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De Blanco White a Galdós:

Un siglo de lucha por la libertad de conciencia en España1

José Luis Mora García


Universidad Autónoma de Madrid


ArribaAbajoPresentación

Mucho se ha escrito acerca del difícil desarrollo del espíritu ilustrado en la católica España del XVIII. Como es bien sabido, desde las dos orillas del pensamiento político se ha negado durante mucho tiempo, bien que por razones opuestas pero coincidentes en sus conclusiones, la existencia de una tal Ilustración en España. Las ortodoxias de escuela en la ciencia histórica han dejado poco margen para la percepción de la heterogeneidad siendo el caso de la Ilustración especialmente relevante. Los juicios sobre ese tiempo histórico han centrado el debate acerca de las concepciones de España que unos u otros querían implantar. Desde la España ortodoxa de Menéndez Pelayo quien, a su pesar, nos descubrió que estaba también la heterodoxa hasta, por ejemplo, Ortega o Marañón y sus juicios sobre la desastrosa ausencia del siglo XVIII, hemos fluctuado entre el casticismo y el adanismo. Entre la defensa de unas supuestas esencias patrias que contribuían al mantenimiento de los privilegios y la negación de los hechos que sirven para autoerigirse en el inicio de la historia, las dos opciones defendidas durante tiempo han sido igualmente mutiladoras.

Primeramente ha sido la investigación histórica la que ha ido poniendo elementos de juicio cada vez más innegables y, segundo, una interpretación menos apasionada, menos ideologizada y chauvinista (desde España o desde fuera de ella) nos va permitiendo tener un conocimiento más ajustado. Por supuesto, la recuperación de la obra de Feijoo, de Jovellanos gracias al exhaustivo esfuerzo del profesor Caso González y de los trabajos de Vicente Llorens, Goytisolo y Manuel Moreno Alonso por descubrir la compleja y determinante figura de José María Blanco White, nos están permitiendo cambiar muchos tópicos. Dicho así por no citar a muchos otros.

Hace ya una docena de años Siegfried Jüttner2 sostenía que «para los expertos esto está fuera de duda: la Ilustración camina pareja en España al crecimiento y al progreso, a una renovación sensible en la economía y en la sociedad, en el estado y la cultura. Dicho en pocas palabras: una época fructífera con mala prensa todavía. Pues en escuelas y universidades no es aún doctrina reconocer esto, debido a la rigidez de la represión.» Al final de su interesante análisis reconocía el profesor Juttner que en España la Ilustración no surge, a diferencia de Francia, «de una ruptura con la tradición». Y, por supuesto, en este punto el que después sería conocido como problema religioso ocupa un lugar relevante. Sin una adecuada valoración de los planteamientos y reformas desarrollados por la promoción de Blanco difícilmente se entienden las posiciones de los liberales de la mitad del XIX en adelante, es decir, como ilustrados tardíos. Precisamente, esta ceguera histórica ha facilitado interpretaciones sesgadas, cuando no injustas, de la generación que maduró reformas importantes en el campo de la ciencia, la filosofía y la estética tras la revolución de septiembre de 1868.

No es, pues, en absoluto, arbitrario traer aquí a colación a Galdós pues él tuvo una fina intuición acerca del significado de aquellos liberales cuya vida se vio perturbada por la invasión napoleónica hasta obligarles a corrimientos de posiciones contra natura o a radicalizarse frente a quienes se atrincheraban en posturas propias del viejo régimen. Ambos fueron conscientes del riesgo real de fracturas o divisiones internas en la nación española y el propio Blanco White publicó ya en 1813 un artículo titulado precisamente «Sobre las divisiones internas que empiezan en España» que finalizaba con un pronóstico bien lúcido: «el riesgo no es muy remoto». Por su parte Galdós pronto se dio cuenta de que debía empezar por los orígenes del liberalismo para explicar la situación de su tiempo y los resultados de la Gloriosa. Si La Fontana de Oro, su primera novela, había puesto de manifiesto las bondades de quienes recuperaron la libertad en el llamado trienio revolucionario, pronto cayó en la cuenta de que debía remontarse un poco más atrás y así, antes de ocuparse de sus contemporáneos con Doña Perfecta (1876) y las novelas siguientes, ya había escrito El audaz (1871) y había completado la Primera Serie de los Episodios, novelas todas ellas sobre aquellos hombres que en plena Guerra de la Independencia hicieron de su vida una gran pasión y un inmenso orgullo. Es precisamente en esa novela subtitulada «Un radical de antaño», que no ha sido de las más citadas o estudiadas por haber sido considerada una novela de aprendizaje o juventud, en la que Galdós mostraba ya un fino juicio acerca de las contradicciones de un radicalismo que Blanco White había ya denunciado en su tiempo. En ese texto temprano no olvidaba Galdós mencionar al clérigo sevillano junto a Gallardo y Marchena, «hijos los tres de Andalucía y primeros héroes y víctimas de nuestras discordias religiosopolíticas»3. Pocas palabras pero suficientes para centrar el significado de la vida de esos tres personajes situados del lado del progreso y la lucha por la libertad de pensamiento, y contra el más duro autoritarismo pero, en el caso de Blanco al menos, frente a los excesos de ambas posturas. Cuando Galdós, treinta años después de publicar esta novela, estrenara Electra en 1901, hace ahora pues un siglo, representación que se convirtió en el acontecimiento social de más grandes dimensiones a favor y en contra de la libertad de conciencia, apareció a los ojos de los jóvenes como un gran símbolo de la España nueva que podría haber florecido del todo si el liberalismo hubiera triunfado frente al absolutismo.

Mas Blanco White terminó en el exilio y su memoria ha estado perdida para la inmensa mayoría de españoles durante dos siglos. Y, por lo que al autor canario respecta, todavía quienes fundaron la Casa Museo en Las Palmas, allá por la mitad de los años sesenta del pasado siglo, fueron amenazados de excomunión. Por no decir que los últimos años del novelista constituyeron una especie de exilio interior, olvidado por la España oficial. Dos épocas, pues prácticamente Galdós nace al tiempo que muere Blanco, pero un mismo problema, una sensibilidad común para abordarlo, una misma lucha y una herencia compartida que nosotros hemos recibido.






ArribaAbajoEl llamado «problema religioso»

¿Es posible hacer una crítica a la Iglesia Católica como institución que juega un papel social y político y defender, al tiempo, la importancia del sentimiento religioso? ¿Es posible defender la libertad de cultos, es decir, la libertad de conciencia sin por ello ser acusado de anticatólico o antirreligioso? Estas preguntas que hoy nos parece que tienen fácil respuesta constituyeron el núcleo del debate ilustrado en la medida que demarcaban el ámbito de actuación de la razón humana. Mas, como muy bien ha estudiado Concepción de Castro4 a propósito de la figura de Campomanes, «dado un contexto sociopolítico en el que el elemento religioso se extendía a todos los aspectos de la vida, no existía una separación nítida entre la esfera civil y la religiosa.» De ahí que, sin caer en el jansenismo5, el catolicismo ilustrado buscara entroncarse con el humanismo cristiano del siglo XVI como forma de liberar al tiempo al poder civil y a la conciencia individual del poder eclesiástico. La apuesta por el regalismo y por la recuperación del cristianismo primitivo fueron las respuestas elegidas y ambas iniciaban una línea de pensamiento muy duradera a lo largo del XIX como un intento de conjugar la tradición y la modernidad que no estuvo exenta de contradicciones y dejó ver la debilidad del liberalismo, tal como denunciaba Galdós en su artículo «La España de hoy», publicado pocos meses después del estreno de Electra. Mas fue, también, un pensamiento lúcido que diferenciaba entre la crítica del poder político de la Iglesia y el respeto a los valores religiosos a los que asignaba buena parte de lo más valioso de nuestra cultura. Sin esta referencia no se entiende la recepción de la filosofía krausista, ni posturas como la Fernando de Castro en su Memoria testamentaria o la de Gumersindo de Azcárate tanto en sus artículos sobre los riesgos del positivismo como, más claramente, en la Minuta de un testamento, ni siquiera la del propio Unamuno por cuanto todos ellos coinciden en la necesidad de contribuir a la construcción de una conciencia individual libre de las presiones autoritarias y de la propia conciencia nacional como ámbito colectivo de convivencia política6. Como señalaba Clarín, a propósito de Galdós, «no atacan -se refiere a sus novelas- el fondo del dogma católico, atacan las costumbres y las ideas sustentadas al abrigo de la Iglesia por el fanatismo secular»7. Este juicio, bien diferente del sostenido por Menéndez Pelayo en los Heterodoxos: «Hoy en la novela, el heterodoxo por excelencia, el enemigo implacable y frío del catolicismo no es ya un miliciano nacional sino un narrador de altas dotes...»8, explica perfectamente la diferencia de planos en la crítica.

Como es bien sabido, el autor cántabro dedicó muchas páginas a Blanco de quien había leído bastantes de sus obras y debió ver don Marcelino en él a un enemigo peligroso por la dureza y sarcasmo de su ataque al comenzar citando esta frase autobiográfica del propio Blanco: «Viví en la inmoralidad mientras fui clérigo, como tantos otros que son polilla de la virtud femenina.» Prescinda mi lector de la insolente bufonada con que esta cínica confesión termina, y aprenda a qué atenerse sobre las teologías y liberalismos de Blanco. ¡Que siempre han de andar faldas de por medio en este negocio de herejías! Este influjo mujeriego por un lado, y la tertulia de Quintana por otro, acabaron de dar al traste con los últimos restos de la fe de Blanco. Así le encontró la guerra de la Independencia, y abrazando él por de pronto la causa del alzamiento español, siguió a Sevilla la retirada de la Junta Central, dijo en su instalación la primera Misa, como Capellán de ella, y prosiguió, son palabras suyas, en su odioso oficio de engañar a las gentes9

Estos y otros juicios, que podríamos traer a colación, muestran la enorme importancia que el problema religioso adquirió a lo largo de todo el siglo. Por decirlo en otras palabras: ocupó todo el espacio del debate acerca de los comportamientos individuales así como de la legitimación del orden social y político. Fue el precio pagado por un pensamiento ilustrado que, como decíamos al principio, deseó no romper con la tradición. Pensamiento de la no renuncia lo he calificado en ocasiones al no querer prescindir del sentimiento religioso al que Galdós, en una frase muy parecida a las empleadas por Blanco, consideraba «el nervio de nuestra historia», por encima del valor de las filosofías más sometidas a las modas, «como los sombreros de señora». Mas al no demarcar la dimensión religiosa del sentido moral como lo hizo la ilustración alemana (y en parte la inglesa y la francesa) manteniendo la dependencia de la moral respecto de la religión, ésta invadió todos los terrenos convirtiéndose en un esquema interpretativo y su lenguaje aquel en que se hablaba de todos los problemas. El diagnóstico y propuestas de superación de los problemas sociales quedaban, pues, sometidos al esquema tripartito de una soteriología de carácter religioso. No fue, pues, casual que casi toda la literatura del XIX quedara impregnada por este problema, o más aún, que se convirtiera en el marco de las más agrias polémicas. Creo que se atribuye a O'Donnell el siguiente párrafo: «Preguntad a nuestros absolutistas sobre la teoría de sus principios, y no os dirán treinta palabras sin mezclar con ellas treinta veces la religión y la divinidad. Interrogad a nuestros demócratas y no les oiréis hablar más que de Jesucristo y del evangelio. Ni unos ni otros saben ser hombres políticos sino vistiéndose de frailes.»

Puestas así las cosas, era inevitable que la conciencia fuera el espacio y la razón de todas las disputas, de las intelectuales y de las físicas, es decir, las que conllevan el uso de la fuerza en el ámbito doméstico o las que provocan conflictos sociales, es decir, las guerras. La formación de la conciencia individual se convirtió en clave para la formación de la conciencia social, es decir, de España. En este sentido la libertad sólo se afirma contra el fanatismo, y la intolerancia se convierte en la causa de todos los males. El caso de «la monja a la fuerza» se erigía así en un símbolo compartido por Blanco White y Pérez Galdós casi con un siglo de distancia.

Hace ya bastantes años que analicé este problema en relación con las novelas de Galdós10 y considero que de haber podido conocer a Blanco hubieran coincidido en diagnóstico y terapia del problema.




ArribaAbajo La postura de Blanco White

Pocos intelectuales han conseguido penetrar el problema religioso en España como este sevillano marcado por las ásperas circunstancias de sus días que terminaron por obligarle a vivir fuera de su patria y a escribir de ella en la distancia que es lo mismo que decir desde dentro de sí mismo. Conocimiento objetivo y sentimiento personal conforman el talante de este ilustrado que responde en todo al espíritu de su tiempo: la duda y el espíritu crítico como fuente del conocimiento y éste como superación de la ignorancia que es la fuente de todos los males, es decir, de la falta de libertad. Y, además, estaba dispuesto a denunciar su carencia allá donde la detectara aunque fuera en la Junta Central o en la misma Constitución:

«El artículo sobre religión es, desafortunadamente, la expresión exacta de las opiniones que la masa tiene sobre este punto. ¿Podemos, por tanto, suponer, sinceros a los forjadores de la Constitución en la profesión de una fe dura, dictatorial e indudable que aparece en todo ese notable artículo? ¿No tenemos que sospechar de esa firmeza en las creencias que hace al partido liberal mantener los presupuestos católicos por generaciones? Por nuestra parte creemos que es imposible que los hombres, cuya lectura y pensamiento los había llevado a abrazar los principios políticos que habían tratado de poner en vigor en la Constitución española, aprobaran el artículo en cuestión; del mismo modo creemos imposible que esa nación -aún fanática en tales doctrinas- estuviera dispuesta a recibir aquella Constitución»11.



Si el texto anterior es de 1824, catorce años antes ya había sostenido que este planteamiento era imposible de realizar, aunque fuera deseable, pues el intento de imponer un solo gobierno y «una sola religión» sólo conseguirá «que una parte de la nación se abisme en la superstición y la ignorancia y otra en la irreligión más absoluta, acompañada de los agregados que la hacen más temible y dañosa -el rencor y la hipocresía»12. Así pues, aun siendo deseable, sólo por la convicción y no por imposición puede llevarse a cabo. Blanco, quien había sido miembro del Instituto Pestalozziano sabía del valor de la educación tal como el insigne pedagogo suizo, seguidor de Kant, practicaba.

Manuel Moreno Alonso ha escrito un grueso volumen13 donde, además de darnos a conocer que el pensamiento religioso de Blanco se halla diseminado en unas mil quinientas páginas y por tanto fue un problema que le preocupó enormemente y durante toda su vida, nos ofrece muchas claves para saber que no tenía una perspectiva unidimensional del mismo. Por el contrario, su gran conocimiento de la historia de España, incluida la evolución de la religiosidad popular y su distancia de las élites, la conversión que a lo largo del XVII había sufrido la moral religiosa católica hasta quedar conformada como única moral social, mezclada con supersticiones y utilizada en la medida de las necesidades cotidianas, le hizo afrontar el problema desde la complejidad y evitar las simplificaciones. Como confesor sabía que el alma humana está más propicia a la satisfacción de necesidades que al cumplimiento de las leyes aun siendo éstas importantes y como observador de comportamientos colectivos comprobó que éstos terminaban por autorregularse, o sea, por convertirse en autónomos frente a las normas generales. Su exposición de las fiestas religiosas: el carnaval, el miércoles de ceniza, la Semana Santa, el Corpus Christi... es magnífica y ofrece al lector una cantidad enorme de claves para comprender una religiosidad más compleja de lo que suele sostenerse y contribuye a evitar maniqueísmos simplificadores en el análisis de las causas de la superstición y en la propuesta de las soluciones a la intolerancia. Si la Iglesia Católica estaba en la raíz de los problemas del fanatismo, las propuestas liberales pecaban, a su juicio, del radicalismo de las simplificaciones. Blanco White se propone una denuncia de la situación española acerca de los males antiilustrados que conforman la ignorancia y la falta de libertad de conciencia, que vienen a ser lo mismo, mediante un análisis tan lúcido como demoledor de la naturaleza de los mismos.

Si bien las razones se distribuyen a lo largo de toda su obra y no desperdicia ocasión para dar a conocer sus opiniones acerca del peso que la religión nacional tiene en el carácter español como constata en la primera de las cartas14 y agudiza su crítica en la segunda reconociendo tajantemente que «nuestros corruptores, nuestros mortales enemigos son la religión y el gobierno», sobre la libertad de conciencia y el respeto a las decisiones individuales son las cartas tercera, quinta y sexta donde Blanco afila sus juicios sobre el control que la religión ejerce sobre la voluntad de las personas. Para ello, el instrumento más importante es la ignorancia y la superstición que nos lleva a tener que asociar «las leyes españolas con el despotismo y el cristianismo con la persecución y el absurdo».

En este sentido, la carta tercera, de fuerte componente autobiográfico, analiza el «sacerdote a la fuerza que llegó a ser» al triunfar el temor frente al entusiasmo, la ascética frente a la razón y el sentido común degradado en indecisión y timidez inducido a través de la confesión, mecanismo que considera clave en la conformación de las conciencias pues «ciertamente no conocerá España el que no tenga idea de las poderosas fuerzas morales que influyen en este país y no hay duda que un sacerdote español tendrá algo interesante que decir sobre el tema de la confesión»15.

¿Qué llevó a Blanco, una vez hechas estas afirmaciones, a considerar como favorable la influencia de los jesuitas en la moral española? No es fácil responder a esta pregunta tras el análisis que hace de los ejercicios ignacianos. Quizá fuera su rechazo aún más duro de los dominicos frente a quienes no tiene compasión -«Santo Domingo el más odioso de los santos modernos»-, de los franciscanos -«San Francisco, el más exaltado»16- o del propio clero secular bastante ignorante, de la misma universidad «de la que pocas son las ventajas que un joven puede sacar» y no digamos nada del papel jugado por la Inquisición. Probablemente reconociera en ellos la eficacia de sus métodos mediante el uso del afecto y el suave reproche que evitaban los extremos de «la melancolía religiosa o del libertinaje» a través de los consejos del director espiritual. O, seguramente, apreció por momentos su sentido realista frente al perfeccionismo jansenista que obligaba en cada acción a someter a experiencia el sistema entero de creencias. No es fácil saberlo cuando finalmente se reconoce un hijo de la libertad ilustrada pues nunca, dice al final de la carta, «he experimentado mayor placer que la primera vez que saboreé la libertad de pensar» que encuentra su desequilibrio en el exceso y en la falta de moderación que, realmente, sólo puede ser ejercitada cuando ésta forma parte de la moral social. Cuando esto no es así, cuando es obligado someterse externamente a personas y doctrinas aparece en el alma la amargura y hasta la soberbia de las convicciones excluyentes. He ahí los principales males de la falta de libertad: impide el desarrollo del individuo y corroe las bases sobre las que debe asentarse la construcción de la sociedad.

Y si esta experiencia nos cuenta de sí mismo en ese magnífico ejercicio de introspección, la exposición sobre «la monja a la fuerza» nos lleva de la Andalucía de comienzos del XIX al Madrid galdosiano de 1901. Prácticamente un siglo dominado por las órdenes religiosas cuyo peso en la sociedad Blanco deseaba corto pero pronosticaba largo: «la lucha será larga y desesperada, y es probable que ni esta generación ni la siguiente vean su fin». Curiosamente, ambos escritores compartieron su nulo aprecio por la religión monástica. Blanco critica la que considera soberbia del fanatismo, Galdós creo, más bien, que por creerla inútil. Pero, sobre todo, los dos compartirían este juicio radical de Blanco: «¡Desgraciados de los incautos que se entregan públicamente al servicio de la religión con la idea de que podrán cambiar de vida si varían sus intenciones o si declina su fervor!»17 La explicación reside en la exposición pormenorizada, que hoy podríamos considerar de psicología social religiosa que es la carta octava donde Blanco parte de la constatación sociológica de las 32.000 monjas españolas según el censo de 1787 y los veintinueve conventos sevillanos y demuestra, después, un perfecto conocimiento de los métodos empleados en el noviciado para «no permitir la plena libertad de elección de la novicia» que queda presa de los escrúpulos y de la ansiedad religiosa.

Juicios contundentes, pues, contra la falta de libertad que Blanco experimentó en sí mismo y en otros compatriotas y que Menéndez Pelayo exhibió en clave autobiográfica y eso le permitió utilizar la ironía cuando no el sarcasmo para convertir a Blanco en un «heterodoxo». Mas, el propio escritor católico -expresión con la que María Zambrano se refiere a Menéndez Pelayo- no cayó en la cuenta de que Blanco nunca fue un exaltado o un radical o un ingenuo ni en materia política ni en materia religiosa. Primero, porque, como nos dice en su Autobiografía, «conocía demasiado bien la firmeza con que la superstición estaba enraizada en mi país y sabía que no era el amor a la independencia y a la libertad el que había levantado el pueblo contra Bonaparte, sino el temor que sentía la gran masa de los españoles ante la pretendida reforma de los abusos»18. Segundo, porque como nos indica en su ensayo «Qué es la libertad», «no hay nombre tan sagrado en el mundo que esté exento de haber servido repetidas veces para encubrir delitos, y hacer de contraseña a alguna reunión de malvados»19 para añadir un poco más adelante que «no hay delirio igual al de confundir la libertad con el desorden. En ningún tiempo gozan de menos libertad los hombres que cuando no reconocen freno alguno.» Tercero, porque en materia religiosa no se trata de poner en cuestión la valía de los grandes preceptos sino sencillamente «la duda que hay que resolver no es lo que ha de creer o negar el católico; si no si puede dejar a otro creer lo que tenga por verdadero en materias religiosas; o si está obligado a perseguir a los que crean diferentes doctrinas de las que él profesa»20. Es éste el sentido que le lleva a preguntarse: «¿Y habrá quién pruebe que el libre ejercicio de la religión que a cada uno le dicta su conciencia no daña a nadie civilmente? La opresión religiosa ha excitado las guerras civiles más horribles, las discordias más sangrientas. Bien lo experimentó y muy a su costa la España cuando quiso, a la fuerza, conservar católicos a pueblos a quienes la Providencia había unido con ella para aumentar su poder y su riqueza. Pero la tolerancia, por el contrario, jamás ha causado un tumulto: testigos las naciones más felices de la Europa y América»21. Esta postura estuvo en la raíz del distanciamiento que Blanco mantuvo respecto de las Juntas y de la propia Constitución doceañista pues consideró que no iba en el sentido adecuado de armonizar el papel de una religión, a la que ciertamente el pueblo español no estaba dispuesto a renunciar ni él lo hubiera creído conveniente, con el establecimiento de una convivencia sobre las bases ilustradas de la libertad y el conocimiento. Basta leer el capítulo III de su Bosquejo del comercio de esclavos titulado «El comercio de esclavos considerado cristianamente» para darse cuenta de la alta estima en que tenía los principios del Cristianismo y cómo su rebelión se alza precisamente contra la utilización de sus principios para lograr fines contrarios a aquellos que se deben a un credo cuya ley dice: no matarás; no hurtarás; amarás a tu prójimo como a ti mismo. Precisamente es en los principios del Cristianismo y en la doctrina del evangelio en la que sustenta su mayor apoyatura para erradicar la esclavitud.

El conjunto de su crítica se dirige contra la ignorancia y los intereses políticos que impedían el establecimiento de los aspectos más positivos que representaba la revolución francesa y que la «revolución» española no había conseguido establecer. Mas todos estos aspectos se condensaban en el ámbito de la conciencia y eran, básicamente, coincidentes con el ¡atrévete a pensar! de Kant.

Lo negativo fue, como ha escrito Javier Herrero, la deriva que tomó el pensamiento reaccionario en España hacia el casticismo y el antiintelectualismo presentando la libertad como la causa de todos los males. Esa doble concepción antropológica que favorecía la libertad en el caso del pensamiento ilustrado y la represión en el caso del servilismo terminó por quebrarse a favor de esta última básicamente. Eso supuso la derrota de Blanco, y su exilio, y con ello la causa liberal quedó, desafortunadamente, pospuesta. Quedaban la lucidez, la honestidad intelectual y política de un hombre que representaba a un grupo de intelectuales a quienes se tragaron las intrigas de la clase política y un pueblo que sintió el vértigo de la libertad.




Arriba La senda de Galdós

Tres años hacía que había muerto Blanco White cuando nació Pérez Galdós, heredero de esa España pendiente cuya escisión, como decíamos, hizo inviable las propuestas del clérigo sevillano.

Cuatro motivos me hacen colocarle en la misma órbita: que fue, de entre los escritores de su generación, quien pronto se dio cuenta de que era preciso remontarse a los comienzos de siglo para encontrar las causas de la situación de España hacia 1870. En este sentido, su novela El audaz, ya mencionada, y su temprana primera serie de Episodios son, a mi manera de ver, la alternativa novelística a lo que en el campo filosófico se llama filosofía de la historia. Mas, como diría María Zambrano un siglo después, la novela permite, mejor que la filosofía, mostrar las causas del fracaso.

Segundo, Galdós comprendió, enseguida que el problema religioso era central en la sociedad española. Basta recordar algunos de sus artículos de los años sesenta, su texto Observaciones sobre la novela contemporánea en España (1870) y los términos de la disputa epistolar que mantuvo con Pereda tras la publicación de Gloria. Sólo recordar algunos términos de la misma nos traen a la memoria muchos de los planteamientos de Blanco22.

Tercero, Galdós valoraba con detalle cuál era la fuerza del sentimiento religioso en España y no dudó en calificarlo de «nervio de nuestra historia» y de «energía fundamental de nuestra raza en los tiempos felices»23 y, por consiguiente, no era nada frívolo en el análisis de su decadencia y las consecuencias que ella tendría para la sociedad española. Pero Galdós, y en esto se alineaba con Revilla y Perojo, estaba convencido que ese sentimiento había dificultado la modernización de España. Precisamente ahí radicaría que «filósofos y librepensadores que habrían puesto las bases en las Cortes de Cádiz de un Estado enteramente nuevo, según su expresión, se vieran de nuevo sobrepasados por el "catolicismo batallador" que no se da por vencido "y en la paz agita sus armas para encender más adelante otra guerra civil no menos sangrienta, cruel y dramática, que la primera guerra que ha sido uno de los episodios más curiosos de la segunda mitad del siglo XIX.»

Considera Galdós que por ello, el clero, si bien «no domina ya en todo el campo de las conciencias» «tiene todavía grandísimo poder». La filosofía que habría obtenido algunos triunfos, incluidos el krausismo y el positivismo y las demás corrientes que pasan con la fugacidad de la moda, no había conseguido ser una alternativa social y política a la religión. «De todo esto resulta una inseguridad que no puede menos de ser favorable al principio católico, siempre uno y potente en la firme base de sus convicciones dogmáticas.»

Llega a la conclusión de que la sociedad española se ha instalado en el escepticismo y el descreimiento y con ello faltan la energía y los «principios de unidad y de generalización». Sus novelas de los noventa pretenden ser una alternativa a ambas situaciones: al exceso de poder de la Iglesia y a la falta de creencias. Suponen toda una recreación que alcanza un primer estadio en Misericordia y se prolonga, después, casi hasta el final de su vida en un proceso de secularización creciente.

En ese largo periodo Electra fue un hito importante porque sirvió para escenificar la posición de su autor en esta cuestión poco antes de cumplir sesenta años, es decir, cuando ya acumulaba una larga experiencia desde su joven apoyo a la Septembrina, percibida como una acción que habría conseguido que el Catolicismo no tuviera la exclusiva de las conciencias españolas. La «teoría» quedó expuesta en «La España de hoy», el artículo ya mencionado que publicaron diversos diarios en marzo de ese mismo año, y donde a propósito de las figuras de Fernando VII y de su hermano D. Carlos, «dos seres de siniestra memoria» como representantes de una situación que no ha sido nunca destruida, vendría a decir que las cosas se mantienen como estaban ya que «el carlismo nunca ha sido destruido de un modo eficaz, y éste es el error del país liberal en todo el siglo precedente, pues siempre puso fin a las campañas facciosas por medio de esfuerzos parciales y por convenios, arreglos y componendas»24.

De este modo la historia de esa muchacha «obligada» mediante argucias a ingresar en un convento, sería representación de que poco o nada se había avanzado en la libertad de conciencia desde las denuncias de Blanco White. No es el momento de analizar aquí el drama sino sólo de testimoniar lo que significó en la senda abierta por los ilustrados cien años antes. De nuevo la ciencia representada en Máximo (como anteriormente en Pepe Rey o en León Roch) quien grita: «Devolvedme a la verdad, devolvedme a la ciencia. Este mundo incierto, mentiroso, no es para mí» pues le han robado a Electra robándole la razón, es decir, mediante mentiras, usando hechos que la ciencia de su época no podía aún probar, y Pantoja (como antes Doña Perfecta o Don Romualdo), nuevo inquisidor que no renuncia al control de la conciencia mediante la sugestión y la culpabilidad.

Galdós, como se sabe, le dio una conclusión al conflicto dentro del orden social que el marqués, padre adoptivo de Electra, propugnaba: la salida del convento merece a Máximo la sentencia: «No huye, no... Resucita». Un final más bien conservador que fue saludado con fervor por Ramiro de Maeztu25 en representación de los jóvenes. Pero fue Baroja quien mejor supo ver esa doble lección del drama galdosiano que responde a la doble pregunta que nos hacíamos al principio: «En Electra el rebelde vence al creyente, pero no lo aniquila, no lo mata; sabe que en el cerebro de su contrario hay una idea grande también y que esa idea no puede morir por la violencia». Es decir, como siempre crítica a la acción clerical, respeto a la idea religiosa. Sin embargo, la polémica suscitada en la prensa más conservadora no pareció tener correspondencia con la propuesta galdosiana más bien moderada. Como señala Benito Madariaga, a Galdós le costó la hoguera, es decir, una especie de exilio interior, fue combatido por la España más reaccionaria que luchó para que no obtuviera el premio Nobel y terminó estando también bastante ignorado por los jóvenes que abogaban por posiciones más radicales o más descreídas.

Es interesante, a este respecto, la crónica-comentario que Azorín tituló «Ciencia y Fe» y que significativamente dedicó a Clarín haciendo una lectura más filosófica, menos política o social, lo que irritó profundamente a Maeztu. Apenas quedaba espacio para los matices cuando el combate estaba en todo su fragor.

La escisión abierta en España en tiempos de los doceañistas seguía abierta y bien abierta. Blanco fue de los primeros que denunció sus causas más profundas y desde El Español y las otras publicaciones utilizó su lucidez para restañarla. Pérez Galdós creo que fue, muy pronto, consciente de esa fractura y podríamos decir que toda su obra se encaminó a suturarla26. Los efectos producidos tras el estreno de Electra nos hacían ver que debería pasar tiempo para ver esos frutos. Mas sabemos ya muy bien que en España ha de tenerse paciencia para verlos cuando parece que no hay lugar para la esperanza. Podríamos pensar que vivimos ahora la España que soñaron Blanco White y Galdós mas el grito de Almudena: «Ispania, terra n'gratituda... Correr luejos, juyando de n'gratos ellos» con que acusa a quienes no reconocen en Benina la personificación de la tolerancia y la caridad aun resuena en los espectadores de la representación de Misericordia -cual otra Electra- que para el tiempo presente realizó Alfredo Mañas. Probablemente la tolerancia en su pleno sentido pertenezca a ese tipo de perfecciones de las que hablamos pero que no llegan a alcanzarse del todo. Mas sí contamos con dos escritores que utilizaron su pluma para indicarnos cómo se practica.





 
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