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ArribaAbajoFábulas, sátiras, fantasías, cuentos humorísticos, caricaturas


ArribaAbajoEl desquite

(El Nervión, Bilbao, 7-IX-1891)


Después de cavilar muy poco he rechazado el uso que emplea la voz galicana revancha, y me atengo al abuso, quiero decir, al purismo que nos manda decir desquite. Que nadie me lo tenga en cuenta.

Esto del desquite es de una actualidad feroz, ahora que todos estamos picados de internacionalismo belicoso.

*  *  *

Luis era el gallito de la calle y el chico más roncoso del barrio, ninguno de su igual le había podido, y él a todos había zurrado la badana. Desde que dominó a Guillermo no había quien le aguantara. Se pasaba el día cacareando y agitando la cresta: si había partida, la acaudillaba; se divertía en asustar a las chicas del barrio por molestar a los hermanos de éstas, se metía en todas partes, y a callar todo Cristo, ¡a callar se ha dicho!

¡Que se descuidara uno!

-¡Si no te callas te inflo los papos de un revés!...

¡Era un mandarín, un verdadero mandarín! Y como pesado, ¡vaya si era pesado! Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía más que darle papuchadas, y vez hubo en que se empeñó en hacerle comer greda y beber tinta.

¡Le tenían una rabia los de la calle!

Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar cucurrucús y roncas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese roncoso».

A éste, los del barrio, aburridos del gallo, le hacían «chápale, chápale», yéndole y viniéndole con recaditos a la oreja.

-Dice que le tienes miedo.

-¿Yo?

-¡Dice que te puede!

-¡Dice que cómo rebolincha!...

-¡Sí, las ganas!

Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba la savia en el cuerpo, los brazos les bailaban, y los corazones a sus acompañantes que barruntaban morradeo.

Sobre si fue el uno o fue el otro quien derribó un cochorro de una pedrada, tuvieron palabras.

El cochorro estaba en el suelo, panza arriba suplicando paz con el pataleo de sus seis patitas, esperando a que por él y junto a él se decidiera la hegemonía del barrio.

-¡Sí!... ¡Tú, tú echar roncas nada más no sabes!...

-¿Roncas? ¿Roncas yo? ¡Si te doy uno!

Hacía que se iba con desdén digno, y volvía.

-¡Calla y no me provoques!

-¡Ahí va!, provoques -exclamó uno de los mirones- provoques..., provoques... ¡Qué farolín, para que se le diga que sabe!

Los circunstantes les azuzaban.

-¡Anda, pégale!

-¡Chápale a ése!

-¿Le tienes miedo?

-¿Miedo yo?

-¡Mójale la oreja!

-¡Tírale saliva!

-¡Llámale aburrido!

-¡Provócale, anda, provócale!

Todos soltaron el trapo a reír al oír esto. Luis se puso como un tomate, y se acercó a imponer correctivo al burlón.

-¡Déjale quieto! -le gritó Guillermo.

-¡Y a ti también si chillas mucho!

-¿A mí?

Luis le dio un empellón, se lo devolvió Guillermo, siguió un moquete y se armó la gresca. Los mirones les animaban y saltaban de gusto. Uno de éstos se puso a rezar por Guillermo.

-Ojalá gane Guillermo. Ojalá amén... Ojalá gane... Ojalá gane...

Se separaban para dar vuelo al brazo y descargarlo con más brío. Al principio llevaban la mano a la parte herida y tomaban tiempo para devolver el golpe; después menudeaban los embistes sin darse reposo.

-Ojalá gane... Ojalá gane... Ojalá gane...

-¡Échale la zancadilla!

Cayeron al fin al suelo mojado, Luis debajo, y al caer aplastaron al cochorro que imploraba piedad con sus patitas. Guillermo sujetó con sus rodillas los brazos del enemigo, y mientras éste forcejeaba, el otro, resudado, rojo de faz, irradiando alegría, feroz los ojos, le decía entre resoplidos:

-¿Te rindes?

-¡No!

-¿Te rindes?

-¡No!

Otro puñetazo más, y así siguió hasta que le hizo sangrar por las muelas.

En aquel momento uno de los mirones exclamó:

-¡Agua..., agua..., agua!

Era que venía el alguacil, el muy pillo cautelosamente, haciéndose el distraído, como tigre de caza. Al verle abandonaron todos el campo echando a correr. Y el alguacil, al escapársele la presa, les amenazaba desde lejos con el bastón.

Entraron en la calle, el vencedor rodeado de los testigos de su triunfo y sin hacer caso a Eugenio, que le repetía:

-¡He rezado por ti! ¡He rezado por ti!

Poco después entró el vencido sangrando por la boca, embarrado, hosco y murmurando:

-¡Ya caerá! ¡Ya caerá!

¡Qué corte rodeó desde aquel día a Guillermo!

En la calle bailaban todos de contento; ya no temían al roncoso, ya podían decirle:

-Te ha podido Guillermo.

Quien más atenciones prodigó a éste fue Eugenio.

El cual tenía un hondísimo sentimiento de la dignidad humana. Si le pegaban 6, 15 o 21 golpes, él devolvía 7, 16 o 22; cuando el maestro le administraba una azotina, contaba él los zurriagazos, y si éstos eran n, después, en desquite, tenía que tocar el faldón de la levita del maestro n + 1 veces. Siempre quedaba encima.

Luis no volvió a abrir el pico, pero no cerró noche ni abrió día sin que murmurara:

-¡Ya caerá! ¡Ya caerá!

¡Ardoroso alimento de su augusta majestad caída!

*  *  *

«¡Valiente chiquillería! ¡Mira con qué nos sale!».

¿Dice esto el lector?

¡Bien!, pues ahí está el origen del sentimiento de justicia, porque nació ésta del desquite. Toda la monserga de la vindicta social se reduce a la revancha social, ni tilde más, ni tilde menos. ¿Me pega? ¡Le pego, y en paz!

¡Vaya una paz!

Los pueblos pasaron de la venganza al castigo. Esta es una pura reacción, como el estornudo. Entra un granillo de polvo en la mucosa..., la laringe castiga al granillo estornudando.

Cuando veo a dos rapaces darse de mojicones en la calle, me digo:

«Ésa es la educación social, y lo demás pamplinas. Así, libre y al aire libre, cada uno aprende, así, que, frente a su voluntad, hay otras voluntades, y que no hay otro remedio que imponerse o someterse a ellas, o concertarse todos a escapar bajo el ojo del alguacil».

Todavía nos ha de enseñar grandes cosas el: «¡Ya caerás!» internacional, que sale de lo hondo del pecho herido.

Pero ¡ojo, mucho ojo!, no hay que perder de vista al alguacil, que avanza cautelosamente, como tigre de caza, que desde lejos amenaza con el bastón y puede aguarnos la fiesta.




ArribaAbajo¡Cosas de franceses!

(Un cuento disparatado)


(El Nervión, Bilbao, 28-II-1893)


Es cosa sabida que nuestros vecinos los franceses son incorregibles cuando en nosotros se ocupan, pues lo mismo es en ellos meterse a hablar de España que meter la pata.

A las innumerables pruebas de este aserto añada el lector el siguiente cuento que da un francés por muy característico de las cosas de España, y que, traducido al pie de la letra, dice así:



Don Pérez era un hidalgo castellano dedicado en cuerpo y alma a la ciencia, y a quien tenían por modestísimo sus compatriotas.

Pasábase las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, enfrascado en el estudio de un importante problema de química, que para provecho y gloria de su España con honra había de conducirle al descubrimiento de un nuevo explosivo que dejara inservibles cuantos hasta hoy se han inventado.

El lector que se figure que nuestro don Pérez no salía del laboratorio manipulando en él retortas, alambiques, reactivos, crisoles y precipitados dará muestras de no conocer las cosas de España.

Un hidalgo español no puede descender a manejos de droguería y entender de tan rastrero modo la excelsitud de la ciencia, que por algo ha sido España plantel de teólogos.

Don Pérez se pasaba las horas muertas, como dicen los españoles, delante de un encerado devanándose los sesos y trazando fórmulas y más fórmulas para dar con la deseada. De ningún modo quería manchar sus investigaciones con las impurezas de la realidad; recordaba el paso aquel en que los villanos galeotes apedrearon a don Quijote y no quería que hicieran lo mismo con él los hechos. Dejaba a los Sanchos Panzas de la ciencia el mandil y el laboratorio, reservándose la exploración de la sima de Montesinos.

Quede el proceder por tanteos para los que viven en tinieblas y no han nacido, como la inmensa mayoría de los españoles, en posesión de la verdad absoluta o la han dejado perder por su soberbia.

Al cabo de tanta brega dio don Pérez con la deseada fórmula, y el día en que ésta se hizo pública fue de regocijo en toda España. Hubo colgaduras, cohetes, gigantones y, sobre todo, combates de toros. Las charangas alegraban las calles de las ciudades tocando el himno de Riego.

Las Cortes decretaron coronar de laurel en el Capitolio de Madrid a don Pérez, así que hiciera volar el Peñón de Gibraltar con todos sus ingleses, o cuando menos la gran montaña del Retiro, de Madrid.

Adornando las paredes de zapaterías y barberías de los pueblos y en no pocos hogares aparecía entre números de La Lidia el retrato de don Pérez, junto al de Ruiz Zorrilla unas veces y al del pretendiente don Carlos otras. A un nuevo aguardiente anisado le bautizaron con el nombre de «Anisado explosivo Pérez».

No faltaron, sin embargo, Sanchos y socarrones bachilleres que trataban de echar jarros de agua fría al popular entusiasmo, pero desde que aparecieron en los periódicos escritos del eminente geómetra don López y del no menos eminente teólogo don Rodríguez, rompiendo lanzas a favor del nuevo explosivo Pérez, los descontentos se redujeron al silencio público y a la lima sorda.

Llegó el día de la prueba. Todo estaba dispuesto para hacer volar una colinilla, situada en las llanuras de la Mancha, y no faltaron animosos creyentes que se comprometieron a dar fuego a la mecha en compañía de don Pérez.

Cuando la mecha empezó a arder, un formidable «¡olé!, ¡olé!» de la multitud, que desde lejos contemplaba la prueba, y algunos palidecieron.

Y cuando el fuego llegó al explosivo, se oyó un ruido semejante a un trueno, se levantó una gran polvareda, y al disiparse ésta apareció la figura de don Pérez radiante de esplendor. La multitud le aclamó frenética, dio vivas a su madre y a su gracia, y le llevaron en brazos como sacan a don Frascuelo de la plaza cuando mata un toro según las reglas de la metafísica tauromáquica. Y por todas partes no se oía más que: ¡Olé! ¡Viva España con honra!

Los periódicos hicieron su agosto.

Unos aseguraban que el cerro se había hecho polvo, otros mostraban cicatrices de golpes que recibieron de los pedazos en que se deshizo; pero algunos días después se aseguraba que unos pastores habían visto al cerro en el mismo sitio que antes, y cuando se confirmó esta noticia se levantó la gran polvareda de indignación popular.

Era imposible el caso; el cerro tenía que haber volado, porque eran infalibles las fórmulas del encerado de don Pérez.

Era una mano aleve que había mojado el explosivo, la mano de un maligno encantador enemigo de don Pérez y envidioso de su fama.

Este encantador, sucediendo el caso en España ya se sabe cuál tenía que ser: el Gobierno.

La opinión pública se pronunció contra éste en los cafés y las tertulias, y los periódicos hicieron resaltar la desatentada conducta del maligno encantador, que se empeñaba en vivir divorciado de la opinión pública, tan perita en química como es en España, sobre todo después de ilustrada por el eminente geómetra don López y el no menos eminente teólogo don Rodríguez.

En aquella campaña se recordó a Colón, a Cisneros, a Miguel Servet, a los tercios de Flandes, el Salado, Lepanto, Otumba y Wad-Ras; los teólogos de Trento y el valor de la infantería española, que con él hizo vana la ciencia del gran capitán del siglo. Con tal motivo se insistió una vez más en la falta de patriotismo de aquellos que no querían más que lo extranjero, habiendo mejor en casa, y se recordó al pobre don Fernández, arrinconado y desconocido en su ingrata patria, y celebradísimo fuera de ella; el pobre don Fernández, cuyos libros en España tenían que tomarlos las corporaciones mientras eran traducidos a todos los idiomas cultos, inclusos el japonés y el bajo bretón.

El pobre don Pérez, perseguido por follones malandrines, trató de vindicar la honra de España, y como se proponía demostrar la eficacia del explosivo, con el que había de volar a Gibraltar y desenmascarar al Gobierno, le presentaron candidato a la diputación a Cortes. Las Cortes son la academia en que se reúnen a discutir todos los sabios de España, asamblea que, siguiendo las gloriosas tradiciones de los Concilios de Toledo, hace a pluma y a pelo, ya de Congreso político, ya de Concilio en que se dilucidan problemas teológicos, como sucedió allá por el 69.

En cuanto los admiradores de don Pérez presentaron su candidatura, el eminente toreador don Señorito, viviente ejemplo del consorcio de las armas con las letras, sintió arder su sangre, y al salir de un combate de toros en que arrebató al público estoqueando seis colombinos con la más castiza filosofía, se fue a un mitin y volvió a arrebatarle con un discurso en favor de la candidatura de don Pérez.

Sólo en la pintoresca España se ven cosas semejantes. Después de brindar por la patria desplegó don Señorito el trapo, dio un pase a España con honra, otro de pecho a Gibraltar y sus ingleses, uno de mérito a don Pérez, sostuvo una lucidísima brega, aunque algo bailada, acerca de la importancia y carácter de la química, y, por fin, remató la suerte dando al Gobierno una estocada hasta los gavilanes.

El público gritaba ¡ole tu salero!, y pedía que dieran al tribuno la oreja del bicho, uniendo en sus Víctores los nombres de don Pérez y don Señorito.

Allí estaban también el gran organizador de las ovaciones, el Barnum español, el popularísimo empresario don Carrascal, que se proponía llevar en una tournée por España al sabio don Pérez, como se había llevado ya al gran poeta nacional.

El buen don Pérez se dejaba hacer, traído y llevado por sus admiradores, sin saber en qué había de acabar todo aquello.

Pero ni la elocuencia tribunicia del toreador don Señorito, ni la actividad del popularísimo don Carrascal, ni la protección del gran político don Encinas movieron al Gobierno español, que siguió comiendo el turrón a dos carrillos y sordo a las voces del pueblo, según es su costumbre.

¡Y todavía sigue en pie el Peñón de Gibraltar con sus ingleses!

*  *  *

Convengamos en que sólo un francés es capaz, después de ensartar tal cúmulo de disparates, sobre todo el de presentarnos un torero de tribuno en favor de la candidatura a diputado de un sabio; sólo un francés, decimos es capaz de dar tal cuento como característico de las cosas de España. ¡Cosas de franceses!

Pero señor, ¿cuándo aprenderán a conocernos nuestros vecinos, por lo menos tanto como nosotros nos conocemos?




ArribaAbajoEl gran Duque-Pastor

Narraciones siderianas


(Salamanca, mayo de 1892)


Era gran día en «El Arca», de Sideria. Se celebraba la gran fiesta apocalíptica, el cumplimiento de abracadabrantes profecías.

Se trataba nada menos que de coronar al gran duque de Monchinia, al ínclito don Tiberio.

Conviene que sepa el lector que la ciudad ducal de Sideria pertenecía al antiquísimo país monchino, cuyos orígenes se difuminaban en el misterio de las edades genesíacas. Una venerable leyenda enseñaba que los monchinos eran autóctonos o indígenas, es decir, nacidos de su misma tierra, y que un Deucalion monchino los había producido, convirtiendo los robles en hombres, que resultaron recios y duros como robles.

Mas dejando el campo encantado de la leyenda, la historia presentaba a los monchinos en remotísimas edades trabajando sus campos, comiéndose en paz y gracia de Dios su pan y gozando de sabias leyes.

Se habían puesto desde muy antiguo al amparo de los grandes duques de Monchinia, y cuando moría cada uno de éstos iba su sucesor a rendir acatamiento a las sabias leyes de los monchinos a un islote, situado dos leguas mar adentro. Después que el gran duque ofrecía sacrificios en el altar de la ley monchinesca y mientras el vapor de aquellos subía al cielo, las aclamaciones del pueblo se mezclaban al bramido del mar.

Pero, ¡ay!, hacía ya algún tiempo un desaforado terremoto había conmovido a Monchinia y el mar, sacudido en su asiento, se había tragado al islote y con él al altar de la ley y al gran duque, que estaba a su pie implorando clemencia al cielo.

*  *  *

Hacía ya tiempo que Monchinia toda dirigía de cuando en cuando miradas tristes al punto del mar en que se alzaba un día el islote, cuando los socios de «El Arca» de Sideria resolvieron hacer la felicidad de los pobres filisteos y ramplones burgueses de Monchinia coronando gran duque a don Tiberio, elevando «El Arca» a islote de la Ley y encendiendo en ella el altar de los sacrificios.

Don Tiberio era un gran ganadero. En el trato con el ganado había adquirido singularísimas dotes de gobierno y extraordinaria energía. Los pobres de espíritu de Monchinia, murmurando de él, decían que, de haber nacido hijo de alguno de sus muleros, nunca habría pasado de mulero... y gracias, y aunque es cierto que no le faltaban condiciones ni lengua para tal, no es menos cierto que tales murmuraciones eran espumarajos de impotente envidia.

Don Tiberio sintió que el dilatado pecho se le henchía como gigantesco fuelle al sentir en sus sienes el cosquilleo precursor del peso dulce de la ducal corona; se fue a ver sus graneros atestados de cebada para el ganado y sus campos henchidos de verde heno, y sonriendo modestamente, exclamó en su corazón:

-Señor, haz de mí lo que te plazca, y pues lo quieres, sea.

Los socios de «El Arca» estaban fuera de sí de regocijo. Iban a dar el gran golpe apocalíptico; iban a dejar turulatos a los infelices filisteos, no sólo de Sideria sino de toda Monchinia; iban a matar de una vez al monstruo de la ramplonería burguesa, iban a enseñar al mundo lo que es el mundo.

Los pobres monchinios se resistieron en un principio, desconociendo sus intereses. Víctimas de ridículas preocupaciones, los unos creían incompatible la dignidad de gran duque con el oficio de ganadero, sin comprender, ¡incautos!, que es ésta la mejor escuela para aquélla; los otros aducían nimios escrúpulos fundados en el funestísimo prejuicio de la herencia de las supremas dignidades, como si no fuera hijo de sus obras todo hijo de vecino, y otros, por fin, los pusilánimes, temían se encendiera el país en cruenta guerra civil y germinaran bandos sosteniendo cada cual su pretendiente a gran duque. Pero si esto último se verificara, ¿durará la reyerta más que la vida del heno,


a la mañana verde
seco a la tarde?



¿Quién tan generoso en su opulencia como don Tiberio y dispuesto como él a conceder cebada y heno a todo pasto al pueblo monchino, hambriento de libertad y de reposo?

Don Tiberio alfombró de heno las calles de Sideria y sembró los campos con la cebada de sus graneros. Así poco a poco fueron entrando en razón los monchinos y todo estuvo maduro para celebrar en «El Arca» la apocalíptica fiesta de la coronación del gran duque a favor de don Tiberio.

*  *  *

¡Qué fiesta! ¡Qué esplendor! Imagínese el lector la tal fiesta, porque siempre será preferible a que se la describamos.

Se sacrificaron para ella tantas reses y pellejos como convidados.

Y mientras, después de verificada la ceremonia, se prolongaba la solemnidad, los pacíficos burgueses siderianos contemplaban apiñados en la calle los iluminados balcones de «El Arca» y comentaban las voces que hasta ellos llegaban.

Los brindis fueron todos dignos de don Tiberio y de su coronación, sobresaliendo entre ellos el del oráculo de «El Arca», quien tenía en el cuerpo más de una cuba de inspiración.

«Vamos a hacer la felicidad de estos borregos -decía-, vamos a ahorrarles el trabajo de que se den quebraderos de cabeza».

-¡Bravo, bravo! -exclamaban unos.

-¡Que se repita! ¡Que baile! -gritaban otros desde debajo de la mesa.

«Vamos a convertir a este piadosísimo país en un país librepensador... -prosiguió el orador.

Gran asombro entre los que no roncaban todavía.

«¿Cómo? Reduciéndole a la verdadera libertad de pensamiento, libertándole de pensar...».

Entusiasmo loco. En el delirio de éste algunos se desinspiran.

-¿Y serán capaces de no agradecérnoslo? -exclamó Anastasio.

«Desde mañana -siguió diciendo el oráculo- será Monchinia un pacífico rebaño que nadará en la abundancia. Las camas serán de hierro y todos andaremos hundiéndonos hasta las rodillas en cebada».

-Os nombraré mastines del rebaño -gritó don Tiberio.

«Alto honor, señores, altísimo honor que debemos agradecer al gran duque. ¡Viva el duque pastor!».

-¡Que baile! -gritaron de debajo de la mesa.

Los brindis se siguieron hasta que llegó la vez de hablar a don Tiberio. Se levantó éste, se aseguró con ambas manos la corona que le tambaleaba en la cabeza, se puso como la grana, abrió la boca... y volvió a sentarse.

Un formidable aplauso se siguió a este brindis mudo, aplauso que hizo exclamar a los pobres burgueses que atisbaban desde la calle los rumores de la fiesta: Estará hablando el gran Duque.

Poco después, al rayar el alba, vieron que llevaban a su casa al gran duque, en triunfo.

Cuando el oráculo se retiraba a su morada iba diciéndose: «Mañana firmará el gran duque el decreto nombrándonos mastines del rebaño».

Y después de acostado, arrebujándose en las sábanas, se dijo a sí mismo:

-«¡Qué hermosa transformación! ¡Ah, quién fuera cordero o cabrito o carnero o...! Es la primera vez que envidio a estas pobres gentes. Desde mañana librepensadores, libres del tormento de pensar...

¡Qué vida tan feliz la del cordero, el cabrito y sus parientes todos! No tienen que pensar más que en el pienso y en la cama... El pastor se encarga de guiarles.

¡Y aun se quejaran los animalitos de que de vez en cuando sacrifique a alguno de ellos el pastor para su sustento... ¿Qué significa uno de más o de menos? De algo ha de vivir el pastor y debe perdonársele el que se meriende a alguno que otro cordero en gracia a su solicitud por el rebaño.

Dura lex, sed lex. La Naturaleza no mira al individuo, lo sacrifica en aras de la especie... ¡Qué bien vamos a vivir los mastines del gran duque pastor!

Nos dará los huesos de los corderos que deseche, y además lo que podamos morder por nuestra cuenta. Nosotros, felices con los huesos, y el rebaño, felicísimo refocilándose en yerba fresca, grasa y verde».

Se durmió y en sueños creyó oír el rechasquido del látigo del gran duque pastor sobre las cabezas del rebaño.

Desde entonces la jaqueca huyó de Monchinia y los monchinos se dejaron guiar sacrificando gustosos los individuos al bien de la especie. Y, ¡cuidado si era tragón el gran Duque-Pastor!

Dicen que cansado éste de corderos piensa retirarse a la vida privada cediendo el gran ducado a su perro, para demostrar de esta manera que no fue Calígula tan loco como se cree al nombrar cónsul a su caballo.




ArribaAbajoDe águila a pato

Apólogo


(El Correo, Valencia, 4-X-1900)


Hubo allá en remotos tiempos una soberbia águila, reina de las alturas. Tenía su trono sobre un inaccesible peñón, y al pie de éste su nido. Cuando al salir el sol alzaba el vuelo, desafiando con su mirada al padre de la luz, cantaban sobre ella su himno matutino las alondras, y las aves todas le rendían vasallaje. Los cuervos la seguían para aprovechar los despojos de sus presas.

Nunca se vio águila cuyo aéreo reino se extendiese más. Elevándose por mucho más arriba que la región de las nubes, apenas abarcaba con su penetrante mirada la extensión toda de sus dominios.

Cuando cuajaba la tormenta y al chocar de las nubes retumbaba el trueno al resplandor del relámpago, levantábase el águila por encima de los nubarrones paridores del rayo y dejaba bramar a la tempestad bajo sus plantas, bañándose en tanto en luz plena y libre.

Era una hermosura verla cernerse casi inmóvil en el espacio azul, con sus extendidas alas a modo de acción de dominio o gesto de supremo poder. Con un ligero movimiento, como de juego, elevábase aun más, desarrollando sin aparente esfuerzo una enorme fuerza.

Al pie del peñón en que anidaban sus aguiluchos y se entronizaba ella, extendíase un arenal sembrado acá y allá de algunas matas, y en ese arenal reinaba un león como soberano.

Más de una vez se paró el león a contemplar el vuelo majestuoso del águila, y más de una vez el águila, cerniéndose en el aire, contempló los saltos del león al caer sobre su presa. Al rugido del rey del arenal contestaba no pocas veces el grito del rey de los aéreos espacios.

Al verle saltar al león, se dijo más de una vez el águila con lástima: «¡Pobrecillo!, acaso es que intenta volar... Salta, salta, pobre rey de las arenas, a ver si te brotan alas».

Había entre los cortesanos del águila un grajo, cuyas lisonjas sonaban siempre gratas a los oídos de aquélla. Y empezó el grajo a hablarle del león y de sus proezas y a ponderar su valor, su arrojo y su majestad. «Dice que si te cogiera en tierra, con las alas cortadas -le decía-, habrías de ver de cuán poco te servían tu bravura, tu pico y tus garras». «¿Eso dice...? -exclamó el águila-. «Sí, eso dice -contestó el grajo-, pero no debes hacerle caso, porque su poderío le ha envanecido y no sabe bien lo que se dice el pobrecillo. Cegado por su soberbia, ignora que él no puede volar y que tú puedes posarte en tierra y defenderte en ella». «¡Y vencerle en tierra, en su elemento!», añadió el águila. «No lo dudo», contestó con sorna el grajo marrullero.

Entonces empezó a trabajarle al águila en el magín la idea de hacerse león y disputar su realeza al rey del arenal.

-¿Sabes lo que he pensado? -le dijo un día el águila al grajo.

-Lo que hayas pensado -contestole éste- será inspiración del mismo sol, de seguro.

-Pues he pensado que una vez que nadie me disputa el imperio del aire, debo bajar mi trono al pie del peñón y disputar al león su imperio. Y para más obligarme y no poder recurrir al arbitrio de levantar el vuelo, voy a recortarme las alas; quiero que luchemos a iguales armas.

-¡Sublime propósito! -exclamó el grajo-. ¡Hazaña nunca vista ni aun intentada antes de ahora! Bien dije que el mismo sol te la ha inspirado.

Recortose, en efecto, el águila sus alas, e hizo que a los de su familia se las recortaran, y bajó al arenal. Andando, y no con mucha soltura, saliole al camino al león y le provocó a singular combate.

-Déjate de bromas, y vete a tus nubes -le contestó el león-; cada cual lo suyo.

-No hay campo vedado para el heroico esfuerzo -contestó el águila-, y voy a probarte que con sólo saber querer, ha de ser todo mío. Aquí, en tierra, en tus dominios, has de medir tus garras con mis garras y tus fauces con mi pico.

-No gasto bromas -replicó el león-, volviéndole grupas y azotándose los lomos con el rabo.

Pero el águila se abalanzó a él y le dio un picotazo. Al sentirse el león herido, volviose furioso sobre el águila y de un par de zarpazos la dejó malparada. El pobre rey de los aires no hacía más que aletear con sus recortadas alas, corriendo como pudo, fue a refugiarse a unos juncales a orillas de un lago, y allí permaneció oculta y allí la dejo el león compadecido.

No se atrevió ya a salir de la orilla del lago, y allí tuvo que aprender a nadar para defenderse de las fieras que bajaban a abrevarse y que no la dejaban en paz. Y así andando el tiempo, se le modificó el pico, saliéronle palmas en las garras y se convirtió en pato.

Tal es la historia del águila que, por querer hacerse león, se vio convertida en pato.




ArribaAbajoEl canto de las aguas eternas

(Abril de 1909)


El angosto camino, tallado a pico en la desnuda roca, va serpenteando sobre el abismo. A un lado empinados tormos y peñascales, y al otro lado óyese en el fondo oscuro de la sima el rumor incesante de las aguas, a las que no se alcanza a ver con los ojos. A trechos forma el camino unos pequeños ensanches, lo preciso para contener una docena mal contada de personas; son a modo de descansaderos para los caminantes sobre la sima y bajo una tenada de ramaje. A lo lejos se destaca del cielo el castillo empinado sobre una enhiesta roca. Las nubes pasan sobre él, desgarrándose en las pingorotas de sus torreones.

Entre los romeros va Maquetas. Marcha sudoroso y apresurado, mirando no más que al camino que tiene ante los ojos y al castillo de cuando en cuando. Va cantando una vieja canción arrastrada que en la infancia aprendió de su abuela, y la canta para no oír el rumor agorero del torrente que corre invisible en el fondo de la sima.

Al llegar a uno de los reposaderos, una doncella que está en él, sentada sobre un cuadro de césped, le llama.

-Maquetas, párate un poco y ven acá. Ven acá, a descansar a mi lado, de espalda al abismo, a que hablemos un poco. No hay como la palabra compartida en amor y compañía para darnos fuerzas en este viaje. Párate un poco aquí, conmigo. Después, refrescado y restaurado, reanudarás tu marcha.

-No puedo, muchacha -le contesta Maquetas amenguando su marcha, pero sin cortarla del todo-, no puedo; el castillo está aún lejos, y tengo que llegar a él antes que el sol se ponga tras sus torreones.

-Nada perderás con detenerte un rato, hombre, porque luego reanudarás con más brío y con nuevas fuerzas tu camino. ¿No estás cansado?

-Sí que lo estoy, muchacha.

-Pues párate un poco y descansa. Aquí tienes el césped por lecho, mi regazo por almohada. ¿Qué más quieres? Vamos, párate.

Y le abrió sus brazos ofreciéndole el seno.

Maquetas se detiene un momento, y al detenerse llega a sus oídos la voz del torrente invisible que corre en el fondo de la sima. Se aparta del camino, se tiende en el césped y reclina la cabeza en el regazo de la muchacha, que, con sus manos rosadas y frescas, le enjuga el sudor de la frente, mientras él mira con los ojos al cielo de la mañana, un cielo joven como los ojos de la muchacha, que son jóvenes.

-¿Qué es eso que cantas, muchacha?

-No soy yo, es el agua que corre ahí abajo, a nuestra espalda.

-¿Y qué es lo que canta?

-Canta la canción del eterno descanso. Pero ahora descansa tú.

-¿No dices que es eterno?

-Ese que canta el torrente de la sima, sí; pero tú descansa.

-Y luego...

-Descansa, Maquetas, y no digas «luego».

La muchacha le da con sus labios un beso en los labios; siente Maquetas que el beso, derretido, se le derrama por el cuerpo todo, y con él y su dulzura, como si el cielo todo se le vertiera encima. Pierde el sentido. Sueña que va cayendo sin fin por la insondable sima. Cuando se despierta y abre los ojos ve el cielo de la tarde.

-¡Ay, muchacha, qué tarde es! Ya no voy a tener tiempo de llegar al castillo. Déjame, déjame.

-Bueno, vete; que Dios te guíe y acompañe y no te olvides de mí, Maquetas.

-Dame un beso más.

-Tómale, y que te sea fuerza.

Con el beso siente Maquetas que se le centuplican y echa a correr, camino adelante, cantando al compás de sus pisadas. Y corre, corre, dejando atrás a otros romeros. Uno le grita al pasar:

-¡Tú pararás, Maquetas!

En esto ve que el sol empieza a ponerse tras los torreones del castillo, y el corazón de Maquetas siente frío. El incendio de la puesta dura un breve momento; se oye el rechinar de las cadenas del puente levadizo. Y Maquetas se dice: «Están cerrando el castillo».

Empieza a caer la noche, una noche insondable. Al breve rato Maquetas tiene que detenerse porque no ve nada, absolutamente nada; la negrura lo envuelve todo. Maquetas se para y se calla, y en lo insondable de las tinieblas se oye el rumor de las aguas del torrente de la sima. Va espesándose el frío.

Maquetas se agacha, palpa con las manos arrecidas el camino y empieza a caminar a gatas, cautelosamente, como un raposo. Va evitando el abismo.

Y así camina mucho tiempo, mucho tiempo. Y se dice:

-¡Ay, aquella muchacha me engañó! ¿Por qué le hice caso?

El frío se hace horrible. Como una espada de mil filos le penetra por todas partes. Maquetas no siente ya el contacto del suelo, no siente sus propias manos ni sus pies; está arrecido. Se para. O mejor, no sabe si está parado o sigue andando a gatas.

Siéntase Maquetas suspendido en medio de las tinieblas; negrura en todo alrededor. No oye más que el rumor incesante de las aguas del abismo.

-Voy a llamar -se dice Maquetas, y hace esfuerzo de dar la voz. Pero no se oye: la voz no le sale del pecho Es como si se le hubiese helado.

Entonces Maquetas piensa:

«¿Estaré muerto?».

Y al ocurrírsele esto, como que las tinieblas y el frío se sueldan y eternizan en torno de él.

«¿Será esto la muerte? -prosigue pensando Maquetas-. ¿Tendré que vivir en adelante así, de pensamiento puro, de recuerdo? ¿Y el castillo? ¿Y el abismo? ¿Qué dicen esas aguas? ¡Qué sueño, qué enorme sueño! ¡Y no poder dormirme...! ¡Morir así, de sueño, poco a poco y sin cesar, y no poder dormirme...! Y ahora ¿qué voy a hacer? ¿Qué haré mañana?

¿Mañana? ¿Qué es esto de mañana? ¿Qué quiere decir mañana? ¿Qué idea es esta de mañana que me viene del fondo de las tinieblas, de donde cantan esas aguas?

¡Mañana! ¡Ya no hay para mí mañana! Todo es ahora, todo es negrura y frío. Hasta este canto de las aguas eternas parece canto de hielo; es una sola nota prolongada.

¿Pero es que realmente me he muerto? ¡Cuánto tarda en amanecer! Pero no sé el tiempo que ha pasado desde que el sol se puso tras los torreones del castillo...

Había hace tiempo -sigue pensando- un hombre que se llamaba Maquetas, gran caminante, que iba por jornadas a un castillo donde le esperaba una buena comida junto al fogón, y después de la buena comida un buen lecho de descanso y en el lecho una buena compañera. Y allí, en el castillo, había de vivir días inacabables, oyendo historias sin término, solazándose con la mujer, en una juventud perpetua. Y esos sus días habrían de ser todos iguales y todos tranquilos. Y según pasaran, el olvido iría cayendo sobre ellos. Y todos aquellos días serían así un solo día eterno, un mismo día eternamente renovado, un hoy perpetuo rebosante de todo un infinito de ayeres y de todo un infinito de mañanas.

Y aquel Maquetas creía que eso era la vida y echó a andar por su camino. E iba deteniéndose en las posadas, donde dormía, y al salir de nuevo el sol reanudaba él de nuevo su camino. Y una vez, al salir una mañana de una posada, se encontró a un anciano mendigo que estaba sentado sobre un tronco de árbol, a la puerta, y le dijo: "Maquetas, ¿qué sentido tienen las cosas?". Y aquel Maquetas le respondió, encogiéndose de hombros: "¿Y a mí qué me importa?". Y el anciano mendigo volvió a decirle: "Maquetas, ¿qué quiere decir este camino?". Y aquel Maquetas le respondió ya algo enojado: "¿Y para qué me preguntas a mí lo que quiere decir el camino? ¿Lo sé yo acaso? ¿Lo sabe alguien? ¿O es que el camino quiere decir algo? ¡Déjame en paz, y quédate con Dios!". Y el anciano mendigo frunció las cejas y sonrió tristemente mirando al suelo.

Y aquel Maquetas llegó luego a una región muy escabrosa y tuvo que atravesar una fiera serranía, por un sendero escarpado y cortado a pico sobre una sima en cuyo fondo cantaban las aguas de un torrente invisible. Y allí divisó a los lejos el castillo adonde había de llegar antes de que se pusiese el sol, y al divisarlo le saltó de gozo el corazón en el pecho, y apresuró la marcha. Pero una muchacha, linda como un fantasma, le obligó a que se detuviera a descansar un rato sobre el césped, apoyando en su regazo la cabeza, y aquel Maquetas se detuvo. Y al despedirse le dio la muchacha un beso, el beso de la muerte, y al poco de ponerse el sol tras los torreones del castillo aquel Maquetas se vio cercado por el frío y la oscuridad, y la oscuridad y el frío fueron espesándose y se fundieron en uno. Y se hizo un silencio de que sólo se libertaba el canto aquel de las aguas eternas del abismo, porque allí, en la vida, los sonidos, las voces, los cantos, los rumores surgían de un vago rumoreo, de una bruma sonora; pero aquel canto manaba del profundo silencio, del silencio de la oscuridad y el frío, del silencio de la muerte.

¿De la muerte? De la muerte, sí, porque aquel Maquetas, el esforzado caminante, se murió.

¡Qué lindo es el cuento y qué triste! Es más lindo, mucho más lindo, más triste, mucho más triste que aquella vieja canción que me enseñó mi abuela. A ver, a ver, voy a repertírmelo otra vez...

Había hace mucho tiempo un hombre que se llamaba Maquetas, gran caminante, que iba por jornadas a un castillo...».

Y Maquetas se repitió una, y otra, y otra, y otra vez el cuento de aquel Maquetas, y sigue repitiéndoselo, y así seguirá en tanto que sigan cantando las aguas del invisible torrente de la sima, y estas aguas cantarán siempre, siempre, siempre, sin ayer y sin mañana, siempre, siempre, siempre...




ArribaAbajoEl misterio de iniquidad

(o sea, los Pérez y los López)


(El espejo de la muerte, 1913)


Juan pertenecía a la familia Pérez, rica y liberal desde los tiempos de Álvarez Mendizábal. Desde muy niño había oído hablar de los carlistas con encono mal contenido. Se los imaginaba bichos raros, y tenía de ellos una idea del mismo género a que pertenece la vulgar del judío. Gente taciturna, de cara torcida, afeitada o con grandes barbas negras y alborotadas, largos chaquetones negros, parcos de palabras y tomadores de rapé. Se reunían de noche en las lonjas húmedas, entre los sacos fantásticos de un almacén lleno de ratas, para tramar allí cosas horribles.

Con los años cambiaron de forma en su magín estos fantasmas, y se los imaginó gente taimada, que en paz prepara a la sordina guerras y que sólo se surte de las tiendas de los suyos.

Cuando se hizo hombre se disiparon de su mente estas disparatadas brumas matinales, y vio en ellos gente de una opinión opinable, puesto que es opinada, fanáticos que, so capa de religión, etc. Es excusado enjaretar aquí la letanía de sandeces salpicada de epítetos podridos que es de rigor entre anticarlistas.

En la familia Pérez había vieja inquina contra la familia carlista López. Un Pérez y un López habían sido consocios en un tiempo; hubo entre ellos algo de eso, cuy o recuerdo se entierra en las familias; este algo engendró chismes, y la sucesión continua de pequeñas injurias diarias, saludos negados, murmuraciones, miradas procaces, chinchorrerías, en fin, engendraron un odio duro.

La familia Pérez, aunque liberal, era tan piadosa como la familia López. Oían misa al día, comulgaban al mes, figuraban en varias congregaciones, gastaban escapularios. Eran irreprochables.

Nuestro Juan Pérez se había nutrido de estos sentimientos, a los que añadía alguna instrucción, ni mucha ni muy variada. Su afición mayor eran las matemáticas.

Así estaban las cosas cuando empezó a sonar en este mundo el famosísimo aforismo «el liberalismo es pecado», frase portentosa. ¡Pecado! La elección de esta palabra es una obra maestra, pues cualquier otra que se empleara: error, herejía, impiedad, crimen, o dicen más o menos, y así, o no llegan al blanco o pasan de él.

Nuestro Pérez tomo esto a poca cosa, como un ardid indigno salido de las lonjas húmedas donde se reunían los fantasmas del chaquetón. Un artículo que la casualidad llevó a sus manos le abrió el apetito. Leyó el áureo libro del eximio Sardá, se aficionó a los artículos del Hermano Mayor, a las cartas del Martillo de protestantes y liberales y empezó a preocuparse de esta doctrina nefanda que bajo el nombre de liberalismo infiltra en la sociedad como veneno sus miasmas deletéreos. Lo nefando y deletéreo, sobre todo, le producía cosquillas en las sienes.

Estudió la lucha entre mestizos y puros, y se sabía de pe a pa las decisiones del Índice y los viajes de don Celestino. Se dedicó a leer los periódicos puros, y con fruición de espíritu anémico tragaba artículos inacabables, siempre sobre lo mismo, siempre en el mismo estilo y con los epítetos consagrados siempre. Aguzó su espíritu en las argucias imperceptibles, en los juegos malabares de distincionzuelas y en los pequeños logogrifos de conceptillos.

A todo esto llegó la encíclica Libertas y con ella las briosas predicaciones en contra de ese conjunto de todas las herejías y la campaña contra los liberales, imitadores de Lucifer, suyo es aquel grito: «¡No serviré!».

Muchas veces, al anochecer, en la iglesia, quedaba sentado en un banco, meditando. Poco a poco sus ideas perdían los contornos, hasta que se convertían en una nube, y entonces, al oír dar al reloj las nueve, salía de la quietud del templo al bullicio de la calle.

Empezó a sentir desazón en su alma. Una noche volvía del sermón a su casa y le zumbaba en la cabeza el famoso aforismo. No podía entrar con que él fuera más pecador que un adúltero o un asesino, y la cosa estaba bien clara, porque pecar contra la fe, directamente contra Dios, no dándole crédito, es peor que pecar por carambola; la soberbia es más satánica que la ira o la lujuria. Aquella noche no pudo pegar ojo; resudando dio mil vueltas en la cama, se levantó a beber agua del jarro de la jofaina, cerraba los ojos con violencia, proponiéndose contar hasta 150; ni por ésas; nada: siempre en el campo oscuro bailando la sentencia. Así hubiera pasado toda la noche si a eso de las cuatro, con la fatiga, que venció al insomnio, no hubiera iluminado su mente esta idea de paz: salvo los casos de ignorancia y de buena fe. Se durmió diciendo: Dios me perdona, porque no sé lo que me pienso.

Juan Pérez recobró aparente calma, considerándose caso de ignorancia o de buena fe.

Pero... veámoslo: la ignorancia vencible, ¿no es pecado? Empezó a buscar en su alma si era el caso de ignorancia o de buena fe, o era todo ello argucias del enemigo malo. ¡Cuesta tanto crucificar al hombre viejo! Dale que le das, le volvieron los insomnios.

Así estaba el pobre. Volvió a leer el áureo libro del eximio Sardá, la encíclica Libertas, y empezó a estudiar lo que la maestra de la gente entiende por liberalismo en sus varios grados y matices, y por liberales, imitadores, etcétera. Una tarde, a la hora en que se acuesta el sol en cama de oro, y cuando volvía Juan Pérez de paseo por una estrada, mordiendo un brote de zarzamora, se le ocurrió preguntarse: «¿Soy yo, acaso, liberal, imitador, etcétera?». Y descubrió sin asombro, como cosa olvidada de puro sabida, que nunca había sido liberal. Recobró calma; no era liberal, pero tampoco carlista. ¡Carcunda como los López! ¡Jamás! ¡Los del chaquetón! Debajo de sus ideas yacían siempre los espectros de su infancia.

No era liberal, pero le quedaba el nombre. ¡Qué cosa tan terrible es el nombre! Es el pulpo de la inteligencia. A sus padres les llamaron liberales y se llamaron ellos a sí mismo liberales. ¡Perder el apellido porque otros lo hayan difamado! El nombre se aferraba a él, porque Satanás sabe que la piel es lo último que se deja, y que por la piel se pierden muchos. Mi liberal cerró los ojos y oídos al terrible nombre, a la palabra misteriosa, que es lo que fue en principio.

En la vida interior de Juan Pérez vino otro período de prueba. ¿Basta, en el siglo de la lucha, verla como mero espectador? ¿Basta desertar de las banderas de Belial? La timidez, ¿no es pecado?

El resultado fue que Juan Pérez se hizo tradicionalista; carlista, no; adjuró en todos sus grados y matices la secta deletérea que jamás había profesado, y se apartó de los liberales, imitadores de Lucifer, suyo es aquel grito: «¡No serviré!». Estudió los errores nefandos que constituyen este abominable compendio de todas las herejías, y aborreció, sobre todo, los infames contubernios de los hijos de la luz con los de las tinieblas; le picó un prurito de ergotista curiosidad por conocer el bien y el mal, y leyó obras de liberales para conocer de cerca el cáncer de nuestra sociedad.

Refresquemos la sequedad de este relato.

Carmencita era una buena muchacha, celebrada por todas las viejas y con los bolsillos sonantes, condiciones que explican por qué Juan Pérez y un López, convencidos ambos de que no está bien que el hombre esté solo y que no es bueno quemarse, la persiguieran con buen fin. Este López, de carlista se había hecho íntegro, íntegro de cabeza, leal de sangre, porque toda otra distinción no pasa de válvula de seguridad en un cerebro henchido de verdad absoluta.

No se sabe cómo fue que López quitó el partido a Pérez y casó con la chica de los cuartos. Juan Pérez pasó malos días y peores noches; pero al cabo bendijo los inescrutables designios de la Divina Providencia, y en nada disminuyó su amistad para con López, a quien había sacrificado rencorcillos de familia en aras de la comunidad de doctrinas.

Juan Pérez, cuando se había creído liberal, maldito si sabía lo que es el liberalismo; pero ya purificado estaba al dedillo de los pestilentes errores de la nefanda secta y había leído a los corifeos de la impiedad y a algunos alemanes traducidos. El enemigo malo, a las veces, le tentaba: el conocimiento del mal le daba vértigos y oía como canto de sirena engañadora el silbo maléfico de la serpiente infernal.

El demonio le tentaba, y cuanto más se hundía su imaginación en el ergotismo laberíntico, su inteligencia, corrompida por el pecado original, más se levantaba en alas de la soberbia. Satanás le levantaba ofreciéndole un mundo nuevo de ideas nuevas si rendido le adoraba. Empezaba a empacharse de la dulce virtud de humillarse ante la letra y a desconocer que Dios escogió lo necio y lo flaco del mundo para avergonzar a los sabios y a los fuertes. Hay que añadir que por este tiempo Juan Pérez se dedicaba a la gimnasia y bebía los vientos por una muchacha casquivana y pobre.

Llegó el estallido. Sucedió que un día de primavera, en cierta reunión, departían amigablemente, entre otros varios, nuestro Pérez y López, acerca de una carta de Martillo, y comentaban el tiroteo entre íntegros y leales. Repetían por centésima vez el mismo chiste, escrudriñaban la cuarta intención de cosas sin la primera, repetían argumentos que siempre con los mismos collares se leen empotrados en seis o siete columnas de prosa prensada, cuando trabaron discusión Juan Pérez y Pedro López sobre el mayor o menor grado de matiz de liberalismo de sus opiniones respecto a un punto concreto.

Es de saber que en este desdichado siglo de las luces y de los derechos del hombre, el virus pestilente del liberalismo lo inficiona todo de tal manera con sus miasmas deletéreos, que circula hasta en las raíces del integrismo más puro. Es uno de los mayores tormentos del hombre puro examinar despacio cada idea que se le ocurra antes de manifestarla y ponerla en cuarentena hasta ver qué grado y matiz de liberalismo puede tener. ¡Oh siglo infeliz!

Llegó la discusión del Pérez y el López a agriarse a punto que intervenían los amigos, temiendo un mal remate. Pérez ardía, tenía la cara roja, el corazón palpitante, se sofocaba, y la sangre, inficionada del pecado original, le traía los espectros de su niñez, la imagen esfumada de los chaquetones negros en las lonjas húmedas, el rencor heredado y mamado, frases de sus padres que no entendió al oírlas; miradas de los López, miserias de vecindad con vaho de patio, narraciones de hazañas de cristinos, los ojos de buey de Carmencita que le miraban, y se le removía el légamo del corazón que Dios le había endurecido, se le dislocaba el cerebro, y sobre todo este nubarrón confuso, que como viento de tempestad arrastraba la cólera, veía brillar la fatal sentencia. Sintió un nudo en la garganta y ganas de estrangular a López cuando oyó que éste le gritaba:

-¡Quítese usted de ahí, so liberal!

Juan Pérez estalló:

-¡Sí, sí y sí! ¡Liberal, y a mucha honra! Liberal fui, soy y seré; liberal en todos sus grados y matices, imitador de Lucifer, cuyo es aquel grito: «¡No serviré!». ¡No, no serviré, y si es pecado... que lo sea!

No sabía lo que se decía; pero ni en el delirio de la cólera olvidó la fraseología.

Salió soplando, y aquella noche se le repitieron los insomnios.

Había roto la cáscara, descendía la pendiente, le faltó la gracia eficaz y empezó en su espíritu un trabajo de demolición. Había probado el fruto y acabó por ser liberal a ciencia y conciencia. ¡Mala cosa es ser sabio en opinión propia! Se debe esperar más del necio. ¡Ay de los que son sabios a sus propios ojos!

La doctrina rompió la ignorancia; el conocimiento del pecado trajo horror a él, y la sangre liberal, pecado original de los Pérez desde los tiempos de Álvarez Mendizábal, entronizó la carne sobre el espíritu. No conoció el pecado sino por la ley; no hubiera conocido el liberalismo si la ley no le dijera: el liberalismo es pecado. El pecado, tomando ocasión de mandamiento, renovó en él la rebeldía de la sangre, porque sin la ley el pecado estaba muerto. Juan Pérez vivió sin ley en algún tiempo; mas cuando vino el mandamiento revivió el pecado; el mandamiento que da la vida le dio muerte, porque el pecado, con ocasión del mandamiento, le engañó y mató. La ley es espiritual, pero nosotros somos carnales.

El misterio de iniquidad se había cumplido: la sangre y Álvarez Mendizábal la habían consumado. ¡Y aún habrá quien se obstine en negar que el liberalismo es pecado y pecado de los mayores, y los liberales imitadores, etc.! ¡Miserable y corrompida carne de Adán!

¿Quién nos librará de este cuerpo de muerte?




ArribaAbajo¡Viva la introyección!

(El espejo de la muerte, 1913)


«Lo que nos hace falta, españoles, es la introyección, el más preciado, el más fecundo, el más santo de los derechos humanos. ¿Cómo podemos vivir sin él? Sin la libertad de introyección, todas las demás libertades nos resultarán baldías y hasta dañosas. Dañosas, sí, porque hay libertades que, faltando otras que las complementen, antes perjudican que benefician al hombre. ¿De qué nos sirven, en efecto, la libertad de asociación, la de imprenta, la de cultos, la de trabajo, la de vagancia y tantas otras libertades de que dicen gozamos, si la libertad de introyección nos falta? Sin esta imprescindible prerrogativa, el sufragio universal y el Jurado se convierten en armas de la vergonzante tiranía que nos domina. Y no me digan, no, que tenemos la libertad de introspección, porque la introspección no es la introyección, como la autonomía no es la autarquía. Pongámonos, ante todo, de acuerdo en las palabras; llamemos a cada cosa por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino; arquitrabe, al arquitrabe, introyección a la introyección y tiranía a este abigarrado conjunto de hueras e incompletas libertades en que se nos ahoga. La palabra, ¡oh, la palabra, señores, la palabra!...».

Al llegar a este punto de su elocuentísimo discurso, la palabra de Lucas Gómez fue ahogada en los nutridos aplausos del numeroso público que asistía a la reunión. El hervor de los ánimos subió de punto, y los ¡viva don Lucas Gómez! se confundieron con los vivas a la libertad de introyección.

Salió la gente convencida de cuán necesario es introyeccionarse y de cómo los Gobiernos que padecemos nos lo impiden. Empezaron los españoles a sentir hambre y sed de introyeccción.

Hay que tener en cuenta que esto ocurría hacia 1981, pues hoy, a fines de este tristísimo siglo XXI, una vez gastada la introyección en puro uso, no nos damos clara cuenta de los entusiasmos que entonces provocara.

El caso es que la agitación creció como la marea; formose una liga introyeccionista, con su Directorio y sus delegaciones provinciales, poniendo así en aprieto al Gobierno. En tal grave aprieto, que se vio forzado a dimitir, exigiendo la ola popular a los radicales, con el tácito pacto de implantar desde luego la libertad de introyección.

Mas sabido es lo que son y han sido siempre nuestros Gobiernos: cuando no quieren, o no pueden, o no saben cumplir lo que la opinión pública les exige, lo falsean todo. Es hoy cosa averiguada como cierta, y que he podido comprobar revisando papeles de aquel tiempo, que alquilaron a un famoso sofista, cuyo nombre está en la memoria de todos mis lectores, para que desnaturalizara el popular movimiento. Como dato curioso podemos dar el de que los gastos, no pequeños, que el sofista costó al Gobierno los justificó éste en la consignación del material como gastos para le refrigeración de las oficinas en aquel calurosísimo estío de 1982.

Nuestro sofista comenzó su campaña fingiéndose introyeccionista o introyectivo, como él se llamaba, para empezar así confundiendo a la gente sencilla. Y luego, después de establecer entre la introyección, la introspección, la introquisición y la introversión tales y tantas diferencias que nadie sabía lo que fuera cada una de estas tan importantes funciones, se preguntaba: «Esta introyección, ¿ha de ser psíquica o anímica; espontánea, reflexiva o refleja; primaria o secundaria?». Y consiguió su maquiavélico proyecto, logrando que al poco tiempo se dividieran los introyeccionistas en psíquicos, anímicos, espontáneos, reflexivos, reflejos, primarios y secundarios, con multitud de matices, términos medios y términos combinados. Y allí nadie se entendía.

Mas no faltaron hombres animosos, avisados y entusiastas que denunciaran la vergonzosa labor del sofista introyectivo, pusieran al descubierto sus mezquinas mañas y tretas, y trataran de reparar en lo hacedero el desmedido daño que a la causa introyeccionista había hecho. Redactaron unas bases, creo que orgánicas -aunque de esto no estamos bien seguros-, para llevar a cabo la gran concentración introyeccionista, reduciendo a común fórmula a las distintas fracciones. Los menos reductibles entre sí fueron los reflexivos jefes don Martín Fernández y don Fernando Martínez; los primarios y los secundarios hacía tiempo ya que estaban fusionados bajo la común denominación de primosecundarios, habiéndose adoptado ésta y no la de segundoprimarios, a cambio de que el jefe de los secundarios lo fuese de la fracción compuesta, porque en política todo es transacción.

Todos sabemos lo que ocurrió después; las empeñadísimas campañas de concentración, los brillantísimos discursos de Lucas Gómez y el ansia loca de introyección que se encendió en los corazones españoles todos. Llegó a ser inútil la libertad de pensamiento, pues nadie pensaba más que en la introyección; inútil la libertad de enseñanza, ya que no pudiese hacerse introyectiva la enseñanza; inútil la de cultos si no cabía cultivar la introyección; inútil la de asociación desde el momento en que no era dado asociarse para introyeccionarse mutuamente; inútil la de trabajo sí no se podía trabajar introyectivamente.

Y sucedió lo que no podía menos de suceder, y es que llegó la revolución de 1989, y después de aquellas tres breves, aunque sangrientas jornadas del 5, 6 y 7 de febrero, triunfó el introyectismo, empuñando Lucas Gómez las riendas del Estado.

Lo primero que el Gobierno revolucionario hizo fue proclamar a los cuatro vientos la libertad de introyección. Y sucedió entonces lo que era de esperar, y fue que mientras se renovaban las empeñadas peleas entre psíquicos, anímicos, espontáneos, reflejos, reflexivos, primarios y secundarios, lo que entonces se llamaba masa neutra, y la sociología moderna llama plasma sociogerminativo, sintió una extraña sensación colectiva, se miraron unos a otros en los ojos sus miembros componentes, y se preguntaron luego con curiosidad y asombro: «Y ahora bien, ¿qué es eso de introyección y con qué se come?».

Hoy no necesitamos hacernos tal pregunta; la dolorosa experiencia del último tercio del siglo XX hasta que ocurrió la salvadora conjugación hispanomarroquí -de que hablaremos otro día- nos enseñó, bien a nuestro pesar, lo que la introyección sea y signifique.




ArribaAbajoMecanópolis

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 11-VIII-1913)


Leyendo en Erewhon, de Samuel Butler, lo que nos dice de aquel erewhoniano que escribió el «Libro de las máquinas», consiguiendo con él que se desterrasen casi todas de su país, hame venido a la memoria el relato del viaje que hizo un amigo mío a Mecanópolis, la ciudad de las máquinas. Cuando me lo contó temblaba todavía del recuerdo, y tal impresión le produjo, que se retiró luego durante años a un apartado lugarejo en el que hubiese el menor número posible de máquinas.

Voy a tratar de reproducir aquí el relato de mi amigo, y con sus mismas palabras, a poder ser.

Llegó un momento en que me vi perdido en medio del desierto; mis compañeros, o habían retrocedido, buscando salvarse, como sí supiéramos hacia dónde estaba la salvación, o habían perecido de sed y de fatiga. Me encontré solo y casi agonizando de sed. Me puse a chupar la sangre negrísima que de los dedos me brotaba, pues los tenía en carne viva por haber estado escarbando con las manos desnudas al árido suelo, con la loca esperanza de alumbrar alguna agua en él. Cuando ya me disponía a acostarme en el suelo y cerrar los ojos al cielo, implacablemente azul, para morir cuanto antes y hasta procurarme la muerte conteniendo la respiración o enterrándome en aquella tierra terrible, levanté los desmayados ojos y me pareció ver alguna verdura a lo lejos: «Será un ensueño de espejismo», pensé; pero fui arrastrándome.

Fueron horas de agonía; mas cuando llegué, encontreme, en efecto, en un oasis. Una fuente restauró mis fuerzas, y después de beber comí algunas sabrosas y suculentas frutas que los árboles brindaban liberalmente. Luego me quedé dormido.

No sé cuántas horas estaría durmiendo, y si fueron horas, o días, o meses, o años. Lo que sé es que me levanté otro, enteramente otro. Los horrendos padecimientos habíanse borrado de la memoria o poco menos. «¡Pobrecillos!», me dije al recordar a mis compañeros de exploración muertos en la empresa. Me levanté volví a comer fruta y beber agua, y me dispuse a recorrer el oasis. Y he aquí que a los pocos pasos me encuentro con una estación de ferrocarril, pero enteramente desierta. No se veía un alma en ella. Un tren, también desierto, sin maquinista ni fogonero, estaba humeando. Ocurrióseme subir, por curiosidad, a uno de sus vagones. Me senté en él; cerré, no sé por qué, la portezuela, y el tren se puso en marcha. Experimenté un loco terror y me entraron ganas de arrojarme por la ventanilla. Pero diciéndome: «Veamos en qué para esto», me contuve.

Era tal la velocidad del tren, que ni podía darme cuenta del paisaje circunstante. Tuve que cerrar las ventanillas. Era un vértigo horrible. Y cuando el tren al cabo se paró, encontreme en una magnífica estación muy superior a cuantas por acá conocemos. Me apeé y salí.

Renuncio a describirte la ciudad. No podemos ni soñar todo lo que de magnificencia, de suntuosidad, de comodidad y de higiene estaba allí acumulado. Por cierto que no me daba cuenta para qué todo aquel aparato de higiene, pues no se veía ser vivo alguno. Ni hombres, ni animales. Ni un perro cruzaba la calle; ni una golondrina, el cielo.

Vi en un soberbio edificio un rótulo que decía: Hotel, escrito así, como lo escribimos nosotros, y allí me metí. Completamente desierto. Llegué al comedor. Había en él dispuesta una muy sólida comida. Una lista sobre la mesa, y cada manjar que en ella figuraba con su número, y luego un vasto tablero con botones numerados. No había sino tocar un botón y surgía del fondo de la mesa el plato que se deseara.

Después de haber comido salí a la calle. Cruzábanla tranvías y automóviles, todos vacíos. No había sino acercarse, hacerles una seña y paraban. Tomé un automóvil y me dejé llevar. Fui a un magnífico parque geológico, en que se mostraba los distintos terrenos, todo con sus explicaciones en cartelitos. La explicación estaba en español, sólo que con ortografía fonética. Salí del parque; vi que pasaba un tranvía con este rótulo: «Al Museo de Pintura», y lo tomé. Había allí todos los cuadros más famosos y en sus verdaderos originales. Me convencí de que cuantos tenemos por acá, en nuestros museos, no son sino reproducciones muy hábilmente hechas. Al pie de cada cuadro una doctísima explicación de su valor histórico y estético, hecha con la más exquisita sobriedad. En media hora de visita allí aprendí sobre pintura más que en doce años de estudio por aquí. Por una explicación que leí en un cartel de la entrada vi que en Mecanópolis se consideraba al Museo de Pintura como parte del Museo Paleontológico. Era para estudiar los productos de la raza humana que había poblado aquella tierra antes que las máquinas la suplantaran. Parte de la cultura paleontológica de los mecanopolitas -¿quiénes?- eran también la sala de música y las más de las bibliotecas, de que estaba llena la ciudad.

¿A qué he de molestarte más? Visité la gran sala de conciertos, donde los instrumentos tocaban solos. Estuve en el Gran Teatro. En un cine acompañado de fonógrafo, pero de tal modo, que la ilusión era completa. Pero me heló el alma el que yo era el único espectador. ¿Dónde estaban los mecanopolitas?

Cuando a la mañana siguiente me desperté en el cuarto de mi hotel, me encontré, en la mesilla de noche, El Eco de Mecanópolis, con noticias de todo el mundo recibidas en la estación de telegrafía sin hilos. Allá, al final, traía esta noticia: «Ayer tarde arribó a nuestra ciudad, no sabemos cómo, un pobre hombre de los que aún quedaban por ahí. Le auguramos malos días».

Mis días, en efecto, empezaron a hacérseme torturantes. Y es que empecé a poblar mi soledad de fantasmas. Es lo más terrible de la soledad, que se puebla al punto. Di en creer que todas aquellas máquinas, aquellos edificios, aquellas fábricas, aquellos artefactos, eran regidos por almas invisibles, intangibles y silenciosas. Di en creer que aquella gran ciudad estaba poblada de hombres como yo, pero que iban y venían sin que los viese ni los oyese ni tropezara con ellos. Me creí víctima de una terrible enfermedad, de una locura. El mundo invisible con que poblé la soledad humana de Mecanópolis se me convirtió en una martirizadora pesadilla. Empecé a dar voces, a increpar a las máquinas, a suplicarlas. Llegué hasta caer de rodillas delante de un automóvil, implorando de él misericordia. Estuve a punto de arrojarme, aterrado, cogí el periódico, a ver lo que pasaba en el mundo de los hombres, y me encontré con esta noticia: «Como preveíamos, el pobre hombre que vino a dar, no sabemos cómo, a esta incomparable ciudad de Mecanópolis, se está volviendo loco. Su espíritu, lleno de preocupaciones ancestrales y de supersticiones respecto al mundo invisible, no puede hacerse al espectáculo del progreso. Le compadecemos».

No pude ya resistir esto de verme compadecido por aquellos misteriosos seres invisibles, ángeles o demonios -que es lo mismo-, que yo creía que habitaban Mecanópolis. Pero de pronto me asaltó una idea terrible, y era la de que las máquinas aquellas tuviesen su alma, un alma mecánica, y que eran las máquinas mismas las que me compadecían. Esta idea me hizo temblar. Creí encontrarme ante la raza que ha de dominar la tierra deshumanizada.

Salí como loco y fui a echarme delante del primer tranvía eléctrico que pasó. Cuando desperté del golpe me encontré de nuevo en el oasis de donde partí. Eché a andar, llegué a la tienda de unos beduinos, y al encontrarme con uno de ellos, le abracé llorando. ¡Y qué bien nos entendimos aun sin entendernos! Me dieron de comer, me agasajaron, y a la noche salí con ellos, y tendidos en el suelo, mirando al cielo estrellado, oramos juntos. No había máquina alguna en derredor nuestro.

Y desde entonces he concebido un verdadero odio a eso que llamamos progreso, y hasta a la cultura, y ando buscando un rincón donde encuentre un semejante, un hombre como yo, que llore y ría como yo río y lloro, y donde no haya una sola máquina y fluyan todos los días con la dulce mansedumbre cristalina de un arroyo perdido en el bosque virgen.




ArribaAbajoUna rectificación de honor

(Narraciones siderianas)


(El espejo de la muerte, 1913)


-¡Un caballero no debe, no puede tolerar tal ultraje!

Al oír lo de caballero, Anastasio inclinó la cabeza sobre el pecho para olfatear la rosa que llevaba en el ojal de la solapa y dijo sonriendo:

-Yo aplastaré a ese reptil... ¡Mozo!

Para pagar a éste sacó del bolsillo un duro y con él dos piezas de oro que llevaba como fondo permanente e intangible; dio aquél al mozo y sin esperar a la vuelta, tan distraído creía se debía estar en su caso, salió del Arca.

El Arca era el nombre caprichoso, abracadabrante, según uno de sus socios, que en Sideria se daba al casino a que acudía el cogollito de la elegancia, los hombres de mundo y de alta sociedad, los calificados por el chroniqueur modernista y bulevardizante de El Correo Sideriense de gentlemens, sportsmens, clubmens, bonvivants, blasés, comme il faut, struggle-for-lifeurs y otro sinfín de terminachos por el estilo; es decir, los caballeros más honorables de la ciudad ducal.

Uno de ellos había importado de Alemania, donde residió año y medio, el nombre de filisteos, que los socios aplicaban a todos los ramplones burgueses de la ciudad.

Los envidiosos, y los pedantes, y los doctrinos sostenían que en el Arca se reunían los espíritus más pedestres de la ciudad, empeñados en sacarse del abismo de su ramplonería como el barón de Münchhausen del pozo en que cayó, tirándose de las orejas hacia arriba, y no faltaba mala lengua que clasificaba a los alegres compadres en memos y bandidos sin disfrazar, memos disfrazados de bandidos y bandidos disfrazados de memos.

Pero dejando estos ladridos de los impotentes a la luna, volvamos a Anastasio, el cual, al salir a la calle hizo como si reflexionara un momento delante del coche, y acabó diciéndose: «No, en esta ocasión no pega el coche. ¡A pie, a pie!».

Un carruaje que pasaba le salpicó de barro el pantalón. El primer efecto que tal desastre produjo en Anastasio fue el vivo dolor del armiño ofendido en su cándida pureza; pero luego, volviendo sus ojos a la afrenta que devoraba su corazón, se complugo en la providencial pella de barro.

Si Anastasio hubiera tenido la debilidad, impropia de un caballero perfecto, de ser algo filósofo, ¡uf!, se habría perdido en necias divagaciones acerca del simbolismo de la Naturaleza. Pero toda su filosofía se reducía a la que estrictamente necesitaba: a saber que Dios hizo el mundo para el hombre y el hombre para el honor, y que todo el universo era un arca inmensa.

Cuando llegó a la redacción de El Abejorro se detuvo a su puerta, sobre la que había dibujado un abejorro enorme.

Sacó Anastasio el pañuelo perfumado, que así lo llevaba a pesar de las pullas de muchos socios, más prácticos en lo del pañuelo, y se lo llevó a las narices.

Dentro de la redacción se oían voces de disputa, y una, sobre todo, que sobresaliendo de las demás, decía:

-Le digo a usted que de todas las imbecilidades que han inventado los ociosos para pasar el tiempo y distinguirse, la más estúpida es el honor. Todo el mundo habla de la nobleza del león, que es un bicho dañino, y a mí me parece mucho más noble el burro. El león, que es bestia de presa que se alimenta de carne, habrá inventado el honor; pero el pobre burro, que es bestia de carga, ha inventado el deber. Y, sobre todo, señores, ¿de dónde sacan ustedes que sea noble el defenderse con las garras y los dientes, como el león, y no lo sea con la ligereza de pies, como la liebre; con la astucia, como la zorra; con la pequeñez, como el mosquito; con la tinta, como el jibión? El mismo Dios que ha dado garras y pico al águila ha dado la pequeñez al mosquito y al jibión tinta. Todos los imbéciles...

En aquel momento Anastasio, que se había estirado los puños y atusado el bigote y había cogido el bastón como cirio de procesión, indignado de oír tantas pedanterías estrafalarias, entró.

Ya dentro, avanzó una pierna de modo que pudiera lucir la simbólica pella de barro, y dijo:

-¿El caricaturista de este... papel?

-Muy buenas noches.

-Buenas. El caricaturista he dicho.

-¡Presente! -exclamó un joven que estaba haciendo pajaritas de papel.

-¿Es usted el mamarrachista de este... papel? -volvió a preguntarle Anastasio.

-Para servir a usted.

Anastasio sintió a la vista de una pajarita de papel colocada sobre la mesa ganas de arañar a su hacedor; pero se reportó bajando la cabeza para oler la rosa, ¡cándida flor!, y volvió a preguntar:

-¿Es usted el autor de esa inmunda caricatura?

-¡In-mun-da..., in-mun-da..., muy bien! ¡Exacto..., la frase es feliz..., sí señor, yo lo soy!

-He aquí mi tarjeta -dijo Anastasio sacando una para dársela.

-Está muy bien... Joaquín Ortiz, calle de Suso, 31, segundo, tiene usted su casa. No uso tarjetas.

«Un pintamonas -pensó Anastasio-; ya me temía yo que no fuera un caballero... ¡Pero hasta tanto! ¡No usa tarjetas! Eso es no ser ni hombre siquiera. ¿Adónde va este infeliz?».

-Espero de usted una satisfacción; esta noche visitarán a usted dos de mis amigos -añadió al salir.

Cuando al cerrar la puerta oyó una risa, sonrió Anastasio lleno de compasión, olió la rosa y diciéndose: ¡«No usa tarjetas!», sintió toda la fealdad de la pella de barro. Como ésta se había secado ya, la limpió en las escaleras de la redacción de El Abejorro.

En la calle le miraban mucho. «¡Sabréis quién es Anastasio!», pensó.

Dos carreteros reñían, jurando como señoritos, y uno de ellos dijo al otro:

-Vamos a rompernos la crisma...

Al verlos irse se dijo Anastasio: «Y a todo esto la policía sin impedir estas ordinarieces... ¡Groseros! Nada, nada, el pueblo es el pueblo... Cuando yo digo que en España no estamos preparados para la república... Pueblo grosero, prensa procaz... Es evidente que la aristocracia tiene el deber de ejercer tutoría sobre el pueblo, tutoría fraternal, se entiende... y la verdadera aristocracia, no esa antigualla rancia comida por la carcoma».

Cuando llegó al Casino buscó a su amigo Herminio, a quien preguntó por Pepito Curda.

-¡Pepito..., a estas horas!

-¡Ah, sí! -contestó Anastasio con seriedad, recordando que a aquellas horas Curda se dedicaba a emborracharse para poder dormir de un tirón, olvidado del tráfago de sus negocios.

-¿Y Juanito?

-¡Déjalo, que hoy está de suerte!

-Pero ese muchacho, ¿cuándo se va a corregir? -dijo Anastasio con la gravedad que sentaba a su situación-. Porque va a acabar mal.

-¡Quiá! Él la entiende y sabe que coloca su capital a buen rédito.

-¿Y Ambrosio?

-Ahí le tienes.

En efecto: en una mesa cercana discutían varios socios acerca de una proposición, y era que el Municipio de Sideria pagara dos mozos al Arca; bonita combinación para acabar de escandalizar a los pobres filisteos de la ciudad ducal.

-¡Hay que dar que hablar a esa mano de cerdos que trabajan como imbéciles y ahorran para que se lo coman sus hijos y creen en el sentido común!

Un tímido objetaba al pensamiento y pedía cuando menos barniz de legalidad.

-¡Tiene razón! -exclamó uno.

-¡Psch!; y qué, tener razón o no tenerla, ¿qué más da? -replicó con desdén Ambrosio, que pasaba por uno de los oráculos del Arca.

La frase dejó a todos suspensos de admiración y en un momento corrió por todo el Arca.

Anastasio llamó a Ambrosio, les enteró a él y a Herminio del asunto y acabó diciéndoles:

-¡Una rectificación amplia, absoluta, completa, sin reservas..., y si no... a sable!

Dicho esto se fue a casa de un maestro de armas, donde se estuvo ensayando quites y posturas.

Cuando quebrantado por tantas emociones llegó a su casa, se puso a pensar en el traje que convendría para el lance.

Lo sacó, se lo puso y estuvo ensayando quites con el bastón. Después se puso a escribir a Enriqueta, su arreglito. La cosa era tranquilizarla, no fuera que cualquier indiscreto le diera un sofoco con una noticia de sopetón.

Cuando despertó en la butaca clareaba el día. Empezó a pasearse por la sala hasta que dieran las siete, hora convenida con el maestro de armas para continuar la lección.

Sus amigos fueron a buscarle a la sala de armas cuando más absorto estaba en un quite.

-Nada de esto -le dijeron-; la cosa se ha zanjado satisfactoriamente.

-Entre caballeros... -empezó a decir el otro.

«¡Pero si no usa tarjetas!...», pensó Anastasio.

-Una cumplida rectificación, una rectificación de honor, como lo deseabas. La traerá el próximo número de El Abejorro, el del domingo.

El maestro de armas le dio la mano diciéndole:

-Espero nos volvamos a ver. Un joven como usted, de la crema, no debe descuidar estas cosas. Usted muestra felices disposiciones y el manejo de las armas de la prudencia del fuerte, y a la vez hace que se nos respeté.

Anastasio le dio una fuerte propina y salió con sus dos amigos, que, sonriendo, le llevaron a una fotografía.

-Pero...

-Déjate hacer. Confiaste tu honor en nuestras manos.

*  *  *

El Abejorro del siguiente domingo alcanzó una venta tan nutrida como no la había alcanzado con la caricatura de Anastasio. En la primera plana publicaba en fotograbado un hermoso retrato de Anastasio en traje de mañana, una rectificación amplia, absoluta, completa, sin reservas.

Los lectores que no conocían a Anastasio cotejaron el retrato con la caricatura, mientras el satisfecho ofendido se prodigaba en traje de mañana por todos los paseos de la ciudad ducal.

Un redactor de El Abejorro fue a darle la enhorabuena, que la recibió con dignidad, oliendo la rosa, mientras se decía: «Hoy no te ríes».

-Aquí viene él -oyó que decían en un grupo.

Pero el mayor bromazo fue en el Arca. El suceso fue el regocijo de los socios, que armaron un banquete con sus borracheras y brindis, presidido por Anastasio, en holocausto al honor, del que se reían por dentro, gracias al portentoso Ambrosio, aunque por fuera fuesen sus más celosos sacerdotes.

El número rectificación de El Abejorro figuraba como centro de mesa. Anastasio no podía con su honor y con las copas que le hacían beber. Al cabo vino al suelo.

Desde entonces visitó con frecuencia la sala de armas.




ArribaAbajoAntolín S. Paparrigópulos

(Niebla, cap. XXIII, 1914)


Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. -o sea Sánchez- Paparrigópulos, que por entonces se dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en la vida.

Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dar a la patria días de gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos no sonaba aún entre los de aquella juventud bulliciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque poseía la verdadera cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a sí mismo, que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientemente preparado, se sintiera seguro en el suelo que pisaba.

Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente nacional y castiza.

La inteligencia de S. Paparrigópulos era clara, sobre todo clara, de una transparencia maravillosa, sin nebulosidades ni embolismos de ninguna especie. Pensaba en castellano neto, sin asomo alguno de hórridas brumas septentrionales ni dejos de decadentismos de bulevar parisiense, en limpio castellano, y así era como pensaba sólido y hondo, porque lo hacía con el alma del pueblo que lo sustentaba y a que debía su espíritu. Las nieblas hiperbóreas le parecían bien entre los bebedores de cerveza encabezada, pero no en esta clarísima España de esplendente cielo y de sano Valdepeñas enyesado. Su filosofía era la del malogrado Becerro de Bengoa, que después de llamar tío raro a Schopenhauer aseguraba que no se le habrían ocurrido a éste las cosas que se le ocurrieron, ni habría sido pesimista, de haber bebido Valdepeñas en vez de cerveza, y que decía también que la neurastenia proviene de meterse uno en lo que no le importa y que se cura con ensalada de burro.

Convencido S. Paparrigópulos de que en última instancia todo es forma, forma más o menos interior, el universo mismo un caleidoscopio de formas enchufadas las unas en las otras, y de que por la forma viven cuantas grandes obras salvan los siglos, trabajaba con el esmero de los maravillosos artífices del Renacimiento el lenguaje que había de revestir a sus futuros trabajos.

Había tenido la virtuosa fortaleza de resistir a todas las corrientes de sentimentalismo neorromántico y a esa moda asoladora por las cuestiones llamadas sociales. Convencido de que la cuestión social es insoluble aquí abajo, de que habrá siempre pobres y ricos y de que no puede esperarse más alivio que el que aporten la caridad de éstos y la resignación de aquéllos, apartaba su espíritu de disputas que a nada útil conducen y refugiábase en la purísima región del arte inmaculado, adonde no alcanza la broza de las pasiones y donde halla el hombre consolador refugio para las desilusiones de la vida. Abominaba, además, del estéril cosmopolitismo, que no hace sino sumir a los espíritus en ensueños de impotencia y en utopías enervadoras, y amaba a esta su idolatrada España, tan calumniada cuanto desconocida de no pocos de sus hijos; a esta España que le había de dar la materia prima de los trabajos sobre que fundaría su futura fama.

Dedicaba Paparrigópulos las poderosas energías de su espíritu a investigar la íntima vida pasada de nuestro pueblo, y era su labor tan abnegada como sólida. Aspiraba nada menos que a resucitar a los ojos de sus compatriotas nuestro pasado -es decir, el presente de sus bisabuelos-, y conocedor del engaño de cuantos lo intentaban a pura fantasía, buscaba y rebuscaba en todo género de viejas memorias para levantar sobre inconmovibles sillares el edificio de su erudita ciencia histórica. No había suceso pasado, por insignificante que pareciese, que no tuviera a sus ojos un precio inestimable.

Sabía que hay que aprender a ver el universo en una gota de agua, que con un hueso constituye el paleontólogo el animal entero y con un asa de puchero toda una vieja civilización el arqueólogo, sin desconocer tampoco que no debe mirarse a las estrellas con microscopio y con telescopio a un infusorio, como los humoristas acostumbran hacer para ver turbio. Mas aunque sabía que un asa de puchero bastaba al arqueólogo genial para reconstruir un arte enterrado en los limbos del olvido, como en su modestia no se tenía por genio, prefería dos asas a un asa sola -cuantas más asas, mejor- y prefería el puchero todo al asa sola.

«Todo lo que en extensión parece ganarse, piérdese en intensidad»; tal era su lema. Sabía Paparrigópulos que en un trabajo el más especificado, en la más concreta monografía puede verterse una filosofía entera, y creía, sobre todo, en las maravillas de la diferenciación del trabajo y en el enorme progreso aportado a las ciencias por la abnegada legión de los pincha-ranas, cazavocablos, barrunta-fechas y cuenta-gotas de toda laya.

Tentaban en especial su atención los más arduos y enrevesados problemas de nuestra historia literaria, tales como el de la patria de Prudencio, aunque últimamente, a consecuencia decíase de unas calabazas, se dedicaba al estudio de mujeres españolas de los pasados siglos.

En trabajos de índole al parecer insignificante era donde había que ver y admirar la agudeza, la sensatez, la perspicapia, la maravillosa intuición histórica y la penetración critica de S. Paparrigópulos. Había que ver sus cualidades así, aplicadas y en concreto, sobre lo vivo, y no en abstracta y pura teoría; había que verle en la suerte. Cada disertación de aquellas era todo un curso de lógica inductiva, un monumento tan maravilloso como la obra de Lionnet acerca de la oruga del sauce, y una muestra, sobre todo, de lo que es el austero amor a la santa Verdad. Huía de la ingeniosidad como de la peste y creía que sólo acostumbrándonos a respetar a la divina Verdad, aun en lo más pequeño, podremos rendirle el debido culto en lo grande.

Preparaba una edición popular de los apólogos de Calila y Dimna con una introducción acerca de la influencia de la literatura índica de la Edad Media española, y ojalá hubiese llegado a publicarla, porque su lectura habría apartado, de seguro, al pueblo de la taberna y de perniciosas doctrinas de imposibles redenciones económicas. Pero las dos obras magnas que proyectaba Paparrigópulos eran una historia de los escritores oscuros españoles, es decir, de aquellos que no figuran en las historias literarias corrientes o figuran sólo en rápida mención por la supuesta insignificancia de sus obras, corrigiendo así la injusticia de los tiempos, injusticia que tanto deploraba y aun temía, y era otra su obra acerca de aquellos cuyas obras se han perdido sin que nos quede más que la mención de sus nombres y a lo sumo la de los títulos de las que escribieron. Y estaba a punto de acometer la historia de aquellos otros que habiendo pensado escribir no llegaron a hacerlo.

Para el mejor logro de sus empresas, una vez nutrido del sustancioso meollo de nuestra literatura nacional, se había bañado en las extranjeras, y como esto se le hacía penoso, pues era torpe para lenguas extranjeras y su aprendizaje exige tiempo que para más altos estudios necesitaba, recurrió a un notable expediente, aprendido de su ilustre maestro. Y era que leía las principales obras de crítica e historia literaria que en el extranjero se publicaran, siempre que las hallase en francés, y una vez que había cogido la opinión media de los críticos más reputados, respecto a éste o aquel autor, hojeábalo en un periquete para cumplir con su conciencia y quedar libre para rehacer juicios ajenos sin mengua de su escrupulosa integridad de crítico.

Vese, pues, que no era S. Paparrigópulos uno de esos jóvenes espíritus vagabundos y erráticos que se pasean sin rumbo fijo por los dominios del pensamiento y de la fantasía, lanzando acaso acá y allá tal cual fugitivo chispazo. No. Sus tendencias eran rigurosa y sólidamente itinerarias; era de los que van a alguna parte. Si en sus estudios no habría de aparecer nada saliente, deberíase a que en ellos todo era cima, siendo a modo de meseta, trasunto fiel de las vastas y soleadas llanuras castellanas donde ondea la mies dorada y sustanciosa.

¡Así diera la Providencia a España muchos Antolines Sánchez Paparrigópulos! Con ellos, haciéndonos todos dueños de nuestro tradicional peculio, podríamos sacarle pingües rendimientos. Paparrigópulos aspiraba -y aspira, pues aún vive y sigue preparando sus trabajos- a introducir la reja de su arado crítico, aunque sólo sea un centímetro más que los aradores que le habían precedido en su campo, para que la mies crezca, merced a nuevos jugos, más lozana, y ganen mejor las espigas y la harina sea más rica y comamos los españoles mejor pan espiritual y más barato.

Hemos dicho que Paparrigópulos sigue trabajando y preparando sus trabajos para darlos a luz. Y así es. Augusto había tenido noticia de los estudios de mujeres a que se dedicaba por comunes amigos de uno y de otro, pero no había publicado nada ni lo ha publicado todavía.

No faltan otros eruditos que con la característica caridad de la especie, habiendo vislumbrado a Paparrigópulos y envidiosos de antemano de la fama que prevén le espera, tratan de empequeñecerle. Tal hay que dice de Paparrigópulos que, como el zorro, borra con el jopo sus propias huellas, dando luego vueltas y más vueltas por otros derroteros para despistar al cazador y que no sepa por dónde fue a atrapar a la gallina, cuando si de algo peca es de dejar en pie los andamios, una vez acabada la torre, impidiendo así que se admire y vea bien ésta. Otro le llama desdeñosamente cocinador, como si el de cocinar no fuese arte supremo. El de más allá le acusa, va de traducir, ya de arreglar ideas tomadas del extranjero, olvidando que al revestirlas Paparrigópulos en tan neto, castizo y transparente castellano como es el suyo, las hace castellanas y por ende propias, no de otro modo que hizo el padre Isla propio el Gil Blas de Lesage. Alguno le moteja de su principal apoyo en su honda fe en la ignorancia ambiente, desconociendo el que así le juzga que la fe es trasportadora de montañas. Pero la suprema injusticia de estos y otros rencorosos juicios de gentes a quienes Paparrigópulos ningún mal ha hecho, su injusticia notoria, se verá bien clara con sólo tener en cuenta que todavía no ha dado Paparrigópulos nada a luz y que todos los que le muerden los zancajos hablan de oídas y por no callar.

No se puede, en fin, escribir de este erudito singular sino con reposada serenidad y sin efectismos nivolescos de ninguna clase.

En este hombre, quiero decir, en este erudito, pues, pensó Augusto, sabedor de que se dedicaba a estudios de mujeres, claro está que en los libros, que es tratándose de ellas lo menos expuesto, y de mujeres de pasados siglos, que son también mucho menos expuestas para quien las estudia que las mujeres de hoy.

A este Antolín, erudito solitario por timidez de dirigirse a las mujeres en la vida y para vengarse de su timidez las estudiaba en los libros, fue a quien acudió a ver Augusto para de él aconsejarse.

No bien le hubo expuesto su propósito prorrumpió el erudito:

-¡Ay, pobre señor Pérez, cómo le compadezco a usted! ¿Quiere estudiar a la mujer? Tarea le mando...

-Como usted la estudia...

-Hay que sacrificarse. El estudio, y estudio oscuro, paciente, silencioso, es mi razón de ser en la vida. Pero yo, ya lo sabe usted, soy un modesto, modestísimo obrero del pensamiento, que acopio y ordeno materiales para que otros que vengan detrás de mí sepan aprovecharlos. La obra humana es colectiva; nada que no sea colectivo no es ni sólido ni durable...

-¿Y las obras de los grandes genios? La Divina Comedia, la Eneida, una tragedia de Shakespeare, un cuadro de Velázquez...

-Todo eso es colectivo, mucho más colectivo de lo que se cree. La Divina Comedia, por ejemplo, fue preparada por toda una serie...

-Sí, ya sé eso.

-Y respecto a Velázquez..., a propósito, ¿conoce usted el libro de Justi sobre él?

Para Antolín, el principal, el único valor de las grandes obras maestras del ingenio humano, consiste en haber provocado un libro de crítica o de comentario; los grandes artistas, poetas, pintores, místicos, historiadores, filósofos, han nacido para que un erudito haga su biografía y un crítico comente sus obras, y una frase cualquiera de un gran escritor directo no adquiere valor hasta que un erudito no la repite y cita la obra, la edición y la página en que la expuso. Y todo aquello de la solidaridad del trabajo colectivo no era más que envidia e impotencia. Pertenecía a la clase de esos comentadores de Homero que si Homero mismo redivivo entrase en su oficina cantando le echarían a empellones porque les estorbaba el trabajar sobre los textos muertos de sus obras y buscar un apax cualquiera en ellas.

-Pero bien, ¿qué opina usted de la psicología femenina? -le preguntó Augusto.

-Una pregunta así, tan vaga, tan genérica, tan en abstracto, no tiene sentido preciso para un modesto investigador como yo, amigo Pérez, para un hombre que no siendo genio, ni deseando serlo...

-¿Ni deseando?

-Sí, ni deseando. Es mal oficio. Pues bien, esa pregunta carece de sentido preciso para mí. El contestarla exigiría...

-Sí, vamos, como aquel otro cofrade de usted que escribió un libro sobre psicología del pueblo español y siendo, al parecer, español él y viviendo entre españoles, no se le ocurrió sino decir que éste dice esto y aquél aquello otro y hacer una bibliografía.

-¡Ah, la bibliografía! Sí, ya sé...

-No, no siga usted, amigo Paparrigópulos, y dígame lo más concretamente que sepa y pueda qué le parece la psicología femenina.

-Habría que empezar por plantear una primera cuestión y es la de si la mujer tiene alma.

-¡Hombre!

-¡Ah!, no sirve desecharla así, tan en absoluto...

«¿La tendrá él?», pensó Augusto, y luego:

-Bueno, pues de lo que en las mujeres hace las veces de alma... ¿qué cree usted?

-¿Me promete usted, amigo Pérez, guardarme el secreto de lo que voy a decir?... Aunque no, no, usted no es erudito.

-¿Qué quiere usted decir con eso?

-Que usted no es uno de esos que están a robarle a uno lo último que le hayan oído y darlo como suyo...

-Pero ¿esas tenemos?...

-Ay, amigo Pérez, el erudito es por naturaleza un ladronzuelo; se lo digo a usted yo, yo, yo que lo soy. Los eruditos andamos a quitarnos unos a otros las pequeñas cositas que averiguamos y a impedir que otro se nos adelante.

-Se comprende: el que tiene almacén guarda su género con más celo que el que tiene fábrica; hay que guardar el agua del pozo, no la del manantial.

-Puede ser. Pues bien, si usted, que no es erudito, me promete guardarme el secreto hasta que yo lo revele, le diré que he encontrado en un oscuro y casi desconocido escritor holandés del siglo XVII una interesantísima teoría respecto al alma de la mujer...

-Veámosla.

-Dice ese escritor, y lo dice en latín, que así como cada hombre tiene su alma, las mujeres todas no tienen sino una sola y misma alma, un alma colectiva, algo así como el entendimiento agente de Averroes, repartida entre todas ellas. Y añade que las diferencias que se observan en el modo de sentir, pensar y querer de cada mujer provienen no más que de las diferencias del cuerpo, debidas a raza, clima, alimentación, etc., y que por eso son tan insignificantes. Las mujeres, dice ese escritor, se parecen entre sí mucho más que los hombres y es porque todas son una sola y misma mujer...

-Ve ahí por qué, amigo Paparrigópulos, así que me enamoré de una me sentí en seguida enamorado de todas las demás.

-¡Claro está! Y añade ese interesantísimo y casi desconocido ginecólogo que la mujer tiene mucho más individualismo, pero mucha menos personalidad que el hombre; cada una de ellas se siente más allá, más individual, que cada hombre, pero con menos contenido.

-Sí, sí, creo entrever lo que sea.

-Y por eso, amigo Pérez, lo mismo da que estudie usted a una mujer o a varias. La cuestión es ahondar en aquélla a cuyo estudio usted se dedique.

-Y ¿no sería mejor tomar dos o más para poder hacer el estudio comparativo? Porque ya sabe usted que ahora se lleva mucho esto de lo comparativo...

-En efecto, la ciencia es comparación; mas en punto a mujeres no es menester comparar. Quien conozca una, una sola bien, las conoce todas, conoce a la Mujer. Además, ya sabe usted que todo lo que se gana en extensión se pierde en intensidad.

-En efecto, y yo deseo dedicarme al cultivo intensivo y no al extensivo de la mujer. Pero dos por lo menos..., por lo menos dos...

-¡No, dos no! ¡De ninguna manera! De no contentarse con una, que yo creo es lo mejor y es bastante tarea, por lo menos tres... La dualidad no cierra.

-¿Cómo que no cierra la dualidad?

-Claro está. Con dos líneas no se cierra espacio. El más sencillo polígono es el triángulo. Por lo menos tres.

-Pero el triángulo carece de profundidad. El más sencillo poliedro es el tetraedro; de modo que por lo menos cuatro.

-Pero dos no, ¡nunca! De pasar de una, por lo menos tres. Pero ahonde usted en una.

-Tal es mi propósito.




ArribaAbajoDon Eloíno R. de Alburquerque

(Niebla, cap. XVII, 1914)


-¿Te acuerdas Augusto -le decía Víctor-, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro?

-¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito?

-El mismo. Pues bien..., ¡se ha casado!

-¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!

-Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y ve tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo de Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.

-Tal vida ha llevado.

-Pues el pobre padece una afección cardíaca de la que no puede recobrarse. Sus días están contados. Acaba de salir de un achuchón gravísimo, que le ha puesto a las puertas de la muerte, y le ha llevado al matrimonio, pero a otro... revienta. Es el caso que el pobre andaba de casa en casa de huéspedes y de todas partes tenía que salir, porque por cuatro pesetas no pueden pedirse gollerías ni candingas en mojo de gato, y él era muy exigente. Y no del todo limpio. Y así, rodando de casa en casa, fue a dar a la de una venerable patrona, ya entrada en años, mayor que él, que, como sabes, más cerca anda de los setenta que de los cincuenta, y viuda dos veces; la primera de un carpintero que se suicidó tirándose de un andamio a la calle, y a quien recuerda a menudo como su Rogelio, y la segunda, de un sargento de carabineros que le dejó al morir un capitalito que le da una peseta al día. Y hete aquí que hallándose en casa de esta señora viuda da mi don Eloíno en ponerse malo, muy malo, tan malo que la cosa parecía sin remedio y que se moría. Llamaron primero a que le viera don José, y luego don Valentín. Y el hombre, ¡a morir! Y su enfermedad pedía tantos y tales cuidados, y a las veces no del todo aseados, que monopolizaban a la patrona, y los otros huéspedes empezaban ya a amenazar con marcharse. Y don Eloíno, que no podía pagar mucho más, y la doble viuda diciéndole que no podía tenerle más en su casa, pues le estaba perjudicando el negocio. «Pero ¡por Dios, señora, por caridad! -parece que le decía él-. ¿Adónde voy yo en este estado, en qué otra casa van a recibirme? Si usted me echa tendré que ir a morirme al hospital... ¡Por Dios, por caridad! ¡Para los días que he de vivir!...». Porque él estaba convencido de que se moría y muy pronto. Pero ella, por su parte, lo que es natural, que su casa no era hospital, que vivía de su negocio y que se estaba ya perjudicando. Cuando en esto a uno de los compañeros de oficina de don Eloíno se le ocurre una idea salvadora, y fue que le dijo: «Usted no tiene, don Eloíno sino un medio de que esta buena señora se avenga a tenerle en su casa mientras viva». «¿Cuál?», preguntó él. «Primero -le dijo el amigo- sepamos lo que usted se cree de su enfermedad». «¡Ah!, pues yo que he de durar poco, muy poco, acaso no lleguen a verme con vida mis hermanos». «¿Tan mal se cree usted?». «Me siento morir...». «Pues si así es, le queda un medio de conseguir que esta buena mujer no le ponga de patitas en la calle obligándole a irse al hospital». «¿Y cuál es?». «Casarse con ella». «¿Casarme con ella?, ¿con la patrona? ¿Quién, yo? ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro! ¡Hombre, no estoy para bromas!». Y parece que la ocurrencia le hizo un efecto tal que a poco se queda en ella

-Y no es para menos.

-Pero el amigo, así que él se repuso de la primera sorpresa, le hizo ver que casándose con la patrona le dejaba trece duros mensuales de viudedad, que de otro modo no aprovecharía nadie y se irían al Estado. Ya ves tú...

-Sí, sé de más de uno, amigo Víctor, que se ha casado nada más que para que el Estado no se ahorrase una viudedad. ¡Eso es civismo!

-Pero si don Eloíno rechazó tan indignado tal proposición, figúrate lo que diría la patrona: «¿Yo? ¿Casarme yo, a mis años, y por tercera vez, con ese carcamal? ¡Qué asco!». Pero se informó del médico, le aseguraron que no le quedaban a don Eloíno sino muy pocos días de vida, y diciendo: «La verdad es que trece duros al mes me arreglan», acabó aceptándolo. Y entonces se le llamó al párroco, al bueno de don Matías, varón apostólico, como sabes, para que acabase de convencer al deshauciado. «Sí, sí, sí -dijo don Matías-; ¡sí, pobrecito!, ¡pobrecito!». Y le convenció. Llamó luego don Eloíno a Correíta, y dicen que le dijo que quería reconciliarse con él -estaban reñidos-, y fuese testigo de su boda. «Pero ¿se casa usted, don Eloíno?». «Sí, Correíta, sí, ¡me caso con la patrona!, con doña Sinfo! ¡Yo, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, figúrate! Yo porque me cuide los pocos días de vida que me quedan... No sé si llegarán mis hermanos a tiempo de verme vivo..., y ella por los trece duros de viudedad que le dejo». Y cuentan que cuando Correíta se fue a su casa y se lo contó, como es natural a su mujer, a Emilia, ésta exclamó: «Pero ¡tú eres un majadero, Pepe! ¿Por qué no le dijiste -que se casase con Encarna- Encarnación es una criada, ni joven, ni guapa, que llevó Emilia como de dote a su matrimonio-, que le habría cuidado por los trece duros de viudedad tan bien como esta tía?». Y es fama que la Encarna añadió: «Tiene usted razón, señorita; también yo me hubiera casado con él y le habría cuidado lo que viviese, que no será mucho, por trece duros».

-Pero todo eso, Víctor, parece inventado.

-Pues no lo es. Hay cosas que no se inventan. Y aún falta lo mejor. Y me contaba don Valentín, que es después de don José quien ha estado tratando a don Eloíno, que al ir un día a verle y encontrarse con don Matías revestido, creyó que era para darle la Extremaunción al enfermo, y le dicen que estaba casándole. Y al volver más tarde le acompañó hasta la puerta la recién casada patrona, ¡por tercera vez!, y con voz compungida y ansiosa le preguntaba: «Pero, diga usted, don Valentín, ¿vivirá?, ¿vivirá todavía? «No señora, no; es cuestión de días...». «Se morirá pronto, ¿eh?». «Sí, muy pronto». «Pero ¿de veras se morirá?».

-¡Qué enormidad!

-Y no es todo. Don Valentín ordenó que no se le diese al enfermo más que leche, y de ésta poquita cada vez, pero doña Sinfo decía al otro huésped: «¡Quiá! ¡Yo le doy de todo lo que pida! ¡A qué quitarle sus gustos si ha de vivir tan poco!...». Y luego ordenó que le diese unas ayudas, y ella decía: «¿Unas ayudas? ¡Uf, qué asco! ¿A este tío carcamal? ¡Yo no, yo no! ¡Si hubiese sido a alguno de los otros dos, a los que quería, con los que me casé por mi gusto! Pero ¿a éste?, ¿unas ayudas?, ¿yo? ¡Cómo no...!».

-¡Todo esto es fantástico!

-No, es histórico. Y llegaron unos hermanos de don Eloíno, hermano y hermana, y él decía abrumado por la desgracia: «¡Casarse mi hermano, mi hermano, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, con la patrona de la calle de Pellejeros! ¡Mi hermano, hijo de un presidente que fue de la Audiencia de Zaragoza, de Za-ra-go-za, con una... doña Sinfo!». Estaba aterrado. Y la viuda del suicida y recién casada con el desahuciado se decía: «Y ahora verá usted, como si lo viera, ¡con esto de que somos cuñados se irán sin pagarme el pupilaje, cuando yo vivo de esto!». Y parece que le pagaron, sí, el pupilaje, y se lo pagó el marido, pero se llevaron un bastón de puño de oro que él tenía.

-¿Y murió?

-Sí, bastante después. Mejoró, mejoró bastante. Y ella, la patrona, decía: «De esto tiene la culpa ese don Valentín, que le ha entendido la enfermedad... Mejor era el otro, don José, que no se la entendía. Si sólo le hubiese tratado él, ya estaría muerto, y no que ahora me va a fastidiar. Ella, doña Sinfo, tiene, además de los hijos del primer marido, una hija del segundo, del carabinero, y a poco de haberse casado le decía don Eloíno: «Ven, ven acá, que te dé un beso, que ya soy tu padre; eres hija mía...». «Hija, no -decía la madre-, ¡ahijada!». «¡Hijastra, señora, hijastra! Ven acá... Os dejo bien...». Y es fama que la madre refunfuñaba: «¡Y el sinvergüenza no lo hacía más que para sobarla!... ¡Habrase visto!». Y luego vino, como es natural, la ruptura. «Esto fue un engaño, nada más que un engaño, don Eloíno, porque si me casé con usted fue porque me aseguraron que usted se moría y muy pronto, que si no..., ¡pa chasco! Me han engañado, me han engañado». «También a mí me han engañado, señora. ¿Y qué quería usted que hubiese yo hecho? ¿Morirme por darle gusto?». «Eso era lo convenido». «Ya me moriré, señora, ya me moriré... y antes que quisiera... ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro!».

Y riñeron por cuestión de unos cuartos más o menos de pupilaje, y acabó ella por echarlo de casa: «¡Adiós, don Eloíno, que le vaya a usted muy bien». «Quede usted con Dios, doña Sinfo». Y al fin ha muerto el tercer marido de esta señora dejándole 2,15 pesetas diarias, y además le han dado 500 para lutos. A lo más le ha sacado un par de misas, por remordimiento y por gratitud a los trece duros de viudedad.

-Pero ¡qué cosas, Dios mío!

-Cosas que no se inventan, que no es posible inventar. Ahora estoy recogiendo más datos de esta tragicomedia, de esta farsa fúnebre. Pensé primero hacer de ello un sainete; pero considerándolo mejor he decidido meterlo de cualquier manera, como Cervantes metió en su Quijote, aquellas novelas que en él figuran, en una novela que estoy escribiendo para desquitarme de los quebraderos de cabeza que me da el embarazo de mi mujer.