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«De sobremesa» de José Asunción Silva

Klaus Meyer-Minnemann






La llegada de la novela del «fin de siècle» a la literatura hispanoamericana

Con De sobremesa, de José Asunción Silva, aparece en Latinoamérica la primera novela que en el continente muestra con claridad las marcas de fin de siècle1. En esa obra se pueden advertir los rasgos esenciales que se mencionaron en el capítulo anterior: el cambio en el interés narrativo de un mundo exterior (fingido) hacia las complejas sensaciones del protagonista, cambio que incluye la revisión del «discurso narrativo objetivador»; la viabilidad de esas sensaciones en una realidad latinoamericana, aun cuando se mantengan un argumento y personajes ubicuos; la llegada del protagonista a un punto de civilización extremo, con el subsecuente rechazo violento de los valores e instituciones de la sociedad burguesa; el propósito, articulado dentro de las aspiraciones del Modernismo hispanoamericano, de separarse de los objetivos y las maneras de la narrativa naturalista.

Sin embargo, hay una peculiaridad en la novela del poeta colombiano: De sobremesa no llegó a los lectores a quienes iba dirigida. Cuando, en 1896, José Asunción Silva se suicidó, la obra era todavía un manuscrito (recuérdese que una primera versión se había perdido un año antes en un naufragio y el poeta tuvo que volver a escribirla). Sólo en 1925 se publicó el libro en la editorial bogotana Cronos, es decir, cuando el horizonte temporal y literario de la novela ya había cambiado totalmente2.

El eco de la obra fue, por consiguiente, escaso3. De hecho, la justipreciación general de Silva, que precisamente desde aquellos años empezó a consolidarse de modo definitivo, no descansó en el reconocimiento que se tributó a su novela, sino en la significación que se concedió a su obra lírica en el surgimiento y la expansión de un Modernismo al que entonces se conceptuaba ante todo como un movimiento poético4. Sólo a través de un trabajo muy posterior de Juan Loveluck, De sobremesa alcanzó el completo reconocimiento que merecía5 y al que se fueron uniendo los de otros críticos6.

Por todas esas circunstancias, sólo es posible conjeturar acerca de la recepción de la novela entre los contemporáneos del autor. Tampoco se sabe lo que pensaba éste sobre su texto: en la reducida obra del poeta no se hallan datos con respecto a De sobremesa. Únicamente existen algunas notas sobre las condiciones de la escritura en ese momento, así como configuraciones paralelas en otros escritos del autor colombiano; por ello, el análisis, en este aspecto, depende por completo de la novela misma. Para la reconstrucción del sentido esto no representa un obstáculo, pues la obra contiene una multitud de puntos de orientación para el lector al cual se propuso alcanzar. Si se examinan con cuidado esos puntos, será posible acceder a su intención de sentido, cuya reconstrucción se expondrá en las páginas que siguen. Para ello se mostrará en qué contextos literarios situó el autor a De sobremesa. Después de este análisis puede proponerse una interpretación que relacione a la novela -más allá de su orientación literaria- con aquellas tendencias de la realidad latinoamericana que condicionaron el surgimiento de su modo de escribir.

Ahora bien, se podría recordar que en 1895 Amado Nervo había publicado El bachiller7. Pero esta novela corta, que forma parte de los primeros textos en prosa del modernista mexicano, mostraba de un modo sólo tangencial algunas de las características del fin de siècle europeo8. Están ausentes de ella, en particular, la recepción y la asimilación de las experiencias formales y temáticas esenciales del Naturalismo. Sobre todo la manera de narrar delata un cierto desconocimiento del imperativo de objetividad, obligatorio desde Flaubert y a propósito de cuya incipiente revisión se empezaba entonces a cuestionar la forma naturalista de narrar9. Las descripciones del paisaje, libres desde tiempo atrás de su mera función como trasfondo decorativo, siguen siendo en Nervo de naturaleza meramente bucólica. Y tiene que parecer por lo menos discutible el supuesto de que el autor mismo pretendiera con esa obra -más allá de las esporádicas concordancias con el fin de siècle- algo más que un acercamiento a aquella exposición de los conflictos entre una voluntad mística de santidad y los ímpetus y «apetitos carnales» que por ejemplo en España se hizo cada vez más común en el curso de la discusión sobre el Naturalismo, pero que sólo de una forma incidental se relacionaba con la creciente tendencia a la espiritualidad de fin de siècle10. Ciertos puntos de contacto en el contenido llaman la atención con respecto sobre todo a La Regenta, sin que en Nervo se alcance la intención de sentido de la novela de Clarín. Por ejemplo, Pradela, la ciudad ficticia de la provincia mexicana en la que Felipe, el bachiller, efectúa sus estudios teológicos, recuerda claramente a la también ficticia Vetusta. La similitud se vuelve especialmente obvia cuando el narrador habla de la «fisonomía medieval» de Pradela11. Si bien es cierto que México contaba (y aún cuenta) con una serie de ciudades donde se conserva una arquitectura colonial, es en cambio imposible hablar sobre ellas -ahora o entonces- de un aspecto «medieval»; como se sabe, el carácter de esas ciudades sólo se configuró en los siglos XVII y XVIII. Lo que ocurre es que justamente en La Regenta hay una reiterada referencia a la impronta medieval española característica del viejo recinto de Vetusta. Tampoco el conflicto espiritual del bachiller es ajeno a la novela de Clarín; en cierto modo, parece incluso tomado de la heroína epónima. En suma, podría ser justo advertir en el texto de Nervo tanto la reelaboración de muchos modelos literarios como las siempre mencionadas experiencias personales del autor12.

Pero sobre todo por un elemento del sentido la novela corta del mexicano queda fuera del contexto que aquí nos atañe. Mientras que en la novelística de fin de siècle el cuadro de enfermedad y las peripecias del etat d'âme de Felipe -con absoluta independencia de su extensión narrativa- hubiera conformado el objetivo del interés narrativo, en Nervo sólo tienen importancia en la medida en que conducen hacia el insólito desenlace: la autocastración del héroe al final de la obra. Es así como esta última se orientó de manera visible conforme a las conocidas concepciones de la novelística breve, aprovechando la fuerza que las mismas poseían y hacían sentir aún al término del siglo. Por lo demás, no es seguro que la obra del mexicano se haya escrito realmente antes que De sobremesa: si el hundimiento del «L'Amérique» no hubiera provocado la pérdida del manuscrito, Silva habría tal vez publicado su novela en el curso del mismo 1895.

Sea como fuere, en esa fecha apareció la novela Pasiones, del venezolano José Gil Fortoul; mucho más que El bachiller, esta obra merece mencionarse como parte del contexto, que analizamos13. En ella se recrea el medio ambiente de un grupo de jóvenes intelectuales de la alta burguesía caraqueña de los años noventa. En el centro de la trama se halla un análisis -a la manera positivista- del estado de ánimo, o sea de las «pasiones», de diferentes jóvenes. Para ello, Gil Fortoul se apoya en las novelas del primer Bourget, que habían abandonado el Naturalismo en su función de pauta para la literatura de vanguardia. Los propósitos de una intención posnaturalista, que incluyen la crítica de la novela como género, son especialmente claros en el personaje principal, el joven ensayista Enrique Aracil, acerca de cuyos textos y la orientación de los mismos se lee lo siguiente:

En sus estudios procuraba emplear siempre el método cartesiano, sin respetar ningún postulado ni enrolarse en ninguna escuela, y en sus escritos revelaba una forma de ingenio singularmente compleja en que se combinaba por partes desiguales el dilettantismo sensacional de Stendhal y el panteísmo lírico de Goethe, la nerviosidad enfermiza de los Goncourt y la desolada tristeza de Huysmans, con la preocupación, mal disimulada a veces, de expresar pensamientos sarcásticos o crueles en un lenguaje complicadamente artístico14.


En algunos lugares de la novela se menciona incluso a Bourget, pero no se alude al cambio que este autor ensaya en Le disciple con respecto a sus primeras obras, ni se le responde, como implícitamente en De sobremesa, con una apreciación positiva del fin de siècle como desafío a la burguesía. En su novela, Gil Fortoul se preocupa más bien por examinar los etats d'âme que provocan las pasiones amorosas y políticas. Su «médico de almas» es el mismo protagonista, que observa tanto a su propia persona como a las otras figuras con el instrumental de un Taine en el que confía plenamente y que Bourget, recurriendo a Stendhal y a Benjamín Constant, había propuesto para los etats d'âme de la novela de análisis. Un intento de este tipo ya lo había ejecutado Gil Fortoul en su novela Julián, de 188815, donde la orientación hacia Bourget (a quien el venezolano entonces no distinguía aún del Naturalismo) permanecía, no obstante, reducida a la simple intención. Ni en el argumento ni en el estilo Julián representa una separación del Costumbrismo romántico hispanoamericano16 que también caracteriza a la primera novela del autor, ¿Idilio?, de 1887. En Pasiones, en cambio, el venezolano se apropia del discurso narrativo objetivador como de un equivalente estilístico del analyse d'âme positivista, sin ir, por cierto, más allá de estos avances. Las consecuencias que para la expresión y el contenido resultarían de la orientación hacia el fin de siècle todavía no se observan. Se manifestarán completamente sólo en De sobremesa, que por ese tiempo se escribe bajo un fuerte contacto con el medio intelectual de Caracas, donde Silva permanece entre 1894 y 1895 trabajando en la embajada de Colombia. El tema político -el derrocamiento de la dictadura del general Estrella (detrás del cual en este caso se esconde la figura de Guzmán Blanco)- será tratado de nuevo algunos años después por Manuel Díaz Rodríguez bajo un ropaje modernista.

Existe, por lo tanto, también una razón cronológica para colocar a De sobremesa al comienzo de nuestro análisis de las obras particulares. Las características del corpus, mencionadas en las páginas iniciales, se agregan a ella por la forma en que se destacan en esa novela. Buscamos analizar en la siguiente reconstrucción de la intención de sentido, con todas sus particularidades, la filiación literaria que pretendió y en buena medida indicó el autor.

Primero, hemos de ocuparnos de la forma como se nos presenta la obra. De sobremesa es una novela a manera de diario, al cual enmarca un relato liminar. El protagonista, José Fernández de Sotomayor y Andrade, lee pasajes del diario, del que es autor, a un pequeño círculo de amigos en la sobremesa que sobreviene a una refinada comida. La elección de la forma de diario posee un significado muy importante. Con ella, Silva ofrece al lector una primera orientación con respecto al sentido, una orientación que sobrepasa la carga semántica habitualmente asignada al vocablo español «diario» y que encuentra su punto de referencia en la literatura europea de ese momento. Con ella se propone una determinada actitud de expectativas, que para la lectura del libro será más conveniente que cualquier otra actitud; las mismas notas de Fernández ofrecen referencias más explícitas sobre ese punto. Antes de que empiece el argumento por cuya causa José Fernández lee el diario a sus amigos, hay un pasaje que reproduce las impresiones que aquél experimenta con la lectura de dos obras de ese momento, presentadas como antagonistas: Dégénérescence, de Max Nordau, y el Journal de Marie Bashkirtseff, aquel diario auténtico de una joven aristócrata rusa publicado en 1887, tres años después de la muerte temprana de la autora17. La forma como se aprecia el Journal instruye sobre la manera como debe leerse el diario de José Fernández, quien hace notar de modo explícito:

Hay frases del Diario de la rusa que traducen tan sinceramente mis emociones, mis ambiciones y mis sueños, mi vida entera, que no habría podido jamás encontrar yo mismo fórmulas más netas para anotar mis impresiones18.


(p. 152)19                


Inmediatamente antes se había hecho manifiesto que la admiración del protagonista por el Journal descansaba en que veía a éste como «un espejo fiel de nuestras conciencias y de nuestra sensibilidad exacerbada» (Ibidem).

Como expresiones del propio José Fernández, estos puntos de vista van dirigidos en una primera instancia a la tertulia con los amigos, pero sin duda alguna la trascienden. De hecho, entre el protagonista que escribe subjetivamente y el narrador del relato liminar que pretende hacerlo con objetividad, no existe ninguna distancia irónica que hiciera necesario considerar como relativos tales puntos de vista. Por el contrario, el narrador se mantiene en una actitud de neutralidad que de ningún modo es inamistosa y que lo distingue considerablemente de ese tipo tradicional de narrador que actúa a manera de editor y comentarista de papeles personales como cartas o diarios20. En el transcurso del texto se va también tornando claro que las observaciones de José Fernández sobre Max Nordau y Marie Bashkirtseff valen también a modo de explicación por parte del autor acerca de cómo deben entenderse las notas del protagonista y con qué actitud se les han de asumir. Pues los juicios sobre el Journal de Marie Bashkirtseff quieren indicar que el diario de Fernández debe ser un espejo para el alma del lector, así como lo es el de Marie Bashkirtseff para la del protagonista; que asimismo se encontrará en él una «conciencia» y una «sensibilidad exacerbada» semejante a las que Fernández encuentra en la aristócrata rusa21.

Resulta necesario preguntarse en qué registros del diario el lector debe reencontrarse con sus representantes e ideas. Los sucesos externos se cuentan rápidamente. Tras de un intento de asesinar a la cocotte María Legendre, conocida como «La Orloff», José Fernández huye de París a Suiza, donde tiene un encuentro decisivo. Come solo en un pequeño apartado de cierto hotel ginebrino. Al poco rato, toma un lugar vecino una pareja singular: el hombre, de unos 50 años y cabello ya canoso, es empero aún fuerte y posee un gesto enérgico; ella, joven, es sin duda la hija del otro (lo llama «papá») y posee un perfil «ingenuo y puro como el de una virgen de Fra Angélico, de una insuperable gracia de líneas y de expresión» (p. 187). Fernández tiene tiempo de juzgar con más detalle a los dos y sobre todo a la joven, quien también lo mira y finalmente hasta le sonríe. Cuando la pareja se retira, el protagonista siente como si en la joven -a quien lanza una última mirada- hubiera visto una aparición ultraterrestre que, por lo demás, ya se había anunciado en algunos indicios. Pues cuando Fernández mantenía con la muchacha algo parecido a un diálogo, le parece como si «el oro de los cabellos sueltos, heridos por la luz de las bujías, revistió el brillo de una aureola que [irradiaba] sobre el fondo oscuro del comedor» (p. 190). A diferencia de Frédéric Moreau, sin embargo, quien en su primer encuentro con Mme. Arnoux en L'éducation sentimentale tiene también la impresión de hallarse frente a una figura no terrenal, con la que puede intercambiar una mirada22, José Fernández nunca habrá de ver de nuevo a Helena de Scilly Dancourt, luego de mirarla por última vez esa misma noche en un reencuentro efímero. La buscará en todas partes, realizará innumerables pesquisas para indagar su paradero hasta que finalmente averigüe que ha muerto. Pero «muerta» no es la palabra exacta, pues un ser dotado con todos los atributos de lo ultraterreno no puede experimentar una muerte terrenal. El protagonista anota al término de su diario:

¿Muerta tú?... ¡Jamás! Tú vas por el mundo con la suave gracia de tus contornos de virgen, de tu pálida faz, cuya mortal palidez exangüe alumbran las pupilas azules y enmarca la indómita cabellera que te cae en oscuros rizos sobre los hombros.


(p. 310)                


Se podría decir que no se trata de un acontecimiento en el que el lector buscado por el autor pudiera participar de modo espontáneo, de no ser bajo la más íntima correspondencia con las sensaciones y los sueños que mueven al protagonista. Pues unas y otros son el verdadero objeto de la novela. Ninguna circunstancia externa, a la que el lector estuviera invitado a solazarse en medio de estas vicisitudes, se halla en el nudo de la trama, centrada más bien en las emociones de José Fernández, para las que el mundo exterior sólo sirve de punto de partida. No el ir y venir de los sucesos, sino el torrente de ideas y sensaciones del protagonista quieren aprehender al lector. ¿Qué forma, antes del monólogo interior, hubiera sido más indicada para este propósito que el diario?23 Y es que aquí no se requiere de la mediación de un narrador entre los lectores y el héroe, pues éste y aquél coinciden. El diario garantiza la más estricta inmediatez, que ni aun la narración retrospectiva en primera persona es capaz de alcanzar. Al mismo tiempo, todo se circunscribe necesariamente a una persona, a través de la cual se contempla y se padece el mundo (justo como ocurre con María Bashkirtseff en su Journal).

Por lo demás, el propósito expositivo que Silva relacionó con el relato en forma de diario, se asociaba muy estrechamente con intenciones susceptibles de hallarse también en otros autores del fin de siècle. Por ejemplo, de Huysmans sabemos que en A rebours quería eliminar la «intrigue traditonnelle, voire même la passion, la femme», para describir en cambio las experiencias interiores del protagonista Des Esseintes24. (De hecho, las «intrigues touffues», como las llama Huysmans en otro sitio25, ya habían sufrido una modificación radical en la novela naturalista). Y si por el contrario Gabriele D'Annunzio, cuya importancia para la novela de Silva fue advertida por Ludwig Schrader26, de ningún modo desdeña a la mujer y las pasiones como elementos fundamentales en el argumento, no deja por ello de proclamar en su prólogo a Trionfo della morte el primado de la experiencia íntima sobre el argumento exterior, «la continuità di una esistenza individua» sobre la «continuitá di una favola bene composta»27.

Como Huysmans, D'Annunzio sitúa a un personaje (y la perspectiva que éste tenga del mundo) en el centro de la obra. El mismo propósito buscaba Barres con su novela La culte du moi. Sin embargo, Huysmans y D'Annunzio habían interpuesto entre el autor y el lector a un narrador que en el novelista italiano incluso hace comentarios sobre la psiquis del personaje; por su parte, Barrès se sirve de una compleja estructura con un narrador en primera persona que crea distanciamientos, así como un yo narrado en retrospectiva y ocasionalmente la interpolación de notas directas del propio protagonista28.

En cambio, Silva intenta unir lo más estrechamente posible el propósito y la forma de la exposición de los hechos, precisamente por medio de la elección del relato a manera de diario. A su vez, el lector del fin de siècle estaba acostumbrado a este último: podía pensar no sólo en Marie Bashkirtseff sino también en los Fragments d'un journal intime, de Henri-Frédéric Amiel, una primera selección de los cuales se había publicado póstumamente entre 1882 y 188429. Entre otros, Nietzsche, Walter Pater y Hofmannsthal los comentaron como expresión del sentimiento de la época30. El lector podía remitirse además a las novelas de Pierre Loti, que tenían puntos en común con las de Huysmans, Barres y D'Annunzio y que subrayaban el efecto de su decorado exótico valiéndose de la impresión de inmediatez, típica de todo diario. También para Amiel y Loti eran esenciales la suspensión del tiempo y la renuncia al argumento, como ya lo hizo notar Roland Barthes en su prólogo a la reedición italiana de Aziyadé, la novela de Loti entonces más famosa y aparecida originalmente en 187731.

Por último, también Edouard Rod pertenece a este contexto. Las observaciones de un individuo que por el momento sólo tiene existencia vegetativa -observaciones expuestas en sus novelas a manera de diario La course pa la mort (1885) y Le sens de la vie (1889) -causaron una profunda impresión en los lectores de ese momento32. Y resulta muy probable que el éxito del escritor franco-suizo se haya extendido hasta Latinoamérica. Por lo menos, a Silva (quien se hallaba justo en Europa cuando se produjo la irrupción literaria de Rod) no podían serle desconocidas las novelas, los cuentos y la crítica posnaturalistas de este autor; como se mencionará más adelante, hay entre el europeo y el colombiano, más allá de las coincidencias formales, puntos de contacto en el contenido33.

Pero el diario, como instrumento de la literatura europea de fin de siècle para describir las experiencias interiores del protagonista, no es la única referencia que contiene el texto como orientación del sentido para el lector buscado: ya el propio portador de tales experiencias, el protagonista, debe situarse en el mismo contexto34. Ya se ha señalado con insistencia la afinidad entre José Fernández y Des Esseintes35; pero incluso desde el título de su novela el colombiano alude a Huysmans: De sobremesa, sintácticamente una expresión adverbial, remite a las «locutions adverbiales» empleadas por éste en sus títulos: «En ménage, A vau-l'eau, A rebours, En rade, Là-bas y En route». De estas novelas, aparecidas entre 1881 y 1895, A rebours es sin duda la más significativa y la que causó la impresión más grande en los modernistas contemporáneos. De hecho, por la forma como fue concebido, José Fernández era una continuación del héroe de Huysmans. Al mismo tiempo, al lector debían serle también muy claras algunas diferencias aun dentro de ese vínculo: mientras Des Esseintes se retira del mundo en un consecuente antimonde de artificialidad, a fin de realizarse a sí mismo «dans une définitive quiétude»36, en José Fernández el hastío ante el mundo se completa con una peculiar sed de vivir. Y si bien Fernández termina refugiándose en una realidad que él ha creado y que no es distinta a la de Des Esseintes en la casa de Fontenay-aux-Roses37, para él carece de validez el apartamiento de todo compromiso y contacto social que determina la existencia del protagonista de A rebours. Pues en lugar de alejarse totalmente del mundo, Fernández se vuelve hacia él de modo expreso, y a su amigo Sáenz, quien ve en él ante todo al autor de dos notables libros de poesía y quien le reprocha su escasa productividad en materia de literatura, le explica:

¡Poeta! Pero no, oye, no son mis facultades analíticas que Pérez exagera, la razón íntima de la esterilidad que me echas en cara; tú sabes muy bien cuál es: es que como me fascina y me atrae la poesía, así me atrae y me fascina todo, irresistiblemente: todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, el amor, la guerra, todas las formas de la vida, la misma vida material, las mismas sensaciones que por exigencia de mis sentidos, necesito de día en día más intensas y más delicadas...


(p. 131)                


En contraste con el de Des Esseintes, el mundo en plenitud se vuelca en los intereses y las sensaciones de Fernández, quien ya no busca sus experiencias «Any where out of the world: -N'importe où, hors du monde»38, como lo hacía Des Esseintes -en obvia referencia al famoso poema en prosa de Baudelaire-, sino precisamente en el mundo y en sus fenómenos. Este cambio debía mostrar al lector un determinado desarrollo, que tampoco en Latinoamérica pasó sin dejar huellas. En el contexto de la recepción de los escritos de Nietzsche se había gestado un difuso vitalismo, que giraba alrededor del concepto de vida, fundamental en la discusión sobre la decadencia de la cultura europea y la crítica a las circunstancias existentes. No debe asombrar que este concepto entrara también en la literatura y comenzara a desplazar a los puntos de referencia obligatorios del Naturalismo (herédité, moment y milieu). En 1889, D'Annunzio ya había escrito en el prólogo a Il piacere: «Io sono ora... convinto che c'è per noi un solo oggetto di studii: la Vita»39. A fines de 1891 apareció en la Revue bleue el texto de Teodor de Wyzewa Frédéric Nietzsche, le dernier métaphysicien, que se convertiría en el punto de partida de una viva discusión en Francia en torno a la presencia del filósofo alemán40. Y en 1895 el poeta Francis Vielé-Griffin pudo escribir, con respecto a la superación de la ruptura finisecular con la realidad producida por la recepción de Nietzsche:

...c'est le Cuite de la Vie qui a précipité vers l'étude des solutions extrèmes de l'anarchie et du socialisme maint jeune poète, pour l'etonnement du grand nombre41.


Silva conoció el texto de Wyzewa42; asimismo, por medio de su amigo Baldomero Sanín Cano, que leía a Nietzsche en el original, tuvo un trato directo con las opiniones del filósofo43. En un pasaje del diario permite a Fernández tener acceso al filósofo alemán. Y el lector debió contemplar con la ayuda del trasfondo nietzscheano la constante insistencia del protagonista en experimentar todos los aspectos de la vida. Resulta por lo demás significativo que el concepto de «vida» nunca alcance en De sobremesa una concreción positiva y sólo se condense para Fernández en la «vida burguesa sin emociones y sin curiosidades» (p. 132). Como en todos los héroes novelísticos fin de siècle, también en el protagonista de la novela de Silva se delinea la marginación con respecto a la sociedad burguesa; sin embargo, en las consecuencias que José Fernández extrae de su conducta se distingue de otros ejemplos más tempranos44.

El cambio visible en De sobremesa con respecto a la superación de la incompatibilidad entre el ámbito interior y el mundo exterior se vuelve especialmente claro ahí donde, antes del decisivo encuentro con Helena, el héroe desarrolla todavía algunas ideas en torno a una posible actuación política en su país. A ésta debe preceder una duplicación de la fortuna que Fernández dispone en ese momento, así como un conocimiento exacto de la naturaleza del país, sus recursos, su infraestructura y su población. A fin de alcanzar la presidencia, desde cuya altura sólo le parece realizable su voluntad de innovación, se ofrecen dos alternativas: el levantamiento en armas o bien el desempeño de un puesto ministerial y la simultánea fundación de un partido que se encargaría de preparar el éxito en las elecciones. Sólo la primera se presenta como promisoria, y José Fernández cree en ella no únicamente porque pertenece a la lógica de la historia latinoamericana y su caudillismo, sino sobre todo porque ese método le parece «el más práctico», por ser «el más brutal» (p. 171). El ejercicio de la violencia posee para él la fascinación que, como advierte: «sobre mi espíritu han ejercido siempre los triunfos de la fuerza» (p. 171). El acceso al poder vale para él no sólo como un medio, sino que su ejecución misma es un objetivo apetecible. Como modelos le sirven:

...legendarios Molochs, Alejandros, Césares, Aníbales, Bonapartes, al pie de cuyos altares enrojece el suelo la hecatombe humana y humea como un incienso el humo de las batallas.


(p. 172)                


Fernández estudiará los secretos del arte guerrero de esos caudillos45. Y una vez en posesión del poder, hará que el país se transforme. El objetivo del personaje será un desencadenamiento de todas las fuerzas productivas, esto es, un aprovechamiento de los recursos del suelo que corra parejo con una planificación minuciosa de la agricultura y la industria, con un rápido crecimiento de la infraestructura y del sistema de comunicación y con una política de inmigración forzada y de comercio y crédito; todo ello permitirá ascender al nivel de desarrollo de las naciones industrializadas. Fernández explotará los descubrimientos más recientes de la ciencia y colocará a su lado a los mejores ingenieros y científicos. Y una vez alcanzados todos sus propósitos, se retirará a una casa de campo con vista al mar (aquí hay una clara alusión al poeta y presidente colombiano Rafael Núñez) y se dedicará a leer a sus poetas y filósofos preferidos y a escribir versos:

...singulares estrofas envueltas en brumas de misticismo y pobladas de visiones apocalípticas que contrastando de extraña manera con los versos llenos de lujuria y de fuego que forjé a los veinte años, harán soñar abundantemente a los poetas venideros.


(p. 178)                


Esta visión se distingue claramente de la de Des Esseintes, en el molde de Baudelaire, y sólo se le puede comprender en su fascinación por el progreso económico situándola en el trasfondo de las relaciones estructurales de centro y periferia, que en De sobremesa incluso forman parte de la trama46. Ahora bien, contemplada desde la perspectiva del personaje, esa visión no carece de cierta lógica: la voluntad de volcarse hacia el mundo, hacia la vida en todas sus formas y manifestaciones la torna comprensible. En el momento en que el protagonista -como se hace notar expresamente- ya no se inmoviliza en su quehacer poético, se le abren todas las alternativas de acción en el mundo, que prometen satisfacer (si bien en su mayoría sólo por breve tiempo) su sed de vida. El propio Fernández nota el cambio que aquí ocurre en la conducta típica del héroe finisecular. Con los ojos puestos en su vida anterior con la Orloff en París (significativamente, esos recuerdos se le presentan durante una excursión por glaciares que señalan la distancia con respecto a su existencia en los lujosos interiores de la capital francesa), Fernández exclama: «¡Adiós! ¡sensualidades de bizantino! a vivir vida de hombre» (p. 181)47.

Al posible alejamiento de la vida sibarita, implícito en el proyecto de realizar actividades políticas, se une también una constitución física diferente a la que caracteriza a Des Esseintes y a sus seguidores (por ejemplo, al Monsieur de Phocas de Jean Lorrain). José Fernández no es ese «grêle jeune homme de treinte ans, anémique et nerveux, aux joues caves, aux yeux d'un bleu froid d'acier, au nez éventé et pourtant droit, aux mains sèches et fluettes» de la novela de Huysmans48; por el contrario, posee un «exceso de vigor físico», una «superabundancia de vida», y es en suma un auténtico «hombrón» (p. 127)49. Su físico recuerda más al de Andrea Sperelli, personaje de D'Annunzio, que también posee una salud, una fuerza y una vitalidad notables y que tampoco muestra ninguno de los indicios del agotamiento corporal susceptible de esperarse en el ámbito literario del fin de siècle50. Otra diferencia consiste en que el personaje deja traslucir ocasionales rasgos de un tradicionalismo que contradice notoriamente sus restantes opiniones y preferencias. Así, a pesar de su explícita modernidad, Fernández ve en la literatura de ese momento rasgos peligrosos, que podrían conducir a la disolución de las relaciones de dominación existentes. No sólo a las obras de Ibsen y de Sudermann, también a la de Nietzsche la relaciona con las actividades anarquistas, entre las cuales se mencionan expresamente el asesinato del presidente francés Sadi Carnot (1894) y los numerosos atentados en el París de los años noventa51. Fernández siente compasión por Víctor Hugo, quien murió oportunamente para no oír las risas que acompañan ahora la lectura de su poesía, animada de una fraternidad optimista.

Pues bien, podría conjeturarse que detrás de todas estas diferencias se oculte algo más que un mero alejamiento de la forma como percibían el mundo un Des Esseintes y quienes lo siguieron; que por las diferencias en la constitución física de los personajes y en sus conductas frente a la realidad haya de señalarse un rompimiento esencial de Fernández con las concepciones del fin de siècle. Pero no cabe duda de que ésa de ningún modo fue la intención de Silva. En De sobremesa se encuentra tal cantidad de componentes del «síndrome decadentista»52, adoptados sin crear ningún tipo de distanciamiento frente a ellos, que se vedaba a los lectores de aquel momento una interpretación en ese sentido. Si José Asunción Silva hubiera apuntado de manera en verdad consecuente en la dirección que unos años después seguirá Carlos Reyles con La raza de Caín, entonces -muy al margen de que también Reyles permaneciera dentro del contexto finisecular- habría sido necesaria una serie de señales más claras en el texto. En primer lugar debe considerarse que las concepciones políticas de José Fernández permanecen en el mero terreno de la imaginación: la llegada de Helena las reducirá a simples arrebatos de la voluntad53. Tampoco la filosofía de la cultura conservadora y tradicionalista, como se expresa en la crítica a Nietzsche y que no concuerda con la provocativa modernidad del personaje, es típica de la novela. De ninguna manera desemboca en ese tradicionalismo burgués que solía acompañarla en tiempos de Silva y que fue especialmente característico del último Paul Bourget54. En la concepción política de Fernández se advierte más bien el modelo de una hostilidad elitista contra la época. El cesarismo garantiza al personaje también en lo político esa postura de opositor que él reivindica frente a la burguesía y el filisteísmo. En ningún momento Fernández se reincorpora a la representación tradicional de los valores burgueses; por el contrario, en vez de la enfática renuncia a la sociedad que Des Esseintes emprende como el acto más congruente con sus ideas, él suscribe el proyecto de someter a esa sociedad a través del temor55.

Las líneas anteriores podrían ser suficientes como ejemplo de que en De sobremesa no hay una ruptura con el fin de siècle, en cuyo contexto permanece aún el vitalismo que viene aparejado a la actitud caudillista y que por lo demás señala el momento en que la sensibilidad decadentista se va transformando en la proclamación de un vago ideal de belleza, vitalidad y energía. Este ideal -como negación del decadentismo de quienes huyen del mundo- fue en la literatura una consecuencia del fracaso de una renuncia como la de Des Esseintes: si era imposible evadirse de la realidad y refugiarse en un antimonde (de hecho, la conciencia de esa imposibilidad formó parte de las experiencias comunes a todos los personajes decadentistas), entonces resultaba lógico someter a la realidad a los imperativos de la voluntad individual. Pueden encontrarse ejemplos tempranos de un rechazo a la actitud decadentista de retirarse del mundo; así ocurre con las claras reservas de Fradique Mendes, aun cuando muchos aspectos de este personaje de Eça de Queiroz pertenecen todavía al modelo de Des Esseintes56. Aún más decisivo y, por lo que se sabe del efecto personal en este autor, más fatal, es en este punto D'Annunzio. Pero también Maurice Barrès, Charles Maurras y otros podrían mencionarse en ese renglón: todos ellos introdujeron ese nuevo elemento en los valores finiseculares, de cuya irradiación a Latinoamérica aún deberemos hablar repetidas veces.

Por lo demás, el viraje en la forma de vida decadentista no tuvo mayores consecuencias en la novela de José Asunción Silva. Como lo muestran los sucesos posteriores y el argumento base de la obra, nunca se alcanza en ella una superación real del bizantinismo. Los nuevos valores, incluida la mentalidad caudillista, significan sólo un enriquecimiento y no un auténtico y total viraje con respecto al decadentismo finisecular. La elucidación de esta circunstancia ha de buscarse antes que nada en la figura del protagonista, cuyas características el autor colombiano señala en el sentido de las explicaciones del Naturalismo, que se asumían como científicas. Pues si bien José Fernández posee una constitución física muy diferente a la de Des Esseintes, en cambio se le asemeja en la irritabilidad de sus nervios.

En una «plancha de anatomía moral» (p. 217), José Fernández habla sobre su origen y su educación. Sus antepasados por la vía paterna eran una estirpe de criollos austeros, que llegaron a América con los primeros conquistadores y que contaron entre ellos a una monja mística, un capitán al servicio de la Inquisición e incluso un arzobispo. Por el contrario, su ascendencia materna está ligada a vigorosos llaneros. Su abuelo fue un «jayán potente y rudo que a los setenta años tenía dos queridas y descuajaba a hachazos los troncos de las selvas enmarañadas» (p. 219). En José Fernández se unen las propiedades de la ascendencia paterna de «intelectuales de débiles músculos, delicados nervios y empobrecida sangre» (ibidem) con los brutales instintos de la familia materna. La religiosidad de los antepasados españoles aún influye intensamente en él, pero transfigurada en un «misticismo ateo, como revive en ciertos degenerados, convertido en mórbidas duplicidades de conciencia, el mal sagrado de los átavos epilépticos»

(ibidem)                


. Para equilibrar estas contradicciones hubiera sido indispensable una educación basada en cimientos científicos. En su lugar se presentan las más diversas circunstancias e influencias: luego de pasar la niñez y los primeros años de la juventud como Des Esseintes bajo la tutela de los jesuitas, Fernández se va a vivir con los Monteverde, sobrinos de su madre, en cuyas posesiones entra en contacto con ese estruendoso mundo de brutalidad y sensualidad que le corresponde también a él por su herencia materna; ahí escribe sus primeros poemas. Luego pasa un año en un encierro casi monástico, estudiando filosofía bajo la dirección de su amigo Serrano. La mayoría de edad de Fernández y la temprana muerte del mentor dan término a esa etapa. Así se explica que cuatro rasgos se alternen en el dominio de su vida intelectual a partir del momento en que pone por vez primera pie en un salón mundano:

la de un artista enamorado de lo griego, y que sentía con acritud la vulgaridad de la vida moderna; la de un filósofo descreído de todo por el abuso de estudio; la de un gozador cansado de los placeres vulgares, que iba a perseguir sensaciones más profundas y más finas, y la de un analista que las discriminaba para sentirlas con más ardor.


(p.220)                


Si ya los datos sobre el origen del héroe habían hecho explícito que en él converge la figura literaria del último descendiente de una familia antigua y fatigada con la de un rudo advenedizo, de esta caracterización se desprende un campo de referencia aún más claro. En primer término la «plancha de anatomía moral» tiene por cierto antecedentes literarios; incluso, Silva pone en boca de José Fernández una referencia explícita a Paul Bourget (p. 217), y lo hace por una razón patente. El procedimiento establecido por el Naturalismo de explicar las emociones y conductas humanas a través del origen, de la época y del medio ambiente, se mantuvo todavía por un tiempo como método en la generación posnaturalista. Sin embargo, se unió a un creciente interés por el análisis de la «psicología», y fue precisamente Paul Bourget quien a los ojos de sus contemporáneos lo condujo a una sutileza y una perfección admirables. Por eso parece comprensible que Silva respaldara la configuración de su personaje con la autoridad que el autor francés representaba en ese momento con respecto al diagnóstico psicológico. Pero la vivisección de un Etat d'âme como la entendía Bourget por lo menos desde las novelas Mensonges y Le disciple (1887 a 1889) perseguía un objetivo diferente al que el colombiano buscaba inculcar en la intención de sentido de su novela. Pues mientras Bourget quería desnudar con el análisis de sus personajes todo aquello que él veía como depravaciones de su época, y con ello seguirse constituyendo a sí mismo como un representante de los valores e instituciones preindustriales, en cambio el cuadro clínico de José Fernández debía valer como una distinción, un mérito57. Este cambio en la valoración de fenómenos por lo demás idénticos había comenzado de hecho con el abandono de las intenciones de la novela naturalista. En vez de los propósitos en los cuales Zola sustentó su genealogía de la decadencia (frecuentemente descendiendo a los bas fonds), en los héroes decadentes que siguieron a A rebours apareció por primera vez como positiva una degeneración llevada incluso al plano de la conciencia. En realidad, no sólo estaba cambiando el origen social de las figuras literarias; se transformaba también el punto de vista en torno a la decadencia. Aquello que en Zola y en la literatura a él vinculada se debía entender como demostración de un descenso inevitable, tenía ahora rasgos provocativamente meritorios. Este desafío que se alejaba claramente de los valores y de las propuestas de terapia de un Paul Bourget, puede encontrarse también en De sobremesa. Pues aunque José Fernández es un fenómeno extraño y complicado, un caso absolutamente clínico (debe a menudo consultar a los mejores médicos por causa de sus neurosis), se le presenta en tal concordancia con la forma literaria elegida que no puede sino alcanzar la simpatía del lector postulado justamente por sus anormalidades. Ello es ya claro en el hecho de que Fernández posee las mismas peculiaridades que Marie Bashkirtseff, a quien venera, o mejor dicho que la leyenda de esta escritora forjada por Barrès. Y así como la joven rusa representa, en su presentimiento de la muerte, la sed de vivir, así también Fernández encarna la perpetua búsqueda de lo nuevo y del conocimiento. Y así como Marie, según Barrès, «nulle part ne se satisfit», así el protagonista de la novela colombiana aspira a la «fièvre de lendemain, dont les frissons lui devaient être également médiocres et vains»58.

Barrès había llamado a Marie «Notre-Dame du Sleeping-car», a fin de acentuar en ella el carácter moderno y cosmopolita. Más adelante le otorgó el título de «Notre-Dame qui n'êtes jamais satisfaite» («Nuestra Señora del Perpetuo Deseo», en la traducción de José Fernández; pp. 151, 153). Estas características podrían ser válidas también, mutatis mutandis para el personaje de De sobremesa. Sin embargo, existe una diferencia de peso a la cual el mismo José Fernández alude. El «entusiasmo por la vida y las curiosidades insaciables» se mezclan en él con las «sensuales fiebres de goce, con la mórbida curiosidad del mal y del pecado, con la villanía de los cálculos y de las combinaciones» (p. 153). La tendencia al ascetismo, heredada de su familia paterna, y que corresponde a la irradiación de pureza de la rusa, ha retrocedido frente a una sensualidad febril y una curiosidad enfermiza por el pecado y el mal. En Marie, el amor a la belleza y al pudor femenino impidieron un descenso a estas regiones, que en Fernández es ineludible a consecuencia de las aptitudes y el desarrollo del personaje mismo59.

Ya Erwin Koppen advirtió que la sexualidad del héroe decadentista es «parte de un procedimiento más amplio, estilizado en la literatura y concebido como una oposición a la vida burguesa»60. Junto a otras marcas también relevantes, la sexualidad conforme a su manifestación típica para ese género, es un componente esencial del «síndrome decadente»61. Por ello, no debe maravillar que también entre los rasgos más distinguidos de José Fernández alcance una gran amplitud. Por ejemplo, en la huida de París, con la que comienza el argumento, la sexualidad juega un papel decisivo. Está, por lo demás, presente a lo largo de todo el diario. Aún así, su significado sólo puede completarse si se la relaciona con la figura de Helena.

La vida de José Fernández antes de llegar a Suiza se caracteriza por el «refinamiento de sensualidad, la furia de goce, la gravedad casi religiosa de todos los minutos consagrados al amor» (p. 161). En la Orloff, a quien ve por primera vez durante una representación de las Walkirias62, el protagonista ha encontrado un espíritu afín, que cumple con todas las condiciones de ese género de existencia. Aunque de origen modesto, pues es la hija de un «zapatero mugriento» (p. 163), la mujer posee una «aristocracia de los nervios» (p. 162) y se mueve en un escenario tan artísticamente lujoso que Fernández siente por ella una inmediata fascinación, una fascinación, sin embargo, en la cual advierte al mismo tiempo una influencia funesta. La reducción de todas sus facultades al mero gozo se le aparece en retrospectiva semejante a la forma como Circe transformaba en cerdos a los hombres. Así, el motivo exterior del intento de asesinar a la Orloff -la relación amorosa que ésta sostiene con una italiana- no es tanto la verdadera causa, como tampoco lo es el «impulso ciego, inconsciente» que el héroe cree encontrar detrás de su acción (p. 165). El acto brutal debe verse más bien como el esfuerzo de huir en definitiva de las «sensualidades de bizantino»63. Ahora bien, el contrapeso a esta existencia no se materializará finalmente en las ambiciones políticas de Fernández, sino se expresará en la veneración de la figura «divina» de Helena. Esto se anticipa en la lectura de la carta que comunica a Fernández la muerte de su abuela. En las horas de agonía, ésta dirige a su nieto la bendición del cielo, y parecería como si se hubiera oído su súplica, pues sus últimas palabras prefiguran el encuentro de la joven y Fernández:

Lo vas a salvar: míralo bueno, míralo santo. ¡Benditos sean la señal de la cruz hecha por la mano de la virgen, y el ramo de rosas que caen en su noche como signo de salvación! ¡Está salvado! ¡Míralo bueno, míralo santo! Benditos sean.


(p. 159)                


En la noche que sigue al encuentro con Helena, él arroja desde el jardín del hotel un ramo de flores con su tarjeta de visita a través de la puerta del balcón al cuarto donde vive la joven. Ésta aparece luego de un momento y hace con la mano la señal de la cruz, mientras con la izquierda lanza un ramo de pálidas rosas té, cuyas hojas marchitas quieren sugerir al lector la proximidad de la muerte. José Fernández observa:

En el ruido de su caída me pareció oír las palabras del delirio de la abuelíta agonizante...


(p. 193)                


y poco después en el mismo sitio:

¿Por qué la bendición y el ramo de rosas que coinciden de tan singular manera con las frases del delirio de la viejecita agonizante? ...¿Conque el misterio puede adquirir así forma material, mezclarse a nuestra vida, codearnos a la luz del sol?


(p. 195)64                


Después de que se ha confirmado así la visión de la abuela agonizante, en lo sucesivo Helena se convertirá en el contrapeso que siempre impedirá una reincidencia completa del protagonista en el mundo de la sexualidad. En adelante, Helena representará el máximum de idealidad para José Fernández, quien en vano intentará reencontrar o él mismo alcanzar ese ideal.

A estas alturas importa destacar que Helena de Scilly Dancourt sólo es la materialización de un estado anímico que el mismo protagonista representa. Pues así como la sexualidad es un aspecto de su yo, así también el misticismo, que en la joven encuentra su objetivo, se halla ligado a él desde un principio65. Ambos elementos se unen en su ser, y como unidad ha de entenderlos también el lector. Todo ello se vuelve claro si se considera el campo literario de referencia del que Helena forma parte. Silva se ha preocupado por no permitir ninguna duda acerca de la tradición de la que proviene la imagen de Helena, cuyo perfil puro e inocente es igual al de una virgen de Fra Angélico. Notable es su cabello, abundante y magnífico, cuyos colores alternan el oro oscuro y el café castaño. Notables son sus ojos brillantes y azules y su misteriosa palidez mortuoria (pp. 187-189). Aparte del ramo de rosas marchitas, Fernández posee de ella un camafeo, que la mujer dejó olvidado en el hotel ginebrino y que él nunca pudo devolverle. El relieve representa una rama con tres hojas, sobre las cuales revolotea una mariposa (p. 191). Si con todo ello ya se explicitan algunas marcas que manifiestan la procedencia del tipo femenino de Helena, también las siguientes anotaciones en el diario proporcionan referencias al respecto. En Londres, Fernández la recuerda mientras lee poemas de Shelley y Rossetti (p. 196), y a sus labios llegan pasajes de la Vita Nuova de Dante, para exaltarla (p. 197, también p. 223 y s.). Asimismo, la mujer se le aparece en sueños:

vestida de blanco, con un vestido cuya falda cae sobre los pies desnudos, en una orla de dibujo bizantino, de oro bordado sobre la tela opaca, y llevando en los pliegues níveos del manto que la envuelve, un manojo de lirios blancos... Ciertas sílabas resuenan dentro de mí cuando interiormente percibo su imagen. «Manibus date lilia plenis» dice una voz en el fondo de mi alma y se confunde en mi imaginación su figura que parece salida de un cuadro de Fra Angélico y las graves y musicales palabras del exámetro latino.


(p. 201)                


En casa de su médico, Sir John Rivington, Fernández contempla un cuadro que guarda una correspondencia exacta con la imagen de esos sueños. Rivington, quien diez años antes lo compró en una exposición, le explica el origen del mismo:

este cuadro es obra de uno de los miembros de la cofradía prerrafaelita, el grupo de pintores ingleses que se propusieron imitar a los primitivos italianos hasta en sus amaneramientos menos artísticos.


(p. 212)                


Según el médico, la sorprendente concordancia entre sueño y retrato debe provenir de que durante una estadía en Londres con sus padres, siendo aún un muchacho, José Fernández asistió a la misma exposición y ahora recupera el cuadro en los rasgos de su visión de Helena. Y si bien la modelo original no puede ser la joven, quien sin duda aún no había nacido cuando aquél se pintó, nada impediría pensar que la mujer retratada podría haber sido algún pariente, si no es que la propia madre de la De Scilly Dancourt.

Todas estas frases del médico aluden a la tradición en la que el lector ha de ubicar a la figura de Helena: ese prerrafaelismo inglés que durante el fin de siècle experimentó una nueva consideración y popularidad66. Rivington envía más tarde a Fernández una copia del cuadro, hecho por un tal J. F. Siddal, pariente ficticio de Elizabeth E. Siddal, primera esposa de Rossetti. El héroe se entera entonces de que la modelo, por lo demás hermana del pintor, fue efectivamente la madre de Helena, quien en el cuadro aparece con la misma luz con que Rossetti transfiguró y rodeó a Elizabeth Siddal. Precisamente en esa luz Helena se presenta a los ojos de José Fernández.

Lothar Hönninghausen ha expuesto cómo en la Inglaterra de los nineties se asoció a la recepción de la literatura francesa de fin de siècle el empleo de marcas prerrafaelitas en la expresión y en el contenido67. A su vez, la pintura y la literatura de los maestros ingleses no habían pasado por Europa sin dejar huella. Antes que nada en Francia alcanzaron una temprana notoriedad68. Es así como en 1855 y con motivo de una exposición en París, Théophile Gautier dedicó a los pintores Millais y Hunt algunas consideraciones favorables69. Con el abandono del Naturalismo en los años ochenta se produjo un interés cada vez más fuerte por los prerrafaelitas. Sobre todo las obras de Burne-Jones fascinaron al público intelectual. Entre los innumerables documentos que dan testimonio de la recepción de aquéllos en la Francia finisecular70, se encuentran también muy pronto textos literarios. Huysmans alude a la «Pre-Raphaelite Brotherhood» en A rebours; claro que en medio de la multitud de elementos trabajados en esta novela, los ingleses tenían que pasar casi sin notarse71. Referencias más claras ofrecen Jean Lorrain y sobre todo Edouard Rod, en cuya novela La course à la mort la voz del narrador menciona una estancia en Londres, de la cual ya únicamente se recuerda la obra pictórica de Rossetti. Más tarde Rod, quien dedicó a los prerrafaelitas la primera explicación coherente en lengua francesa, seguiría incorporando esta pintura a su propia obra narrativa72.

Desde luego, no se encuentran sólo simples referencias a los prerrafaelitas: los mismos personajes novelísticos -sobre todo los femeninos- podían poseer rasgos como los de las figuras en los cuadros. En la época en que, inspirado en Burne-Jones, Rod escribía Lilith, D'Annunzio ya había propuesto en su primera novela, Il piacere, el ejemplo de una estilización en ese sentido73. El protagonista conoce a una mujer con tales rasgos en la casa de verano de su prima; se trata de María Ferres, esposa de un diplomático guatemalteco, y la amistad de las dos mujeres data de una juventud compartida en la Siena prerrafaelita. La cara oval de Donna Maria recuerda en su «aristocrático allungamento» a las figuras de los maestros del Quattrocento74: sombras ligeramente azulino-violetas rodean sus ojos, y también se resalta su abundante cabello, característico siempre de los cuadros de Rossetti, aun cuando en este caso no oscila entre el oro y el café castaño, sino que es negro y posee reflejos violetas. Pero a pesar de esa exuberancia, cada pelo no aparece perdido en el otro; más bien, los cabellos permanecen «distaccati, l'uno dali'altro, penetrati d'aria que si direi respiranti»75. Más adelante, D'Annunzio relaciona expresamente a María con el Prerrafaelismo, y el vestido que ella lleva por la mañana en el parque de la posesión campestre tiene un raro color crepuscular:

...d'un color di croco, disfatto, indefinibile; d'uno di que' colori cosiddetti estetici che si trovano ne' quadri del divino Autunno, in quelli dei Primitivi, e in quelli di Dante Gabriele Rossetti76.


Ahora bien, si el ejemplo de Rod y particularmente el de D'Annunzio bastan para mostrar que la estilización prerrafaelita de la mujer no era inusitada en el ámbito del fin de siècle y que su presencia en Silva no era sino consecuente, aun así no puede dejar de mencionarse una cierta diferencia en la forma como se concreta el arquetipo en el escritor colombiano y en el italiano77.

D'Annunzio se apoyaba frecuentemente en la pintura última de Rossetti, esto es, en las figuras femeninas que aun en su idealidad irradian asimismo un fuerte elemento de sensualidad, el cual señala rasgos de madurez y decadencia. Tanto María Ferres como Elena Muti son mujeres casadas o viudas que se hallan en el umbral de una belleza otoñal. Fortalecen esta impresión las sombras azulino-violetas y la expresión soñadora y distante de María, pero también el escenario, de fin del verano (en el caso de Elena vespertino, crepuscular), en el cual ocurren los hechos78. Ambas mujeres sucumben al acecho del hombre (María opone a la presión de Andreas, sin duda, una mayor resistencia). Ambas pertenecen a un mundo de sociedad, hundido en el momento. Helena en cambio está conscientemente colocada lejos de lo mundano, y no puede representar ningún factor de voluptuosidad frente a la sensualidad del protagonista. Su acentuado carácter infantil sólo admite una estilización de la madonna y de lo angélico. Por eso, el consejo que Rivington y Charvet dan a José Fernández -buscar a la muchacha para casarse con ella y fundar una familia- carece totalmente de pertinencia (pp. 209, 216, 229, 248). Pues la «dulce visión angelical» (p. 223) de la mujer sólo puede corresponderse con un amor sobrenatural, que -de acuerdo con Fernández- ascienda a ella «como una llama donde se han fundido todas las impurezas de mi vida» (p. 305). Los lazos con la figura de Helena han de buscarse considerando las primeras obras de la «Pre-Raphaelite Brotherhood», por ejemplo cuadros de Rossetti como The Girlhood of Mary Virgin, Ecce Ancilla Domini o el mismo Portrait of Miss Siddal, del año 185579. La mención de Fra Angélico, los ojos intensamente azules de Helena y los atributos de castidad y pureza ligados a ella (como el lirio blanco) entrañan referencias a esa pintura80. Igualmente debe pensarse en las variantes, de la femme fragile y de la femme enfant, conceptualizadas por Ariane Thomalla y estrechamente relacionadas con las primeras estilizaciones prerrafaelitas. Como éstas, Helena cumple las condiciones bajo las cuales puede tener efecto el «Eros de la lejanía»; éste -por obra del cual Fernández no necesitaría contar con la estrecha cercanía del objeto de su veneración- es uno de los supuestos imprescindibles de la idealidad de la amada. También el temprano fallecimiento de Helena forma parte de este contexto; incluso más que los rasgos propios de la virgen y del ángel, es la muerte la que garantiza la incorruptibilidad y la pureza del ideal, como lo muestra el famoso ejemplo de Beatrice. Por otra parte, una figura como Helena podía ligarse, a fines del siglo XIX, con la intención de sentido que Baudelaire había otorgado a su poema A une Passante, donde la fugacidad de la aparición es igualmente el supuesto indispensable para su idealidad81. Como ejemplo del vínculo de este poema con la recepción de los prerrafaelitas en Francia, basta recordar Lilith, de Rod, texto en el que al término de su última carta, el narrador cita (si bien de manera no totalmente fidedigna) el verso final del soneto de Baudelaire82.

Como un complemento necesario de la representación de la joven ha de verse la conducta que José Fernández asume frente a ella. Lothar Hönninghausen mostró ya que al arquetipo de la madonna en el fin de siècle inglés corresponde por parte del varón un gesto de profundis, el cual de ningún modo conlleva la expresión de una experiencia religiosa83, sino que -como ocurre precisamente en el caso de José Fernández- es más bien algo como el gesto apropiado para un «culto secular»84. Ese gesto explica también por qué De sobremesa se remite varias veces a la Vita Nuova85. José Fernández se dirige a la criatura ultraterrestre con la súplica de que lo salve:

Ten piedad de mí. Para alcanzar tu santidad, porque te siento santa y me apareces ceñida con una aureola de misticismo y casi sagrada, para alcanzar tu santidad, he procurado ser bueno. No hay una mancha en mi vida después de que tus ojos cruzaron sus miradas con las mías. Pero para ser bueno necesito de ti, necesito verte. Ven, surge, aparécete, sálvame, ven a librarme de la locura que avanza en mi cielo como una nube negra preñada de tempestades.


(p. 224)                


El amor del joven por Helena no puede compararse con aquellos que él ha sentido hacia mujeres mundanas antes del encuentro en Ginebra. Fernández sacrifica a ella todas sus ambiciones y se conforma con la intención de levantar en su país un castillo sobre una roca de basalto frente a una grandiosa cascada. Ahí, en ese nido de águilas «que por dentro será un nido de palomas blancas, lleno de susurros y de caricias» (p. 262), vivirán los dos86.

Pero Fernández no puede mantener por mucho tiempo esa veneración casta que otorga a la sexualidad un sitio del todo insignificante: «la fiebre sensual», que él suplicó a Helena mitigara (p. 268), irrumpe al fin otra vez. Aun así, una muestra adicional de la distancia entre los fugaces encuentros con otras mujeres y la relación con Helena se produce en los gestos y las palabras del protagonista, que frente a aquéllas contrastan completamente con la actitud de profundis: a cada una de las tres figuras que serán presa fácil de sus artes como seductor, Fernández enseña una cara distinta. Frente a Consuelo, la compañera de juventud vuelta a ver en París, juega el papel del amante melancólico, que no puede olvidar los inocentes besos que alguna vez se dieron. Frente a la rubia baronesa alemana, quien se imagina «más allá del bien y del mal», se presenta como «sobrenombre». Y frente a la Musellaro, la sensual romana, se da ínfulas de un hombre pagano del Renacimiento. En los tres casos consigue que sus frases y sus gesticulaciones asuman como expresión de un amor sincero, aun cuando no se trata sino de un perfecto dominio del papel de Don Juan, a quien ningún sentimiento profundo sirve de base87. Ello es válido especialmente en el episodio con Nelly, que antecede a los tres encuentros. Sobre todo ahí, en la relación con la joven estadounidense, habrá de mostrarse con toda plenitud la habilidad de José Fernández, así como sus dotes absolutas como Casanova. Y ciertamente no es casual que este episodio se detalle de una forma tan extensa; la conquista de la «yanqui adorable y frenéticamente altiva» (p. 276) -quien al fin sucumbe a la fascinación del protagonista- es igualmente expresión y realización del viejo deseo de convertirse en algo igual o, incluso, superior a esa nación al mismo tiempo odiada y amada en el norte del continente. En suma, de todas las aventuras que ocurren tras el encuentro con Helena es válido decir que en último término remiten siempre al ámbito de esa parte del alma del protagonista constituida por la pureza de la amada «ideal»88.

Ahora puede tornarse claro que el autor ha pretendido situar expresamente a las figuras de Fernández y de Helena en el trasfondo de la tradición de la cual provienen. Características complementarias como el amor del protagonista por las piedras preciosas, su gusto por las drogas, su falta de fe y su enorme habilidad mundana, se incorporan a esta imagen. Asimismo, las concepciones del arte tan distintas que sustentan Camilo Monteverde -primo del protagonista estancado en el Naturalismo de Zola y en la poesía de Campoamor- y el propio José Fernández, autor de los Primeros Versos y de los Cantos del más allá, no hacen sino subrayar la intención de sentido en Silva, que también puede caracterizarse en la búsqueda de horizontes diferentes, expuesta al final del diario y concretada en el mundo neoyorquino de los negocios. Esa búsqueda funciona exactamente como el asedio baudeleriano de lo desconocido -«Au fond de l'Inconnu pour trouver du noveau»-, por el cual el último poema de las Fleurs du Mal causó tan grande influencia en los hombres de ese momento89.

Aún debe contestarse la pregunta sobre qué público lector buscó alcanzar el autor de De sobremesa. No hay duda por lo pronto de que Silva escribió para amigos y conocidos, de quienes estaba seguro que compartían sus convicciones literarias, pues tanto en Bogotá como -en Caracas había encontrado gente animada por sentimientos similares. ¿Pero podía contar con otros lectores, quienes si bien no estarían en condiciones de garantizarle su sustento diario (al autor modernista que sólo era escritor le resultó muy difícil vivir de los ingresos de su trabajo artístico) sí desearían seguir sus intenciones literarias, aun cuando ellos mismos no fueran escritores o artistas y por ende expertos? De sus conciudadanos en Bogotá, Silva guardaba una opinión verdaderamente despectiva, pues veía en ellos la encarnación de los típicos atributos de un provincianismo muy condicionado por la cultura de los criollos nativos. En Bogotá, según Silva,

todo el mundo... conoce a todo el mundo. Las preocupaciones principales son la religión, las flaquezas del prójimo y la llegada del correo de Europa. En el mes, el asunto más importante es la llegada del paquete. En el año, los sucesos cardinales son la Semana Santa y la Fiesta del Corpus90.


Pero también en esta sociedad, que aún parecía totalmente arraigada en las estructuras coloniales (intactas, al menos aparentemente, a pesar de las luchas independentistas de principios del XIX), comenzaron a manifestarse las primeras transformaciones. Sobre todo a partir del proyecto del Canal de Panamá y de la fundación de plantaciones que funcionaban como industrias, que serán constante presencia en la narrativa de Gabriel García Márquez, es innegable que empezaba a transfigurarse la Colombia tradicionalista. Este cambio es precisamente el tema de El paraguas del Padre León, y Silva considera ahí a su tiempo como una época de transición. Al extravagante Padre, sobreviviente de una Santa Fe virreinal, se enfrentan el poderoso Ministro X y su mujer, quienes encarnan ya el inminente siglo XX y pertenecen con plenitud a la atmósfera de De sobremesa. El narrador del relato escribe:

Alcancé a ver por la portezuela abierta el perfil borbónico del magnate y la cabecita rubia, constelada de diamantes, de su mujer, aquella fin de siècle neurasténica que lee a Bourguet (sic) y a Marcel Prevost, y que se ha hecho famosa por haber comprado todas las joyas que, en su postrer viaje a Europa, trajo el último de los Monteverdes... ¿A dónde iba la elegante pareja?... A oír el segundo acto de Aída en el Teatro Nuevo, lujo de la Bogotá de hoy, de la ciudad de las emisiones clandestinas, del Petit Panamá y de los veintiséis millones de papel moneda...91


En su remarcado alejamiento de las formas tradicionales de la novela hispana y en su enlace con el cosmopolitismo literario orientado esencialmente en Francia, De sobremesa fue una réplica a las transformaciones sociales que también en Colombia empezaban a tomar cuerpo. A los posibles nuevos lectores, que leían como «aquella fin de siècle neurasténica» ante todo a los autores franceses de esa hora, Silva quiso transmitir en su propio suelo y en su idioma ese sentimiento de modernité que en la vida social parecía convertirse cada vez más en fuerza decisiva. Pues si en principio escribía sólo para un círculo pequeño y educado, quería a través de éste dirigirse a todos los estratos que eran participantes activos de los cambios sociales. De hecho, Silva no buscaba como modelo de lector ni a los citadinos colombianos aún hundidos del todo en las tradiciones de la América española ni a los terratenientes defensores de la economía de subsistencia, sino a aquellos grupos que se estaban educando con las transformaciones mismas. A ellos -tanto como nos es permitido afirmarlo- se dirigía De sobremesa. Pareciera como si Silva hubiese tenido en cuenta todos estos factores en la redacción de su novela. Y si bien José Fernández no es ningún espejo fidedigno de su medio, aun así forma parte indisoluble de éste por su carácter y su conducta, e incluso por sus excentricidades.

Asimismo, es notable que a través de De sobremesa Silva se relacione con el más nuevo estadio de la evolución literaria. Y aunque se pueda partir de que Fernández es una réplica de Des Esseintes, de cualquier manera el abandono de la decadencia eremita en favor de un ideal de vitalidad, belleza y energía refleja las transformaciones que caracterizan el paso del decadentismo a la fase «heroica» dentro del fin de siècle. Y si bien persiste el rechazo a la sociedad burguesa, ya no se lo relaciona sin más con un veredicto absoluto sobre el mundo. En esa medida, el primer ejemplo destacado de una novela hispanoamericana de fin de siècle representa ya un testimonio del cambio que el campo de referencia literario de De sobremesa experimentaba en ese momento. La voluntad vanguardista, factor esencial en los esfuerzos de Silva, provocó en suma que también las más recientes variantes de la modernité literaria vigente en las metrópolis se reprodujeran para el lector latinoamericano.





 
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