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ArribaAbajoDon Catalino, hombre sabio

(La Esfera, Madrid, 24-VII-1915)


Fui a ver a don Catalino. Recordarán ustedes que don Catalino es todo un sabio; esto es, un tonto, tan sabio que no ha sabido nunca divertirse y no más que por incapacidad de ello. Lo que no quiere decir que don Catalino no se ría: don Catalino se ríe a mandíbula batiente, pero hay que ver de qué cosas se ríe don Catalino. ¡La risa de don Catalino es digna de un héroe de una novela de Julio Verne! Y no diría yo que don Catalino no le encuentre divertido y hasta jocoso, amén de instructivo, ¡por supuesto!, al tal Julio Verne, delicia de cuando teníamos trece años, don Catalino es, como ven ustedes, un niño grande, pero sabio, esto es, tonto.

Don Catalino cree, naturalmente, en la superioridad de la filosofía sobre la poesía, sin habérsele ocurrido la duda -don Catalino no duda sino profesionalmente, por método-, de si la filosofía no será más que poesía echada a perder, y cree en la superioridad de la ciencia sobre el arte. De las artes prefiere la música, pero es porque dice que es una rama de la acústica, y que la armonía, el contrapunto y la orquestación tienen una base matemática. Inútil decir que don Catalino estima que el juego del ajedrez es el más noble de los juegos, porque desarrolla altas funciones intelectuales. También le gusta el billar, por los problemas de mecánica que en él se ofrecen.

Un amigo mío, y suyo, dice que don Catalino es anestético y anestésico. Pero anestésicos son casi todos los sabios. Al cuarto de hora de estar uno hablando con ellos se queda como acorchado y en disposición de que le arranquen, sin dolor alguno, el corazón.

Don Catalino cree en la organización, en la disciplina y en la técnica, y es feliz. Tan feliz como un perro de aguas, que le acompaña en sus excursiones científicas. Al cual perro de aguas le ha enseñado, para divertirse, a andar en dos patas y a saltar por un aro. Por donde se ve que no estuve del todo justo al decir que don Catalino no sabe divertirse. Aunque hay quien dice que no es por diversión, sino por experimentación, por lo que don Catalino, perfecto mamífero vertical -que es la mejor definición del homo sapiens de Linneo-, ha enseñado a su perro a verticalizarse, a humanizarse.

Además, don Catalino le ha enseñado a un loro que tiene a decir: «Dos más tres, cinco»; y si no le ha enseñado (a+b)2 = a2+2ab + b2, o el principio de Arquímides -«Todo cuerpo sumergido en un líquido», etc.-, es porque esto resultaba demasiado largo para un loro. Y don Catalino se empeña que es mejor para el loro el que aprenda eso de «dos más tres, cinco», que no Torito real, para España y para Portugal», u otra variedad por el estilo. Vaciedad, así la llamaba él. Y no pude convencerle de que en boca del loro tan vaciedad es «el dos más tres, cinco», o un axioma cualquiera.

-No -me decía don Catalino-, ya que los loros hablan, que enuncien verdades científicas.

-Pero, venga usted acá, don Catalino de mis pecados -le dije-; dejando a un lado eso de verdades científicas, como si no bastase que fueran verdades a secas, ¿usted cree que un axioma o el principio más comprobado es, en boca del loro, verdad? Ni es verdad, ni es nada más que una frase.

-La verdad es algo objetivo, independiente de la intención y del estado de conciencia de quien la enuncia.

Y don Catalino se disponía a desarrollar este luminoso apotegma y a demostrármelo por a más b, cuando me puse en salvo. Porque don Catalino, sabio anestético y anestésico, es más objetivo todavía que las verdades científicas que enuncia. Y no hay nada que me desespere más que un hombre objetivo.

Inútil decir que a don Catalino se le conoce mucho más y mejor en Alemania que en esta su ingrata patria. Como que yo creo que aquí se empezará a conocerle cuando se traduzca su gran obra de la última traducción alemana. Don Catalino está en correspondencia con los grandes espadas extranjeros de la especialidad que cultiva, con los don Catalinos de Europa. De Europa como unidad intelectual, por supuesto.

Don Catalino se lamenta de nuestra ligereza, de nuestro exceso de imaginación. Esto del exceso de imaginación, que es una manía de don Catalino, es una manera de decir, porque nuestro sabio, hablando de imaginación, es como un buey mugiendo amor. Un día le encontré apenado y casi indignado. Yendo de viaje, en un momento de distracción tentadora, se le ocurrió leer una crónica de Julio Camba, y luego me decía: «¡Esto no es serio... esto no es serio!».

-¿Y qué es lo serio, don Catalino? -le pregunté.

-Bueno, dejémonos de paradojas -me contestó-. Esto que yo le digo a usted, amigo don Miguel, es que, a título de humorismo y por hacer reír a las gentes, se produce un lamentable espíritu de irreverencia hacia la Ciencia...

No se descubrió al pronunciar la palabra Ciencia -y la pronunció así, con letra mayúscula-, pero es porque estaba ya descubierto. Yo volví a ponerme en salvo, de miedo de que intentara demostrarme que es pernicioso para un pueblo el espíritu de irreverencia para con la Ciencia y sus abnegados cultivadores.

Como se ve, cada vez que me pongo a tiro de don Catalino acabo por escaparme, buscando ponerme en salvo.

Y es que temo que acabe por convencerme de algo, que sería para mí lo más terrible que pudiera sucederme.

Fui, pues, como dije, a ver a don Catalino. Quería conocer su opinión respecto a esta guerra. Es decir respecto a la guerra precisamente, no, sino respecto a los zeppelines, a los submarinos, a los morteros del 42 y a los gases asfixiantes. Esperaba oírle cosas regocijantes y peregrinas sobre esos grandes inventos de la ciencia aplicada. Pero apenas me tuvo don Catalino a tiro me espetó a boca de jarro este epifonema:

-Hombre, me alegra verle a usted, para decirle que cada vez le comprendo a usted menos.

-¡Tanto honor!... -exclamé.

-¿Cómo honor?

-Honor, sí. El no ser comprendido por un sabio, y por un sabio como usted, don Catalino, es uno de los más grandes honores.

-Pues, no le comprendo...

-Yo sí comprendo que usted no lo comprenda. Porque ustedes los sabios estudian las cosas, pero no a los hombres...

-Hombre, hombre, amigo don Miguel... Hay antropólogos, es decir, sabios que se dedican a estudiar al hombre...

-Sí, pero como cosa, no como hombre.

-Y psicólogos...

-Sí, que estudian también el alma objetivamente, como una cosa...

-¡Ah! -exclamó-, ¡usted es partidario, sin duda, de la introspección! Pues verá usted...

-No, no veré nada -le dije aterrado-, me acuerdo de repente que tengo una cita. Volveré otro día...

Y me escapé una vez más. Fuime a casa a leer un poeta cualquiera, el menos científico, forzosamente convencido de aquella verdad de que si el poeta es loco, el sabio, en cambio, es tonto de capirote. Y entre oír los graciosos embustes de un loco o las ramplonas verdades científicas de un tonto, no cabe duda alguna. Me divierten más las aventuras de Belerofonte o la leyenda de Edipo, que no el binomio de Newton. Y en cuanto a utilidad, como al fin y al cabo se ha de morir uno... La cuestión es pasar la vida divertido. Y aunque me divierto con don Catalino, puedo asegurarles a ustedes que don Catalino no me divierte. No pasa de ser para mí una rara estética; quiero decir, un sujeto para bromas de mal género, como con esta semblanza pretendo darle ¡Porque cuando la lea!...




ArribaAbajoDon Bernardino y doña Etelvina

(Mercurio, Nueva Orleans, EE. UU., marzo de 1916)


Era don Bernardino, aunque soltero, un eminente sociólogo, ya con lo cual queda dicho todo cuanto esencial respecto a él se puede decir. Mas dentro de la sociología la especialidad de nuestro soltero era el feminismo, y es claro, merced a ello, no tenía partido alguno entre las muchachas casaderas. Huían todas de aquel hombre que no iba sino a hablarles de sus derechos. Está visto que un feminista no sirve para conquistador porque cuando una mujer le oye a un hombre hablarle de la emancipación femenina, se dice al punto: «¡Aquí hay trampa!, ¿para qué querrá éste emanciparnos?

Así es que el pobre don Bernardino, a pesar de su sociología -presunta fuente de resignación-, se desesperaba; mas sin perder su fe en la mujer, o más bien en el feminismo. Y lo que más le dolía era ni poder lograr siquiera que las muchachas le llamasen Bernardino a secas. ¡No, había de ser don!, suponíale el don la sociología, ciencia grave si las hay. Era autor de varias obras de varia doctrina y en el membrete de los pliegos de papel para sus cartas hizo grabar esto:


Bernardino Bernárdez,
abogado y sociólogo
autor de «La emancipación de la mujer».



Lo sustantífico del membrete estaba en la conjunción y: no «abogado sociólogo» o «sociólogo abogado» -o si se quiere «abogado sociológico» o «sociológico abogadesco»-, sino abogado y sociólogo. Y en pliegos con ese tan bien estudiado membrete escribía sus declaraciones amorosas, invitando a alguna doncella, sobre todo si era rica heredera, a que se desemancipara haciéndose de él. Pero el pobrecito no lograba que le hiciesen caso aquellas a quienes se dirigía con tan honestos fines sociológicos, como no fuese para hacerle blanco de sus burlas. «Tan pésima educación le hemos dado -se decía- que la mujer es, como el niño, un ser esencialmente burlón». Cierto es que puso en él ojos de codicia una joven feminista, y por lo tanto socióloga, pero resultó ser ella, la pobrecita, pobre, fea y tonta. Y no era bastante la comunión de ideales para unirlos en más estrecho nudo, según don Bernardino creía. Aparte de que el sociólogo prefería para mujer propia una no feminista, a la que tuviere que convertir a su doctrina, pues así no se les acabarían tan pronto los motivos de conversación y hasta de discordia conyugales, tan necesaria esta segunda para preparar dulces reconciliaciones en el matrimonio.

Y era lo más triste que con estos desengaños y desventuras corría grave riesgo la fe de don Bernardino en la futura emancipación de la mujer. Aquel desdén que las muchachas casaderas le dedicaban habría bastado para quebrantar las convicciones feministas de otro que no fuese don Bernardino. Pero él sabía bien que la emancipación de la mujer hay que hacerla contra las preocupaciones de las mujeres mismas y que todo redentor ha de salir crucificado por aquellos mismos a quienes acude a redimir. «Además -se decía sociológicamente don Bernardino- la mujer es ingrata, pero no por naturaleza, sino por arte, en vicio de la detestable educación que le ha impreso nuestra cultura masculina, y hay que desavezarla de esa ingratitud. ¡Y acaso la soltería sea el principio de mi labor rescatadora!».

Mas he aquí que empezó a servirle de consuelo y de distracción a nuestro sociólogo feminista, en medio de las amarguras de su apostolado, el conocimiento de los escritos de una singular dama futurista, doña Etelvina López. La cual defendía ardientemente el masculinismo, tronando contra la mujer, cuya inferioridad le parecía evidente. Contra la mujer ordinaria y común, de tipo medio, por supuesto, que en cuanto a ella misma no le cabía duda de estar fuera de la órbita de su propio sexo. «Soy mujer por equivocación -solía decir- y reniego de serlo».

Don Bernardino empezó escandalizándose de las doctrinas de la futurista y masculinista doña Etelvina, pero acabó sospechando que hubiese un último consorcio oculto entre el feminismo masculino y el masculinismo femenino, y creyó adivinar bajo las invectivas de aquella escritora contra su propio sexo el dejo de una amargura melliza de aquella otra que celaban sus propias defensas de la igualdad, si es que no superioridad, del ingrato sexo femenino sobre el masculino. Y por su parte doña Etelvina, la masculinista, admiraba a don Bernardino, cuyas doctrinas rebatía de continuo, citando, entre ardorosos encomios, pasajes de las obras de nuestro desconsolado soltero. «Mi eminente adversario»: es como solía llamarle. «Si el sexo fuera yo -solía decir doña Etelvina-, si todas las demás mujeres fuesen como yo, la mujer que por equivocación soy, acaso las generosas y nobles aunque equivocadas doctrinas de don Bernardino estuviesen en su punto de verdad, pero siendo como son, por desgracia y hado, en el mujerío lo único acertado es mi masculinismo, las mujeres no merecen emancipación».

Y se puso a escribir doña Etelvina un libro titulado La emancipación del hombre -contraprueba de otro de don Bernardino titulado La emancipación de la mujer-, en el que sostenía la dama futurista y masculinista que el hombre no se emanciparía mientras no se sacudiera de las cadenas de su culto a la mujer. «Si las demás mujeres quieren ser ídolos -decía en su libro- buena pro les haga. El hombre convierte los arados en ídolos en vez de hacer de los ídolos arados. Yo quiero ser arado y que no se me rinda culto, sino que se me maneje para arar bien la tierra común».

Cuando don Bernardino leyó la obra de doña Etelvina sintió que una súbita lumbre le alumbraba los senos más recónditos de su conciencia feminista. Empezaron discutiéndose uno a otro las doctrinas en medio de grandes elogios recíprocos, siguieron entablando una larga y tirada correspondencia epistolar mutua, cambiáronse luego los retratos, se dedicaron uno a otro sendas obras y al cabo acordaron tener una entrevista personal cuerpo a cuerpo. A todo lo cual él frisaba en los cincuenta y en los cuarenta ella, y sin esperanza alguna de rejuvenecimiento.

Celebraron la entrevista, pero no nació de ella, contra lo que acaso deseaban y aun esperaban, sentimiento otro que el de un mayor respeto mutuo a sus sendos y contrapuestos ideales sociológicos. Salió don Bernardino admirando aun más el saber y la audacia intelectual de la masculinista doña Etelvina y salió ésta más asombrada aun de la ciencia sociológica del gran feminista, pero ni uno ni otro sintieron otra más honda inclinación, de esas en que toma la carne perecedera su parte. Acaso al ir a entrevistarse mantuvieron el presentimiento de que aquello acabaría en matrimonio, pero luego sintiéronse muy fríos a tal respecto.

Mas como quiera que los discípulos y discípulas, admiradores y admiradoras de uno y de otra, y con ellas sus adversarios y adversarias, despreciadores y despreciadoras, contaran como cosa segura que aquella entrevista que pronto se hizo pública acabaría en boda, encontráronse ambos sociólogos, macho y hembra, en singularísima situación frente a la conciencia pública. ¿Cómo resolver, pues, este conflicto que sin duda lo era? Mediante un matrimonio intelectual, castísimo y purísimo, y muy fecundo a la vez para la sociología, mediante una colaboración en una obra común, que aparecería bajo el nombre de ambos, y en que se trataría de hacer la síntesis de las opuestas doctrinas, del feminismo masculino de don Bernardino y el masculinismo femenino de doña Etelvina, pues habían descubierto que había una región sublime, sexual, en que ambos ideales se reducían a uno solo.

Llegó la colaboración a ser tan estrecha y a exigir una tal convivencia entre ellos que acordaron irse a vivir juntos, mas sin casarse y manteniéndose carnalmente apartado el uno del otro, conservando doña Etelvina, masculinista, su inmaculada virginidad corporal, pero conviviendo ambos para poder colaborar y consumar mejor, mediante diarios coloquios, sus respectivos esfuerzos mentales. Fue, pues, una especie de boda de ideales, un matrimonio intelectual entre el feminismo masculino que don Bernardino profesaba y el masculinismo femenino profesado por doña Etelvina, ayudando al espiritual conyugio la misma aparente oposición de las respectivas doctrinas que trataban de fundir en una síntesis superior.

El gentío intelectual murmuraba de aquélla, a su malicia, sospechosa convivencia, pero don Bernardino como doña Etelvina ponían sus corazones muy por encima del fango de la maledicencia intelectualística y sabían afrontar impávidos el qué dirán. No sin que éste influyese, como gran galeoto en ellos, pero muy de otra manera que lo hubiesen sospechado. Porque el caso fue que tanto el uno como la otra empezaron, por virtud de aquella convivencia, a sentirse desasosegados y como si a él le hiciese falta mujer y a ella hombre, pero, por otra parte, repeliéndose mutuamente. El común trabajo intelectual yacía abandonado y como en barbecho, pasándoseles días y hasta semanas y meses en que no ponían en él atención ni hablaban de él siquiera. Las ausencias del hogar común, del hogar intelectual, eran cada vez más frecuentes y largas. Y a la par se iba cumpliendo, no la obra de síntesis, sino la de disolución de sus respectivos ideales, pues cada vez se sentía menos feminista don Bernardino y menos masculinista doña Etelvina. Reconocía ya ésta que la idolatría del hombre por la mujer tiene su fundamento y que no es tan molesto el papel de ídolo como antaño le pareciera, y reconocía don Bernardino que la mujer no es tan ingrata como él supusiera y que no hace falta emanciparla, pues ya se da ella maña para dominar al hombre, su dominador.

Algo extraño, muy extraño, ocurría en el hogar intelectual de aquel extraño conyugio. Hasta que un día, no supieron ni el uno ni la otra cómo, pero ello fue que llegaron a una confesión mutua. Y resultó que ambos estaban seriamente comprometidos, pero no el uno con la otra, ni ésta con él. Los dos habían buscado sus sendos complementos afectivos, y aun algo más que afectivos, fuera de la colaboración intelectual. Se abrieron mutuamente los corazones, se hizo cada uno de ellos confidente del otro, y se consolaron mutuamente.

-¿Y ahora qué hacemos, Etelvina? -le dijo don Bernardino-. ¿Separarnos e ir cada cual a vivir con quien el providente Azar le ha deparado?

-No, de ninguna manera, Bernardino; ¡eso no es posible; eso daría que hablar! Todo menos eso.

-¿Pues entonces, mujer?

-Hombre, te diré. La solución no puede ser más que una y es que nuestros respectivos complementos se sacrifiquen a esta nuestra unión intelectual, que por lo que he oído decir de tu compañera de azar y por lo que yo sé de mi aleatorio compañero no les será difícil, y que aparezcamos a los ojos del maligno gentío intelectual como una pareja perfecta. La solución es que nos casemos como quien lo hace a posteriori y como por consagración y que aparezca lo que venga como hijo común nuestro.

-¡Es una ingeniosa solución sociológica! -exclamó el exfeminista.

Y así fue que pocos días después se enteraban las gentes de que don Bernardino y doña Etelvina habían formalizado sociológicamente, esto es, por contrato y sacramento, su unión. «Si no podía ser de otra manera», se decían.

Algún tiempo después, a los tres o cuatro meses, se supo que doña Etelvina había dado a luz dos robustos gemelos, niño y niña. ¡Tenía que ser así -decían los humoristas-, es la síntesis en que trabajan!». Pero lo curioso fue que el niño y la niña no se parecían en nada, según los que lograron verlos. Y no faltó quien añadiese que allí había algún misterio y que la nodriza que tomaron para uno de ellos, para el niño, se arrogaba demasiadas atribuciones en la casa. Y decíase que andaba por la casa un grandísimo bausán, acaso el novio de la nodriza, que también se movía por ella como si estuviese en propio terreno. Pero nunca se llegó a sospechar la verdad y como en la casa hubo dos alumbramientos en un mismo día, y casi a la misma hora, ni el género de extraña mellicidad de aquellos dos pobrecitos inocentes. Los cuales aparecieron como hermanos y como tales fueron educados.

Creemos que huelga decir que la obra de la síntesis entre el feminismo de don Bernardino y el masculinismo de doña Etelvina quedó en eterno barbecho, y que la nodriza del niño y el bausán aquel acabaron por casarse e instalándose en el hogar del matrimonio intelectual lo explotaron de lo lindo.

-¡Extraña combinación! -solía decir doña Etelvina.

-¡Di más bien concuaternación! -le agregaba don Bernardino.




ArribaAbajoDon Silvestre Carrasco, hombre efectivo

(Semblanza en arabesco)


(El Día, Madrid, 27-II-1917)


Don Silvestre Carrasco, natural de Carvajal del Monte, es un hombre efectivo. Quiero decir que no es causativo. O más claro -si es que no más oscuro-: que no se preocupa de las causas, sino de los efectos. Ante todo fenómeno natural o histórico, material o espiritual, no busca sus causas, sino que inquiere sus efectos.

Hay filósofos, sin embargo, que atendiendo a que don Silvestre Carrasco ante el fenómeno «a» busca sus efectos -aquellos efectos de que «a» es causa- y no sus causas -las causas de que «a» es efecto- consideran que don Silvestre ve en «a» una causa y no un efecto, y por lo mismo le llaman al señor Carrasco un hombre causativo, y no como yo le llamo, efectivo. De donde resulta que lo mismo se le puede llamar de un modo que de otro. Y de igual manera, o sea, procediendo por análoga dialéctica psicológica, lo mismo da decir de don Silvestre Carrasco que es tradicionalista y optimista e individualista, que decir de él que es progresista y pesimista y socialista.

En rigor, don Silvestre está más acá de esas diferencias. Es la suya un alma indiferencial. Pero la tiene, como cada quisque, en su almario. Y cabe decir que la suya es más almario que alma. Los espíritus malignos dicen que es alma de cántaro o de cañón. Y es hombre nuestro don Silvestre que se vacía en unos cuantos aforismos. Es decir, se vacía no, sino que se llena. Su almario no puede vaciarse.

Cuando alguno de esos desgraciados que sufren al ver al prójimo en un error o una ignorancia, intenta discutir con don Silvestre... Es decir, intenta discutir con él, ¡no! sino que intenta sacarle de su error o de su ignorancia. Pero a esto llama el señor Carrasco discutir con él. Todo el que se empeña en enseñarle algo que no sabía es que quiere discutir con él, o mejor, es que trata de discutirle. Y cuando alguien trata de discutirle, don Silvestre le sale al paso diciéndole: «Usted, señor mío, tendrá sus ideas, pero yo tengo las mías». Lo cual no es verdad.

Primero, porque don Silvestre Carrasco no tiene sus ideas, sino que eso que llama sus ideas le tienen a él; segundo, porque no son suyas, sino, como expósitas que son, de todos y de ninguno; y últimamente, porque no son ideas. Son una especie de cuerpos extraños que le tienen ocupado el almario o el seso y que a las veces le producen extraños flemones intelectuales. Y cuando le supura el flemón don Silvestre da gritos que aúlla. Es el momento culminante de la discusión, al cabo del cual el señor Carrasco, dando en la mesa un puñetazo con la mano cerrada -que se llama puño-, grita: «¡Porque cuando me pongo, a mí a bruto no me gana nadie!». Y punto redondo, que dijo Blas, como pudo haberlo dicho Perogrullo.

Cuando don Silvestre Carrasco topa con alguien que en vez de discutirle se limita a interrogarle, pretendiendo ejercer con él de partero de ideas al modo de Sócrates, nuestro hombre efectivo -o causativo, según los autores- empieza por sonreírse y decir: «Hombre, hombre, usted quiere saber más que yo...». Porque para don Silvestre tratar de averiguar cómo piensa sobre algo es pretender saber más que él. Y, por fin; si se le aprieta, acaba diciendo con misterio: «Permítame usted que me reserve; yo me entiendo y bailo solo».

Otro de los aforismos de don Silvestre es éste: «Cuanto menos bulto más claridad». Lo que no han logrado poner en claro los psicólogos que hasta hoy han estudiado a este hombre representativo es qué es lo que a fin de cuentas quiere decir con eso el señor Carrasco. Y no falta quien opine que don Silvestre no quiere decir nada ni con ese ni con otro dicho cualquiera, don Silvestre no trata más que de defenderse.

Porque don Silvestre Carrasco es ante todo y sobre todo un hombre defensivo. Y al modo de aquel animalito llamado por los naturalistas moloch horridus, que siendo perfectamente inofensivo, cuando le atacan hincha la gola y toma un aspecto amenazador y feroz, remedando a otros dañinos, y con su miedo trata de amedrantar, así don Silvestre Carrasco, cuando le discuten, como él dice siempre que se trata de extraerle alguno de aquellos cuerpos extraños, hace como que está convencido y como que tiene ideas más en el fondo, bien sabedor de que no las tiene, y convencido, además, de que maldita la falta que le hacen para nada.

«¡Bueno, bueno, esos son embolismos... la cuestión es vivir!», repite don Silvestre. Respecto a qué quiera decir para nuestro hombre eso de embolismos aún no han podido ponerse de acuerdo los autores. Porque cuando se le ha preguntado qué es eso de embolismos ha dicho que... «Pues... pues... embolismos son, mire usted, algo así como andróminas». Y cuando se le ha interrogado por las andróminas ha dicho que son caracolitos en el aire. Y respecto a lo de que la cuestión es vivir no se sabe aún a ciencia cierta qué sea cuestión, ni qué sea vivir para don Silvestre.

Al cual nada le saca más de quicio que los humoristas. «Esos hombres -dice él- que nunca se sabe qué es lo que se proponen». Aunque el mismo don Silvestre, por su parte, jamás se propone cosa alguna, como no sea defenderse, lo que no es proponerse nada. Para el señor Carrasco el humor no es nada positivo. «¿Y eso adónde va?», suele preguntar. Porque no le cabe en la cabeza que haya gentes que no vayan a alguna parte y sólo se propongan andar y pasearse. Y no que don Silvestre crea que se debe ir a alguna parte, ¡no! Don Silvestre comprende muy bien y siente mejor -¡pues no ha de comprenderlo y sentirlo!-, que un hombre no tenga malditas las ganas de ir a parte alguna; pero en ese caso cree que debe estarse quieto y sin moverse. De no ir a un punto conocido y determinado ya de antemano, lo único positivo es no partir de donde se está. Y por esto insisto, en contra de los autores que opinan lo contrario, que don Silvestre es un hombre electivo y no causativo, práctico y no especulativo.

Don Silvestre se ha dado cuenta de que se le estudia y se ha puesto con ello, a la vez que por de fuera muy orondo, por de dentro muy desasosegado y quisquilloso. Porque empieza a temer que cuando hincha la gola y aúlla sus opiniones -las que él llama así-, le conozcan lo que le pasa por dentro. Aunque hay quien cree que a don Silvestre le tiene esto sin cuidado.

Hay, en efecto, autores hipercríticos que opinan que don Silvestre, como el moloch horridus, sabe perfectamente cuando trata de amedrentar con su miedo que su enemigo no se amedrenta y que si parece amedrentarse es que lo finge para cumplir, por su parte, con su papel. Es decir, que el señor Carrasco está en el secreto de la comedia, como lo estamos todos los demás, y cada cual recita su parte. Y luego, entre bastidores, nos sentimos todos compañeros de farándula y de infortunio. ¡Doctrina disolvente!

Pero soy de los que creen que don Silvestre ha llegado a tomar completamente en serio su papel, y no por otra cosa, sino por su incapacidad para ver que no es más que papel. Y la prueba de ello es el cómo le sacan de quicio los humoristas, y no comprende la trágica seriedad de éstos y la pasión con que viven su vida.

Así, don Silvestre, atento siempre a los efectos y no a las causas de lo que va pasando, carece de sentido histórico y no puede llegar a la conclusión consoladora de que en cualquier momento que la historia de la Humanidad se interrumpiera -sea ahora mismo-, viniendo el fin del mundo, se había realizado y completado la vida, que esto es un cuento de nunca acabar, pero que lo es por ser un cuento siempre acabado y sin que tenga argumento de desenlace. Porque si alguna vez se le ocurre a don Silvestre leer una novela, apenas ha entrado en lo que se llama el argumento, se va al final, a ver en qué para todo aquello y luego no lee más la novela. Y por tal arte ha llegado a creerse que la historia humana es también una novela de argumento y desenlace, y que todo gran suceso humano, todo gran acontecimiento histórico, tiene, como una charada, un acertijo, o un logo-grifo, su solución. Y de esta su situación intelectual, o más bien inintelectual, ante todo lo que ocurre, es de donde proceden sus demás modalidades. Siempre está esperando a lo que sucederá mañana, en vez de gozarse en lo que se ha hecho hoy.

Lo que ha contribuido más a trastornar y confundir el almario de nuestro hombre y a hacerle desconfiar de todo intelectual es que tropezó con uno que quiso meterle en la mollera eso del progreso indefinido y de que el contenido del espíritu jamás se agota ni se realiza nunca el ideal, en vez de enseñarle que siempre está terminada la obra y que el ideal se está realizando siempre y en cada momento se cierra la eternidad. Lo cual, claro está, le habría resultado a don Silvestre aun más embolístico que lo otro.

Don Silvestre Carrasco acostumbraba a ir todas las tardes a una tertulia de café donde se pasaba dos o tres horas discutiendo siempre los mismos temas con los mismos argumentos, y con los mismos contendientes: pero desde hace poco suele quedarse muchos días en casa si hace frío y por causa de un catarro crónico. ¿Y qué hace en casa? Los autores dicen que hace solitarios con la baraja. Ello es muy creíble, por ser esa una ocupación muy efectiva.

No es difícil que tengamos pronto ocasión de poder estudiar otras modalidades del almario de don Silvestre Carrasco.




ArribaAbajoUn caso de longevidad

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 22-I-1917)


Amigo lector: Habrás oído alguna vez decir, y sí no lo oyes ahora, aquello de: «Es como Gómez Cid, que ganaba su suelo después de muerto». Pues bien, voy a contarte el origen de dicho decidero.

Don Anastasio Gómez Cid fue durante muchos años catedrático de Psicología, Lógica y Ética en el Instituto de Renada. Había sido condiscípulo de Aquiles Zurita, cuya melancólica historia y habilidad para conocer el pescado fresco sabemos todos los españoles gracias al inolvidable «Clarín».

Don Anastasio Gómez Cid tenía un tan fino sentimiento ingénito de la verdadera nobleza que huyó siempre, como de la acción de peor gusto, de distraer sobre sí la atención de sus conciudadanos. Sabía, no sabemos si gracias a su psicología, lógica y ética académicas, que la verdadera distinción consiste en no pretender distinguirse. Cumplía estrictamente su deber; pero sin jactancia ni ostentación algunas, y muy de tarde en tarde, de años a brevas, publicaba en El Cronista, de Renada, algún articulillo sobre antigüedades de la ciudad ilustre y siempre noble y fiel. Como en su ética enseñaba que el hombre debe cultivar asiduamente sus sentimientos de sociabilidad iba, para predicar con el ejemplo, todas las tardes al Centro de Ganaderos y Labradores a echar su partida de tute.

No pareció irle muy bien a don Anastasio en su vida; privada, por lo menos a juicio de sus convecinos. Quedose viudo muy joven, y de una mujercita que le salió algo casquivana, y le dejó una hija paralítica y un hijo haragán de nacimiento.

Víctor, el hijo de don Anastasio, era una asombrosa y fertilísima inteligencia para no trabajar. «Tú -solía decirle su padre- con tal de no trabajar eres capaz de pasar toda clase de trabajos». A lo que contestaba el mozo: «Puede ser; pero es peor lo que te he oído decir muchas veces y es que hay quienes por adquirir honores pierden el honor». «Yo no sé, yo no sé -acababa siempre diciéndole el padre- lo que va a ser de vosotros dos cuando yo me muera; ella, la pobre Ángela, paralítica de cuerpo, y tú de alma...». «No tengas cuidado, padre, que ya me arreglaré yo para que no te mueras; siquiera por hacer honor a tu nombre».

Pasaban los años, iba don Anastasio envejeciendo sin que nadie, ni él mismo, lo notara, pues parecía un hombre plantado en lo que se llama cierta edad, y Víctor, su hijo, sin haber querido seguir carrera alguna. No era más que miembro del comité del partido progresista, y cuando había elecciones, notabilísimo muñidor electoral y hombre de un ingenio fertilísimo para tales lides. Todos los que aspiraban a diputados por el distrito de Renada y todos los que lo habían sido le consideraban grandemente. Por su habilidad técnica electorera en primer lugar, y por su haraganería también, que admiraban sin reserva.

Un día el pobre don Anastasio sufrió un ataque de apoplejía que le tuvo a las puertas de la muerte. Salió de él, pero completamente incapaz, no ya para todo ejercicio, mas ni aún para explicar psicología, lógica y ética. «¿Lo ves? ¿Lo ves?», le decía balbuciendo y con lengua estropajosa a su hijo. «No, si no veo nada -le contestó Víctor-; le he dicho que no le dejaré morir mientras yo viva y cumpliré mi palabra. Es palabra de vocal del Comité progresista».

En cuanto Víctor vio que su padre se quedaba inútil para todo trabajo y a la vez para su cátedra, le trasladó, con toda la familia, a una casita de campo de extramuros de Renada, donde tenían un pequeño jardín en que alguna vez se entretenía en cavar el haragán, ya que ese esfuerzo no lo reputara trabajo. La familia se componía de don Anastasio, su hija Ángela, la paralítica, Víctor y una criada de servicio con la que éste andaba enredado en torpes tratos. Allí apenas entraba nadie, sino muy raras veces un médico, compañero progresista. A don Anastasio no le veían más que los de la casa. Pasábase casi todo el día en la cama, alelado excepto a las horas de sol, en que le bajaban un rato al jardincillo. Y al cabo de un año, ni esto.

Víctor se arregló, gracias a sus relaciones políticas, para que su padre cobrara todo el sueldo sin ganarlo. El procedimiento fue de una sencillez admirable, y consistió en incoar el expediente de jubilación del inválido don Anastasio y hacer luego que lo detuvieran, dándole carpetazo en el ministerio. Las nóminas las firmaba el mismo Víctor con el nombre de su padre -no a nombre de él, pues decían ser ilegal-, al principio tratando de imitar la letra, pero muy pronto sin tomarse este trabajo. Aunque para nuestro haragán electorero no era trabajo lo de ponerse a contrahacer letras ajenas. Cuando le preguntaban por la salud de su padre contestaba: «Mal, mal, cada vez peor; eso es incurable, pero va a durar mucho... mucho... mucho...».

Un día hizo llevar Víctor a su casita una buena provisión de madera. Le había dado por la carpintería. Proponíase construir muebles para su propio uso, que si fuese para ganarse la vida con ello no lo habría hecho. Y una noche se entretuvo en enterrar en un gran foso que cavó en un rincón del jardincillo una gran caja. Dentro de ella iba el cadáver de su padre, que se extinguió el día antes. No pudo su hijo, a pesar de sus buenos deseos, alargarle más la vida.

Con una habilidad tan grande como la que desplegaba en las luchas electorales, logró Víctor mantener oculta la muerte del psicólogo, lógico y ético oficial de Renada. Verdad es que los únicos que podían ser cómplices de la piadosa superchería eran una pobre paralítica, una criada de todo servicio con aspiraciones a ama legal de la casa, y el médico progresista compañero de corroblas de Víctor. Y éste, cuando le preguntaban por su padre, respondía invariablemente: «Ahora está menos mal, no sufre; pero incurable del todo. ¡Y así va a durar mucho, pero mucho!». E invariablemente firmaba, con el nombre de su padre, la nómina.

Y duraba, duraba el podre don Atanasio. Cumplió en el padrón municipal y en el escalafón de Institutos los noventa años, y su ya casi olvidado expediente de jubilación se había perdido real y definitivamente en el ministerio... Es lo que ocurre con lo que se deja dormir, y es que al fin se muere de veras.

Los convecinos del difunto don Atanasio, aunque casi tan difuntos como él, sorprendíanse de su longevidad, y cuando le hablaban de ella a su hijo, respondía éste: «En rigor no vive ya hace años; existe. Lo único que hace es firmar». «¿Pero firma?», le preguntaban. Y él muy serio: «Sí, llevándole yo de la mano». Y cuando su amigote el médico progresista, sabedor del embuste, le manifestaba terrores de que se descubriese al cabo la superchería: «Quítate, hombre -le contestaba-; aquí no se descubre nada, y además, si fuese mi padre el único difunto que cobra... Y a mí, que he hecho votar a tantos difuntos para sacar adelante a los candidatos del gobierno, no tiene éste derecho a privarme de mi difunto padre». Y llevaba razón.

Como el don Atanasio oficial, el del escalafón, se iba acercando a los cien años, los renatenses, y, sobre todo, los que habían sido discípulos del consecuente psicólogo, lógico y ético, se propusieron celebrar su centenario. Desfilarían ante el lecho del anciano, aunque éste no se enterara de ello. Víctor lo aceptó. Pensaba hacer un muñeco, de rostro y manos de cera, darle el mayor parecido posible con su padre y tenderlo en la cama. Sería un golpe maestro de audacia y de habilidad, algo que coronaría su fama de diestrísimo agente político. Llegó a entusiasmarse con la idea. Y él mismo, así como construyera antaño la caja en que enterró a su padre, se puso a modelar en cera y a pintar luego el rostro y las manos de él. Para ahorrarse trabajo le supuso calvo del todo y afeitado, resolviendo así el problema del pelo, que podía haberle llevado a abrir los ojos de sus convecinos. Y conforme avanzaba en su trabajo, él, el haragán, se entusiasmaba con las aptitudes de retratista modelador, casi de escultor, que descubría en sí. «Tendré que dedicarme a la escultura si al fin tengo que dar a mi padre por muerto», pensó. Porque lo de la política no andaba ya muy bien.

Mas he aquí que cuando apenas faltaban cuatro meses para el día del centenario de don Anastasio y Víctor tenía terminada la efigie de la ceremonia, una pulmonía se llevó al piadoso hijo, fiel guardador de la memoria y de los sueldos de su padre. Y entonces, al saberse la superchería estalló primero una colectiva exclamación de admirativo asombro, celebraron todos la talentuda travesura y la genial osadía del gran Víctor Gómez, y dieron luego todos en decir que habían estado en el secreto y que no fueron engañados. Había un pobre mozo que aspiraba a la cátedra de don Atanasio y que también se creyó obligado a fingir que estuvo en el secreto, y cuando le argüían de cómo se callara, decía: «Era mi maestro y le debía respeto; le debía respeto aun más después de muerto... Por otra parte, aspiro yo también a llegar y si puedo a pasar de los cien años, y hoy por ti y mañana por mí». «Pero, ¿y si no tienes un hijo que te defienda así?...», le objetaban.

«¡Es verdad... es verdad!...».

En Renada produjo hondísima admiración el caso, pero en el ministerio no la produjo. El expediente de jubilación fue imposible hallarlo. Y ya, ¿para qué?

He aquí, amigo lector, el suceso que originó la frase desde entonces famosa en Renada, y que acaso haya llegado a tus oídos, de: «Es como Gómez Cid, que ganaba su sueldo después de muerto». Y si eres, lector, tan cándido que crees que este relato, no sólo no es verdadero, sino inverosímil, te digo que no sabes una jota de nuestras castizas costumbres administrativas.




ArribaAbajoBatracófilos y batracófobos

(Salamanca, 1917)


Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña -nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos -no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.

-No hay como las ranas -decía- para acabar con los mosquitos. Estos ponen sus huevecillos en el agua estancada y en ésta nacen, crecen y se crían las larvas de los mosquitos. Y como las ranas se alimentan de esas larvas, acaban con los mosquitos. En otras partes mantienen camaleones a ese efecto. Y desengáñense ustedes, para combatir el paludismo, la malaria, mejor que plantar eucaliptos -¡como si se fuese a coger los mosquitos con liga!- es poblar las charcas y los estanques y los remansos de los ríos con ranas que se coman las larvas del anofele, mosquito portador de la malaria.

Y así es como se criaron ranas en el hermoso estanque del hermoso jardín del hermoso Casino de la hermosa ciudad de Ciamaña. Con gran encanto y regocijo de los poetas y sus similares. Porque los poetas casineros ciamañeses eran batracófilos, amantes de las ranas. No que les gustase comérselas, sino verlas estarse posadas a la orilla del estanque o sobre una boya flotante o saltar y oírlas croar. El más inspirado de esos poetas aseguraba que nunca componía mejor sus odas y elegías y madrigales que haciéndolo, de día, al pie de un olivo y al arrullo -así le llamaba él, arrullo- de los chirridos de las cigarras, y de noche, junto al estanque del Casino y al arrullo -arrullo también éste- de los croídos de las ranas. Como que compuso un libro titulado: Chirridos diurnos y croídos nocturnos. Lo de croído, de croar, como silbido y chirrido de silbar y chirriar, era palabra que él inventó. Y seguían al poeta todos los espíritus de la naturaleza soñadora y romántica. Los soñadores soñaban mejor oyendo croar a las ranas, y por eso eran batracófilos.

Pero frente a los soñadores estaban los dormidores, los que querían dormir y no soñar, los espíritus prácticos, y a éstos les molestaba el croar de las ranas mucho más que el zumbar de los mosquitos y aun las picaduras de éstos. Y como eran espíritus científicos no se dejaban convencer, a falta de suficiente prueba estadística y comparativa, de que las ranas acabasen con los mosquitos. Que si éstos faltaban desde que había ranas podía ser otra causa intercurrente. Así es que los dormidores o espíritus científicos se declararon batracófogos. Había además los ajedrecistas a quienes las ranas molestaban más que los mosquitos, al revés de los lectores, a quienes éstos molestaban más que aquéllas. Los ajedrecistas eran, pues, batracófobos y los lectores batracófilos.

-Además -exclamaba don Restituto, caudillo de los batracófobos-, el croar de la rana es un ruido ordinario, campesino, rústico, impropio y hasta indigno de una ciudad. Y de una ciudad como Ciamaña. ¡Que nos moleste y no nos deje dormir el ruido de los tranvías eléctricos o el del ferrocarril, pase! ¡Pero el de las ranas!... ¡Es un ruido rural, rural!, ¡y no civil! ¡La rana es un animal rústico!

-¡Un animal elegantísimo! -gritaba don Erminio, el poeta de los croídos-. Los dibujantes japoneses, que no son ranas, le han tomado no pocas veces de modelo. Y aquí tiene usted a don Ceferino, que a pesar de ser un hombre de ciencia, tiene un cubo con ranas en el balcón de su alcoba.

-Las tengo como barómetro -dijo don Ceferino para sincerarse-. Como me dedico a la meteorología, las tengo con una escalenta que sale del agua y así me pronostican el tiempo.

- ¡Sí es así... pase! -dijo don Restituto-, pero...

Cada día se tramaban disputas de éstas entre batracófilos y batracófobos. Y las disputas degeneraron en vías de hecho. Los batracófobos perseguían a las ranas y los batracófilos se ponían a defenderlas. Una vez que aquéllos persiguieron a una rana por el jardín le dieron caza y luego muerte, los otros, los batracófilos, que eran los más, la hicieron embalsamar y la colocaron como trofeo en el salón de sesiones. En cuanto entrada ya la noche empezaban las ranas a croar, gritaban los unos: ¡que se callen!, y los otros; ¡que canten! Y alguna vez vinieron unos y otros a las manos.

Y había los que sin importárseles un comino de la discordia se dedicaban a enzarzarlos. Uno de ellos imitaba a maravilla el croído de la rana y se complacía en lanzarlo en toda ocasión. Los batracófilos se dedicaron a aprender a croar.

Las sesiones de las juntas generales eran frecuentes y tumultuosas, versando siempre sobre el problema batrácico. Algunas veces acabaron a los gritos de: «¡Viva la ciencia! ¡Abajo el arte!», de un lado, y «¡Viva el arte! ¡Abajo la ciencia!», del otro. Pues se llegó, ¡oh ironía de la lógica de las pasiones!, a identificar la batracofilia con el sentido artístico y la batracofobia con el científico y a hacerlos incompatibles uno con otro.

En una de las sesiones se levantó, por fin, un ecléctico, un conciliador, y dijo:

-Señores socios; todo puede conciliarse. La rana tiene un valor científico. Sirve para experiencias de fisiología. Traigamos microscopios y otros aparatos técnicos y déjesenos sacrificar un número de ranas a la ciencia a cambio de que las otras croen libremente.

-¡Jamás, jamás, jamás! -exclamó don Erminio el poeta-. ¡Rebajar las ranas a servir de elemento de investigaciones! ¡Como si fuesen cochinos conejillos de Indias!... ¡Jamás! ¿Ranas experimentales? ¡Nunca! Antes consentiríamos en matarlas para comernos sus ancas.

-Es decir -dijo don Restituto con ironía-, ¿que las ranas puede uno comerlas pero no dedicarlas a que colaboren en la ciencia?

-Sí -replicó el otro-, ¡es más noble ser comido que no servir de anima vilis para la investigación científica! Prefiero que me hagan picadillo y me engullan unos caníbales a no caer en manos de antropólogos que me hagan cisco para estudiarme. ¡Abajo la ciencia!

-¡Abajo la ciencia! -gritaron los batracófilos. Y algunos de ellos se pusieron a imitar el croído.

Las elecciones de junta directiva solían ser reñidísimas. Había, como es natural, la candidatura batracófila y la batracófoba y una de conciliación, amén de no pocas combinaciones entre ellas. Unos y otros se dedicaban a buscar socios por toda la ciudad, a reclutarlos. Y acabó toda Ciamaña por dividirse en dos grandes bandos. Y cada uno tuvo sus dos órganos en la prensa, uno serio y otro satírico. Los dos serios se llamaban El batracio y El antibatracio y los satíricos La rana y El mosquito. Cuando un grupo de batracófilos se encontraba con uno de batracófobos imitaba el croído diciendo: ¡ero, ero, ero! y éstos le contestaban imitando el zumbar del mosquito con un ¡iii! Y se venían a las manos. Cada batracófilo tenía en el balcón de su casa un cubo con ranas. Los otros, en cambio, más sesudos, no criaban en las suyas mosquitos.

Llegó, por fin, aquella histórica sesión de la junta general en que se resolvió la discordia. Duraba ya tres horas y don Erminio, el poeta de los croídos de una parte, y don Restituto, el científico de las estadísticas de la otra, no cejaban en sus respectivos campos.

-Antes que sin ranas prefiero que desaparezca el estanque -exclamó por fin el poeta-. ¡O con ranas o nada!

Y no hubo quien se escandalizase de esta terrible perspectiva de la desaparición del estanque, orgullo del jardín que era el orgullo del Casino, orgullo de Ciamaña. A tal punto de exasperación habían llegado los ánimos.

-Y yo -afirmó don Restituto resueltamente- prefiero que desaparezca el estanque a no verlo con ranas. ¡O sin ranas o nada!

Y entonces don Sócrates, el filósofo -acaso se dedicó a la filosofía para honrar su nombre-, que hasta entonces se había mantenido neutral, se levantó y dijo así:

-Ha llegado la hora, señores socios, de que intervenga la filosofía, que sintetiza el arte y la ciencia. Estamos ya de acuerdo todos, batracófilos, batracófabos y neutrales. ¡O con ranas o nada!, han dicho los unos; ¡o sin ranas o nada!, han replicado los otros. Y estos dos dilemas tienen, señores, un término común. Ese término común es: ¡nada! Estamos todos de acuerdo en la nada dilemática. Es el triunfo de la dialéctica. ¡Suprimamos, pues, el estanque! -y se sentó.

-¡A suprimirlo! -gritaron los unos.

-¡A suprimirlo! -contestaron los otros a gritos.

Así es cómo se quitó del hermoso jardín del hermoso Casino de la hermosa ciudad de Ciamaña el estanque que lo hermoseaba.

Pero desde entonces andan los casineros cimañenses tristes y cariacontecidos; la vida parece haber huido del Casino; su jardín es un cementerio de recuerdos; todos suspiran por los tiempos heroicos de las luchas entre batracófilos y batracófobos. Ahora es cuando de veras les molestan los mosquitos y eso que no hay ya estanque. Pero volverán a ponerlo, ¡alabado sea Dios! Y volverán las luchas batrácicas.




ArribaAbajoLa revolución de la Biblioteca de Ciudámuerta

(Nuevo Mundo, Madrid, 28-IX-1917)


Había en la biblioteca pública de Ciudámuerta dos bibliotecarios que, como apenas tenían nada qué hacer, se pasaban el tiempo discutiendo si los libros debían estar ordenados por materias de que tratasen o por las lenguas en que estuviesen escritos. Y al cabo de mucho bregar vinieron a ponerse de acuerdo en ordenarlos según materias, y dentro de éstas según lenguas, en vez de ordenarlos según lenguas y dentro de éstas según materias. Venció, pues, el materialista al lingüista. Pero luego se acomodaron ambos a la rutina, aprendieron el lugar que cada volumen ocupaba entre los demás, y nada les molestaba ya sino que el público se los hiciera servir. Echaban las grandes siestas, rendían culto al Balduque y remoloneaban cuando había que catalogar nuevas adquisiciones.

Y hete aquí que, no se sabe cómo, viene a meterse entre ellos un tercer bibliotecario, joven, entusiasta, innovador y, según los dos viejos, revolucionario. ¿Pues no les salió con la andrómida de que los libros no deben estar ordenados ni por materias ni por las lenguas en que están escritos, sino por tamaños? ¡¡Habrase oído disparate mayor!! ¡Estos jóvenes utópicos y modernistas...!!

Pero el joven bibliotecario no se rindió, y prevaliéndose de que su charla divertía a los dos viejos ordenancistas y sesteadores, al materialista y al lingüista, emprendió la tarea de demostrarles que, artificio por artificio, el de ordenar los libros según tamaños era el más cómodo y el que mayor economía de espacio procuraba, aprovechando estantes de todas alturas. Era como quedaban menos huecos desaprovechados. Y, a la vez, les convenció de otras reformas que había que introducir en la catalogación. Mas J., para esto era preciso ponerse a trabajar; y aquellos dos respetables funcionarios no estaban por el trabajo excesivo se contentaban con lo que se llama cumplir con la obligación, que, como es sabido, suele consistir en no hacer nada.

No se oponían, no -¡qué iban a oponerse!-, a las reformas que el joven revolucionario propugnaba; lo que hacían es irlas siempre difiriendo. Y más que por otra cosa, por haraganería. Faltábales tiempo, que lo necesitaban para hacer cálculos y más cálculos sobre el escalafón del Cuerpo, para leer los periódicos y para pedir recomendaciones para sus hijos, yernos y nietos. Y para jugar al dominó o al tute además. La haraganería y la rutina eran allí, como en todas partes, el mayor obstáculo a todo progreso.

Harto el joven de que le oyeran y le diesen la razón, sin hacer más caso, amenazoles un día con echar abajo todos los volúmenes, para obligarles así a reordenarlos debidamente.

-¡Ah, eso sí que no! -exclamó indignado el materialista-. Con amenazas, ¿eh, mocito? ¡Pues, ahora sí que no se les toca a los libros!

-¡Pues no faltaba más! -agregó el lingüista-. A buenas se logra todo con nosotros; pero lo que es a malas...

-Pero es que voy perdiendo la paciencia... -arguyó el joven.

-Pues no perderla -le contestó el materialista-. ¿Qué se ha creído usted, que eso era cosa de coser y cantar?

Hay que meditar mucho las cosas antes de hacerlas...

-¿Meditar? -dijo el revolucionario-. Será sestear...

Y la discusión acabó de mala manera y muy satisfechos los dos viejos de tener un pretexto para seguir no haciendo nada. Porque eso de: «A mí no se me viene con imposiciones y malos modos», es el recurso a que apelan los que jamás atienden a razones moderadas ni están nunca dispuestos sino a no hacer caso.

Y un día sucedió una cosa pavorosa, y fue que el joven bibliotecario, harto de la senil tozudez de aquellos dos megaterios humanos, aburrido de su indomable voluntad de no salirse de la rutina y del balduque, fue y empezó a echar todos los libros por el suelo. ¡La que se armó, cielo santo! Iban rodando por el suelo, en medio de una gran polvareda, mamotreto tras mamotreto; los incunables se mezclaban con los miserables folletos en rústica; aquello era una confusión espantosa. Un tomo de una obra yacía por acá, y tres metros más allá otro tomo de la misma obra. Los dos viejos quedaron aterrados. Y tuvo el joven que comparecer ante el Consejo Superior del cuerpo de bibliotecarios a dar cuenta de su acto.

Y habló así:

«Se me acusa, señores bibliotecarios, de haber introducido el desorden, de haber turbado la normalidad, de haber armado una verdadera revolución en la biblioteca de Ciudámuerta. Pero vamos a ver: ¿a qué llaman mis dos colegas orden? ¿Al que ellos habían establecido, el de materias y lenguas, o al que iba a establecer yo, el de tamaños? ¿Qué es orden? ¿Qué es desorden?

Yo quise, señores, pasar de un orden a otro gradualmente, poco a poco, por secciones; pero estos dos sujetos, aunque me daban buenas palabras, no estaban dispuestos a renunciar a sus siestas; a sus cálculos cabalísticos sobre el escalafón, a las intrigas para colocar a sus hijos, yernos y nietos, que tanto tiempo les ocupaban; a sus partidas de dominó o de tute, a sus tertulias. Son rutinarios, son haraganes, y además presuntuosos. Y hasta sospecho que si se oponían a la nueva ordenación, es para que no se descubriese los volúmenes que faltan y que ellos han dejado perderse por desidia o por soborno».

Al decir el joven esto prodújose en la concurrencia eso que en la innoble jerga parlamentaria se conoce con el nombre técnico de sensación. Los dos viejos acusadores protestaban airadamente.

«Sí, señores -prosiguió el joven con más energía-, a favor de esa ordenada desidia, de esa normal haraganería, aquí han podido hacer los bibliómanos lo que les ha dado la gana. Los más preciosos códices de nuestra biblioteca han desaparecido de ella. Figuran hoy en las librerías privadas de distinguidos próceres. Aquí ha ocurrido caso como aquel del ejemplar de uno de los libros de caballerías que figuran en el escrutinio del Quijote que faltaba para la colección que de ellos hizo el marqués de Salamanca, que se hallaba en la Biblioteca Municipal de Oporto, y que un embajador de España en Portugal logró sacarlo de allí para trasladarlo, y se dijo por entonces que no desinteresadamente, a la librería de dicho marqués».

Nueva sensación en el concurso al oír, acaso por vez primera, esta tan conocida anécdota histórica, y que se la cuentan a cualquier visitante de la Biblioteca Municipal de Oporto.

Y así continuó el joven bibliotecario contando todas las pequeñas cosas -¡y tan pequeñas!- que aquellos dos testarudos haraganes, sólo cuidadosos de cobrar su sueldo, arrellanarse en sus poltronas y colocar a los suyos, habían dejado pasar. Y probó, de la manera más clara, que aquel orden no había sido orden, sino estancamiento y rutina y ociosidad. Y luego probó que el balduque puede llegar a ser un cordel de horca y un dogal para entorpecer todo progreso, y que el reglamento del Cuerpo era un conjunto de tonterías mayores que las que forman las ordenanzas ésas de Carlos III. El escándalo que se armó fue indescriptible.

Y entonces, exaltándose el joven bibliotecario, pasó a sostener que la tontería más que la mala intención, que la inepcia y la incapacidad, son la fuente del enorme montón de menudas injusticias -como una montaña de granos de arena- que produce el general descontento público. Y habló del partido de los imbéciles, que, manejados por cuatro picaros, actúa en nuestra patria. Y, exaltándose cada vez más, divagó, divagó y divagó. Hasta que le atajaron diciéndole: «Bueno, ¿y qué tiene que ver todo esto con los libros?». A lo que contestó: «Todo tiene que ver con todo».

Y ahora, mis queridos lectores, Dios nos libre de que a. cualquier loco se le ocurra ordenarnos por tamaños.