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ArribaAbajo1. Artemisa: naturalismo y simbolismo

No muchos días después de que apareciera el primer número de El Cuento Semanal297, Ramón Pérez de Ayala es invitado por José López Pinillos, «Parmeno», a colaborar en la nueva publicación298; fruto de ello es Artemisa (Novela dramática), que vio la luz el 12 de julio de 1907. Este relato nos ofrece datos interesantes para entender la trayectoria de su autor. Técnicamente supone un avance en lo referente al manejo de los recursos narrativos propios de la nouvelle, aunque un cierto defecto en las proporciones le impide llegar a la perfección que alcanzará pocos años después; y en lo que concierne a temática y estilo, es un claro intento de superar el tipo de relato corto que hasta esa fecha venía escribiendo. Veámoslo con cierto detalle.

El adjetivo que figura en el subtítulo -«Novela dramática»- es utilizado aquí en sus dos acepciones básicas: haciendo referencia al género dramático, con lo que se alude a la disposición teatral de buena parte de la obrita, y como calificación del tipo de suceso que se narra. El relato, que se mueve en tres escenarios (casa de la protagonista, itinerario hacia los lugares en que se efectuará la cacería del jabalí y escenario de la misma) y en un tiempo reducido (desde la víspera de la cacería hasta el mediodía   —169→   siguiente), se encuentra organizado en cinco secuencias, delimitadas por una mayor separación entre los párrafos, notoriamente desiguales en extensión: la primera, la más puramente teatral, alcanza casi los dos tercios del total de la obra (veinticuatro páginas de las treinta y nueve de que consta) y se desarrolla en el salón «vasto y sombroso» de la casa de don Jovino, padre de Gloria, la protagonista, con la excepción de la breve escena que tiene lugar en su dormitorio, lo que acontece en las dos últimas páginas. Predomina aquí el elemento costumbrista: es una amable escena postprandial, en la víspera de la mencionada cacería, que termina ensombreciéndose con el augurio de negros presentimientos. Se nos va presentando a los personajes al tiempo que va tomando cuerpo el conflicto en torno a la muchacha y sus relaciones con su rudo y asilvestrado novio, Tomasón, quien contrasta con la elegancia inglesa de su hermano Alfredo. En las secuencias restantes, el número de páginas va disminuyendo; ocupan cada una, sucesivamente, diez y media, dos y media, una y media páginas, hasta llegar a la decena de líneas con las que se narra la escena final (como siempre, según las Obras completas de Aguilar). Abunda en éstas la descripción de paisajes -finamente matizados-, que en la segunda secuencia predomina sobre lo argumental, descompensando los elementos del relato. La progresiva brevedad de las secuencias últimas está en consonancia con el «dramatismo» de los sucesos, que son narrados más escuetamente.

Encontramos en esta obra los rasgos que caracterizaban a los relatos naturalista-simbolistas: aparece la oposición conciencia-naturaleza, que viene a estar encarnada en Alfredo y Tomasón, respectivamente. El personaje que vive más cerca de lo natural es, como siempre, primitivo y brutal, pero dotado de un alma lóbrega y misteriosa que ejerce su atractivo:

Tomás Álvarez del Nalón era un señorito aldeano, de abolengo noble y hacienda no exigua [...] Su faz no era correcta ni hermosa, mas tenía cierto encanto de varonil animalidad y de rustiqueza arisca;   —170→   un no sé qué latente de biológica turbulencia y de ceguedad titánica, como si las fuerzas elementales y masculinas de la materia circulasen en el músculo y bajo la epidermis sin atinar a modularlos con pulcritud decorosa299.



Así es presentado; y los rasgos animalizadores abundan: «gruñe» las buenas noches; tiene «ojillos menudos y montaraces»; su novia piensa que «lleva dentro un monstruo espantable» y lo acaricia como si pasara la mano «por la pelambre de un amado animal». En otra ocasión, respira con un ritmo de anhelo «como si se abrevase en un arroyo nacido entre matas de afrodisíaca menta». Sin embargo, partiendo de esta base, el autor intenta superar ese «naturalismo rural y costumbrista» mediante la adaptación de -o el entrecruzamiento con- el mito clásico de Artemisa. Es cierto que el mito aquí «no constituye un fin en sí mismo, ni obedece a una voluntad decidida de imitación», como apunta Esperanza Rodríguez Monescillo300; y Maruxa Salgues, que dedica unas páginas de su libro a estudiar este aspecto de la novela, advierte cómo Pérez de Ayala «usa muchos elementos del mito clásico a su manera, a veces por medio de situaciones opuestas»301. Para advertir su sentido es preciso que nos remitamos a los procedimientos propios del simbolismo (ya que Ayala lo utiliza al modo simbolista), y Anna Balakian, en su fundamental libro, nos lo resume certeramente: «El propósito del mito era doble: por un lado, crear un aura de misterio; por otro, encontrar un equívoco   —171→   medio de referencia»302. Juicio que se adapta exactamente a nuestro caso.

Es el locuaz y optimista don Robustiano, sacerdote ducho en cultura clásica grecolatina (habla al modo homérico, con lo que se convierte en precedente de Setiñano), quien en aquella misma velada bautiza así a Gloria y a su hermano Alfredo:

Eres Artemisa, hermana de Apolo, nacida el seis del mes de Buysios, un día antes que tu luminoso hermano. A tus flechas se atribuyen las muertes súbitas. ¿Cuántos jabalíes cerdosos recibirán muerte desastrosa de tus manos, diestras en el manejo del arco y en el gobierno de la flecha, que parte veloz y cantante como grito de golondrina? Tú participas del poder adivinatorio de tu hermano. Uno de tus santuarios está construido en un cedro odorífero. ¡Salve, Artemisa, diosa virgen y sin tacha!303



En este parlamento, desenfadado y erudito, se apuntan los rasgos que definen la actuación de Gloria como Artemisa, los mismos que conforman el conflicto y el desenlace: es divinidad cinegética, y, como tal, participa en una cacería de jabalíes; aunque quien recibirá la muerte de sus manos será Tomás, no menos furioso que un jabalí; tiene don adivinatorio, y advierte que su novio «no la quiere bien»; y, por último, su virginidad queda «sin tacha». En definitiva, creo que esta novelita no es más que un relato de efectos: Gloria es novia de Tomasón porque siente atracción por «esa alma lóbrega y ese cuerpo de gigante: el deleite del riesgo desconocido»304; y, al mismo tiempo, el afecto que siente por su hermano Alfredo (Apolo) adquiere tonos incestuosos, lo que no pasa desapercibido para Tomasón. En la escena postprandial menudean entre los hermanos los juegos en que la muchacha   —172→   pasa por los brazos del varón; y en una ocasión en que éste la eleva del suelo se nos descubre un aspecto esencial de la protagonista: «La fuerza de su hermano enorgullecía a Gloria. Los hombres, en su sentir, debían ser fuertes, y aun bárbaros, antes que inteligentes, e inteligentes antes que hermosos»305. Más adelante, en un momento de la cacería, Artemisa, de bruces, bebe agua de un arroyo; al incorporarse, le temblaban innumerables gotas en cabellos y mejillas:

-¡Qué hermosa estás! -exclamó su hermano, suspenso de admiración.

La cogió por las sienes y bebió las gotas de agua que refulgían entre los cabellos.

-Si no fueras mi hermana, me casaba contigo.

Tomás clavó en los de Apolo sus ojos coléricos, cavernosos306.



La virginal figura de Gloria-Artemisa queda, pues, en un peligroso punto de equilibrio entre la brutalidad primitiva del rijoso Tomasón y la afectividad voluptuosa de su hermano. En un precipitado desenlace lo que prevalece es la defensa de su virginidad, y algo más; no duda en matar a Tomasón, que quería «hacerla suya» en el campo, mientras aguardaban la llegada de la caza, y suicidarse a continuación corriendo al encuentro de la «rabiosa bestia», un jabalí herido. Pero está claro que en el ánimo de Artemisa, al apretar el gatillo de su carabina y al buscar después su propia muerte, lo que pesaba era el descubrimiento que su novio le había hecho al espetarle repetidamente: «¡Estás enamorada de tu hermano!», pues al oírlo sintió como si una lumbre «se derramase en el alma, iluminando, esclareciendo lobregueces»307. El efectismo   —173→   alcanza aquí su punto más alto y cierra bruscamente la novela.

Desde la amable escena inicial, de tono costumbrista, hasta el sangriento desenlace, existe una notable distancia que Ayala ha ido cubriendo a base de sugerencias, introspecciones en los dos protagonistas, empleo de agüeros (murciélago, sal derramada y cuervo; según la ley del número tres), con lo que va impregnando de misterio el mundo de lo cotidiano. Y de este mundo forma parte el paisaje, descrito ampliamente y de forma realista, con minuciosidad de pintor que capta finos matices: en su paleta se combinan el «almagre» con el «verde veronés», el «sil», el «amarillo gayo», y, más aún, nos habla de una «broncínea sombra» que casa con la «media tinta violeta».

No es menos notable el empleo de un expresionismo caricaturesco en el tratamiento de ciertos personajes y situaciones. Esto, junto con el humorismo y la demostración de una cultura clásica y una erudición -con su habitual toque de ironía-, da cuenta de la variedad de registros que posee esta breve obra. En efecto, la deformación grotesca es un recurso frecuente en Ayala; precisamente en ese mismo año -1907- ha publicado su primera novela -Tinieblas en las cumbres-, en la que lo utiliza de forma prolija. Aquí suele acompañar a dos personajes que disfrutan de la velada y asisten a la cacería: Gómez y Rodríguez. Del primero se nos dice que, amén de un tupido y dilatado bigote, tenía «la quijada recia y pendiente, como de rocín viejo»; por su parte, Rodríguez «ostentaba un semblante de belleza de cromo: ojos negros, entornados, barba amarilla, con muchedumbre de minúsculas vedijas, que eran un encanto; pómulos de rosicler, sonrisa invariable»308. A partir de aquí se le va aludiendo como «el hombre de color de rosa». El humor abunda en la dilatada secuencia inicial: la parodia de la comunión con   —174→   la especie del vino (cuando el sacerdote ejerce el «sagrado ministerio de la libación» al sorber el coñac), o la explotación de la dilogía que encierra el nombre de Verónica (personaje de la Pasión y pase torero) son buenas muestras. Y, como es de rigor en cualquier obra ayaliana, la cultura está omnipresente, y, junto a ella, una inteligente ironía: se cita a Apuleyo, Cicerón, Felipe de Crotona, Xenophonte, Petronio (con frase en latín)..., y hasta a los gatos se les bautiza convenientemente: Sirio y Aldebarán. Asimismo, en el lenguaje emplea la más ampulosa construcción sintáctica para relatar hechos banales, e incluso risibles, mientras que en los momentos de mayor dramatismo su expresión es concisa y directa; e igual sucede con el léxico, alternando lo culto con lo vulgar: «ergotizar» o «yantar» junto a «pitoche» o «gochas».

La novela, aunque desigual, abre caminos al fundir el mundo de lo cotidiano con lo simbólico y mítico; lo poético, con lo grotesco, y todo ello bañado en cultura. El hallazgo habrá de perfeccionarse y ponerse al servicio de unas intenciones. Por ello creo que Artemisa debe ser entendida como obra de búsqueda y como intento de superar la atmósfera naturalista-simbolista de relatos anteriores. Las opiniones que reunió fueron de lo más encontradas: J. A. Balseiro afirma que en esta novelita «luce Pérez de Ayala una de las más difíciles virtudes del novelista: la de sugerir más que decir»309. Francisco Agustín fue, tal vez, demasiado lejos en su alabanza al decir que «esta novela, por sus elementos materiales, [es] un antecedente literario de Troteras y danzaderas y por sus elementos formales un anuncio de las Tres novelas poemáticas»310; mientras que Andrés González Blanco, pasando revista a los escritores que acaban de publicar en El Cuento Semanal, «la publicación, sin duda, más importante   —175→   que ha surgido en el año de 1907»311, emite los juicios más negativos que existen sobre nuestro autor: «Sigue después Ramón Pérez de Ayala, ese poeta que yo creí prometedor algún día y que ahora me resulta simplemente un joven de talento..., que ha perdido su talento; un joven aprovechado que ya no nos aprovecha...»312.




ArribaAbajo2. «Sonreía...», última novela decadente

Resulta curioso observar que si en Artemisa se aprecia una búsqueda de nuevas orientaciones partiendo de las bases del relato naturalista, en Sonreía los elementos que aparecen, y que intentan ser superados, son los del relato decadente. Esta novela corta es interesante por muchas cosas; en primer lugar, porque fue marginada por su autor: no ha vuelto a ser reimpresa hasta 1964, formando parte del volumen primero de las Obras completas. Se trata, pues, de la única novelita publicada en una colección (Los Contemporáneos) que fue decididamente olvidada; El último vástago, la otra novela corta que sufrió el mismo destino, se publicó en una revista, y, por otra parte, es de inferior calidad. Es conveniente señalar aquí que las nouvelles que fueron apareciendo en estas colecciones sufrieron también el olvido de la crítica, incluso de la más cercana; por ello, hasta que no quedan dignamente asentadas en las páginas de un libro, no pueden aspirar a ser   —176→   juzgadas como obras integrantes de la historia de la literatura. Julio Casares así lo advirtió:

Atenta sólo a la literatura de 3,50 para arriba, suele la crítica ignorar la aparición de ciertas publicaciones periódicas que, por su enorme difusión, son, tal vez, las que más influyen en la cultura artística, intelectual y moral de las clases más numerosas de la sociedad313.



El artículo toma después una orientación moralizadora que ya no nos interesa aquí. La falta de atención de la crítica hacia las obras publicadas en estas colecciones es notoria; incluso un «promocionista» de El Cuento Semanal como Rafael Cansinos-Assens, al hacer sus comentarios sobre el volumen Bajo el signo de Artemisa, ni menciona que estas novelitas se habían publicado ya independientemente, ni tampoco -y esto es sorprendente- señala su carácter de obras de mocedad, etc., sino que las encuadra entre los libros de «el intervalo de 1916-1924»; y analiza así las direcciones que el autor toma en ese período (adelantándose un poco, a 1912):

[...] tenemos unas veces la novela de la corte, que es también la novela de la picaresca literaria y política (Troteras y danzaderas); otras, la novela de los pueblos españoles -Luz de domingo, La caída de los limones, Bajo el signo de Artemisa, El ombligo del mundo, y también, en cierto modo, Luna de miel, luna de hiel, y Los trabajos de Urbano y Simona...314



Mencionábamos el interés que posee esta novelita y el olvido al que la condenó su autor; y estas dos cosas quisiera relacionar para hablar del claro autobiografismo que se advierte en ciertos lugares de ella. Joaquín Forradellas apunta como una posible causa del olvido en que   —177→   cayó también El último vástago el autobiografismo («no sabemos si real o total, o, simplemente, de clima anímico»)315, y relaciona desde esta perspectiva a Fernando Valvidares (El último vástago) con Rodríguez (Sonreía) y Alfredo (Artemisa). Sobre el primero hemos tratado en su lugar correspondiente, y no creo que exista autobiografismo en Alfredo -por más que «todos ellos se educaron en Inglaterra», como indica J. Forradellas-; pero sí lo existe en Rodríguez, aunque sólo al principio del relato; luego se convierte en criatura independiente. Pienso también que los rasgos autobiográficos se reparten en esta novela entre dos personajes: Fernández, el «yo narrador» del primer capítulo, que hace una confesión muy directa en la que se percibe la voz del autor316, y Rodríguez, el «yo narrador» y protagonista de las Memorias que aquél lee; con este artificio (Fernández lee unas páginas escritas por su amigo Rodríguez) lo autobiográfico queda suficientemente oculto y el relato puede ser narrado en primera persona. Así, en el segundo capítulo encontramos unos reveladores párrafos en los que se describe la vuelta del protagonista a Pilares después de años de ausencia. Es una visión crítica de la vida provinciana, que puede quedar condensada en la reacción que experimenta después de la lectura de la prensa local:

  —178→  

Un chico pregonaba los periódicos de la localidad. Los compré. Comencé a leerlos, andando, y una ráfaga de cándido placer oreó mi corazón. Esto era lo de siempre, a pesar de los automóviles, a pesar del asfalto, a pesar del cemento: era el diminuto pugilato de los hombres reclusos en un círculo estrecho, era la naturaleza humana en su prístina e infantil miseria. Dos de ellos sostenían agria discusión. Se sacaban los trapos a relucir; se decían insolencias de poco fuste; se arrojaban granos de anís a la cabeza, y esto era toda la vida para ellos. ¡Deleitosa inconsecuencia! Adarmes de ideas y escrúpulos de sensaciones, eran toda la sustancia con que nutrían su cerebro.

Mis arterias batían con moderado concierto. El sol de junio me rehogaba el rostro; y, leyendo los papeles provincianos, mis mejillas sonreían involuntariamente. Gulliver, despertándose en Liliput, debió de experimentar el grato asombro que yo entonces experimentaba317.



Impresiones y estados de ánimo que también experimentaría el escritor al llegar a su remanso natal después de la estancia en Madrid. Juicios semejantes encontramos en otras ocasiones, y lo que más nos confirma la veracidad de la observación apuntada son las cartas en las que Pérez de Ayala da cuenta de actitudes semejantes: léanse las dirigidas a Rodríguez-Acosta durante los años 1905 y 1906, los de la vuelta a Oviedo después de la primera etapa madrileña. Incluso confiesa en ellas la misma proclividad erótico-sentimental hacia las muchachas del lugar que muestra el personaje del relato, y sobre las que el escritor se extiende en alguna crónica de aquel período318.   —179→   Por otra parte, el protagonista de esas «Memorias» guarda muchas similitudes con Alberto Díaz de Guzmán, tal y como éste nos aparece en La pata de la raposa: es una persona inconstante -cree que tal vez mañana cambiará de manera de pensar, etc.-, de temperamento hipercrítico y abúlico. Se mueve también -y sobre esto se basa el argumento de la obra- entre el deseo de un sosegado amor doméstico y su tendencia a vivir patéticas relaciones sentimentales, como la que mantiene con Elín, la prostituta sensible que «mendiga un poco de idealidad» y que admira a Santa Teresa, amén de canturrear «entre dientes melancólicas melodías de Grieg». Se nos muestra como un «home cansado», de «sien ya cana», hastiado de las «suculencias mercenarias y tarifadas» y que siente inclinaciones afectivas hacia las sencillas muchachas provincianas. El recuerdo de su antigua novia, Esperanza (de significativo nombre), que vive en un pueblecito junto al mar, y el deseo de una vida apacible junto a un amor tranquilo, lo impulsan a ir en su busca y contraer matrimonio. Esperanza es enfermiza, delicada y sensible. Obligado por negocios importantes, debe marchar, al día siguiente de su boda, a San Sebastián; la esposa ha caído enferma y tiene que ir solo. Allí se produce el encuentro con Elín, que marca la otra parte de su vida amorosa. Cuando, después de varios días de fuerte tensión emocional, el protagonista vuelve junto a su mujer, ésta ha muerto; y el relato se cierra con un brusco anticlímax. Como puede comprobarse, la anécdota guarda semejanzas con la historia amorosa de La pata...: la inconstancia de Alberto en sus relaciones con Fina; la postura de ambas protagonistas femeninas; ese balanceo entre estados afectivos encontrados, y, finalmente, las muertes de Fina y Esperanza en circunstancias más o menos similares.

El tono de la novela es, como se ha dicho, básicamente decadente, aunque introduce algunos rasgos irónicos que no destruyen el sentimentalismo que impregna el relato (el autor, en el prólogo, nos habla del carácter tragicómico que preside las vidas de las «pobres criaturas   —180→   efímeras»); ello se advierte en la escena del encuentro del hombre de mundo con su antigua novia:

Bordaban un alba rica para un canónigo de Covadonga. ¡Bienaventurado ministro del Señor que había de ascender hasta el ara envuelto en una vestidura tejida por aquellas sutiles manos virginales! Yo, sentado en una silla baja, a la vera de Esperanza, me enorgullecía pensando que con la propia diligencia y pulcritud pudiera hacerme, andando el tiempo, alguna prenda interior, aunque no tan noble como el alba319.



No debemos dejar de apuntar que la escena de la declaración amorosa a Esperanza, que el «yo narrador» de Sonreía rememora, es idéntica a la descrita por Pérez de Ayala seis años después en el poema «La primera novia» (repárese en el título), contenido en El sendero innumerable (1915)320. En la novela leemos:

Hace seis años fuime a pasar un estío a este pueblo, Lavilla. Tuve una novia. Por las tardes, a la hora del crepúsculo, hablábamos en el cabildo o porche que rodea a la iglesia... Una tarde... nos juramos amor eterno. Nos íbamos a querer siempre, por encima del tiempo y del espacio; nosotros, desdichadas criaturas finitas. El cielo estaba maravillosamente inflamado. El rostro de Esperanza estaba maravillosamente inflamado... Luego, partí. Mas luego, la olvidé. Mejor dicho, creí haberla olvidado321.



Y en el poema se nos narra así esta historia, en la que la protagonista pasa a llamarse Asunción:



En aquel atrio húmedo y sombroso,
le pregunté, temblando de emoción,
con voz cortada y gesto temeroso:
«¿Me quieres, Asunción?»
—181→

El atrio estaba próximo a la orilla
del mar, que sollozaba en blando son.
El ocaso miniaba la mejilla
de mi amada Asunción.

Arrebatado en loco paroxismo,
juré amarla hasta la consumación
de los siglos. Por siempre. E hizo el mismo
juramento Asunción.

Y así transcurrió el éxtasis. Y vino
el día de la cruel separación.
Yo me perdí a lo largo de un camino:
y por otro Asunción.

Después, las novias de blancor de luna,
y otras tan ardorosas como Orión.
Pero de todas ellas, a ninguna
amé como a Asunción.

Mi corazón se hallaba fatigado
de tanta y tanta peregrinación.
Y de nuevo torné al lugar callado
donde vive Asunción.

La he vuelto a ver, muy pingüe y muy matrona,
con más prole que el gran rey Salomón.
El tiempo en su rigor nada perdona.
¡Ay de mí! ¡Ay de mi Asunción!322

La semejanza es evidente. Son dos versiones de una misma historia de raíz autobiográfica: Esperanza, Asunción y, desde luego, Fina (La pata de la raposa) son creaciones literarias inspiradas en un episodio de la vida sentimental de Ayala: su noviazgo con una asturiana llamada Paz. Azorín, que la conoció en su visita a Oviedo en el verano de 1905, la menciona en su libro Veraneo sentimental323; y debemos recordar que Halconete conoció   —182→   a Fina y dio a Alberto, a requerimiento de éste, su parecer sobre ella.




ArribaAbajo3. Lo trágico cotidiano: «Don Paciano»

En septiembre de 1910, un mes antes de terminar la redacción de A. M. D. G., aparece publicado, en Los Lunes de «El Imparcial», Don Paciano, cuento que inicia una línea crítica en la narrativa breve de Pérez de Ayala. El autor nos indica en su comienzo: «Esta es una de las jornadas que componen el libro de Lo trágico cotidiano»324. Se incide aquí sobre un tema que quedó entrevisto en Sonreía y que se intentará desarrollar en Pilares (1915), aunque también aparece en Troteras, para luego alcanzar su plenitud en las novelas poemáticas y en El ombligo del mundo -sobre todo en el relato «Grano de Pimienta» y «Mil Perdones»-, además de ser motivo de reflexión en diversos ensayos: el tema de la vida frustrada por el medio. La acción se desarrolla en Pilares, aunque el efecto nocivo de esta ciudad no es exclusivo y propio de ella, sino que se amplía a toda España. Tres amigos, Pedro, Pablo y Santiago, que son, respectivamente, escultor, escritor y divagador, son tres decadentes aburridos, tres seres inútiles, «tres eminencias frustradas» que «hubieran dado lustre a su patria, si no hubieran nacido en España. Esto es lo trágico cotidiano»325. Decadentes por puro tedio, divagan gratuitamente, sueñan con anularse y, agrandando las dimensiones, anhelan un «suicidio cósmico». El pasatiempo con que matan sus ocios una tarde -la que se nos relata en el cuento-, y en que descargan su frustración, es la cacería del gato conocido como don Paciano, perseguido a punta de escopeta. Esos deseos de «suicidio cósmico» dan como pobre resultado la cruel muerte de un gato: «Hemos muerto un gato... Hemos muerto un día», resumen como conclusión.



  —183→  

ArribaAbajo4. Semejanzas con el Valle-Inclán de las Comedias bárbaras: «Éxodo» y «Padre e hijo»

Éxodo y su continuación, Padre e hijo, marchan por distinto derrotero; suponen una diferente orientación dentro de esta época de búsqueda. El tema no es nuevo ni insólito en Ayala, pues ya lo hemos encontrado en El patriarca (1906), cuya anécdota retomará el escritor dieciocho años después: es el ocaso y fin del mundo feudal rezagado en las tierras del norte; más exactamente, de los señores feudales de vitalidad desmesurada, que acaban disolviendo su linaje entre sus propios siervos en innumerable prole bastarda. Es evidente, y ello ha sido señalado numerosas veces, que existe una cierta semejanza entre estas novelas cortas y las Comedias bárbaras de Valle-Inclán, y efectivamente es así, aunque Francisco Agustín calificara este parecido de superficial y originado por el parentesco social y geográfico entre Galicia y Asturias326, y Norma Urrutia afirme que «no se puede hablar de influencias por su aparición simultánea, sino más bien de atmósfera común en el tratamiento de ciertos temas típicamente españoles»327. Como hemos comprobado, Ayala ha recibido las enseñanzas del autor de las Sonatas, y las ha aprovechado; es lógico, pues, que no quedara indiferente ante la belleza de esas nuevas obras. El mismo Valle estaba muy orgulloso de ellas, y en carta fechada el 12 de marzo de 1909 así lo comunicaba al asturiano: «Hay uno del que estoy contento, 'Romance de lobos'. Si mi nombre dura más que mi vida, será por ese libro. Está tan fuera de la manera novelesca usual, que apenas se ha vendido». Y unas líneas más abajo se refiere a «Águila de Blasón» como «la novela donde dejo el párrafo de orfebrería por el diálogo»328.

  —184→  

Por otro lado, estas obritas se escriben y aparecen casi tres años más tarde que las dos «comedias» del escritor gallego, y se pueden señalar ciertas influencias directas y precisas. Ante todo, el parecido entre los dos protagonistas, don Juan Manuel de Montenegro y don Cristóbal, últimos representantes de una estirpe de señorío feudal, de vitalidad desmesurada:

Don Cristóbal era enorme; enorme en todo. Enorme su valor; su osadía, enorme; enorme su bondad; su amor y odio, enormes; enorme su risa, y no menor su acento; su prodigalidad, enorme también. Amaba el campo y la vida de señor feudal329.



Ahora bien, el héroe de Éxodo carece del carácter sombrío de don Juan Manuel. Frente a lo atormentado del vinculero, el señor astur muestra un permanente optimismo; una actitud entusiástica ante la vida330.

En segundo lugar, un aspecto esencial a la hora de fijar influencias es el tema de la oposición entre el señor y su progenie. En las obras de Ayala, Ignacio, el hijo del caballero, resume los vicios que Valle repartía entre los cuatro segundones del vinculero gallego. En Éxodo, donde nos aparece el personaje en su infancia, se nos muestra frágil y pusilánime («lindo, lechoso y delicado, de ojos azules, mano brevísima y pie femenino»331); apegado a   —185→   las faldas de su aya, idolatrando la memoria de su madre -a la que no llegó a conocer- y sintiendo pavor ante su padre: «Ya lo veis: no parece hijo mío», exclama el caballero. En Padre e hijo, Ignacio ha crecido:

El día que Ignacio entró en la mayor edad, su padre tuvo con él una conferencia. Era el hijo más bien bajo que alto, de fofa gordura, semejante al eunuco; los ojos, ridículamente insolentes, como los de las gallináceas; la piel de las mejillas, de un rojo subido, casi azulenco, indicio patológico. Usaba bigotejo y una mosca irrisoria debajo del labio inferior. Pretendía producirse con altivez, a pesar de serle refractaria la menguada estatura y obesa estructura; el hablar, afectado y redicho hasta un extremo cómico. Las cualidades dominantes de su carácter eran la avaricia y la vanidad. Además, alardeaba de muy religioso, mojigato ya332.



Lo grotesco de su apariencia queda asociado a la mezquindad moral. En otro lugar se nos dice: «Lo más conspicuo de su temperamento era la vanidad, característicamente mujeril y, además, cruel»333. El muchacho, que actúa de acuerdo con su familia materna (encarnan las más torpes cualidades burguesas), se enfrenta y reduce a su padre al lograr que legalmente fuera declarado «pródigo e incapaz». Como sucede en Valle, la justicia feudal se enfrenta a la burguesa justicia de los pleitos. En una escena final, no exenta de truculencia, el muchacho es desheredado y en su lugar don Cristóbal reconoce como hijos suyos a más de cien bastardos; del mismo modo que en Romance de lobos don Juan Manuel termina calificando de «verdaderos hijos» a la hueste de mendigos después de desheredad a los suyos, a los que llama «hijos de Satanás».

  —186→  

Dos detalles más acercan estos relatos ayalianos a Romance de lobos (comedia bárbara a la que más se ajustan): igual que al protagonista de ésta, se alude repetidamente a don Cristóbal como «el caballero» («[...] estaban claros, fríos y serenos la luna, la voz de los sapos y el corazón del caballero». «Los ojos del caballero resplandecían acuosamente a la luz de la luna». «Sobre la frente del caballero había un reflejo de luz roja»334); y en Padre e hijo se califica de «lobezno» a Ignacio335.

Tampoco fue insensible Pérez de Ayala a la innovación técnica que suponían las «Comedias», y del diálogo teatral y las acotaciones elaboradas hace uso en las dos primeras partes -¿o escenas?- de las tres en que se divide Éxodo. Sin embargo, la fusión de narración novelesca con elementos teatrales no es ajena a su propia obra, como hemos podido comprobar en Artemisa, o, más atrás, desde El otro padre Francisco; si Pérez de Ayala recibe el estímulo valleinclanesco, no es menos cierto que ello no le supone alejarse de lo que constituye su arte más personal. El escritor asturiano acusa estas influencias, pero sabe asimilarlas e integrarlas en su propio mundo sin merma de su originalidad.

El bíblico título de la primera novela, Éxodo, hace referencia al suceso narrado: se nos cuenta cómo por decisión de don Cristóbal, éste al frente de su servidumbre abandonan y destruyen por el fuego el caserón de Llaviedo para acabar, de este modo, con una «faraónica» plaga de pulgas, a la que no han podido atajar por otros medios. El subtítulo, «Novela pastoral» no alude a la materia bucólica, que es inexistente, sino a un más lato significado que evoca escenas campestres. Por otro lado, el adjetivo «pastoral» suele aplicarse a obras teatrales (el tradicionalmente   —187→   usado para la narrativa es «pastoril»)336, con lo que, como en el caso del subtítulo de Artemisa (Novela dramática), aparecen unidos los dos términos que hacen referencia a los dos géneros literarios que se intentan casar: el sustantivo, novela, y el adjetivo, que remite a la modificación dramática. A la sustancia novelesca se la modifica con procedimientos teatrales.

En Éxodo se tiende a lo «presentativo» y se prescinde de utilizar amplios resúmenes que den cuenta de los antecedentes de la historia; ello queda para su continuación. En los dos primeros capítulos, de los tres de que consta, se hace uso del diálogo teatral, alternando con fragmentos de prosa descriptivo-narrativa, para ponernos al tanto de lo que sucede y para presentar personajes. Así en el primero es la servidumbre quien, utilizando un lenguaje cercano al bable, está encargada de informar del peligro de ruina que se cierne sobre el señor; de la hipoteca que sobre él pesa; de la existencia de su único heredero, Ignacio, junto con los numerosos bastardos que los siervos admiten con mansa conformidad, y de la vitalidad superior que reconocen en don Cristóbal. El escenario del segundo capítulo es la cocina de la casona de Llaviedo, y en ella La Vieja (chacha Anastasia) y El Niño, el amedrentado Ignacio, dialogan; hablan de la difunta madre mientras se escucha vocerío y romper de vidrios en el piso superior, donde el caballero bebe sidra en compañía de su fiel Pepón y del cura párroco. Se apuntan brevemente los dos temas básicos que luego serán desarrollados: oposición padre-hijo y la plaga de pulgas que infesta Llaviedo.

El tercer capítulo constituye el grueso de la novela: su acción y desenlace después de la pura presentación en los dos anteriores. Mucho más extenso (diecinueve páginas frente a las cinco y cuatro, sucesivamente, de los   —188→   otros dos), desarrolla el tema de la plaga de pulgas: los medios e ingeniosos procedimientos para acabar con ellas y la decisión final de aniquilarlas junto con la mansión, prendiendo fuego a la casona y a las riquezas que contiene, por lo que la dilatada comunidad de hombres y bestias que la habitaba tiene que emprender el éxodo hacia otra propiedad del señor. Lo desmesurado del protagonista, que llena con su presencia los ámbitos de la narración, confiere a ésta un tono épico recortado por la ironía propia de Ayala y lo intrascendente y nimio del problema. El profesor Baquero Goyanes calificó certeramente el relato de «pequeño poema heroico-cómico o épico-burlesco» conseguido por un procedimiento de ampliación, de agigantamiento de lo insignificante: «Henchir de contenido dramático una pequeña anécdota»337. La evidencia de este contraste lleva a F. Wyers Weber a vincular Éxodo con el esperpento338, con lo que se amplía el paralelismo entre la obra de Pérez de Ayala y la del genial Valle.

Padre e hijo, que desarrolla el tema de la oposición entre don Cristóbal e Ignacio, continúa y completa lo narrado en la novela anterior. Temporalmente más amplio, el relato se dirige hacia el pasado y hacia el futuro: explica los orígenes de la historia y la cierra con la muerte del caballero. Todo ello determina que, en un número de páginas menor que el anterior (sólo once), predominen los resúmenes narrativos y queden reducidas las narraciones escénicas. Obra puramente narrativa, pues, pero con un   —189→   subtítulo que apunta hacia el elemento dramático: «Tragicomedia». Por supuesto que este término alude también a la fusión del elemento cómico con lo trágico, y en la obra lo risible se conjuga con lo funesto y violento, pero en su misma organización hay cierta influencia teatral. María Blanca Lozano Alonso señaló que las cinco secuencias en que está dividida vienen a ser los cinco actos de una tragedia; cada una sería, sucesivamente, la «exposición», la «intensificación», la «culminación» de la peripecia, su «declinación» y el «desenlace»; en suma, presenta una estructura teatral339.

Usa Ayala en este relato un procedimiento organizativo muy habitual en él -no hay novela (extensa) en que no lo utilice-: partir de una situación inicial, retroceder temporalmente para explicar los orígenes y volver al punto de partida o a un momento más avanzado de la historia. Padre e hijo se inicia con una escena en el jardín «masculino» -recuerda el comienzo de El otro padre Francisco- de la mansión de Balmaseda, donde don Cristóbal y su fiel Pepón dialogan; allí han ido a parar después de lo sucedido en Éxodo. Por la destrucción de la casona, el caballero ha sido declarado «pródigo e incapaz», y por ello separado de la administración de sus bienes, que han pasado a manos de un consejo de familia compuesto por parientes de su difunta mujer; de este modo, el patrimonio se ha ido recuperando. El narrador retrocede para contar sus relaciones con Celia, obligada a casarse por el interés de su familia; ella sentía repugnancia por su bárbaro esposo y mantiene relaciones con un «petrimetre de Pilares, gran bailarín», que dieron como fruto a Ignacio. Después de divertidos y crueles sucesos que agrandan la enemistad entre el noble y la parentela de su cónyuge se nos narran los sucesos de Éxodo, con lo que esta novela entra a formar parte de la historia completa   —190→   que aquí se cuenta. Un salto temporal nos lleva al día de la mayoría de edad del hijo: se muestra cruel con su padre, lo relega a otras zonas de la mansión, le suprime el presupuesto para el mantenimiento de la jauría y pretende ampliar la capilla en donde reposan los restos de sus supuestos antepasados, pues era hombre vanidoso y gustaba dárselas de linajudo. Pero de una manera ocasional logra el caballero enterarse de lo que todos (personajes y lectores) ya sabíamos y que él venía repitiendo sin sospechar la veracidad de sus palabras: que Ignacio no es hijo suyo. Trama su venganza (este mismo relato, recogido también en El Raposín, lleva el título de La venganza de don Cristóbal340). En una escena truculenta y efectista, el caballero desentierra los huesos de sus propios (que no de Ignacio) ascendientes para, con ellos, dar de comer a sus hambrientos perros; descubre la verdad al ilegítimo y cae desplomado, «herido por la apoplejía». Su linaje se continúa entre sus siervos, puesto que, al morir, reconoció como hijos «a más de cien bastardos». Su exaltación personal pasa muy por encima de la honra que pudiera tocarle como herencia de dinastía:

No hay grandeza comparable a la grandeza de mi propio nombre, mondo y lirondo, rapado de todo lo que no es mío, sino podre y reliquia de los muertos. Cristóbal y con el don por delante, eso sí. Juro que el padre que me engendró y la madre que me parió atinaron llamándome Cristóbal341.



Este señor feudal, fecundo y de voz tonitronante, se aleja aquí de don Juan Manuel de Montenegro, más apegado a la estirpe («fingía gran menosprecio por toda suerte de timbres nobiliarios»342) y menos dado a estos arrebatos de vitalidad ascensional, de exaltación del momento   —191→   presente y de la propia voluntad de poder, lo que acerca a don Cristóbal, mucho más que al vinculero gallego, a las fronteras del superhombre nietzscheano. En suma, encontramos en estos relatos claras muestras de la influencia de Nietzsche sobre Pérez de Ayala.




ArribaAbajo5. Relato y ensayo: «El árbol genealógico» y «Las máximas, el eucaliptus, el vástago»

En El árbol genealógico nos encontramos, por primera vez, con un hecho singular: la abundancia de digresiones de tono ensayístico introducidas en el relato. Esto merece ser destacado. Pero también nos topamos con un problema: su fecha, ya que en El Raposín -donde se encuentra recogido- no se ha hecho constar. Podemos, sin embargo, aventurar algo sobre esto.

En la segunda edición del volumen primero de las Obras completas de Aguilar (1973), que, como hemos indicado, presenta novedades con respecto a la primera (1964), aparece cerrando la sección El Raposín un cuento fechado en 1911, Las máximas, el eucaliptus, el vástago343, cuyo argumento es la reducción a la pura anécdota de El árbol genealógico, relato que ya conocíamos, puesto que figuraba en la mencionada recopilación de cuentos desde su aparición en 1962; las dieciocho páginas de éste se convierten en las cinco de aquél. Ante esto podemos pensar que o bien Las máximas es una nueva versión de El árbol, del que han sido podadas sus abundantes digresiones ensayísticas, dejándolo en la anécdota escueta, o que el relato sin fecha sea una reelaboración ampliada del de 1911. Personalmente me inclino por la segunda posibilidad apuntada, pues el tono de las digresiones y meditaciones -ya que lo estrictamente argumental no aumenta mucho de una versión a otra- pertenece a una etapa más madura del escritor, y en los relatos cortos anteriores a 1912 el elemento ensayístico incorporado al texto es casi inexistente.

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Un dato de interés debemos tener en cuenta: entre los títulos que figuran en una lista, hecha por el escritor, de los relatos que habrían de componer El ombligo del mundo, se encuentra uno citado así: «Las máximas, el eucaliptus, etc.»344, o sea, el nombre del cuento de 1911 que hemos conocido recientemente. En la misma lista también se anota El patriarca, título de la versión de 1906 que sería sustancialmente modificada para el libro de 1924 y que figura allí como Don Rodrigo y don Recaredo. No me parece aventurado suponer que del mismo modo que reelaboró la materia de este cuento procedería con la del que nos ocupa, al que todavía se refiere con el título de su primera versión; si así fuera, la redacción de El árbol genealógico no distaría mucho de las fechas en que compuso los relatos incluidos en El ombligo del mundo. Pero no figura en el volumen. No podemos saber con exactitud las razones de esta ausencia. Yo apuntaría una: su imperfección y el excesivo predominio del elemento discursivo sobre el narrativo; y una cosa tiene que ver con la otra. El árbol desentonaría, sin duda, entre los excelentes relatos con los que iba a compartir las páginas del libro.

Ahora bien, guiado por la fecha de Las máximas creo más conveniente y seguro situar el relato en este lugar de la trayectoria de la narrativa ayaliana y ejemplificar con él una nueva orientación que arranca de esta etapa de búsqueda: la incorporación del ensayo -entendido como irrupción de meditaciones, exposición y desarrollo de ideas- a la narrativa breve.

El tema de El árbol genealógico se relaciona, en cierto modo, con el que hemos encontrado en los relatos del anterior apartado, pero carece del tono de «comedia bárbara» de aquellos. Aparece la oposición entre el protagonista, el duque don Anselmo -que reúne gran cantidad de nombres, apellidos y títulos nobiliarios-, y su único   —193→   hijo, Carlos, cautivado por las estupideces de un su amigo, que en buena medida le ocasionarán la muerte al final del relato; pero don Anselmo no tiene prácticamente nada que ver con don Cristóbal ni el tema de la oposición paternofilial es decisivo en la obra. No es este personaje central un hombre puramente activo, sino un anciano que hace ya tiempo se retiró del mundo a un castillo cercano a Regium: vivió activamente la primera mitad de su vida y dedicó la segunda «al reposo, la cordura y la meditación», pues «había llegado a definir una visión suya propia del universo y la sociedad»345. Primero vivió; luego, filosofó sobre lo vivido. Es un hombre que tiende al ideal de perfección siguiendo la máxima clásica.

Por otro lado, su linaje no desciende de los godos, sino de una singular unión entre lo más encumbrado, la realeza, y lo socialmente más bajo: hijo de un soldado del regimiento de Guardia de Corps -nacido a su vez de una estanquera- y de una reina. La regia señora, viuda y con hijos herederos, se enamoró del apuesto guardia y contrajo con él matrimonio morganático, lo que, junto con el nacimiento del vástago, mantuvo en secreto durante algunos años; «un secreto oficial... que nadie ignora». Pérez de Ayala utiliza aquí una historia real: la de las relaciones amorosas de la regente María Cristina con su guardia de Corps, Muñoz, unida a él en matrimonio morganático tres meses después de la muerte de Fernando VII. Don Agustín Fernando Muñoz fue nombrado duque de Riánsares; del mismo modo, el padre de don Anselmo, a quien se apellida significativamente Peón, ostenta como primer título el de duque de Cedrón, lugar en el que la estanquera lo trajo al mundo.

Tenemos, pues, un protagonista en el que se resumen y armonizan los contrarios, tema propio de la segunda época de Ayala. Por otro lado, con él se introduce una savia nueva en el viejo linaje, lo que completa su perfección: de su padre había heredado «la excelencia física, la   —194→   corpulencia, el brío, la hermosura del rostro, la confianza en sí mismo, la impetuosa apetencia por los goces de la vida junto con la robustez para satisfacerlos sin menoscabo de su salud y de las energías; en tanto sus hermanos, como retoños tardíos de un linaje fatigado y decadente, e hijos de un rey poltrón y linfático, eran desmedrados de cuerpo, laxos de voluntad y flojos de salud, señaladamente el príncipe heredero, de quien se presumía que estaba atacado de conjunción»346.

Pérez de Ayala utiliza otra historia real para construir este relato. Aparece a modo de digresión, para darle amenidad, y pertenece al anecdotario de la familia Camposagrado. Don Ramón fue condiscípulo, en el colegio de la Inmaculada de Gijón, de Carlos Cienfuegos Jovellanos y Camposagrado; su madre, doña Margarita, era hermana del marqués de Camposagrado, quien sucedió al duque de Osuna en la embajada de San Petersburgo. El deseo de no ser menos que el de Osuna en fastuosidades y esplendores, le llevó a él y a la familia a tener que dilapidar buena parte de su hacienda, lo que provocó como respuesta a una fotografía enviada por el embajador, en la que aparecía éste rodeado de sus lacayos y vestidos todos de costosas pieles, y a su pie una frase: «Para que veáis cómo ando yo por aquí», otra del grupo familiar en estado edénico en la que escribieron: «Para que veas cómo nos has dejado a nosotros aquí»347. En El árbol la historia ilustra el carácter de la familia de doña Bibiana348 -la esposa de don Anselmo-, hija del marqués de Pradocendido y hermana del heredero del título, embajador en San Petersburgo. Un nuevo contraste: la insensatez con que se caracteriza a la familia de los Pradocendido frente al buen juicio del anciano protagonista.

En su vida habitual, el duque acostumbra conversar con su jardinero; y en estas cotidianas conversaciones -o   —195→   soliloquios- se nos va dando a conocer su pensamiento. Pin, el jardinero, es un hombre diminuto («raíz cúbica de nombre y de hombre») que contrasta con la corpulencia y la abundancia de nombres del señor (Anselmo Epifanio Eleuterio Enrique Fernando, etc., etc.); ambos, pues, «se juntan y por misteriosa armonía y atracción de los contrarios se gustan, se quieren, cada cual a su modo, y se complacen en el trato mutuo»349. El origen de los acontecimientos posteriores se encuentra en la conocida máxima oriental que don Anselmo sigue: «Un hombre no puede decir que ha vivido si no ha engendrado un hijo, plantado un árbol y escrito un libro». El día que nació Carlos, su hijo, plantó un eucaliptus del que sabe, por intuición y cierta experiencia, que está íntimamente relacionado con la vida de su vástago; le parece «la encarnación material» de su árbol genealógico, pues el duque cree «que estamos rodeados de misterio, que los seres y las cosas del cielo y de la tierra están ligados por misteriosas influencias»350. La escueta acción se desarrolla en las tres últimas páginas: Carlos llega a su casa acompañado por un desagradable amigo, Andrés López, quien pone en duda y niega la afirmación del duque sobre la medida exacta del árbol, cuya altura había sido recientemente comprobada por el mismo don Anselmo. Lo contumaz de la actitud de López y su porfía para que el árbol fuera derribado y así comprobar con exactitud sus dimensiones, asociada al desagrado que a doña Bibiana le producía el enorme eucaliptus -le parecía molesto- determina que el duque ordene su tala y derribo, en el que, fatalmente, muere su hijo, aplastado. El duque, sin perder su altivez, hace a López medir con sus propias manos el árbol y comprobar la veracidad de su afirmación.

El protagonista de la historia no hace sino seguir sus convicciones y dar ejemplo de nobleza, cuya definición encierra en una máxima: «que nuestras palabras sean tan   —196→   veraces que podamos afrontar la misma muerte, antes que nadie las ponga en duda»351. Su genealogía, representada en este árbol gigantesco, comienza y termina con él, que ha cumplido su propio proyecto vital, pues nunca pensó en delegarlo y hacer dejación de él en su descendencia.

El título del cuento, Las máximas, el eucaliptus, el vástago, alude a los mismos elementos del relato anterior; y la historia es la misma, sólo que recortada, sin las amplias digresiones ensayísticas en las que tanto el narrador como el protagonista abundan, ni las anécdotas o historias secundarias. No se hace tampoco mención de la historia de Muñoz-Peón; sólo queda concisamente anotado: «Circulaba por sus venas sangre real, fundida con igual proporción de sangre de bastardía»352. Cambian los nombres de todos los personajes, y el jardinero Pin es sustituido por el párroco del lugar, don Urbano, cuya «conmovedora» fe contrasta con el escepticismo del noble: «Quizá por esto acoplaban los dos amistosamente» (única plasmación del tema de la armonía de contrarios, tan reiterado en el anterior). Se ha tendido aquí, sin ambages, a contar la historia.




ArribaAbajo6. «Un instante de amor»: Tragicomedia grotesca

Incluible en esta «etapa de transición», ya que por su estilo difícilmente podría pertenecer a época más juvenil, Un instante de amor se nos presenta como un claro precedente de las frustradas relaciones amorosas de Anselmo Novillo y Felicita Quemada en Belarmino y Apolonio. Los modelos reales que Ayala toma para dar vida literaria a los protagonistas de esta historia son los mismos que le sirvieron para la creación de los personajes citados; vivieron en Oviedo, eran muy conocidos y protagonizaron «un amor imposible que duró cuarenta años»353. Es, pues, otra versión de este dilatado «romance», considerado   —197→   aquí como pieza exenta y válida por sí; más grotesca, si cabe, pero con un desenlace no tan funesto como el que tiene en Belarmino, aunque no carece de patetismo. Por otro lado, también se reconoce en el protagonista una especie de apunte de lo que habría de ser Urbano; el rasgo que lo define es la timidez, igual que al protagonista de las novelas de 1923 hasta que se afirma su voluntad.

Se nos relata aquí, humorísticamente, los cuarenta y cinco años que transcurren entre el momento en que Plácido Arbejo es presentado, en un encuentro casual, a Marujina, la primera noche en que el joven acompaña a su padre a la tertulia del café por haber terminado la carrera de Derecho, y el día en que no sólo le declara su amor, sino que le habla por primera vez después de unas tácitas relaciones en las que no fue más allá de pasearle la calle y espantarle a dos o tres pretendientes. Pérez de Ayala da un tratamiento expresionista a esta historia, ya de por sí exagerada; la caricatura sistemática y un humor permanente resaltan lo grotesco de la situación y del personaje, callado y tímido en exceso, que vive una existencia quieta y soñolienta cuyos acontecimientos destacables, en esa gris repetición de costumbres, no pasan de ser el día en que su padre comenzó a no acompañarlo al café de Costantinopla (lugar de su terturlia cotidiana) y el de la llegada al lugar de los licores aperitivos. Del mismo modo sucede con la remansada vida de la ciudad; el paso del tiempo se va advirtiendo en mínimos cambios, como por ejemplo los del alumbrado: los candiles de las calles y los quinqués del café que aparecen al principio van siendo sustituidos por el gas y, luego, por la electricidad. Aunque los más notables cambios son los meteorológicos:   —198→   llueve -casi siempre- o no llueve «sobre la acurrucada y vieja ciudad» (prosopopeya del tono de la que inicia Tigre Juan). Sus habitantes son hombres «dueños de su propia voluntad, una voluntad chiquita y metódica que tenía sus resortes adiestrados de manera que todos los días ejecutaban la misma función, y de idéntica suerte»354.

El tiempo aparece, pues, condensado en esa sucesión monótona de los días iguales, y en las dos últimas páginas se ven sus efectos. No habían sido descritos los físicos de los protagonistas; cuando se nos muestran, son dos ancianos. Pérez de Ayala cambia aquí el tono grotesco que domina el relato para mostrar una compasiva ternura por unos personajes a los que había ido ridiculizando: los salva en el último momento. La escena de la declaración y el beso entre los dos viejos es patética, y a ello contribuye la apostilla final hecha por unos golfillos que curioseaban.

Es posible que éste sea uno de los relatos más redondos de su autor; narrado justamente, sin digresiones, y utilizando un endiablado humor, resume con habilidad un dilatado período temporal. Va creando la sensación del paso del tiempo hasta el vértigo de la escena final, con ese tránsito de lo caricaturesco a lo lírico. Es también una pura creación literaria hecha sin ningún propósito más que el de contar la historia y crear el efecto patético en la última página; está ausente, pues, la intención moralizadora, a la manera ayaliana, básica en los relatos del segundo período.