad. Y ésta la cumplía pidiendo a Dios por los necesitados todos, y ofreciendo obras de piedad en favor de ellos.

Pertenecía don Eleuterio a diversas sociedades benéficas, y poseía una regular biblioteca de obras acerca del ramo de beneficencia pública y privada, obras atestadas de instructivas tablas estadísticas. Profesaba el principio de que los pobres deben recibir en los hospicios y asilos más que medios de vida, disciplina social, y que tales institutos son un derivativo humanitario a las funestas consecuencias de la ley de Malthus, en que creía a pies juntillas.

Cuando le tocaba en las entrañas el espectáculo de alguna repugnante miseria callejera, consolábase imaginando que no era el dolor de que era testigo tan grande como parecía, porque, embotado el paciente por su penuria y endurecido merced a los rigores de la suerte, saturaríase pronto de dolor, quedándole pocas más afinidades libres para éste. Y pensaba, además, don Eleuterio que muchas quejas eran, cuando no comedia y fingimiento, puros fenómenos reflejos, a los que no acompañaba estado de conciencia adecuado a ellos. Por donde se ve que no carecía don Eleuterio de alguna cultura y de cierta tinturilla de psicología, que le venía a las mil maravillas.

Paseábase una noche el reflexivo señor, en compañía de sus sesudas opiniones, meditando en cierta reforma del hospicio de huérfanos, de cuya junta era presidente, y absorto en tal tarea prolongaba su paseo por las afueras de la ciudad, cuando vino a interrumpir intempestivamente el curso de sus meditaciones una voz que le dijo melosamente:

-Una limosnita por amor de Dios, caballero...

-Perdone, hermano -contestó don Eleuterio, confesando inconscientemente su pecado al pedir perdón de él.

-Señorito, por favor, que no he comido...

-Pero habrás bebido... -replicó amostazado al importuno que le hacía perder el hilo de sus reflexiones.

Acercándosele entonces el pordiosero, vio don Eleuterio que le miraban unos ojos mortecinos, que recorrían luego éstos el contorno, y vio en seguida brillar una hoja de navaja o algo parecido, a la vez que la voz, haciéndose seca y dura, le decía:

-¡Ea, vengan los cuartos y me los beberé!

Sintió el sociológico filántropo que se le desmadejaba el cuerpo, le oprimía el corazón, la garganta y se le turbaba la vista; y balbuciendo: «Espere, espere... por Dios, ¡qué barbaridad!», fue sacando cuanto llevaba.

-¡Buenas noches, y que usted descanse! -le dijo el pedigüeño, una vez cobrado el salario de su trabajo, desapareciendo en la oscuridad.

Repuesto don Eleuterio al poco rato, y olvidado ya de la reforma del hospicio de huérfanos, de que era presidente, se decía:

-¡Dios mío, de buena me he librado!... ¿Cuál no será el miserable estado de estos infelices cuando les pone así a dos pasos del crimen? He evitado un crimen mayor... ¿Cuál no será su necesidad? Es preferible que sean mendigos y vagos a no que den en ladrones, en asesinos tal vez. Hombres hay de éstos, que siendo por naturaleza mendigos y desordenados, moriríanse en el asilo, o se escaparían, o corromperían a los demás; y si en la calle no los dejamos vivir de su natural, acabarán en cualquier cosa mucho peor... Aman la vagancia; hay que tener caridad con ellos... Y el pobre, ¡qué cortésmente me ha despedido! Tal vez no tengan qué cenar sus hijos, si es que los tiene.

Siguiendo don Eleuterio en el curso de estas reflexiones, fructificó en él el instintivo y casi reflejo: «¡Perdone, hermano!», con que respondiera de primeras al mendigo, y acabó por cambiar sinceramente de sentido. El providencial encuentro de aquella noche le ha abierto nuevos horizontes, proporcionándole convicciones nuevas.

De tal modo ha cambiado de opiniones don Eleuterio, y tanto se le han arraigado las nuevas, a favor de variadísimas razones que han ido presentándosele enredadas, como las cerezas, las unas en las otras, que cuando ahora encuentra algún mendigo no deja de darle limosna, sobre todo si es de noche o en las afueras de la ciudad, circunstancias que al avivar el recuerdo del golpe de gracia que decidió de su conversión racional, le traen algo así como el brillo en el espacio de algo decisivo.

Esto es lo que se llama caridad bien ordenada.




ArribaAbajoLa venda

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 22-I-1900)


Y vio de pronto nuestro hombre venir una mujer despavorida, como un pájaro herido, tropezando a cada paso, con los grandes ojos preñados de espanto que parecían mirar al vacío y con los brazos extendidos. Se detenía, miraba a todas partes aterrada, como un náufrago en medio del Océano, daba unos pasos y se volvía, tornaba a andar, desorientada de seguro. Y llorando exclamaba:

-Mi padre, que se muere mi padre.

De pronto se detuvo junto al hombre, le miró de una manera misteriosa, como quien por primera vez mira, y sacando el pañuelo le preguntó:

-¿Lleva usted bastón?

-¿Pues no lo ve usted? -dijo él mostrándoselo.

-¡Ah! Es cierto.

-¿Es usted acaso ciega?

-No, no lo soy. Ahora, por desgracia. Deme el bastón.

Y diciendo esto empezó a vendarse los ojos con el pañuelo.

Cuando hubo acabado de vendarse repitió:

-Deme el bastón, por Dios, el bastón, el lazarillo.

Y al decirlo le tocaba. El hombre la detuvo por un brazo.

-Pero, ¿qué es lo que va usted a hacer, buena mujer? ¿Qué le pasa?

-Déjeme, que se muere mi padre.

-Pero, ¿adónde va usted así?

-Déjeme, déjeme, por santa Lucía bendita, déjeme, me estorba la vista, no veo mi camino con ella.

-Debe de ser loca -dijo el hombre por lo bajo a otro a quien había detenido lo extraño de la escena.

Y ella, que lo oyó:

-No, no estoy loca; pero lo estaré si esto sigue, déjeme, que se muere.

-Es la ciega -dijo una mujer que llegaba.

-¿La ciega? -replicó el hombre del bastón-. Entonces ¿para qué se venda los ojos?

-Para volver a serlo -exclamó ella.

Y tanteando con el bastón el suelo, las paredes de las casas, febril y ansiosa, parecía buscar en el mar de las tinieblas una tabla de que asirse, un resto cualquiera del barco en que había hasta entonces navegado.

De pronto dio una voz, una voz de alivio, y como una paloma que elevándose en los aires revolotea un momento buscando oriente y luego como una flecha parte, partió resuelta, tanteando con su bastón el suelo, la mujer vendada.

Quedáronse en la calle los espectadores de semejante escena, comentándola.

La pobre mujer había nacido ciega, y en las tinieblas nutrió de dulce alegría su espíritu y de amores su corazón. Y ciega creció.

Su tacto era, aun entre los ciegos, maravilloso, y era maravillosa la seguridad con que recorría la ciudad toda sin más lazarillo que su palo. Era frecuente que alguno que la conocía le dijese: «Dígame, María, ¿en qué calle estamos?». Y ella respondía sin equivocarse jamás.

Así, ciega, encontró quien de ella se prendase y para mujer la tomara, y se casó ciega, abrazando a su hombre con abrazos que era una contemplación. Lo único que sentía era tener que separarse de su anciano padre; pero casi todos los días, bastón en mano, iba a tocarle y oírle y acariciarle. Y si por acaso la acompañaba su marido, rehusaba su brazo diciéndole con dulzura: «No necesito tus ojos».

Por entonces se presentó, rodeado de prestigiosa aureola, cierto doctor especialista, que después de reconocer a la ciega, a la que había visto en la calle, aseguró que le daría la vista. Se difirió la operación hasta que hubiese dado a luz y se hubiese repuesto del parto.

Y un día, más de terrible expectación que de júbilo para la pobre ciega, se obró el portento. El doctor y sus compañeros tomaban notas de aquel caso curiosísimo, recogían con ansia datos para la ciencia psicológica, asaeteándola a preguntas. Ella no hacía más que palpar los objetos aturdida y llevárselos a los ojos y sufrir, sufrir una extraña opresión de espíritu, un torrente de punzadas, la lenta invasión de un nuevo mundo en sus tinieblas.

-¡Oh! ¿Eras tú? -exclamó al oír junto a sí la voz de su marido.

Y abrazándole y llorando, cerró los ojos para apoyar en la de él su mejilla.

Y cuando le llevaron al niño y lo tomó en brazos, creyeron que se volvía loca. Ni una voz, ni un gesto; una palidez mortal tan sólo. Frotó luego las tiernas camecitas del niño contra sus cerrados ojos y quedó postrada, rendida, sin querer ver más.

-¿Cuándo podré ir a ver a mi padre? -preguntó.

-¡Oh! No, todavía no -dijo el doctor-. No es prudente que usted salga hasta haberse familiarizado algo con el mundo visual.

Y al día siguiente, precisamente al día siguiente de la portentosa cura, cuando empezaba María a gozar de una nueva infancia y a bañarse en la verdura de un nuevo mundo, vino un mensajero torpe, torpísimo, y con los peores rodeos le dijo que su padre, baldado desde hacía algún tiempo, se estaba muriendo de un nuevo ataque.

El golpe fue espantoso. La luz le quemaba el alma, y las tinieblas no le bastaban ya. Se puso como loca, se fue de su cuarto, cogió un crucifijo, cerró los ojos y palpándolo, rompió a llorar, exclamando:

-Mi vista, mi vista por su vida. ¿Para qué la quiero?

Y levantándose de pronto, se lanzó a la calle. Iba a ver a su padre, a verle por primera y por última vez acaso.

Entonces fue cuando la encontró el hombre del bastón, perdida en un mundo extraño, sin estrellas por que guiarse como en sus años de noche se había guiado, casi loca. Y entonces fue cuando, una vez vendados sus ojos, volvió a su mundo, a sus familiares tinieblas, y partió segura, como paloma que a su nido vuelve, a ver a su padre.

Cuando entró en el paterno hogar, se fue derecha, sin bastón, a través de corredores, hasta la estancia en que yacía su padre moribundo y echándose a sus pies le rodeó el cuello con sus brazos, le palpó todo, le contempló con sus manos y sólo pudo articular entre sollozos desgarradores:

-¡Padre, padre, padre!

El pobre anciano, atontado, sin conocimiento casi, miraba con estupor aquella venda y trató de quitársela.

-No, no, no me la quites... no quiero verte; ¡padre, mi padre, el mío, el mío!

-Pero, hija, hija mía -murmuraba el anciano.

-¿Estás loca? -le dijo su hermano-. Quítatela, María, no hagas comedias, que la cosa va seria...

-¿Comedias? ¿Comedias? ¿Qué sabéis de eso vosotros?

-Pero, ¿es que no quieres ver a tu padre? Por primera, por última vez acaso...

-Porque quiero verle... pero a mi padre... al mío... al que nutrió de besos mis tinieblas, porque quiero verle, no me quito de los ojos la venda...

Y le contemplaba ansiosa con sus manos cubriéndole de besos.

-Pero, hija, hija mía -repetía como por máquina el viejo.

-Sea usted razonable -insinuó el sacerdote separándola-, sea usted razonable.

-¿Razonable? ¿Razonable? Mi corazón está en las tinieblas, en ellas veo.

-Et vita erat lux hominum et lux in tenebris lucet... -murmuró el sacerdote como hablando consigo mismo.

Entonces se acercó a María su hermano, y de un golpe rápido le arrebató la venda. Todos se alarmaron entonces, porque la pobre mujer miró en torno de sí despavorida, como buscando algo a que asirse. Y luego de reponerse murmurando: «¡Qué brutos son los hombres!», cayó de hinojos ante su padre preguntando:

-¿Es éste?

-Sí, ése es -dijo el sacerdote señalándosele-, ya no conoce.

-Tampoco yo conozco.

-Dios es misericordioso, hija mía; ha permitido que pueda usted ver a su padre antes de que se muera...

-Sí cuando ya él no me conoce, por lo visto...

-La divina misericordia...

-Está en la oscuridad -concluyó María que, sentada sobre sus talones, pálida, con los brazos caídos, miraba, al través de su padre, al vacío.

Levantándose al cabo, se acercó a su padre, y al tocarlo retrocedió aterrada exclamando:

-Frío, frío como la luz, muerto.

Y cayó al suelo presa de un síncope.

Cuando volvió en sí se abrazó al cadáver, y cubriéndole de besos, repetía:

-Hay que cerrarle los ojos -dijo a María su hermano.

-Sí, sí, hay que cerrarle los ojos... que no vea ya... que no vea ya... ¡Padre, padre! Ya está en las tinieblas... en el reino de la misericordia...

-Ahora se baña en la luz del Señor -dijo el sacerdote.

-María -le dijo su hermano con voz trémula tocándole en un hombro-, eres madre, aquí te traen a tu niño, que olvidaste en casa al venirte; viene llorando...

-¡Ah! Sí. ¡Angelito! ¡Quiere pecho! ¡Que le traigan!

Y exclamó en seguida:

-¡La venda! ¡La venda! ¡Tráeme pronto la venda, no quiero verle!

-Pero, María...

-Si no me vendáis los ojos no le doy de mamar.

-Sé razonable, María...

-Os he dicho ya que mi razón está en las tinieblas...

La vendaron, tomó al niño, lo palpó, se descubrió el pecho, y poniéndoselo a él, le apretaba contra su seno murmurando:

-¡Pobre padre! ¡Pobre padre!




ArribaAbajoLa manchita de la uña

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 25-II-1923)


Procopio abrigaba lo que se podría llamar la superstición de las supersticiones, o sea la de no tenerlas. El mundo le parecía un misterio, aunque de insignificancia. Es decir, que nada quiere decir nada. El sentido de las cosas es una invención del hombre, supersticioso por naturaleza. Toda la filosofía -y para Procopio la religión era filosofía en niñez o en vejez, antes o después de su virilidad mental- se reducía al arte de hacer charadas, en que el todo precede a las partes, a mi primera, mi segunda, mi tercera, etc. El supremo aforismo filosófico de Procopio, el a y el zeda de su sabiduría era éste: «Eso no quiere decir nada». No hay cosa que quiera decir nada, aunque diga algo; lo dice sin querer. En rigor el hombre no piensa más que para hablar, para comunicarse con sus semejantes y asegurarse así de que es hombre.

Un día Procopio, al ir a cortase las uñas -operación que llevaba a cabo muy a menudo-, observó que en la base de la uña del dedo gordo de la mano derecha, y hacia la izquierda, se le había aparecido una manchita blanca, como una peca. Cosa orgánica, no pegadiza; cosa del tejido. «¡Bah! -se dijo-, irá subiendo según crece la uña y acabará por desaparecer; un día la cortaré con el borde de la uña misma». Y se propuso no volver a pensar en ello. Pero como el hombre propone y Dios dispone, dispuso Dios que Procopio no pudiese quitarse del espíritu la manchita blanca de la uña.

Cuando se puso una vez, al poco del descubrimiento, a escribir Procopio, la manchita no le dejaba llevar la pluma por donde él quería. «¡Pero esto es una estupidez! -se decía, irritado contra sí mismo-; ¡si esto no quiere decir nada!, ¡degradantes supersticiones!». Recordaba que cuando niño se le había dicho que esas pintitas blancas en las uñas son mentiras y que les salen a los niños mentirosos; pero él ni era ya niño -ni viejo todavía- ni recordaba haber dicho, ni haberse dicho, recientemente mentira alguna de consideración. Además, aquello no quería decir nada. Y salió de paseo al campo, a ver si con el aire libre y soleado se le quitaba la pintita aquella del magín.

¡Que si quieres! Más fácil le habría sido quitársela de la uña. «¿Pero qué puede querer decir una cosa así? -se decía, sin querer decirse-. ¿Qué puede querer decir? ¡Claro está que nada! Alguna cosa tendrá, ¡claro! porque no hay efecto sin causa, y esto es indudablemente efecto, efecto de algo; por algo me ha salido esta manchita en la uña y precisamente en la del dedo gordo de la mano derecha y no de ninguna otra de las diez. ¿A ver?». Y se puso a examinar las demás uñas. Y luego se dijo: «No hay efecto sin causa, como no hay causa sin efecto; pero, ¿para qué me ha salido esta manchita... ¿Manchita?». Y se puso a cavilar si era o no mancha. Porque las manchas le parecía que han de tirar a negro. «Sin embargo, sin embargo -se añadió-, blanco sobre negro es -tan mancha como negro sobre blanco; en una levita negra mancha la leche como en una pechera de camisa blanca la tinta». Creía con estas cavilaciones trascendentales poder desechar, de su magín la manchita; pero, ¡quiá!, ¡ni por ésas! Ya la cuestión no era lo que aquella pintita significara, sino si significaba o no algo. Y en rigor, si hay algo que signifique cosa alguna.

Procopio creía no creer en «agüeros», hechicerías y cosas supersticiosas -creencia que, según le habían enseñado en el P. Astete, es pecaminosa-; pero la superstición de Procopio era que nada quiere decir nada, que ninguna cosa tiene significación. «Y si no vamos a ver -se decía-: ¿qué quiere decir esto de que yo me llame Procopio?, ¿por qué me hizo bautizar con ese nombre mi padre, que, por su parte, se llamaba Wilibrordo?, y tenía, por cierto, un hermano, tío mío, Burgundóforo...». Mas ni aun así... No, no lograba con estas digresiones apartar su obsesión de la manchita. La pequita estaba allí, en la uña, sonriéndose, sí sonriéndose irónicamente y diciéndole: «Adivina, adivinanza, ¿qué hace el huevo en la paja? Y yo, ¿qué hago aquí?». Y era un huevo, un huevecillo -un ovillo- de pesares trascendentes. Conque no quería decir nada, ¿eh? Pues, por lo menos, decía querer. ¿Y decir querer no es acaso el colmo de querer decir? La pequita decía querer amargarle el poso de las aguas del espíritu, el sedimento de las supersticiones.

Empezó la cosa -ya le llamaba, hablando consigo mismo, «la cosa»- a causarle un íntimo desasosiego, algo como un cosquilleo del cauce del alma. ¡Dolor, no! Dolor no era; no llegaba a dolor. Pero algo que no le dejaba descansar, como cuando no se acuerda uno del nombre de su padre o de su hijo o del propio nombre. Y recordaba cómo, siendo niño, tuvo que salir de la Iglesia dejando de oír una misa, a que devotísimamente asistía, porque no podía dominar los cosquilleos a despabilar los mocos de las velas del altar. Y se le reprodujo aquella congoja infantil.

¿Se pintaría la uña? ¿Se la rasparía? ¿Se la cortaría? Mejor era dejarla crecer. Y acaso con su deseo de que desapareciese la misteriosa -sí, ¡misterio, misterio!- manchita fuera creciendo más de prisa la uña. Porque... ¿no influye acaso la voluntad en el crecimiento, más o menos lento, de las uñas?

«Dicen que a Newton -se decía Procopio- se le ocurrió lo de la gravitación viendo caer una manzana... Cuentos, ¡claro! Pero, ¿no será la aparición de esta manchita en mi uña algo así como la caída de una manzana newtoniana? Y ahora, ¿qué descubro yo? Y se puso a pensar qué es lo que descubriría. Porque necesitaba descubrir algo; el ánimo le pedía un descubrimiento. Sólo que como nada significa nada... ¿Descubriría esto: que nada significa nada? Creía tenerlo descubierto, mas para sí solo; y cuando no logra uno descubrir a los otros lo que creen tener descubierto, empieza a sospechar que ni a sí mismo se lo descubrió.

¿Y si yo pudiese demostrar -se añadió- que la cosa no significa nada?». Empezó a asustarse. La obsesión de la manchita no le dejaba pensar en otras cosas más serias. ¿Más serias? ¿Y por qué más serias?

Procopio se volvió a su casa con la mente henchida de intenciones de pensamientos. La manchita de la uña se le había convertido en una nebulosa cósmica de la razón. Y no quería dormirse, no fuera que la manchita se le convirtiese en sueño... Procopio tenía un supersticioso horror a las supersticiones.






ArribaAbajoLa mansedumbre


ArribaAbajoNerón tiple o el calvario de un inglés

(Madrid, 1890)


El pobre primo había pasado una noche horrorosa; se encontraba mal, muy mal, no tenía con qué responder a ciertas cuentecillas; es decir, como tener, sí, tenía; pero repartido entre deudores.

El pobre cordero se armó de valor, se encasquetó el sombrero, soltó un terno y salió a por lo suyo.

Iba componiendo la tremenda filípica que endilgaría a cada deudor, cuando vio a lo lejos a uno de los más mansos. Lo mismo que el viento al humo, esta visión disipó sus ímpetus, hizo latir su corazón, le puso rojo y le desvió por una calleja murmurando: «Pero, señor, ¿por qué soy así?».

Entonces se acordó de sus hijos y de su esposa venerable, de sus menos cien duros derramados, y lleno de valor subió a casa de otro de sus deudores. Subía despacito, contando las escaleras, en cada tramo las palpitaciones le obligaban a descansar, miró tres o cuatro veces al reloj, llegó a la puerta, oyó pasos hacia adentro, y sin llamar, pálido, bajó la escalera más que de prisa.

Iba midiendo el santo suelo, y diciéndose: «Nada, está visto, yo soy así», cuando le heló una voz que decía a sus espaldas: «¡Hola, José!».

El más manso de sus deudores le alargaba la mano vacía, que José estrechó enternecido de vergüenza. Hablaron de mil cosas indiferentes, de la plenitud de los tiempos y de la proximidad del cataclismo, habló el manso de aquella dichosa letra, que siempre que él topaba a José estaba ella por llegar, preguntó al primo si por casualidad llevaba encima cinco duros, contestó éste que por providencia no los tenía a mano, se la alargó el otro vacía y le despidió diciéndole:

-De lo otro no me olvido.

-¡Que no se olvida! ¡Habrase visto!

Entonces pasaba José junto al café en que tomaba su tacita en los tiempos dichosos en que disponía de una pesetilla propia, ganada con su sudor. Allí, allí lo solía tomar con sus amigos. «¿Si estará alguno?», se dijo, y entró. Allí estaba Ricardo tan orondo, tomando su café con copa.

-Con mi dinero -murmuró José-, me privo yo de tomarlo para que él lo tome, ¡habrase visto!... nada, nada, yo soy así.

Se acercó a Ricardo, y éste con mil zalamas exclamó:

-Dichosos ojos... ¡cualquiera te ve! Anda, hombre, toma algo, yo te convido, ¿qué tomas?

-Oh, gracias, nada, gracias, muchas gracias... no acostumbro... ya sabes que no...

-Anda, hombre, toma...

-No, no, gracias...

Le daba pena que Ricardo le gastara el dinero; por él, ¡oh, no! Y el pobre, encogido, avergonzado, miraba a la taza de Ricardo por no topar con la inquisidora mirada del mozo.

Al rato de charla pretextando un asuntillo se levantó, y ya iba a salir cuando Ricardo le dijo:

-Tenemos pendiente aquello..., no lo olvido, un día de estos pasaré por tu casa.

Ya no podía más; corrió a casa, y al entrar en ella corrieron a él sus hijos pidiéndole los prometidos juguetes.

-Otro día, queridos, otro día, hoy estoy malo, otro día, cuando Ricardo o Eustaquio pasen por aquí...

-¿Te duele algo, papaíto?

La venerable esposa le trajo la cuenta del sastre. José la tomó y se encerró en su cuarto, se sentó, y mirando a la cuenta, lloró por dentro.

«Soy un inglés, un héroe desconocido; ¡pero qué buen amigo soy! Pasará por casa, dice que pasará por casa... pero qué chirigotero es... En el número próximo de El Mundo Cómico no dejará de hacer algún chiste a cuenta de mí. Los maridos buenos, las suegras, los ingleses y los maestros de escuela divertimos al mundo como los perros a los chiquillos. ¡Tírale, tírale del rabo, verás cómo chilla!, ¡no tengas miedo, anda!, que no muerde, ni siquiera ladra.

Pero el muy chirigotero con qué gracia me dice: ¡qué bueno eres, José!, mientras así, como por caricia, me da un golpecito en el bolsillo a ver si suena.

Nerón, Nerón es mi ideal; ¡qué hombre! Satanás, Lucifer, Mefistófeles, todos quedan chiquitos a su lado, ¡oh, Nerón! Sólo se le olvidó meter a un deudor en una garrafa y hacer de él carámbano. ¡Y aun le parecía a Dickens sensible la prisión por deudas de Londres!

Nerón, ¡oh, Nerón!, era el destilado exquisito, la quinta esencia de una familia de monstruos, genios de audacia, de astucia, de crueldad, de glotonería, de barbarie, hasta de imbecilidad, ¡Nerón!, ¡qué artista perdió el mundo! Y, ¡cómo unía a la concepción ardorosa y vasta de la crueldad, la frialdad serena de su ejecución!, ¡qué consorcio entre la forma y el fondo!

Pero yo..., yo. Yo me consumo en imaginar atrocidades y no sé qué hacer más que caricias humildes. Pero soy bueno, muy bueno, y Nerón era malo, muy malo. Era grande en la maldad, y, ¿no hay, acaso, grandeza en mi mansedumbre?

Todos celebran al león, hasta el tigre, y se burlan de la liebre. Dios, el mismo Dios que dio garras y pico al águila, dio alas veloces a la golondrina. Él, que dio uñas al tigre, dio patas a la liebre, tinta al jibión, pequeñez al mosquito, aguijón a la abeja, veneno a la víbora, mansedumbre al cordero y al inglés. Ya quisiera yo haberle visto a Nerón sin dinero, con mujer y chiquillos y de inglés; ya quisiera haberle visto... hubiera reventado de fijo. Y yo me estoy aquí, en medio de todo sereno, confiado como las avecillas del cielo y los lirios del campo.

Mientras yo me he oído por dentro, me he creído un tigre dormido..., ¡ay, si despierto!, decía. Desperté, grité mi voz chocó y volvió el eco, me oí desde fuera, ¡qué vocecita!, ¡vaya un tiplón! Es en lo único en que me parezco a Nerón, en la voz de tiple.

Y ahora, ¿qué hago con esta cuenta del sastre y con mis menos cien duros? ¡Dios mío, Dios mío! Sólo falta para que apure el cáliz que me persigan ingleses, a mí, inglés modelo; ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿por qué me abandonas?

Vamos a cuentas, José, admirador de Nerón, ¿qué acto de energía has cumplido? Nada, nada más que un día en que estabas malhumorado contestar con voz ronca y breve a un mendigo que te pedía por amor de Dios, contestarle: "¡Adaptarse!". Él tradujo la palabra a su modo, la tradujo bien, y me llenó de insultos, ¡tuve que huir! Tenía razón el mendigo, Dios me castiga.

¡Adaptarse, adaptarse! Ellos son los que se adaptan a mí, como el muérdago a la encina, el liquen al árbol... Si no hubiera parásitos, ¿qué sería del exceso de vida? ¡Oh, mis menos cien duros!

Y luego chistecitos al canto. Si yo fuera Nerón, a todo el que hiciera drama con adulterio, chiste con suegra, inglés o marido, cuadro con sangre o chulos... ¡oh!, le hacía limonada.

Si pudiera fundir conmigo uno de esos hombres bestia que no tienen idea, pero tienen voluntad, lo que me falta..., ¡un hombre toro! ¡Quiá! O le corroía yo o me aplastaba él; podríamos mezclarnos, pero confundirnos, jamás.

Vaya, vaya, no quiero pensar, no hay peor que pensar..., venga el último número de El Mundo Cómico, aquel en que he publicado un articulillo cínico y brutal, que asustó a los papás e hizo reír a los que me conocen, aquel en que me exhibí como monstruo..., ¡ay pobre Nerón tiple! En este mismo número mi buen Enrique está felicísimo en un cuento en que figura un inglés...

Iba en esto el pobre Hamlet de los primos, cuando entró una criada anunciándole a don Enrique.

-Don Enrique, Enrique..., vendrá a pagarme, ¡meterá la mano en el bolsillo..., yo no soy un tigre, soy Nerón cuando estoy solo y de noche, nada más..., le tengo que decir: «¡Oh!, no, no hay prisa, Enrique, no corre prisa, por un día más o menos...».

Mi buen Enrique sacará entonces la mano del bolsillo y dirá: «Bueno, prefiero pagarte mañana...».

-¿Qué le digo, señorito?

-¡Ah, sí!, ¡espera!, ¡oye!... Sacará la mano del bolsillo..., sí, la sacará... me la alargará y dirá: «Pues que no te corre prisa, dame cuatro duros más y serán veinte, y en cuanto cobre una cuentilla te lo pagaré todo junto...».

-¿Qué le digo, señorito?, que está esperando...

-Es verdad, habrá oído mi voz de tiple; ¡pobre Enrique!, dile que pase.

La criada se fue. Una lágrima cayó en la cuenta del sastre, y en seguida, desahogada la angustia, una sonrisa serena iluminó el rostro plácido de Nerón tiple.




ArribaAbajoJuan Manso

(Cuento de muertos)


(El Nervión, Bilbao, 22-V-1892)


Y va de cuento.

Era Juan Manso en esta pícara tierra un bendito de Dios, una mosquita muerta que en su vida rompió un plato. De niño cuando jugaban al burro sus compañeros, de burro hacia él; más tarde fue el confidente de los amoríos de sus camaradas, y cuando llegó a hombre hecho y derecho le saludaban sus conocidos con un cariñoso: «¡Adiós, Juanito!».

Su máxima suprema fue siempre la del chino: no comprometerse y arrimarse al sol que más calienta.

Aborrecía la política, odiaba los negocios, repugnaba todo lo que pudiera turbar la calma chicha de su espíritu.

Vivía de unas rentillas, consumiéndolas íntegras y conservando entero el capital. Era bastante devoto, no llevaba la contraria a nadie y como pensaba mal de todo el mundo, de todos hablaba bien.

Si le hablabas de política, decía: «Yo no soy nada, ni fu ni fa, lo mismo me da rey que roque: soy un pobre pecador que quiere vivir en paz con todo el mundo».

No le valió, sin embargo, su mansedumbre y al cabo se murió, que fue el único acto comprometedor que efectuó en su vida.

*  *  *

Un ángel armado de flamígero espadón hacía el apartado de las almas, fijándose en el señuelo con que las marcaban en un registro o aduana por donde tenían que pasar al salir del mundo, y donde, a modo de mesa electoral, ángeles y demonios, en amor y compañía, escudriñaban los papeles por si no venían en regla.

La entrada al registro parecía taquilla de expendeduría en día de corrida mayor. Era tal el remolino de gente, tantos los empellones, tanta la prisa que tenían todos por conocer su destino eterno y tal el barullo que imprecaciones, ruegos, denuestos y disculpas en las mil y una lenguas, dialectos y jergas del mundo armaban, que Juan Manso se dijo: «¿Quién me manda meterme en líos? Aquí debe de haber hombres muy brutos».

Esto lo dijo para el cuello de su camisa, no fuera que se lo oyesen.

El caso es qué el ángel del flamígero espadón, maldito el caso que hizo de él, y así pudo colocarse camino de la Gloria.

Iba solo y pian pianito. De vez en vez pasaban alegres grupos, cantando letanías y bailando a más y mejor algunos, cosa que le pareció poco decente en futuros bienaventurados.

Cuando llegó al alto se encontró con una larga cola de gente a lo largo de las tapias del Paraíso, y unos cuantos ángeles que cual guindillas en la tierra velaban por el orden.

Colócase Juan Manso a la cola de la cola. A poco llegó un humilde franciscano, y tal maña se dio, tan conmovedoras razones adujo sobre la prisa que le corría por entrar cuanto antes, que nuestro Juan Manso le cedió su puesto diciéndose: «Bueno es hacerse amigos hasta en la Gloria eterna».

El que vino después, que ya no era franciscano, no quiso ser menos y sucedió lo mismo.

En resolución, no hubo alma piadosa que no birlara el puesto a Juan Manso, la fama de cuya mansedumbre corrió por toda la cola y se transmitió como tradición flotante sobre el continuo fluir de gente por ella. Y Juan Manso, esclavo de su buena fama.

Así pasaron siglos al parecer de Juan Manso, que no menos tiempo era preciso para que el corderito empezara a perder la paciencia. Topó por fin cierto día con un santo y sabio obispo, que resultó ser tataranieto de un hermano de Manso. Expuso éste sus quejas a su tatarasobrino y el santo y sabio obispo le ofreció interceder por él junto al Eterno Padre, promesas en cuyo cambio cedió Juan su puesto al obispo santo y sabio.

Entró éste en la Gloria y, como era de rigor, fue derechito a ofrecer sus respetos al Padre Eterno. Cuando hubo rematado el discursillo, que oyó el Omnipotente distraído, dijole éste:

-¿No traes postdata? -mientras le sondeaba el corazón con su mirada.

-¡Señor, permitidme que interceda por uno de tus siervos que allá, a la cola de la cola...!

-Basta de retóricas -dijo el Señor con voz de trueno-. ¿Juan Manso?

-El mismo, Señor; Juan Manso, que...

-¡Bueno, bueno! Con su pan se lo coma, y tú no vuelvas a meterte en camisa de once varas.

Y volviéndose al ángel introductor de almas, añadió: «¡Que pase otro!».

Si hubiera algo capaz de turbar la alegría inseparable de un bienaventurado, diríamos que se turbó la del santo y sabio obispo. Pero, por lo menos, movido de piedad acercose a las tapias de la Gloria, junto a las cuales se extendía la cola, trepó a aquéllas, y llamando a Juan Manso, le dijo:

-¡Tataratío, cómo lo siento! ¡Cómo lo siento, hijito mío! El Señor me ha dicho que te lo comas con tu pan y que no vuelva a meterme en camisa de once varas. Pero... ¿sigues todavía en la cola de la cola? Ea, ¡hijito mío!, ármate de valor y no vuelvas a ceder tu puesto.

-¡A buenas horas mangas verdes! -exclamó Juan Manso, derramando lagrimones como garbanzos.

Era tarde, porque pesaba sobre él la tradición fatal y ni le pedían ya el puesto, sino que se lo tomaban.

Con las orejas gachas abandonó la cola y empezó a recorrer las soledades y baldíos de ultratumba, hasta que topó con un camino donde iba mucha gente, cabizbajos todos. Siguió sus pasos y se halló a las puertas del Purgatorio.

-Aquí será más fácil entrar -se dijo-, y una vez dentro y purificado me expedirán directamente al Cielo.

-Eh, amigo, ¿a dónde va?

Volviose Juan Manso y hallose cara a cara con un ángel, cubierto con una gorrita de borla, con una pluma de escribir en la oreja, y que le miraba por encima de unas gafas. Después que le hubo examinado de alto abajo, le hizo dar vuelta, frunció el entrecejo y le dijo:

-¡Hum, malorum causa! Eres gris hasta los tuétanos... Temo meterte en nuestra lejía, no sea que te derritas. Mejor harás en ir al Limbo.

-¡Al Limbo!

Por primera vez se indignó Juan Manso al oír esto, pues no hay varón tan paciente y sufrido que aguante el que un ángel le trate de tonto de capirote.

Desesperado tomó camino del Infierno. No había en éste cola ni cosa que lo valga. Era un ancho portalón de donde salían bocanadas de humo espeso y negro y un estrépito infernal. En la puerta un pobre diablo tocaba un organillo y se desgañitaba gritando:

-Pasen ustedes, señores, pasen... Aquí verán ustedes la comedia humana. Aquí entra el que quiere.

Juan Manso cerró los ojos.

-¡Eh, mocito, alto! -le gritó el pobre diablo.

-¿No dices que entra el que quiere?

-Sí, pero... ya ves -dijo el pobre diablo poniéndose serio y acariciándose el rabo-, aún nos queda una chispita de conciencia... y la verdad... tú...

-¡Bueno! ¡Bueno! -dijo Juan Manso volviéndose porque no podía aguantar el humo.

Y oyó que el diablo decía para su capote: «¡Pobrecillo!».

-¡Pobrecillo! Hasta el diablo me compadece.

Desesperado, loco, empezó a recorrer, como un tapón de corcho en medio del océano, los inmensos baldíos de ultratumba, cruzándose de cuando en cuando con el alma de Garibay.

Un día que atraído por el apetitoso olorcillo que salía de la Gloria se acercó a las tapias de ésta a oler lo que guisaban dentro, vio que el Señor, a eso de la caída de la tarde, salía a tomar el fresco por los jardines del Paraíso. Le esperó junto a la tapia, y cuando vio su augusta cabera, abrió los brazos en ademán suplicante, y con tono un tanto despechado le dijo:

-¡Señor, Señor! ¿No prometiste a los mansos vuestro reino?

-Sí; pero a los que embisten, no a los embolados.

Y le volvió la espalda.

*  *  *

Una antiquísima tradición cuenta que el Señor, compadecido de Juan Manso, le permitió volver a este pícaro mundo; que de nuevo en él, empezó a embestir a diestro y siniestro con toda la intención de un pobrecito infeliz: que muerto de segunda vez atropelló la famosa cola y se coló de rondón en el Paraíso.

Y que en él no cesa de repetir: «¡Milicia es la vida del hombre sobre la tierra!».




ArribaAbajo¿Por qué ser así?

(Madrid Cómico, 2-VIII-1898)


Era terrible, verdaderamente terrible. Si aquello se prolongaba no respondería de sí mismo. «Pero ¡Dios mío! -se decía-, ¿por qué soy así? ¿Por qué soy como soy? Todo se me vuelven propósitos de energía que se me disipan en nieblas así que afronto la realidad».

Desde niño había guardado el pobre José sus indomables resoluciones en lo más hondo de su alma, entregando al mundo aquella debilidad que le valía fama de bueno, fama que le estaba dando no poco que sufrir. Porque era bueno, positivamente bueno, y si no había estallado más de una vez fue por bondad y reflexión; estaba seguro de ello. Tenía plena conciencia de que más de una vez habría dado que sentir, a no ser porque sobre todo tendía a sujetar al bruto bajo el ángel. Y la gente, que sólo juzga por las apariencias, confundía su bondad con la impotencia. ¡Hasta que estallase un día!...

Era ya tiempo de estallar. No se trataba de él solo, sino de sus hijos y de su mujer, del porvenir de los que le estaban encomendados. Un padre de familia no puede aspirar a santo, ni dejar además la capa al que le ponga pleito queriendo quitarle la ropa. Eso de no resistir al malo estaba bien para los frailes. ¿Es compatible la más alta perfección cristiana con las necesidades de la familia? No podía hacer a sus hijos víctimas de su bondad; tenía que azuzar por un momento al bruto que en él dormía. Ahora verían quién era él, José el manso, el paciente.

Había pasado una noche angustiosa pensando en las deudas que le vencían sin tener con qué responderlas... Es decir, sí; tenía con qué, pero repartido entre deudores. ¿Hay cosa más terrible que verse atosigado de deudas cuando los créditos exceden a ellas? Y no podía decir a sus acreedores que le perdonaran como perdonaba él a sus deudores, porque un acreedor no es perfecto como nuestro Padre que está en los cielos. Se armó de gran valor, encasquetose el sombrero y salió a cobrar lo suyo.

Iba componiendo, palabra por palabra y repitiéndola por vía de ensayo, la tremenda filípica que endilgaría al primer deudor con quien topase, cuando la visión a lo lejos de unos de los más mansos le desvaneció los ímpetus, le hizo latir el corazón y le obligó a desviarse por una calleja murmurando: «Pero, Señor, ¿por qué soy así?». No tenía bien estudiado su papel, y aquel encuentro inopinado le privó de aplomo.

Acordose de sus hijos y de su mujer, de su dinero esparcido, y lleno de valor subió a casa de otro de sus deudores. Subía despacito, contando las escaleras; en cada tramo las palpitaciones cardíacas le obligaban a descansar; miró tres o cuatro veces el reloj; llegó a la puerta, al oír pasos dentro, pálido y sin haber llamado, bajó las escaleras más de prisa. Los pasos habían sido de él, de Eustaquio... ¡No le dejaban tiempo de prepararse, le sorprendían antes de haberse puesto en guardia!

Iba midiendo el santo suelo y diciéndose: Pero ¿por qué soy así?», cuando le heló una voz que decía a sus espaldas: «¡Hola, José!». El más complaciente de sus deudores le alargaba la mano vacía, que José estrechó enternecido de vergüenza. Hablaron de mil cosas indiferentes, aludió el otro a aquella dichosa letra que siempre que topaba a José estaba por llegar, preguntole si por casualidad llevaba cinco duros; contestole éste que por providencia no los teñía a mano; se la alargó el otro vacía y le despidió diciéndole: «De lo otro no me olvido».

-¡Que no se olvida!... ¡Es un consuelo!

Pasó al poco tiempo José por junto al café en que tomaba su tacita en los tiempos dichosos en que disponía de una peseta sobrante.

«¿Si estaría allí alguno de mis amigos?». Entró. Allí estaba Ricardo, tan orondo, tomando su café, con copa y puro.

«Con mi dinero -murmuró José-. Me privo yo de tomarlo para que lo tome él. ¡Habrase visto!... Nada, nada, que yo soy así...».

Se acercó a Ricardo, que con mil zalemas exclamó al verle:

-¡Dichosos ojos!... ¡Cualquiera te echa la vista encima! ¿Qué quieres tomar?

-¡Oh, gracias, muchas gracias! Nada, nada...; no acostumbro... Ya sabes que no...

-Anda, hombre, toma algo, que yo te convido.

-No, gracias.

-Bueno, tú te lo pierdes...

Le daba pena que Ricardo le gastara su dinero en convidarle a él con lo suyo... ¡Oh, no! Y el pobre, encogido, avergonzado, miraba a la taza de Ricardo por no tropezar con la inquisidora mirada del mozo.

Al rato de charla, pretextando un asuntillo, se levantó José, e iba a salir ya cuando Ricardo le dijo:

-Tenemos pendiente aquello... No creas que lo olvido; un día de éstos pasaré por tu casa. No lo echo en saco rato.

«¡Que no lo echa en saco roto!... ¿Dónde saco más roto que un café?». Al entrar en casa saliéronle a recibir sus hijos.

-Papá, ¿no traes aquello que dijiste el otro día?

-¡Otro día, queridos, otro día!... Hoy estoy malo, otro día..., cuando Ricardo o Eustaquio pasen por aquí...

-¿Te duele algo, papá?

Su mujer le llevó la cuenta del sastre; tomola José, se encerró en su cuarto, y mirando a la cuenta lloró por dentro.

«Pero, Dios mío, ¿por qué seré yo así? ¿Por qué me habrá hecho así Dios? ¿Por qué no seré yo otro?... Dice que pasará por casa... ¡Qué chirigotero es! En el número próximo de El Mundo Cómico no dejará de hacer algún chiste a cuenta de mí. Los maridos buenos, las suegras, los ingleses y los maestros de escuela divertimos al mundo como los perros a los chiquillos. ¡Tírale, tírale del rabo, verás, verás cómo chilla! ¡No tengas miedo; anda, que no muerde, ni siquiera ladra!... Y el muy chirigotero con qué gracia me dice: "¡Qué bueno eres, José!", mientras así como por caricia me dan un golpecito en el bolsillo a ver si suena... ¡Socialismo, socialismo! ¡Lucha de clases! ¡Burgueses y proletarios! ¡Explotadores y explotados!... ¡Música celestial! No hay más que dos clases: dos tan sólo: la de los acreedores y la de los deudores. ¿Y cuando, como a mí me sucede, se es deudor y acreedor a la vez? ¡Esto es horrible! Llevo en mí dos principios contradictorios que se combaten y destruyen. Más me valiera ser tan sólo deudor implacable o acreedor manso. ¡Mansedumbre, mansedumbre! Todos celebran al león, hasta el tigre, y se burlan de la pobre liebre, y, sin embargo, el mismo Dios que dio garras y pico al águila, garras y poderosas fauces al tigre y al toro cuernos, dio alas veloces a la golondrina, patas ligeras a la liebre, pequeñez al mosquito, tinta al calamar, aguijón a la abeja, veneno a la víbora, mansedumbre al cordero y al inglés. Y luego viene un impío Lessing e insulta al cordero, que es quien borra los pecados del mundo. Toda esa monserga del honor, todo ese código anticristiano del pundonor caballeresco lo han inventado los tigres vencedores. Y ahora, ¿qué hago con esta cuenta?... Ahora me acuerdo de un día en que al pedirme un mendigo una limosna le contesté malhumorado: «"¡Adaptarse!". Tradujo la palabra a su modo y la tradujo bien; me llenó de insultos y tuve que huir. Su maldición me persigue. ¡Adaptarse! Ellos son los que se adaptan a mí como el muérdago a la encina. Si no hubiese parásitos, ¿qué sería del exceso de vida? ¡Adaptarse! ¡La lucha por la vida! ¡La selección! ¡Esto si que es filosofía caballeresca!... ¡Y que hablen todavía los caballeros cristianos!... Vaya, vaya, no quiero pensar; venga el último número de El Mundo Cómico en que publiqué un artículo brutal que asustó a los padres de familia e hizo reír a los que pretenden conocerme. En el mismo número estuvo Enrique felicísimo en un cuento en que figura un inglés...».

Iba en esto José cuando la criada le anunció que esperaba don Enrique.

-¡Don Enrique!... Enrique... vendrá a pagarme. Meterá la mano en el bolsillo, y yo, que no soy un tigre, le tengo que decir: «¡Oh, no, no corre prisa, por un día más o menos!...». Y Enrique entonces sacará la mano del bolsillo...

-¿Qué le digo, señorito?

-¡Ah, sí, espera, oye!... Sacará la mano del bolsillo... la sacará, me la alargará y dirá: «Puesto que no te corre prisa, dame cinco duros más y serán, en números redondos, cincuenta duros, mil reales, y así que cobre una cuentecilla te lo pagaré todo junto...».

-¿Qué le digo, señorito, que está esperando?

-¡Es verdad!... ¡Pobre Enrique, dile que pase!

«¡Pero por qué soy así, Dios mío!».




ArribaAbajoEl lego Juan

(El Progreso, Madrid, 9-I-1898)


Eran tan extrañas las penitencias que se contaban de aquel pobre lego, y tan penetrantes las palabras de mansedumbre que dirigía al pueblo cuando iba mendigando de puerta en puerta, que ardíamos en deseos de conocer algo de su vida pasada, sobre la que corrían mil consejas entre las comadres.

«No hay que irritar al colérico -repetía cuando, con frecuencia, se metía a apaciguar riñas-, no hay que irritarlo... Cuando el prójimo se encolerice contra nosotros, huir, huir, correr al templo y pedir a Dios por él».

Por fin llegamos a conocer lo sustancial de su vida.

El lego aquel había ansiado, desde muy niño, conquistar la gloria con una vida de austeridades y aun de martirio; mas azares de la suerte le llevaron a servir a un señor, de quien su padre había recibido sustanciosas mercedes. Era el tal señor, su amo, hombre de vida algo relajada, despreciador de toda piedad, y de natural colérico y fácilmente irritable, si bien le creyó siempre, su criado, dotado de buen fondo; y sin cesar pidió a Dios que le convirtiese. Apreciaba el señor, por su parte, la lealtad y diligente obediencia de su criado; pero irritándole la que llamaba su estúpida gazmoñería y sin poder resistir aquella inalterable mansedumbre, que le hería como un silencioso reproche.

-¿A que vienes de comerte los santos, Juan? Pero, hombre, ¿por qué has de ser tan bolonio?...

Juan bajaba los ojos, poniéndose a rezar por su amo, mientras se decía muy por lo bajito: «¡Vaya todo por ti, Señor, todo lo sufro por ti..., llévamelo en cuenta!».

-Vamos, vamos, levanta esa vista y no te me vengas mormojeando simplezas...

Juan pedía a Dios por su amo, mas sin poder, a la vez, por menos de regocijarse de tenerlo tal que, haciéndole sufrir afrentas y llenándole de improperios, le diese ocasión de ejercitar la mansedumbre y la paciencia, y de atesorar así los bienes imperecederos. Convertíase, por tal manera, su vida en un callado sacrificio, en martirio de cada instante. ¡Pobre amo; pobre señor! ¡Que Dios se apiadase de aquel desdichado instrumento de sus misericordias para con el pobre Juan, su siervo! Tenía buen fondo, sí; tenía excelente fondo aquel pobre señor, y tenía, además, quien rogase por él sin descanso.

*  *  *

Algo grave debió ocurrir, cierto día, en el amo de Juan, que se encerró en su cuarto con aire de preocupación suprema.

Cuando a la mañana siguiente volvió Juan de misa de alba, hallose a su señor levantado ya y presa de agitación anormal.

-¡Juan! ¡Juan!

-¡Señor!

-¡Imbécil, pedazo de animal! ¡Te estoy llamando hace lo menos una hora, y tú nada!...

-Señor, acabo de llegar de misa...

-¡De misa..., de misa..., majadero! ¡Donde debes estar es en tu obligación! ¡Anda, trae agua en ese jarro!...

Bajó Juan los ojos poniéndose a rezar, cogió el jarro, tropezó con su amo, que se paseaba por el cuarto, y cayéndosele el jarro se le hizo añicos.

-¡Animal!

-Por Dios, señor; no se ponga así...

Fue tal, entonces, la expresión de cólera del amo, que aterrado, más que contristado, Juan, cayó de rodillas ante él. Este acto exasperó aún más al colérico señor, tomolo cual una bofetada, y yendo sobre su criado le descargó una.

-¡Sea por Dios! -dijo Juan.

-¡Por Dios, por Dios has dicho..., hipócrita!

Algo súbito pasó entonces por la conciencia del criado, que, levantándose, huyó de la casa. Huyó de la casa y fuese a los pies de un confesor a preguntarle si era cristiano tomar al prójimo de escalera para subir al cielo, cultivar las flaquezas ajenas para acrecentar con ello supuestos méritos nuestros, si es que no hay falsos martirios en que se peca excitando al pecado al verdugo, y en que de nada atestigua el mártir, si no es acaso nefanda doctrina la tácita creencia de que hace falta que haya malos para que se ejerciten los buenos, ofensas para dar lugar al perdón, pobres para la limosna e iniquidades para fomentar la mansedumbre.

-No has conocido el reino de Dios -le dijo el confesor.

Lloró Juan su falaz virtud, y cuando supo que su amo había muerto a consecuencia de un desafío tenido aquel mismo día del bofetón, ingresó de lego en el convento, donde día tras día lloró sus culpas, expió su egoísta mansedumbre de otros tiempos y pidió sin descanso a Dios por el alma del que fue su amo.

Conocida esta historia, comprendíamos lo que un día el pobre lego dijo al separar a un muchacho de otro que le maltrataba, mientras aquél nada hacía por evitarlo:

-Anda, corre, escapa -le dijo, añadiendo como para sí-, no cultives la cólera de tu hermano.