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Cuentos de muerte y de sangre seguidos de aventuras grotescas y una trilogía cristina

Ricardo Güiraldes



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Advertencia

Son en realidad anécdotas oídas y escritas por cariño a las cosas nuestras.

He intitulado «Cuentos» no teniendo pretensión de exactitud histórica.

R. G.





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ArribaAbajoCuentos de muerte y de sangre

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ArribaAbajoFacundo

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Traspuestas las penurias del viaje cayó al campamento una noche de invierno agudo.

Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.

Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de   —14→   amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.

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Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre. Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.

El Tigre pareció de pronto hostil:

-¡Jugará con sonsos!

Insolente, el mocito respondía:

-No siempre, general... y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.

Quiroga accedió.

Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven   —15→   besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.

Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.

-Bueno, amigo, me ha ganao todo.

Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.

El general se retiraba.

Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.

-¡General, le doy desquite!

-Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganao y algo encima...

-No le hace, general, es justo que también usted talle.

-¿Se empeña?

-¿Cómo ha de ser?

Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.

  —16→  

Quiroga arremangó la baraja, que chasqueó entre sus dedos toscos.

-¡Bueno, mis estribos contra cien pesos!

Y mandó al asistente traer las prendas.

Facundo comenzó a recuperar; cuando igualaron pesos, sonrió diciendo al huésped:

-Bueno, amigo, a recoger, y hasta mañana.

Pero el mocito, queriendo apaciguar al que creía herido, había de cinchar hacia su desgracia. Balbuceó estúpidas excusas de terror.

Facundo volvió a sentarse, con esta advertencia:

-No culpe sino a su empeño lo que suceda... al hombre sonso la espina'el peje... voy a jugarle hasta lo último, ya que así quiere... Si gana, ensille al amanecer, y no cruce más mi camino... si pierde, ha de ser más de lo que usted cree.

-¿Y es, mi general?

  —17→  

-¡Bah!, cualquier cosa.

Volvió a fallar el naipe inconsciente.

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Quiroga trampeaba con descaro ante la pasividad del contrario, que miraba, como al través del delirio, la figura irreal, agrandada de leyenda.

Cuando el último peso fue suyo, llamó al asistente, ordenándole con una seña explicativa:

-Llévelo a dormir al mocito... y que descanse mucho, ¿no?

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El muchacho quiso arrojarse de rodillas e intentar súplicas, pero Quiroga, indiferente, juntaba las barajas, y el asistente era más fuerte.

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ArribaAbajoDon Juan Manuel

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Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.

Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.

Regocijabas con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs,   —22→   las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.

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Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.

Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueaba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más precisos los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía marcadora.

  —23→  

Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.

-Buenos días.

-Buenos días.

Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintineante1, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.

El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.

Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.

-Yo he sido amigo e su padre. Compañero e política también.

Y prosiguió, afable:

-¿Va a lo de Z...? Es mi camino y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.

  —24→  

-Es un honor que usted me hace.

El peón venía a distancia respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado2 interesados en sus diálogos para pensar en el camino.

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El hombre averiguaba mucho, y Nicanor respondía, halagado por las atenciones del que adivinaba personaje.

-¿Entonces viene a pasar una temporadita? Ya se divertirá. Aquí hay campos para correr todo el día y también avestruces para   —25→   ejercitar el pulso, y vizcacheras pa probar los paradores, ¿no?

Nicanor no se atrevía a interrumpirle. El tenor de parecer un pobrecito pueblero incapaz de hazaña ecuestre alguna, le impedía protestar con decisión.

-Yo no soy de a caballo...

-¡Qué no ha e ser! Lo mismo es si me dijera que es lerdo el zaino.

-Presumo que es sólo un mancarrón manso, elegido para un maturrango como yo.

-¡Bah!... Ya se desengañaría si hiciéramos una partidita.

En sus ojos claros brillaban todas las malicias gauchas.

-Una partidita corta, aunque sea -insistía- como hasta aquel albardón, a la derecha de la vizcachera que blanquea... dos cerradas, cuanto más... ¿Eh?

Nicanor, no sabiendo ya cómo negarse, objetó, mientras el deseo de ganar le golpeaba en las arterias.

  —26→  

-Como quiera, entonces. Pero estoy, desde ahora, seguro que el colorao me va a cortar a luz.

El semblante de su interlocutor había adquirido un singular poder de brillo. Las facciones parecían más nítidas y los ojos reían, en la promesa de un intenso placer de chico travieso.

-Bueno, cuando diga ¡vamos! Ahora... Atráquese pie con pie... así... galopemos a la par hasta la voz de mando.

Achicábanse los caballos sobre sus garrones, temblorosos de empuje. Veinte metros irían golpeando rodilla con rodilla, sujetando las monturas, que roncaban de impaciencia.

-Bueno... ahora... ¡Vamos!

-¡¡Vamos!!

Y el tropel de la carrera repiqueteó como agudo redoble de tambor.

Tras los desacomodadores sacudones de la partida, corrían serenos par a par. Los vasos   —27→   crepitaban o se ensordecían en las variaciones de la cancha; redondeles de barro seco saltaban como pedradas del molde de los vasos.

Nicanor animaba al zaino y parecía ganar terreno, cuando el peso del colorado le chocó con vigor inexplicable. Pensó en una desbocada; pero al mismo tiempo, sin lógica alguna, su caballo, con un quejido y la cabeza abrazada entre las manos, corcoveó furiosamente.

Se defendió como pudo. Sus dedos, al azar, arrancaban mechones del cojinillo.

-¡Cuidao! ¡Cuidao... la vizcachera! -le gritaron en una risotada.

Toda noción precisa desapareció para Nicanor. La tierra se le vino encima. Vio un pedazo de cielo, la mole del caballo que amenazó aplastarle, e, inseguro aún, se levantó con un pesado dolor en las espaldas.

Volvió a subir. A lo lejos por un bañado,   —28→   corría el compañero de hoy, y un hornero cantaba, o alguien reía.

Cuando llegó a destino, el atolondramiento había cesado.

Casi sin contestar a la efervescente recepción, contó su aventura.

Carlos, su amigo, le interrogó al fin:

-¿Cómo era el hombre? ¿Alto, rubio? ¿Muy buen mozo? ¿De ojos claros y sonriente como una dama?

-Sí, sí -contestaba Nicanor viendo a su hombre.

-Ya sé quién es.

-¿Quién? -preguntó el mozo con secreta idea de venganza.

-Don Juan Manuel.



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ArribaAbajoJusto José

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La estancia quedó, obsequiosamente, entregada a la tropa. Eran patrones los jefes. El gauchaje, amontonado en el galpón de los peones, pululaba felinamente entre el soguerío de arreos y recados. Los caballos se revolcaban en el corral, para borrar la mancha obscura que en sus lomos dejaran las sudaderas; los que no pudieron entrar atorraban en rosario por el monte, y los perros, intimados por aquella toma de posesión, se acercaban temblorosos y gachos, golpeándose los garrones en precipitados colazos.

  —32→  

La misma noche hubo comilona, vicio y hembras, que cayeron quién sabe de dónde.

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Temprano comenzó a voltearlos el sueño, la borrachera, y toda esa carne maciza se desvencijó sobre las matras, coloreadas de ponchaje.

Una conversación rala perduraba en torno al fogón.

Dos mamaos seguían chupando, en fraternal comentario de puñaladas. Sobre las rodillas del hosco sargento, una china cebaba mate, con sumiso ofrecimiento de esclava en celo, mientras unos diez entrerrianos comentaban,   —33→   en guaraní, las clavadas de dos taberos de lay.

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Pero todo hubo de interrumpirse por la entrada brusca del jefe; el general Urquiza. La taba quedó en manos de uno de los jugadores; los borrachos lograron enderezarse, y el sargento, sorprendido, o tal vez por no voltear la prenda, se levantó como a disgusto.

A la justa increpación del superior, agachó la cabeza refunfuñando. Entonces Urquiza,   —34→   pálido, el arriador alzado, avanza. El sargento manotea la cintura y su puño arremanga la hoja recta.

Ambos están cerca, Urquiza sabe cómo castigar, pero el bruto tiene el hierro, y el arriador, pausado, dibuja su curva de descenso.

-¡Stá bien!; a apagar las brasas y a dormir.

El gauchaje se ejecuta, en silencio, con una interrogación increíble en sus cabezas de valientes. ¿Habría tenido miedo el general?

Al toque de diana, Urquiza mandó llamar al sargento, que se presentó, sumiso, en espera de la pena merecida. El general caminó hacia un aposento vacío, donde le hizo entrar, siguiéndole luego. Echó llave a la puerta y, adelantándose, cruzole la cara de un latigazo.

El soldado, firme, no hizo un gesto.

-No eras macho, ¡sarnoso!; ¡sacá el machete   —35→   ahora!... -y dos latigazos más envuelven la cara del culpado.

Entonces el general, rota su ira por aquella pasividad, se detiene.

-Aflojás, maula, ¿para eso hiciste alarde anoche?

El guerrero, indiferente a los abultados moretones, que le degradan el rostro, arguye, como irrefutable, su disculpa:

-Estaba la china.

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  —37→  


ArribaAbajoEl capitán Funes

  —39→  

-Como seguridad de pulso -interrumpió Gonzalo- no conozco nada que equivalga el hecho del capitán Funes.

-Y ¿cómo es? -preguntamos en coro.

-Breve y sabroso. Veníamos de Europa en un barco que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace veinte años.

Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de habernos juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que acortaran el viaje.

  —40→  

Se truqueaba por poca plata y las bromas eran pesadísimas.

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Al llegar a Santos, fuera el frescor del aire o la proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e indiadas.

Para mejor, subió un candidato, y nos prometimos, luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctimas de nuestras invenciones.

El más animado del grupo, Pastor Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.

Al rato no más, volvía, diciéndonos satisfecho:

-¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le encontré el débil. Es oriental, revolucionario,   —41→   y, hablándole de tiros, va a marchar como angelito.

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Nos presentó esa misma noche en el bar, y todos comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración, contando mentiras para oír otras.

-¿Así que usted, capitán -le decía Pastor- ha peleado mucho?

-Bastante -movía los hombros como coqueteando.

-Ha de saber lo que son balas -guiñándonos los ojos- ¿hasta por el olor las conocerá?

-¡Por el olor, no, pero por el chiflido, pueda!

-Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?

-Pero muy grande, mi arraigo, muy grande, las de remington, silban gordote; así: chchch...   —42→   (Nos mordíamos los labios); mientras que las de carabina son más altitas, así: ssssss...

-Pero vea -decía Pastor con gravedad- así que las de remington hacen... ¿cómo?

-Chchchch...

-¡Curioso! ¿Y las de carabina?

Nosotros debíamos estar violetas a fuerza de contenernos.

-Las de carabina, ssssss...

-¿Y las de cañón?

El capitán nos miró, riendo de buena gana.

-Pa eso no me alcanza la voz.

Aprovechamos la coyuntura para aflojar3 la risa que nos retozaba en el vientre. Nos reíamos, pero desmesuradamente, largando todo el embuchao, queriendo sujetar y volviendo, como a una enfermedad, a nuestras carcajadas inconcluibles.

El capitán Funes tuvo un pequeño encogimiento de cejas, imperceptible.

  —43→  

-Así que no podría, capitán... claro está... pero cuando hace como la de carabina... vea, es igualito..., me parece estarlas oyendo..., formal... Y dígame, capitán, las de revólver, ¿cómo hacen?

-¡Así, mi amigo! -y antes que pensáramos siquiera, dos balazos llenaron de humo el aposento. Hubo un ruido de sillas y mesas volteadas. Recuerdo un tumulto de empujones dados y recibidos, una multitud de gente caía por todas partes, mientras, en pelotón confuso, rodábamos hacia cubierta. Pastor y Funes luchaban a brazo partido, y este último, más débil, corría el riesgo de ser echado al mar, por sobre la borda, cosa que Pastor trataba de lograr con todas sus fuerzas.

Los separamos, al fin. Queríamos ver la herida de nuestro amigo, cuya sangre nos manchaba.

El capitán Funes, retenido por dos marineros, gritaba:

  —44→  

-No lo he querido matar de lástima, pero ya sabe ese mocito que si no sé cómo silban las balas de revólver, sé manejarlas.

-Y ¿en qué quedó Pastor? -preguntamos.

-Pastor ha quedado señalado con una muesca en cada oreja, y lo peor es que cada vez menos puedo resistir la tentación de preguntarle cómo silbaban las balas que lo hirieron.

-No te aconsejo -dijo alguien.

-Yo tampoco -concluyó Gonzalo-, pero temo que la tentación me venza.



  —45→  

ArribaAbajoVenganza

  —47→  

De esto hará unos ochenta años, en el campamento del coronel Baigorria que comandaba una sección cristiana entre los indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.

El capitán Zamora -diremos no dando el verdadero nombre- poseía una querida rescatada al tolderío con sus mejores prendas de plata.

Misia Blanca era un bocado que despertaba   —48→   codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado, vista la fiereza del capitán.

Y era coqueta; daba rienda, engatusaba4 con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los deseos en derredor suyo.

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Celoso y desconfiado, Zamora no le perdía pisada, conociendo sus coqueteos que más de una vez le llevaron a azotar un pobre diablo o tomarse en palabras con un igual.

Durante dos meses, Blanca pareció responder   —49→   a sus caricias. Llamábale5 mi salvador, mi negro guapo, y le estaba, en suma, agradecida por haberla librado de la indiada.

Pero (ya que siempre los hay) al cabo de esos dos meses las demostraciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y había de ser, como los mancarrones lunancos, para no componerse más.

Zamora buscó fuera la causa, y dio en uno de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.

Los espió, haciéndose el rengo.

Cuando estuvo seguro, dijo para sus bigotes:

-Mula, desagradecida, mi'as trampiao y vas a pagar la chanchada.

Prendió un nuevo cigarrillo sobre el pucho y saltó en pelos, tomando al galope hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de sus soldados.

Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó que se acercara su   —50→   hombre, que, dejando un azulejo a medio tusar6, venía a ponerse a la orden.

-Sofanor, tengo que hablarte.

Se apartaron un trecho.

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-Y, ¿cómo te va yendo?

-¡Regular!

-¿Siempre estah' enfermo?

-Mah' aliviadito, señor, pero no hayo descanso.

-Mirá -dijo con decisión Zamora- te   —51→   acordás de Blanca ¿no?... ya se te hace agua la boca ¡perro!... esperá que concluya. Güeno... vah'a buscar toditos loh' enamoraos; ai está el mulato Serbiliano y los dos teros y Filomeno, lo mesmo que el chueco y Mamerto y Anacleto... Güeno: El rancho va'star solo, ansina que te lo yevás todos, y al que le guste que le prienda, pero con la alvertencia... que vos has de ser el primero.

El capitán Zamora dio vuelta su caballo, levantó la mano como para saludar y enderezó a los toldos de su hermano Pichuiñ Guor. Allá pasaría tres días platicando pa despenarse en el olvido.

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  —53→  

ArribaAbajoEl Zurdo

  —55→  

Un entrevero violento y fugaz, palabras de odio gritadas entre una carnicería de doscientos hombres que, al través de la noche, se sablean y atropellan, sobrehumanos; bramando coraje.

Combate rudo.

Por quinta vez, el gauchaje sorprendía el campamento realista, y en el aturdimiento de todos, lazo y bola habían hecho su obra.

Uno de los asaltantes, sin embargo, quedó en mano de los españoles. En cortejo de odio   —56→   fue conducido al juicio de los superiores, y la pena de muerte cayó fatalmente.

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La cabeza baja y casi escondida por lacia melena, el condenado oyó el veredicto. Sus ropas despedazadas descubrían el pecho, sesgado por honda herida.

Cuando la soldadesca tuvo segura su venganza, calmáronse los anatemas y maldiciones. Aproximábanse, por turno, para verlo, y también gozar de su estado.

Concluirían los asaltos y el terror supersticioso que supo imponer ese cabecilla peligroso cuyo apodo vibraba en boca del enemigo con entonación de ira. ¿Cuántos no ahorcó su lazo, y despedazó en la huida, mientras se golpeaba la boca en señal de burla?

  —57→  

Adelantose el verdugo voluntario.

La tropa rodeaba con curiosidad, ansiosa de ver flaquear al que habían temido.

Por primera vez, El Zurdo alzó la cara y tuvo una mirada de pálido desprecio. Quería vejarlos antes de morir, herirlos con una palabra a falta de hierro, y sonrió sarcástico:

-¿Por qué no yaman las mujeres?

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La indignación hirvió en la tropa, los dientes rechinaron, hartos de ofensa, el sable temblaba en manos del verdugo. El Zurdo aprovechó el silencio hablando con orgullo:

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-En la sidera de mi recao tengo siento trainta tarjas, y ustedes, por más que me maten, no han de matar más que a uno.

Era el colmo. La tropa, indisciplinada, cayó sobre el preso, que desapareció entre un tumulto de brazos y armas. Cuando el jefe logró despejar su gente, El Zurdo había caído. En su cuerpo sangraban no menos heridas, que tarjas reían en su sidera, pero fue un honor del cual no pudo vanagloriarse.



  —59→  

ArribaAbajoPuchero de soldao

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El tren cruzaba una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran lagarto férreo, pacían tranquilas.

Era un espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de incidencias menores en nuestras vidas camperas.

El viejo don Juan miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que hubiéramos podido ver nosotros.

Recuerdos. Y ¿qué recuerdos podía no tener   —62→   ese hombre de setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?

De pronto pensó en voz alta:

-Nosotros nos asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos Aires...; es asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y perfeccionamientos pero hay cosas increíbles en el pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno no las ha visto en otra vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez sea un sueño lo que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.

-¿Qué les sucedió? -preguntamos, más por deferencia que interés.

-Figúrense que el gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la campaña del general Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba   —63→   peligros, mandé pedir unos soldados a mi amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue -se sabe- uno de los jefes expedicionarios.

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Uriburu me envió quince hombres para completar una comitiva apta a medir tierra y defenderse por sus cabales del posible ataque pampa.

Seríamos, pues, veinte entre todos, con numeroso convoy de carretas y animales. Trabajábamos sin descanso, y de noche, para mayor   —64→   seguridad, hacíamos campamento rodeados por las carretas unidas con lazos.

Un hombre quedaba de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de improviso, y a nadie sonreía morir sin vender el pellejo.

Aquella noche cayeron en número crecido. No podíamos pelear con ventaja; pero en lugar de la atropellada que esperábamos se contentaron con incendiar el pajonal, y pronto las llamas nos alumbraron como de día.

Había que ver, amigo: temblábamos de miedo como nuestras sombras bailarinas. Íbamos a morir asados si nos quedábamos. ¿Y disparar? ¿A dónde que no nos ensartáramos con las lanzas de los salvajes que nos esperaban para eso?

Era la muerte a fuego o hierro. Podíamos elegir.

  —65→  

De pronto vi la salvación. La laguna donde habíamos dado el día antes de beber a nuestros animales.

Di la voz, y corrimos temerosos de no tener tiempo. El calor picoteaba ya el cuerpo, y a punto nos largamos de cabeza en el agua, luminosa7 de reflejos.

Le garanto que tengo una rebajita en el Purgatorio. Metidos en el agua hasta el cogote, vimos llegar las llamaradas, que roncaban en una sostenida nota grave; parecía como que la tierra se fuera en borbotones de humo, y la cara se nos asaba materialmente. Entonces empezamos la única maniobra de defensa. Metíamos la cabeza bajo el agua el mayor tiempo posible para evitar la quemadura de las llamaradas que pasaban sobre nosotros, pero teníamos que respirar y así jugamos al zambullón hasta sentir el fuego alejarse.

El agua parecía de puchero. Pensar en salir   —66→   a tierra era locura. Nos hubiéramos cocido como bifes los pies. Optamos, pues, por quedarnos, y, aplacado el susto, sintiéndonos como resucitar, empezamos a mirarnos. No faltaba ninguno.

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Clareaba ya la mañana cuando salimos del agua, colorados como flamencos y tiritando de frío por contraste.

  —67→  

Pero nos reíamos. Nos reíamos los unos de los otros, a pesar de quedar sin recursos en el desierto, porque pensábamos que el fuego encendido para nuestra muerte nos salvaba arriando a los indios lejos de nosotros.

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  —69→  

ArribaAbajoDe mala bebida

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Santos era cochero en una estancia distante dos leguas de la nuestra.

Bajo y grueso, sus cincuenta y seis años de vida bondadosa y tranquila no acusaban más de cuarenta.

Contaba en su existencia con un episodio que tal vez marcara en ella la única página intensa, y le oí contar más de cien veces aquel momento trágico, que narraba a la menor insinuación, con siempre el mismo terror latente.

  —72→  

Servía entonces a don Venancio Gómez, individuo cruel y bruto, que repartía su tiempo entre orgías violentas en Buenos Aires y cortas visitas a su estancia, a donde sólo venía de tiempo en tiempo con objeto de apretar ciertas clavijas para mayor rendimiento.

Fue un día a buscarlo al pueblo.

El telegrama decía: «Llego mañana 11 a. m.» ¡Buena hora había elegido para el tiempo de calor que venía manteniéndose desde varios días!

Subió al coche, sin contestar los saludos obsequiosos de Santos, y comenzaron las preguntas acerca de la administración.

A cada cosa desaprobada por don Venancio seguía un rosario de injurias, que su interlocutor trataba de eludir alegando su impotencia de simple peón.

Decididamente, el señor debía estar tomao.

Siguieron el camino, que serpenteaba sumiso como un lazo tirado a descuido.

  —73→  

Tras la volanta, un compacto pelotón de polvo oscilaba.

El patrón dormitaba ahora al vaivén de los barquinazos. No irían por mitad de viaje cuando se incorporó en el interior del coche, ceceando pesadamente.

-Tengo ganas de matar un hombre.

-¡Jesús! -aulló bufonamente Santos, tomando la cosa a broma. ¡Si no hay más que hacienda por el camino!

-De no encontrar otro -prosiguió don Venancio-, has de ser vos el pavo e la boda.

Lo cual diciendo, sacó del cinto un revólver que descansó sobre las rodillas.

Santos sintió que se le aflojaban las mandíbulas; la luz parecíale más blanca, menos clara, y las formas de los caballos bailaron ante sus ojos como dos bultos indecisos.

Sin embargo, pensaba en salvarse y buscó ansiosamente una forma humana en lo que su vista pudiese alcanzar.

  —74→  

¡Ni rastro!

Esperó que toda la fuerza de su ser creara un hombre; tan fuerte era su deseo. Y fue cumplido.

Una cosa, que primero le pareciera montón de pasto, era un trabajador echado al sol, cansado de andar, y que reposaba un instante su cabeza en la blandura de su linyera.

-¡Allá patrón..., allacito, un cristiano en la orilla del callejón!

Pronto se detuvieron frente al infeliz, que, humildemente, se acercó obedeciendo a los signos del borracho.

Sombrero en mano, se detuvo, una amplia calva brillando al sol, y cuando se agachaba para hacer una reverencia de respeto, el otro, pausadamente, inclinó su arma hacia aquella pelada de viejo, apenas rodeada de canas. El tiro sonó seco; voló a apagarse al través de la distancia.

-Pa que críes pelo - subrayó el bruto, mirando   —75→   al cadáver que cayera envuelto sobre sí mismo.

Y el intrépido Santos creyó tener que reírse.

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  —77→  

ArribaAbajoEl remanso

  —79→  

-¡Goyo!

-¿Señor?

-Alargame la estribera derecha antes de subir, ¿querés?

En la noche callada, los sonidos eran claros. Hacía frío. El cebruno8, inquieto, daba vueltas y revueltas, entorpeciendo al peón en su trabajo.

-A ver, pruebe aura.

El estribo caía justo.

-Bueno, alcanzame la valija y subí.

  —80→  

Salieron al paso. El rodar de las coscojas era única señal de vida en el sueño de todas cosas.

-¿Trais la yave?

-Sí, señor.

-¡Galopemos!

El viento hacía sufrir las manos. Intranquilo, el cebruno parecía mirar con las orejas, vueltas en giros bruscos a todo bulto turbio de obscuridad.

-¡Mancarrón sonso, le ha dao por loriar!

-Déjelo no más, que ya se asentará después de una legüita.

¡Encantador consuelo!

Lisandro estaba de mal humor. No se acomodaba su somnolencia con andar atento a los caprichos del caballo que cambiaba de galope o se espantaba sin que la obscuridad permitiera prever las causas.

Por otra parte, dejaba tras sí toda una vida simple: sus días luminosos, sus trabajos alegres   —81→   en la alegría del peonaje, sus noches de buen sueño en aquella cama dura pero cariñosa.

Noches de ermitaño, bañadas de soledad inmensa.

-¿Tardará mucho en amanecer?

-Aurita no más aclara.

Siguieron callados. La luz nacía imperceptible. Sólo el lucero vivía en la cúpula lejana y una que otra estrella se apagaba tiritando de frío.

Iban cortando campo.

-Recuéstese más a la derecha, don Lisandro; de no, vamos a salir frente a los tembladerales.

Pero el otro no hizo caso, objetando que si así lo hicieran darían sobre el remanso de los sauces.

Goyo no insistió por el tono malhumorado de las palabras. ¡Porfiarle a él, que conocía el camino como sus manos! En fin, ya se desengañaría.

  —82→  

Un amontonamiento de niebla, sinuosamente extendida sobre el campo, acusó la presencia del río. Breves minutos de galope y llegaban... pero llegaban equivocados. El peón había dicho cierto.

Costearon.

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Lisandro, enervado por el contratiempo, miraba insistentemente la orilla. Tras breve andar, dio frente, adelantando con decisión.

-¡Si todavía falta mucho!

  —83→  

-No le hace, vamos a cruzar por aquí.

-¡Mire que va a hacer una temeridad!

-¡Qué temeridad, so flojo!

El cebruno resbaló hábilmente en las toscas húmedas; se detuvo.

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A tres metros, el río deslizaba su masa densa y viscosa en manchas desiguales.

-¡Dé güelta... se le va a hundir el mancarrón!

En efecto, éste se negaba, pero fue apremiado por dos espuelas que dolorosamente penetraron en sus carnes; tomó envión y, las cuatro patas juntas, cayó en el barro, sumergiéndose hasta el pecho.

  —84→  

-No se hundirá más -pensaba el jinete, ansioso de ganar el agua cercana. Pero, en su voluntad de avanzar, el bruto agitó sus patas sin apoyo; perdió otra cuarta en el fango.

-¡El lazo! -gritó Lisandro, y éste, ya listo, cayó alrededor de su cintura.

Goyo temió por su resistencia; frescamente injerido, los tientos podían escurrirse.

El gatiadito dejó, hacia adelante, pasar su cuerpo en un esfuerzo que le arrugó las ancas.

El lazo se extendió vibrante como cuerda sonora, rompiose en silbido quejumbroso, y, volviendo sobre sí mismo, infirió en la mejilla del paisano un barbijo sanguinolento.

El caballo disparó; llegó a las casas como un presagio de malaventura.

Cuando los peones dieron con el lugar, el cuerpo de Goyo yacía inerte, vientre arriba.

En un manantial vecino, alguien humedeció un pañuelo que aplicó a la frente del herido. Fuste se incorporó, los ojos sin vida, fijos en   —85→   un punto, y mientras todos esperaban su explicación tendió la derecha hacia el pantano.

No se veía nada.

Hacia la parte central, el barro, más claro, hacía mancha como removido con violencia... luego, nada...

Y el paisano, siempre en actitud de interrogación, ante el misterio cumplido balbuceó como un niño.

-Allí... ¡el patroncito!

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  —87→  

ArribaAbajoDe un cuento conocido

  —89→  

Panchito el tartamudo era en la estancia objeto de continuas bromas. Su padre, don Ambrosio Lara, viejo ya y casi inútil para el trabajo, arrastraba sus últimos años a lomos de un lobuno zarco, de huesos salidos y sobrepaso.

Hacían la recorrida juntos; pues eran, en caso de necesidad, más útiles los doce años del muchacho que la experiencia del viejo: fuera para un tiro de lazo, la operación de un enfermo o, cosa más frecuente en esa época,   —90→   para la cueriada de algún encardao que, hinchado hasta la exageración, levantaba dos patas al cielo en un esfuerzo póstumo.

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Natividad, la segunda mujer de don Ambrosio (que sabe Dios si lo era), manejaba estos dos semihombres sin que su mulata obesidad le impidiera estar alerta a todo.

-Ambrosio -gritaba riñendo al viejo- no has desatao la mula e la noria, y dejuro se estará redamando el agua.

-Güeno, güeno -contestaba el anciano meneando la cabeza con vaga sonrisa de bondad. -Ave María, ni que se hubiera distraído el cura en misa. -Y se alejaba lentamente; la lonja del rebenque barriendo el suelo, las   —91→   piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.

La silueta del viejo paisano desaparecía entre los paraísos, y en breve el muchacho, rastreando sus pasos, tomaba la misma ruta.

Así se iban por muchas horas.

Doña Natividad pasaba el tiempo en soltar la majada, alimentar las gallinas, preparar la comida y dar patadas a los perros, siempre metidos en la cocina.

Se comía en silencio, y sólo las largas mateadas traían, tiempo a tiempo, sus conversaciones. Motivo eran los sucesos recientes del pueblo que algún charlatán contara a su manera. Casamientos, carreras, y, sobre todo, peleas traían sus extensos comentarios de parte de los viejos ante la presencia invariablemente muda del muchacho, huraño hasta con los padres.

Algunas veces, cuando la ocasión lo hacía   —92→   inevitable, empezaba a trastabillar sobre una letra. «Cantá, cantá», decía la madre; y sobre melodía plañidera, sin sentido, se arrastraban las palabras con un lloriqueo nasal, mientras el semblante conservaba su habitual expresión de empaque.

Un día, a hora inesperada, el estrépito de una carrera llamó a doña Natividad en dirección al palenque. El semblante de Panchito traía una expresión de dolor.

Hizo señales desesperadas. «¡Cantá, muchacho», gritó la madre, ansiosa; pero fue inútil.

Obedeciendo a los signos repetidos y recobrando en un momento de angustia la agilidad de sus jóvenes años, la anciana trepó en ancas de su hijo.

Era cerca de la bebida.

Caballo y jinete yacían en grupo de vieja flacura. El lobuno tentó levantarse, pero fue   —93→   vano su deseo. Sentía en el lomo un vacío que le pesaba, y todo su esfuerzo alcanzó a esbozar una mirada hacia su amo, tirado unos pasos más lejos, la cabeza sobre el borde del abrevadero, una herida incolora ceñida en la frente, a flor de hueso.

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Una espuela desaparecía enterrada en el suelo, y el negro chiripá, volcado en pliegues desordenados, envolvía el cadáver como un crespón de luto.

  —94→  

Así había muerto don Ambrosio -de viejo quizás-, arrastrando en su caída al caballo impotente, cuyo ojo zarco no reflejaría más, en claro brillo, su alma de esclavo bondadoso.

El hijo miraba todo aquello, sacudido el torso por pequeños estremecimientos nerviosos, como si el llanto hubiera tartamudeado en su garganta.

Y a pesar de los ruegos de su madre, que exigía detalles, Panchito no cantó ese día.



  —95→  

ArribaAbajoTrenzador

  —97→  

Núñez trenzó, como hizo música Bach, pintura Goya, versos el Dante.

Su organización de genio le encauzó en senda fija y vivió con la única preocupación de su arte.

Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue atesorando un secreto que sus más instruidos profetas no han sabido aclarar.

  —98→  

Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos9. Luego, otras, las enseñanzas de saber más complejo.

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Núñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.

Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto; mientras los otros sestiaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.

Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración uniría inspiraciones personales de árboles y animales varios.

  —99→  

Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda, a la escasez de los ratos libres, a las puyas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.

¿Qué haría Núñez tan a menudo encerrado en su cuarto?

Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso saber.

Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.

Al concluir la siesta, mandole llamar, encargándole irónicamente compusiera unas riendas en las cuales tenía que echar cuatro botones sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.

Al día siguiente estaba la orden cumplida. La obra antigua parecía de aprendiz.

Fue un advenimiento.

  —100→  

Así como un pedazo de grasa se extiende sobre la sartén caldeada, corrió la fama de Núñez.

Los encargos se amontonaron. El hombre tuvo que dejar su trabajo para atender pedidos. Todos sus días, a partir de entonces, fueron atosigados de trabajo, no teniendo un momento para mirar hacia atrás y arrepentirse o alegrarse del cambio impuesto.

Meses más tarde, para responder a las exigencias de su clientela, mudose al pueblo, donde mantuvo una casa suficiente a sus necesidades de obrero.

Perfeccionábase, malgrado lo cual una sombra de tristeza parecía empañar su gloria.

Nunca fue nadie más admirado.

Decíanlo capaz de trenzarse un poncho tan fino, tan flexible y sobado como la más preciada vicuña. Remataba botones con perfección que hacía temer brujería; ingería costuras invisibles, le nombraban como rebenquero.

  —101→  

La maceta de sobar era parte de su puño, el cuchillo, prolongación de sus dedos hábiles. Entre el filo y el pulgar salían los tientos, que se enrulaban al separarse de la lonja.

Aleznas de diferentes tamaños y formas asentaban sus cabos en el hueco de la mano, como en nicho habitual.

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Humedecía los tientos, haciéndolos patinar entre sus labios, después corríalos contra el lomo del cuchillo hasta dejarlos dúctiles e inquebrables.

  —102→  

Corre también que poseyó una curiosa yegua tobiana. Cada año le daba un potrillo obscuro y otro palomo. Núñez los degollaba a los tres meses para lonjearlos, combinando luego, blancos y negros, en sabias e inconcluibles variaciones, nunca repetidas.

Durante cuarenta años puso el suficiente talento para cumplir lo acordado con el cliente.

Hizo plata, mucha plata; lo mimaron los ricachos del partido, pero hubo siempre una cerrazón en su mirada.

Viejo ya, la vista le flaqueaba a ratos, y no alcanzó a trabajar más de cuatro horas al día. Cuando insistía sobre el cansancio, las trenzas salían desparejas.

Entonces fue cuando Núñez dejó el oficio.

El pobre, casi decrépito, pudo al fin disponer libremente de su vida.

No quería para nada tocar una lonja y evitaba las conversaciones sobre su oficio, hasta que, de pronto, pareció recaer en niñez.

  —103→  

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Le tomó ese mal un día que, por acomodar un ropero, dio con el bozal que empezara en sus mocedades. El viejo, desde ese momento, perdió la cabeza; abrazó las guascas enmohecidas y, olvidando su promesa de no trenzar más, recomenzó la obra abandonada cincuenta años antes, sin dejarla un minuto, en detrimento de sus ojos gastadas y de su cuerpo, cuya postura encorvada le acalambra.

Cada vez más doblado, en la atención fatal de aquel trabajo, murió don Crisanto Núñez.

Cuando lo encontraron duro y amontonado sobre sí mismo, como peludo, fue imposible arrancarle el bozal que atenazaba contra el pecho con garras de hueso. Con él tuvieron que acostarlo en el lecho de muerte.

  —104→  

Los amigos, la familia, los admiradores, cayeron al velorio y se comentó aquella actitud desesperada con que oprimía el trabajo inconcluso.

Alguien, asegurando era su mejor obra, propuso cortarle al viejo los dedos para no enterrarle con aquella maravilla.

Todos le miraron con enojo «cortar los dedos a Núñez, los divinos dedos de Núñez».

Un recuerdo curioso e indescifrable queda del gesto de zozobra con que el viejo oprimía lo que fue su primera y última obra. ¿Era por no dejar algo que consideraba malo?

¿Era por cariño?

¿O simplemente por un pudor de artista, que entierra con él la más personal de sus creaciones?



  —105→  

ArribaAbajoAl rescoldo

  —107→  

Hartas de silencio, morían las brasas aterciopelándose de ceniza. El candil tiraba su llama loca ennegreciendo el muro. Y la última llama del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en morrongueo soñoliento.

Semejantes, mis noches se seguían, y me dejaba andar a esa pereza general, pensando o no pensando, mientras vagamente oía el silbido ronco de la pava, la sedosidad de algún bordoneo o el murmullo vago de voces pensativas que me arrullaban como un arrorró.

  —108→  

En la mesa, una eterna partida de tute dio su fin. Todos volvían, preparándose a tomar los últimos cimarrones del día y atardarse en una conversación lenta.

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Silverio, un hombrón de diez y nueve años, acercó un banco al mío. Familiarmente dejó caer su puño sobre mi muslo.

-¡Chupe y no se duerma!

Tomé el mate que otro me ofrecía, sin que lo hubiera visto, distraído.

Silverio reía con su risa franca. Una explosión de dientes blancos en el semblante virilmente tostado de aire.

Dirigió sus pullas a otro.

-Don Segundo, se le van a pegar los dedos,   —109→   venga a contar un cuento... atraque un banco.

El enorme moreno se empacaba en un bordoneo demasiado difícil para sus manos callosas. Su pequeño sombrero, requintado, le hacía parecer más grande.

Dejó en un rincón el instrumento, plagado de golpes y uñazos, con sus cuerdas anudadas como miembros viejos.

-Arrímese -dijo uno, dándole lugar-, que aquí no hay duendes.

Hacía alusión a las supersticiones del viejo paisano. Supersticiones conocidas de todos y que completaban su silueta característica.

-De duendes -dijo- les voy a contar un cuento. Y recogió el chiripá, sobre las rodillas para que no rozara el suelo.

Un cuento es para alguien pretexto de hermosas frases estudio, para otros; para aquéllos, un medio de conciliar el sueño.

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Pero manjar exquisito para el criollo, por   —110→   su rareza, hace que éste viva al par del héroe de la historia y tenga gestos, hasta palabras de protesta, en los momentos álgidos. Sus emociones son tan reales, que si le dijera: «¡Esos son los traidores! ¡Esa es el ánima malhechora!», muchos de entre ellos tendrían placer en dar una manito al hombre cuya alma ha repercutido en las suyas por un gesto noble, una palabra altanera o una actitud de coraje en momentos aciagos.

Dejaron que el hombre meditara, pues es exordio necesario a toda buena relación, y de   —111→   antemano se prepararon a saborear emociones, evocando lo que cada cual había tenido que ver en esos fenómenos cuya causa ignoran y que atribuyen al sobrenatural (gracias a Dios).

El que menos pasó su momento de terror en la vida. Uno se topó con la viuda, otro, con una luz mala que trepara en ancas del caballo a aquél le había salido el chancho, y éste otro se perdió en un cementerio poblado de quejidos.

-Est'era un inglés -comenzó el relator-, moso grande y juerte, metido ya en más de una peyejería, y que había criao fama de hombre aveso pa salir de un apuro.

Iba, en esa ocasión, a comprar una noviyada gorda y mestisona, de una viuda ricacha, y no paraba en descontar los ojos de güey que podía agensiarse en el negosio.

  —112→  

Era noche serrada, y el hombre cavilaba sobre los ardiles que emplearía con la viuda pa engordar un capitalito que había amontonao comprando hasienda pa los corrales.

Faltarían dos leguas para yegar, cuando uno de los mancarrones de la volanta dentró a bailar -desparejo y jue opinión del cochero darles más bien un resueyo y seguir pegándole al día siguiente con la fresca. Pero el inglés, apurao por sus patacones, no se quería conformar con el atraso, y fayó por dirse a pie más bien que abandonar la partida.

Así jue, y el cochero le señaló dos caminos. Uno yendo derecho pal Sur, hasta una pulpería de donde no tendría más que seguir el cayejón hasta la estansia y otro más corto, tomando derecho a un monte, que podía devisarse de donde estaban y, en crusándolo, enderesar a un ombú, que ésa era la estancia e la viuda. Pero el camino era peligroso, y muchas cosas se contaban de los que se habían   —113→   quedao por querer crusarlo. Era el quintón de Álvarez, nombrao en todo el partido, y que el inglés conosía de mentas.

Se desía que había una ánima, pero el cochero le relató la verdad.

Era que el hijo de la viuda desaparesió un día sin dejar más rastro que un papelito, en que pedía que no olvidaran su alma, condenarla a vagar por el mundo, y que le pusieran todos los días una tira de asao y dos pesos en un escampao que había en el quintón.

Dende ese día se cumplió con la voluntad del finao, y a la madrugada siguiente aparecía el plato vasío. Los dos pesos se los habían llevao, y en la tierra, escrito con los dedos, desía, «grasias», y esto a naides sorprendía, porque el finao jue hombre cumplido, y aunque no supiera escrebir, otra cosa jue su alma.

Dende entonses no hay cristiano que se atreva a crusar de noche, y los más corajudos han güelto a mitad de camino y cuentan cosas estrañas.

  —114→  

La viejita llevaba de día la comida y los dos pesos, y no le había susedido nada, de no oír la voz del alma en pena de su hijo que le agradesía.

Con esto concluyó su relato el cochero, le desió güenas noches al inglés y agarró camino pal poblao, mientras el otro enderesaba al monte, pues era hombre de agayas y no creiba en aparisiones.

Yegó y, sin titubiar, rumbió pal medio, buscando el abra en que debía estar la comida.

Cualquiera se hubiera acoquinao en aquella escuridad, pero al inglés le buyía la curiosidá10 y el alma le retosaba de coraje.

Así jue, pues, que yegó al punto señalao y vido el plato con la comida y los dos pesos, que no era hora toavía de salir las ánimas y estaban como la mano e la viuda los había dejao.

Se agasapó entre el yuyal, peló un trabuco y aguaitó lo que viniera.

  —115→  

Ya lo estaba sopapiando el sueño, cuando un baruyo de hojarasca le hiso parar la oreja. Vichó pa todos laos, y no tardó en vislumbrar un gaucho haraposo.

Este tersiaba en el braso un poncho blanco que de largo arrastraba p'ol suelo; las botas, de potro, no le alcansaban más que hasta medio pie, y traiba un chiripasito corto con más aujeros que disgustos tiene un pobre.

Ay no más se sentó juntito al plato, peló una daga como de una brasada de largor y dio comienso a tragar a lo hambriento.

En eso, y Dios parese que sirviera las miras del inglés, se alsó un remolino que arrió con los dos pesos. El malevo largó el cuchillo y dentró a perseguirlos, como un abriboca, cuando sintió, pa mal de sus pecaos, que el inglés lo había acogotao y quería darle fin de un trabucaso. Entonces regó por su vida, alegando que él, aunque se había disgrasiao, no era un bandido y que le contaría cómo se había hecho ánima.

  —116→  

Ay verán.

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Hasía ya más de veinte años, en sus mosedades, este paisano había jurao cortarle la cresta al gayo, que le arrastraba el ala a su china; pero ese hombre era el finao Jasinto, entonses moso pudiente en el partido, y le encajaron una marimba e palos, acusándolo de pendensiero.

Dende entonses hiso la promesa de no tener pas hasta vengarse del hombre que lo había agrabiao robándole la prenda. Y una noche quiso el destino que lo hayase solo, y lo mató, pero peliando en güena lay.

Dispués había enterrao al muerto y, peligrando que lo vieran, había gatiao, de noche,   —117→   hasta las casas de la viuda, donde le dejó un papelito que le debía asigurar la comida y una platita pa poder con el tiempo salir de apuros.

Esa era su historia y los sustos que daba a la gente, envolviéndose en su poncho blanco, era de miedo que lo encontraran un día y lo reconosieran.

Golvió a pedir por su vida, que bastante castigo tenía con su disgrasia.

El inglés, poco amigo de alcagüeterías, prometió cayarse y dejarlo al infelis yorando su amargura.

Esto pasó hase muchos años, y disen que al inglés, como premio a su güena alma, nunca le salió más redondo un negosio.

Don Segundo hizo una pausa, su cara bronceada parecía impresionada por sus palabras, y golpeaba con una ramita robada al fuego la maternal fecundidad de la olla.

  —118→  

El auditorio esperaba en calma la conclusión de la historia.

-Güeno, es el caso que muchos años dispués tuvo ocasión el inglés, que era viajadoraso, de golver por el pago.

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aró en casa e la viuda, y no podía dejar de pensar en lo que le había susedido por sus mocedades.

En la mesa, aunque fuera asunto delicao, preguntó a la patrona por el ánima de su hijo. La viejita se largó a yorar, disiendo que ya nunca oiba la voz de su hijo querido y que ya no escribía gracias como antes en el suelo.

Dejuro en algo lo había ofendido, que eya no sabía tratar con espíritus, y, pa colmo, ni los dos pesos se   —119→   alsaba, aunque siempre comía lo que eya le yevaba. Muchas veses había yorao suplicándole al alma le contestara, pero nunca hayó respuesta a sus lamentos.

Al inglés le picó la curiosidá y, aunque estaba medio bichoco por los años pa meterse en malos pasos, se le remosaba el alma con el recuerdo y se aprestó pa la noche misma. Dijo a la vieja que tendería el recao bajo el alero, que la noche iba a ser caliente; y cuando todos se habían dormido, enderesó al Quintón con un paso menos asentao que años antes y caviloso sobre el cambio que había dao el malevo en sus costumbres.

Ni bien yegó al parque, un ventarrón se alsó, y creyó el hombre en mal aviso. Se abrió paso como pudo entre las malesas y yegó trompesando al abra dispués de muchas güeltas. Venía sudando, el aliento se le añudaba en el garguero y se sentó a descansar, esperando que se le pasara el sofocón y preguntándose   —120→   si no sería miedo. Malo es pa un varón hacerse esa pregunta, y el hombre ya comensó a sobresaltarse con los ruidos de aqueya soledá.

La tormenta suele alsar ruidos extraños en la arboleda. A vieses el viento es como un yanto de mujer, una rama rota gime como un cristiano, y hasta a mí me ha susedido quedarme atento al ruido de un cascarón de uncalito que golpeaba el tronco, creyendo juera el alma de algún condenao a hachar leña sin descanso. Al día siguiente, como susede en esos castigos de Dios, el ánima encuentra desecho su trabajo y tiene que seguir hachando y hachando con la esperansa que un día el filo de su hacha ruempa el encanto.

En esos momentos he sentido achicarsemé el alma, pensando en lo que a cada uno le puede guardar la suerte, y me hago cargo lo que sería del inglés, ya viejón, con más de un pecao ensima, figurandosé que esa sería la'ora de su castigo.

  —121→  

Pero él no creiba en ánimas, de suerte que crió coraje y se arrimó al lugar en que debía estar el plato. Lo hayó como antes, y como antes también se agasapó pa esperar.

Ya harían muchas horas que estaba ayí, y le paresió una eternidá. No podía ver la hora por la escuridá y quiso levantarse pero sintió como una mano que le pasaba por la carretiya y se agachó más bajito, pues ya le estaba entrando frío, y si no ganaba las casas era porque tenía miedo.

Tendió la oreja y sintió que, en frente, algo caminaba entre las hojas secas. Había parao el viento y podía oír clarito los pasos de un cristiano que gateaba.

Aguantó el resueyo y miró pal lao que venía el ruido. Como a una cuarta del suelo, vido relumbrar dos ojos que lo miraban. Sintió que el corasón le daba un vuelco y apretó el cuchillo que había desenvainao, jurando que, si era broma, bien cara la había de pagar   —122→   quien le hasía pasar tamaño susto. Pero golvió a mirar, y más cerca dos otros ojitos briyaron; sintió un tropel a su espalda, le peresió que alguien se raiba, y ya, mitad de rabia y miedo, saltó al esplayao.

-Venga -gritó- el que sea, que yo le he de en... pero, ay no más, un bulto le pegó en las piernas, el hombre trabocó unos pasos y se jue de largo, cayendo con el hosico entre el plato de latón vasío. Más sombras le pasaron por ensima, alguno le gritó una cosa al oído, yevándosele media oreja, sintió como patas peludas de diablo que le pisoteaban la cara y se la rajuñaban.

Hiso juerza y disparó pal monte. No quería saber nada, y corría este cristiano por entre los árboles, dándose contra los troncos, pisando en falso, enredándose en las bisnagas, chusiándose en los cardos, y gritaba como ternero perdido rogando al Señor lo sacara de ese infierno.

  —123→  

Don Segundo se rió.

-Ave María, susto grande se yevó este hombre.

-Vea el duro -gritó otro- se hizo manteca. Y cómo jue que había tanto bulto, si parese maldisión rió Silverio.

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-Jue -siguió don Segundo-, que la tal ánima había juntao unos pesos y juyó del pago a vivir como Dios manda. Como la viuda seguía poniendo la comida, la olfatió un zorro, y dende entonses vienen en manada. El que quiera sacárselas tiene que ir alvertido y no pisar en hoyos.

  —124→  

Todos festejaron el cuento. Decididamente, don Segundo los había fumao para que no lo embromaran, pero el cuento valía uno serio.

Hubo un movimiento general. A los que estaban cebando se les había enfriado la yerba; otros se fueron a dormir, mientras los menos cansados volvían hacia la mesa, donde la baraja, manoseada y vieja, esperaba el apretón cariñoso de las manos fuertes.



  —125→  

ArribaAbajoEl pozo

  —127→  

Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple.

Todo una historia trágica.

Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de piedra para descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo redondel.

Allí le sorprendieron: el cansancio, la noche y el sueño; su espalda resbaló al apoyo y   —128→   el hombre se hundió, golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.

Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa.

Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, sólo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.

Con su mano libre tanteó el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida.

Miró hacia arriba; el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente.

  —129→  

Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz.

Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca.

Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por pesa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.

Más de una vez, la tierra insegura cedió a su peso, crepitando abajo en lluvia fina; entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba inmóvil la vuelta de sus fuerzas.

Sin embargo, un mundo insospechado de   —130→   energías nacía a cada paso, y como por impulso adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus martirios.

Allí quedaba11, medio cuerpo de fuera, anulada la voluntad por el cansancio, viendo delante suyo la forma de un Aguaribay como cosa irreal...

Alguien pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó a esbozar un llamado. Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió hacia el maldito.

El infeliz comprendió, hizo el último y sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle en la frente, y aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra.

  —131→  

Ahora, todo el pago conoce el pozo maldito; y sobre su brocal, desdentado por los años de abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las apariciones del malo.

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  —133→  

ArribaAbajoNocturno

  —135→  

La amenaza había quedado en Roberto como un presagio de desgracia.

Sí, humílleme, pero algún día, si Dios quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.

Bah, no era el primer caso... fanfarronadas de paisano.

Roberto era hombre de afrontar un peligro, y no hizo caso del consejo: Mire, patroncito, que es mal bicho.

Volvía del pueblo: dos leguas cortas.

  —136→  

La noche era obscura, agujereada de mil estrellas.

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El caballo galopaba libremente, la confianza del jinete depositada en instinto seguro.

A treinta cuadras de las casas los cardos dejan un estrecho espacio; es el mes de Noviembre y se alzan, rígidos, mirando al cielo con sus flores torturadas de espinas.

Algo se movió en el camino.

Abriose el cardal y un bulto ágil saltó hacia el caballo, que, desesperadamente, trató de esquivarse con estrépito de cardos pisoteados.

Se debatió queriendo desasirse de la mano que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones, pero perdió apoyo en una zanja,   —137→   arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado; una pierna apretada por su peso.

Palabras de injuria vibraron en el tropel producido por la lucha.

Roberto tiró al bulto, que retrocedió con una imprecación.

Había tocado: tenía ahora que ganar tiempo, salir de la posición en que se hallaba.

El caballo, libre un momento, se levantó, proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue tarde.

El bulto, que no había hecho sino retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.

Recibió el golpe en pleno vientre.

Se supo muerto -un gesto de dolor le dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver asiendo de ambas manos la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo encontronazo; ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el vientre.

  —138→  

Un chorro de sangre los bañaba, uniéndolos en su viscosidad roja.

Hubo el ruido de dos respiraciones, entremezcladas en esfuerzo de angustiosa lucha.

El hierro ahondó la herida con el movimiento, despedazó la carne, abrió un boquete como cloaca que bañó de inmundo vómito cuatro manos crispadas sobre la misma empuñadura.

Y el cuerpo de Roberto tambaleó vacío de vida, cayó con un son flácido, los ojos inmensos de terror, la boca abierta, en aullido prolongado como un canto.

No humano, el vengador miró esos ojos sin vida y gruñó con voz que era estertor:

-Te la había jurao.

Y fue la dureza del hierro que choca entre los dientes, con ruido repetido y mate, la última convulsión desesperada hacia la vida, una explosión sorda y el sonido blando de una cabeza que cae sobre la tierra.

  —139→  

La sombra corrió hacia el cardal, luego volvió adherida a otra más grande.

El cadáver yacía, inerte, en actitud de descanso.

Sobre su vientre, el enorme desgarro de ropa y carne, mientras una mancha negruzca hacía, en torno a su cabeza, como una aureola de martirio.

Tembloroso, el caballo del matador, olfateaba la tragedia: pero fue tranquilizado por las palabras sarcásticas:

-No se asuste, amigo, que ese ya no ofiende a naides.

Y el silencio, por breve tiempo roto, impuso su eternidad.

Un rebencazo sonó seco, y el matador, en brusca carrera, fue desapareciendo como diluido en la obscuridad.

Al poco, quedaba un movimiento de sombra en la sombra; pronto nada.

  —140→  

Y del golpe sobre el camino endurecido, un eco llegó, sonoro.

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  —141→  

ArribaAbajoLa deuda mutua

  —143→  

Don Regino Palacios y su mujer habían adoptado a los dos muchachos como cumpliendo una obligación impuesta por el destino. Al fin y al cabo no tenían hijos y podrían criar esa yunta de cachorros, pues abundaba carne y hubiesen considerado un crimen abandonarlos en manos de aquel padre borracho y pendenciero.

-Déjelos, no más, y Dios lo ayude -contestaron simplemente.

Sobre la vida tranquila del rancho pasaron   —144→   los años. Los muchachos crecieron, y don Regino quedó viudo sin acostumbrarse a la soledad.

Los cuartos estaban más arreglados que nunca; el dinero sobraba casi para la manutención, y sólo faltaba una presencia femenina entre los tres hombres.

El viejo volvió a casarse. En la intimidad estrecha de aquella vida pronto se normalizó la primera extrañeza de un recomienzo de cosas, y la presente reemplazó a la muerta con miras e ideas símiles.

Juan, el mayor, era un hombre de carácter decidido, aunque callado en las conversaciones fogoneras. Marcos, más bullanguero y alegre; cariñoso con sus bienhechores.

Y un día fue el asombro de una tragedia repentina. Juan se había ido con la mujer del viejo.

Don Regino tembló de ira ante la baja traición y pronunció palabras duras delante del   —145→   hermano, que, vergonzoso, trataba de amenguarla con pruebas de cariño y gratitud.

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Entonces comenzó el extraño vínculo que había de unir a los dos hombres en común desgracia. Se adivinaron, y no se separaban para ningún quehacer; principalmente cuando se trataba de arreos a los corrales; andanzas penosas para el viejo. Marcos siempre hallaba modo de acompañarle, aunque no le hubiesen tratado para el viaje.

  —146→  

Juan hizo vida vagabunda y se conchabó por temporadas donde quisieran tomarlo, mientras la mujer se encanallaba en el pueblo.

Fatalmente, se encontraron en los corrales. El prurito de no retroceder ante el momento decisivo los llevó al desenlace sangriento.

El viejo había dicho:

-No he de buscarlo, pero que no se me atraviese en el camino.

Juan conocía el dicho, y no quiso eludir el cumplimiento de la amenaza.

Las dagas chispearon odio en encuentros furtivos buscando el claro para hendir la carne; los ponchos estopaban los golpes y ambos paisanos reían la risa de muerte.

Juan quedó tendido. El viejo no trató de escapar a la justicia, y Marcos juró sobre el cadáver la venganza.

  —147→  

Seis años de presidio. Seis años de tristeza sorbida, día a día, como un mate de dolor.

Marcos se hizo sombrío, y cuanto más se acortaba el plazo, menos pensaba en la venganza jurada sobre el muerto.

-Pobre viejo, arrinconado por la desgracia.

Don Regino cumplió la condena. Recordaba el juramento de Marcos.

Volvió a sus pagos, encontró quehacer, y los domingos, cuando todos reían, contrajo la costumbre de aturdirse con bebidas.

En la pulpería fue donde vio a Marcos y esperó el ataque, dispuesto a simular defensa hasta caer apuñaleado.

El muchacho estaba flaco; con la misma sonrisa infantil que el viejo había querido, se aproximó, quitándose el chambergo respetuosamente:

-¿Cómo le va, don Regino?

-¿Cómo te va, Marcos?

Y ambos quedaron con las manos apretadas,   —148→   la cabeza floja, dejando, en torno a sus rostros, llorar la melena. Lo único que podía llorar en ellos.

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Yo he conocido a esa pareja unida por el engaño y la sangre más que dos enamorados fieles.

Y los domingos, cuando la semana ríe, vuelven al atardecer, ebrio el viejo, esclavo el muchacho de aquel dolor incurable, bajas las frentes, como si fueran buscando en las huellas del camino la traición y la muerte que los acollara para siempre.



  —149→  

ArribaAbajoCompasión

  —151→  

Lleno de la reciente conversación, me adormecía en visiones interiores mientras volvía a casa por camino conocido a mis piernas.

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Casas nuevas y chatas, calle de empedrado tumultuoso por la tortura diaria de enormes carros, veredas angostas plagadas de traspiés, nada me distraía, cuando el rumor de una voz quejumbrosa llegó a mí, al través de la noche, pálidamente aclarada por un pedazo de luna muriente.

  —152→  

Eso me insinuó que el camino era peligroso. En la esquina aquel almacén, equívocamente iluminado por la luz rojiza de varios picos de gas silbones, era conocido como un punto de reunión de borrachos y truqueros tramposos.

Algún fin de partida debía ser lo que me llegaba de en frente en forma de discusión. Saqué del cinto el revólver, que escondí, sin soltarlo, en el vasto bolsillo de mi sobretodo y crucé a enterarme del origen de aquella pelea.

Cautelosamente me aproximé. La disputa había ya pasado «a vías de hecho», pues el más grande de los dos asestaba sin miramientos fuertes golpes sobre el contrincante, que me pareció ser jorobado.

Toda mi sangre de Quijote hirvió en un sólo impulso, y, los dedos incrustados en el cabo de mi arma, juré intervenir con rigor.

El bruto era de enorme talla. Cuando se   —153→   sintió asido del brazo suspendió el balanceo de su pierna, que con indiferencia de péndulo, viajaba entre el punto de partida y el posterior de su víctima.

Me miró con ira, pero su expresión cambió instantáneamente hacia el respeto. También yo le había reconocido, lo cual no amenguó mi justo enojo.

-¿No tenés vergüenza de estropear así a un infeliz que no puede defenderse?

-¡Si usted supiera niño, qué bicho es ese! -y lo12 miraba con un renuevo de rencor.

-Cualquiera que sea; a un hombre así no se le pega.

Dócilmente, se dejó llevar del brazo hasta el almacén, donde entró bajo pretexto de un encuentro con «elementos nuevos».

Yo seguí mi ruta hacia casa. Crucé la gran avenida y volví a sumirme en un zig-zag de pequeñas calles obscuras.

Guardé mi arma, inútil ya, y mientras mis   —154→   nervios reentraban en calma pensé en el dador de la paliza. Cañita, un muchacho bebedor e impetuoso que mi padre utilizaba en los momentos peliagudos de una elección. Valeroso hasta la inconsciencia, bruto, obediente a nuestras órdenes y que sólo nosotros podíamos tratar a antojo sin protestas de su parte.

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Rememoraba un hecho no lejano. En unas elecciones de pueblo suburbano nos servía para secuestrar un presidente de mesa que estorbaba. Recordé el día de agitación política, las calles rectas y terrosas, el atrio de la iglesia colonial. Los detalles se precisaban en mi memoria e iba saboreando la audacia maliciosa de nuestro Cañita, cuando un palo asestado de atrás sobre mi cabeza hizo caer a pique en el aturdimiento mis remembranzas.

  —155→  

-Yo te voy a dar infeliz... -y los palos llovieron y la voz seguía. Vas a ver si no sé defenderme, y después te vas a meter a proteger gente que no te pide ayuda y hacerte el valiente diciendo que a los desgraciados no se les pega...

Los palos aumentaban, y también los insultos... Y de cuánto duró aquello y cómo concluyó conservo memoria muy vaga.



  —157→  

ArribaAbajoLa donna è mobile

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PRIMERA PARTE

Era domingo, y lindo día; despejado, por añadidura. Deseos de divertirse y buena carne en vista.


Con su flete,
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muy paquete
y emprendao,
iba Armando
galopiando
pal poblao.
—160→
Por otra parte:
En el rancho
de ño Pancho
lo esperaba,
ha puestera,
(más culera
que una taba).

¡Ah!, Moreno, negro y alegre a lo tordo.

SEGUNDA PARTE

Buena gaucha la puestera, y conocida en el campo como servicial y capaz de sacar a un criollo de apuros. De esos apuros que saben tener sumido al cristiano macho (llámesele mal de amor o de ausencia). Y no era fea, no, pero suculenta, cuando sentada sobre los pequeños bancos de la cocina, sus nalgas rebalsaban invitadoras.

«Moza con cuerpo de güey, muy blanda de corazón», diría Fierro.

  —161→  

Lo cierto es que el moreno iba a pasto seguro, y no contaba con la caritativa costumbre de su china, servicial al criollo en mal de amor.

Cuando Armando llegó al rancho, interrumpió un nuevo idilio. El gaucho, mejor mozo por cierto que el negro, tuvo a los ruegos de la patrona que esconderse en la pieza vecina antes de probar del alfeñique; y misia Anunciación quedó chupándose los dedos, como muchacho que ha metido la mano en un tarro de dulce.

¡Negro pajuate!

TERCERA PARTE

-Güenas tardes.

-Güenas.

No estaba el horno como pa pasteles, y Armando, poco elocuente, manoteó la guitarra, preludió un rasguido trabajoso, cantando por   —162→   cifra con ojos en blanco y voz de rueda mal engrasada.


-Prenda, perdone y escuche.
Prenda, perdone y escuche,
que mis penas bi'a cantar,
pero usté mi'a de alentar,
pues traigo pesao el buche,
más retobao que un estuche
que no se quiere vaciar.

Doña Anunciación, más seria que el Ñacurutú, guiñaba los ojos, perplejos.

Armando buscó inspiración por milonga:



No me mire, vida mía,
con esa cara tan mala,
que el corazón se me quiebra
como una hojita'e chala.
—163→

Miremé, china, en el alma,
con sus ojos de azabache;
miremé con su cariño,
que no hay miedo que me empache.

Y digamé con los ojos
que lo quiere a su moreno,
y enfrenemé con confianza,
que he de morder en su freno.

Pero no se enoje, prenda,
y no arrugue ansí la cara,
si no quiere que me muera
más blandito que una chara.

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Ahí no más, salió el de adentro, enredándose en los bancos, con tamaña daga remolineando, y ambos amantes se encararon, entre insultos y promesas de degüello.

-Negro desgraciado, había de tocarle la   —164→   mala -y quedó boqueando, mientras el otro huía despreciando a la china, a quien comparaba con bestias poco honradas. Se fue, se fue... pucha, moso apurao.

La puestera, momentáneamente preocupada, arrastró hacia afuera al muerto, lo subió a duras penas en la zorra, ató el petizo y fue hasta una vizcachera rodeada de tupidos cardos, donde volcó su carga. Mientras tapaba al finao, recordó su nuevo amor ahuyentado.

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-Bien muerto -pensaba- por entrometido.

La cabeza quedaba aun de fuera; doña Anunciación no podía ya de cansada, pero era buena cristiana; hizo una cruz   —165→   de un palito, buscó un lugar donde ponerla, y, con ímpetu repentino, se la clavó al muerto en el ojo.

¡Negro pajuate!





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