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De Felicia a Felisinda (Notas sobre discurso utópico y desengaño)

Pedro Ruiz Pérez


Universidad de Córdoba



La que conocemos como narrativa idealista y ocupa con sus distintas modalidades todo el arco cronológico del siglo XVI español presenta un sustrato común, identificable con la esencia y funcionalidad del discurso utópico y apreciable en los procedimientos de idealización, tanto la forma del relato como sus aspectos temáticos. La manifestación más cumplida es la plasmación de un espacio utópico, bien compuesto a partir de un modelo de virtudes (siempre de raíz caballeresca), como en El Abencerraje (1561)1, bien mediante un proceso de abstracción, como el que lleva en la Cárcel de Amor (1492) de Sierra Morena en las inmediaciones de la conquista de Granada hasta un espacio cruzado de salvajes y enamorados arquetípicos, culminante en la alegórica prisión donde pena Leriano. El procedimiento es muy semejante al desarrollado en La Diana (1559), en cuyas páginas iniciales Montemayor sitúa a personajes y lectores en las estribaciones de las «montañas de León» y la ribera del Duero, para dar paso ya en el libro II a un escenario donde los enamorados pastores comparten cuitas con ninfas o se enfrentan a salvajes. En la obra del portugués, paradigma del relato pastoril hispano y, consecuentemente, modelo del espacio y discurso arcádico, el paraíso áureo identificado con el idilio pastoril (como ideal político, moral y de felicidad) se articula en dos modalidades complementarias. La primera tiene su acabada y emblemática representación en la fuente de los alisos, referencia continua de los pastores en su devenir y en el discurrir de sus historias; se trata del locus amoenus característico, expresión de la confianza plena en la naturaleza y su armonía, en la que se disuelven los sentimientos humanos para hallar su sublimación; su marca es su absoluta inmanencia y la univocidad, imagen sólo de sí misma, identificada, como sus aguas, por la más perfecta transparencia, convertida también por los cultivadores del género en un ideal estilístico. La segunda, situada en el punto culminante de la estructura narrativa y eje de su giro argumental, lo representa una elaboración cortesana de la utopía arcádica: el palacio de Felicia, cuyo carácter mágico tematiza la intersección de las fuerzas naturales con el artificio; de ahí que entre sus paredes ofrezca la neutralización del devenir temporal en la manufactura de unos tapices que encierran en su iconografía escenas heroicas y caballerescas de la historia nacional/imperial procedentes del pasado inmediato2, pero representadas sub specie prophetica, para producir en el lector un efecto de neutralización del tiempo, de detención del decurso de la historia, fijada en imágenes ideales; la magia, como deus ex machina, refleja, finalmente, en el orden argumental, la apelación a una naturaleza extraordinaria (agua, como la de la fuente de los alisos, pero mágica, a diferencia de aquélla), una taumaturgia surgida de la desconfianza ante lo estrictamente natural, ya sea la natura naturata que conforma el paisaje, ya sea la propia condición humana, en la intuición inicial de su desarraigo. Si bien la superposición del palacio a la fuente ratifica en él espacio del texto de Montemayor la persistencia del discurso utópico y la continuidad de sus espacios, la dualidad apunta la grieta seminal en el desmoronamiento de la arquitectura utópica.

Cervantes, décadas después, expresaría esta crisis al iniciar su versión de la novela pastoril (La Galatea, 1585) con una escena de muerte y violencia, signo de la definitiva expulsión del hombre del paraíso arcádico, imposibilitado de restauración o de retomo. Al individuo sólo le queda ya su propio esfuerzo (la virtus clásica o la virtù humanista), si no para recuperar el edén, para articular su funcionalidad como utopía de perfeccionamiento. A la radical condena de todo lo tocante al agua mágica en el universo narrativo de Montemayor (Quijote, I, vi), propia del escrutinio de una librería cifra del universo idealista (de las caballerías y la épica a la pastoril y la lírica petrarquista), le sigue en el Quijote el despliegue de todos los episodios que tematizan y articulan narrativamente el fin de la Arcadia: el crepuscular discurso de la Edad Dorada y la ironía del marco en que se desarrolla, el alanceamiento de los rebaños o, ya en la segunda parte, el ardid de Basilio en las bodas de Camacho, el enredo en la decoración de la fingida Arcadia o el atropello de la cerdosa aventura. Si este último episodio se muestra como una simétrica revancha del ataque a los rebaños que parecían ejércitos, y la ficción de los nobles que recitan églogas pasadas, en un jardín teatralizado para simular una imposible fuente de los alisos, confirman la nostalgia con que el caballero evocaba una Edad de Oro ya definitivamente perdida, el episodio de Basilio, con su simbólico y metaliterario contexto nupcial, se muestra como una perfecta relectura del legado bucólico. Situado ahora en un mundo agrícola (el cultivo/cultura que desplazó históricamente a la ganadería nómada), el núcleo de la acción trasluce el que sirve de punto de partida a La Diana: la intervención paterna representa una frustración de los amores de los dos jóvenes protagonistas, al sacrificar su idilio al interés de una seguridad económica, de la estabilidad representada por el rico a cuyo tálamo se destina la joven. La diferencia estriba en que, mientras en esta coyuntura el «olvidado Sireno» quinientista se entrega al «dulce lamentar» de su pérdida, expresada en la transparencia acuosa de sus lágrimas, el personaje de la novela de 1615 recurre al artificio para imponer su voluntad heroica: en lugar de apelar a la muerte como liberación, la finge para obtener el matrimonio con su amada, y, cuando al levantarse de la simulada agonía, alguien grita: «¡Milagro, milagro!» -como en recuerdo de los poderes de Felicia-, Basilio aclara que no es milagro, sino «industria», con el mismo término -o concepto- que funciona como oposición- a naturaleza y expresión de la rebeldía humana origen de la pérdida del paraíso arcádico, idealizado para mostrarse sólo recuperable como utopía3. La obra que cierra el ciclo de la narrativa áurea se organiza sobre este esquema y narra su imposibilidad.

Con El Criticón Gracián no sólo ofrece una culminación de su obra, desplegando en su estructura narrativa los temas y modelos de sus tratados anteriores, sujetos ahora a una dinámica superior; el discurso moral en el curso de una vida se presenta también como una cifra de prácticamente toda la narrativa anterior, fundiendo en el cauce del relato de aventuras peregrinas el universo temático, conceptual y espacial de la idealista, a la vez que aprovecha su connatural articulación episódica para fundirla, desde la similitud del marco estructural, con la recogida de la sátira de raíz lucianesca y desarrollo renacentista. La propuesta es formulada expresamente en la Agudeza y arte de ingenio (II, 19) al proponer la epopeya (en este caso, tras la huella del Pinciano y Cervantes, epopeya en prosa) como síntesis de todos los géneros narrativos y su expresión más sublime. La peculiaridad (barroca) radica en que cuando Gracián la propone y desarrolla como «espejo común» no concibe una imagen similar a la del espejo al borde del camino de la definición de la novela por Stendhal, sino que parece retrotraerse a la noción medieval de speculum, como dechado de un determinado comportamiento y su expresión literaria por medio del exemplum o el apólogo, para conformar el modelo ideal, en este caso del Hombre en general, tras las especificidades atendidas en los manuales trataditos publicados con anterioridad con el mismo pseudónimo usado en la portada de El Criticón4. El encadenamiento de situaciones episódicas con valor ejemplar es lo que constituye la obra en una alegoría, en la que la esencia de su discurso consiste en la radical distancia que separa la representación de lo representado, el universo reflejado de su significación, la apariencia, en definitiva, de la realidad, una distancia donde el movimiento entre ambos extremos muestra una doble cara: la del aprendizaje, en la base del didactismo del texto, y la del desengaño, en una actitud que es tanto individual como histórica. Precisamente, la formación del personaje de Andrenio constituye uno de los ejes arguméntales de la narración y uno de sus principios estructurantes básicos, en el que persisten las trazas del discurso utópico; no obstante, el trasfondo de desengaño sobre el que se teje la formación de la conciencia y la discriminación de apariencia y realdad supone también el sentido negativo de la pérdida de las ilusiones y su disolución, convirtiendo la obra en una narración del ocaso de las utopías posibles.

El argumento y los pasos de los personajes nos lleva, en alegórico viaje, de una isla a otra. La acción arranca -in medias res- en las playas de la isla identificada más tarde como Santa Elena, en mitad del Atlántico, en mitad de la ruta al Nuevo Mundo, alegórico y real al tiempo, y, finalmente, entre la historia y el mito. La historia, sin embargo, había comenzado, tiempo atrás -como descubrimos en la confesión de Critilo- en un espacio de similares características como cruce de caminos, la isla de Goa, signada en el relato por la separación de los amantes, en la más pura línea del relato bizantino. Siguiendo sus peripecias, más o menos ordenadas en alegórica escala, los protagonistas dirigirán la proa de su nave hacia otra isla, ahora ya plenamente alegórica: la isla de la Inmortalidad, tras embarcar en el puerto de Ostia, allí donde la corona del mundo, Roma, cede, de nuevo, el espacio al mar. La trayectoria cobra así carácter alegórico y, en gran medida por esto mismo, circular, como corresponde a la imagen del tiempo plasmada en la obra, que dedica expresamente la crisi décima de la tercera parte a la «Rueda del Tiempo». La naturaleza de la dimensión temporal se proyecta en la complementaria del espacio, en un proceso de abstracción alegórica superpuesto al trasfondo de una geografía europea más o menos requintada en arquetipos nacionales y en espacios simbólicos, hasta desembocar en la paradójica y paronímica imagen del «mundo inmundo», donde aflora ya la precariedad de la imagen utópica que pudiera haberse fijado en el proceso de alegorización.

El primer embate tiene lugar ya en las páginas iniciales, cuando el espacio idílico de la isla de Santa Elena se ve sacudido por la violencia de la tormenta y su efecto en el naufragio, que arrastra hacia sus playas al casi agonizante Critilo, para ser rescatado por Andrenio y dar inicio a su dialéctica relación, con el trasfondo del mito platónico en el que el alma, despedida violentamente del carro en el que viaja, se precipita a la tierra para encamarse en la parte animal de la naturaleza, a la que intenta reducir guiada por la anamnesis del arquetípico mundo de las Ideas. La inquietud se traduce en extrañeza tanto para el semisalvaje habitante de la isla como para el recién llegado, y el movimiento anímico se convierte en movimiento físico, originando su salida de la isla; así pasa de «peregrino», como extraño o extranjero, a «peregrino», como viajero en un camino que tiene bastante de retorno, sobre todo al fijar para la nueva pareja el común objetivo de la recuperación de Felisinda.

Pero antes de seguir con el trazo singular de los personajes gracianescos, conviene detenerse en lo que su situación inicial tiene de raíces filosóficas y de signo de los tiempos. Comenzando por esto último, y aunque la imagen ya aparece en Vives y se convierte en topos del subgénero bizantino5, es significativa la recurrencia del motivo del naufragio o la caída en el arranque de algunas de las más relevantes obras del período barroco: mientras en las Soledades gongorinas el peregrino emprende un camino de redescubrimiento de la realidad por el poder de la mirada y la palabra poética, la caída del caballo de la calderoniana Rosaura y su encuentro con el silvestre Segismundo conforman el arranque de un proceso de conocimiento en forma de desengaño más familiar a Gracián. De hecho en La vida es sueño, como en El Criticón, alcanza un destacado valor estructural otro mito de la epistemología y la metafísica platónica, el de la caverna, con su contraposición de sombras y luces, de engaños y realidades, pero también de errores en el conocimiento humano y el dolor del desengaño. La imagen recurre continuamente, bien explícita, bien implícitamente, en las páginas de Gracián y remite en última instancia al diálogo en el que Platón inserta el apólogo, La República, origen y catalizador de todas las utopías que en occidente han sido.

Sin otras posibles consideraciones, sirva el recuerdo de la rigurosa construcción platónica para remarcar el doble sentido -más o menos complementario y coincidente- de «utopía», apoyado en distintas lecturas etimológicas. En su República Platón concibe su construcción como «eu-topía», esto es, el lugar ideal donde su realiza el sumo bien; no tiene consistencia espacial, porque puede ser cualquier lugar, y a él se aspira a llegar, generalmente en un movimiento de retorno, de vuelta a una edad dorada. Del otro lado, el texto con que Tomás Moro canoniza el motivo y el género en el período humanista pinta su maravillosa isla como una «u-topía», un no lugar, donde su armonía camina pareja con su inexistencia; de ahí la nota de melancolía que acompaña a su evocación por el marinero, por sus oyentes y por sus lectores, y de ahí también la inseparabilidad del episodio de naufragio y su recurrencia para pintar, alternativamente, la llegada y la pérdida. Nada más lejano que el acceso de los pastores al palacio mágico en el texto de Montemayor; significativamente, sin embargo, ambos extremos del discurso utópico quedan unidos por la simbología de dos figuras paralelas, Felicia y Felisinda, aunque sus valores resulten contrapuestos, pues, mientras Felicia es capaz de restaurar la armonía del orden natural (a pesar de la inestabilidad del final abierto de la primera parte), Felisinda se oculta con progresiva insistencia a lo largo de relato gracianesco tras los pliegues de la imposibilidad. Más significativo aún es que la transformación operada en las páginas de El Criticón convierte a este dual personaje, como emblema de la felicidad, en el último reducto, en un mundo desencantado, de la utopía, circunscrita ya al ámbito de lo individual, antes de su recuperación por el ideario ilustrado6.

Al culminar y cerrar su obra con El Criticón Gracián introduce a la vez un giro sustantivo en su discurso doctrinal, tejido hasta este momento con los rasgos de lo utópico, pues las sucesivas entregas de sus manuales tratados precedentes componían en cada uno de los casos y en su totalidad un programa de formación del perfecto (vale decir, del utópico) varón, desde el héroe al discreto, desde el político al prudente orador, sublimando el ingenio por el arte. En la línea señalada por Aurora Egido, Gracián culmina con esta empresa la iniciada por los tratadistas del humanismo renacentista en su voluntad de modelizar los comportamientos, del cortesano al escolástico; así, se integra en la secuencia que engarza, por citar a los más relevantes, a Castiglione, Maquiavelo, Lucas Gracián Dantisco o Villalón, pero también a Tomás Moro. El hombre formado en estos programas, sobre todo cuando sus diversas facetas se reúnen en una producción con raíz única, aparecía como un auténtico microcosmos social, de carácter ideal, aunque cada vez más cruzado por las fuerzas disolventes de la historia, desde los arquetipos de perfección, como el Gran Capitán o el rey Fernando, hasta la multiplicación de figuras que salpican las páginas de El Criticón, acompañadas ahora por las fuerzas que desintegran los modelos y hacen aparecer el envés del tapiz, la contracara de la realidad. De este modo se disgregan las dos facetas de la utopía, la del ideal perseguido por Andrenio y Critilo y la de una geografía inventada en las distintas etapas del viaje por una Europa, a la vez de arquetípica, real e histórica, con un cronotopo real que se transparenta en un desdoblamiento revelador de la corrupción del ideal y el movimiento del desengaño, surgido de la percepción de la distancia entre los dos extremos7. El paso de la apariencia a la realidad se manifiesta en la aparición de personajes en función de maestros o guías, que multiplican la dualidad esencial de la composición, a partir de las figuras complementarias de Andrenio y Critilo, o mediante la frecuente caracterización como efigies januales, de doble faz, al modo en que la mayoría de los lugares visitados muestran una dualidad de entradas o, sistemáticamente, se pinta el camino en forma de bivio, o encrucijada de caminos, según el modelo alegórico de la Y de Pitágoras, emblematizada ya por el humanismo en el período anterior.

Todos estos recursos narrativos funcionan como despliegues de la fundamental imagen platónica de la caverna y articulan el movimiento de los personajes en un camino de desengaño, que es tanto de descubrimiento de la verdad -o de su imposibilidad- como de pérdida de las ilusiones. La última de ellas es la de la obtención de la felicidad en este mundo, representada en la búsqueda de Felisinda en el viaje de los personajes, motivo articulador de toda la parte final, «en el invierno de la vejez», el tiempo de la sabiduría.

Considerando específicamente el tratamiento emblemático de la figura de Felisinda, Francesca Perugini8 ha señalado cómo los personajes acceden a este tramo final del discurso de su vida coincidiendo con el paso, a través de la experiencia, del alma sensitiva a la intelectiva o racional, sublimando las razones de su búsqueda del personaje femenino, pero también situando a éste en una dimensión de trascendencia que contribuye a su desaparición del horizonte mundano. Los personajes llegan al tramo final de su viaje alegórico habiendo cumplido, a lo largo de sus tres etapas o partes de la obra, el programa previamente explicitado en el apartado final de El Discreto (1646), «Culta repartición. De la vida de un discreto»:

«La misma naturaleza, atenta, proporcionó el vivir del hombre con el caminar del sol, las estaciones del año con las de la vida, y los cuatro tiempos de aquél con las cuatro edades de ésta.

Mas, ahorrando de erudita prolijidad, célebre gusto fue el de aquel varón galante que repartió la comedia en tres jomadas y el viaje de su vida en tres estaciones. La primera empleó en hablar con los muertos; la segunda, con los vivos; la tercera, consigo mismo. Descifremos el enigma. Digo, que el primer tercio de la vida destinó a los libros, leyó, que fue más fruición que ocupación [...] Aprendió todas las artes dignas de un noble ingenio [...].

Empleó el segundo en peregrinar, que fue gusto peregrino; segunda felicidad para un hombre de curiosidad y buena nota [...]. Adquiérese aquella ciencia experimental, tan estimada de los sabios, especialmente cuando el que registra atiende y sabe reparar, examinándolo todo o con admiración o con desengaño.

La tercera jornada de tan bello vivir, la mayor y la mejor, empleó en meditar lo mucho que había leído y lo más que había visto. Todo cuanto entra por las puertas de los sentidos en este emporio del alma va a parar a la aduana del entendimiento; allí lo registra todo. Él pondera, juzga, discurre, infiere y va sacando quintas esencias de verdades. Traga primero leyendo, devora viendo, rumia después meditando, desmenuza los objetos, desentraña las cosas, averiguando las verdades, y aliméntase el espíritu de la verdadera sabiduría»9.



La extensa cita del, por otra parte, conocido párrafo sanciona la cohesión del discurso gracianesco y la condensación y trascendencia argumental del tramo final de El Criticón, en el que, desde la atalaya de la discreción y la prudencia, el hombre trasciende su dualidad esencial y puede entregarse a la reflexión (también en su sentido etimológico), ya que en las últimas crisis el lector se encuentra con una auténtica meditatio mortis que funciona también como una perspectiva de la vida, como una evaluación del camino seguido hasta este punto. La construcción narrativa y la disposición estructural de la última entrega de la obra muestran con claridad esta funcionalidad semántica.

La tercera parte se abre con los «Honores y horrores de Vejecia» (primera crisi) y, desde esta posición, vital e intelectual, ordena la sucesión de lugares simbólicos, dominada por la imagen del desengaño y, finalmente, de la muerte. Tras «La Verdad de parto» (Crisi tercera) nos encontramos con sus hijos, el Odio y, sobre todo, el Desengaño, que aparecen en «El Mundo descifrado» (Crisi cuarta), en una disección de su carácter dual, una denuncia de su Engaño y una insistencia en la alternativa de la encrucijada. Sigue «El Saber reinando» (Crisi sexta) para dar paso a «La cueva de la Nada» (Crisi octava); allí queda atrapado el desilusionado Critilo mientras Andrenio está a punto de perderse en el palacio de la Vanidad, llevados respectivamente por el Ocioso y el Fantástico, antes de enfrentarse a «Felisinda descubierta» (Crisi nona) o, lo que es lo mismo, a la conciencia definitiva de su ausencia; tras ella, la consideración de «La rueda del Tiempo» (Crisi dézima) conduce directamente a contemplar (Crisi undézima) «La suegra de la Vida» (id est, la Muerte), para buscar la navegación hacia «La isla de la Inmortalidad» (Crisi duodézima). El motivo de la felicidad queda, pues, enmarcado en el movimiento entre la verdad que descifra el mundo para saber de su vacío y su nada, de un lado, y, del otro, la conciencia del tiempo, rodando hasta la muerte, proyectando la inmortalidad fuera de los limites de este discurso, sea el del texto, sea el de la vida, sea el de este mundo.

El escenario de estos compases finales de la obra se sitúa en Roma, etapa final del viaje de los protagonistas a través de la Europa simbólica, que tiene su antesala en Vejecia/Venecia. Por ella penetran en un espacio de notable ambigüedad, más allá de la dualidad de caras que ofrece el mecanismo, siempre codificado, de la alegoría. Roma se presenta como cifra del mundo, pero también como puerta de salida y puente a la trascendencia, según queda expreso en el texto: «goza de todo el mundo de una vez, término de la tierra y entrada católica del cielo» (p. 728)10. En esta última imagen parece insistir el inicio de la navegación final de los personajes en Ostia; se trata, ciertamente, del nombre real del puerto de Roma, pero ningún lector del autor de la Agudeza puede prescindir del sentido etimológico del término11 ni de la casi total homonimia con el elemento material del sacramento eucaristías, el mismo al que Gracián había dedicado sólo dos años antes el único tratado aparecido con su nombre real, El Comulgatorio (1655), y el mismo que en esas fechas, con la retirada de Calderón de los corrales de comedias, se imponía en el discurso alegórico de los autos sacramentales. En estos textos la hostia eucarística conducía a la salvación de la vida eterna, que daba sentido y trascendencia a las apariencias del sueño de la vida. En paralelo, el puerto de Ostia representa para los personajes de El Criticón una puerta de salida hacia la inmortalidad, pero algo en el texto final de Gracián deja en suspenso la trascendencia que permitiría mantener el discurso utópico más allá del desengaño.

Roma se había erigido, sobre todo en las décadas iniciales del siglo XVII, en continuo elemento de referencia de las narraciones de viajes, más o menos en la senda de los relatos de aventuras peregrinas, apoyándose en el proceso de nacionalización que en estos momentos viven los géneros del legado renacentista. La ciudad heredera del esplendor clásico y centro de la iglesia católica es escenario episódico en El peregrino en su patria (1604) y el Guzmán de Alfarache (1599-1604), la primera, actualización del paradigma de la novela bizantina, y la segunda, contramodelo de El Criticón desde su dimensión de «atalaya de la vida humana»12. Pocos años después, en otra de las obras de referencia interna para Gracián a la hora de construir, en dialéctica inversión, su última obra, Roma funciona como destino de los personajes y corona de su peregrinar: en Los trabajos de Persiles y Sigismunda la ciudad se sublima en su dimensión contrarreformista, al colocar Cervantes a sus personajes a los pies del pontífice, para que sancione sacramentalmente su amor, en una suerte de purificación de su pasión, contenida a lo largo de su peregrinar. Pero el soslayo de estos elementos parece conectar la obra de Gracián con una tradición anterior, en la que Roma sólo incorpora su cara eclesial y religiosa como elemento irónico de contraste. Es el caso de La lozana andaluza, con su juego anagramático, de inversión e identificación, de Roma/Amor, que concluye con la salida de los protagonistas, también embarcados en su puerto, camino de la isla de Lípari, en una representación iconográfica de la navegación que alcanza carácter emblemático de la vida y el género satírico, con el paradigma del grabado inicial de La pícara Justina (1605) y la presencia en él de las figuras del canon picaresco junto a los símbolos del tiempo, la muerte y el olvido13. En todos los casos Roma funciona como puerta y puente de salida de este mundo a la búsqueda de un destino situado fuera de sus límites y los del texto; a su zaga, Gracián proyecta la isla de la Inmortalidad fuera del texto y del mundo, excéntrica en el devenir de los personajes y utópica por inexistente, si no inexistente por utópica.

Antes de enmarcar la meta humana en el espacio ideal y embarcar hacia él a sus personajes, Gracián dramatiza los límites del discurso racional en esta empresa haciéndonos asistir a un debate académico, un «teatro de Apolo» donde autores reales expresan su desacuerdo en la definición de la felicidad. La multiplicidad de respuestas se presenta como una desintegración, subrayada por la risa sarcástica del loco que pone fin al debate con su paradójica y demoledora aseveración: «De verdad, señor, que estos vuestros sabios son unos grandes necios, pues andan buscando por la tierra la que está en el cielo». El resultado es inmediato: «Disolvióse la magistral junta, quedando desengañados todos», pero no sin que el Cortesano continúe con su función magistral, aplicando la categoría a la circunstancia argumental de los personajes: «En vano, ¡oh peregrinos del mundo, passageros de la vida!, os cansáis en buscar desde la cuna a la tumba esta vuestra imaginada Felisinda, que el uno llama esposa, el otro madre: ya murió para el mundo y vive para el cielo. Hallarla héis allá, si la supiéredes merecer en la tierra» (p. 737). Convertidos Andrenio y Critilo por su carácter de peregrinos en emblema de la humanidad, Felisinda confirma su naturaleza alegórica de la felicidad, pero, al mismo tiempo, es situada fuera del espacio mundano y textual, convertida en un vacío, un personaje ausente, como, a diferencia de las dos partes anteriores, se omite la previsible «Crisi dezimatercia», convertida en silencio, en un blanco textual, en el que tiene cabida por igual la imaginación y el escepticismo.

En esta línea cabe situar la caracterización de la felicidad como un personaje femenino, en el marco del peyorativo tratamiento de la mujer en la obra de Gracián14, como se aprecia en el acompañamiento de Felisinda por Falsirena, la falsa prima, o por Hipocrinda, entre otras, imágenes todas ellas del engaño, de donde parece inevitable que quede contagiada Felisinda, apuntada como imagen de una felicidad falsa, momentánea, engañosa y fugaz, según se percibe en su inasibilidad y desaparición del mundo, así como, en el plano de la anécdota, en el abandono en que deja sucesivamente a Critilo y Andrenio en la prehistoria del relato. Un nuevo rasgo utópico se suma así a la imposible Felisinda, pues los dos protagonistas la persiguen como un intento (fallido) de recuperación: la de una amada perdida o la de una madre original, una encamación de esas formas de idilio que representan el amor y la infancia, cuya pérdida ha constituido sistemáticamente el motivo del canto lírico y el discurso narrativo. Del mismo modo, el relato gracianesco se cierra de manera circular, con la navegación a una nueva isla, simétrica a la inicial Santa Elena o la arcádica Goa15, un retomo que puede leerse como una imposible vuelta al escenario primero o, más allá, como un verdadero regreso ad uterum.

La desaparición de Felisinda, finalmente, funciona como una actualización del tan calderoniano mito de Astrea, desterrada de este mundo, o, en una clave genérica más cercana a la sátira gracianesca, el encuentro del alma peregrina o transmigrada de El Crótalon (c. 1553) con la Bondad y la Verdad en el vientre de la ballena y el consiguiente relato de su expulsión de este mundo (canto XVIII). Quedan así cruzadas las coordenadas ideológicas y genéricas de El Criticón en la figura emblemática o, mejor, en el vacío emblemático de Felisinda, en un resalte de su importancia estructural en la economía del relato y su sentido último, así como en el radical pesimismo desde el que lo construye su autor, sumergido en los fondos últimos del desengaño. Sólo un último refugio resta, en la intuida isla de la Inmortalidad, pero al otro lado de unas aguas procelosas, de una nueva singladura, con los caracteres ahora expresos de la escritura.

La negación de la realidad que surge por igual de la multiplicación de sus perspectivas (cfr. el debate académico) y del desengaño convierte en una virtud imprescindible la prudencia reivindicada por Gracián en toda su obra, hasta culminar en el Oráculo manual (1647), del que El Criticón constituye un ensamblaje narrativo, como es una puesta en práctica de la doctrina de la agudeza, resuelta en la síntesis de «arte de ingenio», tal como en la obra final se sostiene que el arte perfecciona la naturaleza. Fruto de la conjunción de leer, viajar y meditar, como señala el Varón de Sesos16, el hombre puede alcanzar el grado de prudencia necesario para sortear los engaños de Sofisbella y acercarse al palacio de Virtelia (la virtud también vinculada por la Ilustración a la felicidad), si bien ésta se encuentra encantada como aquélla desaparecida, por lo que sólo resta emprender el viaje iniciático de la escritura, esbozado en la navegación hacia la isla de la Inmortalidad, la fama que el varón justo y sabio puede conseguir, entre este mundo y el de la salvación eterna, mediante sus obras, particularmente las escritas, espacio último de la imposible utopía.

Mientras la alegoría mantiene en El Criticón los elementos de la utopía, al desplegarse el discurso en forma de narración (frente a la estática descripción o, sobre todo, la velada evocación del canon utópico) se subraya la dualidad inherente a la alegoría, como ya señalara W. Benjamin17, y al apuntarse en el trasfondo unos cronotopos, entre históricos y novelescos, la utopía se desliza hacia su disolución. Perdida la inmutabilidad que caracteriza el arcádico locus amoenus, la dinámica de los personajes en su discurrir desde la apariencia al desengaño acaba con la inmanencia esencial de la utopía, mientras que el esbozo de posible trascendencia (la del significado o la de la inmortalidad), sólo deja la amarga conciencia de la distancia, traducida en sentimiento de fractura y de pérdida, en definitiva, de una imposibilidad que apenas puede suturarse con los hilos de la escritura, concebida como una empresa de reconstrucción a partir de los restos del naufragio. De ahí que en su obra final Gracián haga un ejercicio de síntesis de toda la narrativa anterior, incluyendo las formas del relato idealista, apoyadas en la lectura e imitación de los modelos, los esbozos de realismo, sostenidos por la observación surgida de la experiencia de una geografía y un espacio cercanos, y, finalmente, todo el discurso alegórico que desemboca en la alegoría y el didactismo barroco. Al hacer de la escritura, la anterior y la propia, un componente esencial de El Criticón, como relato de la disolución del discurso utópico, su autor parece manifestar la conciencia de la estrecha relación qué une utopía y literatura, como recientemente ha subrayado Ricardo Piglia:

«La literatura funciona, para el lector y el escritor, como la construcción de un mundo alternativo, como la expresión de cierto deseo de trascendencia, de voluntad de crítica del presente, y la utopía tiene mucho de eso. Yo creo que las utopías, más que construir mundos en el futuro, lo que hacen es criticar el presente para construir realidades alternativas. La literatura es un modo microscópico de hacer eso»18.



Como postrer esfuerzo de recuperación del ideal y narración de su imposibilidad, El Criticón encierra en cifra el proceso que lleva del discurso utópico, como ideal de armonía y perfección, al desengaño, un movimiento que es el característico del individuo moderno, en su devenir del renacimiento al barroco, pero también el movimiento propio de la literatura, que comienza ya a apuntarse históricamente en el decurso de la narrativa áurea desplegada desde el palacio de Felicia a la desaparición de Felisinda.





 
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