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ArribaAbajo- XVI -

Arreglose Fernando a toda prisa, chapuzándose en agua fría, que el mismo Rapella con todo su empaque, le trajo en un cubo, y al cuarto de hora ya corrían los dos por las calles del pueblo, inquiriendo y tomando lenguas en busca de estos o los otros amigos. El D. Leopoldo recibió al italiano en medio de la calle con glacial cortesía, y a las primeras de cambio, hubo de oponer a su pretensión reparos y dificultades que equivalían a una cortante negativa. Así lo comprendió el otro, y como hombre agudísimo, de larga vista social, no insistió, absteniéndose al propio tiempo de preguntar cosa alguna que trascendiese a movimientos de tropas. Con astuta diplomacia, no ocultó al coronel que llevaba al Cuartel de D. Carlos una misión reservada cerca del Infante Don Sebastián Gabriel: «Arreglos de familia, ciertas negociaciones, ¿me entiende usted? para las cuales llevo poderes de Su Majestad el Rey de las Dos Sicilias, de la Princesa Carolina... y de otras elevadísimas personas... asunto que, si bien de carácter doméstico, podría influir grandemente en la cosa pública, en la guerra, en la paz...». Oyó estas historias D. Leopoldo con flemática   —158→   atención, sin demostrar un interés muy vivo en tales componendas. Era un chicarrón de alta estatura y de cabellos de oro, bigote escaso, azules ojos de mirar sereno y dulce; fisonomía impasible, estatuaria, a prueba de emociones; para todos los casos, alegres o adversos, tenía la misma sonrisa tenue, delicada, como de finísima burla a estilo anglosajón. Despidiose, al fin, cortésmente del estirado Rapella, dejándole en extremo descorazonado. ¡Ah, si estuviera allí Narváez, aquel temperamento ardiente, imperioso, altanero, gran servidor de sus amigos! Para las situaciones de grande apremio, había puesto Dios en el mundo a los andaluces, con toda la vehemencia de sus afectos y todo el fuego de su torera sangre.

Más suerte tuvo D. Fernando, que a fuerza de huronear, metiéndose en los grupos de oficiales que a lo largo de la carretera encontraba, dio al fin con Ros de Olano, que a caballo venía con Pepe Cotoner. Grande y placentera fue la sorpresa de los simpáticos jóvenes al encontrarse en el propio teatro de la guerra a un disperso amigo de Madrid, con quien habían alternado en los dorados salones, como solía decirse. Los interrogatorios fueron festivos y breves por una y otra parte, pues no era ocasión de entretenerse en extensos relatos. Formuló Calpena la pretensión suya y de su compañero Rapella, a quien de nombre conocían los otros por la fama de su metimiento en Palacio, y no respondieron dando esperanzas de una fácil solución. Cuando   —159→   les notificó que iban al Cuartel de D. Carlos, mostraron inquietud y asombro; pero Fernando se apresuró a quitar por su parte todo matiz político a tan desatinado viaje, diciéndoles: «El objeto de mi compañero es un asunto de la Familia Real, cosas del Rey de Nápoles y del Infante D. Sebastián; el objeto mío es apoderarme, por la fuerza o por la astucia, como pueda, de una mujer, de mi novia, que me ha sido robada infamemente. Es huérfana, señores: ¡cuidado!; se la disputo a un tutor, como en las comedias que ya están pasadas de moda». Acogida fue tal revelación con grandes risotadas, y para predisponerles más a su favor, encareció Calpena los peligros el dramático misterio de la aventura que emprendía sin auxilio de nadie, y en la cual, puesta resueltamente toda su voluntad, no veía más que dos términos: la victoria o la muerte. Imaginaciones lozanas, espíritus juveniles y entusiastas, que adoraban el bien y la belleza, Ros y Cotoner manifestaron a Fernando una simpatía ardorosa, y a este, que no a otro resorte, debieron los expedicionarios la solución de la dificultad en que les puso la ausencia del brigadier D. Ramón Narváez.

A la hora y media de este coloquio de Calpena con sus amigos en medio del camino, él a pie, los otros a caballo, recibieron los viajeros dos magníficos jamelgos cojitrancos y un mulo lleno de mataduras, que les parecieron bajados del cielo, y las más gallardas cabalgaduras que habían visto en   —160→   su vida. No quisieron entretenerse allí, temerosos de que se las quitaran, y tomando a toda prisa un par de bocados y algunos tragos de vino, picaron espuela por el camino de Villarreal; Rapella y Fernando caballeros en los rocines; Sancho, con las maletas en el matalón.

Mientras estuvieron a la vista del pueblo no iban muy tranquilos, y arrimaban espuela y látigo a las caballerías para ponerse pronto a la mayor distancia; después aflojaron, porque harto les significaban las pobres bestias que por su edad y achaques no estaban ellas para largos trotes. En todo el día, nada les aconteció digno de referirse. A la caída de la tarde, merendaron de los abastecimientos que el precavido Sancho había cuidado de recoger en el parador, y a eso de las siete les dieron el alto las avanzadas carlistas. Como iban con toda seguridad, pues Rapella llevaba pasaportes y salvo-conductos expedidos por quien podía hacerlo, y además cartas para Villarreal, Guergué y otros a quienes personalmente conocía, nadie les molestó, y siguiendo hacia el interior del Estado faccioso, franquearon, con ayuda de un guía del país, un alto monte hasta dar en un caserío próximo a Arechavaleta, donde se aposentaron y durmieron unas tres horas. Al siguiente día continuaron su marcha por laderas pobladas de bosque, hasta salvarla divisoria entre los ríos Deva y Aránzazu por Beloña, y a media tarde vieron bajo sus pies las torres y chapiteles   —161→   de la noble Oñate, en la cual hicieron su triunfal entrada a punto de las seis.

Como a tal hora volvían a sus viviendas innumerables paseantes, la entrada de los tres viajeros en la capital del absolutismo por la calle Zarra fue objeto de gran curiosidad y sensación. Los grupos de clérigos y señorones se paraban a contemplarles; los chiquillos corrían tras ellos; en ventanas y balcones asomaban las mujeres sus lindas caras. El tipo de caballero noble que a Rapella distinguía, la juvenil elegancia de Calpena, motivo fueron de comentarios, que corrían de boca en boca con la rápida transmisión propia del ambiente social de un pueblo aislado en que moran la ambición y la ansiedad. Favorables a los viajeros eran las opiniones que a su vista se formulaban aquí y allá, y el que menos les tenía por aristócratas castellanos o andaluces que venían a rendir pleito homenaje a la Majestad del Rey legítimo. Los más avisados creyéronles extranjeros, plenipotenciarios de alguna de las cortes del Norte, que llegaban con mensajes y quizás con dinero. «Para mí -decía apoyándose en su bastón de puño de oro el señor D. Francisco Bruno Esteban, canónigo dignidad de Osma y Teniente Vicario general castrense-, vienen de parte del Rey de Prusia, y traerán un par de millones cuando menos, que de este envío y de tal plenipotencia hubo noticias no hace dos semanas.

-No hay nada de millones ni de prusianos -afirmó el Ordenador, jefe de la Hacienda   —162→   militar y civil, Sr. Labandero-. Si acaso, traerán buenas palabras... Me da en la nariz que son de la familia del entusiasta, del generoso conde Roberto de Custine. ¿No notan ustedes el tipo de caballeros a la antigua?

-Ya lo hemos notado -dijo el orondo Don Tiburcio Eguiluz, Superintendente General de Vigilancia Pública-. Para mí, no es otro que el vizconde de la Rochefoucauld Jaquelin.

-Hombre, me parece que está usted soñando, Sr. D. Tiburcio.

-Ya veremos quién sueña...».

Por indicación de Sancho, que conocía la localidad, apeáronse junto al Ayuntamiento, a la entrada de la calle Barria, frente a la iglesia de San Miguel, la mayor y principal del pueblo. Allí les era fácil tomar lenguas de la mejor posada para los señores y de un parador para las caballerías. Viéronse al punto rodeados de diversa gente. Militares, paisanos, viejos, chiquillos y algunos clerizontes, se abalanzaban a ellos deseosos de servirles con la tradicional afabilidad vascongada. Sin que lo preguntaran, se les indicó el palacio de Artazcos, residencia de Su Majestad, quien aquel día se encontraba en Elorrio. Al oír esto, mostrose Rapella muy contrariado; pero habiéndole dicho los circunstantes que Su Alteza el Infante D. Sebastián permanecía en la villa y que residía en la Universidad, exclamó gozoso y enfático el siciliano: «No podía Su Alteza, mi   —163→   grande amigo, albergarse más que en el propio templo de la sabiduría».

Resolvió entonces entrar en una tienda de licores y pasteles que vio en el costado de la plaza, sin que le moviera otro propósito que librarse del enjambre de curiosos impertinentes y de chiquillos pegajosos, y allá se colaron también dos señores capellanes, extremando su cortesía. «El mayor obsequio que pueden hacerme los que tan atentos se muestran, es llevar al Serenísimo señor Infante un aviso de mi parte. Basta con decirle que ha llegado su amigo Rapella y que desea pasar a ver a Su Alteza en cuanto este se digne señalar hora para recibirle». No habían transcurrido quince minutos cuando a sus oídos llegaba esta grata respuesta: «Su Alteza acaba de entrar de paseo, y dice que le espera a usted ahora mismo».

-Ya sabía yo -dijo reventando de satisfacción el siciliano y dándose un tono tremendo entre aquella gente-, ya sabía yo que me recibiría sin pérdida de tiempo. Tú, Fernando, espérame aquí. Si Su Alteza me convida a cenar, como espero, te mandaré recado. Entre tanto, busca por ahí, en lugar céntrico, un buen alojamiento para los tres».

Y partió al instante con un capellán por cada lado y detrás un reguero de gente diversa. En la puerta de la repostería dieron a Calpena razón de un alojamiento próximo, añadiendo que tenían que resignarse a vivir con alguna estrechez por estar Oñate lleno de gente forastera, con tanto empleado   —164→   y tanto señor de oficina. Más que en la comodidad del pupilaje, el pensamiento de Calpena se fijaba tenaz en el capital asunto que embargaba su ánimo, y al punto empezó a formular preguntas: «¿Conocen ustedes a un señor D. Ildefonso Negretti, que ha venido a la contrata de armas y municiones?

-¿Cómo dice usted...? ¿Negretti? El nombre no me suena. ¡Vienen tantos, unos a proponer pólvoras, otros armas, otros provisiones de boca! ¿Es por casualidad francés?

-No, pero quizás lo parezca. Ha venido con él una sobrina, hermosa joven, morena.

-Ya sé quién es: bajito, la ceja corrida; mira un poco torcido. Trae consigo una vieja y una señorita que parece tísica.

-¡Tísica! No puede ser, a menos que... -dijo Fernando en la mayor confusión-. A ver, denme las señas de esa enferma. Puede una salud robusta desmejorarse rápidamente con los malos tratos.

-Una damita flaca -dijéronle en vasco mal castellanizado-, con el pelo de color de cola de buey.

-No, no es esa... En fin: llévenme, si gustan, al alojamiento que crean mejor, y ya emprenderé mis indagaciones con toda calma».

Dos angelones como de doce a catorce años, guapines, rubios, cuyos rostros infantiles mostraban ya la seriedad y aplomo de la raza, le guiaron a la posada, de la cual era patrona la madre de uno de ellos, el más tierno, de aficiones militares, según contó a   —165→   Calpena. El otro, en quien ya la voz llueca manifestaba el paso de niño a hombre, estudiaba para cura, y por de pronto, aprendía música con su padre, organista de la Iglesia Mayor, y cantaba con él en las funciones. Hallábase la hospedería en una calle estrecha que pone en comunicación la Barria con la de Santa María, y sale frente al torreón viejo del palaciote de Artazcos, morada del Rey absoluto. Buena era ciertamente la tal casa; mas en días de tanta aglomeración resultaba estrecha, incómoda, y los huéspedes vivían en ella como sardinas en banasta, acomodándose cuatro en estancias donde tres no habrían tenido suficiente holgura. A Calpena le metieron en una alcoba donde moraban dos señores: un capellán nombrado Ibarburu, que del servicio castrense pasó a desempeñar la secretaría delDespacho de Gracia y Justicia, y un teniente coronel, impedido de una mano, que prestaba servicio burocrático en la Junta Provisional Consultiva de Guerra; llamábase Cerio, y era hombre muy vehemente, la pura pólvora, de un optimismo delirante. Con ambos trabó conversación y amistad Calpena en cuanto se instaló, y en la cena, servida a punto de las ocho, con lentitud y apreturas, por ser corta la mesa para veinte que a ella se sentaban, oyó mil noticiones y el animadísimo platicar de toda aquella gente. Entre los comensales descollaba como número uno de los habladores el tal D. Ceferino Ibarburu, y metían bastante bulla D. Teodoro Gelos, médico   —166→   de cámara, vocal de la Junta Superior Gubernativa de Medicina y Cirugía del Ejército; D. Juan Francisco de Ochoa, Intendente, y el Sr. Sureda, Gentil-hombre de Palacio.

«¡Menuda paliza se habrán llevado a estas horas! -dijo Cerio, el incorregible soñador de triunfos-. Y si no se la han ganado todavía, se la ganarán mañana.

-¡Vaya con las gracias que quiere hacer el sr. de Córdova! -dijo Ibarburu-. ¿Pues no se le ocurre al niño querer tomar las alturas de Arlabán?».

Una carcajada burlona corrió de boca en boca por toda la mesa, y el Sr. Gelos, que se preciaba de táctico, aseguró que las alturas de Arlabán no las tomarían los cristinos ni con doscientos mil hombres. «La desgracia que tuvimos en Enero en aquellas posiciones, cuando las ocupó Narváez, fue por sorpresa...

-Como que entonces no nos cuidábamos de aquella posición -indicó el Intendente-, y ahora la hemos fortificado. Es un hueso muy duro, donde se dejarán los dientes esos señores si intentan roerlo.

-Pero hablamos aquí sin conocimiento de causa -dijo Ibarburu emprendiéndola con las habichuelas-. ¿Quién asegura que los cristinos van contra Arlabán? Entiendo que el objeto de Cordovita es una simple demostración militar hacia la Borunda. Este caballero (señalando a Calpena), que acaba de llegar de Vitoria, nos dirá si las tropas   —167→   enemigas se dirigían hacia la Barranca o hacia las lomas de San Adrián».

Declaró Fernando que a su paso por Vitoria, él y sus compañeros de viaje habían notado movimiento de tropas, sin poder precisar qué posiciones tomaban los cristinos ni a qué lugares, para él desconocidos, se dirigían.

«¿Pero el señor viene de Castilla? -dijo el Gentil-hombre Sureda mirándole con su lente, pues era algo cegato, de formas corteses y un tanto atildadas, calvo, muy limpio, prototipo de figura palatina para desempeñar un papel decorativo junto a los candelabros y mesas barrocas-. Yo entendí que estos señores diplomáticos venían de Francia, y me dijeron que traían la estafeta de Viena y Berlín. Dispense usted. No es que yo pretenda saber cuál es su misión. Ya sé que el otro señor ha sido invitado por Su Alteza.

-Es, según oí -apuntó Ibarburu-, napolitano, persona ilustradísima, que en Madrid ayudaba al señor Infante en sus investigaciones arqueológicas».

A todo asintió Calpena con medias palabras. De pronto, el médico Gelos, con notoria grosería, se dejó decir: «¿Y qué...? ¿Nos traen ustedes conquibus? Porque para palabras bonitas, excusaban de venir... Dispense... aquí somos muy francotes. Hace tiempo nos están mareando con el emprestito de Turín, que hoy que mañana... Pero el tiempo pasa, y la mosca no parece. Cuando vuelva usted a las Cortes de Europa, señor mío, bien puede decir   —168→   a esos caballeros que ya basta de protección platónica; que aquí luchamos por la causa de todas las Potencias, por los Tronos legítimos, contra las revoluciones y el jacobinismo, y que deben ayudar a nuestro excelso Rey, no con metáforas floridas, sino con metálicas razones... por cuanto vos contribuisteis... pues así venceremos más pronto... Digo más pronto, porque de todos modos, tarde o temprano, la victoria es segura. Está decretada por el Altísimo, y a donde no lleguen las valientes tropas de Su Majestad, llegará la intercesión de nuestra Generalísima invencible, la Virgen de los Dolores».




ArribaAbajo- XVII -

De aquel inoportuno y desconsiderado Gelos se contaba que había sido barbero, luego maestro de cirugía menor, pasando a titularse Doctor en Medicina por una serie de transiciones lentas. No carecía de habilidad empírica; teníale el Rey por un sabio, y puso en sus manos la asistencia de los heridos de su ejército: fue de los enviados desde Durango a la cura de Zumalacárregui, que resultó indocta, tardía, funesta. Distinguíase Gelos en el Real de D. Carlos por sus opiniones intransigentes; militaba con rabioso   —169→   entusiasmo en el partido zaguero, arrimado a las violencias absolutistas, a la cacería y exterminio de liberales, partido en quien la barbarie no era inferior a la candidez. Llamábanse los tales netos, puros, y su ridículo y brutal fanatismo ocasionó elmenoscabo y vuelco de la Causa, como diría el historiador Mor de Fuentes. Entre los netos y las principales figuras del ejército Real latía una guerra honda, que se manifestaba en la superficie con el tiroteo continuo de acusaciones solapadas. Los valientes jefes de división, sucesores de Zumalacárregui, detestaban a la camarilla, haciéndola responsable de todas las desdichas. En cambio, los puros, en cuyo negro enjambre descollaba la frailuna personalidad de D. Juan Echevarría, tenían por traidores a Villarreal, Gómez, Zaratiegui, soldados valientes que habían ganado palmo a palmo el terreno donde Carlos V pretendía establecer un ridículo simulacro de organización política y administrativa. Era un Estado de papel, compuesto de denominaciones enfáticas, burocracia sin materia administrable, palaciegos sin palacio, intendencias sin dinero, ministros con las carteras y las cabezas totalmente vacías.

En la posada de Iriarte, que así llamaban al hospedaje de Calpena, marcábanse claramente los dos partidos, pues si Gelos y Ochoa se preciaban de facciosos a machamartillo, Sureda, Cerio, el mismo Ibarburu y la mayoría de los demás huéspedes no   —170→   veían con buenos ojos la insolente preponderancia clerical; reconocían la lealtad y bravura de los militares, y mostrándose devotos de la Virgen, y asistiendo con edificación a todas las funciones de iglesia a que les llevaba la santurrona piedad del Rey, fiaban, más que en los rezos y letanías, en el poder de las armas, en el eficaz aprovisionamiento de las tropas, en la política seria, dirigida con templanza y arte mundano. A menudo, en las conversaciones de la mesa salían a relucir estas diferencias, atemperándose los disputadores al tono forzosamente grave y al matiz opaco de aquella sociedad, donde eran mal mirados los que hablaban demasiado fuerte, y tachados de masones los que proferían palabrotas picantes.

«Si el Sr. Gelos me lo permite -dijo con exquisita finura el palaciego Sureda, echando vinagre en su plato de judías verdes-, indicaré que de los empréstitos y de levantar fondos en el extranjero se cuidará nuestro gran Ministro D. Juan Bautista Erro, que para algo le ha traído de Londres Su Majestad.

-Me aseguró ayer el señor Obispo de León -manifestó Ibarburu, impaciente ya por meter su cucharada-, que el Ministro trae planes sublimes. Su Ilustrísima y D. Juan vinieron juntos hasta la frontera... Es indudable que al salir de Londres dejó el Sr. Erro ultimado un empréstito de algunos milloncitos de libras esterlinas, vulgo monedas de oro de a cinco pesos. No nos saldrá éste grilla,   —171→   como les salió a los cristinos el tal D. Juan Mendizábal, que se vino también de Londres con mucho viento en la cabeza, y luego... ¿qué? Miseria, el inicuo despojo del clero regular, que es un robo, señores; es como sacarle a uno el reloj del bolsillo...

-Yo me alegro, sí señor, me alegro -dijo el Sr. Gelos, congestionado de tanto comer, y aflojándose el dogal que la servilleta le hacía en el cuello-. Ese escandaloso robo será la mecha que ponga fuego a la mina. Los cristinos, en su satánica demencia, desafían a Dios... ¡le meten la mano en el bolsillo a Dios, señores, para quitarle lo que pertenece a la santa Iglesia!... Me alegro, sí, me alegro, para que vean, para que aprendan los que aún no están convencidos... Hablando de esto, decíame esta tarde el señor Echevarría: es lo único que faltaba para que Dios y la Virgen Santísima estuviesen de nuestra parte... Pues qué, todos esos caudales, ¿de quién son sino de nuestra Generala? La piedad se los dio, el Infierno se los quita. Bien, bien: esto nos favorece. ¡Imagínense ustedes la cólera de Dios cuando haya visto!... ¡Están locos, locos!... y nosotros más locos todavía, si no nos aprovechamos de estos desaciertos del masonismo, abandonando los enjuagues y paños calientes, para marchar decididos al exterminio de la impiedad, de la revolución.

-Muy bien: así habla un devoto fiel de la Religión y el Trono -dijo, al extremo de la mesa, uno que se ocupaba en partir nueces   —172→   para sí y los inmediatos, y era un antiguo guerrillero cojo, empleado en la Superintendencia de Vigilancia Pública.

-Yo no me meto en dibujos -declaró Cerio, comiendo también nueces, único postre que había-, ni entiendo de si se deben llevar las cosas por lo blando o por lo duro. No pienso más que en el pie de paliza que a estas horas habrá dado Villarreal a Cordovita.

-¿Pero se ha roto el fuego ya? No hemos oído tiros.

-Yo, sí. Esta tarde, viniendo de paseo por el camino de Aránzazu, oíamos un espantoso tiroteo. Y unos viejos que bajaban del monte nos dijeron que ayer rompió el fuego la división de Espartero contra el castillo de Guevara, y que a la primera embestida quedaron patas arriba como unos dos mil cristinos; que uno de los muertos es O'Donnell, coronel del regimiento de Gerona, del cual sólo han quedado doce hombres.

-Me parece, Sr. D. Matías, que no está usted bueno.

-Hombre, quién sabe, quién sabe... ¿Y dice usted que unos viejos que venían...?

-De San Adrián, a donde fueron a retirar cuatro vacas. Pues sí: Ribero, con su división, atacó por Zuazo de Salvatierra, y toda la caballería que llevaba se precipitó en un barranco, donde ya pueden ustedes figurarse cómo quedaría. Desde aquí estoy viendo yo el montón de huesos de hombres y caballos.

-¡Bonito montón! también nosotros lo vemos, amigo Urra.

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-No reírse, señores, no reírse -dijo con gravedad el intendente Sr. Ochoa-, que bien puede ser verdad lo que nos cuenta el amigo Urra.

-Y aún se ha dicho más -prosiguió Don Matías-. Unas mujeres que venían de Ulibarri Gamboa contaron que reventó un cañón y mató a Córdova, entrándole un casco por semejante parte, con perdón...

-También cae dentro de la jurisdicción de lo posible -dijo D. Teodoro Gelos-; pero hasta que no venga el parte, pongamos en cuarentena rigurosa todos esos barrancos llenos de caballería muerta, y esos cañones que se hacen añicos tan oportunamente... Como yo soy de los que creen en la Providencia... ¡y lo digo muy alto!... en la justicia divina... no me río de esas noticias... las oigo y espero».

El tal D. Matías Urra, infeliz veterano del absolutismo, había comenzado su carrera gloriosa en la Regencia de Urgel y en el servicio privado del Barón de Eroles. Emigrado a Francia, volvió a su tierra en calidad de ayuda de cámara del Conde Penne de Villemur, el cual le tomó grande afición por su lealtad y esmero en el servicio. Deseando asegurarle un porvenir decoroso, le colocó, siendo Ministro de la Guerra de D. Carlos, en una humilde posición de Provisiones Militares. Poco después, el Sr. Arias Teijeiro, prendado de su fidelidad, se le llevó a Gracia y Justicia como auxiliar de Secretaría, cargo puramente nominal, pues le ocupaban   —174→   en diversos menesteres; tan pronto se le veía en Correos, como en la Comisaría de Vigilancia, siempre leal, atento a lo que se le ordenaba, celosísimo por la causa del Rey y la Religión. Queríale todo el mundo en la llamada Corte, y no por humildes eran menos apreciados sus servicios. Hombre sencillísimo, sin pretensiones, con tanta fe en la Causa como en Dios, distinguíase por su actividad en la transmisión de todas las gratas mentiras que eran el consuelo de la ojalatería facciosa. No tenía familia, ni más amor que el Rey, por quien habría dado cien veces su inútil vida. A más de poner en circulación mañana y tarde las nuevas fresquecitas de descalabros cristinos, del pánico que reinaba en Madrid, de la figura de la Gobernadora, se había constituido en avisador de todos los triduos, novenas, funciones mayores, rosarios y demás religiosos actos que en las iglesias y oratorios de Oñate se celebraban, para edificación de las almas y alimento de las esperanzas políticas. El bueno de Urra informaba puntualmente, preguntáranle o no; y dotado de actividad prodigiosa, iba de casa en casa anunciando: «esta noche Desagravios en San Miguel; mañana trisagio en las Franciscanas; en Santa Marina completas y salve, y en Bidaurreta manifiesto y sermón del Padre Prepósito de San Agustín...».

Continuó picando la conversación en el candente asunto de la embestida de los cristinos a las posiciones de Arlabán, que unos   —175→   tenían por cierto y otros no, y al fin, hartos de judías, huevos cocidos, pescado en salmuera y nueces, empezaron a desfilar: los más impacientes y activos resolvieron no acostarse sin ver confirmadas o desmentidas las noticias guerreras que corrían, y para esto no había cosa mejor que dirigirse a loscentros, donde seguramente habrían llegado partes. «Yo me voy a Guerra -dijo uno-, que algo sabrán allí». «Y yo a Palacio -declaró Sureda-; entro de guardia esta noche». «Pues yo -manifestó Ibarburu con retintín-, me voy a Gracia y Justicia, donde tenemos multitud de asuntos al despacho, y francamente, ni el Sr. Arias Teijeiro ni yo gustamos de que se aglomeren los negocios». Gelos se fue a la tertulia del Sr. Echevarría, al extremo de calleBarria, y Matías Urra no se acostaba sin meter sus narices en la botica, primero, y después en casa del señor Vicario, su grande amigo.

Retirose Calpena contento a su dormitorio, porque el trato de aquellos señores, en general afables y comunicativos, dábale esperanzas del pronto esclarecimiento de su magno asunto, y fijándose especialmente en Urra, en quien vio un eficaz correveidile, sabedor de cuanto en el pueblo ocurría, se propuso utilizar con maña su oficiosa complacencia. Rendido de sueño, se acostó pensando que tal vez estaba muy cerca de Aura. Bien podía ser que la enamorada doncella se encontrase a la otra parte de aquel tabique o pared a que su lecho tocaba... Bien podía ser,   —176→   Señor; y si no era tanta la proximidad, en otro cualquier sitio de la población o de los caseríos del valle se encontraría. Ya la estaba viendo; la sentía respirar, la alcanzaba con su mano... Quedose dormido con esta idea, y toda la noche se la pasó en un sueño, del cual le sacó Rapella muy de mañana tirándole de una oreja. «Levántate -le dijo-, que es tarde y tenemos que hablar. Su Alteza me hizo el honor de invitarme a su mesa. Llegué muy tarde a la posada. Quisieron acomodarme aquí, en catre de tijera; pero yo, por estar solo, he preferido un camaranchón alto donde guardan las ristras de cebollas... Para poder uno arreglarse y hacerse la toilette, es indispensable una habitación independiente, por pequeña y mala que sea».

Notó Fernando, incorporándose para vestirse, que su amigo y jefe estaba ya perfectamente revocado en rostro, cabellera y bigotes, bien cepillado de ropa, limpio y oloroso. Se había sentado a los pies de la cama, por no hallar silla disponible. Ibarburu, en planta desde el amanecer, tomaba su chocolate en el comedor próximo. Cerio dormía entapujado con la sábana, y roncaba.

«¿Y qué tal? -le preguntó Calpena saltando del lecho-. ¿Cómo andamos de negociaciones?

-Chitón. Vístete, arréglate, y en la calle hablaremos. Yo me bajo, que tengo que dar órdenes a Sancho. Te espero en el pórtico de la iglesia. Ponte tu mejor ropa: vas a venir   —177→   conmigo a ver al Infante, que desea conocerte».

Antes de veinte minutos se reunían Rapella y Fernando en el pórtico de San Miguel y lo primero que hicieron fue entrar a oír misa. «Aquí, amigo mío -dijo el siciliano-, hay que atemperarse a las costumbres y a la atmósfera levítica del pueblo. Oigamos misa devotamente, y si cuadra oír dos, no será malo».

¡Miren qué casualidad! Por entrar en la iglesia, se les apareció Urra ofreciéndoles el agua bendita. Calpena se alegró de verle, y afectuosamente le preguntó: «¿Se alcanza esta, amigo D. Matías?

-Ya no... -respondió el vejete, deshaciéndose en amabilidad-. Pero entren los señores en la capilla del Sagrario y aguarden un poquito, que va a salir la del señor Padre Prepósito».

Oyeron su misa con gran recogimiento, y a la salida volvieron a encontrarse a Urra, que les embistió amabilísimo: «¿No se quedan los señores a misa mayor?

-Hoy no podemos -dijo Rapella-. Nos aguarda el Infante, y quizás tengamos que ir antes de mediodía a Elorrio a presentarnos a Su Majestad.

-Su Majestad viene esta tarde. Por si no lo sabían, lo advierto a los señores. También les digo que para confesar, la mejor hora es entre nueve y diez. Ahora, ya ven los señores cómo están estos confesonarios. Hoy se nos ha venido junta toda la oficialidad de   —178→   Artillería, que comulgará después en la tercera misa del Sagrario... Hasta más ver. Al señor Infante le hallarán ahora en misa».

Salieron, y por hacer tiempo hasta la hora de visitar al Infante y poder charlar a gusto, fuéronse a recorrer el pueblo, que en su pequeñez ofrece bastante interés, por la grandeza y hermosura de sus edificios públicos y particulares. Pasaron por delante de Palacio, subieron por la calle de Santa María hasta el camino de Legaspia, donde echaron un vistazo al convento de Bidaurreta, contemporáneo de Doña Juana la Loca; bajáronse luego hacia San Antón, y cortando las calles Zarra y su paralelaIkasola Kalea, fueron a parar junto al río, no lejos del gallardísimo edificio de la Universidad. En el curso de este largo paseo, sin que nadie pudiera oírle, Rapella expresó a su compañero la pena que sentía por el resultado escaso, más bien nulo, que en la primera entrevista con el Infante habían tenido sus negociaciones. «Has de saber, y esto es reservadísimo, Fernando, que el tal Don Sebastián no se da a partido. Creían allá que con ofrecerle dignidades y honores se le ganaba, y todos nos hemos equivocado de medio a medio. Y no son flojas prebendas las que desprecia o afecta despreciar: Capitán general del ejército español, reposición en el Priorato de San Juan de Jerusalén, categoría de Infante de España con renta fija de medio millón de reales, cesión del Real Sitio de Aranjuez para su residencia y acomodo   —179→   de museos y colecciones, con la Flamenca y demás... Ya se ve: ha jurado odio eterno a la Reina Gobernadora, y estos rencores personales son difíciles de reducir. Los que tratábamos al Infante en Madrid por los años del 31 al 33, le teníamos por inclinado al liberalismo templado. Yo frecuentaba su cuarto, con Martínez de la Rosa, con el matemático Vallejo y el humanista Tordera. Veíamos que la ilustración y el trato de los sabios podían en el Príncipe más que la tradicional intransigencia borbónica. Créelo, resplandecía el espíritu del siglo en derredor suyo, y poco adelantaba su madre, la Princesa de Beira, queriendo rodearle de tinieblas... Juró a Isabel, como sabes; todos le teníamos por un decidido campeón de la angélica reina, cuando de la noche a la mañana, por piques o disensiones que permanecen veladas en el arcano de la intimidad doméstica, se nos tuerce el buen Infante, prendándose locamente de las ideas absolutistas... Para mí, y esto es reservado, Fernando, reservadísimo, para mí el cambiazo de este caballero ilustre data de los días que precedieron al casamiento secreto de la Reina con Muñoz. No vio D. Sebastián en los preliminares de este suceso toda la dignidad, todo el decoro que debe acompañar a los actos, a las pasiones mismas de las testas coronadas, y...

-Oí contar... estas son hablillas de logias y clubs, que quizás no tengan fundamento... pues oí decir que el Serenísimo D. Sebastián,   —180→   príncipe ilustrado, artista, matemático, políglota, reúne a estas prendas una mediana ambición... lo que no tiene nada de particular, pues quien mucho vale, mucho alienta... y debemos presumir que su ambición no se limitaría a los honores del Infantazgo... soñaba con la Regencia.

-¡Qué disparate! Nunca le pasó a D. Sebastián por la cabeza tal pensamiento.

-Perdone usted... debieron pasarle ese y otros, si no cuando la muerte del Rey, algún tiempo después... ¿me entiende usted?... Al tener noticia del noviazgo, llamémoslo así, de la Reina con Muñoz...

-El Infante se puso furioso...

-O se alegró... lo humano es que se alegrara, porque el matrimonio morganático, en rigor de ley, debía inutilizar a Doña Cristina para la Regencia.

-Patraña...

-O realidad. Yo me agarro a la filosofía de la historia, y reconstruyo con elementos humanos un personaje obscuro. El Príncipe se alegró, diciendo para su sayo: Reina casada, Regenta eliminada. Pero la Gobernadora fue más lista; no declaró oficialmente sus nupcias; se entendió con Roma... manda sus hijos a criar al campo. Ni siquiera figuran sus alumbramientos en el registro de la Facultad de Palacio. En la Gaceta, y dentro de las leyes del reino, es tan viuda de Fernando VII como lo era el 30 de Septiembre de 1833, a las veinticuatro horas de expirar el padre de Isabel II. De modo que su amigo   —181→   de usted se vio totalmente chasqueado, y es cosa muy natural y muy humana, que cae también dentro de la filosofía de la historia, que un Príncipe, en tal situación de amargura y desengaño, se encariñe con el absolutismo y se lance a pelear por él.

-No conoces a Su Alteza, carísimo, como le conozco yo, ni estás al tanto de los acontecimientos. Déjame que te explique...

-¿Para qué? Doy por verídico lo que usted piensa y quiere contarme, y retiro mi hipótesis, querido Rapella... no es más que una hipótesis. ¿Qué nos importa, ni qué le importa a nadie que D. Sebastián ambicionara la Regencia? ¡Si no se la han de dar, ni a nosotros han de darnos nada tampoco por averiguarlo!... Y a propósito, me ha dicho usted que me lleva a presencia de ese señor Serenísimo, y a eso, ilustre Rapella, tengo que oponer una resistencia heroica, porque yo no he venido aquí a ver príncipes más o menos serenos, ni a ocuparme de nada que no sea el interés grande, para mí inmenso, que me ha traído a estas tierras. ¿Qué trato hicimos en Madrid cuando nos reunimos para emprender este viaje? Pues se convino en que yo no le estorbaría a usted en sus negociaciones, y que usted me ayudaría en las mías todo lo que pudiese. ¿Fue eso lo tratado?



  —182→  

ArribaAbajo- XVIII -

-Eso fue lo convenido y lo cumplo lealmente -prosiguió el siciliano-. ¡Que si te ayudo! ¿Y si yo te dijera que ya no estoy tan ignorante como tú de la presa que perseguimos?

-¿Sabe usted algo? Por Dios, dígamelo, dígamelo pronto.

-Calma, que estas cosas son delicadas... Déjalo, déjalo de mi cuenta... ¿Pero tú sabes con quién hablas? ¿Te has enterado de que tu amigo Rapella es perro viejo en aventuras de amor? ¿Sabes que tiene sobre su conciencia de galán empecatado media docena de duelos con maridos celosos, burlas sin fin de padres severos o tutores ruines, y como unos diez raptos, dos de los cuales han sido del género novelesco, con escalamiento nocturno, incendio, pistoletazo y fuga a uña de caballo con la hembra a la grupa?

-Eso habrá sido en Sicilia, donde la vida romántica es cosa corriente.

-Eso ha sido en Italia, en España, también en Argel, con la circunstancia agravante del uso de cimitarra y del trato con eunucos y demás gentuza de serrallo. El caso tuyo es una simpleza, una comedia de principiante.   —183→   Yo te respondo de que antes de tres días, si andan por aquí el tío de su sobrina y la sobrina de su tío, les encontramos, les sorprendemos y cargamos con la niña en pleno Estado absolutista y patriarcal, burlando tíos, clérigos, monjas, alcaldes, justicias, pues en ninguna parte son más fáciles las burlas que en estas sociedades rigoristas, donde se alambica la moral y se extreman las precauciones... ¿Me aseguras tú que la niña desea que la robes, que preferirá escaparse contigo a permanecer bajo el poder de su guardián? ¿Estás seguro de eso?

-Como de mi propia vida.

-¿Es ella valiente, de estas que corren tras el amor, como la mariposa tras de la luz, y que prefieren la quemadura y la muerte al aburrimiento de una vida regular?

-Es animosa, corazón grande, imaginación viva.

-Conozco el género. Pierde cuidado, niño.

-Pero dígame si ha podido averiguar...

-Cállate ahora. Pon tu asunto en mis manos.

-No puedo traspasar mi iniciativa. Si no me dice usted pronto lo que sepa, no le acompaño a la visita del Infante.

-Pues tú te lo pierdes, carísimo; porque si no me acompañas a la visita no te diré nada, y tardarás sabe Dios cuánto tiempo en averiguar lo que quizás sepamos dentro de media hora».

Calpena se paró en mitad de la calle para mirar fijamente la cara del italiano, que resplandecía   —184→   de malicia, de doblez; cara de intrigante de oficio, curtido en enredos políticos de camarilla y en tramoyas mujeriles y palaciegas. Su fino sonreír dejaba entrever a Fernando un mundo de historias y una rutinaria destreza en artes que no se practican a la luz del día. Por un momento sintió desprecio del italiano, después miedo. Comprendiendo al fin la inconveniencia de huir de su lado en tal ocasión y en circunstancias tales, determinó seguir el impulso adquirido, hasta ver en qué paraban aquellos misterios. «Pero yo quiero que me diga usted con sinceridad: ¿qué tengo yo que pintar en el palacio de Su Alteza, ni en que bodegón hemos comido juntos ese señor y yo?

-Es sencillísimo. Su Alteza me preguntó: 'y ese joven que ha venido contigo, ¿quién es?'. Contesté la verdad: que eres un chico de gran familia, instruidísimo, de una educación perfecta, así en lo moral como en lo intelectual... que posees el latín como Tito Livio y Cicerón, y eres consumado humanista...

-Eh... ¿qué bromas son ésas? Me ha puesto usted en ridículo.

-Que sabes también el griego...

-Hombre, no.

-Algo de griego, le dije... que posees vastísimo conocimientos en Historia y Arqueología.

-¡Ya escampa!

-Hijo mío, la verdad es una diosa muy bonita, que reside en el cielo, y como allá   —185→   la obligan a estar siempre en cueros, nunca desciende a nuestra pobre Tierra... es muy vergonzosa. Adorámosla como ideal; pero...

-Pero la realidad nos impone la idolatría del mentir, ¿no es eso?

-Sí, porque siendo mentiroso cuanto nos rodea, si blasonamos de verdaderos, o nos encierran por locos o nos apalean a cada triquitraque. Falso es todo lo que ves, carísimo, y en esta Corte diminuta no hallarás más verdad que en la grande de Madrid; farsa es la religiosidad de la mayoría de estos cortesanos; hipócrita la creencia en el derecho divino de este pobre Rey de comedia; engañoso el entusiasmo de los que mangonean en el ejército y en las oficinas. Sólo es verídico el pueblo en su ignorancia y candidez; por eso es el burro de las cargas. Él lo hace todo: él pelea, él paga los gastos de la campaña, él muere, él se pudre en la miseria, para que estos fantasmones vivan y satisfagan sus apetitos de mando y riquezas. No imitemos al pueblo, el gran inocente, el eterno bobo del mundo civilizado, el polichinela sobre cuya joroba recaen todos los palos. Y pues hemos de comer y de vivir y abrirnos paso en el tumulto de esta mascarada, pongámonos la careta. Dime, simple, ¿piensas que la empresa de arrebatar a la mujer que amas es realizable con los procederes de la verdad?

-Eso no...

-Pues entonces déjate conducir. Silencio y entremos a saludar al Infante».

  —186→  

A este punto llegaban ante el grandioso edificio de la Universidad, fundación del oñatiense D. Rodrigo de Mercado, obispo de Ávila. Calpena se detuvo a contemplar la mole gallarda, la elegancia de sus contrafuertes, exornados de exquisita labor plateresca. La acción del tiempo y de la humedad, desgastando aquella hermosa pieza arquitectónica, dábale una pátina musgosa, y espiritualizaba la morbidez pagana de sus líneas. En el portalón había guardia, por estar destinado el edificio, en aquel lastimoso imperio de Marte, a cuartel y oficinas militares. Soldados, oficiales de diversa graduación sin más distintivo que la espada, entraban y salían, y no faltaban los grupos de mujeres y chicos que acuden al reclamo de la milicia activa. En dos de las crujías del claustro bajo, divididas por endebles tabiques, se habían instalado dependencias, designadas sobre las puertas con toscos letreros.

En el claustro alto veíanse también rótulos indicadores de los diferentes ramos del organismo militar, a excepción de la crujía de Poniente, separada de las demás por una cancela provisional, con mampara. Por allí se entraba a la rectoral y biblioteca, y a la residencia del Príncipe. Un portero anciano, con casaca amarilla, les introdujo al instante en la biblioteca, donde comúnmente recibía Su Alteza las visitas. Era D. Sebastián de estatura mediana, tirando a corta, de pocas carnes, el rostro grave y desapacible,   —187→   con un poco de estrabismo en los ojos, bien afeitado, el cabello compuesto al uso con un poquito de melena ahuecada sobre las orejas, y la raya al lado izquierdo del cráneo. Si vulgarísimo era por su figura, no así por sus modales, de exquisita distinción: digno sin altanería, accesible, cariñoso, conservando siempre la superior postura. Sabía ser Infante de España; sabía sostener su papel de ilustrado, peregrino papel en príncipes, y aun engalanarse con la flor de la modestia, que tan difícilmente se cría en la seca atmósfera de la adulación. Muy grata fue para Calpena la amabilidad con que don Sebastián Gabriel le recibió. Aunque Su Alteza disponía de poco tiempo, les mandó sentarse junto a una mesa atestada de mapas y librotes voluminosos. «Ya me ha dicho Rapella lo mucho que usted vale. Siento que su venida a esta ciudad haya sido en ocasión tan impropia para platicar de cosas de arte, lenguas y literatura. También yo tengo mis aficiones; pero la guerra ¡ay! y esta situación de continua inestabilidad, me privan de consagrarme a mis estudios favoritos. Confío en que vendrán tiempos mejores; ya iremos a Madrid, y allí, con toda calma... ¿Verdad, amigo Rapella, que iremos pronto a Madrid? ¿Qué piensa usted?

-Señor -dijo el siciliano inclinándose respetuoso-, puesto que Vuestra Alteza anhela volver allá, sólo debo manifestarle que Madrid echa siempre de menos al mantenedor entusiasta de las artes y las letras.

  —188→  

-El Sr. Calpena -indicó el Príncipe con gracia- no cree que vayamos pronto a Madrid; estima en poco la causaque aquí defendemos. Se lo conozco en la cara. Naturalmente, tiene sus ideas, sus preocupaciones; trae todo el barullo liberal metido en la cabeza.

-Señor -replicó Fernando con firmeza-, puedo asegurar a Su Alteza que más de una vez, no sólo aquí, sino en Madrid, he considerado posible y probable que la causa, por una serie de victorias decisivas, vea pronto expedito el camino de la capital de la Nación.

-De eso se trata... -dijo el Príncipe con orgullo, y variando al instante de tema, por ser muy de personas reales el hacer grata la conversación cambiándola oportunamente, prosiguió así-: Ya sé que es usted un gran latino.

-Señor, Rapella me quiere tanto, que abulta espantosamente mis pobres méritos.

-Yo también he tenido mis aficiones latinas, y cuando disponía de tiempo y de tranquilidad, los clásicos eran mi delicia. No crea usted, también me permití ciertos atrevimientos; traduje la elegía de Propercio Ad amicum...

-Sí, sí... la conozco. Es una en que se queja de que le han robado a su amada, y llora y se desespera. Si no recuerdo mal, empieza así:


Eripitur nobis jam pridem cara puella.



  —189→  

-Justo; y luego dice:


Et tu me lacrymas fundere, amice, vetas...



-¡Ah, Propercio me encanta! También yo, con la presunción, con la audacia que dan los quince años, me metí a traductor... Sí señor: traduje en verso libre la elegía Hora mortis incerta.

-¡Oh, sí! -exclamó D. Sebastián con júbilo-. Es preciosísima. Comienza:


At vos incertam mortales funeris horam
Quæritis, et qua sit mors aditura via...».



Aún repitió media docena más de versos, gozoso de mostrar su buena memoria, y después, cambiando el tono entusiasta por el quejumbroso, continuó: «Ya ve usted si es triste abandonar los ocios dulcísimos de la buena literatura por esta actividad ansiosa, a que obligan los asuntos de un Estado incipiente, de un Estado en el cual tenemos que crearlo todo, y por el estruendo de la guerra, que siempre es cruel y bárbara aunque sea gloriosa... Desde que llegué a este país, no he podido abrir un libro de los que han sido, en épocas más bonancibles, mi mayor deleite. Encargado por Su Majestad de organizar las Maestranzas de Artillería y de Ingenieros, y de atender a las mil dificultades que ocurren a cada paso por falta de utensilios, de material, de personal idóneo, me paso la vida en un trabajo azaroso, no siempre   —190→   coronado por el éxito. Verdad que me ayudan hombres inteligentísimos; pero el entendimiento nos da ideas, no la materia para traducirlas en hechos. Hemos podido, a fuerza de tenacidad y de maña, establecer la fabricación de cureñas y montajes; hemos fundido algunas piezas... En fin, no estoy quejoso, y la historia dirá con qué pobres elementos hemos realizado trabajos tan difíciles. Asombra el considerar lo que pueden la inteligencia y la fe, ¿por qué no decirlo? la fe de estos dignísimos oficiales, ayudada por la terquedad vizcaína. Con la fe hemos hecho algo que si no es mover las montañas, se le parece mucho.

-Y entiendo -agregó Rapella con oficiosidad-, que en los proyectiles de obuses no tiene este ejército nada que envidiar al cristino.

-Algo hemos adelantado, gracias a las nuevas máquinas que nos ha traído Negretti...».

Lo que siguió no pudo oírlo Calpena; fue un murmullo, dominado por la sonora y vibrante voz, que aun después de salir de los labios del Príncipe continuaba sonando con estruendo: ¡Negretti! Era como un trueno... Tal fue la impresión recibida, que el joven no paró mientes en que proseguían conversando el Infante y Rapella. ¿De qué hablaban?... No lo sabía, ni se curaba más que de aquel Negretti que en sus oídos retumbaba.

«¿Es usted aficionado a estas materias, a la balística, a la fundición de metales?

  —191→  

-Sí, señor -replicó el joven impulsado de su gozo ardiente y del deseo de seguir tratando aquel tema antes de que Su Alteza pasase a otro-. Soy muy aficionado».

Turbose un instante. Comprendiendo al punto que un mentir descarado podría infundir sospechas, se apresuró a ponerse en la rectitud, como diría Hillo.

«Dispense Vuestra Alteza mi distracción... quise decir: aficionado a Propercio».

En efecto: nada más imprudente que mostrar interés y conocimiento en las materias científicas de la Maestranza. Sobre que todo engaño de esta naturaleza sería pronto descubierto, aconsejaba la más vulgar discreción aparecer indiferente a tales trabajos, que sin duda se hacían con cuidadosa reserva, recatándolos de la mirada de gentes extrañas y forasteras.

«Soy enteramente lego, señor -repitió Fernando-, en cosas de milicia y de ciencia militar».

Y Rapella con seguro instinto acudió a reforzar esta idea, diciendo: «Tenemos aquí a un hombre que desde niño ha ejercitado sus facultades en los estudios históricos y literarios, y fuera de ellos es un ángel de inocencia. Me permitiré hacer una observación. Su carácter altivo y la independencia de que goza son causa de que no haya ocupado aún en la esfera escolástica del Reino la posición que le corresponde... Sí, sí, querido Calpena, hago traición a tu modestia, manifestando a Su Alteza que acaricias la   —192→   ilusión de desempeñar en este apartado pueblo, tan propicio al estudio, el noble ministerio de la enseñanza... No te atreves a decirlo; pero yo sé que ésa es tu idea... Te encanta este honrado país, te empujan hacia acá tus hábitos metódicos, tu carácter apacible; te solicita desde aquí ¿por qué no decirlo de una vez? la atracción que ejercen sobre tu espíritu las ideas de estos ilustres señores y el régimen absoluto. Conocedor de tus pensamientos, porque poseo tu confianza, quiero ser tu órgano de expresión; la facultad de la franqueza que te falta, yo la suplo con mi atrevimiento... Sí, sí, Serenísimo Señor, este joven sería feliz consagrando su vida y su talento a las tareas de la enseñanza en cualquier localidad de la nueva Monarquía... Pues él no lo dice, lo digo yo, que le quiero como a un hermano, y no deseo más que su bien».

Si a las primeras palabras del siciliano, Calpena vacilaba entre el asombro y la ira, por tan audaz mentir, antes de que Rapella terminase, ya pudo ver Fernando que aquel giro no era descabellado, y podía servir a la buena terminación de su asunto. Con la mirada y una leve sonrisa, prestó asentimiento a la declaración de su amigo, que obtuvo del Infante esta velada respuesta: «Mucho me congratulo de las felices disposiciones y de los deseos de este joven, y por mi parte no he de oponerme a que los realice. Pero le advierto que no soy yo quien ha de decidirlo, pues ello incumbe al señor   —193→   Obispo de León, encargado de la Enseñanza. Para ejercer el profesorado en esta Universidad, la ley exige condiciones que sin duda podrá llenar cumplidamente el Sr. Calpena, aptitudes y conocimientos bien probados, pruebas también de piedad y de pureza de costumbres. Toda precaución es poca en las circunstancias de un Estado nuevo que quiere ser de todo en todo contrario al Estado caduco y corrompido que tenemos enfrente, y por eso se han establecido los ejercicios de reválida».

Diciendo esto, Su Alteza se levantó, señal de haber terminado la visita.

«Dispénsenme -les dijo alargándoles la mano, que Rapella besó-. Hoy es día de acontecimientos graves. Es seguro que han atacado nuestras posiciones por San Adrián. Desde muy temprano se oye tiroteo muy vivo...».

Y no acababa de decirlo cuando entraron presurosos dos señores, uno de ellos Cerio, el otro un ayudante de González Moreno: traían noticias, que comunicaron a Su Alteza sin que Rapella y su amigo pudieran enterarse. Las noticias no debían de ser muy buenas, a juzgar por la cara que puso D. Sebastián al oírles. Volviose luego a los visitantes, con cierta premura, como queriendo significarles de una manera delicada que tomaran la puerta.

«No debemos entretener más tiempo a Vuestra Alteza -dijo Rapella. Y el Príncipe:

-Nos veremos otra vez... Ya sabe el señor...   —194→   Reválida para la incorporación de grados, pruebas de piedad... juramento de defender el misterio de la Inmaculada Concepción, de condenar la impía doctrina del regicidio, la absurda soberanía del pueblo, el filosofismo anárquico... juramento de no pertenecer ni haber pertenecido a ninguna sociedad secreta... en fin, vea la Gaceta, decreto del 9 de Abril... Adiós, señores...».




ArribaAbajo- XIX -

Observaron al salir a la calle grupos de presurosa gente que iba de una parte a otra. Por las palabras sueltas que oían, coligieron que no lejos de Oñate, en las alturas que dominan el valle de Aránzazu, se estaban batiendo cristinos y facciosos. En la plaza eran más compactos los grupos, y de ellos se destacaban clérigos y militares que acudían a Palacio y a la Universidad en busca de noticias. No querían hablar Rapella y Fernando de lo que les incumbía hasta no encontrar un sitio solitario; con feliz acuerdo metiéronse en la iglesia, donde había terminado el culto de la mañana, y recorriéndola, como que admiraban los retablos, la espaciosa nave y la capilla en que reposan los restosdel fundador de la Universidad, sin más testigos que algunas señoras y ancianos   —195→   entregados a sus rezos y meditaciones, charlaron cuanto quisieron, sotto voce, cuidando de disimular al paso de algún sacristán o clérigo rezagado.

«A lo que parece, se están batiendo ahí arriba -dijo Rapella-. ¡Qué bien me vendría que se llevaran estos caballeros una paliza fenomenal! Confío mucho en Córdova y su gente.

-Yo también. ¡Pero si les pegan y se ven obligados a salir de Oñate...!

-Mejor. Derrotados y fugitivos entrarán en negociaciones más fácilmente que envalentonados y triunfantes. ¡Duro en ellos!

-Pues si en mi mano estuviera, yo detendría en este momento la espada de Córdova. Me conviene el statu quo para las averiguaciones que pienso emprender esta tarde misma: si está Negretti aquí; si le acompañan su mujer y su sobrina; si no le acompañan; si ha dejado la familia en otra parte; si ha depositado a la sobrina en algún convento...

-Calla, hombre, calla. ¡Si te enterarás al fin de quien es Rapella!... ¡Si cuando tú vas a un punto ya estoy yo de vuelta! Todo eso que quieres saber, ya lo sé yo... ¿Por quién me tomas? ¡A fe que tengo bonito genio para estar tanto tiempo ignorante de lo que interesa a mis amigos!».

La aproximación de un sacerdote que se detuvo en medio de la nave mirándoles atentamente, les obligó a callar.

«¿Quieres saberlo? -prosiguió el siciliano, libre ya del importuno clérigo-. Pues déjame   —196→   terminar lo que diciendo venía. Para tu asunto es indiferente que evacuen o no evacuen la gloriosa villa de Oñate, porque... vamos, aplacaré tu curiosidad: Negretti está aquí; tu niña, no... Ya te contaré cómo lo supe.

-Cuéntemelo usted ahora.

-Silencio, que nos mira aquel tío gordo que parece un fraile vestido de paisano. Conviene que nos arrodillemos y hagamos como que rezamos un poco... Mucho cuidado con esta gente.

-No me tenga usted en esta ansiedad -dijo Fernando de rodillas, persignándose.

-Repito que para tu asunto es indiferente -prosiguió Rapella dándose golpes de pecho-, y para el mío de gran interés que les arreen a estos caballeros una paliza muy gorda. No encuentro en D. Sebastián las blanduras que yo creía: la amistad y el cariño que en Madrid me manifestaba se recatan ahora, se revisten, como si dijéramos, de una capa de desconfianza. Su ambición, que es grande y legítima, no se rinde a los reclamos de allá mientras de este lado tenga flores el árbol de la esperanza. Venga un cierzo que arranque toda la flor del árbol, y la ambición del Príncipe no será tan arisca... Pero yo no he venido aquí a negociar sólo con D. Sebastián Gabriel. Traigo otro grande embuchado para su tío, el Rey absolutísimo, de quien no sacaré jugo mientras esté boyante y entero. Pero si sufre un descalabro y le cojo por ahí, con las manos   —197→   en la cabeza, entre el barullo de sus soldados fugitivos, cree que se le aplacarán los humos. La Santísima Virgen, su inspiradora y Generala, ha de aconsejarle que me oiga, y que acceda a lo que le propondré... Esto es más que reservado, y no esperes que te lo diga.

-Ni me importa saberlo. Lo que ha de decirme usted pronto...

-Voy... Pues supe que Negretti está en la Maestranza por el Sr. Roa, secretario de Su Alteza, con quien hablé anoche más de una hora de cosas de Madrid, de Oñate y de medio mundo. Aquí, sobre todo, hay materia larga para la historia y la chismografía. Dos partidos que se aborrecen cordialmente, que sin cesar se vituperan, se calumnian, tirándose al degüello, minan el suelo del flamante Estado absolutista, y el mejor día vendrá el terremoto que todo lo convierta en ruinas. Pero vuelvo a tu asunto.

-Por Dios, sí... me tiene usted en ascuas. ¿De modo que el Sr. Negretti está en la Maestranza?

-Y la Maestranza en la planta baja de la Universidad. Hemos pasado junto a esta oficina cuando subíamos a ver al Infante.

-¡Ay! ya me lo dijo el corazón... Allí trabaja Negretti, allí estudia. ¿Acaso vive allí?

-Eso no lo sé. Lo que sí puedo asegurarte es que tu niña no está en Oñate. No se separa de ella la mujer de Negretti, que es una vascongada como un castillo. Hasta hace unos días hallábanse en Durango; pero   —198→   tu Aura se puso malucha, calenturas leves, anginas, no sé qué, y su tía se la llevó a un pueblo de la costa.

-¿Cuál? ¿Qué pueblo es ese?

-El nombre no me lo dijo Roa; pero lo sabremos, descuida.

-Salgamos de aquí. Me ahogo en esta iglesia».

Echaron un vistazo al claustro y salieron por él a la calle, Rapella deseando noticias; Fernando ávido de aire, de ver cielo y luz. La opresión de su pecho no le dejaba respirar. Halláronse en aquella parte de la plaza donde está cubierto el río, el cual corre un buen trecho por cauce abovedado, metiéndose por debajo del claustro de la parroquia. En los pórticos de esta, y en el ángulo que forma con la mole del claustro, hallaron mucha gente, grupos en que se condensaba la ansiedad, la avidez de noticias. Allí, mirando a Palacio, residencia del Rey (en aquel día ausente), mirando al Ayuntamiento, donde estaban el Principal, el Estado Mayor y además la oficina del llamado Ministerio Universal, los pobres ojalateros ponían su alma en el suceso del día. En el centro del más nutrido grupo un clérigo alto y bastote exclamaba, abriendo los brazos: «¡Si no puede ser, Señor, si no puede ser! Conozco aquel terreno palmo a palmo. Conozco las fortificaciones de Arlabán como si las hubiera parido, y declaro que son intomables.

-Eso mismo sostengo yo -dijo otro en quien reconoció Calpena a uno de los huéspedes   —199→   de su posada-. Si la acción ha sido en Salvatierra, ¿cómo es posible que los nuestros hayan dejado desamparado San Adrián?... No puede ser, no puede ser.

-Para mí -apuntó un tercero, que era el mismísimo Sr. Modet, personaje en otros días de gran valimiento, entonces en desgracia-, de lo que ha tratado Córdova es de apoderarse del castillo de Guevara. Por aquella parte sonaba el gran cañoneo. Llevaban tren de batir.

-¡Pero si acaban de decirnos... y esto es para volverse uno loco... que Espartero marchaba a las diez de Salvatierra hacia acá, como en dirección de Elguea! No puede ser, no puede ser».

Y con el no puede ser lo arreglaban todo. Metiéndose Rapella en el grupo con la oficiosidad urbana que sabía gastar como nadie, les dijo: «Permítanme una observación, señores... y esto no es discurrir por conjeturas; es fijar los hechos, hechos indudables que yo he visto. Vengo de los altos de Aloña, y puedo asegurar que se distinguen perfectamente los batallones de Su Majestad corriéndose desde San Adrián hacia Poniente. ¿No es lógico ver en este hecho una hábil estratagema de Villarreal para caer sobre la retaguardia del enemigo y destrozarla?

-Cabalmente: tal era mi idea -dijo muy orgulloso el clérigo, que no era otro que el propio Echevarría, alma del partido neto-. Y si Villarreal no ha hecho eso, ¿de qué nos sirve? ¿De qué le ha servido la escuela de   —200→   D. Tomás? No basta decir: 'Me bato, soy valiente'. Un general en jefe es una cabeza, señores, una cabeza que a cada momento debe inventar algún ardid para engañar al enemigo».

Y un señorete pequeñín, agobiado bajo el peso de un disforme sombrero de copa, sujeto de circunstancias que desempeñaba en Gracia y Justicia el negociado de Títulos del Reino, expresó con biliosa amargura una triste opinión: «¡Pero si aquí no tenemos cabezas, en lo militar se entiende!... ¡Si las que parecen llenas las guardamos en casa para simiente, y mandamos a la guerra las vacías!

-Prudencia, amigo Barbáchano, y vámonos en busca de la puchera, que es hora. Esta tarde sabremos la verdad, y Dios y la Virgen nos la deparen buena».

Saludáronse, y disuelto el grupo, Rapella y Fernando se fueron a comer a la posada. En la mesa no se hablaba más que del militar suceso, que cada cual arreglaba a su gusto, tirando siempre a la favorable. El bueno de Urra llegó hasta el delirio. «Puedo asegurar como si lo hubiera visto, señores, que esta mañana, a eso de las ocho, Espartero iba en desorden hacia Ulibarri Gamboa, perseguido por Simón de la Torre... Y me consta también, ¡oído! me consta, que el Requeté embistió sólo a cuatro batallones, matando todo lo que quiso, y que quedó sobre el campo un O'Donnell, coronel de Gerona, y la flor de la oficialidad cristina...».

  —201→  

No producían los optimismos de Urra, expresados con vivísima fe, el entusiasmo de otros días, pues por entre las encontradas noticias y opiniones flotaba en el espíritu de todos una sombra negra, el presentimiento de un revés, cuya importancia no podía calcularse aún. Gelos, bilioso y cejijunto, había perdido el apetito, mostraba desconfianza de Villarreal, y no se recataba de sostener que fue gran disparate quitar el mando a Eguía, cuyo único defecto era el carácter arrebatado, las palabras violentas. ¡Caramelos! que blasfemase alguna vez, bregando con soldados, no quería decir que fuese descreído. Al contrario, era hombre muy pío, soldado de Dios, incapaz de transigir con la revolución usurpadora. De otros no se podía decir lo mismo, y... más valía callar.

Hizo gala el Sr. Rapella, en todo el curso de la comida, de su exquisita urbanidad, y para cada uno de los comensales tuvo una frase grata. Manifestó que se abstenía delicadamente, porque así se lo ordenaba su carácter diplomático, de expresar opiniones de política interior y del giro de la campaña, aunque hacía votos porque el Altísimo bendijera las armas de Carlos V. Buscó y halló coyuntura para deslizar en la conversación algunas ideas que enaltecieran su personalidad a los ojos de aquellos inocentes funcionarios de un reino ilusorio. Véase la muestra: «Créanlo ustedes: en el extranjero, todas las miradas están fijas en este naciente Reino... Si algo vale mi opinión, no esperen ustedes   —202→   gran cosa de Roma. ¡Roma, señores...! la conozco bien... Roma es Roma, la cabeza del orbe católico... pero por lo mismo, por su misión universal y divina, no puede volver la espalda resueltamente a un Estado establecido... ¿De Viena y Berlín qué he de decirles? Es un asunto este del cual me permitirán que no diga nada. Turín y Nápoles son amigos leales, y harán todo lo que puedan... Pero con quien hay que tener mucho cuidado es con Londres, con ese Saint James astuto, cuyo poder en el concierto europeo es indudable. Ya sabrán ustedes que a Canning le ha sabido mal el decreto de Su Majestad Católica contra los extranjeros que sirven en el ejército cristino. Este decreto inhumano no puede ser grato a la Inglaterra; esperamos que el rey D Carlos acuerde su revocación; de eso se trata... Su Majestad, que es un entendimiento luminoso, se hará cargo de las razones que se le exponen».

Y cuando le incitaban a ser más explícito, más se complacía en dejarles a media miel. Urra y los dos que a su lado machacaban nueces, le oían con la boca abierta. Gelos, que siempre desentonaba, salió por este registro: «Demos un par de golpes buenos con las armas; inspire la Virgen a nuestros caudillos; únase la espada de San Miguel a la de estos valientes, y me río yo de Vienas y Berlines, y de todas esas Cortes que tan mal nos agradecen la gran obra, emprendida por nuestro Rey, de aplastar la serpiente de la revolución europea. Porque   —203→   aquí, para que usted lo sepa y pueda decirlo por esos mundos, estamos combatiendo contra el filosofismo, y una de dos: o perecemos todos, o el filosofismo y el ateísmo no levantan más la cabeza.

-¿Y tendremos el gusto de verle a usted muchos días en Oñate, Sr. de Rapella? -le preguntó Sureda rivalizando en finura con el siciliano.

-¡Ah, oh...! No depende de mí el permanecer mucho tiempo en residencia tan grata... Si Su Majestad viene esta tarde, y tengo mañana el honor de ser recibido... no sé... tal vez... Mejor que nadie comprende usted que no puedo precisar si Su Majestad me retendrá algunos días, o se servirá despedirme mañana mismo».

Una voz tonante gritó en la puerta del comedor: «Señores, Su Majestad el Rey entra en Oñate. Ya viene como a dos tiros de fusil de Golibán».

Tumulto, levantamiento general, golpeteo de innumerables patas de silla: «¡A esperar al Rey, a recibir y aclamar al Soberano!», gritaron a una, y el comedor se quedó vacío, el no muy limpio mantel, lleno de migas y cáscaras de nueces. El pájaro del reloj, asomándose a la ventanita y haciendo sus cortesías, cantó las dos.



  —204→  

ArribaAbajo- XX -

El esquilón de la ermita del Santo Cristo, situada al extremo del pueblo por el camino de San Prudencio, fue el primer bronce que anunció la llegada del Rey, y bien pronto a su alegre clamor se unieron las campanas de la parroquia de San Miguel, de las monjitas de Santa Ana y de los frailes de Bidaurreta, de San Antón y Santa Marina. La gente corría presurosa hacia la plaza y calle Zarra, por donde necesariamente había de entrar, y aunque le estaban viendo de continuo, ni de verle ni de aclamarle se cansaban los buenos oñatienses, que tenían la dicha, la gloria más bien, de ser convecinos del representante del Trono legítimo y de la santa Religión. Le querían de veras, sin conocerle más que como se conoce a las imágenes de iglesia, que no hablan ni se mueven, pues si hablasen, quizás muchas de ellas no tendrían tantos devotos.

Allá corrieron también Rapella y Fernando, metiéndose entre el gentío que aguardaba en la plaza el paso del Rey de Oñate, y, colocados en el mejor sitio, viéronle pasar caballero en un alazán de mediano pelo, llevando a su derecha al Infante D. Sebastián, que había salido a encontrarle; a su izquierda   —205→   a González Moreno; detrás la turbamulta del Estado Mayor: ayudantes, Asesor general, Mayordomo de Palacio, y otros que iban vestidos de paisano con sombrero de copa. D. Carlos vestía de Capitán general, con sombrero de tres picos, sin más insignia que la cruz de Carlos III. Era el único faccioso que por razón de su alta categoría no usaba boina. Aclamado por el pueblo con gritos castellanos y vascuences, que se mezclaban formando una algarabía discorde, saludaba con la afabilidad fría y austera que contribuía no poco a fortalecer su prestigio ante aquella raza creyente, grave. Al satisfacer su curiosidad, tuvo también Fernando la satisfacción de que el personaje resultara como él se lo figuraba; que es un gusto sorprender en la realidad un reflejo de nuestras ideas. Vio, pues, Calpena en la encarnación del absolutismo el tipo que se había forjado en su mente; la cara de Fernando VII con menos nariz, más quijada, el labio grueso, bigote y patillas cortas, la mirada fría y obscura, de las que no penetran ni alumbran, señal de entendimientos apagados. Bien podía expresar la mandíbula del Rey, más larga que saliente, la terquedad, que hacía las veces de voluntad firme, y su mirar vago el fatalismo religioso, que ocupaba el lugar de las ideas. La prolongación del maxilar hacía muy desapacible el soberano rostro, sin llegar a la fealdad que al de su hermano daba la trompa que tenía por nariz. Uno y otro eran diestros jinetes;   —206→   se asemejaban asimismo en la desmedida soberbia y en la contumacia de sus creencias acerca del derecho divino, como enviados al mundo para oprimir a estos desgraciados pueblos.

Hizo Calpena mental paralelo entre su tocayo Narizotas y el llamado Pretendiente, llegando a la conclusión triste de que si hubiera un infierno especial para los reyes, en el más calentito rescoldo de este tártaro regio debían purgar sus pecados contra la humanidad estos dos señores, que simbolizando la misma idea, por la supuesta ley de sus derechos mataron o dejaron matar tal número de españoles, que con los huesos de aquellos nobles muertos, víctimas unos de su ciego fanatismo, inmolados otros por el deber o en matanzas y represalias feroces, se podría formar una pira tan alta como el Moncayo. En todos los países, la fuerza de una idea o la ambición de un hombre han determinado enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; pero nunca, ni aun en las fieras dictaduras de América, se han visto la guerra y la política tan odiosa y estúpidamente confabuladas con la muerte. La historia de las persecuciones del 14 al 20, de la reacción del 24, de las campañas apostólicas y realistas, así como del recíproco exterminio de españoles en la guerra dinástica hasta el Convenio de Vergara, causan dolor y espanto, por el contraste que ofrece la grandeza de tan extraordinario derroche de vidas con la pequeñez de las personas   —207→   en cuyo nombre moría o se dejaba matar ciegamente lo más florido de la nación.

Considerados en lo moral, grande era la diferencia entre Fernando y Carlos, pues la bajeza y sentimientos innobles de aquel no tuvieron imitación en su hermano, varón puro y honrado, con toda la probidad posible dentro de aquella artificial realeza y de la superstición de soberanía providencial. Trasladados los dos a la vida privada, donde no pudieran llamarnos vasallos ni suponerse reyes cogiditos de la mano de Dios, Fernando hubiera sido siempre un mal hombre; D. Carlos un hombre de bien, sin pena ni gloria. En inteligencia, allá se iban, ganando Fernando a su hermano, si no en ideas propiamente tales, en marrullerías y artes de la vida práctica. Las ideas de Don Carlos eran pocas, tenaces, agarradas al magín duro, como el molusco a la roca, con el conglutinante del formulismo religioso, que en su espíritu tenía todo el vigor de la fe. De la piedad de Fernando no había mucho que fiar, como fundada en su propia conveniencia; la de D. Carlos se manifestaba en santurronerías sin substancia, propias de viejas histéricas, más que en actos de elevado cristianismo. En sus reveses políticos, no supo Fernando conservarse tan entero como cuando ejercía de tiranuelo, comiéndose los niños crudos; D. Carlos mantuvo su dignidad en el ostracismo y en la mala ventura, y acabó sus días amado de los que le habían servido. Fernando se compuso de manera que,   —208→   al morir, los enemigos le aborrecían tanto como le despreciaban los amigos.

Entró el Rey en Palacio, la casa-solar de los Artazcos, en la plaza, haciendo esquina con la calle de Santa María, no lejos del trinquete o juego de pelota. Era un bello edificio señorial, del mejor estilo del país, con airosos contrafuertes terminados en pináculos. Allí le esperaban D. Juan Bautista Erro y el improvisado personal de dignatarios políticos y palatinos. El gentío continuaba dando vivas a la Religión, al Ejército y al Rey; pero este no se asomó al balcón, sin duda que graves asuntos le solicitaron desde el instante de su llegada. Vio Calpena que no cesaba de entrar y salir gente de viso, presurosa, y en la calle se acentuaba la ansiedad por las noticias de Arlabán. A media tarde, las impresiones no eran ya muy optimistas, salvo en aquellos que no se convencían nunca, resistiendo heroicos a toda realidad desfavorable.

Salió de Palacio D. Juan Bautista Erro con cara mustia, incapaz de disimular las malas nuevas que traía, y al punto fue rodeado por los curiosos. Calpena se introdujo lo más cerca posible, y le oyó decir: «Nada, señores, no hay que apurarse, pues no se acaba el mundo por un revés pasajero. La acción sigue, y esperamos que Villarreal tome el desquite mañana mismo». Y se abrió paso con esfuerzo de sus brazos vigorosos. Calpena le observó bien, admirando su alta estatura, no inferior a la de Mendizábal; como éste bien   —209→   parecido, de edad poco más o menos la misma, vestido con cierto esmero inglés. Como los liberales a D. Juan Álvarez, los facciosos habían traído de Londres al Sr. Erro, movidos de su fama de gran rentista, y entró el hombre en el Real de D. Carlos prometiendo atar los perros con longanizas, terminar la guerra en seis meses, como el otro, y sacar dinero de debajo de las piedras. Luego resultó que todo era ensueños, cuentas galanas, humo... Acompañado de su secretario el capellán Ibarburu, salió también el Sr. Arias Teijeiro, hombre vulgar y antipático, que improvisándose faccioso después de haber jurado a Isabel y hecho en Madrid aspavientos de liberalismo, había ganado el corazón de D. Carlos y era en su Corte uno de los más furibundos ojalateros. Descollaba por querer meter en todo el formalismo burocrático, por el flujo de dar y quitar empleos, y fue una de las más inútiles y maléficas yerbas que crecían en el campo de la facción, estorbando allí donde no podían hacer daño. Pasó muy estirado y cejijunto entre la multitud, negándose a satisfacer la natural ansia de los vasallos del Pretendiente; pero menos discreto Ibarburu, que en ningún caso desmentía su índole locuaz, formó corro al instante para decir ore rotundo: «Señores, hay que tener calma y no ver un descalabro en lo que es pura y simplemente... una fase, una peripecia de la acción, que no ha terminado todavía. Ya vendrá esta noche el conocimiento total de la batalla, que ha sido,   —210→   que es, mejor dicho, empeñadísima, desarrollándose en una extensión de muchas leguas. Lo que puedo asegurar, pues de ello se tiene noticia exacta, es que las bajas de los cristinos han sido horrorosas... horrorosas.

-¡Horrorosas! -repitieron los del corrillo, y la palabra resonó extendiéndose y atenuándose con la distancia, como la onda en la superficie del agua.

-Tengamos calma; confiemos en la pericia de nuestros generales... y sobre todo, hay que confiar siempre en la protección del Cielo, que no nos abandona, que no puede abandonarnos, porque somos la fe, la razón, el derecho, la justicia, la honradez... ¡Pues estaría bueno que el Cielo, la suma Sabiduría, diera la victoria al filosofismo, a la usurpación, a las ateas discordias!... No puede ser. Repitamos todos que no puede ser».

Y se conformaron por el pronto, repitiendo como papagayos que no podía ser y que no podía ser. Otro de los que abandonaron a media tarde la regia morada fue D. Rafael Maroto, figura de primera magnitud en el carlismo, que abrazó con ardor desde los primeros días del cisma dinástico. Había ingresado en la facción con el grado de Teniente General; gozaba fama de ilustración, de práctica guerrera; pero la inquina que cordialmente le profesaba González Moreno, el brazo derecho y el seso militar de D. Carlos, no le había permitido lucir, como pudiera, sus excelsas cualidades. La malquerencia entre Maroto y González Moreno era vieja en   —211→   el estadillo absolutista, y en su cuenta se podían cargar casi todos los atascos y tropiezos de la Causa. Uno y otro tenían sus pandillitas o taifas que fomentaban aquella discordia, lanzándose fieros dardos de calumnia y dicterios crueles; pero Moreno llevaba la inmensa ventaja de haberle ganado al otro la delantera en la confianza lela del Rey, quien no respiraba sin previa consulta con su jefe de Estado Mayor. Ni la paliza que el tal Moreno se ganó en Mendigorría, ni otros muchos descalabros que en acciones parciales sufrió, ni los odios que despertaba en el ejército, movieron a D. Carlos a retirarle su gracia. No tiene esto más explicación que la recóndita simpatía o afinidad que establece la Naturaleza entre dos grandes ineptitudes, como entre dos inteligencias superiores. La nulidad de Moreno y la de D. Carlos se compenetraban. Uno y otro, formando una sola ceguera, desconocieron a Zumalacárregui; metiéronle en aquel desastroso empeño de Bilbao, donde perdió la vida el primero y único capitán del absolutismo. La página histórica que ha dado más celebridad a González Moreno fue la trampa que armó a Torrijos en Málaga para fusilarle impía y cobardemente con sus desgraciados compañeros. Si D. Carlos no veía estos borrones, ¿qué había de ver el pobre señor?

Pues salió, como se cuenta, el Sr. Maroto de la real audiencia y del consejo, presidido por Su Majestad, que acababa de celebrar la Junta Provisional Consultiva de Guerra (que   —212→   tales retumbancias denominativas eran alegría y entretenimiento del flamante Estado), y le rodearon al punto amigos y prosélitos, ávidos de oír su parecer: «¿Y qué han acordado ustedes? ¿Se puede saber? -le preguntó el Sr. Ochoa, Intendente general.

-¡Hombre, qué pregunta!... Están ustedes en Babia -replicó Maroto, que era de boca un poco libre-. Naturalmente, hemos acordado que somos todos unos imbéciles. Siempre que nos reunimos acordamos lo mismo.

-Y de Arlabán ¿qué?».

Soltó D. Rafael Maroto dos o tres voquibles muy de tierra castellana, con lo cual, si no esclarecía el asunto, expresaba su indignación. Tenía fama de mal hablado el General, costumbre muy conforme con la rudeza militar y con el ajetreo de mandar tropa. Don Carlos no le perdonó nunca que en una ocasión de gran aprieto, atravesando los dos de incógnito una fragosa sierra en Portugal, largase en su presencia una señora interjección, tan rotunda como expresiva, que hirió las timoratas orejas del protegido de la Virgen. Y tan no se lo perdonó, que desde entonces hubo de caer Maroto en desgracia; mas no le sirvió de lección, porque rara vez hablaba sin remachar su discurso con aquellos clavos de acero de la elocuencia familiar española.

«¿De Arlabán, qué quieren que diga? ¡porra! No podía suceder más que lo que ha sucedido. ¿Qué se puede esperar, ¡porra! de   —213→   la dirección que da a la guerra ese rocín? ¡Porra!

-Pero si dicen que la acción no ha concluido, que todavía...

-Que todavía falta...

-Sí, falta la más negra, ¡porra, contraporra!

-Ha sido una peripecia.

-Sí, sí, buena peripecia nos dé Dios ¡porra! Ha sido... aquí en secreto, aquí en gran confianza, una paliza tremenda, una carrera en pelo como la de Mendigorría... ¡Si no podía ser de otra manera!... si lo vengo diciendo...

-Pero todavía... podría ser que nos rehiciéramos.

-Sí, sí; para rehacernos está el tiempo. Lo que pueden ustedes rehacer es la maleta, ¡porra! porque o yo me engaño mucho, o esta noche se plantan aquí.

-¿Quién?

-Córdova... Espartero... qué sé yo».

Y se fue a su alojamiento, seguido de su comparsa que aún no se cansaba de oírle. Era D. Rafael Maroto de buena presencia, gallardo, casi atildado, de palabra expresiva y amena conversación, en la que no era fácil separar la frase feliz del abusivo adorno de porras y contra-porras.



  —214→  

ArribaAbajo- XXI -

Avanzada la tarde, se fue generalizando en el pueblo la triste idea de la necesidad de la evacuación. Con un movimiento admirable, nuevo testimonio de las grandes dotes tácticas del insigne Córdova, secundadas por los generales de división Espartero y Ribero, el ejército cristino habíase posesionado con relativa facilidad de las formidables alturas del puerto de Arlabán, y era dueño de las sierras de Elguea y del monte de San Adrián, que cae sobre Aránzazu. Desde las lomas que cercan a Oñate, así como de las torres de las iglesias y de los tejados de algunas casas, se veía perfectamente esta posición, ocupada ya por las tropas de la Reina. A poco que estas se dejaron caer, ¡adiós Corte de Carlos V, adiós capital del flamante Estado absolutamente absoluto! Y no había tiempo que perder. Antes de media noche era forzoso que escapasen del pueblo, en busca de lugar seguro, el Rey con toda su alta y baja servidumbre, el Ministerio Universal con sus dependencias, las secretarías llamadasMinisterios con sus respectivas cáfilas de empleados, el Estado Mayor, todos los ramos y ramilletes de Guerra, la Superintendencia de Vigilancia Pública, la Junta Superior Gubernativa de Medicina   —215→   y Cirugía, las diferentesIntendencias, Contadurías y Pagadurías, laMaestranza, etcétera, etc... con todo el papelorio, que en el poco tiempo de existencia formaba ya una costra formidable, y el balduque, los tinteros, las obleas, los polvos de secar, y todo, Señor, todo, pues con ser aquello un Reino en miniatura, abultaba ya casi tanto como la mitad o los dos tercios de un reino grande.

Y si no era floja impedimenta la caravana eclesiástica que llevaban por do quiera, capellanes sinnúmero, familiares del Obispo de León y de otros reverendos, confesores, ministros de la Generalísima, la caterva militar y palatina la superaba, pues había Guardias de honor de infantería y caballería para la Real persona, y un cuerpecito de Guardias de Corps, que no tenía más objeto que custodiar y hacer los honores debidos al estandarte de la Virgen de los Dolores, que D. Carlos llevaba por delante en sus frecuentes correrías de soberano caracol, siempre con el trono a cuestas... No se veían más que señores que desalados corrían a las oficinas, a empaquetar legajos, y después a sus casas, con medio palmo de lengua fuera, a guardar las casacas, el que las tenía, y los trapitos de ceremonia.

«He de intentar colarme en Palacio, ofreciendo mis servicios al Infante -dijo Rapella a su amigo, contemplando el inmenso trasiego de gente presurosa entre Artazcos y el Principal-. Y como estamos en peligro de quedarnos sin caballerías, porque los prófugos   —216→   echarán mano de todas las que hay en el pueblo, conviene que mientras yo busco por aquí quien me introduzca, vayas tú a prevenir a Sancho para que dé un pienso a nuestros animales, y ensille y disponga todo, que el golpe bueno es salir antes que nadie, y agregarnos por el camino a la comitiva del Rey o de D. Sebastián».

Cuando esto decía vieron salir de palacio un grupo, en el cual el siciliano reconoció a su amigo Roa, secretario del Infante, y se fue derecho a él. Era un señor de hermosa presencia, mejor vestido que el Príncipe su amo, y de trato afable y meloso. Hablaban rápidamente de lo difícil que era en momentos tan críticos obtener audiencia del Rey o del Infante, cuando se aproximaron otras personas que azoradas y medrosas hablaban de preparativos de marcha. Del Ayuntamiento salió un nuevo grupo. El Sr. Roa, que continuaba en medio de la calle charlando con Rapella y Fernando, dijo: «¿No me preguntaba usted anoche por Negretti, el mecánico de la Maestranza? Aquí viene. Fíjense: es aquel de alta estatura, moreno, con boina azul y chaquetón de pana». No necesitó más Calpena para poner toda su vista y toda su alma en el pelotón que del Ayuntamiento acababa de salir. Las señas que daba Roa no permitían confusión, pues Negretti descollaba en el grupo con su gallardía escueta de ciprés, alto, derecho y obscuro. Calpena le miró; en aquel punto desaparecieron de su mente la Corte, Oñate, Rapella, el carlismo   —217→   y cuanto le rodeaba. No vio más que al hombre corpulento, fornido, de morena tez; no vio más que el rostro meridional, tostado, casi ennegrecido por el cálido resplandor de la fragua. Representaba unos cuarenta y cinco años; era su cuerpo de Hércules, su hermosa cara, de matiz pizarroso en la piel del bigote y barba, afeitados con esmero; la expresión grave, los ojos dulces. Sus facciones delataban la raza, la incomparable estirpe de que era ejemplar perfecto la hermosísima Aurora. Por todo esto y por otros sentimientos que de súbito asaltaron a Calpena, el Negretti que de lejos veía le fue simpático. Fijose más en él, aproximándose, y Negretti también le miraba. Como si esta mirada fuese chispa eléctrica, sintió el joven un terrible sacudimiento dentro de sí, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, movido de irresistible impulso, se fue derecho a él y, descubriéndose cortésmente, le dijo: «Es usted el señor Negretti...

-Servidor -replicó el atleta llevándose la mano a la boina con militar saludo-. Y usted es el Sr. de Calpena. Le he conocido no sé en qué, pues es la primera vez que tengo el gusto de verle... Corazonada... En la manera de mirarme usted le he conocido. Y como el Sr. Roa me dijo esta mañana que dos caballeros de Madrid preguntaban con interés por mí y por mi sobrina...

-¡Aura! -exclamó Calpena tan turbado que no sabía por dónde empezar-. Aurora...

-Sí, ya sé, ya sé... Hace usted bien en   —218→   hablar conmigo, y en venir a nosotros por el camino derecho, porque yo no me como la gente; soy hombre razonable y sé ponerme en lo natural. Venga usted conmigo si quiere que hablemos un rato, que el tiempo apremia, y tengo que prepararme.

-Ya sé que la familia -dijo Calpena empezando a recobrar el aliento-, está en un pueblo de la costa.

-Sí señor... Como siempre me pongo en lo mejor, ese es mi natural, le supongo a usted con intenciones honradas y de caballero. Dígolo, porque si viniera con propósito de burlarme y de hacernos algún paso de comedia, ya puede volverse por donde ha venido, porque soy hombre que no se deja embromar. En el poco tiempo que lleva Aurora al lado nuestro, le hemos tomado mi mujer y yo gran cariño. La queremos ya como si fuera nuestra hija...».

Algo quiso decir Fernando; pero Negretti le tapó la boca con un gesto, queriendo abreviar, y prosiguió: «Ya sabemos la historia. Con lágrimas y suspiros nos ha contado la niña que le quiere a usted; que no puede querer a otro... Está bien, muy bien... Ahora, en pocas palabras, señor mío, le manifestaré mi opinión. Si yo llego a entender que es usted digno de ella, no me opongo, ni Prudencia, mi esposa, se opondrá tampoco. Demuéstreme el Sr. Calpena que es un joven de familia cristiana y limpia; vea yo que por su honradez, por su seriedad, por sus circunstancias, es merecedor de tal joya, y ya   —219→   estamos en vías de acomodarnos. Si me sale con la gaita de que es poeta o de estos que no tienen más oficio que escribir en papeles, no hemos hecho nada, señor. Curaremos a la niña de su mal de amores, lo que podrá ser difícil, pero no imposible, y a Rey muerto, Rey puesto».

Nuevamente quiso hablar Calpena; pero el otro le cortó por segunda vez la palabra con estas: «Poetas y emborronadores de papel no queremos en casa. ¿Es usted por casualidad propietario?

-No señor.

-¿Es usted abogado? ¿Tiene alguna carrera?

-No señor.

-Empleado quizás...

-Lo he sido. Puedo volver a serlo.

-Los empleados tampoco nos gustan. Pero, en fin, ya que no tiene usted carrera, de algo sabrá, siquiera sea un oficio... Me consta, por lo que relata la niña, que en Madrid pasaba usted por hombre de gran inteligencia... y no sé por qué se me figura que en esto no va Aurorita descaminada. La cara del Sr. Calpena, sus ojos, me revelan entendimiento...

-No creo carecer de facultades para cualquier profesión u oficio a que me dedique.

-¿Sabe usted matemáticas?

-Muy poco.

-¿Latín?

-Eso sí... y humanidades.

-Algo es algo... En fin, señor mío, le acojo   —220→   con benevolencia; pero no le abro mis brazos todavía; le mantengo a distancia. Ya ve que no soy tirano, y si usted ha venido con la idea de representar aquí un paso de teatro quitándome a la niña con burla o con violencia, no es flojo el chasco que se lleva.

-No vacilo en confesar a usted -dijo Calpena en un arranque de sinceridad- que he venido con esas ideas; pero la presencia de usted, sus palabras, su persona misma y modo de ser me han desconcertado radicalmente... Hállome aturdido, sin saber qué pensar ni qué decir... Pero desde luego le aseguro, señor mío, que por nada del mundo he de renunciar al amor de Aura, y que hacia ella he de ir por el camino que crea más corto. Si este es el camino de la paz, mejor; por él iré.

-Está bien; pero debo asegurarle a mi vez que no hay para llegar a ella más que un camino, y en este camino estoy yo, Ildefonso Negretti; está también mi esposa. Ya ve que soy benévolo, que le hablo con lealtad, y de mi lealtad quiero darle aún mayor prueba diciéndole que Aurora reside con mi mujer en la villa de Bermeo; la he mandado a un puerto de mar, no sólo por ser aquel uno de los lugares más tranquilos dentro del país en guerra, sino porque espero que los aires de la costa han de probar bien a su salud, bastante delicada desde que salimos de Madrid. Viven mi mujer y mi sobrina en Bermeo, Barrencalle, núm. 2. Le digo a usted la dirección de mi casa para que vea   —221→   que no le temo, que confío en que ha de responder con su lealtad a la mía.

-Barrencalle, 2 -repitió Fernando, que habría querido ir allá de un vuelo.

-No le doy las señas para que vaya allá, sino para que sabiéndolas se abstenga de ir, entendiendo que no es mi gusto que vaya, ¿estamos? No me alborote usted a la niña, ni me le encienda la imaginación, que con un soplo, como usted sabe, se convierte de rescoldo suave en horno de ferrería; no me trastorne aquella pobre alma, que fácilmente salta del sueño al delirio y de la ilusión a la locura, ni me dispare aquellos nervios que mi mujer y yo, a fuerza de dulzura y paciencia, hemos conseguido contener y amansar. No, no. Tengamos la fiesta en paz. Si se planta el novio en Bermeo sin mi permiso, fíjese bien, sin mi permiso, pues hablo como padre de Aurora, perdemos las amistades y no hay nada de lo dicho. Por lo que valga, sepa que en la casa de allá no están las mujeres solas; en ella viven también dos fieras en figura de hombres: mi cuñado Hilario, capitán de barco, y un primo suyo, que también es de mar; excelentes personas, bravos y fieles, que no han de consentir ningún desmán en aquella honrada vivienda».

Por tercera vez quiso Calpena decir algo; pero el hercúleo Negretti, que tenía prisa, no le dejó tomar resuello: «Aguárdese un poco, y concluimos. Ya he dicho antes que no soy tirano, y que acostumbro a ponerme en lo natural. Sé lo que son jóvenes; yo he   —222→   sido algo joven, yo también he probado el amor, y no desconozco lo que puede en nuestra alma. Sabedor de todo esto, y siendo además hombre honrado y buen cristiano, le digo al Sr. D. Fernando que no me opongo, no señor, no me opongo a que ame a la niña, ni a que se case con ella. Pero he de advertirle que perlas como esta sobrina no están ahí para el primero que llega. Sobre lo que ella vale, está lo que posee, lo que ganó honradamente mi pobre hermano Jenaro, y si todo eso, la niña y su capital, han de ser para usted, no es mucho pedir que me demuestre ser merecedor de bienes tan grandes. ¿Es esto claro, es esto real, es esto noble?

-Sí, sí, sí -afirmó Calpena con efusión estrechándole la mano-. En un momento me ha conquistado usted, me ha hecho suyo, que es el verdadero camino, bien lo veo, para ser de ella.

-Pues no necesitamos hablar más por ahora. Antes de ir a Bermeo irá usted a donde yo esté... y estaré con la Corte, pues no puedo apartarme del servicio de Maestranza en el Real de D. Carlos. Hable usted conmigo, entendiendo que para ganar aquella plaza, tiene que ganar antes los baluartes que la rodean y defienden, y esos baluartes véalos en mí. Yo soy la muralla. Póngame usted sitio, y por los medios que emplee para conquistarme, sabré yo si debo o no debo rendirme. Por de pronto escribiré a la niña, diciéndole que he visto a su galán, para que esté tranquila... Con que...

  —223→  

-¿Pero qué, nos separamos ya? -dijo Fernando con ansiedad, sintiendo que el tal Negretti se le metía en el corazón.

-Sí señor. Yo tengo que preparar la salida del material, salvo lo que por su peso es forzoso dejar aquí. Me parece que ya hemos parlado todo lo substancial. Ya sabe dónde me encontrará.

-Pues separémonos; pero no sin decirle que, contra lo que esperaba, hallo en usted la suma lealtad y la hombría de bien más pura. Yo me lo figuraba un monstruo, un tirano, el mayor y más fiero enemigo de mi persona y de mi felicidad; pero ya veo...

-Adiós, adiós... Me esperan. Vea usted; allí me están llamando... Hasta que nos veamos; lo dicho, dicho... Adiós».

Y se metió corriendo en la Universidad, donde multitud de personas, unas de tipo militar, otras de obreros, le aguardaban inquietas. Calpena le seguía con sus ojos. ¡Y cuán solo y triste se quedó al verle desaparecer! En aquel momento ya obscurecía... Lloviznaba... ¡Qué triste anochecer!




ArribaAbajo- XXII -

Como chorro de agua fría derramado en un brasero, fue la presencia y dichos de Negretti en el espíritu de Calpena, que vio de súbito convertido en cenizas mojadas todo   —224→   aquel fuego que encendía su voluntad; y el drama romántico que el niño se traía, con violencias y fuertes emociones, con su rapto correspondiente, quizás con cuchilladas y tiros, se trocó en comedia casera. Verdad que esta era de las buenas, de las mejores, según se anunciaba; mas, por el pronto, hubo desilusión, enfriamiento repentino, caída de las alturas, y esto siempre duele. Un rato estuvo el joven como atontado: casi, casi llegó a parecerle fantástica la aparición de Negretti, y sus palabras fingimiento del propio tímpano que las oyera. Por real lo tuvo reflexionando en ello, y reconoció gozoso que el tío de su amada era una gran persona, sus palabras sinceras y honradas, en armonía perfecta con la noble expresión de su rostro. ¡Vaya con los cambiazos del destino! ¡El enemigo, el tirano, el ogro, convertíase, como por magia, en un ser bondadoso, de ideas severas, eso sí, pero sanas! ¡Y con qué firmeza de padre tutelar le había planteado la cuestión de sus relaciones con Aura! ¡Con qué gracia y donosura había desbaratado el romántico artificio, como Don Quijote, acuchillando el retablo de maese Pedro! ¡Y cuán hábilmente, entre las ruinas del cartón pintado, había puesto el cimiento angular de la vida razonable, discreta, lógica, como Dios y la ley quieren y formulan! Era el tal D. Ildefonso todo un hombre, y no había más remedio que bajar la cabeza ante su voluntad, juntamente rigorista y protectora, aceptando los procedimientos pacíficos   —225→   que proponía, los cuales significaban decencia, lógica y facilidad.

Dio vueltas Fernando por frente a la Universidad, sin hacerse cargo de lo que a su alrededor ocurría; tan metido estaba dentro de sí. Pasado un rato, y obligado por la llovizna a guarecerse bajo un alero, empezó a ver lo inmediato y circunstancial. «¿Qué tenía yo que hacer, Señor? -se dijo-. ¡Ah! ya me acuerdo: me mandó ese que buscase a Sancho y le mandara preparar las caballerías». Hallábase al decir esto entre la Universidad y el edificio destinado a hospital. A dos pasos de allí, en lkasola kalea, estaba el parador donde a la sazón debía de encontrarse Sancho; pero no acertaba con él: la noche se había echado encima, obscurísima, y la gente afanosa que por todas partes bullía le estorbaba el paso. En la puerta posterior de la Universidad había lo menos diez carros cargando pesados objetos, y en la Caridad, por un portalón de la huerta, sacaban enfermos en camillas. El tumulto era grande; alumbraban estas operaciones farolillos mustios, y el vocerío en vascuence o mal castellano mareaba la cabeza más firme.

Trató Calpena de abrirse paso hacia el parador, y preguntando a este y al otro pudo enterarse de que los jamelgos del Sr. Sancho habían sido embargados para el transporte de los heridos que bajaban de San Adrián. Pensó dar conocimiento al gran Rapella de estas novedades, que sin duda imposibilitarían la partida; ¿pero dónde demonios estaba   —226→   el siciliano? Desde que se le apareció Negretti en la plaza, habíale perdido de vista. Si había logrado meterse en Palacio, y se agregaba a la comitiva de D. Sebastián, ¿cómo se las compondrían Sancho y Calpena para seguirle, no disponiendo de caballos? En fin, Dios diría. Llenose de paciencia el aburrido joven y continuó buscando al escudero. De pronto, vio que los hombres y mujeres que antes se agolpaban junto a la Universidad, corrían hacia la plaza gritando: «¡Ya vienen, ya vienen!...». Pudo creer el forastero por un momento que los que venían eran los cristinos victoriosos, posesionándose, con la brutalidad del vencedor, de la villa y Corte indefensas. Pero no; los que venían eran dos batallones facciosos, el Requeté y el 2.º de Guipúzcoa, que se retiraban con mediano orden delante del enemigo, trayendo muchos heridos, hambre, cansancio, ira, y la tristeza del vencimiento. Bajaban por el camino de Aránzazu, rotas las filas, presurosos. Calpena les vio entrar en el pueblo por la calle de Santa María: ante el Palacio del Rey, dieron algunos vivas con voz apagada y ronca, y pararon luego en la plaza, en medio de una gran confusión. Oyó los gritos de los jefes, queriendo ordenar las secciones, para repartirles pan y vino, y en tanto las mujeres se abalanzaban llorosas a los carros del 2.º de Guipúzcoa, reconociendo a los heridos, llamándoles por sus nombres, reconociendo también a los vivos y abrazándoles, si les encontraban. Era un lastimoso espectáculo   —227→   que oprimía el corazón, tanto dolor de una parte, de otra tanta abnegación y entereza, y afligía considerar el enorme, inútil sacrificio que todas aquellas penas y virtudes representaban.

En los balcones de Artazcos se veían luces. Quién decía que Carlos V estaba cenando sus alubias y su sopita de ajo con un poco de vino, para emprender la marcha inmediatamente hacia San Prudencio; quién que había cenado y estaba rezando el rosario con su alta y baja servidumbre y los señores Ministros; y esto lo decían con veneración, con el interés que inspira la persona más amada. En aquel barullo acertó Calpena a encontrar al chicuelo organista que le había guiado a la casa de huéspedes el día anterior, y le cogió del brazo, preguntándole: «¿Has visto, por casualidad, al señor diplomático que ayer llegó conmigo?». Replicó el chico negativamente, y al punto agregose otro bigardón afirmando que el caballero flaco había salido de Palacio con el Sr. Urra y el Sr. Echevarría, dirigiéndose al Ayuntamiento, donde se disponían caballos y coches para el séquito del Rey. De Sancho dijeron que creían haberle visto en la Caridad ayudando a la saca de los enfermos que debían marchar, y allá corrió Fernando con el organista, que oficioso se prestó a ser su escudero.

Nuevamente fue acometido Calpena, en ocasión de tanto apuro, del recuerdo de Negretti: «¡Qué bueno sería -pensaba- que nos encontrásemos ahora y lograra yo que me   —228→   llevase consigo en los carros de la Maestranza!». Con estas ideas se entremezcló la consideración del cambiazo súbito que le marcaba su destino, y al decir Destino daba este nombre indebidamente al soberano gobierno de Dios, que dispone a veces, según su alta voluntad, todo lo contrario de lo que propone nuestra pequeñez ignorante y ciega. Bastaron unos minutos de coloquio con persona que trataba por primera vez, para ver alterado totalmente el rumbo de sus caminos, vueltas del revés sus ideas, y en la esfera de su voluntad sustituidas unas energías por otras. ¡Cuán lejos estaba el soñador Fernando de que su destino, Dios mejor dicho, le preparaba desviaciones más radicales y sorprendentes!

Entró con su ayudante en el patio grande de la Caridad, donde vieron algunos enfermos medianamente acondicionados en camillas para partir con la Corte. Eran soldados, oficiales, paisanos, víctimas de la guerra dinástica. Familia o amigos cuidaban de su transporte, y no había ya más dificultad que encontrar músculos vigorosos que cargaran las camillas por lo menos hasta San Prudencio. Los que se hallaban en mejor disposición se acomodaron en los carros de la Maestranza, entre bombas, cartuchería y maquinaria, y algunos fueron llevados a la plaza para agregarse a la impedimenta del Requeté o del 2.º de Guipúzcoa. Recorrieron todo el patio en busca de Sancho, y en una de estas vueltas Calpena se sintió cogido de   —229→   la esclavina de su abrigo; volviose, y vio a una mujer lacrimosa que, cruzadas las manos y mirándole con vivísima ansiedad de postulante, como los que apremiados por la miseria imploran la caridad pública, le dijo: «Señor mío, caballero... no me negará usted que lo es, porque el que ha nacido caballero no lo puede negar... Si es usted tan noble y piadoso como me ha parecido, me atrevo a pedirle que ampare a una familia desgraciada...».

Hizo ademán Calpena de sacar limosna, y ella, retirando su mano, prosiguió: «No, no; la caridad que pido no es esa; pido su auxilio para salir de aquí, para proteger la vida de mi padre...

-Señora -dijo Fernando cortés y compasivo-, mucho siento no poder ampararla... Soy forastero, no conozco a nadie, y busco también quien me facilite la salida. Perdóneme usted... no puedo...».

Se alejó; pero no había dado diez pasos cuando sintió en su corazón el golpetazo de la piedad, en su garganta el ahogo de la conciencia que se rebela contra el egoísmo, y volvió hacia la mujer, que arrimada al muro, lloraba sin consuelo. «Bueno -le dijo-, veamos en qué puedo servirla. No llore y explíqueme... Difícilmente podré yo...

-No me equivoqué -replicó ella-, al pensar que es usted persona hidalga. Entre tantos indiferentes o despiadados, sólo en usted, cuando le vi pasar, vi la esperanza.

-¿Pero qué puedo hacer? Soy forastero...

  —230→  

-Yo también. Tanto usted como yo somos aquí gente extraña, enemiga quizás al sentir de ellos... Bien se ve que no es usted de esta tierra...

-En efecto.

-Ni faccioso quizás. ¿Y qué? También hay en la facción caballeros, y usted lo es.

-De tal me precio... Pero... dígame... Lo primero: ¿quién es usted, qué clase de socorro desea?

-Ya sabrá quien soy, quiénes somos, pues conmigo está mi hermanita, más pequeña que yo. Por el momento, y en este grave apuro, sólo digo que tenemos aquí a nuestro padre enfermo, y queremos llevárnosle, huir, escapar de esta casa y de este pueblo. La vida de mi padre corre peligro... Moriremos nosotros con él antes que abandonarle... ¿Podremos salir aprovechando esta desbandada?

-Perdóneme... No acabo de enterarme. Su padre de usted ¿dónde esta?

-Arriba...

-¿Quién es?

-D. Alonso de Castro-Amézaga, persona de gran posición y nobleza, natural de La Guardia, prisionero, enfermo, condenado a muerte un día, y al siguiente indultado por la piedad de Carlos V; aborrecido del pueblo oñatiense, y de las tropas y servidores de este Rey, de quien no quiero decir nada malo. Observe usted que no digo nada malo».

Lo que observó Calpena, en ocasión que los farolillos movibles alumbraban el rostro de la   —231→   pobre señora, fue que a esta le cuadraba más bien la denominación de moza o señorita. A obscuras y desfigurada por el llanto, habíala creído mujer del pueblo, joven.

«Soy una persona decente -dijo la llorona, comprendiendo que Calpena rectificaba su primer juicio-. Aunque me ve usted en este abandono de vestir, motivado por los trabajos que nos impone nuestra desgracia, mi hermana y yo somos dos señoritas de una familia rica y noble. Cómo hemos venido aquí, cómo nos encontramos prisioneras con mi padre, secuestradas propiamente por nuestro amor filial, sin amparo, sin consuelo, es cosa muy larga de contar. ¿Será usted bastante discreto para no pedirme ahora más explicaciones, y bastante generoso para prestarme, como caballero, antes que se las dé, su apoyo y protección?

-Sí, sí... Veamos.

-No tardará usted en conocer por qué circunstancias y casos tan peregrinos se encuentran aquí dos damitas muy principales al cuidado de un noble señor a quien sus entusiasmos locos han traído a esta terrible situación.

-Ya voy comprendiendo... Pues apela usted a mi caballerosidad, yo le aseguro que no ha llamado a la puerta del egoísmo... Señora, en lo que de mí dependa... Y ahora, ya que me ha dicho usted el nombre de su desgraciado padre, dígame el suyo.

-¿El mío? Me llamo Demetria... Mi hermana   —232→   es Gracia, y sólo tiene catorce años. Yo he cumplido veinte.

-¡Veinte años! -exclamó Calpena-, ¡y a los veinte años, en posición decente, encontrarse aquí... así...!».

Por un momento dudó Fernando. Pero en aquel punto pasó un fraile que llevaba farol; a la luz de este vio el rostro de la que se había llamado damita, en el cual efectivamente se revelaban, sin que pudiera decir cómo, la principalidad y la buena educación. ¿Era bella? A la fugaz claridad del farol pareciole insignificante. Pero acertó a pasar otra linterna, y la luz de esta pintó la cara de Demetria con formas y matices que se aproximaban a una mediana hermosura.

«Quedamos en que Dios me ha deparado un caballero. Se lo pedí con toda el alma -declaró la joven mostrando su espíritu, gallardo y animoso, ya que no su semblante, que continuaba desvanecido en la penumbra-. Vamos, suba usted conmigo.

-Si el caballero que Dios concede a usted soy yo, señora -dijo Calpena con no menos gallardía-, sepa que cuando se trata de amparar al desvalido no conozco el miedo. Adelante, pues, y Dios sea con nosotros».



  —233→  

ArribaAbajo- XXIII -

Subieron a punto que bajaban hombres y mujeres; pero nadie reparó en ellos: cada cual iba derecho a su asunto sin cuidarse del prójimo. En un cuarto mísero, lleno de trastos, el primero que a mano derecha se encontraba, entraron Demetria y su protector, seguidos del chicuelo organista, a quien Fernando mandó retirarse. En la galería había luz: abriendo la puerta de la estancia se podía ver a medias el interior de esta. Demetria entró dando albricias: «Ya tenemos quien nos salve. Nuestro salvador aquí está: no le conozco; pero no importa. Dios me le ha deparado». No distinguía Calpena la figura del D. Alonso, que yacía taciturno sobre un montón de esteras liadas. Destacose la figura de Gracia, delicada, esbeltísima, bañado también en lágrimas el rostro, y saliendo a la puerta, expresó su turbación en estos términos: «¿Y el señor sabe quiénes somos?... ¿Le has dicho...?».

-En este cuarto -dijo la hermana mayor-, dormíamos nosotras. Cuando se empezó a decir que la Corte evacuaba la ciudad, no pensamos más que en la manera más fácil y pronta de escapar de aquí. Felizmente, señor... Pero no estará de más que me diga usted su nombre, y así nos entenderemos mejor...   —234→   Pues sí, Sr. D. Fernando... felizmente, los celadores y enfermeros no hicieron ningún caso de mi padre, y cuando empezaban a sacar heridos, echáronle de la cama y de la sala...

-Como a un perro -añadió la otra niña con rabiosa aflicción.

-¿Qué hacemos ahora? Incapaces nosotras de determinar nada, nos entregamos a la voluntad y a la iniciativa de usted.

-¿Hay algún peligro en que su señor padre salga públicamente... por entre el vecindario?

-Sí, señor: lo hay, puede haberlo... porque... verá usted...».

En esto llegó arriba presuroso el organista con la nueva feliz de que el señor Sancho había parecido y estaba en el patio. Rogó Calpena a las niñas que aguardasen un momento mientras bajaba en busca de quien podía prestarle eficaz ayuda en aquel empeño. Presurosa salió Demetria a la escalera para decirle: «Por Dios, no tarde usted mucho. Si usted no volviera o tardara, nos moriríamos de pena.

-Esté tranquila. Volveré al instante.

-¿Cómo demostrarle que no es conveniente exponer a mi padre a que le vean paisanos y soldados de Oñate en las calles del pueblo? Necesitaría contar a usted una parte larguísima de esta triste historia para que lo comprendiese bien. Pero usted, sin explicaciones, me creerá... me creerá sin pruebas. ¿Verdad, Sr. D. Fernando?

  —235→  

-Creo... sí... -afirmó Calpena; y al decirlo, mirándola de abajo arriba, pues ella se paraba en los escalones más altos y él descendía lentamente, vio en sus ojos algo que le infundía ciega fe. Demetria, bien lo observó entonces, era de estatura más que mediana, esbelta y de admirable conformación de cuerpo y talle.

En los últimos peldaños de la escalera le cogió Sancho, endilgándole apremiantes órdenes de su señor: «D. Aníbal se va con el Infante. Me dice que a usted le acomodará en un birlocho de los señores eclesiásticos, donde irán apretaditos, y a mí en una mula de los mismos, a la grupa del fraile de menos libras. Me dice que...

-¿Más todavía?

-Que recojamos del alojamiento sus pistolas, el abrigo de monte, la gorra de ídem, y las demás prendas que allí tienen los señores, y que con todas estas cosas y nuestras personas nos dejemos caer por el Ayuntamiento, donde él se encuentra con el Sr. Erro y otros principales de acá».

No necesitó Calpena saber más para concebir con rápido pensamiento un plan y ponerlo en ejecución con voluntad decidida, en la cual no cabían dudas ni vacilaciones. «Aguárdame aquí: tardaré un cuarto de hora todo lo más. Si no te encuentro cuando vuelva, Sancho, te aseguro que me la pagas. Obedéceme, o sabrás quién soy. Aquí... no te muevas... te necesito. Un cuarto de hora...». Corrió a la calle; veinte minutos después   —236→   hallábase de vuelta, trayendo las pistolas y dos capotones de viaje, uno de los cuales a Rapella pertenecía. El motivo de haber tardado un poco más de lo presupuesto fue que al salir de casa de Iriarte, recogidos los bártulos y pagado el hospedaje, encontró interceptado el paso por la comitiva del Rey. Iba Carlos V en su coche, tirado por tres poderosas mulas. Aun en tan desairada y triste ocasión, el pueblo le aclamaba, adorando más bien la idea que la persona, a la cual no veía. Con lentitud atravesó el carruaje la plaza, llena de tropa, y entró en la calle Zarra, seguido de otros coches y de innumerables jinetes, entre los cuales descollaba por su militar arrogancia la guardia de honor del estandarte de la Generalísima. Lloviznaba otra vez, y las mujeres se echaban una enagua por la cabeza: los soldados aguantaban impávidos la lluvia como poco antes habían resistido las balas. El tambor sonaba en las calles lejanas, aproximándose por esta parte, alejándose y perdiéndose por la otra. En los corrillos que a su paso encontraba, oyó Calpena un alarmante rumor. Venían, venían los cristinos por San Adrián abajo... ya estaban cerca de Aránzazu... Antes de amanecer ocuparían la ciudad... ¡Pobre Oñate, pobres casas, infelices mujeres!

«¿Y la caja del señor y el estuche, afeites y pinturas del señor D. Aníbal?... -preguntó Sancho, quedándose como en éxtasis.

-Sube conmigo, y cállate la boca -dijo   —237→   Calpena entregándole todo lo que había traído, menos las pistolas-. El estuche se lo he mandado al Ayuntamiento con la criada de Iriarte. A nosotros no nos hace falta, porque no nos pintamos. Lo que pudiéramos necesitar, aquí lo tengo ya. Vamos, arriba pronto».

Demetria le salió al encuentro gozosa, cruzando las manos como quien da gracias a Dios. Ya estaba medio muerta de ansiedad, sospechando que su protector no volvería.

«Me detuve, señora doña Demetria, viendo pasar al Rey, que ya va camino de San Prudencio y Vergara... Y dicen por ahí que vienen tropas de Oraa a ocupar el pueblo. ¿Esto nos favorece o nos perjudica?

-¡Nos favorece! -exclamó la joven volviendo a cruzar las manos y elevándolas al cielo-. ¡Dios mío, si fuera verdad...! Pero no perdamos tiempo, Sr. D. Fernando... ¿Qué tal está de gente la calle?

-Por aquí escasea ya; en la plaza un gentío inmenso... Vea usted este abrigo largo. Se lo pondremos a su señor padre. Es de un amigo mío que se va con la Corte.

-¿Qué trae ahí? pistolas... ¡Ah! Parece que ha leído usted mis pensamientos, señor de Calpena, o que viene inspirado por Dios. Ya pensé yo que debía usted llevar armas por lo que pueda ocurrir.

-Nos defenderemos si es preciso. ¿Hay alguien aquí que nos estorbe la salida?

-Puede ser... no sé. En la confusión de   —238→   este momento angustioso para el pueblo, saldremos, o intentaremos salir después de encomendarnos a Dios fervorosamente».

Entró Calpena en la estancia precedido por Demetria y seguido de Sancho. En el suelo había un farol. D. Alonso se había puesto en pie; miraba con espantados ojos a los dos hombres. Era un señor de tipo militar, grave, hermoso, tan horriblemente demacrado, que representaba sesenta años no contando más que cuarenta y siete.

«Son amigos -le dijo Demetria acariciándole-, amigos de los buenos, que nos acompañarán fuera de aquí hasta donde queramos; hasta nuestra casa. ¿Verdad, señores, que nos acompañarán?

-Amigos -balbució el enfermo con torpísima voz, sin quitar de ellos sus atónitos ojos-. ¿De qué tierra...?

-De la nuestra, de allá... Vamos, vamos pronto. Póngase el abriguito que le ha traído este buen señor, y arrópese bien, y cálese la capucha, que hace mucho frío... Así, así... ¿Ve qué bien está?».

Calpena se ciñó el cinto de las pistolas. En aquel momento entró una vieja, que presurosa recogió del suelo el farol, diciendo en voz muy baja: «Ocasión como esta para salir, en toda la noche hallarán. ¡Ánimo y afuera! Abierto todo... Corpas y Berastegui han ido corriendo a la plaza.

-Este buen señor -indicó Calpena viendo que D. Alonso se movía con notoria dificultad-, ¿está paralítico?

  —239→  

-Le llevaremos entre todos -dijo la niña mayor, angustiada.

-Sancho -ordenó D. Fernando a su escudero en tono que no admitía réplica-, tú que eres fuerte, cógele en brazos. Afuera todo el mundo... Demetria, agárrese usted de mi abrigo por este lado... Gracia, por la izquierda. Déjenme los brazos libres... Buena mujer, haga el favor de llevar este lío de ropa, que es mucho peso para la niña. Yo, con mis dos mujeres, delante; sígueme tú, Sancho, con el señor a cuestas... Vamos. Derechos a la salida por la puerta principal. Y luego todo el mundo a la derecha lo más vivamente posible hasta coger el puente y ponernos al otro lado del río. ¡Dios sea con nosotros! Saldremos sin tropiezo, y al que quiera detenemos no le doy tiempo a respirar».

Salieron en el orden dispuesto, con vivo paso, sin mirar a nadie. Por fortuna, en el patio había poca gente. Sentía Fernando el temblor de las dos muchachas, cada una por un lado, y su ardimiento varonil se centuplicaba entre aquellos dos miedos femeninos... Todo fue muy bien hasta que, franqueada la puerta y torciendo hacia el río, pasaban frente a la Universidad. Dos galeras paradas en medio de la calle obligáronles a un largo rodeo, y en esto se les plantaron delante dos hombres, con boina blanca (chapelchuris), que parecían servidores de alguna ambulancia: «Eh, ¿qué es eso, a dónde van estos pájaros?... Atrás -dijo uno   —240→   de ellos revelando en la pureza del habla que no era vascongado. Sin contestarle, Calpena le dio un empujón, diciendo a su escudero: «¡Vivo, Sancho, vivo!».

-¡Atrás! ¿quién es usted? -gritó el otro chapelchuri, cortándole el paso.

Fernando le apuntó a la cara diciendo: «¿Que quién soy? Vas a verlo. Un hombre que te dejará seco ahora mismo, si le estorbas el paso...».

Y como los otros retrocedieron, más sorprendidos que atemorizados, añadió en el mismo tono: «Animales, ¿no veis que acompaño a dos señoras? ¿De qué tierra sois, que no respetáis a las damas?...

-Semos de Cascante. ¿Y qué?

-Pues yo soy de Cascón. ¡Paso! No somos ladrones... No nos llevamos nada que no sea nuestro.

-Pensemos que venían de la cárcel.

-Abur, amigos... -dijo Calpena avivando el paso, siempre con la impedimenta de las dos aterradas niñas a un lado y otro-. El que quiera media onza, venga por ella; el que quiera una bala, también...».

Y diciéndolo llegaron al puente, y pasáronlo a escape, sin mirar atrás. Las señoritas, adquiriendo por el miedo mismo súbita ligereza, no corrían, volaban, y Fernando con ellas. Sancho, con supremo esfuerzo de sus aceradas piernas, se puso prontamente a mayor distancia. La vieja que cargaba el lío de ropa fue la más rezagada; pero llegó la pobre, renqueando, sin tropiezo alguno.

  —241→  

«Si esos brutos -dijo Calpena cuando pudieron tomar aliento-, vienen acá, que escojan entre una buena recompensa por ayudarnos y un par de tiros bien certeros por perseguirnos.

-Señor, no hay que temer -dijo sofocado el escudero, dejando en el suelo a D. Alonso-. Esos mostrencos son de Cascante, media legua de mi pueblo, que es Ablitas. Les conozco: están en la facción por compromiso. Son de los que llaman pasados, y sirven por los nueve cuartos. Si vienen, con una buena propina le servirán a usted de cabeza.

-No, no; más vale que no vengan. No quiero nada de Oñate, y menos de chaquelchuris o chapeles del infierno. Alejémonos un poco más, y luego tomaremos algún descanso. Ánimo, señoras, que ya estamos fuera. Y tú, Sancho, imita, hasta donde puedas, al bravo Esain, el burro de D. Carlos. Sólo que nuestro pobre D. Alonso pesa menos que el Rey absoluto. Adelante. Esta buena señora hará el favor de llevar su carga un poquito mas lejos. Allí se ve una luz. ¿Qué es aquello? ¿Hacia dónde vamos?

-Es la ermita del Santo Ángel de la Guardia -indicó la vieja.

-Él nos favorezca y nos acompañe -dijo Demetria más animosa, haciendo la señal de la cruz.

-El Sr. Echevarría ha mandado que se alumbre la imagen toda la noche.

-¡Qué previsión la del señor confesor del Rey! esa luz piadosa nos guía en esta obscuridad   —242→   -dijo Calpena-. Creo que nadie nos sigue... ¡Eh! Sancho, párate un poco. Cruzamos un camino. ¿Hacia dónde se va por aquí?

-Tirando a la izquierda, vamos a Lamiátegui.

-¿Es camino contrario al que lleva la Corte?

-Sí, señor; podremos, faldeando el monte Aloña, subirnos hacia Aránzazu...

-Eso, eso -dijo Demetria prontamente-. Aránzazu... Aránzazu es nuestro camino...».




ArribaAbajo- XXIV -

Dispuso el jefe de la expedición dirigirse al barrio de Lamiátegui, donde se procurarían medios para alejarse de la villa con más presteza y comodidad. Continuaron su marcha silenciosos, y llegado que hubieron cerca de las primeras casas de la anteiglesia, arrimáronse a un humilladero que les pareció lugar muy apropiado para descansar y orientarse. Puesto en pie D. Alonso, sostenido por sus dos hijas, mirábales a todos uno por uno con ojos de sorpresa y terror. «¿Dónde está Oñate? -preguntó con ronca voz y mayor espanto en su mirada».

Los cuatro a un tiempo señalaron hacia donde se veían las mortecinas luces de la villa entre montes y espesuras borrosas... y le   —243→   hicieron notar el triste son de tambores que hacia aquella parte se oía. Encarose D. Alonso, erguido y fiero, con el espacio obscuro salpicado de luces, y cual si estuviera delante de una persona, blandió su bastón, exclamando: «¡Ca... nallas, lad...!». No pudo concluir: su lengua era como un trapo, y sus esfuerzos por hacerla funcionar no producían más que sordos mugidos. Volvió a gritar: «¡Ca... nallas! y lo que no pudo decir con la boca, decíalo con el bastón, pues más de cinco minutos estuvo apaleando la atmósfera, hasta que sus hijas, haciéndole sentar en el sitio que escogieron como menos incómodo, trataron de sosegarle con palabras cariñosas

«Sí, sí -dijo Demetria mirando a la villa e increpándola con más amargura que furor-: te hemos maldecido, Oñate; hemos llorado sobre ti más de lo que pudieran llorar por sus pecados todas las generaciones que en ti han vivido. Si logramos perderte de vista para siempre, sólo te decimos: Oñate, quédate con Dios».

En tanto Calpena daba estas órdenes a Sancho, acompañadas del dinero preciso: «Necesitamos a todo trance víveres y un carro del país. Este pobre señor no puede moverse; ya lo ves. En caballería, si alguna se encontrara, tampoco podríamos llevarle. Busca por las casas de Lamiátegui un carro de bueyes, y lo tratas sin reparar en precio. De paso que haces esta diligencia, te traes la comida que encuentres, y un par de botellas   —244→   de vino, todo bien acondicionado en una cesta. ¡Figúrate qué noche nos espera si nos lanzamos por esos caminos llevando a cuestas a D. Alonso, con estas pobres niñas hambrientas y nosotros desfallecidos! Si tuviéramos la 1 suerte de que bajaran tropas cristinas a ocupar a Oñate, menos mal. Pero me temo que no nos caerá esa breva... Anda, hijo, no perdamos tiempo. Toma más dinero si quieres, y tráeme lo que te digo.

-Un carro si lo hay, que no lo habrá... y víveres si los encuentro, que los encontraré... pero no querrán dármelos. Bueno.

-Anda, y no seas agorero... Ya oíste que las señoritas quieren llegar hasta Aránzazu. Tratas el carro; si te preguntan qué clase de pasajeros han de ocuparlo, dices que peregrinos... que un enfermo... que un monje... en fin, di lo que quieras. A tu talento y agudeza lo fío... Vete volando».

Partió el escudero con más diligencia que confianza, desesperanzado de hallar lo que deseaban los fugitivos, y estos aguardaron su vuelta sentados al abrigo del humilladero. D. Alonso, arropado por la vieja, reclinó su cabeza sobre el hombro de Gracia, que le mimaba y arrullaba como a un niño. A la izquierda de este grupo, Demetria y Fernando permanecían en silencio, hasta que la joven lo rompió con estas o parecidas expresiones: «Aprovecho este descanso, señor mío, para dar a usted noticia de las infelices personas a quienes concede hidalgamente su protección sin conocerlas. Si en todo caso merecería   —245→   usted nuestra gratitud, amparándonos sin conocernos merece reconocimiento más grande, de esos que nunca pueden extinguirse. Sabrá usted, ante todo, que somos de La Guardia, villa de Álava, tan famosa por su antigüedad como por la riqueza que le dan sus campos de viñedo y sembradura; sepa también que mi padre, a quien ve usted en estado tan lastimoso es uno de los señores de más ilustre abolengo en el país, y que a su nobleza corresponde un rico mayorazgo, que se extiende por las mejores tierras de Paganos y El Ciego. No estará de más decirle también que en nuestra familia no sólo es tradicional la nobleza, sino la virtud, y que tuvimos y conservamos, y Dios quiera que siempre nos dure, el respeto y el amor de nuestros deudos y convecinos. Perdió mi padre a su esposa, nuestra querida madre, el año 33, y fue tan extremado nuestro duelo que no creíamos que el tiempo nos pudiera consolar de aquella desgracia, porque... ¡ay! no tiene usted idea de lo que valía mi madre, en quien la virtud y la suma discreción se juntaban, persona única, sin semejante, y tan hermosa además, para que nada le faltara, que a nosotras nos parecía tener en casa a la Virgen Santísima, así como veíamos en mi padre al primer caballero del mundo. Sólo me falta decirle, para darle a conocer la familia, que mis padres no tuvieron hijos varones, y que su única descendencia son estas dos pobres niñas, mujer y niña más bien, que hoy tiene usted bajo su amparo».

  —246→  

Fernando la oía con toda su alma, y ella, tomado aliento, prosiguió así: «La ocupación constante de mi padre, desde los tiempos que yo puedo recordar, fue siempre el gobierno de su casa y hacienda, la dirección de la labranza, en que empleaba, y empleamos aún, muchos caseros y servidores, el cuidado de los lagares y bodegas, de donde salen los más afamados, los más ricos vinos de aquella tierra. Distracción única o descanso de sus quehaceres era la caza, por la que tenía verdadero delirio. Su colección de escopetas y otros arreos era la envidia de todos los aficionados de la villa, y sus perros no conocían rivales. Salía mi buen padre con sus amigos, y se pasaba días enteros en aquel ejercicio saludable, del cual volvía siempre gozoso, pensando en nuevas campañas contra los pobres conejos o contra las perdices que en la Sonsierra tanto abundan. La vida, como usted ve, no podía ser más placentera en mi casa; los días se sucedían felices, empleados unos tras otros en el trabajo productivo y sin afanes, como de familia rica a quien todo le sobra, en socorrer a los necesitados, y en los deberes religiosos, que entre nosotros se han cumplido siempre con puntualidad y hasta con rigidez. Toda esta paz la trastornó la muerte de mi madre, ocurrida el 29 de Septiembre del 33, de una enfermedad que empezó sin inspirar cuidado, hasta que hubo de complicarse con un fuerte mal de corazón; y acometida de síncopes, en uno de ellos se nos quedó, y la perdimos, y   —247→   Dios se llevó ¡ay! en un momento toda la felicidad de mi casa. Fíjese usted, señor, en la coincidencia de que perdimos a mi madre el día mismo del fallecimiento del rey D. Fernando VII, a quien tengo por causante de los males que nos ocurren, no sólo a nosotras, sino a toda España; hombre funesto, del cual no puedo decir, por estar en el otro mundo, sino que le perdone Dios el mal que ha hecho... Si se cansa usted de oírme, callaré, Sr. D. Fernando.

-No, hija mía, no; estoy encantado. Siga usted. Ya noté la coincidencia al oír la fecha. Con efecto: ese tiranuelo ha dejado a su patria una herencia lamentable, la espantosa guerra, estas discordias que hacen y harán de España por mucho tiempo un inmenso manicomio suelto. A ver: dígame ahora cómo pudo influir la muerte del Rey en las desventuras de su familia.

-Pues como ha influido en las de toda la Nación, no sólo la muerte, sino la vida de aquel Rey que no supo gobernar en paz en sus Estados, teniendo, como tuvo, medios de sobra para hacerlo, sólo con apoyarse en el cariño que le tenían los pueblos cuando vino de Francia. ¿Es esto un disparate?

-¿Qué ha de ser, Demetria? No es sino una observación muy atinada, que revela su buen juicio y superior talento. Adelante. La muerte del Rey desató el Infierno, y su padre de usted, que hasta entonces había sido un señor muy pacífico, atentó a sus intereses, se dejó tentar de uno de los partidos,   —248→   de una de las banderías en que se dividió la Nación... ¿Es esto?

-Parece que me adivina usted. Es eso mismo, Sr. D. Fernando. Mi padre, que jamás había parado mientes en la política, pues ni aun el año 20, según oí contar, tomó partido por nadie, en cuanto se quedó viudo, por influencia quizás de la soledad y tristeza, varió completamente de costumbres y aficiones, desviándose hasta de su placer favorito, la caza. En aquellos días, La Guardia era un torbellino de pasiones y entusiasmos por esta o la otra causa, por estos o los otros derechos malditos, y mi padre fue arrastrado en aquellos oleajes, alzando bandera por la Reina niña con tanta fe, con tanto calor, que nos puso en gran desasosiego a mi hermana y a mí... porque ha de saber usted que en la villa andaban a tiros cada lunes y cada martes por un Quítame allá un Carlos o un Ponme acá una Isabel. ¡No puede usted figurarse qué alborotos, qué trapisondas, qué sustos...! Siempre había sido mi padre aficionado a las buenas lecturas, y por las noches, en las veladas de invierno, se recreaba en su escogida biblioteca, y a mi madre y a nosotras nos leía pasajes entretenidos de viajes, novelas, o de historias muy interesantes. Pero desde que le tocó la demencia política, ¿usted sabe los libros y papeles que entraban en casa? Tres veces por semana nos traía el bagajero de Vitoria un fajo así, de folletos y periódicos, todos echando chispas, vomitando veneno. Y con los papelotes chicos venían después   —249→   carros cargados de Enciclopedias, de obras como misales, que trataban de libertad y cortes, de revoluciones y demonios coronados. En fin, que mi padre se pasaba los días y las noches devorando todo aquel fárrago, o discutiendo de política con los amigos que iban a darle tertulia, y de tanto leer y de tanto pensar en aquellos maldecidos negocios, se fue poniendo como Don Quijote con los libros de caballería, enteramente perdido de la cabeza, sin hablar de cosa alguna que no fuera aquel cansado tema, y llegando hasta creer que Dios le mandaba realizar no sé qué hazañas fabulosas, por las cuales reinaría en España y en todo el mundo la Dulcinea que adoraba... Advierta usted que la Dulcinea de mi buen padre era la Libertad, esa señora hermosísima, según dicen, pero que a mí me parece tan imaginaria como la del Toboso; vamos, que no existe más que en la voluntad de los caballeros que la han tomado por divisa y bandera de sus aventuras.

(Pausa. Fernando reía).

-Pero qué, ¿se ríe usted?

-Sí señora: tiene usted muchísima gracia. Adelante.

-Pues a tal extremo llegó su desatino, que abandonó por completo los asuntos de su casa, y la labranza, y las bodegas, y tuve yo que entrar a gobernarlo todo, lo que no me fue difícil, por los ejemplos que había visto en mi madre y en él. Me puse al frente de la casa; me entendí con los caseros, pastores y criados, y gracias a esto se pudo evitar   —250→   el trastorno grande que se nos venía encima. Mi padre, erre que erre en su política, soñando despierto, inventando constituciones, leyes, y echando discursos de Cortes y embajadas. Mi hermana y yo, asistidas de un tío de mi madre, cura párroco del pueblo, ideamos quemarle un día todos los libros y papeles, y tapiarle la puerta de su librería; pero no nos atrevimos, temiendo que con esto se entristeciera demasiado y cayese en locuras más peligrosas. Estalló luego la guerra civil, y no quiero decirle a usted cómo se ponía cuando le contaban las batallas y encuentros de cristinos y facciosos... Nuestra pobre villa fue de las primeras que sufrieron la calamidad de la guerra. Un día se nos entraban allí los liberales, otro los carlistas. Tan pronto estábamos bajo el poder de Córdova o Rodil como bajo el de Zumalacárregui, y en uno y otro poder las bodegas y los graneros pagaban el gasto. ¡Qué días, señor, qué meses angustiosos! Felizmente, llevamos algún tiempo bajo la dominación cristina, y ojalá no tuviéramos allí más peripecias.

-Hasta ahora -dijo Fernando-, no veo en el buen D. Alonso más que un entusiasmo platónico. Sin duda se lanzó después a empresas de acción...

-¡Ay, cómo lo acierta usted!... Pues sí, sin decirnos nada, antes bien, llevando sus propósitos con gran reserva, organizó una partida volante en la cual entraron algunos caseros de nuestras tierras, y dos o tres cabezas   —251→   ligeras de la villa, gente toda muy al caso para cualquier barbaridad: valientes, cazadores que conocían palmo a palmo toda la Sonsierra. Una mañana, callandito, salieron por la puerta del corral, y ya tiene usted a mi padre dispuesto a romper una lanza por Isabel II, y a comerse crudos a todos los malandrines del otro bando.

-Ya... y le derrotaron, y...

¡Quia! Espérese un poco... Ahora no ha sido usted muy buen adivino. Lo que hizo fue dar un palizón tremendo a la partida de un guerrillero que llaman Lucus, matándole seis hombres y cogiéndole no sé cuántos prisioneros... A los dos días se batió con la vanguardia de no sé qué tropa carlista, y también les dio un revolcón muy grande...

-¡Vamos!

-¡Como que Oraa le felicitó delante de las tropas, y Córdova le dio una cruz! ¡Vaya! ¿Pues usted qué se creía? Siguió guerreando por esos montes, sacudiendo de firme a las partidas que encontraba, hasta que le hirieron en la cabeza y volvió a casa muy alicaído. Sus compañeros de hazañas se dispersaron, no quedándole más que dos: un tal Polación y José Díaz, que le llevaron a La Guardia. Desde entonces se nos volvió taciturno, desconfiado, de genio regañón; y aunque curó de su herida, quedó muy propenso a padecer desvaríos, a veces accesos de furor. Tomamos cuantas precauciones puede usted imaginar para retenerle y apartarle de aventuras tan peligrosas, hasta que llegó un   —252→   día funestísimo en que se alborotó la villa por una cuestión entre alojados del general Oraa y algunos vecinos del pueblo. Hubo tiros, sustos, carreras, un infernal barullo. En esta confusión, mi desgraciado padre saltó por la ventana de la bodega; uniéronsele 2dos de su anterior partida, el tal José Díaz y otro muy pendenciero a quien llaman Puche, escaparon a la sierra los tres solitos, a caballo, y de allí se fueron al Cuartel General de Córdova. Sin duda esperaban encontrar otros desalmados que se les agregaran; tal vez soñaban que el Jefe del ejército les daría soldados, para con ellos y el ardimiento que los tres llevaban en su alma, conquistar medio mundo. Ante esta nueva desdicha no pude contenerme; no vi más solución que correr yo misma en busca de mi padre, y traérmele. Mi genio es vivo, mis resoluciones prontas. Cuando se me ocurre una idea que creo salvadora, me persuado de que Dios la inspira. Pensado y hecho. Mandé preparar un coche... Mi hermana no quiso separarse de mí, y abrazándose a mi cuello, me pidió llorando que fuésemos juntas; cedí... salimos una tarde acompañadas de dos criados de casa, de mi absoluta confianza, y a todo escape nos dirigimos a Vitoria. Mi pensamiento era suplicar al General que ordenase a mi padre la vuelta a La Guardia, negándole todo auxilio de guerra... No creía yo difícil obtener esto. En Vitoria contábamos con la ayuda de familias que nos aprecian... Todo lo vi fácil, todo realizado prontamente, conforme a mi   —253→   deseo... Iba, pues, alentada por el amor filial, por el recuerdo de mi madre, por la satisfacción de ver representados en mí los sentimientos de la familia, el honor y la respetabilidad de nuestro nombre, y no bien llegamos a Vitoria...».

Aquí fue interrumpida la historia por la llegada de Sancho.




ArribaAbajo- XXV -

El cual con cara gozosa dio cuenta de haber reunido algunas vituallas, que fue sacando ordenadamente de una cesta: «Cuatro quesitos, dos botellas de vino, tres panes de a dos libras, docena y media de sardinas saladas, que, si a usted les parece, las tiraremos, pues esta no es buena comida para señores, y menos en viaje... cuatro bizcochos de Oñate más viejos que mi abuelo... pero, en fin, valen, y nueces. Ya ve usted cuántas. Las he probado, y más de la mitad salen fallidas. Del carro le diré que al fin encontré uno pequeño; pero quieren, por la subida hasta Aránzazu, onza y media, y además que el señor responda de la pareja, abonando su valor, si la secuestran carlistas o isabelinos. Esto es un abuso...

-Mayor abuso es que nos quedemos aquí toda la noche, o que tengamos que subir a   —254→   pie, llevando en brazos al Sr. D. Alonso. Anda y cierra trato en seguida, por lo que quieran, y venga pronto... Cuídate de que le unten bien los ejes para que no chille, pues no tiene gracia ir cantando por esos valles... y haces que pongan un buen fondo de yerba seca, para que podamos llevar al enfermo acostado. Supongo que el carro tendrá toldo. Si no, que se lo pongan, y si no quieren ponérselo, no por eso deje de venir, que a mal tiempo, buena cara... Si de paso encuentras algo más de bucólica, venga, cueste lo que cueste. Deja aquí la cesta, y llévate las sardinas para tirarlas, si no quieres comértelas. No te entretengas, que es tarde».

En el tiempo que duró la segunda ausencia del buen Sancho, siguió la damisela su interesante relación. En Vitoria no hallaron a su padre; el General en jefe, a quien se presentó Demetria, le dijo que el Sr. de Castro campaba por sus respetos sin sujeción a ninguna disciplina, y que le mandaría preso y bien custodiado a su pueblo si se le traían. De las familias que en la ciudad conocía sólo encontró a dos señoras de Armendáriz, viejas, y a otro vejestorio incapaz, el Conde de Samaniego, arqueólogo y numismático, por el cual supo que D. Alonso había ido hacia Salvatierra, ganoso de gloria. Corrieron allá las dos muchachas, a quienes el cariño filial daba extraordinario valor y alientos. En Salvatierra les dijo persona bien informada que el incansable paladín cristino, con sus dos compañeros y otros tres que se le   —255→   agregaron, había partido hacia Galarreta, lugar que se halla en la falda de una sierra muy áspera, y a la cual no podía subir el coche, por la ruindad de aquellos pedregosos caminos. Viéronse allí abandonadas de Dios y de los hombres; mas ni en tan terrible desamparo se abatió el corazón de la animosa doncella, que resolvió seguir adelante en su empresa nobilísima, desafiando todas las inclemencias y obstáculos que la Naturaleza y la Humanidad le ofrecían. Gracia, agobiada de cansancio, no hacía más que llorar; Demetria, ya que no acobardada, afligida de la tribulación de su hermanita, llegó a sentir vacilación y dudas: uno de los criados aconsejó la retirada, el otro, seguir adelante. Hallábanse en estas angustiosas deliberaciones, cuando unos soldados trajeron la noticia de que el Sr. D. Alonso y su gente habían tenido un desgraciado encuentro con facciosos en el Puerto de Arrida, con pérdida de los dos tercios de su cuadrilla, o sea cuatro hombres, quedando el jefe desmontado y gravemente herido sobre el campo, mas no prisionero, porque pudo ir por su pie a una venta próxima, donde le ampararon, y allí le habían dejado ellos, tendido en un pajar, con la cabeza vendada, y hecho todo una lástima.

No necesitó saber más la temeraria joven para decidirse, y allá se fueron los cuatro monte arriba, encomendándose a Dios y a la Virgen, único amparo que podían esperar en aquellas soledades. Ni los temores de   —256→   encontrar facciosos arredraban a Demetria, pues creía, juzgando la voluntad de los demás por la suya generosa, que con exponerles el objeto de su peregrinación, no sólo no recibiría de ellos ningún daño, sino que quizás la favorecerían. Después de un fatigoso caminar toda la noche y parte de la mañana, llegaron a la venta de Arrida, donde les esperaban nuevo desengaño y tribulaciones mayores que las pasadas. A media noche había pasado por allí una avanzada carlista, y descubierto D. Alonso, por los gritos que daba en su desbordada locura, se le llevaron prisionero a Oñate: de sus dos comilitones, el uno logró escapar saliéndose al tejado; el otro, prisionero iba también con su señor.

Ya en este punto las cosas, y presentando tan mal cariz la continuación del viaje, que exigía penetrar resueltamente en el terreno de la facción, los dos criados votaron por el retroceso. Gracia lloraba, asegurando que no se separaría de su hermanita, y esta declaró que aunque supiera que en ello se jugaba la vida, había de intentar rescatar a su padre de las autoridades facciosas, presentándose a cabecillas o generales, al Rey mismo si necesario fuese. Dijo a sus criados que se volvieran si tenían miedo, y ellos ¿qué habían de hacer más que seguirlas hasta el fin del mundo? Adelante, pues. No habían andado media legua, cuando encontraron al compañero de Don Alonso que había logrado escapar de la venta, el cual venía tan azorado   —257→   y temeroso que daba compasión verle; además, herido, con un brazo atravesado por bala de fusil, desangrándose. Contó el infeliz peripecias que partían el corazón: el Sr. D. Alonso estaba completamente ido del cerebro. Su tema no era ya combatir en el campo, donde creía haber alcanzado tantas victorias. Precisamente, cuando le sorprendió la avanzada que le deshizo, dejándole tendido en un zarzal, iba con una idea desatinada, que sus amigos no podían quitarle de la cabeza. Se proponía presentarse a Don Carlos y retarle a desafío para decidir en juicio de Dios, peleando con toda lealtad, la grave cuestión que motivaba la guerra. De este modo, según él discurría con su trastornado entendimiento, se pondrían en claro los disputados derechos al Trono de España. El duelo había de ser a muerte, en campo abierto, a caballo los dos paladines, delante de los testigos que una y otra parte designaran. Todo esto lo decía con gritos desaforados, y cuando se hallaba en el pajar, los facciosos que entraron en la venta no le habrían descubierto, a no ser por las tremendas voces que daba proponiendo a D. Carlos, como si delante le tuviera, el singular combate en que había de decidirse la suerte de España. Terminó su relato Puche, que este era su nombre, diciendo que ya no podía resistir ni el dolor de sus heridas ni el hambre y sed que le devoraban, por lo cual no podía volverse en compañía de las señoritas. Buscaba una cabaña de pastores en que guarecerse,   —258→   para sanar o morirse. D. Alonso, con José Díaz, que también iba prisionero, debía de estar ya más abajo de Aránzazu, camino de Oñate. Demetria socorrió al desgraciado Puche con dinero, y siguieron adelante, siempre con la idea consoladora de que Dios en trance tan terrible no les abandonaría.

En este punto de la historia, llegó Sancho con cuatro bizcochones más y unas ciruelas pasas, y tras él vino el carro, que Fernando y Demetria vieron con grande alegría, como si les mandara el cielo un barco encantado, o el mágico clavileño de Don Quijote. Sin perder tiempo acomodaron a D. Alonso sobre la yerba olorosa y le cubrieron con el capote de Rapella, poniéndole por almohada el lío de ropa: el pobre señor dejábase tratar como cuerpo muerto; les miraba atónito y no profería una palabra. Tratose luego de si Sancho les acompañaba o no, y las razones que dio este a Fernando le convencieron de que debía volverse a Oñate y partir en pos de su amo. Urgía dar al siciliano alguna explicación de aquellos inesperados sucesos, y del secuestro de su gabán. Seguramente lo aprobaría, pues era hombre que se pirraba por las aventuras, por todo lo que fuera intervención de lo inesperado y sorprendente en las cosas de la vida. Entregó Fernando al escudero un bolsillo con onzas, propiedad de D. Aníbal, cogiendo algunas para agregarlas a lo suyo, por si le hacían falta en aquella empresa, y le despidió con estas razones: «Le   —259→   dices que yo, de hoy a mañana, en cuanto deje a esta desgraciada familia en lugar seguro, de donde pueda volver a su casa, no pararé hasta reunirme con él y con la Corte y séquito del señor Pretendiente».

Saludó Sancho a las señoritas, deseándoles un buen viaje y el feliz cumplimiento de sus deseos, y despidiose también la vieja con expresiones de cariño; Demetria y Gracia subieron al carro, y este emprendió su marcha lenta y sin chillidos por las cuestas de Aloña. Lo primero que hizo Calpena fue invitar a las niñas a una frugal cena, y ellas, que con las esperanzas se veían ya menos agobiadas de su tristeza, no se hicieron de rogar; partido el pan, dieron a su libertador una rebanada y medio quesito, pues a él tampoco le venía mal hacer por la vida. Comiendo se arrimó al boyero para trabar conversación con él y sondearle, pues de su lealtad y buena disposición dependía el éxito del viaje. Era un vejete forzudo y de pocas palabras, que hablaba medianamente el castellano; llamábase Gainza y no parecía mal hombre; comentando la guerra, expresó la idea de que el país estaba ya harto de tanta trapisonda, esquilmado por las sacas continuas de mozos, forrajes, pan y contribuciones. Lo que el país ansiaba era: o que D. Carlos se sentase en el Trono de todo el Reino, o que se entendiese con su cuñada para reinar los dos apareados. No desagradó a Fernando esta actitud, y sin mostrarse amigo ni enemigo de la Causa, le recomendó que llevase su   —260→   carro por los caminos que creyera menos frecuentados de tropas, así facciosas como cristinas, añadiendo que le recompensaría con toda largueza si lograba llevar salvas hasta la sierra a las dos niñas y a su padre enfermo, el cual era un señor muy pudiente que había venido a Oñate enviado por el Rey de Francia para tratar con D. Carlos de asuntos católicos, y habiendo cogido un aire de perlesía, iba en busca de unos afamados médicos de Vitoria que curaban este mal con aguas frías y calientes. A esto dijo Gainza, picando sus bueyes, que él había oído algo de curar el paralís con chorros físicos y destemplados.

«¿Querrá usted creer, D. Fernando -dijo Demetria a su caballero de a pie, cuando este acomodó su paso al del carro, apoyando la mano en el tablón zaguero-; querrá usted creer que esto poquito que hemos cenado nos ha sabido a gloria? Hacía tiempo que no conocíamos lo que era apetito, substancia ni sabor de nada. Comíamos amargura y bebíamos nuestras lágrimas.

-Los quesitos son muy buenos, ¿verdad, D. Fernando? -dijo Gracia-. Y los bizcochos, aunque saben a viejo, no están mal... Lo peor es que las hormigas se me suben por la cara y quieren comerme a mí.

-Ahora que están ustedes tranquilas, todo les sabe bien...

-¡Ay! ¿Ya cree usted que no debemos temer nada? Muy pronto lo dice, D. Fernando. Yo no estoy tranquila. Lo dice usted por animarnos,   —261→   y nosotros se lo agradecemos mucho... Mi hermana y yo, mientras usted hablaba con el viejo del carro, decíamos que si no es por usted no salimos nunca de aquel infierno... Verdaderamente, señor, no vale con decirle que nuestra gratitud será eterna, pues ni con eternidades se paga este inmenso beneficio.

-¡Oh, por Dios, no dé usted valor a un acto tan sencillo, tan elemental...! El cumplimiento de un deber no merece alabanzas.

-Ahora se hace usted el chiquito... No, no, que bien grande se nos ha mostrado. ¡Sabe Dios lo que significa para usted el sacrificio de su tiempo; sabe Dios los perjuicios que le traerá su buena obra! ¿Y quién me asegura que no le llamaban a usted a otra parte, esta noche misma, afecciones, compromisos sagrados, qué sé yo...?

-¡Oh, para todo hay tiempo! Lo principal, que era sacarlas a ustedes de su cautiverio, ya está hecho. Pero aún falta un poquito, Demetria. Veremos si de aquí al día...

-No me asuste usted. ¿Nos abandonará Dios después de habernos amparado? No, no lo creo. El corazón me dice que triunfaremos, gracias a usted, a su firme voluntad y corazón valiente.

-¡Ay! -dijo Gracia temerosa, sacando la cabeza fuera del toldo para observar el país que atravesaban-. Me parece que fue aquí...

-No, mujer, fue más arriba, mucho más arriba... No me lo recuerdes, que pierdo otra   —262→   vez los ánimos y se me renueva el terror de aquella noche...

-¿Qué...? ¿Les pasó algo en estas soledades cuando bajaban hacia Oñate?

-¡Ay, si aún no le he contado todo! ¡Si nos han pasado cosas terribles, Sr. D. Fernando! Aún no sabe usted lo mejor, digo, lo peor de aquel tristísimo caminar en busca de mi padre... No, no fue por aquí Gracia; fue en un lugar muy feo y desolado, donde hay cavernas y abismos espantosos... ¿En qué quedamos de mi relación?

-Cuando se encontraron con Puche, y le socorrió usted...




ArribaAbajo- XXVI -

-Y seguimos, sí... Pues ahora es cuando empiezan los grandes desastres. Poco después de medio día, tuvimos un encuentro con soldados facciosos, que nos dieron el alto. Afortunadamente, el teniente que les mandaba, alto, delgadito, era todo un caballero; yo me arrodillé delante de él, y le pedí por Dios que no nos mataran, contándole después lo mejor que pude el objeto de nuestro viaje. El hombre se portó hidalgamente. Siento no recordar su nombre, pues si al fin nos salvamos, quisiera expresarle mi gratitud. Tratonos con miramiento; nos dio agua, pues ya estábamos   —263→   muertas de sed, y no contento con esto, nos acompañó un buen trecho, diciéndonos palabras consoladoras... Pero ¡ay! algunas horas después, ya cerrada la noche, que era de las más obscuras, nos salen unos tíos, ¡ay, qué gente, Sr. D. Fernando, qué modales, qué voces, qué aspecto más de bandoleros que de tropa regular! A lo primero que dije, tratando de interesarles en favor mío, contestaron con injurias soeces. Uno de mis criados no supo contener su coraje; pero antes de que pudiera hacer uso de las pistolas que llevaba, le dispararon un tiro de fusil, que por fortuna no le ocasionó más que una herida leve en el brazo. Nosotras nos pusimos a chillar pidiendo misericordia, y el jefe, o más bien capitán de ladrones, ordenó que no se nos hiciera daño alguno, siempre que los dos hombres entregaran sus armas y se dieran prisioneros. Ofuscada yo, vacilante, aturdida, creí que las mejores razones para convencer a aquellos cafres eran las onzas de oro, y saqué una culebrina que llevaba en el pecho. Nunca tal hiciera, pues sin aguardar a que yo les diese lo que me parecía sobrado para comprar su benevolencia y el paso franco que deseábamos, me quitaron todo el dinero, y nos llevaron presas... ¡Ay, qué paso, señor mío, qué horas de angustia por aquellos senderos pavorosos, entre bayonetas y trabucos, como criminales... las personas honradas y buenas conducidas ignominiosamente por los salteadores de caminos!... Mi hermana y yo, enlazaditas del brazo,   —264→   obligadas a llevar el paso presuroso de aquellas bestias con humana figura, rezábamos; todo el camino lo pasamos rezando, hasta que al amanecer de Dios, amanecer más triste que la más negra noche, entrábamos por la plaza de Oñate, y caíamos muertas de cansancio en las baldosas de la casa de Ayuntamiento, en una cuadra lóbrega, donde nos encerraron como a fieras dañinas... ¡Ay, no puedo seguir contando, porque se me nubla la esperanza, la alegría de esta escapatoria!... Luego seguiré... ¿En dónde estamos? ¿Hemos avanzado mucho? ¿Traspasaremos la cordillera antes de rayar el día?... ¿No nos saldrá otra partidita de realistas salteadores?...».

Agotó Fernando los recursos de su palabra para darle alientos y desvanecer sus inquietudes, demostrándole, hasta donde esto demostrarse puede, que así como los males vienen siempre encadenados, tirando unos de otros, al iniciarse el bien vienen asimismo de reata y en creciente progresión los sucesos favorables. La ley de este fenómeno se esconde a nuestra penetración; pero su existencia misteriosa revélase a todo el que sabe vivir por duplicado, esto es: viviendo y observando la vida... En esto la pobre Gracia, rindiendo al cansancio su endeble naturaleza, se quedó dormidita, reclinada junto al cuerpo de su padre, que reposaba en un tranquilo sueño. Manteníase Demetria muy despabilada, insensible a la fatiga, atenta a los accidentes del país agreste, a   —265→   los ruidos próximos y luces lejanas, y por más que Fernando al descanso la incitaba, no pudo obtener que se reclinara para descabezar un sueñecito. Transcurrido un rato sin que ninguno de los dos hablase, dijo Demetria: «Voy completamente entumecida, y no puedo entrar en calor. Si a usted le parece, bajaré; necesito ejercicio». Parado un momento el carro, se apeó de un brinco la viajera, y siguieron ella y Fernando a pie larguísimo trecho, a ratos delante de los bueyes, a ratos detrás.

«¿De modo que los cuatro quedaron presos en el Ayuntamiento? -preguntó Calpena deseando conocer todas las desventuras de sus protegidas.

-No señor; a mi hermana y a mí nos llevaron en seguida a la Caridad, por no haber en Oñate cárcel de mujeres, y nos pusieron en aquel cuartito donde usted nos ha visto. Los dos criados quedaron allá. El paso de nuestra separación fue por demás doloroso, como comprenderá usted; al vernos apartadas de nuestros leales servidores, el cielo se nos caía encima. Florencio y Sabas fueron conducidos al día siguiente a Tolosa, donde los carlistas organizan un batallón con los penados, prófugos y toda la gente advenediza que cae en su poder, así extranjeros como castellanos, sin diferencias de edades ni talla. Eso he podido averiguar, pues a mis dos servidores nos les he vuelto a ver ni he sabido nada de ellos... ¿Ve usted cuánta desdicha? ¿No era esto para desesperarse   —266→   y desear la muerte? ¡Y con tantos golpes, nosotras siempre confiadas en Dios, sacando de nuestra propia tribulación energía para salvarnos y salvar a nuestro infeliz padre! Cualquiera se habría rendido a la adversidad, viéndose como yo me veía, presa y sin ningún amparo, en pueblo desconocido, donde todos eran enemigos, y nos habían tomado por mujeres malas, de esas que merodean en los ejércitos de uno otro bando. ¿Cómo disipar esta mala idea? ¿Cómo hacerles comprender quiénes éramos y quién era mi padre? ¿Creerá usted que pasaron dos días sin tener conocimiento de la suerte del infeliz prisionero, casi convencidas ya de que nos le habían fusilado?

-Es verdaderamente horrible -dijo Fernando con inmensa compasión-. ¿Pero no contaba usted con algún conocimiento, con relaciones en ese maldito pueblo?

-Verá usted: En aquel conflicto, teníamos puesta toda nuestra esperanza en un señor, que sabíamos ocupaba en la Corte de este Rey una elevada posición: D. Fructuoso Arespacochaga... ¿Le conoce usted?

-No señora. Entre las personas que he visto aquí no recuerdo a ese sujeto.

-¡Cómo le había de ver, si no está! Pues mis carceleros, gente mala y suspicaz, después de un día de lucha, me permitieron escribir a D. Fructuoso. Es el tal de Vergara, si mal no recuerdo; solía pasar temporadas en La Guardia, donde tenía intereses; mi padre y él se hicieron muy amigos, y   —267→   juntos iban de caza. Creía yo que con decirle mi nombre y el de mi padre bastaba para que tuvieran término pronto y feliz las calamidades que nos afligían. La ansiedad con que esperábamos la vuelta del que llevó la carta ya puede usted fígurársela. Cada vez que sentíamos pasos en la escalera creíamos que subía D. Fructuoso. ¡Ay, qué dolor, qué abatimiento cuando nos llevaron la noticia de que le habían mandado a Viena o qué sé yo a dónde, con una misión diplomática!... ¿Le parece a usted?... ¡Misión diplomática! Hasta los gatos quieren zapatos.

-Pero, por Dios, ¿no quedaba en Oñate alguien de la familia de ese D. Fructuoso?

-Sí, señor... por lo cual verá usted que no estábamos enteramente dejadas de la mano de Dios. Mi carta fue a parar a manos de un Sr. Ibarburu...

-¿Clérigo?...

-Y empleado en lo que llaman aquí el ramo de... no sé qué.

-De Gracia y Justicia... Le conozco: hemos sido compañeros de vivienda. Es un capellán joven, con gafas, hablador, bastante fatuo.

-El mismo, sí señor: muy redicho, de una amabilidad empalagosa, de estos que se oyen y se felicitan cuando hablan... Pues fue el capellán a vernos, y nos dijo que, encargado por D. Fructuoso de todos los asuntos de este, deseaba servirnos en lo que de él dependiera, siempre que no le pidiésemos cosa alguna en detrimento de la santísima causa   —268→   que defendía. Con todas estas rimbombancias y otras que no recuerdo nos hablaba el señor aquel, más fino que cariñoso, dejando entrever su egoísmo en sus actos de cortesía.

-No sé qué es peor, Demetria -dijo Fernando nervioso-, si tratar con bandidos o con fatuos, intrigantes, como ese clérigo.

-¡Ay! no diga usted eso, no: que el señor capellán, con toda su vanidad seca, nos sirvió. Gracias a él logramos ver a mi padre, tenerle a nuestro lado. Pudo hacer más de lo que hizo; pero hizo bastante: por mediación de él, Dios, si no puso fin a nuestras desgracias, las alivió, quitándoles crudeza. ¡Ay, sí! Mucho tenemos que agradecer al señor Ibarburu, por cuyo valimiento en la Corte alcancé la altísima honra ¡pásmese usted! de ser recibida en audiencia por Su Majestad el Rey D. Carlos V... ¿Qué? ¿se ríe usted?... ¡Pero si las cosas que nos han pasado, todo en el breve término de dos semanas, pues no ha transcurrido más tiempo desde que salimos de casa, son tales, que con ellas se podría escribir un libro!... Sucesos tristes, tristísimos, enlazados y contrapuestos con lances graciosos; horrores y tragedias por un lado; mil ridiculeces por otro: todo esto ha sido mi vida en tan breve tiempo. A usted le habrá pasado, leyendo libros de entretenimiento, que todo le parece mentira, exageración de los que escriben tales obras; y recreándose en aquellos lances tan bien urdidos, no les da crédito... Yo he pensado lo mismo; pero ya no, ya no; creeré   —269→   cuanto lea, y aún me parecerá pálido todo el cúmulo de desdichas y calamidades entretejidas que a veces nos ponen, para cautivar nuestra atención y hacernos sufrir y gozar, los autores de novelas. No, no: ya sé yo que la vida sabe más que los autores, y lo inventa mejor, y más doloroso, más intrincado, y con más sorpresas y novedades.

-Muy bien. La realidad tiene más talento que los poetas.

-Y más... ¿cómo dicen?

-Más inspiración».

Oyeron voces, y la inquietud les cortó el sabroso diálogo. Pero los que venían eran gente de paz: dos muchachos y una vieja que bajaban con leña. Interrogados en vascuence por Gainza acerca del avance de las tropas de Córdova, respondieron los leñadores que no habían visto sombra de cristinos en aquellas cañadas. Por referencia de unos carboneros sabían que más arriba de Aránzazu, como a dos tiros de fusil, la partida carlista de Basurde se había tiroteado al anochecer con las avanzadas de Espartero, teniendo la partida que correrse hacia la sierra de Elguea. Y nada más. Buenas noches.

«Verá usted -dijo Demetria a Fernando-, cómo no nos amanece sin algún mal encuentro, que sería la segunda parte de aquel famoso que le he contado a usted. Si Dios dispone que cuando creemos tocar la salvación, perezcamos, cúmplase su santa voluntad».

Para despejar de temores aquel noble espíritu,   —270→   Calpena se mostró alegre, confiado, asegurando que el reciente triunfo de Córdova habría limpiado de facciosos el país que recorrían. Como soplaba un airecillo picante, y andado había ya más de un cuarto de legua a pie por suelo tan desigual, Demetria volvió al carro, encontrando a su hermana como un tronco, y a su padre despierto. Ocasión era, pues, de darle algún alimento. Fernando mandó parar. Incorporaron al enfermo; diéronle pedacitos de pan, queso y bizcocho, que comió con ansia, y encima traguitos de vino. Dejábase manejar D. Alonso sin oponer resistencia a nada de lo que con él hacían, como hombre que ya hubiera entregado a la Muerte la mayor parte de su ser, y paladeando el vino que su hija en un vaso le ponía en los labios, decía cada vez que tomaba resuello: «¡A casa!

-Sí, padrecito querido, a casa... Me parece que ya es tiempo. ¡Ay, casa querida! Ahora... a dormir otro poquitín».

Y tendido nuevamente en su lecho de yerba, zarandeado por los traqueteos del vehículo, siguió repitiendo: «¡A casa!...». No decía más, ni sabía decir otra cosa, porque la parálisis le iba quitando gradualmente, por zonas, sus energías y facultades, ideas, memoria, palabras; de estas quedábanle ya muy pocas. Observando que a cada instante ladeaba la cabeza a una parte y otra, y que se llevaba al pecho la única mano de que disponía, su hija, inquieta, le preguntó si sentía alguna molestia o dolor. Él denegó con   —271→   la cabeza, respondiendo tan sólo: «A casa...». Luego pareció más sosegado; cerró los ojos. «Duérmase, padrecito, descanse. Ya somos felices... ya hemos salido de aquel purgatorio». Inmóvil, aletargado, aún dijo tres veces: «¡A casa!».




ArribaAbajo- XXVII -

Condolíase Demetria de que su caballero salvador tuviese que echarse a pechos, a pie, los empinados y ásperos vericuetos por donde iban, sin tomarse ningún descanso ni dormir siquiera un par de horas; pero Fernando le aseguró estar muy acostumbrado a pasar malos días y peores noches, encareciendo la urgencia de ganar tiempo y zafarse pronto de la peligrosa divisoria entre la España de D. Carlos y la de Isabel. Reanudó entonces Demetria la historia de sus dos semanas, refiriendo que la causa de que el Sr. Ibarburu no pudiese resolver el conflicto de la familia de Castro fue una inesperada complicación, que parecía obra del mismo demonio. Por aquellos días fue descubierto un complot para matar a D. Carlos. Un desalmado catalán que había pertenecido a la Compañía de Jesús, de la cual le expulsaron en 1819, que después sirvió en el ejército carlista, y fue condenado a muerte por intento de vender al   —272→   enemigo una compañía, logrando salvar la pelleja con una audaz escapatoria, entró en Guipúzcoa por Alsasua, con dos mujeres jóvenes que vendían baratijas. Proponíase quitar de en medio a D. Carlos. Delatado y cogido cerca de Oñate, le llevaron codo con codo a la cárcel de Vergara, y se empezó a formar una causa en que los señores del Consejo de Guerra quisieron sin duda lucirse, complicando en ella a toda persona desconocida que a la sazón aportara por allí. La coincidencia diabólica de que el presunto asesino se llamase Juan Díaz, y José Díaz el compañero de D. Alonso; la también endiablada circunstancia de que este, en su triste locura, no hablase más que de resolver la cuestión dinástica, cuerpo a cuerpo, entre él y D. Carlos, en el campo del honor, fue parte a que metieran al pobre D. Alonso y al cuitado de Díaz en aquel embrollo, no pudiendo eximirse de culpabilidad las pobres niñas, como hijas del Castro, según declaración propia, y sobrinas, según indicios, del Díaz. Gracias que el Sr. Ibarburu, única persona que las amparaba, no creía en tal complicidad, y cediendo a los ruegos de la valerosa joven, gestionó que D. Carlos la concediese el honor de recibirla en audiencia.

Dos días fueron empleados en este negocio, desplegando Ibarburu toda la solicitud que su egoísmo le permitía. Aconsejó a Demetria que tanto ella como su hermana confesasen y comulgasen en la capilla de la Caridad, pues les convenía dar público testimonio de   —273→   su catolicismo y devoción, encomendándose además a la Virgen de los Dolores, abogada de los que sufren persecución de la justicia, patrona santísima de la Causa y Generala de sus ejércitos. Insistía Ibarburu en recomendar esta demostración religiosa, porque Su Majestad, monarca muy atento a las conciencias de sus vasallos, se enteraba de quien cumplía y quién no cumplía con Dios en el naciente Reino. Gozosas se apresuraron las dos niñas a seguir el consejo del capellán, en lo cual satisfacían un deseo vivísimo de sus piadosos corazones, y al día siguiente fue Demetria a la audiencia, el alma llena de zozobra, avergonzada del deterioro en que se hallaba su traje, sin recursos para vestirse como le correspondía por su posición. A pesar de esto, rechazó la oferta que le hizo una señora presa de facilitarle un vestido de merino azul, pues prefería ir mal a ponerse ropa prestada. «¡Ay, qué cosas, qué incidentes, Sr. D. Fernando! La pobre señora se empeñó en peinarme a la moda y en ponerme sus peinetas, y no sabe usted el trabajo que me costó evitarlo sin que se ofendiera».

Recibió D. Carlos a Demetria momentos antes de salir para Elorrio. Hallábanse junto a él en la Real Cámara (una sala destartalada, muy fea, con cortinas amarillas y unos cuadros grandes de pasajes de la Biblia), dos señores muy estirados, uno de los cuales entendió Demetria que era el señor Erro; el otro, eclesiástico rudo y agreste, como un tronco sin descortezar, debía de   —274→   ser el Sr. Echevarría; mal gesto, ojos suspicaces. Más que su turbación pudo en el ánimo de Demetria el grave anhelo que llevaba a las gradas del Trono, el martirio de su padre inocente, y arrodillándose delante de la pretendida Realeza, expuso con claridad y modestia su cuita. D. Carlos, en pie, la mandó levantarse, dándole a besar su Real mano, y se mostró benigno, sin abandonar la tiesura y frialdad de rostro estatuario que le caracterizaban. Hombre de buenos sentimientos en lo que no tocara a sus derechos y pretensiones, los manifestaba con austeridad, parco en palabras cariñosas: «Ya se dispuso -dijo-, la suspensión de la sentencia, y hoy he mandado que el preso sea trasladado de la Cárcel a la Caridad, donde podrán cuidarle sus hijas. Su estado mental exige asistencia médica... Pero no estará libre de responsabilidad hasta que informen los facultativos acerca de si es o no fingida su locura, que todo puede ser...». Atreviose la joven a exponer tímidamente una opinión respecto al carácter de su padre, refractario a la mentira. Pero Carlos V, oyéndola con benevolencia, agregó que no insistiera sobre aquel punto, pues harto había conseguido, y, ante todo, él tenía que cuidar de que se cumplieran las leyes. En esto de cumplir las leyes puso un acento de convicción honrada, candorosa, señal de que estaba el buen señor con las leyes como chiquillo con zapatos nuevos, cosa muy natural en estos reinados de creación repentina. Y   —275→   no hubo más: salió Demetria, si no enteramente satisfecha, consolada en su grande aflicción. Aquella misma tarde tuvieron las niñas de Castro el inmenso gozo de abrazar a su padre.

«Pero ¡ay! Sr. D. Fernando: nuestro gozo fue muy incompleto, muy amargado por la realidad, pues aquel hombre que estrechábamos en nuestros brazos, que besábamos con delirio, no era ya más que una sombra de nuestro padre. Un ataque de perlesía que en la prisión le dio, no sabemos en qué fecha, le tenía como usted le ve, sin vida más que en la mitad de su cuerpo, y esa tan débil y mermada, que tememos llegue a extinguirse cuando menos se piense: la inteligencia limitada a un corto espacio de ideas; estas muy apagadas; la palabra balbuciente, reducida a unos cuantos términos que repite sin cesar. ¡Dios mío, qué lastimoso cuadro! ¿Y será posible que Dios nos conceda, siquiera como compensación de tan atroz martirio, que logremos con nuestros cuidados, ya que no volverle la salud y la vida, al menos mejorarle, conservarle algún tiempo para nosotras, para su familia y para sus amigos?

-Sí, Demetria -afirmó Fernando sin creer lo que decía-: el hogar propio, el ambiente doméstico, hacen prodigios en estas dolencias. Tenga usted esperanza, convénzase de que Dios le ha de conceder al fin muchos bienes en desquite de tantos males... que parecen injustos, arrojados sobre estas   —276→   cabezas inocentes... Dígame usted otra cosa: ¿y Díaz?

-A ese infeliz no le han soltado. En la cárcel está, según dicen,a las resultas, y sabe Dios hasta cuándo durará su martirio.

-Con tiempo y buenas relaciones, créalo usted, gestionaremos para que le den libertad... Supongo, Demetria, que con el último pasaje de su historia ha puesto usted punto final a sus desdichas...

-¡Oh, no, todavía hay más, mucho más! No sigo por no cansarle, que esto ha de agobiar el espíritu del que lo oye, como agobia el de quien lo recuerda. No me pida usted más tristezas... Procuremos confortar nuestras almas con la esperanza; olvidemos... miremos al mañana, pensando que el mañana será hermoso... ¿Qué hora es?

-La una.

-¡Oh!, pronto será de día... En esta temporada tristísima, he aprendido, con ayuda de los insomnios, a leer en el cielo la hora en que principia el día. A las tres y media ya clarea el horizonte; a las dos cantarán los gallitos, y luego de tres a cuatro. Por aquí no hay gallitos que le digan a una la hora.

-Más adelante los oiremos; descuide usted. Paréceme, Demetria, que tiene usted un sueño que no se lo merece. Recline la cabeza en el toldo, y duerma un poquito. Yo voy al cuidado de todo.

-Sí que intentaré descabezar un sueñecito; pero si canta algún gallo, despiérteme: quiero oírlo.

  —277→  

-Bueno, bueno; a dormir hasta que cante el gallo».

Durmiose Demetria profundamente, y a la media hora despertó Gracia sobresaltada. Creyó Fernando que la oía llorar, que la oía quejarse. Acercose. «Gracia, ¿qué ocurre, qué le pasa a usted?

-¿Dónde está mi hermana? -dijo la pequeña con gran azoramiento y aflicción-. Padre está muy malo... ¿En dónde está mi padre?

-Pero si ahí le tiene usted dormidito, y tan sosegado.

-No... le toco y no le siento... Yo he visto a mi padre muy malo, yo le he sentido decirnos adiós.

-Vamos, un mal sueño, Gracia, una pesadilla. Dormía usted con una postura muy molesta».

Despertó a las voces la otra hermana, y con aquel terror que la costumbre de sus desventuras solía dar a su acento en ocasiones críticas, preguntó qué ocurría: ¿Venían ladrones, partida volante, carceleros del Rey?

«Padre está muy malo -dijo Gracia llorando-. He visto que está muy malo... Yo me creía dormida; yo no sé si estaba despierta... pero padre no puede mirarnos ya...

-¿Cómo habías de ver en esta obscuridad? Por Dios, me pones en zozobra -dijo Demetria, acudiendo a examinar al enfermo y acariciándole el rostro. En esto D. Alonso movió ligeramente la cabeza, y sin abrir los ojos   —278→   pronunció bien claro y distinto su invariable tema: '¡A casa!'.

-¿Ves, Gracia, cómo no hay ninguna novedad? Pero no estoy tranquila, no sé por qué... Paréceme que se enfría un poco. Arropémosle mejor. Quítate de ahí, Gracia, pásate a este lado... ¡Ay! con estos balances, no podemos. Fernando, hágame el favor de mandar parar un momento... Yo me paso ahí, me siento en la delantera, de modo que pueda poner sobre mí la cabeza de padre... Pásate tú aquí... ¡Ay, canta un gallito!... Don Fernando, ¿lo ha oído usted?... ¡Que me gusta!... Son las dos».




ArribaAbajo- XXVIII -

Colocáronse las dos señoritas en la disposición ordenada por Demetria, y emprendida de nuevo la marcha, no recobró la valerosa doncella su tranquilidad. Oía la respiración de su padre más bronca que de ordinario, como si sufriera presión muy fuerte o cerramiento de la garganta. «¡A casa, sí, a casita!» -le dijo, para animarle; y no obteniendo contestación, añadió: «Padrecito, le vamos a dar una sopita en vino; mandaré parar para que la tome con descanso... ¿Quiere que le incorporemos? Se aburre, ¿no es verdad? de tanto tiempo tendido a lo largo. ¿Se atrevería   —279→   mi padrecito a fumarse un cigarro, que le encendería este caballero que nos acompaña, que nos guía, que nos ha sacado de la cautividad de Oñate?». D. Alonso no se movía ni daba acuerdo de sí. Esperó Demetria un ratito más, y de pronto se oyó como un gran suspiro, que al salir a los labios permitió la articulación tenue del invariable «a casa».

En los breves ratos en que la atención de Calpena quedaba libre del cuidado de las simpáticas niñas y de su infeliz padre, se abstraía, metiéndose en la contemplación de sus propias tristezas. Veía la gallarda figura de Negretti; oía su palabra severa y franca; las calles y casas de Bermeo tomaban apariencias de realidad en su mente, y allá, en los cantiles batidos por el oleaje cantábrico, se le representaba de continuo la persona de Aura, melancólica, como imagen de la Poesía osiánica, que une sus lamentos al mugido de las tempestades. Guardada en su alma, como en el sagrario la custodia, la pasión de Aura, le tributaba culto respetuoso y mudo, anhelando acercarse pronto al objeto de su devoción, y verlo y adorarlo, aunque se interpusieran cristales tan opacos como el Sr. Negretti y su esposa Doña Prudencia. En esto pensaba, cuando sintió rebullicio en el carro. Gracia chillaba, Demetria dijo con voz angustiosa: «D. Fernando, por Dios, venga usted...».

Parados los bueyes, Calpena subió; mas en la obscuridad no pudo hacerse cargo de   —280→   nada. Demetria decía que el enfermo había perdido el habla en absoluto, pues notó en él esfuerzos inútiles para articular alguna palabra. Gracia, besando el frío rostro de D. Alonso, decía: «Yo te aseguro que así, puestas cara con cara, le oí decir: 'a casa'»; pero tan bajito lo dijo, que nadie más que yo pudo oírlo.

«Mi padre está muy malo, mi padre se muere -dijo Demetria con la entereza que le daba el hábito del infortunio-. D. Fernando, haga usted el favor, tómele el pulso; yo no se lo encuentro. ¡Dios mío, esta obscuridad! ¿En dónde estamos? ¿Hay cerca de aquí alguna casa donde puedan prestarnos socorro?».

Buscó Fernando inútilmente señales de vida en las dos manos del Sr. de Castro, y no las encontró. En sus sienes no percibió ni un vago latido. «¿Y el corazón? -dijo ansiosa la hija mayor». -Pensó el joven engañarla; pero ¿a qué tales supercherías en situación como aquella, excepcional, de las que reclaman verdad y valor? Los consuelos caritativos habían de ser tan poco duraderos, que valía más afrontar la dolorosa certidumbre. «Pues... el corazón... la verdad, no lo siento... ¡Carretero! ¿Dónde estamos? ¿Hemos pasado de Aránzazu?».

Dijo el guipuzcoano que el Monasterio quedaba allá, a la izquierda, pues había tomado por un atajo para cortar camino y evitar el paso por lugares poblados...

-¿No hay allí monjes?

-¡Qué ha de haber, señor! No hay más   —281→   que ruinas. Hace dos años, el general Rodil, cuando vino a Oñate con tantos miles de hombres, cogió presos a los frailes y mandó pegar fuego al convento. Yo le vi arder por los cuatro costados».

Diciendo esto, oyose el canto de un gallo hacia la parte donde el carretero señalaba las ruinas.

«Pero ahí vive gente... Oiga usted... canta un gallo... y otro.

-Sí señor, gente hay: pastores y carboneros miserables de estos montes, que en las ruinas han hecho sus albergues al amparo de los muros que quedan, y aprovechando las bóvedas que no se han caído».

Como añadiese que en un par de leguas a la redonda no había pueblo, ni aldea, ni más viviendas que las de los infelices que se aposentaban en Aránzazu, mandó Calpena guiar hasta el destruido convento. La noche cerrada, el húmedo frío, la aflictiva situación de los viajeros, con la inmensidad obscura delante de sí y la muerte entre sus brazos, eran para humillar los ánimos más valerosos. Acertado fue dirigirse en busca de seres humanos, aunque estos fueran los más pobres y humildes: alguna puerta hospitalaria se les abriría; verían rostros compasivos... En aquel trayecto, más que ninguno lento y fatigante, pues el carro no pudo descender sino dando un largo rodeo por sendas inverosímiles, las niñas lloraban silenciosas, encalmadas en la hondura de   —282→   su pena con resignación sublime. Si Gracia manifestó esperanzas, Demetria no, afirmándose en la seguridad de que Dios les mandaba apurar hasta el fin las amargas heces del cáliz. Fernando no les decía nada. ¡Ni qué había de decirles! Aseguró Gainza, cuando ya estaban cerca, que los habitantes de las ruinas abandonaban sus madrigueras antes del día para ir al trabajo. Por fin detúvose el carro ante la masa negra del incendiado monasterio: no se sentía ruido alguno que anunciase la proximidad de seres vivos, como no fuese el cantar de gallo, que resonaba dentro de los muros. El único consuelo que Calpena pudo dar a las pobres niñas fue anunciarles el día, y como si quisiera apresurar el amanecer con su deseo, aseguro que se iniciaba por Oriente la dulce claridad del alba.

Gainza y D. Fernando dieron fuertísimos golpes en el portalón que delante tenían, sin que nadie respondiera, ni se oyese rumor alguno. La parada junto a las ruinas en espera de alma cristiana a quien pedir socorro, fue un siglo para el caballero y las dos damitas. Estas rezaban atribuladas, y con más dolor que miedo contemplaban el misterio inmenso de la muerte, explorando con los ojos del espíritu los espacios que tras ese misterio señala la convicción... Por fin, al apremiante llamar de los viajeros, respondió una voz cascada y lúgubre. Poco después se abrió la puerta. Dirigiose Calpena al que abría, anciano de alta estatura, venerable,   —283→   hermoso, vestido con pobreza, pero sin andrajos, y en pocas palabras elocuentes le informó del doloroso caso que motivaba la petición de auxilio tan a deshora. El viejo entendía el castellano, pero no lo hablaba. Ayudado por el carretero, logró que se enterara Fernando de estas sinceras manifestaciones: él era muy pobre, y no podía ofrecer a los viajeros más que un rincón del claustro en que con vigas medio quemadas y pedazos de cascote se había compuesto un humildísimo albergue donde vivía con su mujer. Pero en el mismo claustro había viviendas mejores, y hasta cómodas, habitadas por familias menos pobres que el que hablaba, y allí seguramente podrían encontrar los señores su remedio. En esto apareció una mujer con un farol, que no fue poca suerte para Calpena, pues no sabía por dónde andaba en aquella lobreguez, y tras la mujer presentose un hombre, no tan viejo como el anterior, con un capote por la cabeza, figura que al pronto imponía miedo. Lo mismo que había dicho antes, repitiolo el joven con mayor vehemencia, y no tardó en oír palabras de consuelo. Ofreciéronle aquellos desdichados cuanto tenían, y le mostraron su casita, hábilmente construida en el coro bajo de la iglesia, la única parte del edificio totalmente respetada por la catástrofe. Al punto salió Fernando a comunicar a las pobres viajeras su hallazgo y el plan que imaginó rápidamente ante los apuros de aquel caso inaudito. «Demetria, lo más urgente es que ustedes entren, y descansen   —284→   y se repongan de tanta ansiedad y pena tan grande. Hay aquí gentes bondadosas, caritativas, que no desean mas que amparar a los desgraciados. Adentro pues, y mientras ustedes se tranquilizan, estos buenos amigos y yo veremos qué remedios debemos aplicar a D. Alonso».

Oyó esto Demetria con el respeto que su favorecedor le merecía; mas no hizo ademán de moverse del lado de D. Alonso, pues aunque tenía el convencimiento de que era cadáver, hay lazos que ni en las ocasiones de necesidad suma pueden romperse fácilmente. «No quisiéramos separarnos de nuestro pobre padre; pero pues usted lo cree preciso, y así nos lo manda, obedecemos, que aquí no hay más voluntad que la de nuestro salvador». A pesar de esta demostración, costó trabajo sacarlas del carro. Abrazadas al inanimado cuerpo, no se hartaban de besarle. «Vamos. Yo acompaño a ustedes, y luego me vuelvo aquí» -dijo Fernando por decir algo; que en tal situación no hay frase que sea oportuna, ni consuelo que no resulte una tontería. Gracia se desmayó al bajar, y en brazos hubo de llevarla Gainza; Demetria, agarrándose con mano convulsa al abrigo de su libertador, y apretándose el pañuelo contra la boca, le seguía con paso lento. De este modo entraron en el claustro, y precedidos de la mujer que alumbraba, llegaron a la vivienda labrada en el coro, la cual en su pobreza, no carecía de acomodo. Los vetustos muebles revelaban   —285→   en sus remiendos y composturas una mano habilidosa.

Lo primero que hizo Demetria al entrar en aquel tugurio, fue ponerse a rezar de rodillas sobre un ruedo de estera, y lo mismo hizo Gracia, cuando volvió de su desvanecimiento. «Sí, sí -les dijo Calpena-, recen un ratito. Aunque no lo parece, aquí están en la iglesia. Vean estos machones de sillería gótica. Por allí aparecen los pies de un santo, y en aquella otra parte asoma una cabeza con nimbo». En esto salieron de un cuchitril próximo dos preciosas chicuelas que se brindaron a servir a las señoritas en todo lo que se les mandase. Llegaron luego otros vecinos, un matrimonio joven, dos viejas muy despabiladas, y todos se mostraron sinceramente caritativos, misericordiosos.

Cuando ya aclaraba el día, salió Fernando acompañado del dueño de la covacha, hombre obsequioso, alavés fronterizo de Burgos, que hablaba perfectamente el castellano, y mostraba conocimiento práctico de mil cosas diversas. Examinaron el cuerpo del infeliz D. Alonso; reuniose allí todo el vecindario con el propio objeto; de la inspección de unos y otros resultó la tristísima verdad de que el señor estaba muerto, y la opinión de que el fallecimiento había ocurrido dos o tres horas antes. Sin ninguna duda respecto a la muerte, lo primero en que pensó Fernando fue en disponer que se diese a las niñas algún alimento, y ofreciendo recompensar con largueza los servicios que en tan   —286→   crítica situación se les prestaran, mandó a sus aposentadores encender lumbre y preparar lo que tuviesen, con la mayor prontitud posible. Entró de nuevo en la casucha, donde pensaba que era indispensable su presencia. Aunque Demetria, perdida toda esperanza, se abrazaba a la resignación, le miró a la cara, atenta a las impresiones de él para modificar o sostener las suyas. Pero el rostro del caballero sólo expresaba un dolor calmoso. «No necesita usted decirnos que somos huérfanas... Ya lo sabemos... Pero aunque lo sepamos y usted nos lo diga, yo lo dudo... no puedo creerlo... no, no es verdad: mi padre vive». Y se lanzó como una loca fuera del cuarto, antes que pudieran sujetarla. Juzgó Calpena inconveniente que por sí misma se cerciorase de la tremenda verdad, y corrió tras ella; no quería llevarla, y la llevó, sintiéndose sin autoridad para impedir escena tan aflictiva. Tuvo ánimo Demetria para examinar el rostro del que fue D. Alonso, para besarle una y mil veces cara y manos, y no perdió el conocimiento ni la firmeza de su alma, hecha sin duda para los grandes empeños de la vida. Con dificultad apartáronla del carro, que había venido a ser lecho fúnebre, y volvió por su pie al mísero albergue donde había dejado a su hermana, vencida del dolor... «Somos huérfanas -le dijo, abrazándose las dos estrechamente-; somos huérfanas, Dios no ha querido que entremos en casa con nuestro padre».

Ninguno de los presentes dejó de poner de   —287→   su parte cuanto le inspiraba la compasión para calmar tanta pena. Palabras tiernas, ofrecimientos de proporcionar a las señoritas descanso, comodidad, alguna distracción, todo lo agotaron aquellos infelices. Reunido lo mejor de cada casa, arreglaron dos camas bastante bien apañaditas para que las huérfanas descansen. «Al entrar aquí -le dijo Fernando a Demetria-, aseguró usted que me obedecería. ¿No fue así? Pues bien, empiezo a usar la autoridad que se ha dignado darme, y con ella dispongo que no se ocupen ustedes más que de reparar sus fuerzas en la medida que sea posible. Yo me encargo de todo, y sabré cumplir cuanto me ordenan la ley de Dios y la conciencia de mi deber.

-Sé que mejor que nosotras mismas sabrá usted disponer lo que aún falta. No es fácil que descansemos; sí lo es que tengamos confianza plena en la disposición, en la inagotable caridad de nuestro salvador.

-No merezco ese nombre. Soy su criado: en esta ocasión me glorío de serlo, y en ello tengo mucha honra.

-Criado, nunca. Mirándole como amigo, como protector de mi familia en tan terrible ocasión, estas pobres huérfanas ruegan a usted que se sirva dar cumplimiento a las resoluciones que voy a manifestarle. Dios ha querido afligirnos hasta el extremo de arrebatarnos la vida de nuestro padre en lugar tan desamparado. Ni hemos podido disponer de un médico que le asistiera moribundo, ni,   —288→   muerto, podemos tributar a sus pobres restos la asistencia religiosa. No hay aquí, ni en los contornos, sacerdote alguno, y mi buen padre ha de ser sepultado sin las oraciones de la Iglesia, que no faltan al último de los mendigos. Imposible también llevarle con nosotras, por la larga distancia y por dificultades materiales superiores a nuestro deseo. Por tanto, es nuestra voluntad que se dé tierra a mi padre a la hora que usted disponga y en el lugar que designe, que bien podrá ser la cripta o panteón de los frailes de este monasterio. Bien señalado por usted el lugar de la sepultura, nosotras nos cuidaremos, en el plazo consentido por las leyes, de trasladar estos queridos restos al enterramiento de la familia en La Guardia. Asimismo hacemos voto solemne de socorrer a las humildes personas que nos han dado asilo y amparo en trance tan horrible. Dios ha querido que nuestro padre, en vida poderoso y rico, haya terminado sus días en medio de los seres más pobres, entre los pequeños, entre los desgraciados; que en su muerte no reciba honores mundanos ni religiosos; que su sepultura sea la misma humildad, la suma pobreza. Así acaban las grandezas humanas, y con estas lecciones nos dice el Señor que no somos nada. Pues bien: no por vanidad, sino por efusión de nuestras almas, mi hermana y yo ofrecemos que si llegamos a La Guardia con vida y salud, estos pobres, a cuya cristiandad confiamos el cuerpo de nuestro padre, serán socorridos en lo que les   —289→   reste de vida. El que hoy viva de limosna, no tendrá que pedirla más. Nosotras les agregamos a nuestra familia, y cuidaremos de que tengan pan y vivienda segura. Estos son los honores fúnebres que las pobres huérfanas tributan al noble caballero cristiano D. Alonso de Castro-Amézaga».




ArribaAbajo- XXIX -

Oyeron todos los presentes con emoción muy viva las sentidas demostraciones de la infeliz doncella, y D. Fernando se cuidó de rodear a las que llamaba sus amas de las comodidades posibles en la morada de los Peciñas, que este era el nombre de los carboneros dueños de aquel escondrijo. Confinándolas dentro de él, sin permitirles salir, para obligarlas más al reposo, se ocupó en disponer, de acuerdo con los habitantes de las ruinas, el sepelio de D. Alonso, el cual se efectuó por la tarde en la cripta que bajo la iglesia servía de enterramiento a los franciscanos. En espíritu asistieron Demetria y Gracia a estos actos, tan penetrados de ellos como si los vieran con sus ojos, y tan confiadas en Don Fernando para tan tristes diligencias como en persona de la familia. Por la noche les fue servida una pobre cena; tratando de la continuación del viaje, manifestó Demetria   —290→   que por su gusto se detendría un día más en las ruinas, como un tributo de presencia a las caras cenizas de D. Alonso, y el caballero lo aprobó sin reparo, pues así era mayor el descanso de las huérfanas. Dos días pasaron allí, y a la segunda noche se dispuso todo para continuar de madrugada. Gainza recibió de Calpena aumento de lo estipulado, comprometiéndose a llevarles hasta el primer puesto de tropas cristinas. La despedida fue tiernísima, y los pobres habitantes de los tugurios les vieron partir con duelo y emoción. A Gracia la venció la pena; a Demetria no, porque los repetidos sufrimientos habíanla enseñado a soportar con cristiana entereza los males que humanamente no tenían remedio.

Despejose el cielo a poco de amanecer, anunciándoles un buen día de viaje. Instaba Demetria a su caballero libertador a que entrase también en el carro; pero él no quiso, por ser más propio y galante ir fuera, y por no mermar el espacio que las niñas necesitaban para su comodidad. Suponiendo que toda la cordillera estaría ocupada por soldados de Isabel II, deliberaron acerca del camino más corto para ponerse en salvo, y como opinase el boyero que debían picar hacia la venta de Arrida, se acordó tomar aquella dirección, aunque el nombre de la maldita venta fue un mal presagio para las huérfanas, que no podían olvidar las tristísimas ocurrencias de su viaje de ida. Transcurrió toda la mañana sin ninguna novedad.   —291→   Admiraban los grandiosos espectáculos que a una parte y otra les ofrecía la ingente cordillera, los inaccesibles picachos, los abismos insondables. El sendero se escurría tímidamente al pie de las eminencias y al borde de las simas, evitando el caer en estas, deslizándose como reptil por las angosturas. Gracias al conocimiento de Gainza y a la pausa cautelosa con que andaban los bueyes, pudieron franquear los peligros de la montaña sin perecer en ellos.

Hacia el mediodía hicieron alto en un abrigo para comer del repuesto que les habían dado los pobres, y emprendida la marcha charlaron de diferentes cosas. No queriendo Demetria volver sobre las desdichas pasadas, por no entristecer su espíritu más de lo que estaba, dijo a su libertador: «Cuando nos hallemos completamente tranquilas contaré a usted la última parte de nuestro cautiverio, que es la peor y más dolorosa. Bástele ahora saber que, cuando mi padre fue conducido desde su prisión a la Caridad, quisieron matarle en medio de la calle. Pueblo y soldadesca le acosaban maldiciéndole... Y después, en la Caridad, ¡ay!... Los dos últimos días fueron terribles. En la propia sala de los enfermos, un herido gravísimo, delirante, saltó furioso de su lecho para lanzarse sobre mi padre... No teniendo armas para herirle, le mordió... ¡Dios mío, qué terrible escena!... Un Sr. Corpas, guardián o administrador de la casa, nos trataba con grosería y crueldad. Decíanos a cada instante que   —292→   a mi padre no le valdría su fingida locura para librarse de un tremendo castigo por desafiar al Rey, y qué sé yo... No, no quiero recordarlo. Hay penas que con gozo conservamos en nuestra memoria; otras piden olvido, olvido».

En estas y otras conversaciones llegaron a un punto desde donde divisaban inmenso horizonte. Comenzaba el descenso, y a las plantas de los viajeros se desarrollaban en inmenso paisaje los rápidos declives, las corrientes y barranqueras que caían hacia el Sur en busca del cauce del Zadorra. De pronto paró el carro, y Gainza dijo a Calpena: «Señor, por aquella loma... mire, por aquí, enfilando estas encinas... vienen hombres armados.

-¿Distingue usted desde aquí si son cristinos o facciosos?».

Mientras las dos niñas, muertas de miedo, se encomendaban a la Misericordia Divina, Fernando y el boyero se apartaron un poco para explorar el peligro, y, en efecto, vieron unos seis hombres, con escopetas, que avanzaban subiendo, como a distancia de tiro de fusil. «Parécenme facciosos -dijo Calpena-. Sean lo que fueren, adelante, y no entiendan que les tenemos miedo». Tranquilizó como pudo a las damas, y siguieron. En las revueltas del camino, los escopeteros desaparecían y volvían a presentarse, cada vez más cerca. Por último, cuando estuvieron al habla se adelantó Fernando, viendo que también del grupo se   —293→   destacaba uno, al modo de parlamentario.

Las primeras palabras fueron: «¡Alto. Viva Carlos V!». Y Fernando respondió: «Viva quien usted quiera; pero no nos estorbe el paso, que nosotros somos gente de paz... Vean ustedes: dos señoras y yo que las acompaño. Vamos a Salvatierra para asuntos de familia. Si cobra usted peaje, porque así se lo ordenan, estoy dispuesto a pagarlo. Pero no me pida que detenga mi viaje, porque esto no puede ser.

-Ya, ya veo las mujeres -dijo el escopetero, un mocetón guapo, de marcial apostura, que por el habla parecía vasco-. No estorbo el viaje, no molestaré a las señoras ni tampoco al caballero. Pero necesitamos los bueyes. Vengan pronto los bueyes».

Puso el grito en el cielo el dueño de los pacíficos animales, soltando una retahíla en vascuence, colérico y fuera de sí, y el otro le contestó lo mismo. El gurri gurri llegó a tomar tonos tan violentos, que poco faltó para que vinieran a las manos. Y mientras Gracia y Demetria chillaban: «sí, sí, que se lleven los bueyes... seguiremos a pie; D. Fernando, diga usted que sí». Calpena contestó a la intimación que no podía dar la pareja porque no era suya; que daría, en todo caso, una cantidad por peaje, siempre que no se les molestara más, y se retirara la fuerza que a corta distancia permanecía arma al brazo, en actitud no muy tranquilizadora. Y el bárbaro insistía: «Los bueyes, vengan pronto los bueyes», haciendo   —294→   ademán de desuncirlos para llevárselos. En esto se oyeron disparos a la parte de una profunda encañada que desde allí no se veía, por interponerse formidables peñas, y lo mismo fue oírlos, que se demudó el que parecía capitán de aquellos desalmados. Miró hacia donde estaban los suyos; les gritó en vascuence; los de abajo, antes de contestarle, apretaron a correr, no sin dirigir miradas de zozobra hacia la encañada por donde sonaron los tiros. Uno de ellos, más valeroso que sus compañeros, les abandonó en la veloz fuga y subió como en ayuda del jefe. Este vociferaba, incitándole a correr más ligero, y luego se volvía para repetir nervioso y hostil su intimación: «¡Los bueyes, pronto, los bueyes!». Ciego de coraje ya, Calpena requirió su pistola y le soltó un tiro a boca de jarro, sin darle tiempo a hacer uso del fusil; vaciló el escopetero, braceando y echando maldiciones por aquella boca, y Gainza, más pronto que el rayo, le quitó el arma, y empuñándola vigorosamente por el cañón le estampó la culata sobre el cráneo con tan rápido acierto, que el hombre cayó como tronco al borde del camino. Y mientras el boyero con ferocidad trataba de rematarle, Fernando gritaba al otro: «Ven, ven pronto tú también, canalla; aquí te espero».

Debió el segundo escopetero comprender con seguro instinto que venían mal dadas, y que estaba expuesto a caer en peores peligros si no escurría el bulto, porque apretó a correr como un gamo en demanda de sus   —295→   compañeros. Estos se detuvieron en un cerro frontero al camino, separado de este por profundo barranco, y al amparo de las peñas hicieron una descarga cerrada, último escarceo de su frustrada escaramuza. El boyero seguía machacando al otro con la escopeta y con piedras de gran calibre. Hasta que corrió D. Fernando a comunicar su victoria a las dos niñas, que de rodillas en el carro llamaban en su ayuda a todas las Vírgenes y Santos de la corte celestial, no se hizo cargo de que estaba herido. En la descarga que hicieron aquellos tunantes, le habían metido una bala en la pierna derecha.

«Ya no hay miedo; nos hemos salvado... Gracias a Dios y a que está próximo un destacamento de tropas, hemos puesto en fuga a esos bribones. Si nos cogen solos, nos quedamos sin bueyes... Gainza, adelante... vámonos. Por aquí, a la revuelta, vienen cristinos... ¡Viva Isabel II!... Avancemos un poco para encontrarles pronto... ¡Ay! me han herido esos perros...

-¡Herido! ¡Jesús me valga! -exclamó Gracia.

-¡Herido! ¡Santo Dios, qué desdicha!...».

Y las dos quisieron echarse del carro.

«¡Si no ha sido nada!... ¿A ver?... Aquí, más abajo de la rodilla. Me duele y no me duele... No, no bajen ustedes que seguimos... No es nada; ya ven, puedo andar...».

Y antes de que el armatoste anduviera veinte varas, cojeaba Fernando horriblemente.

  —296→  

«No puedo, no puedo andar -dijo-. Pero no es nada, nada; no hay que asustarse, niñas... Para, para, que voy a subir».




ArribaAbajo- XXX -

A los cinco minutos encontraron la tropa isabelina, mandada por un capitán, que fue como ver abiertas las puertas del Cielo. En un instante, cambiadas rápidamente las informaciones de unos y otros, tuvieron todos noticia exacta de lo ocurrido, y el capitán felicitó a D. Fernando por su comportamiento en el lance con el jefe de la partida. «Ha sido terrible -dijo Demetria-; nuestro caballero se portó como un héroe.

-No haga usted caso; salimos del conflicto como pudimos, por pura chiripa... Hay cuartos de hora felices, como los hay desgraciados, y este mío no ha sido de los mejores, porque me atizaron una bala... aquí... en esta pierna.

-No hay que apurarse -dijo el capitán-; le curaremos para que continúe su viaje sin molestia. Aquí tengo un muchacho que le hará a usted la primera cura».

Era el capitán un mozo de lo más vivo y simpático que se pudiera imaginar, mediana estatura, rostro agraciadísimo y sonriente, edad poco más o menos la de Calpena. Este no cesaba de mirarle queriendo reconocerle:   —297→   «Sí, sí -dijo acudiendo a la memoria del otro para avivar la suya-; yo le conozco a usted, mi capitán, yo le he visto, yo le he hablado, pero no puedo recordar...

-Eso mismo pensaba yo en este momento.

-Usted es...

-Francisco Serrano Domínguez, para servir a usted y a estas señoritas... Nos hemos visto no hace mucho, allá por Febrero debió de ser, en casa de mi madre, en Madrid. Mi madre tiene una tertulia a que concurren personas muy distinguidas, y usted fue una noche llevado por Miguel de los Santos.

-¡Oh, sí, ya!... ¡Pues poco que hablamos aquella noche! Fernando Calpena, para servirle. Deme usted esos cinco, Sr. Serrano, y hágame el favor de mandar a su médico, o al albéitar si lo trae, que me mire esta pierna y me ponga algo que aplaque los dolores que empiezo a sentir.

-Al momento. Esperad un poco».

Y cuando le vieron alejarse, las dos niñas, consternadas, trataron de curar a su libertador. Mientras Gracia cortaba el pantalón hasta descubrir el sitio del balazo, Demetria reunía todos los pañuelos que llevaban para improvisar un vendaje conveniente. Volvió a la sazón Serrano muy satisfecho: venía de ver el cadáver del escopetero, y dijo a Calpena: «No sabe usted bien el servicio que nos ha hecho librándonos de ese bandido, el más malo, el más sagaz de cuantos andan por aquí. Merece usted que se le proponga para una cruz.

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-Pues si buena cruz hemos ganado, buen balazo nos cuesta.

-Eso no vale nada. Yo llevo ya cinco en diferentes partes de mi cuerpo, y ya ve usted... Con suerte, siempre con suerte. A ver, Roldán, ven acá; examina esta herida y dinos que no es de cuidado. ¡Ay de ti si te equivocas! Luego le curas de primera intención para que pueda llegar a Salvatierra, donde hallará médicos de sobra».

El llamado Roldán, que era un sargento practicante, dijo que estaba dentro la bala, y que no le parecía la herida peligrosa, por no interesar la rodilla. Si el señor no sentía dolores muy vivos, era que la bala no había tocado el hueso. No cuadraba más tratamiento que vendarle, aplicada una unturilla que ellos traían, y después que cuidara el herido de evitar todo movimiento.

«Pues me divierto -dijo Fernando-. Ya no puedo andar. Pero, en fin, sea lo que Dios quiera, y cúmplase el destino que está marcado a cada criatura».

Y mientras Roldán, asistido de las dos doncellas, le curaba, Serrano le informó de la gran victoria que habían alcanzado días antes con la ocupación de San Adrián, añadiendo que no bajaron a Oñate porque el General no lo estimaba práctico ni provechoso, y prefería conservar aquellas posiciones y tener asegurada la comunicación con Vitoria y Alsasua. Hablando de sus propios servicios en la campaña, declaró Serrano que se sentía con alientos para tomar parte en   —299→   mil y un combates y avanzar en su carrera. No conocía el miedo; confiaba salir salvo de todos los encuentros; le enardecía el ruido de los combates, le embriagaba el olor de la pólvora. Había venido días antes del ejército de Aragón, donde servía a las órdenes de Palarea, y aunque sus deseos eran permanecer en el Norte, porque allí se presentaban más ocasiones de lucimiento militar que en ningún otro campo, pronto tendría que marchar a Barcelona, donde le reclamaba por ayudante su padre, el Mariscal de Campo Serrano y Cuenca. Allá no faltarían quizás ocasiones de entrar en fuego, que era su delicia; y bien seguro de que las balas no le tocaban, permitíase jugar al heroísmo, en lo que no había ningún mérito.

«¡Qué gracioso es este capitán, y qué buen genio el suyo para la guerra! -dijo Demetria cuando se quedaron solos.

-¡Y qué guapo es, y qué ojos tan pillines los suyos! -observó Gracia».

Convencido el jefe de la fuerza cristina de que no podía dar alcance a la partida facciosa, resolvió volver a Salvatierra. Los soldados se entretuvieron en arrojar al fondo del barranco el cadáver del jefe de los escopeteros, al cual llamabanBasurde, que es Jabalí en lengua eúskara. Para los viajeros fue motivo de alegría que Serrano no continuase la persecución, porque así tendrían custodia militar hasta Salvatierra, con lo que podían darse por definitivamente salvados y libres de todo peligro. Marcharon, pues, hacia abajo,   —300→   precedidos de un coro de soldados que alegremente cantaban, llevando al estribo al capitán, que obsequioso daba conversación a las damas. La tristeza de éstas era honda, no sólo por haberse dejado en Aránzazu la mitad de su alma, sino por aquel funesto accidente de la herida de Calpena, que les aguaba el contento de su salvación. Toda aquella tarde la pasaron bien: a Fernando le molestaba poco la pierna agujereada; los tres comieron algo de los fiambres exquisitos que Serrano les dio, y bebieron en vaso de metal un poquito de ron, mezclado con agua de los cristalinos manantiales que encontraban al paso.

Sobre las diez de la noche llegaron a Salvatierra: Calpena iba intranquilo, un poco febril, empezando a sentir molestia en su herida. No quisieron las niñas aceptar el estrecho alojamiento que Serrano les ofreció, prefiriendo aguardar dentro del carro el próximo día. Ya Demetria no temía nada: en Salvatierra encontraría conocimientos, recursos para trasladarse a su casa con toda comodidad. Su mayor pena era la incertidumbre respecto al estado de su libertador, que no le parecía favorable, a pesar de los esfuerzos con que él disimulaba los agudos dolores que hacia media noche le atormentaron. Apenas despuntó el día, partió la joven, acompañada de Gainza, en busca de los señores que allí conocía, y no tardó en volver gozosa con un séquito de cuatro personas, que no deseaban más que ocasiones de servirla.   —301→   Supo entonces que dos días antes habían pasado por allí, camino de San Adrián, tres criados de la casa y varios deudos y amigos, desalados, buscando a las señoritas y al señor D. Alonso. Habíanse repartido por diferentes senderos, y alguno de ellos no pensaba parar hasta Oñate.

No quiso la valerosa y avisada joven perder el tiempo en inútiles referencias, y dada cuenta de la pérdida lastimosa de su buen padre, requirió a los Sres. de Guinea (que tal era el nombre de aquellos sujetos, acomodado labrador el uno, el otro extractor de maderas), para que le proporcionasen inmediatamente: primero, el mejor médico que hubiese en la villa; después un buen coche, y si no lo había, una cómoda galera para continuar el viaje; todo ello acompañado del dinero que las ricas huérfanas necesitaban hasta llegar a La Guardia. Esta última petición fue prontamente y con creces satisfecha. Facilísimo estimaron también lo del médico, pues había físicos de tropa excelentes, y en cuanto a vehículo, que era lo difícil, ofrecieron revolver el pueblo y sus alrededores hasta lograr lo que la señorita deseaba.

«Oiga usted, Demetria -dijo Fernando cuando los tres se quedaron nuevamente solos-. De mí no hay para qué ocuparse ya. Puesto que se encuentran ustedes en lugar seguro, donde les sobran medios para volver a su casa sin ningún peligro, deben ustedes partir sin pérdida de tiempo, y dejarme aquí,   —302→   que ya me arreglaré yo con mis amigos del ejército, para que me proporcionen un alojamiento donde me cure de este maldito balazo que ha venido a trastornar todos mis planes.

-Al pedirme que le abandonemos -replicó Demetria con gravedad-, hallándose enfermo, y enfermo por nosotras, pues recibió la herida en nuestra defensa, me pide usted la cosa más contraria a los sentimientos de mi hermana y míos... ¡Abandonarle, habiendo recibido de usted la salvación, la vida!... porque allí nos habríamos muerto de terror, si usted no nos saca... No, D. Fernando, lo que usted propone no puede ser: o lo ha dicho por probarnos, o le trastorna el delirio, en cuyo caso, estando usted peor, no seríamos quien somos si le abandonásemos. Quiero demostrarle que en mi raza no existe ni puede existir la ingratitud.

-Nada de lo que usted dice me sorprende, pues en el corto tiempo de nuestro trato, he podido conocer cuánta bondad y nobleza atesora su alma. Pero yo debo advertirle que me precisa seguir rumbo distinto del que usted lleva. Me llaman a otra parte deberes sagrados, afecciones tan hondas, tan estimulantes como las que la llaman a usted a su casa. Póngase en lo razonable y...

-Me pongo en la razón misma, y le contesto que cuando esté bueno tomará el rumbo que quiera; pero ¿a dónde va en tal estado el pobrecito D. Fernando, cojo, sin poderse valer? Si le dejamos a usted, de aquí   —303→   no podrá moverse en algún tiempo, que esa cura es lenta, si ha de hacerse bien y sin complicaciones... Y no hablemos más por ahora, que ya viene el buen Guinea con un señor que debe de ser el médico militar. De lo que diga depende lo que resolvamos, lo que yo resuelva, pues ahora se han trocado los papeles, amiguito. Ya no es usted el jefe de la expedición. Yo he tomado el mando, y a usted toca obedecerme».

Minucioso fue el examen facultativo. Demetria y el físico sostuvieron breve diálogo:

«¿La bala?

-Evidentemente no está dentro. En la región superior de la pantorrilla se ve el rasgón de la salida.

-¿Es grave la herida?

-No, no. La gravedad resultaría si el señor no se sometiese a un absoluto reposo.

-¿Cuánto tiempo?

-Un mes.

-Bien. ¿Y qué hay que hacer ahora?

-Aplicarle un vendaje que yo prepararé; renovar cada seis horas la planchuela de Bálsamo Samaritano. Permanecer acostado y con buen abrigo en todo el cuerpo.

-Perfectamente. ¿Puede el herido hacer un viaje, en coche, con toda comodidad?

-Sin duda, observando lo que prescribo: la renovación de la planchuela, el abrigo y la quietud posible dentro de un coche o galera bien acondicionada, que vaya al paso».

No se habló más. Hizo el médico la cura, y proveyó a Demetria de bálsamo para tres   —304→   días. Al ver partir al físico, Gracia rompió en joviales demostraciones de afecto hacia su libertador, diciéndole: «Ahora, Sr. D. Fernandito, se ha fastidiado usted, y no tiene más remedio que ser nuestro prisionero.

-Nos le llevamos encantado -dijo Demetria, que en aquel punto recibió la noticia de tener dispuesta una hermosa galera-; encantadito en una jaula, como llevaron a D. Quijote a su pueblo.

-¿Pero de veras -dijo Fernando con extrañeza matizada de susto-, me llevan ustedes a La Guardia?

-¡Pues estaría bueno que no! ¿Al hombre que nos ha salvado la vida, habíamos de dejarle en manos mercenarias, en un pueblo como este, donde los accidentes de la guerra podrían ponerle en la necesidad de huir con su patita coja? No señor; por ley de Dios estamos obligadas a pagar a usted sus beneficios, si no en la misma moneda, porque no la tenemos, en otra de un valor aproximado. A nuestra casa se viene usted calladito, y no se moverá de ella hasta que recobre la salud. Sano y bueno nos envió Dios el caballero que le pedíamos; sano y bueno deseamos devolvérselo. Y no hay más que hablar ni que discutir. Yo sé lo que dispongo; ya que no otras cualidades, tengo la de hacerme cargo fácilmente de mis obligaciones. Ahora el Sr. D. Fernando calla y obedece, que bien sumisas y obedientes hemos sido nosotras cuando era él quien mandaba».

  —305→  

Algo contestó Calpena; pero sus razonamientos resultaban débiles ante la poderosa dialéctica de la huérfana de Castro. ¿A dónde iba, herido y expuesto a una inflamación de consecuencias mortales? Obligado al reposo, ¿dónde estaría como bajo la tutela y cuidado de las personas que le debían eterna gratitud? El destino, Dios, mejor dicho, le presentaba su abrumadora sentencia revestida de una lógica soberana, y torciéndole sus caminos, mientras él lanzaba todo su espíritu con irresistible querencia hacia el Norte, le decía: «¿Al Norte? pues yo mando que al Sur, y al Sur has de ir por el derecho carril que te trazo». Conformábase el hombre, no sin interiores refunfuños, y pensaba que, si no el corazón, la pierna derecha había de agradecer aquel mandato inflexible de la Divina Voluntad.

Mientras Demetria, con actividad prodigiosa en que revelaba sus dotes de gobierno, preparaba el viaje, arreglando el interior de la galera con los mayores refinamientos de comodidad, el pobre cojo, viéndola ir y venir tan dispuesta, no pudo menos de admirar en ella un raro prodigio de la voluntad humana. Al propio tiempo creía que si la discreción se encarnara en algún ser de los que andan por la tierra, no podía tomar otro cuerpo que el de la doncella mayor de Castro. Desde que llegó a Salvatierra se había transformado; ya su mirada no expresaba el sobresalto y la fatiga; ya despedían sus ojos el rayo que determina la acción; ya no era la mujercita   —306→   encogida y trémula de la Caridad de Oñate; era la señora que campaba y disponía, con medios para ello, en su terreno propio; su mal vestir no desvirtuaba la gallardía de su cuerpo, reflejo de la resolución y aplomo de su alma. Más agraciada que bella, sin ser una hermosura lo parecía casi siempre, sobre todo cuando daba órdenes a los inferiores, cuando expresaba su pensamiento con aquella sencillez persuasiva que no admitía controversia. Su frente serena y pura, su boca un poco grande, pero fresca y llena de gracias, componían admirablemente su rostro. El cabello advirtió Calpena que era castaño, abundantísimo; no pudiendo en aquel trajín peinarse a su gusto, se lo arreglaba de cualquier modo, cruzándose en derredor de la cabeza, a la buena de Dios, las apretadas trenzas. Gracia era más bonita; temple delicado, de esos que son infantiles aun después de pasada la tierna edad; quejumbrosa, paliducha, un poco lánguida, las manos no pequeñas, el cuerpo escueto, el cabello del propio color castaño, mas no tan fuerte como el de su hermana, blanca la dentadura, pero de un conjunto menos simétrico, la mirada dulce, amorosa, pasiva...



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ArribaAbajo- XXXI -

«Por lo que veo -se decía Fernando haciendo análisis de su propia existencia-, mi destino es sucumbir siempre a las tiranías cariñosas. Quiero tener acción propia y no puedo... Pero ya la tendré, que esto no ha de durar. Un mes ha dicho el físico. Pues no está mal que me cure y recobre el uso de mis dos piernas... Porque, lo que dice Demetria: ¿a dónde demonios voy así? Estoy inútil, estoy inválido... ¡Pícaro destino!... ¡Imposibilitarme cuando más necesito de toda mi energía, de mi fuerza corporal!... A estas horas el Sr. Negretti habrá escrito a Aura diciéndole que me ha visto... ¿Y qué pensará Aura de mí si transcurre mucho tiempo sin noticias...? En la primera parada que hagamos escribiré a D. Ildefonso... Pero sabe Dios si recibirá la carta... Dudo que haya correos regulares entre este país y la Corte trashumante... Veremos, me informaré. Y adelante, cúmplase el destino... Nuestras pobres vidas obedecen a un gobierno superior y como dice Miguel de los Santos, nada podemos contra la soberana disposición que nos arroja al Sur como pelota cuando queremos ir al Norte... ¡Felices los pájaros, que van a donde quieren...!».

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No eran aún las diez, cuando ya Demetria había dispuesto con primor minucioso la galera destinada a Fernando. Excelentes colchones y almohadas, mantas de abrigo, cortinas que por ambas bocas del toldo resguardaran del frío el interior, nada faltaba. Mirando también a la decencia, determinó que el herido fuese solo en la galera mayor, arreglándose las dos hermanas en otra más pequeña, tampoco desprovista de comodidades. En la pequeña metieron varias cestas con víveres y bebidas, lo mejor que se pudo encontrar en el pueblo. Como tenía la mayorazga barro a mano, de nada quiso privarse, y el viaje había de ser como a personas tan principales correspondía. Pensó tomar dos mozos de la servidumbre del Sr. Guinea, que les acompañarían en todo el camino: uno para que fuese al cuidado de D. Fernando en el primer vehículo, y otro al de ellas en el segundo; pero poco antes de partir presentose uno de los criados de Castro que habían salido a buscarlas, de lo que se alegraron y se entristecieron las dos niñas, porque el gozo de verle se amargaba con la pena de notificarle la pérdida del amo y señor de todos, D. Alonso. Lloraron un poquito las huérfanas y su servidor, que se llamaba Bernardo, mozo muy despierto que valía por dos, y no faltando ya nada, dio la señora orden de partir. Despidiose el carretero de Lamiátegui, no sin que mediara una breve querella entre Fernando y Demetria sobre cuál de los dos le pagaba. Pero la de Castro cedió sin   —309→   mostrarse obstinada, dejando al caballero todo el goce de su delicadeza. Bueyes tiraban de las galeras, por no haber animales de paso más vivo, lo que en realidad no era desventajoso, porque con el lento andar de los rumiantes iba más reposado el herido, y lo que perdían en tiempo ganaríanlo en comodidad. Salió Serrano a despedirles, acompañado de otro oficial, como él guapín, simpático, con ricitos sobre la blanca frente, y al presentarle añadió: «Dice Alaminos (tal era el nombre del camarada) que han venido al Cuartel General cartas para usted, Sr. Calpena.

-Venían dirigidas a Fernando de Córdova, el hermano del General en jefe. Pero ha salido para Madrid, y las ha dejado no sé si a Echagüe o a Pepe Concha, para que las entregaran a usted si venía por aquí. Ayer hablaban de esto.

-¿Es cierto que el General ha ido a Madrid?

-Sí señor; ayer ha salido de Vitoria con su hermano y sus ayudantes, Casasola, Mariano Girón y el príncipe de Anglona. Pero volverá pronto. Ya digo: Fernando Córdova habló delante de mí a Pepe Concha de dejarle las cartas que recibió para usted; pero como luego se trató de si Concha iba también a Madrid o se quedaba, me parece que debe de tenerlas Echagüe, porque le oí que se ofreció a desempeñar este encargo.

-Echagüe manda los chapelgorris.

-Justamente; y hoy está en la división   —310→   de Espartero. Ayer le vi en Vitoria, donde permanecerá unos días restableciéndose de sus heridas.

-Pues tanto al Sr. Serrano como al Sr. Alaminos -dijo Demetria-, les suplico yo que cuiden de que esas cartas no se extravíen.

-¡Oh! sí, yo averiguaré quién las tiene...

-Y yo.

-Y lo demás es muy fácil. Que envíen las cartas a La Guardia, a casa de esta servidora de ustedes.

-Allá irán. Queda de nuestra cuenta. Cumpliremos, señora.

-Y nos reiteramos humildes súbditos..., a los reales pies de Vuestra Majestad...».

Con esto apretáronse todos las manos, picaron los mayorales, y las galeras emprendieron su marcha pausada por la calle principal del pueblo, hasta salir al camino que atraviesa el ameno valle del Zadorra. No habían traspasado aún las últimas casas, cuando se les agregaron otra vez Serrano y Alaminos a caballo, y fueron dando parola a las niñas larguísimo trecho. Nada les ocurrió en el resto del día, transcurrido felizmente, ni en el curso del viaje sobrevino ningún accidente desgraciado. Todo era, pues, bonanza, y por añadidura, el tiempo primaveral les favorecía grandemente. Sin detenerse en Vitoria más que para dar corto descanso a los bueyes, continuaron en dirección del Condado de Treviño, y cuanto más avanzaban hacia el Sur, más risueño se   —311→   les presentaba el paisaje y más lisonjero todo. Al aproximarse a Peñacerrada, empezaron a encontrar las huérfanas personas conocidas: aquí pastores de la casa de Castro; allá, campesinas y labriegos, algún cura; de todos recibían noticias de la ansiedad que reinaba por la ausencia de las niñas, y a todos las daban de sus trabajos y penalidades, así como de la muerte de D. Alonso. Menos de dos días duró el plácido viaje, pues habiendo salido de Salvatierra un sábado antes de mediodía, pasaban la sierra de Toloño al amanecer del lunes, y entraban en la feraz campiña de Paganos a punto de las ocho. Allí fueron tantos los encuentros de amigos y deudos, servidores, aldeanos, diversa gente del pueblo campestre, que hubieron de parar las galeras para dar espacio y tiempo a tanto saludo, a tantos plácemes y pésames, al incansable besuqueo en las manos de las dos señoritas, que lloraban de gratitud y emoción.

El mozo que iba al servicio de D. Fernando, sin apartarse de su lado, le dijo: «¿Ve usted este término con tantisma viña, que parece la gloria de Dios? ¿Ve usted aquellos trigos en que ahora juega el viento, y ya los pone verdes, ya amarillos? ¿Ve usted aquel prado y aquel monte con tantas ovejas? Pues todo es de las señoritas... Sí, señor; son más ricas que el Putosín, y a cuenta que ahora no han de faltarles novios».

Admiró Fernando la belleza de los campos feraces, inundados de sol, y celebró mucho,   —312→   en su mente, que todo aquello perteneciese a quien por sus altas prendas merecía cuantos bienes hay en la tierra. Y no pudieron recrearse sus ojos en tanta belleza, porque sentía en su pierna herida tirantez horrible, y de rato en rato punzadas acerbas, que acrecían con el afán de disimularlas para que no se alarmasen sus bienhechoras. Con esto y con la pena de verse extraviado de su natural camino, su alma sobrenadaba en ondas melancólicas. Verdaderamente, era un prisionero que ya podía dar gracias a Dios por haber caído en tales manos: admiraba a sus tiranas; teníalas por hermosa hechura de Dios; pero no concluía de conformarse con aquel giro que a sus planes daba el destino... ¡Todo por una bala miserable! Si él estuviera bueno, ya habría revuelto toda Guipúzcoa, Vizcaya entera, en busca del bien de su vida... Pero ¿qué había de hacer? Paciencia. Dios manda, y en su nombre, en tal ocasión, las niñas de Castro-Amézaga. Contrariado y triste ¡ay! no podía menos de bendecirlas.

A la salida de Paganos llegose al convoy un anciano cura, que venía por la carretera adelante con balandrán y gorro negro, bastoneando fuerte. Era un gozo verle dar abrazos y besos a Demetria y Gracia, como si quisiera comérselas: tan grande cariño les tenía el pobre viejo. Ya se sabía en La Guardia, por un propio que mandaron de Peñacerrada, el gran acontecimiento de la vuelta de las niñas, salvadas milagrosamente   —313→   por un cristiano, noble y animoso caballero; sabíase también el desgraciado fin de D. Alonso a mitad del camino de salvación, y uno y otro suceso fue motivo para que el bendito cura estuviera unos diez minutos empapando en lágrimas su luengo pañuelo de yerbas. «¡Ay, hijas, qué días hemos pasado, sin saber de vosotras, maldiciendo la hora en que tuvisteis la temeridad increíble de lanzaros por esos mundos en busca del pobre Alonso; pidiendo a Dios que no os perdierais, que no os mataran, que volvieseis sanas y salvas a vuestra casita, y a los brazos amantes de este viejo que os adora, y al pueblo que también os quiere y os estima como a hijas predilectas!... Pero ya estáis aquí. ¡La Virgen Santísima, a quien después de vuestra partida rezamos todas las tardes Salve solemne, no nos ha concedido todo lo que le pedíamos, puesto que no traéis a vuestro padre; pero nos ha concedido mucho, sí, re-mucho (vuelta a los besos y a la emisión de lágrimas y babas), porque os ha traído a vosotras, cielos míos, perlas de la casa y del mundo!».

Informado por las niñas de que su generoso salvador, instrumento en aquel caso de la Divina Voluntad, era el viajero ocupante del otro carro; sabedor asimismo de que la herida que le postraba había sido alcanzada en terrible lid por defenderlas, corrió allá entusiasmado el buen cura, y quitándose el gorro, húmedo aún el rostro del llanto que vertía, le dijo: «Señor mío, este pobre viejo   —314→   desea el honor de estrechar la mano del noble caballero a quien debemos el rescate de estos ángeles. No sabe usted el bien que ha hecho, señor. Dios se lo premiará como mejor le convenga... Aquí me tiene usted a su servicio, aunque nada valgo... José María de Navarridas, cura párroco de Santa María... tío carnal de la madre de estas dos perlas... ¡Bendito sea mil veces el que nos ha devuelto nuestro tesoro, y corónele Dios de gloria, rodéele de bienaventuranzas por su obra hermosísima!».

Respondió Calpena mostrándose avergonzado de tales elogios, a lo que dijo el párroco con muy buen juicio que la modestia siempre ha sido inseparable del verdadero mérito. Cuando se ponían de nuevo en marcha, llegaron dos mujeres que hartaron también de besos a las niñas, y D. José María, por no recargar la segunda galera, se subió a la de D. Fernando, diciendo a voces: «Chicas, yo me subo aquí a dar palique a este caballero, que parece va un poco triste. Seguid vosotras con esas».

Y después de informarse de las circunstancias y proceso de la herida, y de aventurar un favorable pronóstico, asegurando que sólo con el buen trato, la dulce quietud y el rico vinito de la tierra se curaría en un periquete, repitió la cantilena del criado: «¿Ve usted esta inmensa campiña?... ¡Qué hermoso viñedo, qué gloria de Dios! ¿Ve usted aquellos trigos que parecen un mar con sus olas y su vaivén? Pues todo es de estos ángeles...   —315→   ¡Pobre Alonso! Ya venía el infeliz tan trastornado, que no podía parar en bien... ¿Le parece a usted? ¡Desafiar a Carlos V!... Luego la temeridad de estas muchachas... ¡Lo que bregué con Demetria para quitarle de la cabeza la idea de ese viaje! 'Pero, tío, si no vamos más que hasta Salvatierra, donde de fijo le encontraremos'. Y ya ve usted... Lo que pasa... que un poquito más allá, que otro poquito... y a Oñate. ¡Jesús mío, nada menos que a Oñate se fueron, como unas bobas!... Pues si Dios no les depara esta buena alma, este brazo valeroso, no sé qué habría sido de mis pobres ángeles... ¡Ay, chiquillas, de buena habéis escapado! Bien os lo dije cuando salisteis: 'Demetria, mira lo que haces'. Pero ya habrá usted conocido que esta niña mayor es una voluntad de hierro, dispuesta como ella sola, tenaz en sus empeños, y cuando dice 'por aquí voy', ya pueden todos echarse a temblar».

No habían andado quince minutos, cuando aparecieron nuevos amigos, el cirujano D. Segundo Crispijana, dos señores de capa, mujeres, y detrás medio pueblo. Omítense por fastidiosas las escenas de besuqueo y lágrimas. El D. Segundo, señorete de rebajada estatura, cara redonda con sotabarba, la nariz decorada con dos verrugas, los ojuelos muy perspicaces, edad como de sesenta años bien llevados, se llegó a la galera de Fernando, después del saludo a las señoras, y empezó a funcionar facultativamente a la primera insinuación. «Eso no es nada. En   —316→   cuanto lleguemos se dará un vistazo... Cuestión de un poco de reposo... ¿Y qué, duele? Tirantez de la piel, afectando hasta los músculos del tobillo... Perfectamente. ¿Qué médico le vio a usted en Salvatierra? ¿Aseguró que había salido la bala?... Eso lo veremos... calma... lo veremos... ¿Con que... duele?

-Sí, señor; no puedo ocultarlo ya... Me duele ¡ay! horrorosamente.

-Pues no lo disimule, caray... Chille todo lo que le salga de dentro.

-No señor, no chillo... le aseguro a usted que no chillo... Sé sufrir; sé comerme mis dolores... No quiero que las señoritas se alarmen... se disgusten.

-Ya estamos en casa. Vea usted la ilustre villa de La Guardia».

Mirando por la delantera, vio Fernando una ciudad medieval, en lo alto de una escueta colina elíptica, rodeada de almenados muros con gallardos torreones. De entre aquella cintura de piedra se destacaba el caserío en agrupación cónica, con el remate de un castillo, torres, esbeltos campanarios, techumbres de peregrina forma. La vista de la ciudad fantástica, que surgía del suelo más bien como un hermoso embuste de la Leyenda o del Teatro que como una verdad de la Historia, embelesó los sentidos del pobre viajero, amortiguando por un instante sus dolores».



  —317→  

ArribaAbajo- XXXII -

Entraron por la puerta de Paganos, al Oeste de la población, con lento andar por causa de la pendiente y del gentío que en torno a las galeras se agolpaba, y dieron fondo, no lejos de la puerta, en la señorial casa de Castro-Amézaga, la cual con sus anejos le pareció a Fernando tan grande como una mediana ciudad. Al gran patio principal, en cuyo fondo arrancaba la escalera, acudieron diferentes personas, muchedumbre de criadas, familias pobres, familias ricas, que aguardaban a las viajeras: los unos, para darles el parabién y el pésame, las otras, para besuquearlas; y en medio del tumulto salieron también tres, cuatro, seis o más perros de diferentes castas, cazadores los más, que armaron terrible algazara de ladridos, brincos y demostraciones de alegría. Para todos tuvieron caricias las huérfanas llorosas, principalmente para dos magníficos galgos, favoritos de D. Alonso, los cuales no las dejaban dar un paso, echándoles sus patas al pecho y lamiéndoles las manos.

Todo esto lo vio Fernando, mientras le bajaban en volandas de la galera, pues él no podía moverse, y le subían cuidadosamente dos robustos criados, bajo la inspección   —318→   del señor cura, que puso sus cinco sentidos en tan delicada operación. Sin duda porque su estado febril le agrandaba los objetos, a Calpena se le representaba la casa con dimensiones colosales, como de castillo o alcázar de reyes; los corredores que daban vuelta al primer patio, en forma claustral, no se acababan nunca; las habitaciones por donde le pasaron eran inmensas cuadras de elevado techo; todo grandísimo, todo limpio y respirando bienestar y opulencia; mucho nogal obscuro y brillante; los pisos de baldosines rojos bien bruñidos; las paredes, o blancas como la pura cal, o pintadas con festones y guirnaldas al temple; aquí cortinas de damasco; allá muselinas tiesas; severa elegancia, riqueza de pueblo y acumulación de cosas pasadas, con escasas novedades y desprecio de las modas.

Lo primero de que se ocupó la familia fue de preparar el lecho en que debía descansar el herido, en uno de los más claros y hermosos aposentos de la casa. Era el tal mueble imitación de un navío de tres puentes, el Santísima Trinidadde los lechos, con cabeceras de nogal, popa y proa, en las cuales el tallado adorno de patos o cisnes completaba la semejanza con los artefactos destinados a la navegación. Bien abarrotada de mullidos colchones y con su cobertor de damasco rojo, era una cama olímpica. No bien acostaron a D. Fernando y repararon sus fuerzas con caldo y vino, le tomó de su cuenta el Sr. Crispijana, que por orden   —319→   expresa de las señoritas querían proceder sin pérdida de tiempo al examen y cura de la herida. Poseía D. Segundo gran conocimiento y práctica en achaques de traumatismo, y no tardó en dominar con ojo certero el caso que allí se le presentaba. Positivamente, la bala no había quedado dentro: en el lado interno de la pierna se veía el punto de salida más grande que el de entrada, mediando un conducto bastante extenso, sin tocar el hueso. La articulación estaba completamente indemne. Las molestias que sentía D. Fernando y las que sentirían después, eran motivadas por el flemón que se le formaba, complicación harto frecuente en esta clase de heridas. El caso, sencillísimo, no ofrecía peligro alguno, y D. Segundo lo había tratado mil veces con feliz éxito en su vida profesional. El tratamiento que comúnmente practicaba era el de las incisiones o desbridamientos, si el flemón venía difuso, sistema que le había enseñado su maestro el afanado cirujano de Torrecilla D. Ángel Asuero. Por de pronto, quietud y cataplasmas.

Descansó Calpena sus huesos en aquel lecho magnífico, mas no pudo conciliar un sueño reparador, porque la agudeza de sus dolores no le dejaba dormir sino a ratitos; por la noche tuvo fiebre intensa; su turbado cerebro se atormentaba con la idea de reposar en un panteón de damasco encarnado. La profusión de esta rica tela en colcha, almohadones y cortinas le colmaba de inquietud   —320→   y ansiedad. En la estancia había dos o tres arcas de nogal, sillones de vaqueta claveteados, y un cuadro de San Francisco en éxtasis que le infundía pavor... reinaba en la casa silencio sepulcral, turbado tan sólo por lejanos ladridos de perros. Por la mañana, el criado que entró a llevarle el desayuno le enteró de que allí se comía cinco veces al día, empezando por el chocolate, acompañado de bollitos hechos en casa y de fruta de sartén. No tardó en presentarse Gracia, a quien Calpena encontró completamente transformada, vestidita según su clase, muy graciosa y elegante dentro de la modestia campesina y de los rigores del luto. Iba la niña dispuesta a estar en su compañía todo el tiempo que fuese menester, sin molestarle: le daría conversación si esta le agradaba, y le leería si la lectura no le causaba enojos. En la casa había muchos y buenos libros.

Agradecido a tantas bondades, Fernando preguntó por Demetria, de la cual dijo su hermana que vendría a visitar al enfermo cuando le diesen respiro las distintas tareas que embargaban absolutamente su persona durante la mañana, pues todo el trajín de casa tan grande estaba debajo de su jurisdicción y cuidado. Entretanto, Gracia abrió las maderas de la ventana que caía frente al lecho por la fachada Sur de la casa, y Don Fernando pudo admirar el grandioso paisaje de la sierra de Cameros por aquella parte. El sol, que inundaba montes y llanuras,   —321→   penetró también en la estancia, rehaciendo el abatido ánimo del enfermo, quien no pudo menos de ver en Gracia un ángel que le llevaba la luz y la vida.

Entre la lectura y la conversación, Fernando optó por esta, gozando extraordinariamente con lo que la niña le contaba del pueblo y de la familia. Como durante la ausencia de las huérfanas no iban los trabajos de labranza y gobierno doméstico con la debida regularidad, y estaban las cuentas atrasadas y muchas cosas sin hacer, Demetria daba ejemplo con su diligencia y actividad al escuadrón de servidores de ambos sexos. En planta desde antes de amanecer, y consagrada la primera hora de la mañana al aseo de su persona, recorrió luego las varias dependencias de la casa, dando sus disposiciones y previniendo las diversas faenas del día. Esto lo hacía la niña mayor desde que, por muerte de su madre, se hizo cargo de las llaves y tomó el mando doméstico, en el cual no mostraba menos desenvoltura y facultades que aquella. La dolencia del padre la obligó a dar extensión a su autoridad; no tuvo más remedio que encargarse de dirigir y administrar la labranza, de atender a los ganados, al laboreo de montes, explotación de leñas, y todas las demás faenas que abarcaba la extensa propiedad del opulento mayorazgo. La cooperación de servidores y mayordomos antiguos le facilitó los conocimientos necesarios para el manejo de tan grandes intereses, y a los pocos meses de   —322→   tener bajo su mano la cuantiosa hacienda de Castro-Amézaga, ya sabía más que todos. Habíala dotado Dios de un sentido práctico que ya lo quisieran muchos hombres para sí, y de la facultad de ver claro y pronto en los asuntos más complejos. Era un portento Demetria, y a todo atender sabía sin embarullarse, siendo tal su método, que siempre le sobraba algún ratito para labores y cuidados que más pertenecían a la presunción que a la utilidad. Todo esto lo explicaba Gracia con ingenua admiración de su hermanita, declarándose incapaz de imitarla, y desprovista de aquel saber práctico hasta cierto punto vulgar. Fernando se deleitaba oyéndola, pues aunque había estimado a Demetria como una hembra superior, nunca pensó que sus méritos y aptitudes llegaran a un grado tan excelso.

«Mi hermana -prosiguió la niña en su relato-, tiene el don de hacerlo todo bien y pronto, sin ruido. A sus órdenes, los mozos y criadas parece que tienen cuatro manos en vez de dos, y entre tanto trajín, no oirá usted una voz más alta que otra. Grandes y chicos en su obligación, y adelante. Hoy es día de los de más faena: tenemos amasijo y horno, porque en casa se hace todas las semanas el pan para los pastores y para los trabajadores del campo. Se les reparte en hogazas de cinco libras... En el patio grande, donde está el horno, había usted de ver a mi hermana al amanecer de Dios, mirando si miden bien las cantidades de harina y moyuelo,   —323→   inspeccionando a los amasadores, y vigilando las cochuras. Luego viene el reparto de hogazas: primero los pastores; siguen los peones de Paganos, y después los de Samaniego. Mi hermana les lleva sus cuentas de pan, y de las ollas de habas que se les van entregando. Y al mismo tiempo que hace todo esto, la tiene usted disponiendo lo de cocina y despensa, dando las órdenes para lo que hemos de comer cada día, y para el sustento del sinnúmero de criados de esta casa. Más tarde la verá usted atareada con lo de bodegas: el vino que sale, el que hay que mandar a los alambiques porque se ha torcido; ordenar las cuentas de los marchantes, que unos pagan al contado, otros conforme van cobrando por los pueblos; ver si se necesitan cubas nuevas o adobar las antiguas; oír a los campesinos que calculan si la cosecha del año será tanto más cuanto, y si se necesitarán más o menos cubas... Pues las cuentas del trigo que sale de nuestros graneros, por ventas, del que se lleva al molino para el gasto de casa, de la cebada que consumen nuestras mulas y del sobrante que vendemos, la obliga a llenar de números unos grandes librotes. Por la noche vienen los arrendatarios, los caseros, y la enteran de cómo está el campo. Se decide entre ellos y el ama si es conveniente un riego más en las huertas, si tal o cual tierra necesita otra cava, si se dejan descansar estos tableros o los otros, si sembramos garbanzos o habas, o si metemos   —324→   o no metemos el ganado en tal pieza para que estercole... Pues no le quiero decir a usted cuando vienen las grandes labores, la siega, la vendimia, o la trasquila de las ovejas... Entonces mi hermana se multiplica; tan engolfada la ve usted en su trabajo, que de nadie hace caso, y no hay que hablarle más que de fanegas de trigo, de cubas de mosto o de vellones de lana...».

Interrumpió en este punto el poema doméstico trazado por Gracia la entrada de la heroína, en quien vio Fernando una transformación radical. Entre la muchacha encogidita, de dudosa hermosura, desfigurada por el miedo, la angustia y el mal vestir, a la mujer gallardísima, en quien la serenidad era una gracia más y la confianza en sí misma una real belleza, belleza y gracia que a las de su rostro se añadían para darle una armonía seductora, había tanta diferencia como de la obscura noche al día claro. Vestía Demetria de luto, sin afectación de elegancia, sencillísimo traje casero, y con el blanco delantal, que al modo de escapulario le caía desde el pecho hasta los pies, habría parecido una guapa monjita si no tuviera lo que es raro ver en monjas: talle, cintura y formas corporales superiores. Reparó Calpena en el donaire con que se peinaba, recogiendo sus trenzas copiosas en copete de tres potencias; reparó también su limpieza ideal, su aire señoril, la gravedad y el reposo que se pintaban en su frente marmórea, la penetración de su mirada, al propio tiempo dulce   —325→   y picaresca sin malicia, la frescura de su boca grande; todo, Señor, todo lo reparó, y porque nada se le quedara, fijose en los manojos de llaves de diversos tamaños que pendían de su cintura.

«Aquí estábamos hablando horrores de usted, Demetria -le dijo Fernando, mientras observaba lo que se indica-. Ya sé que está usted muy atareada, que no tiene un momento de reposo.

-¡Ay, D. Fernando!... lo corriente, lo de todos los días, y nada más. Parece que no, y cuando falto de aquí no van las cosas como debieran. Por esto ha de dispensarme que no le acompañe. Gracia, que no tiene nada que hacer, se encarga de entretenerle para que no se aburra. ¡Ay, si supiera usted qué pena me da verle así!... ¡Y que eso le haya pasado por nosotras!... ¡Que se vea usted privado de acudir a sus negocios! En fin, Dios lo ha querido así... no hay más remedio que conformarse... Pero me ha dicho D. Segundo que la herida es leve; que todo se reduce a que se resigne usted a ser nuestro prisionero unos cuantos días, quizás mes y medio.

-¡Bendita cárcel y benditas carceleras! -exclamó Fernando con tanta admiración hacia las niñas como agradecimiento a sus bondades-. Lo que usted dice: Dios lo ha querido así. Sea lo que Dios quiere.

-Pensemos en que lo bueno y lo malo que nos envía es lo que nos conviene.

-Justo... Y vivamos siempre contentos, sin incomodarnos por nada de lo que nos pasa.

  —326→  

-Salvo alguna vez que otra. Mire usted: aquí donde usted me ve, hoy tengo mal humor, estoy enojada...

-¿Por qué, Demetria? ¿qué le pasa a usted?

-Que en el tiempo que hemos estado fuera se me han muerto tres gallinas... ¡Mire usted qué contratiempo!...

-Sí que lo es... Pues mire usted, lo siento yo también.

-Las tres más bonitas, las más ponedoras que tenía.

-¡Qué lástima!

-No, no se ría... A pesar de estas bajas comerá usted huevos bien frescos. No hay que apurarse... Pero me estoy entreteniendo aquí como una tonta. Dispénseme, D. Fernando. Hasta ahora».

Viéndola salir tan dispuesta, tan dueña de sí y en pleno dominio de su misión doméstica y social, cayó Fernando en tristes meditaciones, y después de reconocer cuán grandes prodigios hace la Naturaleza, dio en considerar los contrastes que la fecundidad de esa universal madre nos ofrece. «¡Espantosa desigualdad! -se dijo-. Veo a esta mujer tan útil, tan activa, repartiendo alegrías en torno suyo y aumentando el bienestar humano. Luego miro para dentro de mí y observo mi inutilidad, mi insuficiencia. Necesito de estos ejemplos para cerciorarme de que no sirvo para nada, de que no soy nada, de que mi existencia es absolutamente estéril... al menos hasta ahora... He aquí   —327→   un hombre sin carrera, sin profesión, que no sabe cómo vive hoy ni cómo vivirá mañana... un hombre que todo lo espera del acaso, que apoya sus cálculos en lo desconocido... un hombre que desconoce el trabajo, y que no da señales de vida en la sociedad más que para perturbarla».




ArribaAbajo- XXXIII -

Acrecieron las molestias del herido en los días subsiguientes, manifestándose fiebre intensa y aumento de la hinchazón, que hacia la región femoral se corría. Noches malísimas pasó, y sus ánimos se abatieron grandemente. A la semana de estar allí, habiéndose iniciado la supuración, practicó el cirujano los desbridamientos con tanta habilidad y destreza, que el enfermo no tardó en sentir alivio. Como entonces no se usaban anestésicos, hubo de soportar Fernando el acerbo dolor que con sus cuchilladas le producía D. Segundo; pero trincaba bien los dientes y no exhalaba una queja, como varón cristiano y animoso.

Durante aquella semana tristísima, tuvo horas de verdadero aniquilamiento, en las cuales no era un ser de este mundo, sino un   —328→   soñador, un delirante que moraba en negros y lejanos espacios. Apenas podía fijar la atención en lo que su ángel guardián, la encantadora Gracia, le contaba. Demetria subía todos los días a verle; pero sólo permanecía breves instantes, por causa de sus quehaceres. En cambio le acompañaba el buen D. José María de Navarridas, que se había instalado en la casa de Castro con su hermana Doña María Tirgo. El motivo de este traslado de vivienda lo supo Fernando cuando se serenaron sus espíritus con la mejoría de la pierna. Fue que al llegar las niñas con su caballero libertador, surgieron en la familia dudas acerca de la conveniencia de aposentarle en la propia casa. Al discutirse punto tan delicado, los tíos plantearon la cuestión en estos términos: dos niñas solas, solteras, hospedan en su morada a un caballero joven, soltero también... Esto podía dar lugar a necias interpretaciones en el pueblo, aunque la fama de discreción, pureza y honestidad de las huérfanas sería de fijo un valladar contra la suspicacia maliciosa. La respetabilidad de la casa era reconocida y acatada por todo el vecindario; mas no convenía exponerla a menoscabo, siquiera este fuese por una inocente contravención de las reglas sociales. Demetria manifestó con firmeza que la gratitud exigía que las dos hermanas cuidasen por sí mismas al que había contraído tan grave dolencia por defenderlas y salvarlas; que ella, firme en su conciencia, tan segura de su honradez como   —329→   de que la opinión del pueblo ni un momento se pronunciaría en contra suya, no estimaba indecoroso alojar al herido en su propia casa; pero si sus buenos tíos opinaban de otro modo, ella se sometería gustosa a lo que resolviesen. La hermana del párroco, Doña María Navarridas, viuda, designada comúnmente con el apellido de su difunto esposo (Tirgo), señora excelente, bondadosa, discreta, algo cominera, bonita en su vejez como una Santa Ana, opinó que no desmerecía la demostración de agradecimiento llevándose a D. Fernando a la casa del cura, donde estaría como en la gloria. Reconociendo lo acertado de estas razones, en principio, Demetria les opuso un argumento que echó por tierra la firme dialéctica de los tíos venerables. «Efectivamente -dijo-, D. Fernando estará muy bien en la rectoral, asistido con esmero, ¿quién lo duda? pero como tendrá tan cerca las campanas de la parroquia, y estas no cesan de tocar a todas las horas del día y de echar al viento repiques estrepitosos, el pobrecito no podrá descansar ni un momento. ¡Buena le espera con aquel toca-que-toca continuo en los mismos oídos!

-Tiene razón la chica -dijo D. José María, dándose una fuerte palmada en la rodilla y levantándose airoso-. Ea, ya tengo la solución... Puesto que Demetria, con su raro entendimiento, nos ha hecho ver esa gravísima contra de las campanas, no irá, no, el enfermo a donde carecería de la tranquilidad   —330→   y silencio que exige su estado, y para obviar el inconveniente de que se trata, yo y tú, María, nos venimos a vivir aquí, mientras aquí more el caballero a quien todos debemos eterna gratitud. De este modo, con nuestra garantía ante el pueblo, no hay, no puede haber ni asomos de duda en lo que toca al buen parecer, al decoro de las niñas». Pareciole muy bien a Doña María Tirgo esta fórmula, que ponía en salvo las conveniencias sociales, y aquella misma tarde se mudaron, con grandísima complacencia de las huérfanas, que así gozaban de la continua presencia de sus amados tíos.

A la guardia que hacía Gracia en el cuarto del enfermo, se agregó desde el segundo día el bondadoso párroco, que sabía distraer a Calpena sin molestarle con habladurías importunas. ¡Y con qué esmero, con qué solicitud y cariño le cuidaban todos! No harían más por un hermano querido ni por su propio padre. ¡Vaya unos calditos substanciosos que le daban! ¡Y qué vinitos puros, confortativos, de antiguas cosechas, elegidos con esmero por el propio D. José María en las ricas bodegas de Castro! Como durante las dos semanas primeras de su encantamento la inapetencia de Fernando era absoluta, Demetria y Doña María Tirgo, maestra en artes culinarias, no hacían más que discurrir platitos substanciosos, agradables y que no cargasen el estómago, a ver si así le devolvían las ganas de comer. La impresión del joven era estar encantado en el más bello   —331→   alcázar de Jauja y servido por hadas o serafines. A la hermana mayor la veía poco, mejor dicho, no la veía lo bastante para darle gracias por tan delicadas atenciones, y como se quejara de ello un día, Navarridas le dijo: «A Demetria hemos de dejarla en sus ocupaciones de gobierno. Es una niña esa que tiene dentro de sí todos los dones del Espíritu Santo. Para mí está de non en el mundo: yo no he visto otro caso, ni creo que lo haya. Por más que usted discurra no hallará una virtud que ella no posea ni un mérito que no sea suyo».

Así lo reconoció Calpena, y no habían pasado diez minutos, cuando entraba Demetria con un pliego en la mano, el cual mostró al enfermo desde la puerta, diciéndole: «¿Se acuerda, D. Fernando, de que los oficiales Serrano y Alaminos nos dijeron que habían llegado al Cuartel General cartas para usted? Pues temiéndome yo que aquellos loquinarios no se cuidarían del encargo que les hicimos, mandé un propio a Vitoria por las cartas, y aquí las tiene usted».

Algo se afectó Fernando al ver las cartas, que seguramente eran de Madrid: el sobrescrito era letra de Hillo. «Gracia, si me hiciera el favor de abrirlas... o usted, Sr. D. José María, y decirme dónde están fechadas y quién las firma. Supongo que serán largas, y no tengo ahora la cabeza en disposición de leer mucho».

Abiertas las cartas por el señor cura, este leyó en una: La Granja, 30 de Mayo; y en   —332→   otra: La Granja, 8 de Junio. La firma en ambas decía: «Tu cariñoso amigo y capellán- Pedro Hillo».

Guardó el enfermo bajo su almohada las cartas con intención de irlas leyendo a ratos, y no cesaba de pensar a qué habría ido a La Granja el bueno de Hillo. Un parrafito ahora, otro después, llegó al total conocimiento del contenido de ambas epístolas. La síntesis de ello era que la señora incógnita, a la sazón residente en San Ildefonso, había llamado al clérigo para conferenciar con él. No decía claramente si la dama se había descubierto o no; pero de algunas expresiones de D. Pedro se desprendía que entre el Mentor y la deidad no había ya ningún velo. Lo que mayormente sorprendió a Calpena, causándole alegría, era que la incógnita tirana se inclinaba a la transacción. Por conducto de Hillo incitábale a declarar su paradero, ofreciéndole respetarle en sus amores, y repitiendo una de las fórmulas de avenencia empleadas por la misteriosa entidad en sus cartas de Madrid: «Tus amores no me gustan; pero acato los hechos consumados». Ignorante de su residencia, dirigía las cartas a los amigos de él en el Cuartel general, con la esperanza de que a sus manos llegasen, y por duplicado las enviaba también a personas conocidas del interior de Guipúzcoa y Vizcaya, entre ellas, al propio D. Juan Bautista Erro, Ministro universal de D. Carlos. Por uno u otro conducto esperaba establecer la comunicación. Insistía D. Pedro con   —333→   verdadera pesadez en que Fernando, si recibía las cartas, le escribiese al punto a La Granja, declarando su residencia (con señas bien explícitas), a fin de poder remitirle con toda prontitud el dinero que necesitase y nuevas expresiones de la tolerancia de la incógnita en la delicada cuestión de amores. Por un lado, se alegraba Calpena de estas noticias; por otro, se entristecía, pues continuaba bajo el despótico poder de persona desconocida, y aunque algo se iba transparentando el carácter de tal despotismo, quería el joven mayor esclarecimiento de aquella obscura faz de su vida. Por de pronto, era gran ventaja que no existiese ya la formidable oposición al inquebrantable propósito de recobrar a Aura y hacerla suya, el cual llenaba su corazón y su voluntad, sin que lo amenguara lo más mínimo su encantamento en la dorada Jauja.

Cuando pudo manejar la pluma sirviole Gracia los avíos necesarios, y escribió a Hillo notificándole simplemente dónde se encontraba, sin más explicaciones. Al propio tiempo escribió también a Negretti, dándole conocimiento del accidente que le imposibilitaba de ir a tratar con él de sus honrados fines, y dirigió la carta a Durango, donde le dijeron que a la sazón residían D. Carlos y D. Sebastián.

Aunque la mejoría era franca a fines de Junio, todavía tenía para un rato, pues persistía algo de inflamación, que exigió nuevo desbridamiento. A principios de Julio empezó   —334→   a recobrar el apetito y a reponerse de su grande extenuación. El pobrecillo, con tan larga inmovilidad, y con las intensas fiebres y dolorosos insomnios que sufrido había, estaba en los puros huesos: su cara era toda ojos, y en estos todo espíritu. Al recobrar las ganitas de comer, extremaron Demetria y Doña María Tirgo sus habilidades culinarias para ofrecerle sabrosos manjares en cantidad discreta. En cada una de las cinco comidas que se hacían en aquella Jauja, preparaba Demetria alguna sorpresa para su enfermo. No hay que hablar de la abundancia, que en tal casa era como un continuo chorro vivificante de los múltiples dones de la Naturaleza. Allí, las carnes suculentas de cabrito y carnero; allí, la caza de monte y la pesca de río; allí, las riquísimas verduras y las frutas tempranas; allí, los sabrosos esquilmos del cerdo; allí, la miel, la monjil repostería, formaban como una caudalosa corriente entre la Naturaleza y el estómago, entre el divino crear y el humano digerir, corriente que por la variedad de sus dones no permitía el cansancio. Bien decía D. José María, paladeando su vinito: «En esta tierra de bendición, Sr. D. Fernando, el que se muere es porque quiere». Empezaban a hacer por la vida a las siete de la mañana, con el rico soconusco de la tarea que labraba en casa el mejor chocolatero de la villa, y lo acompañaban de unos bollos en que lucían su primor Doña María Tirgo y las cocineras de ambas familias. A las nueve se servía la   —335→   sopita de ajo con chorizo, infalible tentempié en aquella hora, y ya estaban todos como un reloj hasta las doce en punto, en que se servía la comida con todo el ceremonial de rúbrica. Rompía plaza la sopa dorada, de pan, bastante a matar el hambre de los menos favorecidos por la fortuna, y luego entraba el cocido... ¡Compadre, vaya un cocido! La carne de cebón y los aditamentos cerdosos dábanle poder para resucitar un muerto; tras él llegaba la verdura exquisita, con su indispensable oreja, y ainda mais, morcilla. De principio, entraban los pollos asados bien doraditos, tiernos, o los barbos del río, o la enroscada anguila; y de postre, el dulce de cabello (también hecho en casa o mandado por las monjas), el mostillo, las nueces, el queso (también de casa), la miel, el sinfín de frutas espléndidas que recreaban el gusto, la vista y el olfato... y, por último, la indispensable copita de anís. A las cuatro sentíanse ya desfallecidos, y por vía de sostén tomaban otra vez chocolate con los correspondientes bollitos. Gracias a esto podían tirar hasta la cena, a las ocho en punto, empezando por la ensalada cruda, como aperitivo, siguiendo las sopas de ajo con chorizo, los huevos pasados; luego la chuletilla de cordero, la trucha frita, el plato de guisantes, judías verdes o tirabeques, y, por fin, la compota... esta no podía faltar, como tampoco un plato de leche, sin contar la interminable tanda de golosinas... y otra vez la copita de anís, que tan bien ayuda la digestión...

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A Fernando servíanle en su cuarto, en una mesita con mantelería limpia como el oro, que junto a su cama ponían, y así estuvo comiendo hasta muy avanzado Julio, en que D. Segundo le permitía levantarse algunos ratos; pero sin andar ni moverse del aposento. Con el trato continuo, Gracia, que le acompañaba y le servía gozosa, tomó la confianza de tutearle. Comúnmente le llevaba noticias de las cositas buenas que su hermana y la tía estaban haciendo para él. «Hoy te van a poner unos pescaditos al horno, que te vas a chupar los dedos». Otra vez entraba con un par de palomos muertos: «¿Ves esto? -le decía-: pues te los van a poner con arroz. Toca, mira qué pechugas...». O bien entraba con cestas de frutas riquísimas, acabadas de traer de las huertas de Paganos, peras de a cuarterón, manzanas fragantes, cerezas gordas, y se las mostraba, enardeciendo su abundancia y hermosura. «De todo has de probar hoy, Fernandito. Demetria ha dicho que te haga comer un poquito de cada cosa, para que veas todo lo bueno que crían nuestras tierras.

-Sí, hija mía, sí -respondía Fernando, no tan alegre como debiera-: ya veo, ya veo que Dios os ha dado muchos, muchísimos bienes; pero con ser tantos, no llegan a lo que vosotras merecéis».



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Arriba- XXXIV -

Un mes largo tardó en llegar nueva carta de Hillo, sin duda porque los correos en tiempo tan desdichado no iban y venían con la debida regularidad. Manifestaba el buen capellán inquietud por no haber dado Fernando en su breve carta las explicaciones que se le pidieron. ¿Qué casa era aquella donde moraba? ¿Por qué decía que no podría salir en dos meses? ¿Acaso estaba enfermo, herido? ¿Entre qué gentes o con qué familia vivía? De todo esto se esperaban pronto informes detallados. Por el pronto se le remitían 20 onzas por un oficial de Ingenieros que iba a Vitoria. Cuidárase él de recogerlas en dicho pueblo por persona de confianza. Aguardó Fernando a recibir el dinero para contestar, y en esto se pasaron otros quince días, pues el propio que se envió tras el oficial portador de las onzas, no dio con él sino después de muchas vueltas de una parte a otra. En Agosto se recibió nueva epístola de Hillo, en ocasión que Fernando, convaleciente ya, había dejado el lecho y podía pasearse por la habitación agarrado al brazo de Gracia o al de D. José María. Continuaba el buen Mentor en la Granja, y hablando en nombre y por encargo de la próvida   —338→   divinidad, anunciaba a Telémaco que esta le escribiría directamente de asuntos interesantísimos. De quien Fernando no tuvo carta ni noticia, fue de Negretti, lo que le causaba grande zozobra. ¡Qué habría ocurrido, Santo Dios! No veía las santas horas de recobrar su salud para correr hacia el país vasco, pues tanto tiempo sin saber de Aura en extremo le afligía. Su encantamiento le pesaba, era ya una monótona esclavitud; deseaba que el día último de su prisión llegase, sin dejar por esto de rendir a la gran Demetria, su nueva tirana, los homenajes que por su virtud, su gracia y adorables prendas merecía.

Avanzado Agosto, llegó carta de la incógnita, que no contenía revelación alguna de lo que Fernando quería saber. Era el mismo estilo de antes, la misma voz dulce y un tanto burlona debajo de la careta. Le expresaba cariñosamente la idea de transacción; le permitía encenderse y achicharrarse en el amor de Aura; llevaba con paciencia hasta que la hiciera su esposa; rogábale que no dilatase su vuelta a Madrid, donde se le arreglaría una posición en armonía con sus méritos, abriéndole camino brillante en la política; para hacerle el paladar a los sainetes (en el doble sentido de esta palabra) de la vida pública, le refería sucesos graves ocurridos en la Villa y Corte por aquellos días, y presagiaba que en San Ildefonso no irían las cosas por los caminos derechos. Una carta de Hillo, dos o tres días después,   —339→   terminaba con un alarmante párrafo: «En este momento me dicen que se ha sublevado la Guardia Real, de guarnición en este Real Sitio, y que los sargentos se dirigen a Palacio a pedir a Su Majestad que restablezca, proclame y jure la Constitución del 12... ¡Dios nos tenga de su mano!».

El mismo día en que tales nuevas recibía D. Fernando, y más aún al siguiente, corrieron por el pueblo rumores de serios trastornos políticos en Madrid y en la Granja. Los amigos de la casa de Castro, sabedores de que el huésped de ella se carteaba con personajes del Real Sitio, acudieron allá por noticias frescas. ¡Válgame Dios, qué especiotas corrían de boca en boca entre el vecindario! Al coronel que allí mandaba la fuerza cristina dijéronle que los sargentos habían atropellado a la Reina, llevándola presa al cuartel, porque se negaba a jurar la Niña bonita. En Madrid, los milicianos sublevados habían cometido mil tropelías, asesinando generales y ministros. Total: que se venía encima una revolución tan terrible y sangrienta como la francesa.

Mostroles D. Fernando el conciso párrafo del clérigo; pero bien pronto pudo satisfacer la curiosidad de sus convecinos, porque recibió segunda carta de la incógnita, en que le refería con preciosos pormenores la inaudita trapisonda de la Granja, como persona que todo lo presenciara. Era, pues, aquel relato la misma verdad, una página histórica, fresca, real, viva. «Nada, señores -dijo Don   —340→   Fernando a los notables del pueblo que invadieron su cuarto en busca de noticias-, no ha ocurrido nada: ello ha sido un nuevo trámite de la revolución española que venimos elaborando entre todos desde el año 12. El caso es sencillísimo, propiamente español, producto de casos anteriores, engendro de nuestro carácter. La novedad bien a la vista está: lo que otras veces han hecho los oficiales de mediana y alta graduación, lo han hecho ahora los sargentos de la Guardia Real. Es la obra del pueblo, el cual, entre nosotros, no sabe actuar por sí, y se infiltra en las clases militares para dar forma, realidad tangible a sus ideas. Cómo ha podido suceder que el espíritu popular, encarnado en la humanidad de cuatro sargentos, haya sabido burlar la vigilancia de los guardianes de la Corte y sobreponerse a toda disciplina hasta llegar a la Reina; cómo han tenido los tales sargentos energía y discreción bastantes, pues todo se necesita, para imponer a la gobernadora nada menos que el cambio de Constitución, es cosa muy compleja, de la cual no he podido aún hacerme cargo. La carta que he recibido es extensísima; ya ven: seis pliegos de letra menuda. He pasado la vista rápidamente por algunos párrafos; cuando despacio la lea y la relea, daré a ustedes noticia circunstanciada del suceso tal como me lo cuenta, con pelos y señales, un testigo presencial».

Los comentarios que hicieron el Coronel, el Alcalde y otras personas de viso que visitaban   —341→   al huésped de Castro, eran muy pesimistas. Vista la trifulca de la Granja desde tan lejos, resultaba la impresión de que el mundo se venía abajo; de que España se acababa, con aquel vilipendio de la autoridad real, pisoteada por cuatro sargentos que probablemente estarían borrachos. A esto dijo Calpena que no traería el tal suceso revolucionario más catástrofes que las usuales y corrientes: el cambio de empleados, el desconcierto de todo, la continuación de la guerra. Era la enfermedad general, ya crónica, que se agravaba. Mas no por ello moría el enfermo: España tenía fibra y agallas para resistir tanta calamidad; su sobriedad de mendigo le garantizaba la existencia; su pasividad fatalista le permitía seguir arrastrándose y dando tumbos, hasta que vinieran hombres y tiempos mejores, los cuales... ¡ay! también podría suceder que no vinieran. En esto llegaban diariamente a La Guardia pormenores de lo ocurrido y papeles que lo traían todo muy bien parlado. Pero nada era tan sincero, tan profundamente humano y vivo como el cuadro descrito con femenino análisis y observación exquisita por la señora incógnita, el cual no cabe en estas páginas por su excesiva extensión. Podrá leerlo en otras quien tenga en igual grado la curiosidad y la paciencia.

Entró Demetria a ver a D. Fernando, aplaudiendo la gallardía con que se determinaba a dar solito algunos pasos con la ayuda de su bastón, y le dijo gozosa: «Por dos motivos   —342→   estoy alegre hoy: el primero es que me ha dicho D. Segundo que pronto será usted dado de alta. ¡Cuánto ha pasado, pobrecito, en esta esclavitud! Ya sé lo que me dirá: que le hemos tratado muy bien. ¡Pues no faltaba otra cosa! Eso del buen trato no hay que decirlo, porque es verdad y porque no tiene ningún mérito: el cumplimiento de un deber, sin hacer nada extraordinario, no merece elogios.

-¿Y el otro motivo de alegría se puede saber?

-Que han vuelto los dos criados que fueron con nosotras a Oñate, y quedaron presos en la cárcel cuando a nosotras nos llevaron a la Caridad. ¡Pobrecillos, qué gozo he tenido al verles! Les llevaron a Vergara; después a Tolosa; de allí pudieron escaparse a Francia, donde se embarcaron para Santoña... Ya no pueden tardar los que fueron a llevar nuestra ofrenda a los infelices que nos dieron socorro en las ruinas de Aránzazu... De quien no hemos tenido noticia es del pobre Díaz. ¿Qué habrá sido de él? ¿Le habrán matado; estará preso aún?

-Escribiremos a mi amigo el Sr. Rapella, para que gestione la libertad de Díaz mientras llega la ocasión de que pueda hacerlo yo mismo. En cuanto me asegure en la convalecencia, señora castellana de este noble castillo, me voy a Guipúzcoa y Vizcaya.

-Ya sé, ya sé que en Bermeo está su novia. Me lo ha contado el tío, con quien tiene usted sus confianzas -dijo Demetria con toda la serenidad del mundo-. Permita Dios que   —343→   se le allanen a usted todos los caminos; que llegue a donde quiere llegar... y encuentre a su novia buena de salud, firme de voluntad, siempre amante y fiel... Quiera Dios que esa señora nos perdone este secuestro de su galán; que no haya sufrido con harta crudeza el mal de impaciencia; que sepa ser constante en los afectos fuerte en la adversidad... Porque fíjese usted bien, fuerte en las bienandanzas lo es cualquiera; pero fuerte en el infortunio, en las largas ausencias, eso ya es harina de otro costal, eso sí que es mérito, Sr. D. Fernando... Ea, no quiero cansarle; me llaman abajo para medir la hornada de mañana. Hasta ahora...».

Y dio media vuelta para marcharse.

«Eh... señora castellana, no sea usted tan ejecutiva. Con sus hornadas y sus continuos quehaceres, ha olvidado usted mis encargos. Le he pedido que mande venir sastre o costurera que me haga la ropa que necesito... ¿O es que he de marcharme así, como un triste estudiante que no lleva más que lo puesto?

-Ya he mandado recado a quien le hará la ropita... El ejecutivo es usted, que no quiere más sino que le sirvan geniecillos, hadas y qué sé yo... Eso; lo de los cuentos de niños: dar una patadita, y ya está aquí el duende que dice: «Pide por esa boca».

-Aquí no hay más hada, ni más duende, ni más genio que usted... Genio, sí, y noto que lo va echando malo. De ayer a hoy me ha reñido usted tres veces.

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-Sí, señor, y le riño la cuarta... por impaciente... No parece sino que le tratamos tan mal aquí. Pues sepa usted, señor fuguilla, que la opinión de D. Segundo es que aún debe estarse quietecito otro mes, pues si se lanza por esos caminos a caballo o en una carreta, está muy expuesto a una recaída, sí señor, y a que empeore la pierna, sí señor, y la otra pierna, y la cabeza... sí señor... Ea, ya no riño más; y aunque usted no quiera, me voy».

Quedose Calpena meditabundo, pensando en su partida, que con ardor deseaba, aunque presumía que no podría efectuarla sin pesadumbre. Por su mente fecundísima pasó una idea. ¡Vaya una idea! La formulaba de este modo: «Quisiera tener un amigo muy íntimo, uno de esos amigos que son como hermanos, uno de esos amigos a quienes amamos entrañablemente... Y mi mayor gozo sería que este amigo se hiciera amar de Demetria y que él la amase a ella, cosa en verdad facilísima. ¡Qué gusto verles casados, ver a mi amigo compartiendo con ella el gobierno de esta gran casa!... ¡Ah, se me olvidaba! es preciso, indispensable, que el amigo tenga patrimonio para poder realizar decorosamente la feliz coyunda... ¿Pero dónde voy yo a buscar este amigo, dónde? Si al menos tuviera yo familia, quizás lo encontraría entre mis parientes... ¡Vaya con el tesoro que se llevaba el tal!... Pues he de buscarlo en cuanto me vea libre, he de buscarlo, sí... Feliz yo que ya tengo resuelto el   —345→   problema de amor; que no sé, ni quiero, ni puedo desviarme de la línea trazada por mi destino. Al extremo de acá de esta línea, estoy yo; al otro extremo la verdadera castellana de los alcázares del Cielo, Aura divina, Aura humana, Aura total. Hacia ella me voy pronto, y por el camino, por todos mis caminos, buscaré el amigo, el hermano que necesito para Demetria...

Esto pensó, y solicitado luego de la curiosidad, se puso a leer la extensísima carta, que contenía una prolija narración política, páginas llenas de vida y color. Atenta a la variedad, como grande artista, entreveraba los relatos de motines y trastornos con párrafos cariñosos, íntimos, o apreciaciones burlescas de la corte y de la sociedad que la rodeaba... Volvía luego a la pintura de escenas, ora cuartelescas, ora palatinas, conjunción absurda de la grosería popular y del regio orgullo, en aquel caso desvirtuado por el miedo y la debilidad. Por transiciones bruscas, la emprendía después con su protegido, riñéndole amorosa, señalándole los caminos para recobrar su gracia; consintiéndole sus locuras, siempre que no rebasaran de cierta medida prudencial; y, entre otros conceptos tan delicados como ingeniosos, le decía: «Esa casa donde estás, ¿qué casa es?... ¿Con quién vives? ¿Has encontrado a tu Aura? ¿La tienes contigo?... No; si no te riño. Quiérela: te lo permito... ¡Viva D. Fernando y viva con su pepita, digo, con su Aurita!... Pero has de contármelo todo;   —346→   no me ocultes por modestia lo bueno que haces, ni por miedo a mi severidad me ocultes lo malo... ¡Dichosa severidad! Cansada del sinnúmero de medicinas que he tomado para calmar mis penas, probé la indulgencia, y no me va mal con esta droga... Tontín, ¿no sabes? Entre el bueno de Hillo y yo hemos descubierto a una pobre señora que te quiere con delirio, sin haberte tratado nunca, y esto es lo más raro. ¡Lo que te pierdes! Pues te diré: esa tu enamorada no te ha visto de cerca más que una vez, ¡y tan de cerca! De esto hace hoy, fíjate en la fecha de mi carta, veintitrés años justos y cabales... Rabia, que no te digo más».




 
 
FIN DE OÑATE A LA GRANJA
 
 


Santander (San Quintín), Octubre-Noviembre de 1898.