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Don Gonzalo González de la Gonzalera


José María de Pereda


[Nota preliminar: edición digital a partir de la de de OO.CC., Madrid, Viuda e hijos de Manuel Tello, 1906 y cotejada con la edición crítica de Enrique Miralles (OO.CC., Santander, Tantín, 1991, t. IV, pp. 51-349).]


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Al señor D. R. de Mesonero Romanos

Porque tuvo usted la bondad, cuando publiqué mi primer libro, de saludarme punto menos que como a una lumbrera en el arte de pintar costumbres, atrevíme a esperar que, andando el tiempo, llegaría yo a escribir una obra tan excelente, que fuera digna de ser ofrecida al Curioso Parlante maestro eximio cuyos cuadros eran, y siéndolo continúan hasta la fecha, mi delicia por lo primorosos y mi desesperación por lo inimitables. Pasaron los años y compuse más libros; y aunque nunca me faltó la estimulante recompensa de las alabanzas de usted, el que yo había soñado no llegaba. Sin adelantar gran cosa en el oficio, apuntáronme las canas; y con esta ganancia, perdí para siempre aquellas candorosas ilusiones. Convencido ya de que la más mala de mis obras es la última que escribo, dedico a usted ésta, en la seguridad, de que la siguiente, si llego a concluirla, ha de ser mucho peor.

Sírvase usted, mi querido maestro, aceptarla, ya que no por buena, como público testimonio de la cordialidad con que es de usted agradecido amigo y admirador entusiasta,

JOSÉ MARÍA DE PEREDA.






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- I -

Que puede servir de Introducción


Trepando por la vertiente occidental de un empinado cerro, se retuerce y culebrea una senda, que a ratos se ensancha y a ratos se encoge, cual si estas contracciones de sus contornos fueran obra de unos pulmones fatigados por la subida; y buscando los puntos más salientes, como para asirse a ellos, tan pronto atraviesa, partiéndole en dos, un ancho matorral, como se desliza por detrás de una punta de blanquecina roca. Así va llegando hasta la cima; tiéndese a la larga sobre ella unos instantes para cobrar aliento, y desciende en seguida por la vertiente opuesta.

Por esta senda arriba me va a acompañar el lector breves momentos, si quiere orientarse con facilidad en el terreno en que van a desenvolverse los sucesos, cuya fiel y puntual historia ha de ser este libro... Y cuenta que no le llevo por el atajo, porque el cerro está cortado a la izquierda por el río, y por la derecha forma parte de la estribación de una montaña de muy difícil acceso.

Supongámonos, pues, colocados ya sobre la cumbre de Carrascosa (que así se llama el cerro, por razón, según fieles informes, de lo fecundo que es en acebos, o carrascas); y mirando hacia la parte opuesta a la vertiente por la cual hemos subido. Domina la vista un extenso valle encajonado entre montañas y dividido por el río, que, como he dicho, corta el cerro a nuestra izquierda, y continúa después deslizándose unas veces, despeñándose otras, rugiendo acá, tronando allá y murmurando siempre contra las estrecheces que a cada paso le ofrecen las montañas o los peñascos que contornean y forman su escabroso cauce. Retirándose a larga distancia del río, en señal de temor a su vecindad, arrímanse los pueblecillos del valle a las faldas de las montañas vecinas, entre cuyos robledales se agazapan, dejando de avanzada los blancos campanarios, que con sus vibrantes lenguas se envían mutuos saludos de paz y de alianza desde la una a la otra ribera, cada vez que el alba asoma o el sol se oculta, a cuyos ecos responden en los tranquilos rústicos hogares los de la oración que se eleva a Dios en acción de gracias por el nuevo día alcanzado, o en demanda de perdón para la culpa, si el sueño que se busca para reposo del cuerpo fatigado ha de ser el comienzo de la eternidad.

Uno de estos pueblecillos se desparrama en el ancho recodo que forma en sus bases unidas el cerro de Carrascosa y la montaña, ya mencionada, de nuestra derecha. De esta ventajosa posición procede gran parte de la fama de sus terrenos en el valle: gozan en todas las épocas del año del sol fecundante del mediodía, y están a cubierto de los fríos y de las iras del norte y del vendaval, temibles enemigos de las buenas cosechas.

Llámase el pueblo Coteruco de la Rinconada, por distinguirse de otro Coteruco de la Sierra, que hay a la otra parte del río. Y aconsejo al curioso lector que no se canse en buscarle en el mapa pues lo mismo él que Sotorriva, Jelechoso, Pedreguero, Solapeña, Verdellano, Pontonucos, y los restantes pueblos del valle, y el valle mismo, y Carrascosa, y cuanto ha visto desde la cumbre de este cerro, pertenece a la geografía moral de la Montaña, del uso privativo del novelista.

Coteruco no es grande: apenas tendrá ciento cincuenta vecinos, cuyas habitaciones podríamos contar desde el punto en que nos hallamos, si semejante minuciosidad nos fuese necesaria; pero de todas ellas, principalmente en tres hemos de penetrar en el curso de esta historia, y esas tres son las que voy a registrar en la memoria del lector. La primera, grande, de cuatro aguas, es la que más se interna en el valle: tiene anchos y firmes balcones de madera, y está circuida de un alto muro que guarda una extensa y bien provista huerta, por detrás, y forma por delante una vasta corralada; son blancas sus paredes, serio el color de sus puertas y ventanas, limpio y bien recorrido su tejado, sin picos ni otros mamarrachos harto comunes en las construcciones rurales de la Montaña, y la huerta es un primor de aseo y buen orden.

El segundo edificio, situado al centro, en lo más alto del anfiteatro que forma una gran parte del pueblo, es un caserón solariego, de ennegrecidos y mohosos paredones, con un escudo de armas entre cada dos huecos y sin una sola ventana que bien cierre ni tenga completos los cristales: ondulan los aleros de su tejado, y el férreo balconaje a partes se desmaya con los años, y a partes se deshace roído por el orín y las celliscas; sobre dos viguetas empotradas en la pared del mediodía, hay un cajón que sirve de tiesto a algunas mortecinas matas de claveles, y en el mezquino huerto contiguo a la casa, mal cerrado por un muro ruinoso que tumba sus achaques sobre un lecho de ortigas y se envuelve en un viejo manto de tupida hiedra, sólo se ven tres manzanos tísicos, dos rosales viciosos, una mata de ruda y algunos pies de berzas y posarnos.

La tercera casa, en alto también, aunque no tanto como la solariega, y mucho más que ella al mediodía, es nueva, flamante, y se alza sobre tres arcos, no rebajados, sino jibosos, de asperón tiznado de amarillo y chocolate; y a todo lo largo de su fachada principal, construida de la misma piedra, corre un balcón de hierro, formando sus balaustres grotescas canastillas y entrelazadas parábolas y volutas, con tres huecos pintados de verde esmeralda, festoneados de blanco. Sobre el tejado se levanta un mirador, o linterna, y sobre ésta una fragata de hierro, cuyo bauprés tiene el encargo, aunque rara vez le cumple por la pesadez del artefacto, de marcar la dirección del viento. Delante de la casa hay un jardincillo, tan pobre como presuntuoso, circuido de una serie de venablos, pues a lanzas no llegan, mal forjados por el herrero vecino, y enfilados entre dos llantas débiles y mal avenidas.

Réstame decir que estamos al comienzo del año memorable de 1868; que con tocas de nieve se engalanan las crestas de las montañas del horizonte, en tanto las más cercanas lucen en sus faldas, entre escuetos y ennegrecidos robledales, los verdes remiendos de sus brañas y el rojo mate de sus resecos helechales; que el suelo del valle remeda, con ventajas, un tapiz de terciopelo partido por ancha cinta de plata; que el sol moribundo, hiriendo las cimas de nuestra izquierda, parece que saca de sus blancos capillos haces de oro entre polvo de diamante, mientras los montes del otro lado se rebujan en las húmedas sombras de la tarde; y, en fin, que todo este conjunto de maravillas se le ofrezco al lector como un detalle de carácter, no porque a mí me asombre por nuevo, ni siquiera por raro, en el siempre y a todas horas y en todas las estaciones del año, maravilloso panorama montañés.

Orientado ya en el teatro de los sucesos que he de referirle, puede el lector retirarse de la escena, bien entendido que su presencia en ella ha de servirme de estorbo más que de otra cosa, desde este instante en que doy comienzo a mi tarea, hablándole de las personas que habitan la casa de cuatro aguas.

Heredero de un nombre de bien notorio abolengo en el país, e hijo único de un rico propietario en quien habían recaído, por falta de sucesor más cercano, los caudales de tres de sus consanguíneos, don Román Pérez de la Llosía recibió en su juventud una educación que, según los aparentes propósitos de su padre, había de llegar a abrirle las puertas de la Universidad; pero el educando, aunque despierto y de buena pasta para adquirir con facilidad la forma de un doctor, suspirando siempre por el aire de sus montañas y por la libertad del valle nativo, sólo por pundonor de alumno se echaba a pechos las abstracciones metafísicas, las arideces del latín y los problemas del álgebra; había nacido y se había formado en el campo; su alma estaba identificada con aquellos horizontes y aquella fragancia de la naturaleza, y se le entumecía en el cuerpo cuando se consideraba en lo porvenir ensartando sofismas en el foro, como jurisconsulto, o recetando a tientas contra las mil y mil plagas físicas, ajenas a la doliente humanidad. Algo por el estilo expuso respetuosamente a su padre tan pronto como recibió el grado de bachiller, a lo cual respondió el discreto anciano enviando al joven Román a viajar, durante dos años, por donde le pluguiese, más que por contrariar las inclinaciones de su hijo, por someterlas a buena prueba.

Cuando Román volvió a Coteruco dando a su padre discreta relación de lo que había visto en España y fuera de España, y no escaso testimonio de que sabía observar y distinguir, hallése más apegado que nunca a sus antiguas aficiones campestres. No le pesó a su padre el conocerlo, pues se veía muy avanzado en edad, no muy cabal de salud, y su hijo era, al fin, el único llamado a heredarle y a cuidar de aquellas labranzas que él también había heredado y mejorado no poco.

Dueño de ellas, al cabo, por muerte de su padre, el ya hecho y derecho mozo Román acabó de aficionarse a la vida de labrador, y se casó, a los treinta años de edad, con una dama del mismo valle, que murió cuatro después, dejándole una niña por fruto de su matrimonio. Hondísima mella produjo en su corazón esta desgracia; pero hombre de alma bien templada y de levantadas miras, logró sobreponerse a su infortunio, y hasta sacar partido de él para dar mayor alcance a los impulsos de su generosidad en bien de sus convecinos, en su gran mayoría ligados tradicionalmente a su casa, como colonos de ella unos, y todos como deudores de grandes beneficios.

Lo que en su razón le dictaba, lo que había visto y lo que había aprendido, infundiéronle el convencimiento de que el mayor bien que al cielo debían aquellos aldeanos que le rodeaban, era su sencilla y honrada ignorancia. Sostenerlos en ella era su principal cuidado... Y no se escandalicen de lo absoluto de la afirmación los zapateros ilustrados que lleguen a conocerla, pues, andando, andando, se justificará la aparente herejía.

Empecemos por advertir que don Román poseía como nadie el don de hacerse respetar de los labriegos, don rarísimo y extraño sobre toda ponderación. Verdad que era alegre, campechano, caritativo, modesto en el vestir, frugal en la comida, forzudo e inteligente en el trabajo, lo cual acometía a veces para predicar con el ejemplo a sus criados y colonos; que uncía un par de bueyes al aire; que sabía echar las tres cordadas con la sal del mundo sobre la balumba de un carro de yerba, y hasta conducirá éste por el camberón más pindio y entornadizo, sin que se derramara una gota de agua, aunque se pusiera lleno de ella hasta los bordes, un cántaro encima de la carga. Pero todo esto y mucho más lo saben otros, y no consiguen ese dominio absoluto. La magia de don Román estaba en la oportunidad con que daba, negaba o reñía; en la penetración de «aquel ojo» que era la admiración de sus convecinos.

-Si tuviera la bondad de emprestarme un par de pesetas... -le decía un Adán de mala ropa y triste cara.

-¿Para qué las quieres, borrachón?... Lo que te voy a dar es un soplamocos, si no te largas más pronto que la vista.

Y el pedigüeño se largaba sin chistar; y lejos de enfadarse por el recibimiento, murmuraba para sus andrajos:

-Yo no sé ónde mil demonches aprende este hombre las cosas. El diablo me lleve si no las huele.

Pues bien: ese mismo sujeto se acercaba otro día a don Román, y con las mismas palabras le pedía el mismo dinero, pretextando la misma necesidad; y don Román le daba un duro y unos calzones viejos y un pan de dos libras; y el dinero no iba a la taberna, ni los calzones ni el pan se vendían por aguardiente.

Con aquel ojo leía desde su casa la razón en las contiendas de sus convecinos, y anonadando al culpable con dos apóstrofes de acero, sin dar largas alas ni ensalzar muy arriba al inocente, restablecía la paz quebrantada.

Merced a esta vista penetrante, sabía demasiado que todo su prestigio y todo el peso de su fuerza moral, no alcanzaban a darle la victoria acometiendo de frente ciertas flaquezas rutinarias: en este terreno y con aquella táctica, la proverbial desconfianza montañesa es invencible; por eso las atacaba de soslayo, en su propósito inquebrantable de que lucieran en beneficio de aquellos labriegos, a quienes tanto amaba, los frutos de sus observaciones y de sus lecturas y las ventajas de su carácter y de sus riquezas; por eso, en lugar de decirles, por ejemplo: -«La remolacha es una hortaliza que suple ciertas épocas del año a la yerba, con la ventaja de producir en las vacas alimentadas con ella mayor cantidad de leche; sembrad remolacha,» les decía: -«Váis a ver cómo siembro remolacha, cómo mis vacas la toman, cómo dan más leche que si se alimentaran de yerba, y cómo puede hacerse esto casi de balde y sin perjuicio de la ordinaria cosecha de maíz».

Y cuando todo esto lo veían confirmado los aldeanos en las hermosas vacas que don Román criaba en sus establos, iban poco a poco aceptando la reforma; mas como para establecerla de lleno, así como para el cultivo de los forrajes que igualmente aceptaron, se necesitaba la inviolabilidad de las mieses, consiguió también don Román otro objeto que no hubiera logrado jamás buscándole de frente: que se desterrara de Coteruco la nociva costumbre de las derrotas. Entonces adquirió extrañas razas de ganado, y las propagó en el pueblo mejorando las indígenas.

Por medios análogos acreditó el uso de nuevos aperos de labranza, y hasta logró que en el pueblo mismo se construyeran iguales o parecidos; y venciendo aún mayores dificultades, llegó a conseguir que Coteruco se distinguiera de todas las aldeas del valle por sus hermosas calzadas, sólidos pontones y lujosos abrevaderos. Y digo que «venciendo mayores dificultades», porque el ayuntamiento era siempre su enemigo mortal, y jamás don Román quiso formar parte de él. Es fenómeno digno de estudio esa antipatía con que en los pueblos rurales miran los ayuntamientos a los vecinos del carácter benéfico, íntegro e. independiente de don Román. Dicen los que creen entender algo en achaques de esta especie, que se explica el fenómeno por la calidad de la gente que aspira al cargo de administradores del municipio aldeano; por la lucha sorda que necesariamente ha de entablarse entre los omnipotentes pardillos de la Justicia, interesados en llevar la administración por los caminos de la rutina viciosa, aun jugando limpio, y las nobles y desinteresadas miras del independiente administrado; dicen... ¡qué sé yo lo que dicen, entendidos y maliciosos, sobre el caso! Pero yo lo pongo en cuarentena, y limítome a citar el hecho. Conste así, y haga el lector el uso que le plazca de la noticia.

Lo que a don Román costaban en dinero estas reformas y aquellas innovaciones, no hay que decirlo; pero todo, aunque era mucho, lo daba por bien empleado el buen señor, pues, merced a ello, era Coteruco la gala del valle; sus campos, los más productivos y los más productores; sus habitantes, los mejor vestidos y los más alegres; su taberna, la más desprovista y la menos concurrida; sus desvanes, los más repletos, y sus ganados, los más lucidos. Este era el único galardón que apetecía; el exclusivo fin a que aspiraba en sus dispendiosos desvelos el generoso Pérez de la Llosía.

Tenía una biblioteca adecuada a sus aficiones, y estaba suscrito a dos revistas de agricultura e industria, y a un diario de noticias, no por inclinación a la política, pues la detestaba con todo su corazón, sino por tener una idea, en las soledades de Coteruco, de cómo andaba por los grandes centros la cosa pública en todas sus fases. De cuanto en sus libros y en las tres publicaciones se contenía que pudiera entretener, enseñar o divertir a los labriegos, les enteraba minuciosamente en ocasiones como la que fuego estudiaremos. Únicamente les ocultaba cuanto se relacionase con el fango de la política al menudeo. Para don Román, llevar esta política a una aldea, equivalía a encerrar una víbora en un nido de palomas.

En el instante en que comienza nuestro relato, tenía don Román cincuenta y dos años, y conservaba el buen humor, las fuerzas y la robustez de los treinta; sólo algunas canas sembradas entre su espeso cabello y sus patillas, cuidadosamente recortadas, le denunciaban por hombre de edad. Era su aguileña faz morena, no por la naturaleza, sino tostada por la intemperie, como lo demostraba la blancura de su cuello; de talla mediana, pero bien aplomada, y suelto y vigoroso de miembros.

Para adquirir completa idea del carácter y de los hábitos de este personaje, y al propio tiempo conocer a otros, es indispensable que entremos en su casa, tres horas después que el lector se retiró, por mi consejo, de lo alto de Carrascosa.

De todas las callejas y desfiladeros de Coteruco iban desembocando en la plazoleta frontera a la portalada de don Román, negros bultos, de muy atrás denunciados por el monótono clan, clan de sus almadreñas al pisar sobre los morrillos del empedrado, o por el intermitente fulgor del cigarro, o por el sonoro relincho repetido por los cien ecos de los vecinos montes. Aquellos bultos, uno a uno, o en grupos, según lo disponía la casualidad, a medida que llegaban a la portalada, abríanla; atravesaban el corral, donde se oía el suave cencerreo del ganado que rumiaba en las cuadras inmediatas; entraban en el ancho soportal, descalzábanse las abarcas, arrimábanlas en apretada fila a la pared; y en escarpines, después de alzar la pesada aldabilla del portón del estragal, tomaban escalera arriba. Como sombras atravesaban, medio a oscuras y en silencio, el largo pasadizo que terminaba en la cocina; penetraban en ella, previo saludo de «Dios sea en esta casa,» e. iban sentándose sobre el poyo que se extendía por toda la línea de las paredes. Ardía, junto a la testera, copiosa fogata, y a todos alcanzaban su luz y su calor. Así fueron reuniéndose no menos de cincuenta labradores de Coteruco, como se reunían todas las noches de invierno en aquel sitio, y aun algunas de verano en la plazoleta de la portalada. Allí no se negaba la entrada a nadie, excepto a los borrachos contumaces, a los maridos crueles o a los hijos desnaturalizados, géneros que, en honor de la verdad, apenas eran conocidos en aquel lugar. Don Román presidía estas reuniones, ya iniciadas en vida de su padre; y tan identificado estaba con ellas y tan familiarizado el pueblo con la casa, que a la casa iba hasta el recaudador de contribuciones a cobrar las del vecindario allí reunido, previo anuncio, fijado en la puerta del Consistorio, de hacerlo así en tal o cual noche, sin que a don Román le causaran más extrañeza ni más extorsión ésta y otras parecidas algaradas, que la venida del sastre a tomarle medida de unos pantalones.

No faltaban, en la ocasión de que vamos hablando, los personajes que podían considerarse el alma de aquellas tertulias: Juan Antón el de la Portilla, autoridad de peso en plantíos y labranzas: Gorión el de la Junquera, la flor de los ganaderos; Toñazos el de la Callejona, carpintero ingenioso, sin dejar de ser buen labrador; Chisquín Bisanucos, afamado decidor, saco de marrullerías y camándulas, etc., etc. También se encontraba allí aquella noche el famoso Patricio Rigüelta, llamado por sus convecinos el Judas de la tertulia (a la cual asistía raras veces) y acaso se lo llamaran con razón. Era hombre de cincuenta años, moreno, enjuto, de ojos pequeños y mirada innoble, muy risueño y muy hablador. Tenía un poco de chalán, otro poco de arbitrista, muy poco de labrador y mucho de correntón y aventurero; era muy aficionado a ser concejal, pleitista perdurable y enemigo encarnizado de todos los ayuntamientos, cuando no lograba formar parte de ellos. Acaudillaba en Coteruco a todos los viciosos y haraganes que no tenían entrada en casa de don Román, y se despegaba de sus convecinos por costumbres, carácter y figura, como el agua del aceite. Que este sujeto no era santo de la devoción de don Román, no hay que decirlo; pero le admitía en su casa porque jamás le pidió permiso para entrar en ella: sospechaba, como sus tertulianos, que Rigüelta iba a su cocina para saber lo que allí se trataba, y venderlo en ocasión oportuna, si le convenía.

Y corriendo la velada sus primeros trámites de carácter, llegó a decir Gorión, rascándose la cabeza:

-Y ello, don Román, ¿se anima usté o no se anima? ¿mando u no mando? ¿voy u no voy a la feria de San José?

-¡Y dale con el tema! -respondió don Román volviéndose hacia Gorión. -Pero ¿qué demonio de coscojo se te ha metido en la mollera con esa feria dichosa, de un mes acá?

-Coscojo, coscojo, por decir coscojo, no es tanto como a usté se le figura el que a mí me ha entrao; pero mire usté, señor don Román, que tengo mucho ganao en la corte; que con el solano de antaño no hemos tenío pación ni toñá; que el agosto puede ser, u puede no ser; que si no es, el ganao no ha de roer los peales; que ahora se paga bien; que tengo hoy dos novillas que nos pueden dejar a usté y a mí un platal de ganancia, porque... mejorando lo presente, espejos de cristal paecen pa mirarse la cara en ellos... vamos, que regienden de gordas y se pueden lavar con dos cuartos de aceite.

-¡Y que no vale mentir! -manifestó Chisquín.

Miróle Gorión con dureza, y preguntóle muy serio:

-¿Va con segunda, Chisquín?

-¿Cómo ha de ir con segunda, hombre de Dios, si no había dicho endenantes la primera? -respondió Bisanucos, con su obligada sonrisilla maliciosa.

-Es que -replicó Gorión, -yo no quiero segundas; porque si tú entiendes mucho de sotilezas y requilorios, a engordar ganao... ni tú ni tu agüela.

-¡Cuidado con las segundas, Chisquín!... -dijo don Román a esto, fingiéndose enfadado. -Gorio tiene razón que le sobra, y tú eres tan buen malicioso como mal ganadero. Y si no, vamos a ver: ¿qué le das a la Galinda, que cada día está más encanijada?

-¡Ajá!... -interrumpió Gorión; -sacúdete ese tábano, y güelve por otro, Chisquín... ¿qué le das tú a la Galinda?

-¡Silencio todo el mundo! -exclamó don Román, mirando a Gorión con fingido enojo. -Quiero yo vérmelas mano a mano con este valiente. Con que sepamos, señor Chisquín, de qué vive ese pobre animal.

-Pues, hombre -respondió Chisquín, con su risita de siempre, -vive de lo que hay en el pajar... Y de lo que arranca de vez en cuando.

-Pues si esperas pagarme la renta de este año con las ganancias que te deje esa vaca, medrado estás.

-Eso, don Román, no me apura gran cosa que digamos...porque onde no hay... y, por último, usté no me ha de llevar a la cárcel, ni me ha de rematar la caldera.

-¡Fíate y no corras, Chisquín!

-¡Toña!... ¿Habéis oído?... ¡Pues no dice!... ¡Jajajá!

-¿De qué te ríes, chafandín?

-¡Toña, toña, toña! ¡Eso sí que tendría que ver!... ¡Don Román embargando a un rentero!

-Así me diera la gana.

-¿Cómo ha de darle, hombre? -exclamaron varias voces.

-¿Qué cómo ha de darme? -replicó don Román un poquillo picado de su derecho; -en cuanto la idea se me ponga entre los cascos.

-¿Cómo se le ha de poner a usté esa idea en jamás de los jamases?

-Poniéndoseme, ¡canastos!

-¡Que eso no puede ser, hombre!

-¿Apostamos a que me váis a negar hasta el derecho de pedir lo que es mío?

-Eso no; pero lo otro... lo otro, don Román, no es usté capaz de hacerlo.

-Y ¿cuál es lo otro?

-El embargo.

-Digo y sostengo que estaría en mi derecho obligando al lucero del alba a pagarme lo que me deba... ¿lo entendéis?... Y por cierto que si lo hiciera, no sería la primera vez.

-¡Toma! -exclamó Chisquín: -lo dice por Barriluco. Pues de ese modo, vaya usté embargándome a mí, ¡carafles! Un hombre que le debe tres duros por rentas de uno y otro; que no quiere pagarle, y gasta cada día dos pesetas en la taberna, y sale de ella hecho un cuero de vino; que va usté, y por el aquél de sostener la razón, le lleva a juicio; pide que te embarguen la caldera, se queda usté con ella por la deuda, y al otro día se la manda a casa a la mujer, con un item más de un ochentín de cinco duros.

-Eso, Chisquín, es hablar por hablar y meterte en lo que no te importa... Y hasta puede no ser verdad. El hecho es que Barriluco pagó lo que me debía, y a eso has de atenerte. Con que procura engordar un poco a la Galinda para no llevarte un chasco... Y se acabó la historia. ¿Cómo está tu madre, Blas?

-Va bien, muy bien, desde que el médico la asiste.

-¡De buena se ha librado!

-Verdá es.

-¡Bárbaros, más que bárbaros!...

-También es cierto; pero ello, don Román, pongámonos en los casos.

-No hay tales casos, sino falta de sentido común: por eso sois recelosos con la razón, y os váis como bestias detrás del primer charlatán que quiere robaros el dinero. ¡Mire usted que es ocurrencia! Bizmar de pies a cabeza, después de descoyuntarla los huesos, a una pobre anciana porque está inapetente y descolorida... Pues ¿cómo ha de estar a sus años, pedazo de bárbaro? Fortuna que lo supe a tiempo; que si no, a esta fecha está ya la infeliz con mi abuela.

-No diré que no.

-Lo que siento es no poder echar a presidio a la pícara forastera que explotó tu credulidad robándote cuatro duros después de martirizar a tu madre... Es preciso hacer ejemplares castigos para que vayáis abandonando esa y otras brutales preocupaciones.

-Y volviendo al caso, señor don Román -interrumpió Gorión, que no disimulaba su impaciencia, -¿llevo u no llevo a la feria las novillas?

-¡Llévalas con mil demonios, con tal que me dejes en paz! -respondióle don Román, formalmente sulfurado; y luego, volviéndose hacia Gorión, díjole clavando en él sus ojos penetrantes: -¿Quieres apostar a que después de tanto empeño en ir a la feria, no las vendes allá?

-¿Qué no las vendo?

-No, señor.

-¿Por qué?

-Porque no es ese el ajo que a ti te pica; porque no vas a venderlas; porque lo que tú quieres es fachendear con ellas y pintar la mona en la feria... ¿Acerté? Ahí le tenéis colorado como un tomatazo reventón... Pues te vas a llevar un solemne chasco, porque yo también voy a enviar mis dos novillas... Y con los collares de pelo.

-Hombre -replicó Gorión con un poquillo de resquemor-, tocante a eso... allá nos veremos, don Román. Buena es la Cordera de usté; pero la otra... la otra. ¿a qué hemos de decir lo que no es?... la otra, don Román, no llega a las mías..

Aquí se entabló una acalorada contienda sobre si llegaba o no llegaba, en la que tomaron parte casi todos los tertulianos; y al terminarse, quedando el punto dudoso, dijo Gorión, sobándose la barbilla con la zurda y mirando risueño a don Román:

-Y al auto de eso que usté dijo de los collares, ¿querría emprestarme dos de los que le sobran, pa las mis novillas?

-¡Hola! -exclamó el buen Pérez de la Llosía. -¿Con que también he de darte yo las armas para luchar contra mí?... Pues te presto los collares... ¡para que veas el miedo que me infundes!... Y, además, te hago una apuesta: vamos a poner en precio las novillas en la feria; y todo lo que ofrezcan por las tuyas más que por las mías, te lo regalo en dinero; y al contrario, me regalas tú a mí lo que ofrezcan por las mías más que por las tuyas.

-Con la Cordera de usté no entro yo a eso, don Román.

-¡Ah, fachendoso!... ¿Con que te encoges?

-Yo nunca he dicho que valga esa novilla menos que las mías.

-Pues, canario, con la otra va la apuesta.

-¡Con la otra!... Mire usté, don Román, que eso es robarle el dinero.

-Esa caridad es miedo, Gorio.

-Le aseguro a usté, don Román, como en la hora de mi muerte, que hablo con todo el sentir del corazón, y que si otra me queda, con ella reviente.

-Pues por lo mismo queda hecho el convenio... Y te prevengo que, del dinero que te gane, no te perdono un cuarto, y que si para cobrarme te embargo la caldera, no espere tu mujer que se la devuelva al otro día.

-Tocante a eso, señor don Román -dijo Gorión con jactanciosa solemnidad, -ya sabe usté que, para las ocasiones de apuro, siempre hay en casa de un hombre de bien media onza al pico del arca.

-Pues no la gastes por si tienes que dármela.

Entre tanto, en el rincón más oscuro de la cocina estaba Carpio Rispiones con las manos en los bolsillos, la cabeza caída sobre el pecho y los ojazos clavados en la lumbre.

-¿Qué demonios cavilas -díjole de pronto don Román, -que parece que se te escapa la enjundia por entre los dientes?

Sacudió Carpio el sopor, miró perezoso a don Román, y respondióle:

-Cavilo, don Román, que va usté a tener que echar otro paseo a la villa.

-Y con él serán cinco... A bien que para lo que a ti te cuestan... ¿Pues qué nueva tripa se te ha roto allá, alma de Dios?

-La de siempre... ¡Cuando le digo a usté que al fin me apandan el prao y no cobro lo que dí por él! ¡Por vida de los senfinitos!...

-Si tú no fueras un mastuerzo...

-Si no es por eso, hombre... sino que a uno, como le ven así tan aína le sorben como te chumpan. Cuando va usté y habla y pone los ites en la palma de la mano, la cosa marcha por su carril; pero llámanme a mí, pregunta de acá, pregunta de allá, tan pronto que arre, tan pronto que ticha, ni yo lo entiendo, ni sé lo que respondo, ellos ponen lo que les conviene; y el demonio me lleve si de esta vez no me dejan a la mesma santimperie de Dios padre.

-Eso te enseñará a andar por el camino derecho. Si hubieras hecho la compra con las formalidades legales, habrías sabido a tiempo que el prado estaba vendido ya, y no te vieras hoy envuelto en un lío que ha de costarte caro. Consuélate ahora con el papeluco que te firmaron en la taberna por creerle más barato que una escritura en regia. ¡Melenos!

-Don Román, carta del muchacho hemos cogido hoy, -gritó un tertuliano de los más arrimados a la lumbre.

-¿Llegó sin novedad?

-Bueno, gracias a Dios... y papeles cantan, -añadió el de la carta, sacándola de su chaqueta. Desdoblóla, metióse más por el fuego, y leyó a tropezones, entre otros párrafos, de todos bien conocidos, estos dos:

«Es una barbaridá... barbaridá, el agua que tienen los mares... los mares, que hemos navegado... navegado. Padre: le digo a usté que no acababa uno de ver aguas... aguas; tan aína azules, tan aína verdes... verdes; aguas a la derecha, aguas a la dizquierda; aguas por delante, aguas por detrás... por detrás... Y cielo por arriba... ¡mucho cielo! De modo y manera, que de tierra no vimos pizca hasta que lleguemos a ésta.

«Padre: sabrá usté que ésta es una ciudá manífica... manífica, con un caserío de lo mejor que puede verse... verse... Y un señorío de lo más majo y prencipal; birlochos por todas partes, tiendas a manta de Dios... de Dios... Vamos, que el verlo pasma y atontece al hombre... al hombre... Padre, dirá usté a don Román que en su día cumpliré con él como un caballero... caballero; pues el darlo él de por sí como un regalo por mi bien, no es decir que yo no lo deba delante de la cara de Dios... de Dios...»

-Etcétera, etcétera, etcétera -interrumpió don Román, que no gustaba de alabanzas, y mucho menos donde la gente las oyera: -lo esencial es que ha llegado bueno; y lo que has de pedir a Dios, es que el pobre chico no sufra un amargo desengaño de la suerte.

-Que todo podría ser, -objetó el de la carta.

-¡Se ven tantos de esa misma procedencia!

-Tampoco faltan afortunados, don Román.

-¡Que pocos son! Grandes, inmensos beneficios debe esta provincia al dinero de América; hijos cuenta entre los que allá labraron su fortuna, que son verdaderas glorias, no ya de sus familias, sino de su patria; pero ¡qué caro lo ha pagado ésta! Con el ejemplo de estos hombres, que yo admiro y pongo sobre mi cabeza, ¡cuánto iluso ha perecido en el mayor desamparo, y cuánto mentecato ha vuelto sin fe, sin conciencia, sin afectos, corrompido el corazón e inculto el entendimiento!... Y vaya ahora una noticia de las gordas que os gustan. ¿Sabéis vosotros qué cosa es el Canal de la Mancha?

-Pues el Canal de la Mancha -dijo Toñazos, -bien claro se declina ello de por sí... Un canal, a modo del de Castilla, que estará, si a mano viene, en tierra de manchegos.

-Nada de eso: el Canal de la Mancha es un mar.

-¿Un mar mayor?

-¿Qué más da que sea mayor o que sea menor? Es un mar en toda regla, colocado entre Inglaterra y Francia, y mar muy bravo, por añadidura.

-Bien ¿y qué?

-Actualmente llegan ferrocarriles a una y a otra orilla; y los viajeros, dejando los coches de los trenes, embárcanse en vapores combinados con ellos, y pasan el mar, y vuelven a meterse en el tren que les aguarda a la otra parte.

-Corriente: ¿y qué?

-Que esto no es cómodo, además de ser muy peligroso en ciertas épocas del año, cuando el mar se embravece...

-Claro está que sí.

-Por lo cual se trata ahora de que los trenes pasen el Canal de parte a parte.

-Quiere decirse que harán barcas grandes, de modo que puedan llevarse a la otra banda el tren entero y verdadero. Pues eso, don Román, aquí lo hacemos todos los días con los carros en la barca de la Pasera.

-Ya; pero como, en ese caso, sobrarían los trenes o sobrarían los barcos, porque el procedimiento, sobre complicado, sería más peligroso...

-Pues ¿de qué se trata?

-Se trata de que pase el tren por debajo del agua.

-¡A tu abuela con eso!

-Os digo que sí.

-¡Que a tu abuela con eso, hombre!

-¡Y dale, mastuerzos! Os repito que es posible... Y cierto.

-Pero, don Román, ¿cómo ha de pasar un tren por debajo del agua sin que se ahogue el insuncorda que vaya adentro?

-Abriendo un túnel, es decir, un agujero por debajo del suelo de la mar.

-¡Anda, hijo, anda!... sobre echarlas, gordas, que se vean bien... En primeramente, señor don Román, las mares mayores no tienen calo, ni ha habido cristiano que se le alcuentre.

-Pues, señor Chisquín, ha de saber usted que ignora muchas cosas, aunque no lo crea así, y entre otras, que la mar tiene suelo, y muy a la vista, y que esto lo saben cuantos andan sobre ella y todos los que no andan, con tal que tengan sentido común.

-Y aunque haya ese suelo, siquiera por no desmentirle a usté, ¿quien es el guapo que le juriaca, sin más ni más? ¿qué come? ¿qué bebe? ¿cómo alienda?

-¿Qué come, qué bebe y cómo respira un minero en Reocín o en Mercadal? Una vez debajo de tierra, ¿qué más da tener encima una montaña que la mar?

-Y el traqueteo del agua ¿no es nada? Y el peso de los barcos ¿es maquillero de poya? Le digo a usté... que a tu abuela con la choba.

-Eso decíais cuando aquello otro que os conté del Canal de Suez... Y ya os he leído cómo es obra que se da por terminada.

-Pero, hombre, al cabo, al cabo, aquello si mal no recuerdo, era muy diferente: mar acá, mar allá y tierra de por medio. Pues, señor, que queremos abrir una sangría pa que las aguas se junten: pues cava, cava, y ajonda, ajonda. Que no basta un hombre: se ponen ciento, u, pinto el caso, un millón; y la cosa se hace, porque se trabaja a la cara de Dios y a la luz del día... eso, si es que a la fecha se ha hecho, porque de lo que dicen papeles y yo no veo por mis ojos, no fío dos bisanes.

A todo esto, Patricio Rigüelta tecleaba mucho con los dedos delante de la nariz, y con gestos muy expresivos, hablaba bajito a unos cuantos que le escuchaban con avidez. Uno de ellos, más vehemente o más curioso, no pudo contenerse y preguntó en voz muy alta a don Román:

-Y ello ¿qué hay de cierto en lo que aquí se nos rifiere?

-¿Qué se refiere ahí? -preguntó a su vez don Román, frunciendo el ceño, porque se temía siempre alguna imprudencia del intrigante Rigüelta.

-Se rifiere que en Madrí anda la cosa mal, y que si va de la que va, no queda rata que lo cuente. Dicen que un general se ha soliviantao a las puertas del mesmo palacio, y ha pedío la cabeza de la reina... y, en fin, horror de cosas.

-Diré a usté, señor don Román: yo he referido...

-No hay nada que referir, señor Patricio.

-Perdone usté, señor don Román: cuando las cosas toman viso...

-Bolas de periodistas hambrientos, deseos mal disimulados... Y por último, ya sabe usted que he prohibido solemnemente que en mi cocina se hable de política, ni se mencione cosa que con ella se roce...

-Es que el caso es ahora muy diferente. La noticia la trajo ayer el Estudiante...

-¡Buen conducto!

-No debe ser malo, porque viene echao por el Gobierno.

-¡Gran cosa nos regala el Gobierno!

-Cogiéronle con otros compañeros... a lo que él refirió al mi hijo, que sabe usté que es también medio estudiante y muy amigo suyo; y por no echarlos a Ceuta, mandáronlos cada uno a su pueblo... ¡Tremenda dice que la tuvo ayer tarde con el señor cura al encontrarle en Carrascosa, al auto de eso!... Porque como él viene tan confiado en que van a triunfar los suyos...

-¿Vuelta otra vez, señor Patricio?

-Es la noticia, señor don Román.

-Pues por lo mismo.

-Será pobreza mía, pero no acabo de atinar por qué no hago bien en darla.

-Porque no nos hace falta en Coteruco... porque confite a confite se hacen los niños golosos; y esa y otras y otras noticias semejantes, unas veces falsas y otras ciertas a medias, son los confites de la política en estas apacibles soledades a donde no han de llegar los rayos, por mucho que truene en Madrid.

-Pero el saber un poco de todo no daña...

-No, cuando lo poco es bueno; sí, cuando lo poco es malo, y tal vez falso, y desde fuego incomprensible para estas sencillas gentes, como lo que usted ha referido.

-Pues yo creía que un labrador también es hijo de Dios, y podía, si a mano viene, entender de esas cosas... Y hasta llegar a manejarlas en su día.

-La dificultad no está en creer, señor Patricio, sino en tener razón. Yo os he explicado una vez el procedimiento que se usa en ciertas industrias bien dirigidas. Uno hace ruedas, otro tornillos, otro muelles, otro agujas, otro esferas, otro cajas y otro monta el reló, eligiendo lo mejor de cada pieza. De este modo se forma una máquina que marca las horas con una precisión asombrosa. Pero si el de los tornillos, en vez de hacerlos bien, se mete a fiscalizar al que hace ruedas, o el de las ruedas usurpa sus atribuciones al de las cajas, o todos aspiran a montar relojes sin construir buenas piezas, la máquina no se moverá, o andará como cabeza de loco. No es otra cosa una nación. Mientras el sabio estudie, y el zapatero haga zapatos, y el labrador cultive la tierra, un niño puede encargarse del gobierno de todos los pueblos; pero si el zapatero aspira a general, y el labriego tosco a pronunciar discursos y a desentrañar los misterios de la política, y el sacamuelas a presidir el Gobierno, y todos los ciudadanos a ser ministros, el Estado no tendrá pies ni cabeza... Y a las pruebas me atengo. Esta es mi convicción arraigada. Por las noticias al menudeo, se llega a los comentarios; por los comentarios, a la disputa; por la disputa, a la pasión, y por la pasión, al olvido de los deberes propios. La educación, el talento natural y otras mil causas providenciales, pueden, enhorabuena, hacer de la madera de un rústico labriego un gran legislador; pero esta preeminencia no se adquiere manejando la esteva, y algo la revela que yo no he visto todavía lucir en la frente de ninguno de mis convecinos de Coteruco, ni la espero a merced de cuatro noticias de otros tantos sucesos políticos o de media docena de discursos de un estadista vulgar, o de un novelero ambicioso y desautorizado. Por esto, señor Patricio, y mucho que se le parece, he desterrado de mi tertulia todo género de noticias que con la política militante se rocen, como se roza la que usted ha traído. Lo que fuere sonará, y entonces sabremos lo que ha sucedido, y estas sencillas gentes harán lo que hoy: obedecer al que mande, y trabajar en sus haciendas para llenar el desván de panojas y el pajar de buena yerba.

-¡Esa es la fija! -gritó Gorión.

-¡Cabales! -respondió a coro la tertulia.

-Pues, caballeros -dijo entonces Rigüelta con más despecho que convicción, -que no valga lo dicho, y si esto ha sido guerra, que nunca haya paz.

Mientras éstas y otras cosas de parecido jaez ocurrían en la cocina, en el salón situado enfrente de ella, es decir, al otro extremo del corredor, a la luz de un quinqué de porcelana, colocado sobre una mesita cubierta con pintoresco tapete, agrupábanse tres mujeres alrededor de un brasero de bruñido azófar.

Una de ellas, en la plenitud de su primavera, bordaba la cifra de un pañuelo blanco, recostada con indolencia entre el velador y el respaldo de la silla en que se sentaba. A su izquierda, y metiendo por las brasas los anchos pies embutidos en enormes zapatillas de cintos negros, acomodábase la segunda, mujer más que cincuentona, con todo el pelaje de un ama de gobierno, morena y vulgar de faz, pobre y seca de carnes, de cabello entrecano, y muy rebujado el busto en chaquetas y mantones. Aunque tenía espejuelos sobre la nariz, no daba puntada en su labor sin arquear las cejas y entreabrir la boca, señal de la torpeza de su vista, cuando no de la pesadez del sueño que la perseguía. Enfrente de estos dos personajes, y medio descoyuntada en otra silla, hacía media una mocetona robusta y colorada, entre cuyos dedos callosos y amoratados apenas se veían las gruesas agujas de acero; bregaba con ellas para enfilar el punto que la preocupaba; pero el sueño podía más que su voluntad, y por cada arremetida a la tarea, daba tres cabezadas al aire. De vez en cuando se estremecía la quintañona, clavaba la aguja en la tela, empuñaba la badila y echaba una firma en el brasero.

Volviendo a la joven que bordaba, sépase que, sin ser su rostro hermoso en la acepción clásica de la palabra, era por todo extremo interesante, gracioso y atractivo: ligeramente moreno el cutis; negros los ojos; negras, bastante espesas y primorosamente perfiladas las cejas; negro, lustroso y abundante el cabello; tersa y elevada la frente; aguileña la nariz; sana, menuda y apretada la dentadura, y un tanto gruesos los labios, pero húmedos y sonrosados, con los cuales parecían vivir los picarescos ojos en maliciosa inteligencia, expresada en una perpetua sonrisa, cuya pimienta eran dos hoyuelos que se marcaban cerca de las mejillas. Las manos eran pequeñas, blancas y rollizas; los pies, a juzgar por el que se entreveía, blandamente apoyado sobre la caja del brasero, dignos de las manos, y el busto no carecía de ninguna de las curvas y redondeces que exige la arquitectura femenil al uso.

Ya supondrá el lector, sin que yo se lo diga, que esta joven era la hija de don Román Pérez de la Llosía, y sirvientas suyas las otras dos mujeres. Añadiré que la joven se llamaba Magdalena; la quintañona, Narda, y Sebia la mocetona; que Narda había zagaleado a Magdalena después de haber amamantado a su madre, y era, a la sazón, su criada de confianza, su auxiliar indispensable en toda clase de faenas domésticas, y hasta su mejor y quizás única amiga, y que Sebia valía para poco más que arrimar los pucheros a la lumbre.

Era el salón muy grande, a la usanza casas de campo montañesas, de fines del siglo pasado y comienzos del actual. En el muro testero veíase una Purísima, que no era un primor de arte, ni mucho menos; a la derecha de este cuadro, el retrato de don Román, y a su izquierda, el de su difunta y nunca bastante llorada compañera: ambas pinturas obra, al parecer, del mismo pincel que la Virgen; en las demás paredes, la historia de Moisés, en grandes litografías iluminadas, con marcos dorados. Completaban el adorno del salón un sofá de caoba con rojos almohadones sobrepuestos, las sillas correspondientes, una consola de floreros, candelabros, un estuche de lujo con incrustaciones doradas, y una gran bandeja, en los sitios de rigor; un reló de música, con enorme caja de cedro, enfrente de la Purísima, y, por último, un piano, de los llamados verticales, enfrente de la consola.

Y no se asuste el lector por esto del piano, y por tratarse de una doncella, hija de un labrador rico, que borda y medita en una noche de invierno en un caserón de aldea. No voy a hablarle ¡líbreme Dios de ello! de esos lirios del valle, ridículamente sensibles, que lloran con las flores y hablan con las golondrinas, y se escapan con el primer duque disfrazado de cazador, que las sorprende triscando con los borregos o apagando la sed en el cristal de la fuente.

En cuanto Magdalena cumplió ocho años, fue puesta por su padre en un afamado colegio de la ciudad, con objeto y encargo de que aprendiera todo lo necesario y lo menos inútil de lo superfluo; y como don Román entendía que la música es el mejor compañero en la soledad, y no desconocía que una joven acostumbrada al ruido de la ciudad había de echarle de menos en el aislamiento de su aldea, sabiendo que Magdalena, por su consejo, había aprendido a tocar el piano, llevó uno a Coteruco cuando su hija, sin cumplir los quince años, volvió a su lado poseyendo cuantas prendas se necesitan para encargarse del gobierno de una casa.

Por cierto que la primera vez que sonó el instrumento en aquella patriarcal aldea bajo los ágiles dedos de Magdalena, produjo un alboroto en el vecindario. Acercáronse de puntillas a la sala los asombrados tertulianos de la cocina, en cuanto le oyeron, y al otro día no se habló de otra cosa en Coteruco.

-Pues ello -decían los que habían visto y oído el portento por la noche, respondiendo a los que les pedían informes sobre el caso-, es a manera de órgano: primeramente, un cajón muy grande y muy reluciente, onde paece ser que está metida la música; dispués una delantera, como la tabluca de un vasar; y allí, con los deos, tecleo arriba y tecleo abajo... Y lo demás ello suena de por sí.

Desde entonces se llamó en el pueblo a la hija de don Román, la Organista.

Por lo demás, nunca pasó Magdalena de ser una muchacha como todas las de su edad y de su educación: alegre a ratos, a ratos no tan alegre; bastante afecta a su pueblo, pero no tanto que no hubiera oído con mucho gusto de los labios de don Román la noticia de que pensaba trasladar sus penates a la ciudad; piadosa sin gazmoñería, caritativa sin tasa, creyente a puño cerrado; de alma sencilla y recta, sin dudas ni lobregueces racionalistas ni otras inverosimilitudes de culta marimacho; más dada a la amena literatura que a meterse en nebulosas metafísicas, cuando se trataba de recrear el ánimo; un poco desigual de letra, algo peor de ortografía, y amante de su padre hasta donde puede serio la mejor de las hijas; pero sin haber contraído compromiso formal de no separarse de él cuando un buen mozo, con las demás condiciones apetecibles, entrase por el corral a pedir su mano en toda regla.

Tomándolo por barruntos de semejante cosa, Narda se empeñaba aquella noche en que Magdalena andaba pensativa y cavilosa desde meses atrás; pero la doncella lo negaba, y para afirmar la una y para negar la otra, aprovechábanse los momentos en que la mocetona cabeceaba. Al cabo la abatió el sueño por entero, cruzáronse, desmayadas, sus manos sobre el regazo, desplomóse su cabeza sobre el pecho, comenzaron los ronquidos, y dijo Narda a la doncella, sin perder de vista a la durmiente:

-Desengáñate, Magdalena: los años son grandes maestros; yo tengo algunos sobre mi vida, y me han enseñado mucho. ¡Lo que a mí se me escape!...

-¡Y dale con el tema! -replicó Magdalena, no tan enfadada como quizás hubiera querido ponerse. -¿No te he dicho cien veces que nada nuevo me pasa?

-Pero como yo no lo creo...

-¿Y tengo yo la culpa de que seas necia, y porfiada, y aprensiva?

-Pero como no soy aprensiva, lo que resulta es que no soy necia ni porfiada, y que tú te recatas de mí... Y que eso no está bien hecho. Mira, hija mía, lo que más cuesta ocultar es el sentir del corazón; y el tuyo, créeme, te vende muy a menudo.

-¿En dónde?... ¿Cuándo?... -preguntó Magdalena visiblemente alarmada.

-¿En dónde?... En la iglesia. ¿Cuándo? Todos los domingos.

Al oír esto, pintáronse de subido carmín las mejillas de Magdalena, y en vano volvió la cara a la sombra, y hasta quiso hundirla en el pañuelo que bordaba.

-¿Lo ves?... -insistió Narda inexorable. -Pues lo mismo que esas rosas ahora, te salen a la cara los pensamientos a cada instante. Escúchame. De meses acá, reparo, cuando estoy en misa junto a ti, que hay en la iglesia un santo de carne y hueso a quien tienes más devoción que a los del altar.

-¡Narda!

-Sí, hija mía: es un galán, forastero por más señas, que ha dado en la flor de venir a Coteruco a oír misa, acaso por devoción también a alguna otra imagen en cuerpo y alma...

-¡Tienes unas ocurrencias!...

-Mejor ha sido la tuya... Y cuando ese galán te mira, parece que te roba los ojos que tienes puestos en el devocionario, y te los va levantando poco a poco hasta que se clavan en los suyos.

-¡Qué aprensiones!

-¿Aprensiones, eh? Y después, cuando sales, te espera enfrente de la puerta, y sigue mirándote... Y hasta te saluda, y tú también le miras... ¡y hasta te sonríes, mujer!

-Narda... ¡yo no hago esas cosas!

-¡Miren la escrupulosilla!... ¡Ni aunque el caso fuera mancha de pecado mortal... Lo haces, Magdalena, y bien hecho está, ¡qué diantre! que, después de todo, el mozo no es costal de alubias. ¡Vaya si es galán y bien portado! Pues en cuanto a bien nacido...

-¿Todo eso sabes, Narda? -exclamó Magdalena riéndose.

-¿No he de saberlo, hija mía?... Y mucho más.

-Pues ya sabes más que yo.

-Bien pudiera ser así, que a tiempo y con pulso tomé lenguas de lo que era menester.

-¿Y qué supiste, Narda?

-¡Hola! ¿pícate la curiosidad? Pues ¿por qué te roe ese gusano, si no hay nada de lo dicho?

-Por admirar el arte con que vas haciendo una montaña de lo que ni siquiera es grano de arena.

-¡Ay! si mío fuera ese grano, y de oro fino además, ¡qué buenas Indias tuviera yo!

Esto dicho, miró Narda a Sebia.

-Hace rato que duerme: no te cuides de ella, -dijo Magdalena adivinando la intención de Narda; a lo que añadió ésta con mucho retintín:

-¡Vaya, que en todo estás!... ¡Buen grano en ese para mi montaña!

-¡Maliciosa!

-¡Cicatera!... Merecías que no te lo contara.

-Si tanto lo encareces, cállalo, Narda; que al cabo, nada me va en ello.

-¿De veras?... Pues en castigo de tu disimulo, voy a aburrirte con la noticia. ¿Sabes a Sotorriva?

-Nunca allá estuve; pero sé que es el último pueblo del valle, de la parte acá del río.

-Así es. Pues en Sotorriva hay un caballero muy pudiente, cristiano viejo y más noblajón que el Cid. Ese caballero se llama don Lázaro de la Gerra, y tiene un hijo, fuerte como un roble, derecho como un huso, suelto como un corzo, fino como la seda, más galán que don Gaiferos, de hablar más dulce que un romance, y más listo que la pimienta; corrió muchas tierras y estudió en muchos libros; un año ha que tornó al valle... Y siete meses que oye misa en Coteruco. Llámase don Álvaro, y lo demás lo sabes tú mejor que yo... ¿Aburrióte la noticia, Magdalena? ¡Por Dios que cualquiera juraría lo contrario, al ver cómo se te fruncen los soles de la cara y se te ahondan los hoyuelos de las mejillas!

Y era verdad que Magdalena sonreía con más expresión que de costumbre, y, olvidada de su labor, no apartaba sus ojos de los de Narda, mientras ésta le daba los prometidos informes. Hubo unos instantes de silencio; y dijo luego Magdalena, trocando su sonrisa en expresión de alarma:

-¿Sabes qué pienso, Narda?

-Mejor es que me lo digas, para que yo no me equivoque también en el supuesto.

-Pues pienso si a mi padre le habrá entrado la misma aprensión que a ti.

-¿Todavía las aprensiones?... Tu padre, Magdalena, oye misa muy delante de nosotras, y tiene su devoción sobrado arraigo para que se la roben miradillas de enamorados. Pero ya que a tu padre traes a cuento, bueno es que no olvides lo que le debes... quiero decir, que no vayas muy allá en esos amoríos sin su consentimiento; no es hurón ni asombradizo, ni se apartará nunca de lo que sea regular... y, sobre todo, es tu padre, y a más, honrado y caballero, y te tiene en las niñas de sus ojos.

-Sano es el consejo, como tuyo, Narda; pero, créeme, no le necesito por ahora.

-¡Por vida de los fingimientos!... Pues mira, Magdalena -añadió la cariñosa Narda, hondamente resentida del tenaz disimulo de la doncella, -quien así niega la verdad a quien diera la vida por ahorrarle una pena, no va con la ley de Dios. Eso es mentir, y mentir sin necesidad, que es la única mentira que no tiene perdón.

-No te enfades, Narda, ni te resientas -repuso Magdalena, mirando con ternura a la buena mujer, -y ponte en lo justo. Aunque todo eso que tú has visto lo hubiera visto yo también, ¿qué es, en substancia, para darlo visos de formalidad? ¿Qué proyectos he de alzar sobre ello, que no sean temerarios y hasta reprensibles a tus mismos ojos? Que un joven forastero oiga misa en este pueblo; que alguna vez me mire en la iglesia o al salir de ella; que la curiosidad... o la simpatía, me arrastre a mirarle también de vez en cuando; que por cortesía se descubra delante de mí, y que por atención le devuelva yo el saludo...¿qué vale todo esto?

-Eso, de por sí, ya es algo, Magdalena, porque hay muchos modos de mirar y hasta de quitarse el sombrero; pero aunque nada fuera, para llegar a ello se ha pasado por otra cosa; y eso es lo que yo no sé.

-Pues vas a saberlo ahora mismo, Narda, para que no vuelvas a tomar por disimulo lo que es prueba de cordura.

En esto, Sebia, como buque en marejada, después de haber estado largo rato balanceándose de medio arriba, pegó una arremetida hacia adelante, faltóle apoyo y dio con las manos en la ceniza del brasero.

-¡Malos demónchicos! pa el sueño, que no me deja en paz esta noche! -murmuró, incorporándose y recogiendo del suelo la media y el ovillo de algodón azul. -Dígote que si no me agarro a la ceniza, meto los bocicos en la lumbre.

-Merecido lo tenías, ¡marmotona! -díjole Narda con ira, no sé si porque la moza había interrumpido el diálogo en lo más interesante, o por lo que aparentaba, mientras Magdalena se reía del lance como una chiquilla.

Lo que digo yo -replicó Sebia, -es que si esta noche se hubieran leído historias, o nos hubiera tecleao el peano la señora, o usté nos hubiera relatao romances, como otras veces, no me durmiera yo; pero están ahí sin decir jos ni muste las horas del Señor... Siquiera me hubieran tomao la lición de cartilla... -En verdad que para lo que adelantas... No sé cómo no se la acaba la paciencia a la señora. Tres meses hace que andas en el silabario, y todavía dices: s, i... so.

-De modo y manera que naide nace enseñao; y la que nunca las vio más gordas...

En esto dieron las nueve y media en el reló de música, y comenzó el desfile de los tertulianos de la cocina. Cuando salió el último y se trancó la portalada, entró en la sala don Román seguido de tres mocetones, sus criados de labranza.

-¿Estáis prontas? -preguntó.

-Cuando usted quiera, -respondió su hija levantándose, en lo que la imitaron las criadas.

Tomó cada cual su rosario, sacándole unos del bolsillo y quitándosele otros, como los criados, del pescuezo; hincóse de rodillas don Román junto al sofá, delante de la Purísima; arrodilláronse también los demás; y amos y criados confundidos en un solo grupo, en la pieza más respetada de la casa, diose comienzo a ese piadoso ejercicio, tan arraigado todavía, por fortuna, en las costumbres domésticas de la familia montañesa. En concepto de la aprensiva Narda, jamás clavó Magdalena los ojos en la Virgen con más fervor que aquella noche.

Concluido el rosario, como en casa de don Román se cenaba al anochecer, cada cual se retiró a su habitación; no sin haber apagado antes la cuidadosa Narda la lumbre de la cocina y las ascuas del brasero, y puesto en manos de su amo un farol, limpio y brillante como la plata.

Alumbrándose con su luz, recorrió don Román toda la casa; bajó a las cuadras, por si había en ellas alguna res suelta o enredada en sus peales; cercioróse de que estaba bien cerrada la portalada; soltó el mastín, que ya le esperaba amarrado a la cadena en su garita, y dejóle dueño del corral, como fiel centinela, no por miedo a sus vecinos, ni quizá a los pocos mal afamados del valle, sino por seguir una costumbre inveterada en él, hija probablemente de ese inexplicable temor que infunde, con sus sombras impenetrables y sus extraños rumores, un monte cercano.

Terminada su ronda, volvió a casa, encerróse en su cuarto, rezó sus oraciones y se acostó, durmiéndose al punto, pues nunca niega sus beneficios el sueño reparador a quien se tiende en el lecho sin dudas en la mente ni espinas en la conciencia.




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- II -

El estudiante


El cura de Coteruco no era un santo, ni blasonaba de serlo, y para sabio le faltaba mucho; pero era virtuoso, infatigable en el ejercicio de su delicado ministerio, y no carecía de elocuencia persuasiva para dirigir frecuentes y oportunas pláticas a sus feligreses; daba a los pobres cuanto le sobraba, y algo más, y no se separaba dé la cabecera de los enfermos en peligro de muerte. Sus recreos eran bien sencillos: cultivar un huerto que tenía, pasear por las praderas del valle, subir a Carrascosa y estar allí dos horas contemplando el paisaje; hacer de vez en cuando una visita a don Román, que le apreciaba mucho, o quedarse en el pórtico de la iglesia, o en la mitad de la mies, echando un párrafo sobre la siembra, la cosecha o el ganado, si había quien se mostrara gustoso en hablar de ello. Ni más taberna, ni más baraja, ni más escopeta, ni más tertulia. Rayaba en los sesenta años, se llamaba don Frutos, y podía gloriarse de que los recogía muy saneados en el pueblo, de la semilla de su ejemplo y de sus predicaciones. Era alegre, discreto y muy comunicativo.

Subía don Frutos desde Coteruco a Carrascosa la víspera del día en que subimos el lector y yo, mientras hacía lo mismo por la vertiente opuesta un mozalbete, caballero en un rocín de alquiler, cuyo espolique, y a la vez dueño del jamelgo, caminaba más de cien varas atrás.

Era el jinete poca cosa en estampa, y petulante en el aire, acaso porque de tal se le daban unos quevedos montados en su nariz, medio ocultos bajo el ala de un sombrerillo, con la cual intentaba el mozo librar a sus ojos de los rayos del sol que le herían a ratos y muy bajos, como que esto sucedía al acabarse la tarde. Llevaba una maletilla en el arzón trasero, y en el delantero una muleta atravesada, señal de la cojera del jinete, que bien se echaba de ver en lo seco y contrahecho de una de sus piernas, y en el estribo correspondiente, colgado media vara más arriba que el del otro pie.

Al llegar a la cumbre, halláronse tope a tope el señor cura y él.

-¡Reverendísime pater! -dijo con cháchara el de a caballo, después de contemplar a don Frutos un instante.

-¡Ave María Purísima! -exclamó el cura luego que hubo mirado al jinete, con la diestra sobre los ojos, a guisa de pantalla.

-¿Cómo anda el pastor por estas alturas, tan lejos de su rebaño?

-Pues, hombre, porque donde menos se piensa se halla alguna oveja descarriada.

-No dirá usted eso por la que acaba de encontrar en esta loma.

-¿Y por qué no he de decirlo?... ¿Tan en el redil te crees?

-Sin jactancia, padre cura: mucho más que usted.

-Alabo la modestia, aunque no me extraña, que de carne soy y pecador me creo... Pero ¿qué vientos te traen en estos tiempos y a estas horas por aquí?

-Vengo a dar un pienso a esa reata de bestias que usted pastorea en Coteruco.

-Buena es la intención; pero no lo digas muy recio en la plaza del pueblo, porque no todos son mansos, y puede alguno de ellos molerte el pienso sobre las costillas; y a fe que lo sintiera.

¿De corazón?

-¿Y por qué no?

-Por el piadoso placer de ver descoyuntado a un hereje.

-¿Por tal te tienes, Lucas?

-Por tal me tienen las bestias negras.

-Ese chiste ni siquiera es tuyo; pero así y todo, creo que te equivocas.

-¿Pues acaso me tienen por santo?

-¡No faltaba más!... Tiénente por lo que eres, y no por otra cosa.

-¡Morrocotudo será el concepto!

-No hay tal: tiénente por un pobre chico que erró la vocación, y se metió a filósofo terrorista, cuando nació para sacristán de mi parroquia.

-¡Presbítero!...

-¡Ni más ni menos, qué diablo!

-¡Así son vuestros juicios!

-No dan más de sí los hombres.

-Esa confianza os pierde, ¡clérigos!... Esa contumacia en el error... ¡en el crimen!... os ha de costar cara. ¡Ay del día de las justicias!...

-Desde que estáis amenazándonos con él, ya ha llovido.

-Pues yo os anuncio que el trueno estalló ya, y que la hora se acerca.

-Te juro que no he visto un mal relámpago.

-Porque «tienen ojos y no ven».

-Bien podrá ser eso,

-Los huracanes de la idea regeneradora zumban en todos los ámbitos de España:

-Pues hombre, aquí tenemos un invierno delicioso.

-Porque «tienen oídos y no oyen».

-No diré que no, si en ello te empeñas, ¿Y son esos los vientos que hacia acá te empujan?

-Acaso, acaso.

-Vaya, pues me alegro mucho; porque si he de ser desollado vivo en castigo de mi contumacia, siempre será un consuelo para mí que me desuelle mano conocida.

-Eso de desollar se queda para vosotros, inquisidores, tiranos, verdugos del pensamiento!... Nosotros traemos la luz, el amor, la regeneración del hombre por la libertad y la idea...

-Supongo, Lucas, que no traerás contigo todo eso; pues para guardar tantas cosazas, no es mucho que digamos la maleta.

-Las traigo aquí, ¡clérigo estúpido!...

Y se dio en la frente una palmada feroz.

-Tampoco me parece el recipiente muy allá.

-Para los que juzgan los libros por el forro, y aprecian las cabezas por el volumen, chica es la mía, en efecto; pero llenóla el Gran Ser de su esencia, y un rayo de esa luz pesa más que todas las bayonetas de vuestros ejércitos de verdugos.

-Hombre, si mal no recuerdo, eso lo dijo, aunque mejor dicho, un guerrero, mientras inundaba el mundo de bayonetas, quizá para comprobar el aserto, y más tarde fue empujado por ellas, con su luz y todo, a morir a obscuras en un peñasco solitario.

Las verdades fallan de continuo por las ambiciones de los hombres que las profanan; pero las verdades son eternas.

-Mucho que sí, Lucas, y la demencia incurable. Con que ya hablaremos más despacio; ve en paz, y que Dios te alivie, que yo voy a sacudir, con el viento de estas alturas, ese olor de sacristía que tales bascas te da.

Tras esto se alejó don Frutos muy risueño, y echóle Lucas una mirada desdeñosa desde la alteza de su jamelgo.

-¡Clérigo, clérigo... clérigos! -gritó al cura después de pensar un rato la respuesta.

Arreó luego un espolazo con la pierna buena al cuadrúpedo, y comenzó a bajar por el sendero de Coteruco.

En las primeras casas, arrimado a la esquina de una de ellas, encontró a su amigo y contemporáneo Gildo Rigüelta, hijo del buen Patricio, mozuelo presuntuoso con aires macarenos sin más oficio ni beneficio que seguir a su padre en sus correrías y trapisondas: llamábanle de mote el Letradillo por sus alardes de pendolista y sus pujos de resabido. Estrecháronse Lucas y él las diestras, y hablaron largo rato. Al despedirse, por acercárseles el espolique, dijo Lucas a Gildo:

-Si oyes esta noche contar que está a la muerte el cura de Coteruco, no preguntes de qué se muere: es de un calentón de orejas que acabo de darle yo en el alto de Carrascosa.

Picó en seguida el jamelgo, internóse en la aldea, llegó al ya mencionado caserón solariego, apeóse a la puerta con trabajo, apoyóse en su muleta, pagó al alquilador lo convenido en la villa donde dejó el ferrocarril para tornar el caballo, y entró en el lóbrego portalón con el maletín al hombro y canturriando, con su voz atiplada, el himno de Garibaldi.




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- III -

Lo que Narda ignoraba


Todas las romerías que he visto en la Montaña y fuera de ella, se parecen entre sí como las aves de una misma pollada; en todas, con leves diferencias de colores y accesorios, preside el mismo objeto, que es divertirse brincando la gente joven, y recrear los ojos la muy madura.

Podrán asarse vivos los romeros de las Castillas bajo un sol inclemente, sin un triste ramajo que les preste un palmo de sombra; vestirán las mozas la estameña negra y bailarán al son de la zampoña y del tamboril, con Salicios de zahones y gorra de pelo; beberán de lo de Toro los aficionados, y harán del lastre con palominos o abadejo, cuando no con chorizos ahumados o empanadas de borrego; jugárase al toro más allá con dos navajas por cornamenta y una tranca por estoque; entrará la gente en la ermita del Santo con más o menos compostura; podrán los chicos revolcarse en el polvo de la llanura, y los jóvenes de viso echarse a rodar de un cerro abajo... Y así por el estilo... Podrá el valle montañés estar literalmente tapizado de flores y verdor; veránse sus senderos invadidos por una juventud tan alegre como los colores de sus vestidos; habrá junto al pueblo de la fiesta un extenso cajigal a cuya sombra se reúnan los romeros que atraviesan el valle, y los que bajan por los cerros inmediatos, y hasta los que se columbran en las montañas de más allá: las mozas con el blanco moquero en la mano y entre sus pliegues preso el ramillete de claveles y mejorana; los mozos con la chaqueta al hombro, el zapato de color, los finos pantalones y la camisa de anchas y ondulantes mangas, recién planchada, tal vez por la moza de sus pensamientos; sonará bajo los copudos árboles la alegre encascabelada pandereta, no tañida por mercenarias manos, sino por las zagalas más apuestas y cantadoras de la romería; bailaráse a su compás en ordenadas fijas y haránse las mudanzas tradicionales sin que el pudor proteste ni la moral se escandalice; jugaráse a los bolos en adecuada plaza, y aquí habrá una carral de vino sobre una pértiga, con la cacharrería de ordenanza, y allí una cantina con pollos con arbejillas, saturados de azafrán, y carne guisada, con su dejillo de laurel estimulante; y por todas partes rosquillas y caramelos encarnados, y agua de limón «como la nieve», y perojillos roderos y otras frutas de la estación, y el ruido y el alborozo pertinentes; no irá moza a tomar puesto junto al baile a esperar la fina invitación de algún mancebo, sin haber entrado antes a rezar al Santo de la ermita y depositar su óbolo en el platillo que al efecto estará sobre las andas de aquél, y admirado el arco de pañuelos, cintas, acericos y relicarios, bajo el cual se hallará expuesta la imagen todo el día en el cuerpo de la iglesia; y ni moza ni zagal se retirará a la tarde sin cargar el pañuelo de perdones, para obsequiar en el pueblo con la tostada avellana o la dulce rosquilla, a las personas de su cariño, que no participaron de la fiesta... Podrá, digo, haber éstas o parecidas diferencias de detalle entre las romerías montañesas y otras de allende; pero en lo esencial son idénticas. Por eso no describo la que en este capítulo nos hace al caso; trabajo que fuera, por otra parte, amén de inútil, peligroso para mí, puesto que descritas andan otras iguales por pluma tan egregia como la de Juan García, en providencial y honrosa recompensa de los borrones con que las ha tiznado, en más de un libro, esta mía pecadora. Pero hay un detalle en la romería montañesa que yo debo citar, porque ignoro en este instante si pertenece también a las de ultra-puertos, o si ha sido citado ya alguna vez, y, sobre todo, porque nos hace falta en la presente ocasión: refiérome al salón que se prepara en el Ayuntamiento, o en una casa particular, o en un palacio inhabitado, que nunca suele faltar en el pueblo de la fiesta, para que el concurrente señorío baile en él por lo fino, mientras la gente menuda se zarandea en el cajigal al uso de la tierra.

El verano anterior a la fecha que hemos puesto al comienzo de esta puntual historia, estuvo rechispeante como nunca, merced a lo abundante que se presentaba la cosecha en el valle, y a lo esplendoroso del día, la romería de la Asunción en el pueblo de Verdellano. Salieron a relucir sobre uno y otro sexo los mejores trapos de la juventud elegante de tres leguas en contorno, y no faltó Magdalena acompañada de su padre, que no quería privarla de esas distracciones que la gustaban mucho, y eran las únicas que podía ofrecerle en aquellas agrestes soledades.

A media tarde, cansada ya de la romería, llegóse con don Román al palacio llamado de los Cárabos, por los muchos que en él hacían sus nidos, de la propiedad del duque del Infantado (porque es de saberse que en esta provincia casi todos los palacios viejos pertenecen a ese señor), en cuyas destartaladas entrañas (ya se comprenderá que aludo a las del palacio) se había habilitado una gran sala, con tres docenas de sillas heterogéneas, algunos bancos inconexos, y dos calderones llenos de agua azucarada, sobre una mesa colocada en un ángulo, de los cuales cántaros se sacaba el refresco con un tanque de latón, y se ofrecía en un vaso, huérfano de toda familia, al sediente que lo solicitaba; y, por último, una tarima construida con tres cajas vacías, sobre la que dos ciegos, con sus respectivos lazarillos, tocaban... lo que salía, en sendos violines, con el acompañamiento de los triángulos, o hierros, que hacían sonar los dos muchachos siempre que no necesitaban el tiempo y los brazos para bostezar y desperezarse.

Cuando entró Magdalena en el salón, descansaban músicos y danzantes. No eran la frescura ni el brillo la cualidad llamativa de aquellos tules, sedas y muselinas; ni la moda ofrecía allí un carácter de absoluto dominio. Conocíase de lejos que ciertos verdes marchitos habían, años antes, salido azules de la fábrica, y lazos andaban por el cuello y sobre el busto, que en el moño estuvieron luengos días, presos allí por la moda; no todo lo que se ceñía a un cuerpo podía jactarse de no haber nacido falda, y algo arrastraba por el suelo, muy estirado, que primero vivió fruncido en la cintura. En el corte se notaba la mano industriosa, pero indocta, de la necesidad; en el calzado dominaba el charol marchito, cuando no con grietas; los guantes denunciaban, a larga distancia, muchos restregones de miga y alguna jabonadura: abundaban las cadenas de similor, y no escaseaba la pedrería falsa.

Pero si los hábitos no eran de lo más exquisito, las caras y los cuerpos eran muy otra cosa. ¡Cuidado si los había macizos y bien contorneados! ¡Caramba si había rostros saludables, con ojos que echaban lumbres... y hasta memoriales! No los desairaban, por cierto, los donceles del salón, un si es no es atrasadillos también de moda, según lo que culebreaban y se retorcían entre las damas, se afilaban los bigotes, o tecleaban en el sospechoso metal de la leontina, mientras sus ojos fruncidos o sus rientes labios lanzaban saetas de amor o ternezas de romance.

Así estaba la escena cuando Magdalena, acompañada de su padre, apareció en el salón, vestida sencillamente de blanco y, por todo adorno, un lazo de color de rosa en el pecho y una dalia en la cabeza.

Cesó por unos instantes el rumrum de la gente; pero, pasada la sorpresa, comenzó más recio, mientras todas las miradas estaban fijas en la linda doncella de Coteruco. Saludáronla cuantas y cuantos la conocían; encomendóla don Román a la compañía de una familia de su amistad; rodeáronle algunos señores graves que tenían a mucha honra sus apretones de manos; y, poco afectos a lo que allí pasaba, dejaron divertirse a la gente joven, y se volvieron a respirar el aire libre del campo.

No era ingenua curiosidad todo aquel afán con que miraban las damas del salón a la recién llegada; había mucho de ansia de encontrar en ella un defecto que justificase unos cuantos mordiscos de lengua a su persona o a su atavío. Era Magdalena harto conocida en el valle por su fama de bella, de elegante y de rica; y en aquella ocasión urgía demostrar que la fama se engañaba, siquiera en la mitad. A la vista estaba que la hija de don Román, sin dijes, moños, armaduras, dengues ni fingimientos, era lo único que descollaba por su frescura y por su aroma en aquel ramillete de trapos rebosados y mustia pasamanería; mas por eso mismo era indispensable compensar un poco la diferencia con el peso de una murmuración tolerable, y aún en uso, entre personas «de buena educación». Convínose, pues, entre las mujeres, némine discrepante, en que no correspondían los méritos a la fama, y en que ofendía la exagerada sencillez de su arreo lo encopetado y solemne de aquel concurso, y consoláronse así las maldicientes.

En esto reanudó sus tareas ímprobas la orquesta; rebulléronse los danzantes, y se vio Magdalena asediada de solicitudes. Durante una hora no la dejaron sosegar, y la instaron al baile en todos los estilos concebibles, desde el meloso y el laberíntico más osados hasta el encogido y tartamudo más ruborosos; devoráronla con su mirar fogoso aquellos rostros mofletudos de encrespados bigotes y engomado pelambre, y la aburrieron excusas impertinentes y finezas cursis, églogas cerriles y metáforas empalagosas, ya aludiendo a la blanca ovejuela del valle, ya llamándola pintoresca amapola de Coteruco; tapáronse con remiendos del tiempo faltas de más adecuado asunto y hasta de sentido común, y ya no sabía, mientras bailaba o respondía a un saludo, cómo librar sus manos nacaradas y finas, a la sazón cubiertas con transparentes guantes de los restregones de tantas otras ardorosas y velludas. Jamás la dominó la pasión de la danza; pero aquella tarde estuvo a pique de renunciar al baile por todos los días de su vida. ¡Cuántas veces miró hacia la puerta, ansiando que entrara su padre en el salón para volverse con él a Coteruco!

En una de estas ocasiones, hallóse su mirada con la de un nuevo concurrente a la fiesta. Casualidad fue; pero es lo cierto que las dos miradas se encontraron; que del choque producido por la curiosidad, brotaron chispas de interés, y que algo como asombro acabó por reflejarse en los ojos del que entraba, que no pensó, sin duda, hallar entre aquel concurso dama de tantos atractivos.

Y aconteció que el recién llegado, joven y apuesto, después de orientarse en el salón, tornó a mirar a Magdalena; que Magdalena, nueva en aquel género de guerrillas, entre el deseo de mirar al joven y la ignorancia de su deber, le miró al cabo y se puso colorada, sin saber por qué; que el galán se fue acercando sin dejar de mirarla; que luego la invitó a bailar; que aceptó Magdalena llena de complacencia, pero sin pizca de serenidad; que la gentil pareja bailó lo menos que pudo, y prefirió pasear por la sala, mientras las demás bailaban; que el mancebo habló mucho a Magdalena, y, por las trazas, muy al caso; y, en fin, que al volver la joven a sentarse, si lícito fuera en el mundo publicar los pensamientos, hubiera dicho a su galante caballero, en el momento en que se separaba de ella: «He aquí una pesadumbre con que yo no contaba».

¡Qué diferencia tan extraordinaria halló Magdalena entre la discreción y el donaire de su nuevo acompañante, y la petulancia o la insipidez de sus antecesores! Desde el timbre de su voz hasta el corte y color de su vestido; desde lo ameno de su conversación hasta la elegante sencillez de su apostura, todo era nuevo e interesante para la sencilla muchacha.

Ya no le parecía el salón tan sofocante, ni aquella sociedad tan empalagosa; y si continuaba mirando hacia la puerta, bien sabe Dios que a ello no la movía el deseo de ver entrar a su padre.

Llegó éste, al cabo; propúsola, pues que la tarde se acababa, volver a Coteruco; despidiéronse entrambos de amigos y conocidos; hubo para el gallardo mozo, que a poca distancia de Magdalena la contemplaba, una mirada y un saludo que casi eran la denuncia de un corazón que empieza a mecerse en dulces y jamás sentidas impresiones; recibió en idéntico lenguaje una ferviente despedida... y notó la inexperta doncella, andando el camino de su aldea, que ni la conversación de su padre, ni la fragancia de las mieses, ni los alegres cantares y las gozosas comparsas de romeros que también volvían a sus hogares, lograban sacarla de sus meditaciones. Había en su memoria un empeño tenaz de recordar hasta la más insignificante palabra de las muchas que te había dirigido el incógnito galán; una extraña manía de descomponerlas y aquilatarlas, no solamente en ideas, sino también en colores y en sonidos.

Que no las usaron tales los hombres que la habían hablado hasta aquel día, no admitía duda; que en ellas, sin embargo, no había la manifestación explícita de un propósito determinado, también era evidente; pero que en el conjunto de aquellos sonidos, de aquellas actitudes, de aquellas miradas, había algo de extraño que no podía estudiarse con el criterio de la razón, sino en el fondo del alma, bien claro se lo decía el sentir de la suya.

Entre tanto, ignoraba quién era, de dónde venía y a dónde se encaminaba aquel hombre, nunca de ella visto y que, sin embargo, tan de su intimidad le parecía. Esta consideración, bien diluída en el claro entendimiento de Magdalena cuando las horas pasaron y el reposo calmó la fiebre de su imaginación, devolvió la quietud a su espíritu.

Pero fueron corriendo los días de aquella semana, y llegó el domingo, y el gentil mancebo apareció en la iglesia de Coteruco, robando la devoción a Magdalena y haciendo revivir en su pecho impresiones apaciguadas por el frío raciocinio.

Todo esto es lo que Narda ignoraba y hubiera referido Magdalena, ahorrándome a mí el trabajo de escribir este capítulo si la mocetona Sebia hubiera resistido un rato más la marejada del sueño, y no hubiera dado tan pronto con su cuerpo en los arrecifes del brasero.

Juzgue ahora el lector con qué placer oiría la enamorada doncella los datos que Narda le proporcionó, referentes a la procedencia del galán de sus pensamientos... Y vamos a otro asunto.




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- IV -

Los de la casona


Don Lope del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, heredó, con el no muy esponjado mayorazgo de su padre, la carga de un segundón mal avenido con su suerte, vidrioso de carácter, algo jugador de naipes, un si es no es mocero y muy poco madrugador. Don Lope era todo lo contrario: levantábase al alba, no se le conocía el más pequeño desliz amoroso, y jamás tomó las cartas en sus manos; su genio era igual e inalterable, aunque, como los cardos agostados, áspero y seco a todas horas y por todas partes, y nunca mostró afán de poseer más de lo que le cupo en herencia. Verdad es que sin la carga de su hermano hubiera tenido con ello hasta de sobra, porque era parco y poco escogido en la comida, aborrecía el vino, y con decir que se calzaba y se vestía en Coteruco, dicho queda cómo se vestía y cómo se calzaba. En cambio era un fumador terrible en toda la extensión de la palabra, pues fumaba de lo pasiego en pipa de barro, y no se quitaba la pipa de la boca en todo el santo día de Dios; es decir, que tumbaba al hombre de más bríos, que sin precaución se le acercara. Había aprendido a leer y a escribir regularmente en la escuela del pueblo, y desde entonces sólo usaba lo primero para repasar el catecismo y recrearse en el Quijote, que sabía de memoria, y lo segundo para ajustar las cuentas a sus renteros.

Era alto, robusto, de hermoso y varonil semblante, bien encajado entre una espesa barba y una recia y tupida cabellera, de ordinario rapada. Había en toda su persona, no obstante el desaliño con que la ataviaba y la rudeza de su trato, cierta noble marcialidad que, el decir de sus convecinos, revelaba la madera de la casta. Jamás salió del valle nativo; y en él fue siempre su principal distracción subir a Carrascosa y sentarse a horcajadas en un escueto peñasco que avanza tres varas sobre el río, y estarse así las horas muertas fumando su pipa y contemplándole deslizarse a cuarenta pies bajo los suyos, o arrojando astillitas al torrente para ver cómo el agua las sorbía en un punto y las escupía más abajo. Sin duda por lo que el hidalgo le montaba, era conocido aquel peñasco, y aún lo es, en Coteruco, con el nombre de Potro de don Lope. Gustaba también de hacer largas excursiones por los montes circunvecinos, acompañado únicamente de su pipa y de un garrote; y era preciso que nevara mucho y que las huellas del oso se vieran en las cañadas más próximas, para que él se animara a llevar la escopeta. Para hallarle en casa, fuera de las horas de comer y de dormir, había de llover a cántaros; y en tales casos era ocioso preguntar por él, porque no soltaba el Quijote de las manos. Decíase que era muy caritativo; pero no se le podía probar bien esta virtud, supuesto que, llevado de la aspereza de su carácter, echaba las limosnas por debajo de la puerta del necesitado, y ¡ay del que fuera a darle las gracias creyéndole autor del beneficio!

En una ocasión se cayó un muchacho al río, y dando tumbos agua abajo, al llegar medio aturdido y pidiendo socorro al ancho y profundo remanso de Carrascosa, antojósele que el Potro de don Lope se lanzaba al abismo y se precipitaba sobre él. Algo, no obstante, pesado y voluminoso, se desgajó de lo alto y cayó a su lado; pero lejos de aniquilarle, después de sumergirse y volver a flotar, resoplando, cargóle en sus espaldas y le sacó a la orilla. Jurara el muchacho, en su angustioso aturdimiento, que quien le había librado de la muerte era don Lope en cuerpo y alma, y así se lo dijo después a su madre. Fue ésta en el acto, llorando gratitud, a ver al solariego; y aunque le halló con las ropas mojadas aún y sangrando por una descalabradura, tal negó don Lope el supuesto, tan de veras aseguró que no se le daba una higa porque se ahogaran todos los muchachos de Coteruco, tanto se enfureció con la insistencia de la agradecida madre, y con tales visos de cumplirlo la amenazó con romperle una costilla si no le dejaba en paz ir a mudarse la camisa, que la buena mujer se largó pensando que el miedo había hecho ver visiones a su hijo.

Llevábanse los dos hermanos, don Lope y don Pelayo, como el gato y el perro; y si los muebles y la vasija no andaban en casa por el aire hechos añicos muy a menudo, consistía en que don Lope se hacía el sordo a los incesantes atrevimientos de don Pelayo... Y hay que advertir, para tener una idea de los sufrimientos del mayorazgo, que al paso que éste era autoritario y creyente, al segundón, efecto acaso de su desairada posición en la familia, le daba por demagogo y por impío desenfrenado. Sostenía el tal, que el único modo de vivir en paz en el mundo era hacer y pensar cada uno lo que mejor le pareciese; teoría muy aceptable y seductora, si no chocara a cada instante con el distinto parecer de los demás. Esto contestaba don Lope, tragando a regañadientes, y en bien de la paz, las imposiciones y las herejías de su hermano; pero la rudeza de su carácter llegó a protestar contra tantas y tan repetidas debilidades, y le obligó, por huir del extremo a que le arrastraban sus ímpetus, a cortar toda comunicación con don Pelayo. Desde entonces vivieron como dos lobos: en una misma caverna, pero en distinto agujero.

Corriendo así los años, don Pelayo supo que allende el valle suspiraba una huérfana, algo contrahecha, pero de buena legítima, tras de los hierros de la cárcel en que la guardaba un tutor asaz codicioso de la administración de sus bienes. Rompiendo por todo el menesteroso y atrevido segundón, presentóse al carcelero; hízose ver y oír de la cautiva; mostróle con su atavío, de propio intento relumbrón y ostentoso, toda la retahíla de su linaje; y como la pretendida estuviera resuelta a aceptar al mismo Pateta, a trueque de salir de aquellas tenebrosas doncelleces por la virtud de un marido, le recibió por tal, y acallaron las protestas del tutor con amenazas de otros arbitrios que la ley tiene de reserva para casos semejantes,

Ello fue que se formalizó el casamiento y que don Lope se halló un día con dos huéspedes a la mesa, en la cual comía solo y muy complacido tiempo hacía: su hermano y su flamante cuñada.

-Me he casado -le dijo don Pelayo, -y vengo a vivir aquí con mi mujer, que es esta señora. Ya sabes mi teoría: cada cual haga lo que mejor le parezca. Esto es lo que mejor me ha parecido, y esto hago. Tú seguirás dándome la comida; y como ella trae la cena y el desayuno, y para lecho nos basta el mío, en nada se altera el presupuesto, ni en cosa alguna te perjudico.

Sin preguntarle don Lope dónde ni para qué había tomado mujer, dio orden a su cocinera de que no aumentase el ollón cotidiano ni siquiera en una alubia, y continuó haciendo su vida acostumbrada.

La recién casada, Brígida de nombre, era fea como un pecado mortal, perversamente educada, plebeya por todos cuatro costados y tullida del derecho. Aceptó a don Pelayo para ser libre y gozar del mundo; y como don Pelayo, en cuanto entró en posesión de sus bienes, no se curó de otra cosa que de vivir a expensas de ellos, Brígida cayó en la cuenta de que, saliendo de su tutor, ni siquiera había ganado en cárcel, pues la que tenía en Coteruco era harto más vieja y más triste que la de su pueblo. Y así se armaba cada pelotera entre los cónyuges, que temblaba la casa.

La cual, a todo esto, y sin un reparo desde muy atrás, aun antes de pasar al dominio de don Lope, iba abriendo a la luz de los nuevos tiempos una gotera cada día y una rendija cada semana, sin que se cuidara nadie de cubrirlas ni de rellenarlas: don Lope, porque, siendo suyo el edificio, carecía de sobrantes para superfluos; don Pelayo, porque decía que quien se había zampado las pechugas del mayorazgo, obligado estaba a roer sus muchos huesos. Así llegó a verse la casona de los Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, con sus tillos de viejo castaño roídos a medias, y a medias descoyuntados al esfuerzo del roble de las vigas que se retorcía siempre como estómago con hambre; con sus recios paredones tiznados por el polvo de los tiempos y agrietados por las flaquezas de la vejez; con sus muebles tradicionales pasando uno a uno, y derrengados, a los vacíos desvanes, donde las ratas y las goteras iban acabando con ellos; así llegó a verse, en fin, aquella fortaleza, vencida por el invierno, que se complacía después en introducir por el asendereado ventanaje todas las iras de su inclemencia.

Pasaron dos años, y Brígida dió a luz una niña que no trajo un pan debajo del brazo, ni ramo de olivo en la mano; antes obligó a su madre, a quien la naturaleza había negado la necesaria robustez para sustentarla, a nutrirse de más caros y escogidos alimentos; con lo cual, y las noches pasadas en vela por los lloros incesantes de la recién nacida, don Pelayo se desesperaba, y don Lope gruñía, y la infeliz madre se acongojaba, y en la casona no se lograba momento de paz ni de sosiego. A puro azote e improperio, aprendió la niña a dar los primeros pasos y a balbucir algunas palabras; y cuando supo andar, el más insignificante estropicio le costaba largas encerronas en el desván, y la menor desobediencia, un sopapo de su padre; hasta que, al cumplir siete años, la envió éste, más por vanidad de estirpe que por el bien de su hija, a un rudimentario colegio de la villa.

Un año después tuvo el desavenido matrimonio un hijo, en cuya naturaleza parecían reflejarse los desabrimientos de sus padres y la lobreguez del albergue en que vino al mundo: tal era de encanijado, llorón y desagradecido al insulso néctar que chupaba del esquilmado pecho de su madre. Quiso ésta robustecer aquel vástago sin jugos dándole todos los suyos, y el generoso esfuerzo le costó la vida.

Quedó el niño al cuidado de su padre, o más bien, al de una zagaleja que le prestó un vecino por un pedazo de pan; y descalabrándose aquí, rodando allá por el polvo, y balbuciendo ternos y maldiciones, asido del rabo del mastín en el portal, o revolcándose en las ortigas de la huerta, arribó la criatura a los cinco años, época en que su hermana volvió a casa y don Pelayo se murió, no sé si de una tisis galopante, como dijo el médico, o de la crónica perversidad de su carácter, nombrando a don Lope tutor y curador de los huérfanos.

Aceptó el solariego el cargo como una nueva desventura, y para aliviarla en lo posible, encareció a su sobrina el deber en que estaba de atender al cuidado de su hermano. ¡A buen apoyo se arrimaba!

Osmunda (así se llamaba la sobrina de don Lope), a los trece años, era el fruto roñoso de aquel semillero de odios, de injurias, de castigos, de recelos y de tinieblas en que había empezado a vivir; vicio corrosivo contra el que nada pueden más tarde los esfuerzos del cultivo en más soleado terreno, porque la roña va en el jugo de la planta.

Cuando trasmontó los cerros de su pueblo y entró en el colegio donde veía niñas alegres y madres que de vez en cuando las visitaban para besarlas, y padres que se regocijaban en ellas; cuando supo que en los usos ordinarios del mundo no se imponían a los niños castigos bárbaros por faltas propias de la edad; que no se acallaba un lloro con una bofetada, ni se curaba el miedo que infunde a un inocente un cuarto obscuro, encerrándole en él por toda una noche; cuando se penetró, en suma, de que el cariño tiene sus manifestaciones propias e inequívocas, y que jamás son éstas la cara hosca, la mano airada o la palabra seca y punzante, sintió su corazón oprimido, y algo como vergüenza de decir quién era su familia y en qué rincón de la tierra se guarecía; envidió la suerte de aquellas compañeras que gozaban una dicha que jamás ella había conocido, ni conocería ya, y notó que su espíritu se embravecía delante del bien ajeno. Así vivió en el colegio desvelándose en el trabajo, no por deseo de instruirse, sino por saber más que sus compañeras, que la temían y no la amaban; y así volvió a Coteruco.

Al entrar en casa, parecióle ésta más grande, más vieja, más vacía que nunca; pintáronsele en la memoria las escenas borrascosas representadas a cada hora bajo aquellos seculares techos; viose hasta sin el débil apoyo de su madre, tal vez víctima de los genios bravíos de los dos hermanos, más que de su amor al enfermizo fruto de sus entrañas, y odió a su padre, y a su tío, y hasta al encanijado niño. La muerte de don Pelayo, ocurrida poco después, arrepentido y mártir, movió un poco su corazón hacia la buena senda; la necesidad hizo luego otro tanto, y así logró don Lope que su sobrina no abandonara por completo a su hermano, Lucas de nombre.

Más tarde, cuando éste supo hablar y correr, el deseo de correr y de hablar con alguien la indujo a aliarse estrechamente al rapaz, que, como todo bicho humano de ruin naturaleza, era precoz en marrullas y picardías. Siempre estaba dispuesto a difamar al prójimo y a descalabrarle de un panojazo desde la ventana, y Osmunda muy complacida en ayudarle a lo primero y en aplaudirle lo segundo.

Llevóle su tío a puntapiés a la escuela para que le domaran, y en ella se hizo inseparable amigo de otro chico de su edad, de nombre Gildo, con el cual, andando los meses, consumó las más altas empresas que en el pueblo se conocieron en el arte de esquilar tapias, robar huertas y dar carrancas a los perros para impedirles ladrar. Una noche volvía Lucas muy tarde a casa, y temiendo las iras de su tío, dijo a su hermana, que le esperaba impaciente, que le echara una cuerda por la ventana. Hízolo así Osmunda, y comenzó Lucas a trepar, estribando con los pies en las rendijas del muro; pero se rompió la cuerda, y Lucas, desde muy cerca del alféizar de la ventana, dio con todo su cuerpo en tierra, y se perniquebró. Curó mal, después de tardar mucho en salir de la cama; y como la pierna se le quedó seca y encogida, desde entonces, siempre que el mal inclinado muchacho hacía alguna de las suyas, exclamaba la gente: «¡Si ese está señalado de la mano de Dios, y no puede ser bueno!».

Entre tanto, Osmunda iba haciéndose moza talluda y el círculo de sus aspiraciones ensanchándose. Sabía que no era rica; casi se atrevía a confesar, delante de su vieja cornucopia, que para hermosa le faltaba todo el camino, y no intimaba con nadie de puertas afuera; por todo lo cual creía muy difícil que llamase a las suyas galán alguno en demanda de su mano. Estas meditaciones la ponían a rabiar. Así llegó a los veinticinco.

Por entonces le entraron pujos a Lucas de «ser hombre por la ciencia y el saber», párrafo que había tomado de un folleto que trajo de la ciudad Patricio Rigüelta y regaló a su hijo «para que se instruyera en las cosas tocantes al buen sentir de las gentes de ilustración liberal». No deseaba don Lope otra cosa. Díjole cual era su legítima, a fin de que más tarde no se llamara a engaño el mozuelo; púsole, a cuenta de ella, en un colegio de la ciudad, a estudiar filosofía, con la condición de que no volviera a casa hasta que fuera bachiller; y así se cumplió.

Al hallarse Osmunda sin su hermano, creyó ver cerrada la última ventana de su prisión, y acabó de darse a Barrabás.

Al mismo tiempo que Lucas salía del pueblo, entraba en él Magdalena, rebosando en juventud y alegría, adorada de su padre y bendecida de las gentes. Osmunda, por el contrario, era marchita y huraña, mal vista de propios y olvidada de extraños; la hija de don Román era rica, y vivía en una casa firme, cómoda, limpia y blanqueada, y tenía, para recreo, un piano en la sala y muchas flores en el jardín; la hija de don Pelayo era casi pobre, vivía sobre carcomidos tableros, entre cuatro paredes sucias y agrietadas, y por toda distracción, tenía la hiel de soledades y el despego de don Lope. El efecto inmediato de estos contrastes que a cada instante saltaban a los ojos de Osmunda, fue su odio a la inocente Magdalena.

Terminada la filosofía, trasladóse Lucas a Madrid e ingresó en la Universidad. Los instintos de rebeldía, que él llamaba independencia, iniciados en Coteruco, le dieron ya carácter en el colegio; hízose allí afectado pensador, y entró en Madrid hecho un pedante. No se le caían en la boca la patria esclava y la razón con cadenas. Utilizó los desenfrenos de su padre para afirmar que él era hijo de un mártir de sus ideas libres y regeneradoras y anatematizó en don Lope al esclavo de todas las preocupaciones de derecho divino, y al tirano de su familia.

De los innúmeros disgustos que dio a su tío en todo este tiempo y el pasado en la ciudad, y del dinero que despilfarró, no hay para qué hablar. Sólo diré que al segundo año de Universidad, vivía a expensas de su hermana y de don Lope.

Dos viajes había hecho a Coteruco durante su residencia en Madrid, a pasar las vacaciones de verano; y el tercero hacía, fuera de toda sazón, cuando le hemos visto llegar. La causa la conoce el lector a medias. La verdad es que en aquellos días de sobresaltos y de tirantez, al reunirse con otros camaradas en el café, hablaron más de lo conveniente sobre determinadas cosas y señaladas personas, que a la sazón eran género de contrabando a los oídos de la policía; que a ésta no le pareció bien que la misma algarada se repitiera tres veces por los mismos sujetos en la propia mesa del mismo café, y que no creyéndolos pájaros de bastante cuenta para enviarlos a Filipinas, a Fernando Póo... o a presidio, los encaminó a sus respectivos hogares, sometidos a la vigilancia de la autoridad.

Y ahora que sabemos quién es el tal Lucas, y quiénes las personas que habitan el caserón solariego, entremos en él detrás del recién llegado.

Pocas horas antes había sabido don Lope por el alcalde, la cual autoridad acababa de recibir un oficio en que así se le prevenía, que Lucas volvía a su pueblo bajo partida de registro, como quien dice. La noticia, como se deja comprender fácilmente, puso al solariego fuera de quicio. Desahogó sus primeros furores con Osmunda, y defendió ésta a su hermano, no contra su tío, sino contra la canalla que de tal modo procedía con un personaje de la importancia de Lucas, hasta que la ingénita sequedad de don Lope puso fin al altercado.

Media hora llevaba el infanzón de pasear, como pantera en jaula, a lo largo del tétrico corredor, echando a su pipa carga tras de carga, y al mismo tiempo Osmunda, sentada en un viejo sillón junto a la ventana contemplando la ruda del huerto con su gesto habitual de displicencia, cuando se presentó Lucas a la puerta de la escalera. Conocióle su tío en el modo de pisar, volvióse rápido hacia él, y preguntóle con la cara y la voz preñadas de tempestades:

-¿A dónde vas, mentecato?

-Ya usted lo ve, -respondió el otro con la mayor frescura.

-¿De dónde vienes?

-De Madrid.

-¿Por qué a estas horas?

-Porque a los tiranos les ofende la luz, y donde ven un rayo de ella la ahogan, temerosos de un incendio.

-¡Eso no es responder a mi pregunta!

-Eso es traducir al lenguaje de la verdad el hecho infame de haberme enviado esos verdugos al destierro, so pretexto de que conspiraba.

-¡Pues esos verdugos no han cumplido con su deber!...

-No se apure usted, tío, que emplazados los dejo... Y el día se acerca.

-¡Porque esos verdugos debieron ahorcarte!

-¡Tío!...

-¡Sí! porque tú no has cumplido como bueno abandonando el estudio para meterte en lo que no te importa, ni comprendes, ni lícitamente puedes hacer.

-¡Señor don Lope!

-Porque esas aventuras insensatas han de hacer inútiles nuestros sacrificios, y de costarnos el mísero mendrugo que nos queda para vivir, y la vergüenza de verte algún día ¿qué digo?... de verte ya perseguido, como los malhechores, por la Guardia civil.

-¡La Guardia civil es la palma gloriosa de los mártires de la idea!

Miró don Lope a su sobrino, como si le entraran ganas de darle un puntapié; contuvo la intención a duras penas, y le volvió la espalda, yendo a buscar el consuelo de su pipa al opuesto extremo de la casa,

Lucas, en tanto, se acercó a su hermana y pasó con ella largo rato en animada conversación.

Osmunda tenía entonces treinta y tres años; Lucas veinticinco, y don Lope pasaba de los sesenta: llamaban a éste en Coteruco, el Hidalgo de la Casona; a su sobrino, el Estudiante de la Casona; a Osmunda, la de la Casona, y a los tres juntos, los de la Casona.




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- V -

Los propósitos del estudiante


Dos días después, es decir, el siguiente al en que comienza nuestro relato, departían en la celda desabrigada de Lucas, éste y su amigote Gildo Rigüelta con su mejor ropa y muy afeitado, porque le gustaba rozarse con los señores de copete, y no le desagradaba verse contemplado por Osmunda, que, al cabo, era dama de lustre, y dejar en ella un buen recuerdo de su interesante «personal». Remilgábase en la silla que ocupaba, chupando a ratos un puro de grandes apariencias, pero de perversa calidad, que sostenía entre dos dedos muy estirados de la diestra, y a ratos manoseándose el atusado cabello partido en dos pabellones desiguales que iban a concluir en un rizo aplastado sobre cada sien.

-Tal es, amigo, la situación de las cosas -dijo Lucas cuando hubo hablado largo rato con el Letradillo. -La cuerda no puede estar más tirante, y, por lo mismo, tiene que romperse por donde conviene a los hombres de nuestras ideas: con ella se hundirá todo lo existente. Cuando llegue ese momento supremo, debemos estar prevenidos.

-Es de razón, -respondió Gildo después de enviar con su boca una columna de humo hacia el techo.

-Supongo -continuó Lucas, -que este pueblo seguir como estaba.

-Pura verdá.

-Un rebaño de bestias fanatizadas por el cura y explotadas por la tiránica filantropía del hipócrita don Román.

-Pshe... poco más o menos.

-Pues es indispensable abrir los ojos a estos desgraciados.

-¿Para qué?

-Para que vean la luz de las nuevas ideas.

-Pero, Lucas, ¿qué demonios tiene que ver esta gente con?...

-El sol que en breve aparecerá sobre los horizontes de la patria, ha de alumbrar hasta los más humildes y apartados rincones.

-Paréceme a mí, Lucas, que eso debe depender del sol, y no de nosotros.

-Si hay estorbo delante de un objeto, inútil es que los rayos del sol alcancen hasta él: no verá su luz, no sentirá su calor.

-Verdá es eso.

-A nosotros nos toca quitar esos estorbos, si los hay y los vemos. Los hay aquí: luego debernos separarlos.

-Y ¿cuáles son?

-La ignorancia..., el fanatismo.

-Bueno. Y ¿qué es lo que quitan?

-La prosperidad.

-Hombre... ¿qué te diré yo?... La verdá es que este pueblo, séase por lo que sea...

-Justo: me dirás que Coteruco tiene los desvanes abarrotados de panojas, los pajares henchidos de yerba, las cuadras llenas de hermoso ganado, las tinas mediadas de tocino, las callejas bien empedradas, los regatos encauzados, la mies hecha un jardín, la taberna en quiebra y la iglesia como una tacita de plata... ¿No es eso?

-Cabal.

-No lo niego...

-Pues por eso creía yo que, para pueblo de labradores, no había más que pedir.

-¡Labradores!... ¿Y quién te ha dicho a ti que los hay ya?... La nueva civilización no reconoce clases, oficios ni profesiones: para ella no hay más que ciudadanos con la obligación de ilustrarse para entrar en el concierto de los pueblos libres.

-Y ¿qué es eso, si se puede saber?

-Eso es la conquista de los derechos individuales, imprescriptibles, inalienables, anteriores y superiores a toda legislación.

-Tampoco lo entiendo, Lucas; y perdona.

-Dime, pobre ignorante, ¿qué hace el próspero Coteruco, sino dar sus economías al erario y sus hijos al ejército?

-Poco más que nada.

-Y en cambio de esos sacrificios, ¿qué intervención tiene en la administración de los caudales del Estado? ¿Qué iniciativa es la suya en los arduos problemas de la política nacional?

-Verdá es que no tiene nada de eso.

-Pues hay que conquistar para Coteruco esa intervención y esa iniciativa.

-Y ¿cómo se conquistan?

-Haciendo, por de pronto, que se bajen los adarves y se alcen los muladares.

-¿Aónde están esas cosas?

-Estas cosas son una figura retórica.

-Vamos, quiere decir que todo ello no pasa de una figuración.

-Todo ello quiere decir que es preciso elevar lo que está caído y abatir lo que está en alto; más claro, hay que romper el doble yugo del confesionario y del feudalismo, que pesa hoy sobre estos labriegos, y dar otra dirección a sus aspiraciones... en una palabra, tenemos que desbaratar el absurdo prestigio del cura y de don Román, y sustituirle con el nuestro.

-Como quien dice, hacerles cambiar de yugo.

-Eso no, porque con nosotros serán libres; y cuando lo sean, los ilustraremos para que lleguen a erigirse, no en miserables labriegos de Coteruco, sino en ciudadanos activos de la patria.

-Y pregunto yo, Lucas, y perdona: cuando todo esto sean, ¿tendrán mejor camisa?

-Tendrán, desde luego, la conciencia de su valer y la dignidad de sus derechos. Me parece que bien vale esto una camisa, y aun el mejor de los capotes.

-Sobre todo si no arrecia mucho el frío.

-Juzgábate menos incrédulo, Gildo.

-¿No ves, Lucas, que hasta ahora no hemos tratado en serio de esas cosas, aunque muchas veces te oí hablar de ellas, pero al aire y por decir?

-Yo pensé que te agradaban.

-¡Y vaya si me agradan hoy!... Y hasta las pondero en muchas partes. Sólo que, por lo mismo que son ya de mis ideas, quiero acabar de entenderlas... Y hacerte estos presentes al auto de responder con tus respuestas a los que tampoco me entiendan a mí.

-Paréceme cuerdo tu propósito y te le aplaudo.

-Pues sigo, y perdona. ¿Qué mil demonches puede valer todo lo que se haga en Coteruco para el fin de una obra tan grande como la que me has especificado endenantes?

-De muchos granos de trigo se compone una cosecha, Gildo. Además, este pueblo tiene, para el caso, más importancia de la que tú te figuras. Lo que en él se haga, puede influir... influirá seguramente, en los restantes del valle, porque Coteruco es el más afamado y rico de todos ellos. De este modo, el día, no lejano, en que triunfe la santa causa, al clavar yo la bandera de la libertad en el campanario de Coteruco, recibirá la gran revolución el saludo de toda la comarca. Me parece que esto es algo.

-¡Por Dios que las bordas bien... y hasta te voy entendiendo!

-Y los beneficios de la nueva era se dejarán sentir en estas soledades, lo mismo que en los centros populosos, y cada cual llevará su merecido... ¿lo entiendes?

-¡Vaya si lo entiendo!

-Que se haga esto en toda España, y la redención será completa. Cumpla cada uno con su deber, como yo cumplo con el mío aquí donde el destino me ha colocado, y la tiranía no existirá más en el viejo solar de la inquisición y de los frailes.

-¡Bien, Lucas! ¡Carafles lo que tú sabes!... Pero, dime, ¿Cómo empezamos esa obra? ¿Qué tengo yo que hacer en ella?

-De los trabajos en grande escala, te enteraré en su día. Por de pronto, puedes entretenerte, si quieres, en ciertos accesorios menudos que siempre sirven para despejar el camino...

-Pero ¿cuáles son esas menudencias? Yo quisiera que tú me las retaporcionaras bien, al auto de no caer en equívoco de peligro para el caso.

-Pues, hombre, puedes dedicarte desde luego a propagar ciertos dichos. Siempre que te halles en la taberna, en el corro en el portal de la iglesia... en fin, donde quiera que haya gente que te escuche, puedes decir... por ejemplo, que el cura tiene moza; que se emborracha en casa...

-Pero, Lucas, ¡eso es una impostura!...

-Pues por lo mismo hay que decirlo, si hemos de desacreditarle... Puedes añadir que don Román es un usurero y un hipócrita, y que su hija tiene deslices graves...

-¡Lucas!...

-Que el Gobierno que los protege y ampara, es una cuadrilla de ladrones que irán al palo dentro de unos días, con todo lo que está por encima del Gobierno y es peor que el Gobierno y que el mismo Lucifer...

-Yo no digo eso, Lucas, -exclamó el Letradillo, no disimulando la repugnancia que le causaba el cinismo de su amigo.

-Pues así se hacen esas cosas, caballero Gildo -repuso Lucas con su vocecilla atiplada, envuelta en una sonrisa desdeñosa-; y cuando no hay pecho para acometerlas, se queda uno en su tranquilo rincón, y se renuncia a la gloria de contribuir al triunfo de las grandes ideas... y hasta al provecho de la victoria.

-Pero, hombre -manifestó Gildo un tanto sosegado, tal vez por lo de la gloria más que por lo del provecho prometidos por el derrengado apóstol, -¡eso de decir cosas tan gordas de personas tan honradas!...

-Todos los medios son buenos cuando el fin es santo, Gildo; y si retrocedes por esa miseria, no eres hombre.

-¡Por vida de todos los carafles, Lucas, que la cosa tiene que pensar!... Hombre soy como el que más; pero te aseguro que eso de levantar falsos testimonios...

-No son tan falsos como a ti se te figura; pero, aunque lo fueran, eso es el alta del oficio: con que, o déjale, o desempéñale con valor como yo le voy a desempeñar en lo más grave.

-Mírate mucho, Lucas, que estás debajo de la Justicia.

-Ya sabremos atar las manos a esa señora.

-No te fíes mucho.

-Eres un gallina, Gildo.

-No temo a ningún hombre, Lucas.

-Pues a la vista está.

-No tiene que ver lo uno con lo otro, bien lo sabes tú. Déjame siquiera pensar el caso.

-Nunca te lo prohibí, Gildo; pero no olvides el fin cuando te asusten los medios... Entre tanto, respóndeme a unas cuantas preguntas que necesito hacerte.

-Ya te escucho.

-¿Qué es de don Gonzalo?

-Por ahí anda tan campante.

-¿Qué hace?

-Desde que acabó la casa y se metió en ella, nada.

-Me parece buen sujeto.

-Algo fachendoso y retorcido.

-Pshe... tiene dinero y no mucho de Salomón.

-¿Le conoces tú bien?

-Le traté el verano pasado: él había venido al pueblo pocos meses antes.

-Y ¿qué te pareció?

-Bastante bien: es hombre del día, y con un hermoso instinto democrático. Echaba pestes del cura, y hasta de los que iban a misa; llamaba guajiros a estos labriegos, y en todo pensaba como yo.

-Vamos, eso ya es algo... Pues ahora va a misa todos los domingos.

-Donde estuvieres, haz lo que vieres.

-Y la oye en el altar mayor, ¡y bien que se retuerce para que relumbre la cadena del reló, y manotea para lucir los guantes amarillos!

-¿Qué tal se lleva con don Román?

-Las puras mieles se hace cuando le ve, ¡y bien majo que se pone para ir a visitarle!

-¿También le visita?

-Ahora no tanto como antes; pero le visita, y hasta se corre si se casa con Magdalena.

-¡Canastos! Pero será decir por decir...

-No sé lo que habrá de cierto; pero tocante a las visitas, no son más que pura cortesía, porque aquí, en confianza, te diré que mi padre, que es muy amigo suyo, te ha oído las mil indinidades sobre don Román, y, en mi concepto, no le puede ver.

-¿Luego sabe disimular y fingir?

-Como lo de la misa.

-Y a Magdalena ¿tampoco la puede ver?

-Sospecho que esa le gusta mucho, y que por ella hace todo lo demás.

-¿Por qué detesta entonces a su padre?

-A mi modo de ver, por la sombra que le hace en el pueblo.

-Y la gente ¿cómo le considera?

-A decir verdá, muy poca cosa... Y eso es lo que a él le quema; sólo que disimula.

-¡Vamos!... Y con mi tío ¿cómo se lleva? -Ni bien ni mal: ya sabes lo que es don Lope.

-Sí, muy cerril.

-Aquí dio en entrar muy a menudo.

-Lo observé, en efecto, el año pasado. ¿Continuó entrando después que yo me fuí?

-Algo menos. También se dijo entonces si se casaba o no se casaba con tu hermana.

-¡Qué afán de casarse, hombre! Se conoce que tiene dinero.

-Ahí verás tú.

-Me parece que hemos de entendernos.

-¿En qué?

-En todo lo que sea necesario. Por ahora conténtate, Gildo, con lo que sabes, haz lo que te encargué, y punto en boca; que secreto de muchos... lo que sigue, y no olvides que, en estos tiempos, los deslices de lengua se pagan muy caros.

-Pues no lo eches tú en saco roto, Lucas, que más te va en ello que a mí.

-Pierde cuidado, Gildo, que soy viejo en el arte.

-¿Mandas otra cosa?

-Por ahora no.

-Entonces te dejo, que tengo que hacer.

Y mientras esto decía Gildo, puesto ya de pie, estirábase el chaleco y sacudía las piernas y miraba hacia el pasadizo, por si andaba Osmunda por él, con ánimo de hacerla una despedida «con señorío»; y como a nadie vio en aquella penumbra, tendió la diestra al cojo, estrechósela éste con la suya, dándose al propio tiempo aires de importancia suma, y salió Gildo de la casona.




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- VI -

Don Gonzalo


Vivía en Coteruco, muchos años ha, un hombre a quien llamaban en el pueblo Antón Bragas, porque nunca tuvo las suyas nuevas ni a medida, y siempre pecaban de anchas. Lo de anchas, consistía en que Antón era pequeñito y flaco, y cuantos calzones recibía de limosna le venían grandes; y lo de no ser nuevas, dicho queda el por qué con haber dicho que se las daban de limosna.

Además de pobre, era Bragas un perdido en toda la extensión de la palabra, porque era un borracho contumaz, vicio que después de consumirle la escasa hacienda que poseyó, acabó por dejarle sin camisa y sin vergüenza.

Y aquí debo advertir que los calzones de limosna no se le daban por compasión que inspirara el desnudo a sus convecinos, sino porque Bragas los había amenazado (y cumplió la amenaza más de tres veces) con andar en cueros vivos a la intemperie, si ellos no se encargaban de vestirle.

Dejáronle también sus acreedores, por compasión a dos hijos que tenía -una muchacha y un muchacho-, la casuca que les servía de albergue y había traído al matrimonio, con algunas tierras más en la mies contigua, la que fue esposa de Bragas y madre de aquellas criaturas; infeliz mujer a quien mataron las pesadumbres... Y tal cual paliza del perdulario que se las causaba.

Ya Bragas había llegado con sus vicios al grado sumo en que se cogen las chispas solamente con acordarse del vino, y para maldita de Dios la cosa necesitaba la casuca de limosna, pues nada había en ella que vender ni que comer, y las monas las dormía allí donde el sueño le derribaba, unas veces en el goterial de la taberna, otras en el foso de un vallado, y a menudo sobre los morrillos de la calleja, cuando su hijo, el chicuelo Colás, dijo a su hermana -que tenía dos años más que él-: «De padre, sólo podemos esperar hambre, palizas y miseria; su mala fama ha de perseguirnos en el pueblo, y nadie en él ha de abrirnos las puertas con buena voluntad; estamos viviendo como de milagro, y esto no puede durar; hay que tomar un partido, y muy pronto. Creo que tú debes irte por los pueblos del valle en busca de un amo a quien servir, mientras yo me voy por el mundo, que es más grande. Alguna vez nos encontraremos... Y si no, hasta el día del Juicio por la tarde, que a esa hora, de fijo, hemos de hallarnos».

Parecióle cuerdo el consejo a la muchacha, y tomóle al otro día, muy de madrugada, al pie de la letra. En cuanto al consejero, traspuso el alto de Carrascosa; y anda, anda, llegó a la villa.

Al ver a un rapaz de aquel pelaje, que no pedía limosna, sino la manera de ganar un pedazo de pan, nadie se le negó; y así acalló el hambre los primeros días. Ofreciósele colocación en una taberna; pero se acordó de los desastres que había traído sobre su familia el vicio de su padre, y miró con espanto aquel empleo.

En una fragua se necesitaba un muchacho para tirar del fuelle, y Colás aceptó el cargo de muy buena gana. A los seis meses de estar desempeñándole, supo, por un vecino de Coteruco, que Antón Bragas había amanecido muerto en una calleja, y que su hermana había hallado en Solapeña una casa buena en que servir. Lloró Colás la muerte desastrosa de su padre, aunque considerándola como lógico y merecido término de su vida desastrada, y se alegró de la buena fortuna de su hermana; y cual si después de estos dos sucesos nada le quedara que hacer, a la vista, como quien dice, de su pueblo, trasladóse a la ciudad en busca de más anchos y luminosos horizontes.

Dos años permaneció en ella tanteando oficios que abandonaba al mes por poco lucrativos, y eso que le producían lo necesario para comer y vestirse, amén de albergue, aunque no muy lucido. Pero es de saberse que el joven Colás era muy dado a la ostentación de su persona, y que desde que la vio sin los pingajos que, a medias, la envolvían en su pueblo, todo le parecía poco para pavonearse con ello los domingos. Y aún iban mucho más allá sus aspiraciones. Desde que entró en la villa, y vio sus calles empedradas, y sus tiendas aparatosas, y tantos señores de levita, y por aquí uno en carruaje, y otro por allá rigiendo engalanado bruto, y damas de rosado cutis que arrastraban faldas de vaporoso telas, miró con asco los remiendos de su ropaje, y tuvo por afrenta el cisco que te tiznaba las manos y la cara. Entróle una comezón extraña en el espíritu, como si una voz interna le gritara «¡ánimo y a ello!» y así salió de la villa. Pero la comezón se le exacerbó furiosamente en la ciudad, cuando vio reproducidos en ella, y en mayores proporciones, los atractivos que en la villa le fascinaron. La voz interna le habló claro entonces, y Colás comprendió que aspiraba a ser un gran señor y que necesitaba hacerse rico para conseguirlo; pero a la vez se persuadió de que a tales alturas no se llega trabajando en un taller, por caro que el oficio se pague. De aquí su desaliento, sus impaciencias y sus veleidades en el trabajo. Aguijoneado, a la vez que por su inconsciente ambición, por las facilidades que en aquel puerto se le ofrecían para realizarlo, asaltóle la idea de irse a América, donde la plata, en su concepto, se rastrillaba en las calles. Hecho el propósito, ahorró lo necesario para el pasaje; y sin otro equipo que el que llevaba encima y dos viejas camisas de repuesto, se embarcó para el otro mundo.

Ni en qué parte de él se estableció, ni los pormenores de la lucha heroica que sostuvo para fijar la rueda de la fortuna, son aquí del caso. Sólo diré, en honra del hijo del difunto Bragas, que en veinte años no le dio el sol más que los domingos, ni trató más gente que la que llegaba a su zaquizamí para dejar el óbolo sobre el sucio mostrador, en cambio de la grosera mercancía que iba buscando; que ni por un momento le marchitó tan larga esclavitud las rosas de su imaginación montañesa, ni mella hizo en su espíritu, templado en Coteruco al fuego de las iras del borracho Antón y al frío de todas las desnudeces y amarguras de la miseria; antes al contrario, esponjóse en aquel tugurio sombrío que hubiera sido la tumba de otro mortal de más holgada procedencia que Colás, porque el tugurio era lo primero que éste poseía, y lo poseía en indisputable propiedad; y era propiedad de pingües rendimientos para quien, como él, nada apetecía sino dinero, ni sabía lo que eran necesidades del espíritu.

De aquella civilización entre la cual vivió tantos años, no vio más que la que pasaba a ratos por delante de su puerta, muy de prisa, y la que creyó adquirir en la lectura de media docena de novelas patibularias y otras tantas del género racionalista cursi, que siempre ha estado muy en boga entre la gente de mandil y de trastienda. Fuera de esto y del completo olvido hasta las sencillas prácticas cristianas que le enseñó su madre y repetía en la escuela de Coteruco cuando asistía a ella, era el mismo Colás de veinte años antes, no obstante los cuarenta cumplidos que sumaba al dar por terminadas sus tareas; en el cual momento, y para colmo de su dicha, al mirarse al espejo después de lavarse las costras del oficio, juzgóse hermoso y sobremanera distinguido. En suma: de Colás podía decirse que había encontrado, al despertarse en América, lo que soñó dormido al embarcarse en Europa con aquel rumbo. Ni más ni menos.

Así, pues, ni por un instante le tentó el deseo de acrecentar su caudal arriesgándole en nuevos y más complicados negocios. Nada quería por ese camino, ni en aquellas tierras ni entre aquellas gentes para él extrañas e incomprensibles. Colás, pues, no sentía la codicia de mayores caudales: sólo aspiraba a realizar sus ilusiones con el que poseía; no era ambicioso; era vano y presumido; no apetecía el potente, pero complicado, influjo de los grandes capitalistas en los ruidosos centros mercantiles, sino el relumbrón ostentoso y directo de su persona en la tranquila región de la sociedad y de la familia; quería la consideración galante de las gentes de levita y las sombreradas y el acatamiento y hasta la admiración de la masa subalterna; quería, en una palabra, ser el primero entre los primeros; pero lo quería allí donde le habían conocido el último de los últimos.

Sus ilusiones se habían forjado en otra región de la cual partió para adquirir los medios de realizarlas, y estos medios los tenía ya en la mano. Para penetrar mejor sus intenciones, leamos sus pensamientos en el supremo instante de hacer el último recuento de su caudal.

-Llegó mi hora, y hay que aprovecharla. Por de pronto, a Europa por los Estados Unidos, a cepillar un tanto la persona y a tomar los aires día y la substancia del saber de los tiempos. Con esto, y lo que aprendido tengo en mis lecturas y lo que a un hombre se le alcanza de por sí cuando es ilustrado y ha corrido el mundo, como yo, y, sobre todo, con una renta, bien saneada, de tres mil duretes, como la mía, a Coteruco. Coteruco estará como yo le dejé, mitad en barbecho y mitad de por labrar. Unos cuantos melenos que andan en dos pies por milagro; un cura que les llenará la cabeza de cuentos; un señor que se dará humos de personaje porque tiene cuatro terrones y una casa con portalada; un infanzón con más hambre que vanidad... Y pare usted de contar. Si yo me presento allí, bien portado, con media docena de baúles de cuero inglés, y comienzo por hacer una gran casa con arcos de sillería... Pero ¿dónde viviré, entre tanto, sí hoy no la tengo digna de mí en el pueblo?... Ya lo pensaré desde la villa, donde haré una parada triunfal, si, como es seguro, no se empeñan los notables en llevarme a vivir en su compañía... Compraré muchas tierras, y tendré colonos. Desde luego me harán alcalde, pero yo no querré serlo por ahora; la gente menuda me quitará el sombrero desde media legua; los pudientes me echarán memoriales para que me acerque a ellos; y en cuanto concluya la casa, elegiré para esposa a la señorita más fina del valle. Introduciré en todo él las costumbres modernas; reformaré la manera de pensar de aquellas atrasadas gentes; quizá llegue hasta el Gobierno la noticia de mi valer y de mi importancia... Y ¿quién sabe?... marqueses hay por el mundo de tan basta madera como la mía.

Tras estos pensamientos, traducidos por Colás en el estilo que le era propio y del que luego hablaremos, envió su caudal a Europa, mientras él se daba una vueltecita por Nueva York.

Quince días estuvo en esta famosa ciudad ilustrándose a la manera de tantos otros europeos trashumantes, más avisados que él, en un lenguaje, unas costumbres públicas y una legislación de que no comprendió una jota; y en cuanto se hizo el necesario equipaje para llenar dos maletas de cuero, diose ya por empapado en la cultura norte-americana, y pasó a Inglaterra...

Pero, a todo esto, el lector no le conoce de vista todavía. Voy a presentársele en el momento en que se coloca delante del objetivo de un fotógrafo para que éste le haga medio millar de retratos «de cuerpo entero».

Vedle: de mediana talla y vestido de finísimo paño negro; sus anchos pies contorneados de juanetes, calzados con refulgente charol; rapada la barba; doblado el cuello de la camisa bajo el del escotado chaleco, con un lacito de mariposa, hecho con las deshiladas puntas de la corbata; la pechera tersa y bordada, y culebreando sobre ella y el chaleco, en varias direcciones laberínticas, una cadena de oro; muy rizadito el pelo, y descansando sobre las dos laterales escarolas de rizos, más bien que ajustado a la cabeza, un sombrero de copa alta; en la diestra mano un bastón de manati con puño de oro; la izquierda caída sobre el muslo correspondiente, oprimiendo entre los dedos un par de guantes de respeto, y ambas cubiertas de vello por el dorso. Correspondiente a la apostura y al arreo era la faz. Su rasgada boca, en señal de eterna seductora sonrisa, alzaba las comisuras de sus labios camino de las orejas; éstas grandes y algo velludas en los bordes del oído; fruncidos y garzos los ojuelos, las cejas no muy pobladas, la frente plana y angosta, la nariz encorvada y gruesa, y el cutis áspero y trigueño.

Cuando esta figura se movía, contoneándose como niña dengosa, marcaba con el bastón los pasos sin descomponer la dignidad de la marcha; y muy erguida y oscilante la cabeza, miraban sus ojos a uno y otro lado, como si buscaran corazones que hechizar con aquel flujo de sonrisa que chorreaba de sus labios.

Cuando se sentaba «en sociedad», caía en la silla con la misma gracia que andaba; y todo el secreto de su elegancia estaba en la manera de golpearse la boca con el puño del bastón, cogido éste blandamente por su mitad con sus dos manos.

El lenguaje de este hombre se adivina: era meloso y fino, como el huevo hilado: decía frido, cercanidas y cacado.

Juzgándose en Liverpool, y ya con los retratos en la maleta, a las puertas de su casa, asaltóle las mientes una idea abrumadora: ¿con qué nombre se presentaba él en la sociedad española, siquiera fuese la de Coteruco? Su padre, vulgo Antón Bragas, se llamó Antonio González; su madre- Nisia Boñigones; él tenía por nombre Nicolás; y llamarse Nicolás González a secas, valía tanto como Perico el de los Palotes, y añadir los Boñigones maternos, era tumbar de espaldas al más valiente.

Torturándose el magín para salir de este apuro, recordó que tenía dos nombres de pila, y que el segundo era Gonzalo, por el santo del día en que nació; el cual nombre le sonó bien, y parecíale, no sólo fino, sino hasta de buen solar; pero uníale luego al apellido, y ya resultaba la monotonía y hasta la vulgaridad. Lo que él necesitaba era cierta música, algo como cascabel al remate del apellido, que le diera resonancia y aun remedos de añeja estirpe. Había en el pueblo Pérez de la Llosía, y Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, y, entre otros sembrados por el valle, Gutiérrez de los Coteros, Coterones de la Cuérniga, López de los Acebales, y Sánchez de la Pedreguera; y algo por el estilo de estos sonoros y campanudos apéndices quería él; como si, por ejemplo, en vez de González, se llamase... de la Gonzalera... -Y ¿por qué no? -se dijo, dándose de pronto una palmada en la frente, como quien halla inesperada resolución de arduo problema, -¿no soy González? ¿dejaré de serio por estirar un poco el apellido? ¿no le encogen otros, o le ponen en abreviatura? Pues el más o el menos no quita la calidad a las cosas... Pero habrá escrupulosos que se empeñen en que yo sea hijo de mi padre, y que a todo trance me firme González después del nombre de pila, que, de por sí, ha de series sospechoso».

Y dándose así de calabazadas con estas dificultades, ocurriósele al fin llamarse de la Gonzalera, sin dejar por eso de firmarse González; con lo cual, tras de tapar la boca a los reparones, combinaba una firma de rechupete, al modo y manera de las más sopladas de los contornos de Coteruco. En cuanto a los que pudieran tacharle el remoquete final... ¿estarían ellos muy seguros de que tenían más claro el origen y la explicación los de la Pedreguera, de los Acebales, o de los Camberones con que se engreían y pavoneaban?

Acto continuo voló a encargar a un litógrafo un millar de tarjetas de variadas cartulinas, con el nombre, estampado en ellas de anchos y repicoteados caracteres de múltiples colores, de GONZALO GONZÁLEZ DE LA GONZALERA.

Con estas tarjetas, aquellos retratos, un par de baúles más, la ropa correspondiente a ellos y la cultura de este conjunto representaba (sobre la que ya tenía norte-americana), adquirida en Inglaterra mientras le retrataban, le vestían y se hacía entender por señas, o hablando muy recio su propio idioma, en tiendas y paradores, vínose a España echando pestes contra los españoles, y contra la incuria, y la ignorancia, y la cocina, y los caminos, y los sastres, y los zapateros, y... ¡hasta la literatura de los españoles! Nada hallaba a su gusto en su patria el bueno del hijo de Bragas el de Coteruco; ni siquiera un palmo de tierra digno de asentar en él aquellas plantas que tantas veces hollaron descalzas y sin protesta las espinas de Carrascosa, mientras el desnudo y hambriento Colasillo guardaba las cabras de sus convecinos, por un arenque frío entre dos pedazos de borona».

Llegado a la villa donde comenzó su carrera tirando del fuelle de una fragua, establecióse en la mejor posada, y del propio recadista de Coteruco se informó de cuanto le interesaba saber acerca de su pueblo. Entre otras muchas cosas, supo que su hermana, de quien don Gonzalo no se había acordado en América, había muerto pobre, pero no abandonada de los amos a quienes sirvió diez años. No lloró esta pérdida de la antigua compañera de sus desventuras; pero la sintió en su corazón, que quizá imputó a su memoria el delito de haberla olvidado tan pronto. Supo también que había en el pueblo una casa recién concluida, de solana y corral, cuyo dueño se veía precisado a venderla para pagar a los que le habían dado a préstamo las tres cuartas partes de lo gastado en hacerla, y la compró.

Dos semanas más adelante envió los necesarios cachivaches para amueblarla, amén de un ama de gobierno que en la villa le proporcionaron, y trasladóse a Coteruco, precedido de sus séis baúles de cuero inglés con vistosas chapas de metal.

Precedídole había también su fama de hombre rico, y hasta su propósito de fabricar en breve una casa de arcos sobre los cimientos de la paterna choza, no sé si para borrar hasta las huellas de su estirpe, o para darla mayor prestigio; mas ni por esas ni por otras se voltearon las campanas al verle asomar sobre el cerro de Carrascosa, ni lo que más adentro le llegó, se le disputaron los notables para hospedarle en sus viviendas, ínterin él labraba el palacio proyectado; ilusión que, como se ha dicho, acarició en su mente soñadora el esplendoroso y reluciente don Gonzalo al enderezar su rumbo a Europa.

Y pasó un día, y pasaron dos; y ni por asomarse al balcón con gorro de terciopelo bordado, en la cabeza, y en mangas de camisa para que brillara más el áureo culebreo de su cadena despilfarrada sobre su chaleco; ni por tirar a la calleja, cuando alguien pasaba por ella, colillas de medio puro, acudían las doncellas del lugar a ofrecerle canastillos de flores y velludos piescos, ni los señores a brindarle su alianza y su respeto. Alguna vieja pedigüeña se le presentó con un par de pollos tísicos en son de memorial plañidero, para alivio de añejos ayunos o de histéricos pertinaces.

Patricio Rigüelta fue a verle, andando los días, y púsole sobre las mismas nubes, movido del afán de poner mucho más abajo, y aun despellejados, a los notables de Coteruco. Esto levantó un poco los abatidos humos de don Gonzalo; pero llegóse después a saludarle don Frutos, el señor cura, que era hombre muy cumplido; y lo echó a perder con la mejor intención. Díjole que se complacía en ver que la suerte había sido justa por aquella vez, colmando de dones a quien tanto y tan desnudo había rodado por el polvo de la miseria; con lo cual se ensoberbeció el indianete, cuyo prurito era olvidarse y pretender que los demás se olvidasen de que era hijo del perdulario Bragas.

Supo don Román de que pie cojeaba el recién venido, a quien, siendo él mozo, había conocido muchacho y dádole de comer muy a menudo, y se apresuró a visitarle porque no tomara a desdén su alejamiento; pero como hombre cuerdo, limitóse en la visita a darle la bienvenida y a ofrecerle todas las atenciones y la buena voluntad de un convecino. Echó de menos don Gonzalo en este tributo de cortesía un sahumerio a su importancia de acaudalado y a su saber de hombre del día, y amoscóse, tachando a don Román de lugareño incivil y de vanidoso destripaterrones.

Pero, en medio de todo, diéronle estas visitas ocasión, al devolverlas, de zarandear durante tres días su levita y su manatí por las callejas, no sin amargos contrapesos; pues bien sabe Dios lo que el hinchado personaje se requemaba cada vez que las viejucas del lugar, al cruzarse con él, se santiguaban, llenas, quizá, de complacencia, exclamando al verle alejarse: «¡Bendito sea el Señor que tanto puede! ¿Quién le diría al infeliz muchachuco de Antón Bragas que había de pasearse por estas callejas lleno de oro y paño fino, como un caballero de los más prencipales?». Y cuando tras esto, y algo parecido, salía a relucir el por qué de llamarse Gonzalo con el item más «de la Gonzalera», sin pizca de Colás González, como se llamó de niño, dábase a Barrabás el hombre; y gracias si, alguna que otra vez, oía por consuelo la afirmación de un transeunte de que, «según se corría por el pueblo, el llamarse así el hijo de Bragas, era motivao a que la reina, sabedora de sus caudales y de la mucha mano que tuvo en la otra banda, le dió esa nomenclatura».

La primera vez que don Gonzalo entró en casa de don Román, conoció a Magdalena. ¡Y cómo se puso, al verla, de dulce y remilgado el ya de suyo meloso y presumido visitante! Aquella joven elegante, fresca y risueña, hija de un señor pudiente, respetado y de noble solar, era la realidad, mejorada en tercio y quinto, de sus más hechiceras ilusiones; y como ni siquiera puso en duda el éxito de sus ya nacidos propósitos, al despedirse de ella hecho un caramelo, alargó a don Román, mientras lanzaba ternísima mirada a su hija, juzgando el regalo como fuerza del mejor gusto, un ejemplar de su retrato y una tarjeta verde con letras de oro.

Y aguijoneándole la impaciencia estas emociones súbitas, en aquella misma semana comenzóse por su orden a desgajar peñascos de la vecina montaña, para edificar la casa en proyecto. Necesitábala pronto para nido de sus amores, y también para conquistar, con esta nueva ostentación de su riqueza, el respeto y consideración de sus convecinos, que continuaban mirándole con la mayor indiferencia, y hasta con cierta sonrisilla maliciosa.

Como su vida de rico era una perpetua equivocación, la obra emprendida sólo sirvió para poner de manifiesto sus resabios de origen y su falta absoluta de cultura. Pensaba que al hombre de dinero le sentaba muy bien la dureza de sus jornaleros, y con ellas los confundía, a la vez que les escatimaba, con reflejos de avaricia, el mísero salario. Murmuraba de ello la gente y trabajaba renegando; y don Gonzalo, para trocar el descontento en admiración, ostentaba en cada lance de apuro, subiéndose a la pared más alta, una nueva cadena en su pecho, o un anillo nunca visto en su mano; o bien disparando tres docenas de cohetes, so pretexto de que se ponía clave en tal arco, o se sentaban en el otro los salmeres; con lo cual, si no lograba el objeto que se proponía, daba pábulo a las rechiflas de los maliciosos del lugar, que le ponían de roña fina, fachendoso y bragucas, que no había por donde cogerle.

Al propio tiempo, juzgando que el hombre de caudal, que ha rodado por el mundo, está obligado a ser irreligioso, jactábase de no ir a misa, y se burlaba de las pláticas del cura y de la credulidad de sus feligreses. Delante de don Román invocaba a los Estados Unidos y a Inglaterra, en testimonio de que los pueblos verdaderamente ilustrados no se confiesan, pensando que con estos atrevimientos, desconocidos en aquel rincón apacible y patriarcal, iba el padre de Magdalena a admirarle como a un asombro de cultura y de saber, y él a sembrar de flores el sendero que había de conducirle a los brazos de la garrida doncella.

Tres meses necesitó el ilustrado don Gonzalo para caer en la cuenta de que iba muy errado en la que se echaba; que la gente menuda se reía de sus alardes, y que don Román iba poco a poco cerrándole la puerta de su casa.

Entonces trató de enmendar el yerro, pero no reconociéndole de buena fe, sino cambiando de conducta y declarando que lo hacía por ir con la corriente, y porque lo contrario era «echar margaritas a puercos», con lo cual lo puso peor.

Pero es el caso que a medida que crecían las frialdades de don Román, subía en él como la espuma el deseo de conquistar a su hija, y bajaba la esperanza de llegar a ser el hombre necesario y más influyente de Coteruco; suma de contrariedades que le traían con una carga de desazones que jamás había previsto.

A todo esto frecuentaba ya la casa de don Lope; y si bien éste para nada se curaba de él, Osmunda le trastornaba el poco seso que tenía. Osmunda estaba entusiasmada con don Gonzalo, porque don Gonzalo en su primera visita le había dejado, con su retrato, una tarjeta azul celeste con letras de color de fuego, tintas en las cuales había leído la infanzona: «celos y amor vehemente». Desde aquel día, Osmunda entrevió la esperanza de quebrar la pesada cadena de su larga soltería, y por la mano de un marido que podía colocar en las suyas el arma que ella necesitaba para vengar su descolorida pobreza en la humillación de las más acaudaladas señoras del valle. Y aduló sin tregua ni sosiego a don Gonzalo, poniéndole en saber, en riqueza, en elegancia y en talento, sobre todos los personajes de la comarca, a los cuales difamaba al propio tiempo. Creíase el indianete merecedor de los encomios de Osmunda; y como no sospechaba qué intentos movían aquella lengua viperina, recibía también como justas y pertinentes sus difamaciones, que, por otra parte, se amoldaban perfectamente a sus deseos. Así, y con los sahumerios que también le echaban Patricio Rigüelta y la corta falanje de pardillos que éste capitaneaba, enemigos mortales, aunque cautelosos, de cuanto a él le hacía sombra en el pueblo, íbase convenciendo más y más de la injusticia con que se le posponía en Coteruco a don Román, y se le negaban los homenajes que se tributaban a éste. Era, pues, Osmunda el soplo que avivaba el fuego de los odios de don Gonzalo, cada vez que una chispa de razón aparecía en la mollera del hijo del Bragas y veía éste a su luz la conveniencia de amoldarse de buena fe a los hábitos sencillos y apacibles de don Román, y de renunciar a sus propósitos de vencerle en importancia y en respetabilidad, cualidades que no se conquistan, sino que nacen de carácter, como el aroma nace de la flor.

En estas luchas empeñado, no desconoció que sin vencer por completo a don Román, o sin atraerse por algún medio sus simpatías, era perder el tiempo pensar en acercarse a Magdalena para pedirla solemnemente en matrimonio. Aplazó la ejecución de este propósito para más adelante, como si sólo dependiera el éxito de su conducta pública, y limitóse a que se le dejara siquiera entreabierta la portalada de aquella casa, nunca por completo cerrada para él por don Román, que era tan cortés como prudente y avisado. En cuanto a Magdalena, no volvió a presentarse delante de don Gonzalo en las varias visitas que éste hizo a su padre. Tampoco pudo saber el meloso galán qué destino habían alcanzado en aquel recinto en que vivían presos sus más tiernos pensamientos, su retrato y su tarjeta, prendas pintorescas de su galantería, que en el caserón de Osmunda figuraban el uno colgado en el muro testero de la sala, bajo un dosel de siemprevivas, y la otra encajada entre el marco y el desazogado cristal de la apolillada cornucopia.

Así las cosas, llegó Lucas de vacaciones, y vio en don Gonzalo al hombre que él necesitaba; es decir, uno que fuera lo suficientemente vano y mentecato para aplaudir sin reserva sus lucubraciones político-filosóficas, y lo bastante rico para que no se sospechara que el despecho del hambre o el ansia de mejorar de fortuna, le movían a maldecir de cuanto los demás bendecían y ponderaban.

Por su parte, don Gonzalo vio en Lucas el órgano sonoro y retumbante de sus propias ideas; o mejor dicho, la palabra que necesitaba para expresar conceptos que no penetraba, pero que por la pompa y la novedad le seducían y cautivaban.

-¡Al fin hallé con quién hablar en los jarales de Coteruco! -decía Lucas refiriéndose a don Gonzalo; mientras don Gonzalo, recordando a Lucas, exclamaba:

-¡Qué lástima que este chico tan despierto no tenga cincuenta mil duros!

¡Como si Lucas con cincuenta mil duros hubiera pensado en meterse a demagogo!

Volvióse el estudiante a Madrid al fin del verano, dejando el germen de sus delirios en el alma de don Gonzalo, ya bien saturada de dudas y rencores, fruto natural de sus mezquinas vanidades; y dos meses después se dio por concluida la casa de arcos.

Propúsose su dueño establecerse en ella de un modo ruidoso y llamativo; y después de amueblarla rumbosamente y de colgar en la sala la historia, en láminas, de Mazzeppa, presidida por el retrato del general Espartero, invitó a medio Coteruco a un sarao inaugural. Trajo de la villa los bizcochos y los azucarillos por arrobas; a carretadas las peras en dulce, y por cántaras el agua de limón; y con esto y el blanco de la Nava que acaparó en el pueblo, y los guisotes que preparó su cocinera, se pusieron Rigüelta, Barriluco y otros comensales de tal jaez, que ya no distinguían los dedos de la mano. Entre brindis, bocados y libaciones, se disparaban cohetes por todas las ventanas del edificio; tremolaban al aire blando de la noche los colores nacionales sobre el palo mayor de la fragata del tejado; y los relinchos de los ociosos mocetones, que desde abajo respondían al estruendo del banquete, aturdían la barriada. Pero ¡ay! don Gonzalo jurara que la soledad del desierto y el frío de las estepas le envolvían en medio de aquella muchedumbre comilona, embriagada y soez. Ni don Román, ni don Lope, ni el señor cura, ni siquiera Toñazos el de la Callejona, ni Juan Antón el de la Portilla; no ya los señores de levita, pero ni aun los labradores de alguna formalidad, habían respondido a la invitación ni concurrido al sarao para darle el apetecido carácter con su presencia. ¡Y don Gonzalo que había soñado hasta con el concurso de Magdalena, a cuya beldad reservaba el obsequio de tres botellas de suspiros que habían de lanzarse al espacio en vistosas y variadas luces desde la copa de un rosal silvestre, de propio intento trasplantado al diminuto jardín contiguo a los arcos!

Decididamente el hijo de Antón Bragas caminaba en Coteruco de equivocación en equivocación.

Desde aquella noche funesta, cayó el ánimo de don Gonzalo en un abatimiento desconsolador. Temió perderlo todo en la lucha insensata que había intentado; y con el propósito de salvar del desastre siquiera a Magdalena, economizó sus visitas a Osmunda, que estimulaba sus rencores; y no solamente fue a misa todos los domingos, sino al altar mayor y con los mejores trapos de su equipaje. Mas no por eso le miró don Román con tiernos ojos, ni don Frutos te tomó por convertido, ni Magdalena, adivinándole las intenciones en sus miradas de azúcar, le propuso un rapto a media noche; ni, la verdad sea dicha, dejó don Gonzalo de tener montada sobre sus narices la respetabilidad inconquistable de don Román y el desdén implacable de todos sus convecinos. El pobre hombre era un verdadero mártir de su vanidad.

Sobre su débil razón estaba siempre esa venda que le cegaba; y al abismo se arrojara impávido, como hubiera un malvado que le empujara hacia él halagando su flaqueza.

Tal era, lector, el personaje por quien hemos oído preguntar a Lucas, en el capítulo anterior, a su amigo Gildo Rigüelta, el Letradillo currutaco; tales los propósitos y los desengaños de don Gonzalo González de la Gonzalera, fundador y habitante de la última casa de las tres que he señalado al lector al comienzo de este libro, desde lo más alto del cerro de Carrascosa.




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- VII -

Cómo empezó


Envuelto en una bata de rayas blancas y verdes, con zapatillas de terciopelo azul bordadas en oro, en los pies, y cubierta la cabeza con un gorro de la misma materia y del propio color que las zapatillas, hallábase don Gonzalo afectadamente reclinado en el sofá de la sala de su casa, con su eterna sonrisa en los labios y los ojos puestos en Lucas, que había ido a visitarle y estaba sentado a su izquierda.

Y decía el maligno cojo, continuando su conversación:

-Aquí, como en todas partes, el sentido moral está pervertido; la fuerza se halla en la rutina; el prestigio en la ignorancia... en el absurdo; el progreso lucha siempre con las preocupaciones; lo viejo impera, lo nuevo se traduce en locura o en maldad...

-¡Por ahí te duele, camará! -exclamó don Gonzalo, después de aprobar con el gesto cada palabra de su amigo.

-¡Pues si salta a la vista! -continuó Lucas, -y usted mismo es el vivo testimonio de esta verdad. Usted, nacido en Coteruco; hombre que ha vuelto a él después de haber adquirido la ciencia del mundo, la savia de los nuevos tiempos (don Gonzalo saludó); que se ha identificado con el progreso actual; que ha fundido sus ideas en el crisol de la libertad (otro saludo de don Gonzalo); que ha inaugurado su establecimiento entre sus convecinos derramando el oro y embelleciendo el pueblo con atrevidas construcciones ajustadas al gusto de la época, ¿qué consideraciones goza aquí? ¿No sigue llevándoselas todas un filántropo ambicioso, un reaccionario ignorante?

-Le diré a usted, señor don Lucas -interrumpió don Gonzalo, aunque satisfecho del rumbo que tomaba el asunto, un poco perplejo por lo que iba teniendo de personal; -como no me he propuesto... ¿está usted? tirar chinitas a nadie para ver quién es más guapo, dejo correr las cosas... ¿me entiende? que otro viso tomaran si yo fuera tentado de la vanidad y dijera a estas gentes: «aquí está un hombre». Porque, camará, a quien tanto ha visto y tanto papel ha hecho, ¿qué le va a ensalzar el arrumaco de cuatro guajiros?

-Concedido, señor don Gonzalo; pero eso, que honra mucho a la ilustrada modestia de usted, es lo que afrenta a estas estúpidas gentes; porque ellas son quienes debieran apresurarse a rendir a usted los homenajes que consagran a un ídolo grotesco.

-Pues velay, camará -dijo don Gonzalo, relamiéndose de gusto al oír a Lucas cantar en la cuerda que más le gustaba a él. -Y ¿qué le vamos a hacer?...

-¿Que qué le vamos a hacer?... Justicia seca, señor don Gonzalo; y muy pronto... como que no a otra cosa he venido yo a Coteruco.

-¿Tanto como eso, señor don Lucas?... ¡Já, já, qué humor de chico éste!

-Nada de broma, amigo mío: le juro a usted que esto es muy serio; y para que vea que no le adulo, le declaro que esa preeminencia que se le debe a usted en justicia, no es la principal en mis propósitos, sino que la necesito para conseguirlos... la necesitamos... mejor dicho, la necesita la patria.

-¡Carambita, carambita!... explíquese más claro el amigo, -dijo a esto don Gonzalo, dejando de reír y acercándose más a Lucas. Éste, después de afirmar los quevedos sobre la nariz, continuó:

-Ya le he pintado a usted el estado de fermentación en que se hallan los ánimos hoy, y le he demostrado la seguridad del próximo triunfo de nuestras ideas. Pues bien: ahora le confío, bajo la garantía de su honor, que al desterrarme el Gobierno a este pueblo, recibí del centro revolucionario el encargo de preparar toda esta comarca para el gran suceso.

-¡Caspitina!...

-Claro es que mis trabajos han de comenzar por Coteruco, y mucho más claro todavía, que estos comienzos han de limitarse, por de pronto, a desembarazar el camino de todo género de obstáculos. Y ¿cuáles son estos obstáculos? Las viejas influencias, los injustificados prestigios... ¿Me entiende usted, señor don Gonzalo?

-¡Vaya si le entiendo!...

-¿Y lo aplaude?...

-Déjeme entenderle del todo, camará, y entonces hablaremos.

-Prosigo, pues. Los obstáculos de Coteruco tienen fortísimas y extensas raíces: para extirparlas, se necesita fuerza, habilidad y perseverancia. Declaro que poseo estas dos últimas cualidades; pero confieso también que me falta la primera... Por eso necesito que me la preste quien la tenga; y como usted la tiene, a usted se la pido.

-¡A mí! -exclamó don Gonzalo frunciendo el entrecejo. -¡Quiere usted que yo mismo sea quien!... Señor don Lucas, usted no me conoce.

-Señor don Gonzalo, no me ha dejado usted concluir. ¡Cómo me hace usted capaz de proponerle que vaya usted de casa en casa diciendo: «yo valgo más que don Román Pérez de la Llosía, y sé más teología que el cura y reclamo para mí el respeto que a éstos consagráis! ¡No faltaba otra cosa!

-Pues ¿qué es lo que usted quiere?

-Quiero matar un prestigio con otro prestigio; quiero aniquilar un poder con otro poder; una fuerza con otra fuerza; quiero destruir una preocupación con una verdad; quiero, en suma, una bandera para mis ejércitos... Porque yo no me forjo ilusiones, señor don Gonzalo: yo sé que por donde quiera que vaya predicando la verdad y anunciando prosperidades a los incrédulos, han de reírse de mí, porque no tengo cincuenta mil duros que den peso y autoridad a mis palabras. Pero si enfrente de las ilusorias virtudes de ese filántropo ponemos las reales y positivas de usted; si al desenmascarar al farsante protector podemos ofrecer a los desengañados el apoyo efectivo y desinteresado de una persona como usted; si al derribar lo viejo y carcomido alzamos otra cosa nueva, potente y saludable, no podrá nadie, en buena justicia, tacharme de malévolo ni de envidioso, como aquí es uso y costumbre; y la luz se hará, y Coteruco será nuestro.

-¡Vamos!... -dijo aquí don Gonzalo, revolviéndose impaciente en el sofá: -eso ya es distinto.

-Y cuando esto se haya conseguido -continuó Lucas, asediando sin tregua al indianete, -transformaremos en dos días el pueblo; le infundiremos nuestras creencias y nuestras esperanzas, y llevaremos el contagio a todo el valle; y cuando en él se sepa qué manos rigen el timón de la nave, vendrán a acogerse a ella todos los náufragos de la vieja fe.

-¡Canastillas!

-Y para entonces triunfará la gran causa; y diremos a los héroes que la hayan conducido a la victoria: «aquí está nuestro contingente de trabajo en bien de la libertad, y aquí el hombre a cuyo prestigio se debe la redención de este valle...»

-¡Caracolillos de mi vida!...

-¡Y sobre ese hombre se fijarán las miradas de los que residan en las alturas del poder, y le decretarán, como a los héroes de Roma, los honores del triunfo, y llegará a ser el árbitro de los destinos de su país.

-Cállese, Lucas, cállese, que la amistad le ciega.

-¡España habla por mi boca, señor don Gonzalo! -exclamó el cojo, con entonación melodramática, descargando el último golpe sobre aquella mollera henchida de vanidades de relumbrón. -¿Comprende usted ahora por qué dije al principio que la patria exigía que reivindicase usted para sí la preeminencia que de justicia se le debe en Coteruco?

-¡Cascaritas, con el modo que tiene, camará, de ensartar las cosas! Pero dígame y perdone: en todo ese trabajo, ¿qué me toca a mí hacer?... Porque supongo que no llegaremos tan arriba sin arrempujar algo con el hombro...

-Nada, o poco más: adhesión pasiva a nuestros actos y a nuestros dichos, y sacrificar un poco, de vez en cuando, el vil ochavo.

Frunció la jeta el de la bata al oír esto, rascóse la punta de la nariz, carraspeó y dijo a Lucas:

-Explíquese, amigo, sobre este último particular.

-¿Sobre el del ochavo?

-Ajá.

-Figúrese usted que a un aparcero de la otra casa se le demuestra que el aparente beneficio que recibe de don Román, puede obtenerle real y positivo... de otra persona; que el aparcero deja sus tierras y sus ganados, y toma otros que le da usted con mayores ventajas...

-Adelante.

-Tenemos ya el ejemplo de un desembolso.

-Es verdad.

-Pudiera citar otros cien por el estilo.

-No hay para qué.

-No me negará usted que los desembolsos de esta clase son reproductivos.

-¡Pshe!...

-Necesitamos también, como base de todos nuestros trabajos, fundar una especie de cátedra.

-¡Hola!

-Sí, señor: una cátedra en que se predique incesantemente el descrédito de ciertas cosas y personas, manifestando la razón oculta de las unas y descubriendo los bastardos propósitos de las otras.

-¡Mire qué idea!

-Yo he observado, señor don Gonzalo, que al campesino más íntegro y de más honrada conciencia, se le hace tragar hasta la herejía si se le da disuelta en un vaso de vino regalado. Es, pues, indispensable que nuestra cátedra se establezca en la taberna, donde maestros en el arte de exornar el trago con toda la gárrula palabrería de los buenos bebedores públicos, sostengan vivo el fuego de la conspiración. De este modo conseguimos dos objetos a cual más importante: inculcar en estas gentes nuestros salvadores principios, y arrancarlas de la esclavitud del trabajo para acostumbrarlas a pensar, a la lucha de las ideas... más claro, corromperlas, como dicen los hipócritas del antiguo régimen.

-¡Pero, don Lucas!...

-Mientras en la taberna se predica así, los ecos lo van repitiendo en el corro de los bolos, y en el pórtico de la iglesia, y en el concejo, y en la mies... Y, desengáñese usted, don Gonzalo, cuando las cosas se aseguran en tantos sitios a la vez, el hombre más terco vacila y cree.

-Es natural.

-Pues bien: esta cátedra demanda algún gasto... algo como cuenta corriente del tabernero con usted.

-¡Conmigo!...

-O con Patricio Rigüelta, por ejemplo... o con su hijo u otra persona de nuestra confianza, que al fin se entienda con usted.

-Ya me entero.

-Y cuando la obra se consume en Coteruco y sea llegada la hora de propagarla por los pueblos del valle, se necesitarán agentes discretos, proclamas, pasquines, auxilios a vacilantes menesterosos... ¿me entiende usted?

-¡Vaya si le entiendo!

-Pues también estos gastos son reproductivos... son como letra que recoge usted hoy para reembolsarse, con pingües beneficios, el día del triunfo definitivo.

-Y dígame, señor don Lucas -preguntó don Gonzalo, nada risueño, después de sobarse mucho las manos y de tener fija en ellas la vista, -¿ha pensado, por ventura, en las quiebras del negocio?

-No las tiene, -aseguró con el mayor aplomo el Estudiante.

-Pues, así y todo... no me conviene, -dijo don Gonzalo con resolución.

-¡Que no! -clamó Lucas, alzando las manos sobre su cabeza en señal de asombro.

-Andandito que no.

-Pero ¿por qué?

-Porque... porque ya le he dicho, camará, que no soy tentado de la bambolla; que no quiero guerra, ni que por mí se indisponga la gente: el que más valga, buen provecho le haga y con Dios se vea.

-Pero, don Gonzalo, ¿y nuestra obra regeneradora? ¿y el triunfo de nuestra causa, y...?

-Créame, don Lucas: todo lo que por esa causa trabaje Coteruco, y la carabina de Ambrosio pata.

-¡Incrédulo! -exclamó el mozalbete afectando pesadumbre.

-La verdad por delante, amigo mío: las ideas me gustan y el triunfo le deseo; pero los cálculos fallan... Y el que lo tiene lo pierde.

-¿Y si no fallan?

-Acuérdese de que la autoridad le vigila, y cuente que sus pasos han de ser seguidos.

-Pero usted queda siempre a cubierto.

-Por el rastro se da con la liebre, camará.

-Señor don Gonzalo, las grandes empresas exigen algún riesgo.

-El que está bien en su casa, no debe meterse a gobernar la ajena.

-La posición impone deberes...

-No se canse, don Lucas, que, por ahora, no resuelvo nada.

Lucas leía en la mente de su interlocutor, como si estuviera metido en ella. Don Gonzalo quería la batalla en Coteruco, pero presenciándola desde su balcón; quería mucho más el triunfo de la pintada conjuración en el valle, y aparecer entonces al frente de los triunfadores para que sobre él lloviesen cargos y preeminencias de honor; pero no quería arriesgar un cuarto en la empresa, ni aparecer ligado con su persona a los promovedores del trastorno, por miedo a las consecuencias de un fracaso, demasiado probable a sus ojos. Leyendo todo esto Lucas en la mente de don Gonzalo, comprendió que era inútil insistir en aquel momento en arrancar al indiano una declaración terminante de adhesión a sus proyectos; pero convencido también de que don Gonzalo había mordido el cebo echado a sus infladas vanidades de carácter, propúsose atacarlas de otro modo más indirecto y seguro, en ocasión oportuna, y se levantó diciendo a don Gonzalo, al mismo tiempo que le tendía la diestra:

-Admiro y respeto esas dudas que le impiden a usted adherirse desde ahora a mis planes; pero confío en que, meditando sobre ellas, el propio convencimiento ha de completar la obra que dejan empezada mis pobres argumentos.

-De menos nos hizo Dios, camará, -respondió don Gonzalo, mientras, sin soltar la mano de Lucas, le conducía escalera, bañando toda su cara en una inmensa sonrisa.

De vuelta en la sala, quedóse pensativo largo rato; después se dio una palmada en la frente, como si se le ocurriera una gran idea, y envió a llamar a Patricio Rigüelta.

Mientras éste llegaba, el indianete, contemplándose en el espejo, decía para su bata rayada:

-A lo que se ve, esta gente necesita de mí. Si me entrego a ellos, visto está quién ha de pagar el pato en un lance desgraciado; además de que a mí no me cuadra, por razones que sabe bien este corazóncito (aquí suspiró don Gonzalo), romper de lleno con ciertas personas. Lo que me conviene es sacar la sardina con la mano del gato, y eso es lo que voy a hacer. El demonio me lleve si se me había ocurrido idea tan amoldada a mis deseos. Vea usted cómo donde menos se piensa... Pero este Lucas es una ventisca que todo lo esparce, y puede comprometerme a lo mejor... Patricio, con tener peor intención, es más sereno en el golpe, y menos sospechoso. Le diré lo que me pasa, tocando el cielo con las manos; y como es hombre que entiende a media palabra, él hará cuanto sea necesario para conseguir lo que pretende Lucas; yo quedo a cubierto de toda sospecha... Y hasta iré a denunciar la conspiración a la otra casa, ¡sí, señor, que iré! y ofreceré mi amparo y me agradecerán el servicio... Y seguirá la bola rodando por el pueblo, y creciendo y creciendo, y la gente revoltosa empujándola sin cesar, porque esa gente necesita de mí... ¡Al fin, se te hace justicia, Gonzalillo; ya se te busca; ya la luz de tu importancia alumbra a estos ignorantes; Coteruco va a ser tuyo, y el valle entero te saluda, y te aclamará mañana como a su rey y señor!

Tomó, tras estas palabras, marciales actitudes por vía de ensayo, hasta que, oyendo en la escalera la voz de Patricio, hízose el escandalizado y el ofendido, y en tal guisa recibió al trapisondista.



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