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De don Nicolás de Moratín, y de Cadalso

Manuel José Quintana





Pero todos estos escritores eran más bien aficionados a la poesía que verdaderos poetas. Faltábales, para ser considerados tales, aquel entusiasmo por las musas, aquel ejercicio continuo, aquel gusto exclusivo y apasionado, que mide sus placeres por lo que produce, no cesa un momento en sus esfuerzos, enriquece el arte cada día con nuevos tesoros, inflama y domina la opinión pública con el espectáculo de su actividad, y entre envidias y aplausos arrebata al fin la corona y se la ciñe a su frente. Ingenio de este temple no se encuentra ninguno hasta don Nicolás de Moratín, nacido en el mismo año en que se publicó la Poética de Luzán, como si la naturaleza marcara en aquel nacimiento el más activo atleta de aquellos principios de razón y de buen gusto sentados por su juicioso predecesor. Moratín ya es un verdadero poeta cuyo elemento es el arte, y que al parecer no vive y no respira sino por él y para él. Y a la verdad que si sus medios correspondieran a su anhelo, y sus producciones a sus medios, él solo restableciera la poesía no sólo en la pureza del gusto, sino también en la gala y en la abundancia antigua. Porque en su noble ambición nada dejó por intentar, y su alma ardiente y atrevida se ensayó en todos los géneros, dando en los más de ellos muestras de ingenio y de destreza, y en algunos altas y admirables pruebas de un talento muy superior. El epigrama, la sátira, la égloga, la lírica en todos sus tonos, el poema didáctico, la comedia, la tragedia, el poema épico: en todos estos ramos se ensayó; y lo que es más de admirar, no son los más difíciles en los que se señaló menos. La naturaleza le había dotado de una imaginación más grande y robusta que amena y delicada, y su ingenio se inclinaba más a lo fuerte que a lo apacible. Así es que en su poema de La caza, en muchas obras líricas, en algunos trozos de sus tragedias, y sobre todo en su ensayo épico sobre la destrucción de las naves de Cortés, donde quiera que la materia cuadraba con el carácter de su espíritu, mostraba fuego, fantasía, viveza, audacia y originalidad en el decir, y sacaba de la lira española tonos mucho más altos y felices que los demás poetas de su época, y dignos de los mejores tiempos de la musa castellana. Es lástima que se abandonase tan fácilmente a su buen deseo, que escribiese tan de priesa, y que, confiado en sus felices disposiciones y en el conocimiento que tenía de las reglas del arte, creyese que esto bastaba para ejercitarse en géneros tan distintos entre sí, y algunos tan opuestos a la índole de su ingenio. Faltole un Aristarco que le supiese contener en los límites debidos, le manifestase con franqueza la senda por donde debía marchar para adquirir la gloria a que aspiraba, y cuya severidad le hiciese trabajar más su estilo y sus versos, y no ser tan desigual a sí mismo; porque hasta sus mejores composiciones, en medio de llamaradas admirables de ingenio y de entusiasmo, se resienten frecuentemente de incuria y desaliño. Fue gran perjuicio a su gloria y también a nuestras letras su temprana muerte, cuando su talento iba sin menoscabo de su fuerza ganando en corrección y en riquezas. El Canto épico, escrito en sus últimos años, manifiesta cuales eran sus progresos y de cuánto fuera capaz a haber vivido más tiempo. Adviértese en aquella obra, y en otras que se han publicado después, el prolijo estudio que entonces hacía de nuestras tradiciones históricas, de las genealogías, blasones y costumbres caballerescas de los tiempos antiguos, y el partido poético que su imaginación sabía sacar de estos objetos para dar más novedad y consistencia al fondo de sus versos, que no siempre se señalan por la profundidad del pensamiento ni por la gravedad y fuerza de la sentencia. Tuvo para ello, además de este motivo puramente literario, otro muy poderoso en el ardiente amor a su país, que era la prenda moral más sobresaliente en él. Todo lo que le rodeaba era para él bello y poético, y tornaba en su imaginación el aspecto más agradable y majestuoso. Jamás se pintaron con más amor ni efusión las circunstancias locales y las costumbres de un pueblo; y Madrid, sus contornos, sus calles, sus teatros, su circo, sus mujeres, sus concursos y funciones, toman en la fantasía de Moratín unas formas grandes, elegantes y poéticas, que se manifiestan frecuentemente con rasgos breves y expresivos, generalmente los más felices de su estilo, y descubren que aquel noble y bello sentimiento era un numen que le inspiraba.

Por el mismo carácter se distingue y recomienda también su amigo el coronel Cadalso, que con sus Eruditos a la violeta, con sus Ocios, con su amable carácter y sus conexiones literarias ha dejado un nombre tan grato y dulce a las letras y a las musas. Él hizo revivir la anacreóntica, que estaba enterrada con Villegas siglo y medio hacia; él fue el elogiador y sostenedor de Moratín; él quien formó, y puede decirse que nos dio a Meléndez. Sus talentos a la verdad eran bastante inferiores a los de los dos; pero la ingenuidad y el entusiasmo con que exaltaba la gloria actual del uno y las hermosas esperanzas que el otro prometía1, como que le igualaban con ellos y le asociaban a su gloria. Yo pongo mucha duda en que sean suyos los primeros escritos que se le atribuyen; mas si realmente lo son, no hay autor que haya mejorado tanto su estilo, ni aprovechado más con la lectura de los buenos autores propios y extraños, a que después se aplicó. Siendo lo más notable que no se debió esta mejora a los estudios que hizo fuera de España en su primera juventud, sino a los que hizo vuelto a ella después de haber dado a luz su insulsa Óptica del cortejo. ¿Quién, en el estilo gongorino y campanudo de esta obra y en los detestables versos conque de cuando en cuando la acaba de echar a perder; quién, repito, podrá reconocer ni por sueños al chistoso y satírico maestro de los semisabios petimetres, al discípulo de Anacreonte, y al autor de los bellos rasgos que se encuentran en su elegía a la fortuna, en algunas odas eróticas y en sus canciones a Moratín? Faltábanle ciertamente tono y fuerza para sostenerse en la alta poesía; pero su mérito incontestable en los versos cortos, los buenos ejemplos dados en los mayores, y su aplicación y celo incansable por el adelantamiento de las letras, le dan un lugar muy distinguido entre los restauradores de la poesía, y harán que se miente siempre su nombre con aprecio y con amor.

En Cadalso es en quien empieza ya a observarse una tendencia más señalada de imitación extranjera. No precisamente en sus versos, aunque son a veces más raciocinados que poéticos, sino por el aspecto que presenta el conjunto de sus trabajos. El fondo de doctrina, noticias y principios en que están fundados sus Eruditos a la violeta, se puede llamar extranjero, aún cuando el donaire, las ocurrencias y el estilo sean verdaderamente castellanos. La lectura de las Cartas persianas produjo la desigual imitación de las Cartas marruecas. Un lance, funesto en sus afectos juveniles le dio ocasión a exhalar su dolor en sus Noches lúgubres, imitación también harto infeliz de las Noches de Young, ejecutada en una prosa extraña y defectuosa, ajena enteramente de la índole castellana. En fin, en su Sancho García sigue servilmente las formas del teatro francés, hasta el extremo de sujetarse a la versificación de los pareados, tan poco a propósito para el diálogo y la expresión, y tan poco grata a oídos españoles. No cayó, sin embargo, en mal caso por ello: el mérito de sus demás escritos, la jovialidad afectuosa y caballeresca de su carácter, y el espíritu verdaderamente patrio que le animaba, le pusieron a cubierto de la censura en esta parte; y él acabó en paz su carrera sin verse tratar de innovador o corruptor, y respetado, querido y aclamado por uno de los favoritos de Apolo que más honor dieron a las musas en su tiempo.





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