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- VIII -

Los primeros miasmas


Pasaron días, y todo era calma y tranquilidad en Coteruco. El Estudiante parecía un modelo de juicio y de cordura: a cada veinticuatro horas se presentaba al alcalde, como le estaba ordenado, y se le veía muy de continuo con don Gonzalo en el jardincillo de éste, matando lumiacos y caracoles, o ayudándole a preparar terreno al abrigo de nortes y vendavales, para hacer semilleros. Alguna que otra vez paseaba con Gildo por la mies; pero lenta y sosegadamente, sin los aspavientos y manoteos que eran en él señales infalibles de que andaba a vueltas con sus filosofías enrevesadas y sus políticas tumultuosas. Patricio, consagrado con rara asiduidad a sus industrias, era una malva; Gildo acompañaba a su padre cuando no paseaba pacíficamente con Lucas; y en cuanto a don Gonzalo, notorio era en el pueblo que sólo se preocupaba con adquirir tierras y ganados para darlos en renta y en aparcería, con ventajas inusitadas en el valle para llevadores y aparceros. Ni siquiera visitaba a Osmunda, o lo hacía muy de tarde en tarde, motivo por el cual hasta la infanzona había puesto freno a su lengua y hecho un alto en su fiebre difamadora.

La entrada de la Cuaresma no contribuyó poco a esta calma extraordinaria del ya, de suyo, calmoso y apacible vecindario de Coteruco. Era allí costumbre tradicional celebrar durante ese tiempo y en las primeras horas de la noche, cristianos ejercicios en la iglesia, con los cuales, compuestos de pláticas, rosario y examen de catecismo, preparaba el párroco a sus feligreses para el cumplimiento pascual. Por eso la entrada de la Cuaresma era la señal de cerrarse (como diría un revistero elegante de los salones de Madrid) la distinguida cocina de don Román.

Como de costumbre, don Frutos tocaba la campana poco después de anochecido; y tampoco en esta ocasión necesitó repetir la llamada, porque la gente acudía placentera y obediente... hasta hay quien asegura haber visto, en las primeras noches, a Lucas y a don Gonzalo, sentados debajo del coro con la mayor compostura, oyendo las pláticas de don Frutos. Ni lo confirmo ni lo niego; pero lo consigno para que se vea hasta qué punto reinaba la tranquilidad en Coteruco en los comienzos del mes de marzo de aquel año memorable.

Mediando estaba, cuando dio en hablarse por el pueblo de un empeñado partido a la flor de cuarenta, que se jugaba desde dos noches antes en la taberna, entre Patricio y Barriluco, contra un tal Facio Lindones y otro, su compañero, Polinar Trichorias; es decir, entre los cuatro bebedores de más saque, y floristas más diestros de Coteruco y sus contornos. Pero no era esto lo grave. Éralo, y mucho, el que, según noticias, se jugaba nada menos que una becerra, que había de comerse guisada en las Pascuas de abril, con el aditamento de tres arrobas de patatas, pan y vino a discreción, al cual banquete habían de asistir hasta treinta convidados entre los más asiduos concurrentes a la batalla. Ésta había de durar quince noches consecutivas, al fin de las cuales se haría una liquidación general, y los compañeros que salieran alcanzados en ella, pagarían la salsa; porque es de saberse que las tajadas, o sea la becerra, la regalaba Patricio, de las varias que tenía para el abasto de carnes, del cual era rematante. Las mujeres empezaron a lamentarse del mal ejemplo que con esto se daba a sus maridos y a todos los hombres de bien. Díjose juego que varios de unos y de otros, llevados quién de la curiosidad, quién del olor del convite prometido, concurrían en excesivo número a presenciar la batalla, y que durante ella se bebía no poco a buena cuenta, y se oía lo que no eran bendiciones; porque es de saberse también que los cuatro combatientes eran tan famosos en el pueblo por su decir sin trabas ni pelos en la lengua, como por su beber sin calo ni medida.

De Barriluco, en el mero hecho de jugar asociado con Rigüelta, suponíase que éste cargaría con su escote, en el caso de perder ambos la partida; pero a Facio y Polinar, sin oficio ni beneficio, vagos perdurables, desacreditados hasta el punto de que nadie quería darles una heredad a renta ni una res en aparcería, ¿quién los garantizaba en un caso desgraciado? ¿Cómo el tabernero, cuya desconfianza era proverbial en Coteruco, les servía jarro tras de jarro, a cuenta de los perdidosos, y, con cargo a la misma, convidaba a los espectadores? ¿Habría perdido el juicio el tabernero? ¿Habrían descubierto los jugadores alguna mina de onzas acuñadas? ¿Andaba en todo ello alguna mano pródiga y sutil, que pagara el gasto y dirigiera el partido?

Nada de esto era creíble, y, sin embargo, el hecho era notorio: el partido existía en plena Cuaresma; el vaso circulaba a discreción entre los jugadores y entre los curiosos, que cada noche aumentaban en número; y mientras se bebía y se jugaba, se hacían irreverentes y mordaces alusiones a determinadas cosas y personas, dignas del mayor respeto. Testigos de intachable formalidad, enviados a la taberna exprofeso, lo declararon así.

Don Frutos observó que al mismo tiempo que estos rumores crecían, menguaba la concurrencia de hombres a la iglesia, por la noche. Alarmóse el buen párroco, y se acercó un día al tabernero para recordarle la obligación en que estaba de hacer un esfuerzo para poner coto a aquel desmán que podía concluir en un escándalo, sin ejemplo en tan morigerado vecindario. Negó el tabernero la gravedad supuesta al caso. En su concepto, los cuatro jugadores estaban mejor en su establecimiento a aquellas horas que profanando la iglesia con irreverencias y desenvolturas, como lo tenían por costumbre, y era la verdad, las pocas veces que en ella entraban. Lo de la becerra eran dichos de la gente, y podía comerse o no comerse en la Pascua; y en cuanto a los curiosos, se reducían a unos pocos que, al pasar por delante de la taberna, entraban, se detenían un instante a comprar lo que necesitaban, después de dar un vistazo a la mesa de juego, y se marchaban sin despegar los labios.

Don Frutos halló poco tranquilizadoras estas explicaciones, y expuso sus inquietudes al alcalde; pero el celoso representante de la autoridad, que no era ciertamente el menos asiduo de los concurrentes al espectáculo, respondió al cura que mientras la taberna siguiera cerrándose antes de las diez, y no hubiera en ella ruidos ni camorras, no juzgaba prudente ni equitativo prohibir aquella reunión de inofensivos ciudadanos.

Tampoco podía tranquilizar al buen párroco esta evasiva respuesta; juzgóla, por el contrario, alarmante en grado sumo, y se acercó a don Román para pedirle su opinión sobre el caso. Conocíale el caballero en todos sus pormenores, y menos gracia le hacía cuanto más le examinaba. Pero si el tabernero negaba la gravedad de los sucesos, y el alcalde se ponía de parte de los jugadores, y los pocos de sus tertulianos, que por casualidad habían presenciado alguna noche la partida, no cesaban de lamentarse del mal ejemplo que en la taberna se estaba dando, ¿qué había de hacer el buen Pérez de la Llosía? Lamentarse también de lo que pasaba y no decir a nadie la mitad de lo que su ojo sutil veía en la trama de aquella casualidad, en lo presente, y columbraba en lo porvenir, si el mal adquiría desarrollo, o no se ahogaba en su misma pestilencia.

Don Frutos renunció a todo propósito de atacarle en su guarida, y le acometió denodadamente en sus pláticas nocturnas; pero los claros de su auditorio no se llenaban; antes bien se extendían, al paso que aumentaba cada noche el público de la taberna con los desertores de la iglesia».




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- IX -

La feria de Pedreguero


Así las cosas, llegó el día de San José, y Gorión adornó sus novillas con los collares que le prestó don Román, mientras éste preparaba también las suyas para el gran concurso con no menores galas y atildaduras. Y en verdad que los cuatro animales lo merecían. Eran de casta suiza cruzada con la tudanca montañesa, que es tanto como decir que tenían el pelo gris, los anchos y las carnes de la primera, juntamente con el garbo y la gallardía de la segunda. Había, no obstante, notables diferencias de detalle entre las cuatro, ya en las ojeras, más o menos claras; en el lomo más o menos corrido; en el gris del pelo, más o menos lavado, etc, etc. Pero éstas y otras diferencias, como la de edad, sólo podían apreciarlas los inteligentes: los curiosos, como el lector y yo, no veían en aquellos animales, caminando hacia la feria, más que cuatro alhajas, modelos de hermoso ganado.

Habían convenido don Román y Gorión en no vender para carne a ningún precio (de casa del primero no salía jamás una res a la carnicería), y en pedir mucho hasta última hora, con el fin de recoger la mayor suma posible de ofertas. Concluídas éstas, se compararían unas con otras y se deduciría la diferencia. No se olvide que la apuesta se había hecho con la mejor novilla de Gorión y la menos buena de las de don Román. Éste se resignó a quedarse en casa, para que no se creyera que su presencia en la feria podía influir en pro de sus novillas, quitando a los compradores la libertad de regatear a su gusto: un criado inteligente le representaba al lado de Gorión.

Pedreguero, donde se celebraba la feria, no está lejos de Coteruco; pero va el río entre ambos, por lo cual, la barca de la Pasera, única que goza el derecho, y para eso le paga, de pasaje, no tuvo aquel día momento de reposo. Desde el amanecer afluyeron los ganados de toda la parte occidental del valle, buscando la rampa del embarcadero, en tropel unos, unidos otros, en ordenada hilera éstos, rezagados aquéllos, bramando y retozando muchos, y todos alborozando la comarca con el sonido incesante de sus esquilas y cencerrillos. Uníase a este ruido discordante el hablar recio de los conductores, que se trocaba en salvaje gritería al acercarse a la barca. -«¡Nela, ese jato!» «¡Chisco, esa vaca!...» «¡Ataja la Galinda!...» «¡Qué se va la Corva!...» «¡Déjala ya!...» «¡Toma, Morena!» y silbido va, y berrido viene, y cornada por aquí, y garrotazo por allá; y en la barca no cabe el ganado, y un becerro se tira al río, y te siguen media docena de ellos, y sus dueños vocean y reniegan, temerosos de que, al alcanzar la otra orilla, se extravíen; y gritan de nuevo para que los detengan Nel o Sidro que han pasado ya; y en esto, la barca vuelve de vacío, después de haber cobrado un cuarto por persona y seis maravedís por cabeza. Así hasta las diez de la mañana, hora en que la feria se colma de ganado; y lo mismo al anochecer en la otra ribera, al retorno de lo no vendido y de lo comprado por los feriantes de la parte de acá.

Cerca ya de Pedreguero, la bulla crecía; columbrábanse los blancos toldos de las cantinas; y se respiraba el tufillo de las cazuelas sobre las brasas, entre mondos cudones bajo los primeros árboles del cajigal de la feria. Entraban en él los ganados por todo su perímetro, y cuál ganadero elegía para sus reses la despejada braña; cuál otro amarraba su pareja, por inquieta y asombradiza, al rugoso tronco; quién buscaba lo más sombrío para hacer menos visible la roña de un cuero chamuscado; quién prefería los rayos del sol para que brillaran más las prendas de sus rozagantes bestias; y en el ínterin, los compradores y los curiosos hormigueaban, viendo, palpando y preguntando, sin que se durmiera el cuidadoso pedáneo ni la vigilante Guardia civil, temerosa de que anduviese por el ferial la extraña mano aleve que, en concursos idénticos, suelta la mosca que produce la dispersión tumultuosa del ganado; horrendo conflicto que se aprovecha para robar con poco riesgo. La feria, pues, entró en su primer y más importante período. En el segundo había de entrar por la tarde, transformándose en romería, sin dejar de ser feria por completo.

Don Román no hallaba punto de sosiego en su casa. Aquel hombre campechano y rumboso en todo, liberal y desprendido, no podía resignarse a perder la apuesta que tenía empeñada con Gorión. Su criado, aunque inteligente y celoso, podía haber elegido mal sitio para colocar las novillas, no estar atento a engallarlas cuando los compradores las contemplasen; no arrearlas a tiempo cuando hubiera necesidad de pasearlas para observar la soltura y aplomo de sus remos; no encarecer debidamente ésta o la otra cualidad... ¡Y si por cualquiera de estos descuidos triunfara el vanidoso Gorión!... Don Román se resignaba a todo, menos a que una res de su casa, en que él tuviera puestos los ojos por buena, se estimara en menos que otra de su vecino, en igualdad de condiciones.

Con este escozor en el ánimo, pidió su comida a las once; y a las dos de la tarde, no pudiendo resistir más, pero tratando de disimularlo, propuso a Magdalena un paseo hasta la feria. La tarde estaba hermosa, como tarde primaveral; el camino seco y ya festoneado de margaritas, esa microscópica flor, ornamento profuso de las praderas montañesas, la primera que brota en cuanto el invierno recoge su triste manto de escarchas y el sol aparece secando las pozas y encauzando los regatos vagabundos. Era, además, costumbre del señorío circunvecino, que tan escasas cuenta las distracciones, concurrir por la tarde a las ferias, del mismo modo que a las romerías, aunque con menos boato. Nada, pues, había de extraño en la proposición de don Román, ni de particular en que la aceptase su hija; antes al contrario, tenía ésta, desde meses atrás, inexplicable complacencia en asistir a las fiestas del valle, como si en algunas de ellas esperara continuar el asunto que quedó pendiente en el baile del palacio de los Cárabos.

Porque Magdalena estaba fluctuando entre impresiones de muy opuesta naturaleza. Si los viajes de Álvaro a Coteruco, si sus miradas, si sus saludos significaban lo que ella creía... Y deseaba, ¿por qué no se lo decía? ¿Qué juicio formar de aquel hombre que parecía adorarla, y al mismo tiempo huía de decírselo? ¿Qué pensar de aquel afecto que no ansiaba saber si era correspondido? ¿Huiría Álvaro de don Román? Entonces Álvaro no era digno de que Magdalena pensara en él. ¿Habría alguna razón especial que le impidiera ser más explícito, sin dejar de quererla bien y honradamente? En tal caso, era peligroso sostenerle en la confianza de que ella conocía ese amor y le aceptaba. Así cavilaba de continuo Magdalena, y cavilando estaba en lo propio cuando su padre la invitó a ir a la feria.

Adornóse lo mejor y más pronto que pudo; y seguida de Narda, que debía acompañarla mientras don Román estuviese ocupado en la feria, echaron los tres camino de ella, libre, por ser la hora que era, de ganado y de feriantes.

En tanto que don Román se internaba en la arboleda, buscando con ansiedad a su criado y a Gorión, Magdalena y Narda torcieron hacia el lado en que la romería se iba formando; punto en el cual se veían ya algunos y algunas elegantes del valle, discurriendo alrededor del corro en que bailaba la gente labradora al son de las panderetas.

No tardó don Román en dar con lo que buscaba. Gorión, al verle, le saludó con un gestecillo de satisfacción, que al buen Pérez de la Llosía le supo a rejalgar; buscó en la cara de su criado la razón de aquel gesto, y la halló como de hiel y vinagre. He aquí lo que había pasado.

De más de dos docenas de proposiciones que se habían hecho por las dos novillas de la cuestión, no había una en que la de don Román no quedase vencida por una diferencia que variaba entre doce y cinco duros. Tal rezaban los apuntes hechos por los dos interesados, en los respectivos librillos de fumar. Por la Cordera, o sea la novilla buena de don Román, se hubiera dado lo que por ella se hubiera pedido; pero sobre ésta no había apuesta, ni razón para que la hubiese, ni motivo, por consiguiente, para que su dueño se creyera con ella vengado de Gorión que le vencía con la otra.

Cuando llegó don Román, acababa de retirarse el último comprador, y aún estaba contemplando desde lejos la novilla de Gorión y hablando con dos asesores que le habían acompañado en el tanteo. Había ofrecido doce duros más por ésta que por la del primero; don Román se enteró de ello, y después de leer y confrontar rápidamente las listas de las proposiciones apuntadas en los dos librillos de fumar, llamó al comprador citado con una seña, por demás expresiva. Acercóse el hombre, sombrero en mano.

-¿Cuánto has ofrecido por esta novilla? -le preguntó don Román señalando a la suya.

-Cuarenta duros.

-¿Y por la de Gorio?

-Cincuenta y dos, para servir a usted, señor don Román.

-¿Y tú entiendes de ganado?

-Pues, mejorando lo presente, señor don Román, no dejo de entenderlo.

-Arrea esa novilla, Blas, -dijo el caballero a su criado.

La novilla se gallardeó alrededor del árbol bajo el cual pasaba la escena.

-¿Qué tienes que pedir a ese animal, que encuentres en el de Gorio? -preguntó don Román, fijando la vista en la del comprador.

Este, un tanto pesaroso de no agradar a tan distinguido caballero, pero muy firme en su parecer, no obstante lo que en él pudiera pesar el muy justamente acreditado de don Román, díjole:

-Sin que esto sea menospreciar la hacienda de nadie, señor don Román, la novilla de usted no tiene el herraje que la de Gorio; es de ojo más triste, y más caída de cuadril; zambea un poco de la derecha...

-¡De la derecha!... Tú sí que zambeas; pero es del entendimiento.

-Me paece a mí que lo que está a la vista...

-Lo que está a la vista es que no entiendes una jota.

-Pues mire usted que me he hecho viejo en el oficio... y, por último, de usted es la novilla y mío el dinero; la feria es tanto para pedir como para ofrecer, sin ofensa de nadie ni menosprecio de la cosa. Otro dará más.

-¡Ni aunque me la pesaran en oro!

-Y hará usted bien, si en tanto la estima.

Y el hombre, después de saludar muy fino, se retiró.

Lances semejantes se reprodujeron con motivo de nuestras ofertas; pero don Román no oyó una que no fuera una derrota para él.

Como al lector han de interesarle muy poco los detalles de esos lances, sobre todo si es de los muy dados al guante blanco (aunque dudo que los de tal librea se dignen comunicar con el anti-elegante y zarandeado realismo de mis libros), dejo aquí la feria y voy con el relato a un extremo del robledal, donde bulle la gente joven y desocupada, y se oyen cantares, y hasta brilla la seda de las damas, entre los pintorescos atavíos de las zagalas.

Algunas varas detrás del grupo de bailadores y curiosos, había un tronco seco tendido sobre la menuda yerba de la braña, fuera del robledal. Sentada en el tronco, haciendo garabaros en el suelo con el regatón de la sombrilla, y fija en ellos la mirada, hallábase Magdalena; a su lado, hablándola muy cerca del oído y contemplándola al mismo tiempo con ojos de enamorado. Álvaro, golpeándose maquinalmente las charoladas botas de montar, con un latiguillo que tenía en la mano; Narda, haciéndose la distraída, como en casos tales se hacen todas las dueñas de confianza y todas las madres excesivamente cuidadosas por casar a sus hijas, se sentaba en un extremo del tronco, y ya no sabía a que cadera encomendar el peso del suyo, ni a que lado enviar sus miradas, porque había agotado el catálogo de sus posibles actitudes, en su doble papel de Argos vigilante y Mercurio complaciente, y en todo había fijado la vista sin el consuelo de que a su oído, tan experto como sutil, llegara una sola frase que satisfaciera su ávida curiosidad.

Álvaro, cabalgando gallardamente en un brioso corcel, había aparecido en la feria cuando Magdalena, desalentada por no ver a nadie, acababa de sentarse en el madero. No bien la hubo conocido, apeóse rápido, entregó el caballo a un chicuelo de los varios que solicitaron esa tradicional manera de ganarse unos cuartos en las romerías montañesas, y corrió a saludarla. La sencilla joven, al verse junto a él tan de improviso, púsose encendida como la grana; después, pálida como la cera, y luego, se halló sin voz para responder a su saludo. Saltábale el corazón en el pecho, sus sienes latían y los oídos le zumbaban. Cerró los ojos, oyó las primeras palabras de Álvaro entre aquel tumulto de su organismo, y apenas las comprendió; pero debieron de ser dulces y placenteras, porque el alboroto se fue calmando con ellas, como se calma la tempestad cuando el sol aparece y brilla en un cielo sin nubes. Atrevióse después a mirar a la cara del hermoso mancebo; pero al hallar su ardiente mirada en el camino, volvió los ojos de su regazo, y tembló sin saber por qué. Álvaro, en tanto, la refería sus tristezas, sus alegrías, sus temores, sus esperanzas, sus dudas, su fe; y ella, que de buena gana hubiera referido otro tanto, y aún mucho más, no hallaba, en su aturdimiento, fuerzas para responder una sola frase; pero su misma actitud era un libro abierto, y en él leyó Álvaro cuanto anhelaba su corazón. Díjola por qué hasta entonces no había continuado la conversación interrumpida tantos meses antes. En su entender, sólo en ocasiones como la que acababa de ofrecerles la fortuna, libres de toda presión extraña, podían dos almas confiarse sus más íntimos secretos. Las miradas, aunque dicen y penetran mucho, no lo dicen ni lo adivinan todo: refieren el conjunto, no explican el detalle; no descubren el obstáculo, los planes de familia, los escollos del carácter... Esto, y mucho más, puede salir al encuentro al hombre, que sin otro guía que su corazón henchido de ternura, y su mente colmada de ilusiones, llamase a las puertas de la mujer soñada, para ofrecerle su amor y su mano, como se los ofrecía Álvaro a Magdalena en aquel instante. Díjola tras esto quién era él, y todo cuanto Narda la había dicho ya; y al pedirle una respuesta que le librara del ansia en que vivía, la púdica joven tampoco halló en aquel lance de prueba palabras entre sus labios que del apuro la sacaran, y tuvo que pintar a Álvaro la dificultad con los ojos. No acertaba la infeliz a explicarse qué eran aquel placer que la oprimía el pecho; aquella íntima alegría que, como las penas, llevaba lágrimas a sus ojos; aquel purísimo sentimiento que la sonrojaba como si fuera un delito. Pero Álvaro la comprendía perfectamente, y aceptó la turbación de Magdalena por la mejor de las respuestas. Después, descendiendo de la región del sentimiento a la de los hechos y propósitos, habló de unos y de otros, y pudo Magdalena ir orientándose poco a poco en aquel terreno, recobrar su serenidad perdida, y llevar a la conversación todas las discreciones y armonías de su palabra.

En esto apareció don Román; y al verle su hija y Narda, se levantaron súbitamente, como si el estar sentadas allí fuera un delito. Álvaro se levantó también, quedándose algunos pasos detrás de ellas. Llevaba el buen caballero pintada en su cara la mortificación en que le traía el suceso de la feria.

Al acercarse a Magdalena, rompía en pedacitos el papel en que había hecho la liquidación de las ofertas, por la cual acababa de pagar nueve duros a Gorión, que se vio más ufano que perro con pulgas, con la ganancia: no por lo que intrínsecamente valía, sino por el triunfo que representaba.

-¡Cuando digo que en el valle no hay un ganadero que sepa lo que trae entre manos! -exclamó mientras arrojaba al suelo los pedazos de papel.

-Por las señas -dijo Magdalena sonriendo al verle tan sulfurado, -¿perdimos la apuesta?

-La perdimos -contestó don Román muy serio, -y declaro que lo siento como si hubieramos perdido un mayorazgo.

Entonces reparó en Álvaro que se acercó a saludarle. Magdalena se apresuró a presentársele, diciendo, no poco turbada:

-El señor don Álvaro de la Gerra.

-¿De Sotorriva? -preguntó a éste don Román.

Álvaro contestó afirmativamente.

-¿Hijo, acaso, del señor don Lázaro?

-En efecto.

-Tengo un grandísimo placer en estrecharle la mano de usted. -Y mientras lo hacía, añadió:

-El señor don Lázaro es un amigo a quien respeto tanto como admiro, por sus virtudes y su talento. Es la prez del valle.

Cómo sonó este elogio en el corazón de los dos enamorados, excuso yo decirlo. Miráronse ambos, y añadió don Román:

-Hace mucho tiempo que no le veo.

-No sale de casa -contestó Álvaro, -y, desgraciadamente, se lo impide la salud más que los años, aunque tiene ya muchos. Sin esta circunstancia -continuó mirando a Magdalena, -quizá no tardara usted muchos días en saludarle.

-Siempre lo tendré a gran honra, y bien sabe Dios cuánto deseo su alivio. Entre tanto, ofrézcale usted mis respetos, y cuénteme por su mejor amigo, si digno de ello me juzga.

-¡No sabe usted hasta qué punto, señor don Román! -exclamó Álvaro, estrechando nuevamente la mano del noble caballero y mirando a Magdalena, que apreció, sin duda, en todo su valor, la exclamación de Álvaro.

Despidiéronse luego todos, porque la tarde refrescaba, y salieron de la feria los de Coteruco, mientras Álvaro, gratificando rumbosamente al muchacho que había cuidado de su caballo, montó en él y tomó el camino de Sotorriva, por el que, merced al estado de su ánimo, todo le parecía flores y tomillo, trovas y melodías.

Don Román, en tanto, erre que erre con sus novillas y las de Gorión, y dale con la apuesta perdida y con la ignorancia de los feriantes. Magdalena no le oía. Todas las potencias de su alma eran esclavas de un mismo tirano; pero tirano de cadenas de oro y mazmorras de luz y de fragancia. Narda sola contestaba a su amo, hasta que, alcanzándolos Toñazos, cerró con él don Román a brazo partido, sobre el mismo tema; y andando, andando, adelantáronse a las mujeres un buen trecho. Quiso entonces Narda sondear la conciencia de Magdalena y saber algo de lo tratado, bien cerca de ella, en la braña contigua al robledal de la feria, cuando se vieron sorprendidas por una voz melosa que dijo, dirigiéndose a Magdalena:

-Cuide la madamita de no salir del sendero, que hay rocido entre la yerba.

Quien tal hablara era don Gonzalo, con sombrero de copa alta, guantes azules, bastón de manatí y levita ceñida.

Volvióse Magdalena al sentirle, sobrecogida como quien despierta de un sueño delicioso con el graznido del mochuelo.

-¡Ah!... ¡don Gonzalo! -dijo con el desaliento con que se recibe una pesadumbre.

-A los piececitos de usted, niña, celebrando su encantadora salud. Al papaíto ya le veo allí tan bueno.

Y esto lo ensartó el indianete descubriéndose la cabeza, encorvando el espinazo y rasgando la toca hasta los oídos. Pero la joven, sin contestar una palabra, parecía ir contando uno a uno los guijarros de la senda.

De aquella actitud y de la expresión gozosa que daban al semblante de Magdalena los pensamientos que la preocupaban, dedujo don Gonzalo que su fino sentir no había de ser desairado. Esto le animó a continuar el asedio, y dijo, como preámbulo:

-A lo que parece, ustedes han venido a recrearse por estas cercanidas... Muy bien hecho: la tarde lo pide, por su hermosura y templanza.

-Pshe... -respondió la joven por responder algo.

-Hay que aprovechar las ocasiones, Magdalena, de desplayarse un poco por el mundo: no hace buen genial vivir siempre en subterránedos como Coteruco.

Advierto que estos subterránedos, aquellos desplayamientos y cercanidas, y otros análogos pulimentos de palabra, eran como el flauteado del órgano de la elocuencia de don Gonzalo, registro que sólo tocaba éste cuando se ponía tierno, o era la situación patética y sentimental... Y ruego al lector escrupuloso que no me tache los vocablos por inverosímiles, pues a extremos tales conduce en muchos Gonzaleras indoctos, o, si se quiere, ignorantes, el afán americano de marcar mucho los dos y das finales, como signo de finura de lenguaje.

Magdalena lo sabía por tradición montañesa, y contestó, sin reírse, con otro monosílabo mal articulado.

-Sucede también -continuó, tras unos instantes de silencio, el meloso don Gonzalo, con los ojos casi en blanco y la boca hecha una media luna patas arriba, -que al hombre le asaltan tiernas melancolidas cuando menos se lo espera... ¿me comprende usted, madamita? Y entonces necesita el agasajo de las intemperies para consuelo de su tierno corazón.

-Es verdad, -dijo sin entenderle Magdalena, siempre con el alma engolfada en dulcísimos recuerdos.

-¡Ah! -exclamó el indianete, tomando aquellas palabras y aquel arrobamiento por donde más le convenía a él, -¡y si el hombre tuviera la dicha de saber, al respezto de esa atrocidad de dolor, si sus llagas serían curadas, aunque fuera paulativamente, por la correspondiencia de su adorada!

Aquí le apuntó la risa a Magdalena, aunque ni remotamente sospechaba a dónde iba a parar aquella extravagante lamentación; y para conjurar el peligro de que el meloso galán la viera reírse de él, bajó la cabeza sobre el pecho, y aún volvió la cara hacia el lado de Narda.

-¡Oh! -tornó a exclamar don Gonzalo, en presencia de aquel, en su dictamen, pudoroso abatimiento; -pero el hombre iznora... ¡lo iznora por desgracia! si sus finas ternezas son correspondidas; y esto le roba su dormir, y hasta sus caudales le parecen supérfludos, por no decir de sobra.

Con esto creció el peligro en que Magdalena se encontraba; y no sabiendo qué hacer ni qué decir, por hacer algo, y algo que la deleitase, suspiró pensando en Álvaro.

Para el azucarado galán fue aquel suspiro fuego que redujo su ya blando corazón a tierna gelatina. Tembláronle las mandíbulas y las piernas; cerráronse sus ojuelos; quiso decir de una vez todo lo que deseaba, y faltóle la voz. Narda, que iba dada a Barrabás con la intrusión del indiano, díjola al oído algunas palabras, y las dos aceleraron el paso; de modo que cuando don Gonzalo salió de sus amorosas agonías y quiso continuar la interrumpida declaración, se vio a tres dedos de las espaldas de don Román. Renunció de mala gana a sus intentos por entonces, y saludóle muy fino; pero don Román pagó con poco brío la fineza; y so pretexto de que la tarde se acababa y el embarcadero de la Pasera se hallaba libre de ganado en aquel instante, aceleró la marcha. Siguiéronle todos a su paso, y no hubo más conversación. Pero don Gonzalo observó, pasando el río y en el camino hasta Coteruco, al enviar tiernas e investigadoras miradas a Magdalena, que la gentil doncella iba dominada por hondas cavilaciones, y no dudó que, era él quien se las causaba.

Con estas ilusiones en la cabeza, llegó a la portalada de don Román, despidióse de todos hecho una jalea; y derretido de amor y de esperanzas, entró luego en su casa, en la cual no halló sueño aquella noche, porque se la pasó en vilo sazonando un propósito que pensaba realizar sin tardanza, como verá el lector en el capítulo siguiente.




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- X -

Lo que descubrió la feria


Madrugó mucho don Gonzalo, como quien no ha pegado los ojos en toda la noche; afeitóse con gran esmero; fregó y pulimentóse el pellejo, hasta sacarle lustre, y preparó las ropas más apreciadas entre cuantas guardaba en sus baúles; toda esta faena, acompañada de trémulos suspiros, palpitaciones de corazón e incesantes, lánguidas y voluptuosas miradas al espejo. Después, como aún no era, hora de realizar sus meditados planes, entretúvose en ensayar reverencias, sonrisas y posturas; ya blandas y rendidas, ya nobles y resueltas, ya llanas y familiares; hizo entradas y salidas, ora pasando al gabinete desde la sala, ora tornando a la sala desde el gabinete; imaginóse diálogos y discursos, metáforas expresivas, réplicas ingeniosas, todo género, en fin, de artificios y travesuras de lenguaje, y de todo quedó satisfecho y complacido. Almorzó luégo de prisa y sin apetito; vistióse despacio; empapó en esencias varias su pañuelo de bolsillo, sus guantes azules y hasta los faldones de la levita; y al marcar las once su reló, puso el sombrero blandamente sobre sus rizos escarolados, tomó el manatí, volvió a mirarse al espejo, suspiró virando los ojos al mismo tiempo, y se lanzó a la calle con aquel hechicero contoneo que era su orgullo, por ser, en su creencia, la fuerza de su elegancia. Así llegó a casa de Magdalena. Halló a Narda en el portal, y por ella anunció a don Román que deseaba hablarle con mucha urgencia.

Momentos después, don Gonzalo se descoyuntaba a reverencias en el salón que conocemos, delante del comedido Pérez de la Llosía, y se sentaban ambos en el sofá, debajo de la Purísima-, grave e impasible el uno; conmovido, inquieto y desatinado el otro.

Tardó mucho el indianete en romper a hablar; y no parecía sino que estaban los almohadones rellenos de tachuelas punta arriba, según lo que el pobre hombre revolvía las asentaderas sobre ellos, y tecleaba con los dedos en el manatí, y movía el pescuezo entre los cuellos rígidos de su camisa, ínterin hallaba modo de entrar en materia. Sin duda le parecía ésta muy grave para acometida de frente, porque después de flanquearla con aquella mímica embarazosa, habló de la feria y de las labores de la estación, de la última nevada y de la futura cosecha; de todo menos del caso.

Al fin, y cuando ya se le iba acabando al otro la paciencia, amparóse del recuerdo de Magdalena, llenó con él todo su corazón vacilante, y se atrevió a expresarse del siguiente modo:

-Pues los asuntos que aquí me traen, mi señor don Román, son dos, y los dos muy serios... Si usted se sirviera escucharme...

-Rato ha que no hago otra cosa.

-Se estima la fineza... Y prosigo. Primeramente, yo vine a Coteruco a descansar de las fatigas de mi trabajo, y a gastar, como el otro que dice, entre los míos y en santo amor y compaña, el dinero que honradamente gané.

-Nada más puesto en razón.

-Viniendo así a mi pueblo, me encontré con la iznorancia de las gentes: no eran quién para uno amoldado a la buena sociedad de los tiempos. De modo y manera, que fabriqué mi casa, como usted sabe, y me encerré en ella, atenido a cuidar de mis peculios y a vivir con algo de ellos, pues del total del rédito me sobra, sin que sea bambolla, más de la mitad... ¿Comprende usted?

-Hasta ahora, no mucho que digamos.

-Seguiré el relate. Este comportamiento mío no ha sido al gusto de todos: al cabo, no es uno onza de oro... Y sé que tengo enemigos; sé que de mí se han dicho, señor don Román, las miles indiznidades por esos inseztos venenosos: que si fui, que si voy, que si vengo... en fin, ¡herejidas! Pero como mi conciencia estaba muy limpia, y no debo a nadie un centavo, me reí de los dichos, y la guerra se ha ido acabando ella sola... ¿Se va enterando usted?

-Ni pizca.

-Pues voy al caso. Cuando a mí me dejaron en paz, echaron la murmuración hacia otra parte, y la impostura con ella; pero ¡cosa admirable! yo que me había reído de lo que conmigo iba, no he tenido calma para oír callado lo que va con el prójimo... ¿Se entera?

-Siga usted.

-Pues, señor, un día y otro llegan a mis oídos voces y más voces, dichos y más dichos; ahora atacando al pensar, después a la hombría de bien, mañana... a esto y a lo otro, y luego... vamos, cosas que no se pueden oír, hasta que reflexioné y dije: «los hombres de algún valer están obligados a ampararse en los apuros, porque si no, los inseztos se nos vienen encima; cada uno arrempuje lo que buenamente pueda, y allá voy yo con todo mi pecho a cumplir con mi obligación». Y le aseguro a usted, señor don Román, que hice los imposibles y que apreté por lo más duro; pero a fuerza mayor el valiente se rinde, y yo no pude solo contra tanto; porque es de saberse que hay de por medio conspiración en regia, y lo que es peor, intenciones del mismo demonio.

-Bien, ¿y qué? -preguntó aquí don Román con una seriedad y una firmeza que. desconcertaron al indianete- ¿por qué me cuenta usted eso a mí?

-Pues se lo cuento, señor don Román, para decirle en seguida, como ahorita tengo el honor de hacerlo: con usted va la historia, y aquí me tiene dispuesto a rendir la existencia carnal a su propio lado, si a mano viene, para sacar triunfante por el medio A o el medio B que a usted se le ocurra, la diznidad y valía de persona tan respetable.

Don Román miró al indiano, entre burlón e indignado, y le preguntó con sorna:

-Dígame usted, señor mío: cuando de usted murmuraban, ¿conocía a los murmuradores?

-Tanto como conocerlos... Pero sospechaba.

-Pues yo conozco a los que me calumnian, los tengo con frecuencia delante de mí, y no me doy por entendido.

-¡Carambita!... ¡eso ya es demasiado!... No estará usted muy convencido...

-Tengo la seguridad -continuó don Román, tocando con su diestra el hombro de don Gonzalo-, de poner mi mano sobre cada uno de ellos sin equivocarme.

El indianete tembló bajo el peso de aquella mano que le parecía el espadón de la Justicia, y dijo con insegura voz:

-Yo celebro mucho que usted tome así esas cosas. A la verdad, no merecen más que el desprecio; pero yo me arrepiento de haberle ofrecido mi ayuda para combatirlas, porque, en mi lugar, usted hubiera hecho otro tanto. ¿Es verdad?

-No lo sé, porque yo jamás consiento en mi casa que se hable mal de nadie, ni fuera de ella lo autorizo con mi presencia.

Don Gonzalo se quedó yerto, y luego dijo:

-Pero ¿tendré la satisfacción de saber que no le ofende la voluntad con que hice la oferta?

-Puede usted estar seguro de que aprecio su voluntad en todo lo que vale.

-Pues eso me regocija, -exclamó don Gonzalo, mostrándose quizá más gozoso de lo que estaba.

Hubo tras estas palabras un buen rato de silencio.

-¿Tenía usted más que decirme? -preguntó don Román, al ver que el indianete no chistaba. Don Gonzalo volvió a sudar, apremiado por esta pregunta. -Voy a ello, si usted me lo permite, -respondió, pasando el perfumado pañuelo por su cara. Luego carraspeó, se aplomó en el sofá, y dijo así: -Yo, señor don Román, creo que el hombre, cuando llega a su edad varonil, y tiene buenos sentires y su por qué de caudal, y además es desvalido de toda familia, debe buscar esposa que le consuele y acompañe.

-Es muy cierto.

-Pues bien: yo estoy sólido en el mundo, y en lo mejor de la vida; tengo tres mil pesos de renta, y el corazón cautivo de una madamita, y he determinado contraer alianza con ella.

-Que sea en buen hora.

-Ese parecer me alienta, señor don Román.

-Hombre, no veo la razón... Si fuera el de la dama...

-Ese, señor don Román, aunque lo tome usted a vanagloria, creo que le tengo también muy favorable a mi fino deseo.

-Pues entonces...

-Ahí verá usted.

-Absolutamente nada.

-Quiero decir que me falta un requisito de mucho suponer; un requisito que vengo a cumplir hoy, diciendo: señor don Román Pérez de la Llosía, imploro amante y rendido la mano de Magdalenita, su adorada y hermosa hija de usted.

Don Román recibió la demanda como si se le hubiera desplomado el techo sobre la cabeza; después miró con asombro a don Gonzalo (que se había quedado como santo en éxtasis) recordando haberle oído decir que tenía el beneplácito de la señora de sus pensamientos; pero en seguida, desechando por absurda y extravagante su pasajera idea, tomó el caso a broma, y respondió al compungido galán:

-¡Con que me pide usted la mano de mi hija?

-Con toda reverencia y humillación.

-Pues las cosas, señor mío, o hacerlas bien, o no hacerlas.

Dicho esto, se levantó; acercóse a la puerta de la sala, y llamó a Magdalena.

Don Gonzalo creyó ver en estos pormenores y en aquellas palabras, el término inmediato y venturoso de sus tiernas agonías.

Apareció Magdalena. Su padre le dijo, señalando a don Gonzalo:

-El señor acaba de pedirme solemnemente tu mano.

-¡Mi mano! -exclamó aturdida la gentil doncella, temiendo que su padre, que con tal formalidad la hablaba, estuviera de acuerdo con el indiano.

-Tu mano, sí, -, insistió don Román imperturbable.

-¡Sí, Magdalenita -expuso don Gonzalo, acercándose a la joven, entre receloso y confiado, pero siempre blando y pegajoso; -esa mano de nácara y ambrosida para consuelo de mi rendido corazón!

-Pero, padre -se atrevió a preguntar la angustiada muchacha-, ¿es esto serio?

-Hija mía, ya lo ves... ya lo oyes,

-¡Y usted me pregunta!...

-Yo... te consulto.

-Consultamos a usted, Magdalenita, -añadió don Gonzalo, que tomaba las exclamaciones de esta por explosiones de un gozo mal disimulado.

-Pues bien -dijo Magdalena con una entereza impropia de su carácter infantil, pero no del horrendo trance en que se creía colocada, -si a mi decisión se deja... eso, resuelvo que ¡jamás!

-¿Se entera usted? -preguntó entonces don Román al indianete.

Pero éste, falto de fuerzas y hasta de aliento, no le respondió. Volvióse hacia Magdalena su padre, y díjola con cariñoso acento:

-Perdóname, hija mía, el mal rato que acabo de darte... Adivinaba tu respuesta, y por eso te la pedí, aunque el señor me había asegurado que contaba con tu aquiescencia.

-¡Con la mía!... Y ¿quién le ha autorizado para asegurarlo, si en su vida ha hablado conmigo particularmente, hasta ayer, y puedo jurar que no sé lo que me dijo?

-¿Lo oye usted bien? -preguntó don Román a don Gonzalo, con voz áspera y gesto duro. -Ningún motivo tiene usted para asegurar un hecho que, siendo cierto, sería grave por desconocerle yo.

En don Gonzalo acababa de verificarse una transformación que no es rara en naturalezas como la suya, siempre solicitadas de los resabios de origen, mal extirpados por una falsa educación, o por carencia absoluta de ella. Pasado el estupor que le produjo el amargo desengaño, en lugar de buscar un recurso para salir de aquel trance con el menor desaire posible, entregóse de lleno al furor de su despecho, y domináronle sus instintos rencorosos y vengativos. Enderezó el cuerpecillo, brillaron sus ojuelos como dos ascuas, trocóse en apretada lanzadera la media luna de su boca, y respondió, con voz ronquilla, a las palabras de don Román:

-Es cierto que hasta ayer no he hablado con esta señora. Entendí que me había comprendido lo que la dije... Y esa fue mi equivocación. En lo que valgo me he ofrecido, sin afrenta para nadie; y si lo que valgo es poco, yo no tengo la culpa de no valer más.

-Señor González... -replicó don Román-, porque creo que así se llama usted, puesto que así se llamó su padre: le he oído a usted sus pretensiones; se las he transmitido en santa calma a mi hija, para que jamás tuviera usted el derecho de creer que pude yo influir en su decisión, y quedara el caso resuelto de una vez para siempre; lo que usted aseguraba ser señal de aquiescencia en ella, no lo es, y usted mismo lo declara así, y yo me doy por satisfecho... Nada hay en todo esto que, en buena justicia pueda ofenderle. Deje, pues, lo de la afrenta, que aquí no viene al caso, y entienda que, a mis ojos, las tachas no están en la bajeza del origen, pues que todos somos hijos de nuestras obras, sino en avergonzarse de él por frívolas e insensatas vanidades.

Si don Gonzalo entendió lo que esto quería decir, yo no lo sé: el hecho es que, sin tratar de contestarlo, despidióse airado y salió de la casa enfurecido.

Cuando el padre y la hija estuvieron solos, dijo el primero a la segunda:

-Ya que de estas cosas tratamos, quiero que entiendas, Magdalena, que así como yo no me creo con el derecho de imponerte mi voluntad en elección de tanta transcendencia, tú estás en el deber de no dar un solo paso en tan escabroso terreno sin aconsejarte de mí.

Magdalena palideció y bajó la cabeza, como si se juzgara Culpable. Don Román la contempló un momento y dijo,

-¿Ves, hija mía, cómo yo no me equivocaba?...

-¿En qué? -preguntó la joven con insegura voz.

-En una sospecha que adquirí esta mañana... Y verás cómo. Después que al despertar me vi libre de la desazón que me produjo el lance de la feria... porque no quiero ocultarte que sentí muchísimo perder la apuesta en tan solemne concurso...¡qué quieres! cada hombre tiene su manía; yo la tengo por el ganado que crío: se me figura que es lo más hermoso del mundo, y me hace daño que un Gorión le críe mejor, aunque sea de lo mío y de mi propiedad; dígote, pues, que cuando me vi libre de esa preocupación, y me hube reído de ella, vínoseme a las mientes el hijo de don Lázaro de la Gerra, a quien vi en la feria hablando contigo; recordé entonces haber visto a ese joven muchas veces, al salir de misa, en este pueblo; y ocurrióseme preguntarme: ¿por qué se conocen Magdalena y él? Y así, de recuerdo en recuerdo y de respuesta en respuesta, vine a parar, hija mía... por las trazas, a la verdad.

Decía esto don Román por la turbación de Magdalena, que crecía a medida que él hablaba.

-¿Me equivoco en mis presunciones? -añadió don Román después de una corta pausa.

-No, señor, -le respondió al fin Magdalena, con segura voz, aunque no con ojos enjutos.

-Luego me has ocultado...

-¡Eso no!...

-Pues, hija mía; no lo entiendo.

-Dos veces -añadió Magdalena-, ha hablado ese joven conmigo: lo que en la primera me dijo, casi en presencia de usted en el baile de Verdellano, era harto insignificante para hacer sobre ello cálculo alguno; lo que sentí pensando en ello y en las visitas a que usted se refiere a la iglesia de Coteruco, tampoco era para confiado a nadie, y mucho menos a mi padre. En la segunda ocasión fue más explícito, y lo que me dijo me ponía en el deber que usted me ha recordado; pero note usted que eso me lo dijo ayer tarde, y que el tiempo corrido desde entonces no es mucho para vencer ciertos reparos quien, como yo, jamás se vio en apuro tan grave.

Refirió en seguida, como su turbación se lo permitió, cuanto Álvaro la dijo de sus deseos y propósitos; oyólo don Román muy atento, pero reflejándose en su enérgico semblante cierta expresión melancólica, y dijo a Magdalena, cuando ésta, confusa y ruborizada, concluyó de hablar:

-Nada tengo, hija mía, que reprender en tu conducta, ni otra distinta esperaba de tu buen juicio y bien probada cordura; y por lo mismo, creo que no se te ocultará que en la situación en que el asunto se halla, no debe ir éste más adelante sin que don Lázaro, o alguno en su nombre, lo solicite de mí. No siempre los cálculos de los padres van acordes con el corazón de los hijos: pudiera darse este caso en Sotorriva, y te quiero demasiado y estimo mi honrada medianía en lo suficiente, para no ver sin honda pesadumbre que, sin perjuicio de la mutua estimación de amigos, don Lázaro me tuviera mañana en poco para consuegro, y en menos a ti para señora de su hijo: que esto vendría a significar, en substancia, un desacuerdo en esa familia por no entrar en los gustos del padre el casamiento de don Álvaro, o por tratar de casarle con determinada mujer. ¡Conduce a tan extremados reparos el amor a los hijos! No seré yo quien a sabiendas peque por este flaco; y en mi deseo de armonizar tu inclinación con las recíprocas conveniencias, vuelvo a decirte, por tu bien y por el mío, que en tan delicado asunto no olvides el deber en que te hallas de tenerme siempre, y en cuanto sea compatible con el respeto, por tu único amigo y consejero.

Calló don Román y no replicó Magdalena; y respetando el primero los poderosos motivos del silencio de la segunda, la besó en la frente. Tras esta muestra del amor de su padre, lleno el corazón de esperanzas, salió Magdalena de la sala, en la cual permaneció don Román largo rato, meditabundo y melancólico; pues aunque juzgaba lógico y natural el hecho que le preocupaba, jamás había pensado que tan pronto viniera a disputarle un extraño la mitad del corazón de aquella niña, que era la luz de sus ojos y la ilusión de su vida.




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- XI -

Aegri somnia


En cuanto don Gonzalo llegó a casa, envió un recado a Patricio para que, sin pérdida de un solo instante, fuera a verse con él. Acudió el pardillo, y díjole el indianete mientras se despojaba de sus galas:

-Hace tiempo le llamé a usted a este mismo sitio para contarle qué se me quería hacer jefe de una conspiración contra determinadas personas de este pueblo.

-Es verdad.

-Le declaré, camará, que no estaba de ese humor, y también afeé muchas de las cosas que, según se me había dicho, y yo repetí a usted, se trataba de hacer en público.

-Cierto.

-Y a los pocos días volvió usted a relatarme que se había armado en la taberna un partido a la flor, que debía durar dos semanas... Y que se jugaba una becerra.

-Cabales; y como la cosa era de saberse y a usted no le ofendía, también le di cuenta, unos días después, de que el partido iba animándose; que acudía mucha gente a vernos, y que, entre envite y envite, algo se murmuraba que luego se repetía en las cocinas del lugar.

-Justamente; y yo, para probar que no me agraviaba esa diversión, me brindé a pagar de mis peculios la becerra, con la condición de que no lo supiera nadie más que usted.

-Así se ha cumplido... Y la partida marcha que es una gloria, y la gente acude que es una bendición, y aquello es un belén que rechispea... Y a la iglesia no va un alma.

-Pues bien: hoy vuelvo a llamarle a usted para decirle que, además de la becerra, doy un carnero y pago la salsa y el vino... Siempre con la condición de que esto quede entre los dos, y diga usted, si el caso llega, que todo ello es humorada de usted. ¿Me entiende? Pero que acuda mucha gente... ¡mucha! que la partida se anime; que se hable hasta por los codos todas las noches... yo me derrito por la alegría... ¿Me entiende, camará?

Y don Gonzalo, cuando esto decía, estaba fuera de sí: tenía los ojos inyectados de sangre, le temblaba la barbilla y apretaba los puños. Patricio le miraba con asombro, y respondió sin dejar de contemplarle:

-Se hará como usted desea, señor don Gonzalo.

-Pues no tengo más que decirle, -concluyó éste, indicándole con un ademán que se largara de allí.

Entendióle el pardillo, y respondió, mientras hacía una grotesca reverencia, en señal de despedida:

-Con pocas pedradas como ésta, acorrala usted en dos días a Coteruco... A bien que por más acorralado, no doy dos cuartos.

Y como le había visto salir poco antes de casa de don Román, al bajar la escalera murmuró para sí:

-El demonio me lleve si no paece que a este hombre le han dado carrancas en la otra casa.

Como si las tuviera en las fauces, pasó el indiano la tarde, febril y desesperado; y llegó la noche, y fue para él la cama tormento de espinas, Magdalena le había dado calabazas en crudo, y su padre le llamó González a secas, negándole el derecho de llamarse cosa más decente. Le habían herido a un mismo tiempo en su corazón y en su vanidad. Estaba roto el ensalmo de sus guantes azules, de su bastón acaramelado y de sus levitas relucientes. ¿De qué le servían ya estas prendas y otras no menos coruscantes? ¿De qué su palacio ostentoso? ¿De qué su remilgado contoneo y hechicera sonrisa? ¡De incesante y bárbaro martirio, puesto que nada hablaban al corazón de la empedernida ingrata para quien labró su palacio, y antes se engalanaba, se balanceaba y se sonreía el desventurado! En adelante cubriría el espejo con fúnebres crespones, y enfundaría en áspera lona sus baúles, y dejaría que el escajo, la garduña, las zarzas y los helechos invadieran los pespunteados cuarterones de su jardín. En cuanto soñaba y le pertenecía, palpitaba antes el recuerdo de la ingrata, y oía el crujir de su vestido vaporoso, y aspiraba el casto aroma de su hermosura, y hasta sentía el excitante rumor del ósculo apasionado... En lo sucesivo no verían sus ojos más que el pálido semblante y el espantado mirar de la inicua, ni a sus oídos llegarían otros sones que el fatídico ¡jamás! en cuyos afilados garfios se desgarraron sus tiernos deseos, al salir por vez primera del corazón.

Y esto lo vería y esto lo oiría siempre y a todas horas: en el cristal del espejo, y en la soledad de la alcoba, y en las estampas de la sala, y en la fragata del tejado, y entre los arcos de su alcázar, y en los rosales del jardín... ¡en todo cuanto fue antes su delicia, su recreo... su orgullo!

Pero ¿estaba puesto en razón el desdén de Magdalena? ¿Merecía su ardiente pasión el pago que recibía? ¡Qué absurdo! ¿Quién podría, en buena justicia, negar que él era hermoso, y elegante, y rico, y discreto, y docto? Y reuniendo él todas éstas y otras muchas ventajas, ¿cómo se atrevía a despreciarle la orgullosa lugareña?

Discurriendo y batallando así incesantemente, algo como fiebre se apoderó de él, que a las altas horas de la noche, sumiéndole en caliginoso letargo, llegó a producirle deslumbradores delirios.

En uno de ellos vio que se abrían las puertas de su dormitorio, y que avanzaba hasta su lecho, entre vistosos fulgores de luces de bengala, ordenado escuadrón de púdicas beldades con diademas de oro en la frente y guirnaldas de olorosas flores en las manos.

Dulces y arrobadoras melodías sonaban en tanto, y a su compás danzaban voluptuosas las doncellas en derredor del lecho largo rato. Después sellaron, una a una, con sus rosados labios, la ardorosa frente del iluso, y con níveo y perfumado cendal enjugaron el sudor que el rostro le humedecía, y la más bella, más gentil y más pegajosa, ciñéndole la cabeza con sus ebúrneos brazos, le dijo con voz sonora y argentina, en tanto las otras beldades le contemplaban con ojos lánguidos y amorosos:

-¡Oh, tú! mortal hechicero, en quien las gracias prodigaron sus dones, ¿por qué gimes? ¿por qué lloras? ¿Qué se te da a ti del áspero desdén de una tosca lugareña? ¿Por qué en tan ruín señora pusiste el rico tributo de tus finos deseos? ¿Qué vale esa tarasca para llenar el abismo de tu corazón apasionado, ni beber con caricias delirantes el caudal de ambrosía que vierten a raudales las eternas sonrisas de tu boca?... Mira en tu rededor reinas, emperatrices y duquesas, que, rendidas, imploran que trueques el duro potro de martirio en que ahora te agitas y retuerces, en blando y voluptuoso nido de sus amores castos, ardientes, infinitos. Todas te amamos, todas te pretendemos; sacude la modorra que te abate, abre los saeteros ojos, contémplanos y elige.

Tras estas palabras, volvieron a agruparse las vírgenes y derramaron sobre él frasquetes de patchoulí, rosas de Alejandría y yemas acarameladas. Y en tanto, las campanas de Coteruco sonaban con triste clamoreo, porque Magdalena se moría de envidia y de remordimientos. Después entrelazaron sus guirnaldas, colocáronle blandamente sobre ellas, y comenzaron a mecerte en el aire. Sintió en una de estas sacudidas que por todas las extremidades de su cuerpo se le escapaba la vida, larga, larga, larga y delgada como un hilo; pudo el amor al pellejo más que la fuerza de las ilusiones; hizo un desesperado esfuerzo para asirse a algo... Y despertó. Mas todo era silencio y obscuridad en su aposento. Ni una reina, ni una emperatriz, ni una triste duquesa halló a su lado que le confirmara la verdad del cuadro embriagador de su delirio. Pero si el hecho no existía, su recuerdo, vivo y palpitante en su memoria, le sugirió una idea. Demostrado estaba, hasta por el sueño de que acababa de salir, que si no de reinas y emperatrices, porque no existían en los contornos, él era merecedor, por sus prendas y caudales, de la dama más apuesta y encopetada del valle.

No obstante, Magdalena te había desdeñado y su padre le tuvo en poco, evocando recuerdos, que él creía borrados para siempre Por los rayos de su flamante esplendor. Era, por tanto, indispensable que la vanidosa familia le viera codiciado de mujer que valiera tanto como Magdalena en ranciedad de estirpe. Y ¿quién lo valía en Coteruco? Osmunda. Osmunda no era bella, ni elegante, ni fresca, ni tenía la virtud de conmover su corazón sensible y ardoroso; pero era de ilustre solar, y dama de fina cepa. No la tomaría por esposa; pero explotaría en beneficio de sus intentos aquella fervorosa adhesión con que le distinguía y abrumaba la infanzona. Magdalena lo vería; y al contemplarle siendo el embeleso de otra dama ilustre, conocería el valor de lo desdeñado, y lloraría su insensatez, y él podría entonces vengar el desdén con otro más inclemente, o adquirir por conquista lo que solicitó como esclavo. En cuanto a don Román, ¡en buenas manos había caído para que no le pagara el ultraje hasta con réditos!

No pudo dar comienzo a su acordada empresa en el mismo día, porque le costó más de cuatro de recogimiento la indigestión de las calabazas; pero en cuanto logró andar sin vértigos ni sudores, vistióse con esmero y se trasladó a la Casona con el doble fin de hablar con Lucas y enloquecer a su hermana. Al primero le dijo lo que ya éste sabía por Patricio, que lo había leído en los mal disimulados deseos del indiano: que estaba resuelto a sacrificar sus escrúpulos en aras del patriótico pensamiento del Estudiante. Con Osmunda fue un sinsonte canoro, e hizo prodigios de flauteado. La infanzona echó fuego por los ojos, y tembló de placer sobre la silla. En aquella mujer toda pasión tomaba aspectos bravíos. Jamás había hallado al indiano tan fogoso e insinuante; y en su propósito de aislarle más para conquistarle mejor, clavó a Coteruco, en cuerpo y alma, en la picota de su mordacidad. Don Gonzalo se sintió crecer hasta la alteza de los inmortales, al verse venerado de aquel modo.

Cerrada ya la noche, Lucas y su amigo salieron juntos de la Casona.

-Osmundita -la dijo el meloso al despedirse, -hasta la vista.

-¡Hasta siempre... Gonzalo! -contestó la solariega con voz fogosa y ojos centelleantes, oprimiendo entre los dedos de su mano, lívida y descarnada, la velluda y rechoncha que el otro le tendió.

La llaneza del tratamiento, inusitada en Osmunda, conmovió al indiano; y viendo a la hermana de Lucas a la luz que la abrasaba, hasta llegó a decirse:

-Pues, bien mirada, esta mujer no es fea.

Lucas se despidió de don Gonzalo en cuanto salieron a la calle.

-Voy a la cátedra, -le dijo.

-Mucho cuidado, amigo, con la Justicia que le vigila.

-La Justicia está ya presa, señor don Gonzalo.

-Con todo, no hay que fiarse...

-Estoy haciendo allí mucha falta. Mis sustitutos han explicado ya, con gran éxito, lo preliminar y accesorio; precisa que entremos de lleno en materia, y a eso voy esta noche... ¡Qué progresos, don Gonzalo!... ¡No salgo de mi asombro! ¡Qué idea la de ese endemoniado Patricio! Con una becerra en salsa vamos a conquistar a Coteruco.

Separáronse. Don Gonzalo se encerró en su casa, bien indemnizado, en su concepto, del berrinchín de las calabazas, y Lucas entró en la taberna.




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- XII -

El cenagal de Coteruco


La noticia de que se añadía un carnero a la becerra y se hacía un proporcionado aumento de convidados al festín de la Pascua, se extendió rápidamente por el pueblo y llevó nuevos y no pocos espectadores al partido, con lo cual el escándalo acabó de penetrar en los pacíficos hogares de Coteruco. Eran allí todas las mujeres partidarias decididas de don Román, que tenía a raya los vicios de sus maridos; sabían lo que en la taberna se trataba delante de éstos, y los veían llegar a deshora de la noche, y no siempre en sus cabales. Reprendíanlos ellas, murmuraban ellos; y como los más crédulos o suspicaces dejaban traslucir las sugestiones de que iban henchidos, la indignación de las mujeres crecía, y llegaba al apóstrofe seco y punzante; el apóstrofe provocaba una réplica brutal, la réplica un lamento, el lamento la disputa, y la disputa arañazos y repelones más de dos veces. Algo se reflejaba de estos desacuerdos domésticos en la mies al otro día (andábase, a la sazón, en las faenas de la siembra); algún cuchicheo se notaba el domingo en el corro; pero podía asegurarse que, de tejas afuera, el respeto a don Román sellaba todavía los labios e impedía toda manifestación irreverente, hasta en los autores del infame complot. De todas maneras, lo que estaba sucediendo en el pueblo era por todo extremo alarmante, y aumentaba en gravedad de día en día: la taberna parecía absorbente vorágine que se engullía a los hombres de Coteruco en cuanto salían dos pasos más allá de los umbrales de sus puertas.

En la noche a que en este capítulo nos referimos, no se veía a los cuatro jugadores, ni el velón que los alumbraba sobre el tosco tablero de roble que servía de mesa: tan circuídos estaban de curiosos. Amontonados unos sobre otros, de puntillas los más bajos, estirando todos el pescuezo y abriendo mucho los ojos y la boca, trataban de leer en los mugrientos naipes lo que ligaba cada uno, o quién envidiaba en falso, o quién se caía con treinta y ocho, o quién aceptaba el resto con veinticinco, sabiendo, por discretísima seña del compañero, que había cuarenta redondas en el mano. Real y positivamente lo entendían aquellos cuatro jugadores. Cada envite era una emboscada, y un prodigio de previsión cada caída. Estos atractivos y el inaudito valor de lo jugado, daban a la partida un interés incalculable. Además, Patricio hablaba como un sacamuelas, y siempre fue muy celebrada en el pueblo su garrulidad; Barriluco no cantaba un punto ni tendía una sota sobre la mesa, sin traer a cuenta los resbalones de algún notable; Facio echaba la culpa de sus golpes desgraciados a los deslices del cura, y Polinar se jactaba, en son de burla, de no apurarse por las pérdidas, porque cerca estaba don Román para sacarle de apuros «con su cuenta y razón», como había sacado en su día a Barriluco; el cual, a instancias de Facio, contó el episodio de la caldera y desmintió en redondo que se la hubieran devuelto a su mujer con dinero encima, jurando, por aquellas cruces que hacía con los dedos (un poco torcidas, eso sí), que para rescatarla tuvo que vender uno de la vista baja (con perdón de los oyentes) y un celemín de fisanes.

En éstos y otros análogos trances, los concurrentes se miraban entre sí, y Patricio los miraba de reojo; y cuando en alguno de ellos notaba incredulidad, o siquiera duda, le alargaba un vaso de vino de lo del jarro que estaba sobre la mesa para consumo de los jugadores, y solía decir, como si le inspirara el piadoso fin de que allí no saliera nadie lastimado en su reputación:

-Cuando los dichos son de ese modo, ya es pasarse de lo justo. Todos sabemos muy bien que a Dios no se le engaña. Pues dejemos a Dios que se entienda con el que obra mal... y nosotros, a lo que estamos.

-Es de razón, -se le contestaba, apurando el vaso... Y el veneno.

El mismo Barriluco dio luego la noticia de que don Gonzalo había regalado a un aparcero de Verdellano su parte de ganancia en una res vendida en la última feria de San José. amén de otra cantidad muy respetable para levantar un hastial medianero.

-¡Esas son las verdaderas caridades -dijo Polinar, -y no algunas que yo sé, con mucha trompeta... y ná en junto!

-¡Oh... don Gonzalo! ¡No sabéis vosotros la gran persona que es! Di que se le ha mirao con mal ojo desde que vino, y eso le ha quitao a él de hacer muchos beneficios- porque es hombre opíparo de dinero y no sabe lo que tiene; y de por sí, blando como unas dulzuras. Y arrimao al pobre como la uña a la carne... ¡Hay que ver sus sentires cariñosos, como yo los veo a cada hora, y su gemir y sospirar por el bien del necesitao, cuando mas le murmura y menosprecia la envidia de la gente!... Y, por último, es de la cepa nuestra; y esto vale mucho en su día para entenderse con él cada uno en sus inclemencias.

Dijo esto Patricio alargando un vaso de vino a Carpio Rispiones, que estaba de pie a su lado oyendo con asombro, pero sin repugnancia, cuanto se decía en bien del indiano y en mal de su protector generoso.

-Seis envido, -añadió el trapisondista después de recoger el vaso vacío que le volvió Carpio, y poniendo, al mismo tiempo que envidaba, en el centro de la mesa, seis granos de maíz tomados del montoncito que le correspondía.

Quísolos Facio y se dio la tercera carta. Pasó éste, que era mano, guiñando el ojo a Polinar, su compañero. Patricio reenvidó diez: Polinar echó entonces el resto, y el envidante le aceptó con cuarenta; pero las tenía Facio de mano, y gano el juego.

-Se ha ganado en ley, caballeros, -dijo Patricio sin incomodarse.

-Está perdido en regla -objetó Facio; -no ha podido hacerse más que lo que ustedes han hecho para defenderse.

-¡Vaya, que no sois ranas!

-¡Pues digo que vosotros!...

-Quien diz que maneja el naipe como una seda -apuntó el cáustico Barriluco, -es el señor cura.

-Ya no tanto, -repuso muy grave Patricio escanciando un vaso de vino y ofreciéndosele a Facio.

-¿Con que también le gusta a ese santo tirar de la oreja a Jorge? -exclamó Polinar.

-¡Ufff! -respondió Patricio sacudiendo al aire la mano izquierda, mientras con la derecha escanciaba otro vaso a Barriluco; -y si no, que lo diga a su amigote, el señorón de la otra casa.

-¿También ese?

-Pues ¿qué ha de hacer, hombre? De más arriba o de más abajo, leña somos todos del mismo tronco.

-¡Y yo que hubiera jurado que en su vida habían roto una cazuela!...

-No diré que por la presente las rompan de esa clase; pero bien me acuerdo yo cuando se armaba cada zalagarda en Pontonucos, en casa de la Peripuesta, que estaba de guapa entonces que robaba los ojos de la cara...

-¿Allí iban?

-Un pie detrás de otro, con una porrá de señorones del valle.

-Pues ¿de ónde piensas tú -dijo Barriluco -que ha sacao el cura la casa y el huerto, y el ganao que, por más que él lo niegue, tiene en aparcería por el valle, y los botes de onzas que están enterraos donde él sabe muy bien?

-¿Luego sacamos en limpio -añadió Polinar fingiendo una sorpresa candorosa, -que allí se jugaba de largo?

-¡Ayayay!... ¿así estamos, inocente? ¡Allí se jugaba a cuanto Dios crió; y se bebía y se comía... Y lo demás!

-Pero, hombre, ¡no digas que un señor cura... Y un don Román!...

-¡Pues ahí está la hipocresía de esos fariseos!... Y no te cuento nada de andar los dos una noche a testarazo limpio sobre si la hija de la Peripuesta se amejaba más al uno que al otro... aunque yo diré para mí que la muchacha, y a la vista está, es la mesma estampa de la Organista.

Aquí hubo un murmullo huracanado entre los oyentes-, y Carpio, que no salía de un asombro sin caer en otro mayor, dijo, después de rascarse mucho la cabeza, mirando con ceño adusto al maldiciente:

-Si todo lo que se acaba de decir es tan cierto como eso, maldito si ajuntáis boca con verdá. Conozco a la muchacha de la Peripuesta, y por cierto vida mía que más paece ratón despellejao que presona humana.

-De modo -replicó Barriluco un poco desconcertado, -que si se toman las cosas al pie de la letra y rata por cantidá... pero mírala en su andar, en su aquél de voz y su finura de ojos...

-Taday, ¡niquitrefe! -gruñó Carpio; -eso no es más que habladuría y fanfarria... El hombre ha de ponerse siempre en la razón...

-Justo y cabal, -interrumpió Patricio, temiendo que sus cómplices, con el afán de probar mucho, no probaran nada. Después llenó el vaso hasta los bordes y se le ofreció a Carpio.

-Carpio dice la verdad -añadió en seguida guiñando el ojo a Barriluco: -para juzgar a los hombres, no hay que sacar las cosas de sus quicios... Y, por último, lo que he dicho siempre: si hay hipócritas que hacen negocio con la buena fama y engañan a los pobres para chuparles el sebo el día de mañana, con Dios se verán que les ajustará las cuentas... Nosotros, a lo que nos importa. A ti te toca dar, Facio.

Y puso en manos de éste la baraja.

-Es de razón, -dijo Carpio, devolviendo a Patricio el vaso vacío.

Barajó Facio; apiñáronse los espectadores, que se habían aumentado con el atractivo de la murmuración, y continuó el partido con las peripecias usuales y la pimienta convenida.

En esto entró Lucas, y no pudo acercarse a la mesa de juego para ver a los jugadores y satisfacer como uno de tantos, su fingida curiosidad. El tabernero, orgulloso de ver visitada su casa por levita de tan fina calidad, apresuróse a ofrecerle una silla junto al mostrador, donde también se agrupaban ociosos fumando, bebiendo y charlando de pie, y a ratos oyendo lo que en otro corrillo, sumido en las tinieblas del fondo de aquel local, hablaba Gildo Rigüelta, no muy alto, pero sin réplica, señal de que sus oyentes iban de acuerdo con él.

Rodeó la gente del mostrador a Lucas, y Lucas, al hallar así la ocasión que iba buscando, no quiso desaprovecharla. Habló a su modo; consiguió que se le hicieran muchas preguntas sobre las cosas del día; respondió a ellas como mejor cuadraba a sus intentos; habló de los de la revolución que se esperaba, y cátale explicando con ejemplos, deducciones y comentarios, una lección de sufragio universal, materia nueva en aquellas regiones. Era el alcalde el más cercano oyente; pero como, en su concepto, ni aquélla era la política, ni tendía a perturbar el orden, ni a soliviantar los ánimos, la digna autoridad aplaudía que se las pelaba.

Entre tanto, en el grupo de la sombra se oían a intervalos palabras y frases sueltas, por las cuales se conocía que el tema de Gildo era demostrar que ciertos y determinados beneficios, en apariencia, eran en el fondo, y bien examinados, una infame picardía; y que el párroco de Coteruco no era mejor ni peor que todos los curas de la cristiandad; es decir, un vividor a expensas de la crédula ignorancia de los pobres babiecas, sus feligreses.

Y al propio tiempo el vaso no paraba, y el tabernero, que en su vida se había visto en otra, no daba paz a la mano, retorciendo la llave de la canilla, ni a los pies, corriendo de un lado a otro. Así sudaba el quilo; pero le sudaba muy a su gusto, porque Patricio se había comprometido a responder del gasto que se hiciera a cuenta del partido, y el tal no era hombre que se dejase embargar ni aun por el valor de la taberna. Apuntando iba, por ende, lo que se sorbía; ¡y Dios sabe cómo lo apuntaba, sin reposo ni sosiego para hacerlo con estricta equidad!

A medida que Lucas se iba engolfando en sus explicaciones, el grupo que rodeaba a los jugadores fue agregándosele poco a poco; y en cuanto se acabó el juego que estaba pendiente, los jugadores mismos, a propuesta de Patricio, acudieron también a oír al Estudiante, el cual, según dijo el trapisondista en voz resonante y apasionada, tenía la gracia de Dios en la punta de la lengua, y en el caletre la sabiduría de los tiempos y el pan de los pobres.

El grupo de Gildo, y Gildo a su cabeza, pasó también a engrosar el auditorio de Lucas.

Cuando éste se vio rodeado de aquella muchedumbre que le devoraba con los ojos, y oscilaba lenta y acompasadamente, porque los más se hallaban a medios pelos, y abrumaban con la pesadumbre de sus cuerpos vacilantes a los menos, quienes, a su vez, los volvían a la vertical por aliviarse de la carga, incesante maniobra de la cual resultaba aquel vaivén de marejada; cuando oyó el sordo roncar de tantas respiraciones contenidas, y vio el ansia que mostraban los más lejanos por encaramarse en bancos y ventanas para no perder palabra ni ademán, sintióse el energúmeno poseído del genio de los grandes tribunos: abandonó el estilo familiar de la conferencia; saltó sobre el mostrador, ágil y suelto, sin que se lo estorbara en lo más mínimo su pata coja; afirmóse allí en su muleta, arrojó el sombrero lejos de sí, encrespó con los dedos el poco pelo de su cabeza, lanzaron sus ojos rayos de entusiasmo, alzó la diestra en ademán solemne, y exclamó, a grito pelado:

-¡Insignes ciudadanos de la patria!... ¡ilustres víctimas de los tiranos de Coteruco!: me habéis oído la explicación del sufragio universal, fuente de todos vuestros derechos, hoy conculcados y desconocidos; base, cimiento, cuerpo, remate, fin y corona de la soberanía popular... Empero necesitáis ahora que, retrotrayendo mis ideas al cauce generador de vuestros males, y dejándome llevar del sacro impulso de mi patriótica indignación, os ponga el dedo sobre la llaga. ¿Sabéis cuál es la fuerza que os aleja de la posesión de esos derechos? ¿Cuál es el misterio fatal que os priva de ser libres, soberanos, poderosos y felices? Oídlo bien: el señor feudal y el confesionario... o en términos más concretos: el clericalismo. Más concreto todavía: el clérigo... En una palabra, el cura... Este cura, el cura de allá, el cura de la otra parte, todos los curas de España, todos los curas del mundo... ¡todos los curas de la humanidad! (Asombro en el auditorio). ¡Ah! ¡el cura! ave siniestra que os arranca los ojos para que no veáis la luz... Pero ¿sabéis vosotros, desdichados, lo que es el cura? El cura es la ignorancia. Por eso no se asoma nunca, como nosotros, los hombres de la ciencia, a la ventana de la inmensidad, llamada telescopio. ¡La verdad le aterra!... Pero ¿por qué se turba el mundo? ¿Qué rumor se oye en los espacios? (Movimiento de curiosidad en los oyentes). ¿Es el juicio final? (Terror en unos e inquietud en otros, según el estado de cada cual). ¿Es el ángel exterminador? (Conatos, en algunos, de echar a correr). No hay que temer. (Explosión de tranquilidad). Es vuestra redención que llega a pasos de gigante... Es el estruendo que produce la caída del clérigo en el abismo de su expiación, empujado por el coloso de la ciencia... El día se acerca, ciudadanos de Coteruco; la luz ilumina ya los horizontes de vuestro valle. Yo os lo anuncio, yo os lo digo. Desechad el escrúpulo, romped la cadena, abrid los oídos a la nueva enseñanza que yo os predico... que nosotros os predicamos; y muy pronto la España toda, toda la Europa, toda el Asia, toda el África, toda la Oceanía... ¡toda la humanidad! sentirá en la corola de su espíritu el rocío consolador de la noticia de vuestra soberanía rescatada... He dicho.

-¡Eso es hablar, puñales! -gritó Patricio echando el sombrero al alto y bajando de un brazado a Lucas del mostrador. -¡Qué vengan aquí pedriques que vengan aquí misioneros... que vengan los mismos pájaros del aire, a ver si cantan como este pico de oro!... ¡Caballeros, este sermón hay que mojarle!

Con la cual noticia la muchedumbre, hasta entonces muda y como atolondrada con el discurso del Estudiante, empezó a revolverse, a gruñir y a carraspear; a dar, en fin, señales de vida.

El vaso volvió a circular de boca en boca, hasta que se agotaron seis jarros de los mayores-, y Gildo gritó entonces, desde la altura de su banco:

-Señores: el pedrique que habéis oído no tiene vuelta; pero a las palabras se las lleva el viento, si no hay detrás obras que las amparen... Eso digo yo, y el que sea valiente, que me siga.

Tras estas, palabras se lanzó a la puerta. Barriluco, Facio y Polinar le siguieron tambaleándose; Patricio, después de buscar la razón de aquella salida en la cara de Lucas, que le dio a entender que también le ignoraba, resolvióse a apoyar a su hijo a todo trance.

-Dirvos, hijos míos, dirvos -aconsejó a unos y a otros de los más remolones; -dirvos con él, que cuando él vos llama, con razón será.

Y empujando a éste y palmoteando en las espaldas del otro, salieron todos de la taberna, como bestias los más borrachos, y movidos de la curiosidad los más serenos. Ya en la calle, a las once de la noche, la muchedumbre comenzó a relinchar y a dar corcovos; y siguiendo a Lucas, detuviéronse todos debajo de las ventanas del señor cura, a quien saludaron con una docena de morrillazos a los cristales, otras tantas seguidillas indecentes que entonaron a porfía Gildo y Barriluco, y un sin cuento de apóstrofes soeces, que los más borrachos se creyeron en el deber de lanzar a los oídos del santo varón. Hecho esto, y algo más que no es de escribirse en este libro, dijo una voz:

-¡Ahora... a la otra casa con lo mismo!

Pero cual si la proposición hubiera sido una descarga cerrada, desbandáronse como palomas todos cuantos eran tertulianos de don Román. Pensáronlo mucho los que se quedaron a pie firme; y al cabo se fueron a dormir la mona a sus respectivos domicilios, donde todo era sustos y congojas, como en el resto del pueblo con motivo de la algarada.

¡No había memoria en Coteruco de un escándalo semejante!




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- XIII -

La bola de nieve


Al día siguiente fue don Frutos a casa de don Román, y le halló en la huerta, paseándose desazonado y triste.

-¿Sabe usted lo ocurrido anoche? -le preguntó.

-Nada ignoro, señor don Frutos, -le respondió el caballero.

-Y ¿qué le parece a usted?

-Que me siento avergonzado, como si fuera yo el delincuente y no una de las víctimas del infame complot.

-¿Luego usted sigue creyendo que le hay?

-A no estar ciego...

-Pero, señor don Román, yo no puedo acabar de comprender qué fines guían a esos infelices.

-Esos infelices son ciegos instrumentos de cuatro bribones que los han seducido.

-Y ¿cómo es posible eso en tan poco tiempo? ¿Cómo se ha obrado tan rápidamente esa transformación?

-En virtud de un aparente absurdo que es, sin embargo, un hecho notorio en todas partes; en virtud de esa fuerza misteriosa que es impotente contra la debilidad de un hombre solo, y conquista y avasalla a un pueblo entero en un instante.

-Pero los beneficios recibidos... la gratitud...

-¡La gratitud!...

-¿Duda usted que la conozcan?

-No dudo: lo niego.

-¡Cáspita, don Román, me parece demasiado eso!... Y no lo digo por lo que está pasando en este pueblo... Pero tanto como negarles en absoluto ese sentimiento...

-Señor don Frutos, una cuerda no vibra lo mismo tendida sobre un tosco madero que sobre pulida caja.

-Cierto es; pero no caigo...

-Esto quiere decir que lo que usted y yo entendemos por agradecimiento, no se parece en nada a esa misma virtud sentida por ellos.

-Es verdad: les falta la educación, que viene a ser, siguiendo el símil de usted, la caja armónica de esa y otras cuerdas semejantes.

-Cabal.

-Pero así y todo, el respeto que todavía le conservan a usted, prueba que los beneficios recibidos...

-Señor don Frutos, vive usted en una lamentable equivocación si cree que el respeto que me ha guardado esta gente hasta hoy, es obra de mis beneficios.

-De ellos y de la posición social de usted...

-Error también, amigo mío. Estos hombres no piensan, ni ven, ni sienten como nosotros; viven adheridos a la costra de los sucesos, y, a lo sumo, escarban en ella, pero no ahondan; juzgan con los sentidos, y no ven más allá del reducidísimo círculo de sus ideas, por necesidad mezquinas y personales, como sus hábitos y tendencias. Por eso, señor don Frutos, a estos hombres no se les domina por el prestigio del saber ni de la alcurnia, ni aun por el interés de la dádiva; hay que penetrar en su terreno, bajarse hasta ellos, asimilarse, digámoslo así, su propia naturaleza, y después aventajarlos en todo... hasta en fuerza bruta. Así llegué yo a dominarlos... Y así se les ha dominado siempre en todas partes. ¿Quién ha arrastrado a las masas populares lejos de sus deberes, o hasta la más sublime epopeya? Hombres de su misma estofa; jamás el atildado razonamiento del tribuno desconocido, ni el ostentoso relumbrón del personaje.

-Concedido; pero entonces ¿cómo se explica que esta vez se hayan dejado convencer tan pronto, aun contra la realidad de los hechos?

-Porque los elegidos para predicadores son hombres de su misma condición; diestros en la elección de armas y terreno para dar la batalla con buen éxito... Y cómo estos infelices que, además de ser suspicaces por ignorantes, son montañeses, o lo que es lo mismo, dos veces suspicaces, han de dudar hoy que usted es un hipócrita y yo un tirano, si hay quien se lo asegura y se lo demuestra con testimonios, aunque falsos, en la taberna, en la calle, en la mies... en todas partes y a todas horas.

-¡Qué indignidad!

-No es, por tanto, don Frutos, la caída lo que a mí me sorprende, pues siempre la juzgué posible por lo mismo que conozco muy bien la condición de los caídos: lo que me admira es que haya hombres tan infames que se complazcan en arrastrar a la perdición a estos ignorantes que vivían felices en su estado.

-Si combatiendo el mal con un poco de habilidad...

-Sería perder el tiempo. Piedra que rueda al abismo, podrá detenerse, pero no retrocederá; y si se detiene, caerá a la menor presión que se ejerza sobre ella. ¡Ruegue usted a Dios que la total caída no ocurra mucho antes de lo que temo, y no presencie Coteruco el espectáculo de su completa ruina!

-No es creíble, don Román, que eso suceda tan rápidamente y sin que nos dé tiempo para... ¡caramba! siquiera para luchar con gloria.

-Vea usted lo que hemos caminado en poco más de una semana. La taberna, antes abandonada, no se cierra; las borracheras se siguen y se alcanzan; el escándalo es el estado ordinario del pueblo; la blasfemia se ha echado a la calle, y el desenfreno del vicio y de la rebeldía ha llegado a su colmo anoche, apedreándole a usted las ventanas... De manera que, a poco que extraños elementos ayuden, como por desgracia ayudarán en breve...

-Cierto; pero...

-Note usted que se ha elegido la Cuaresma para consumar esos actos de barbarie.

-No lo niego,

-Es decir, que anda en el negocio una mano experta en el mal; y no cabe duda de que en el propósito de recoger el fruto a todo trance, se ha herido al árbol en el corazón.

-Pues yo, don Román, a pesar de todo, venía con el ánimo de que llegáramos a un acuerdo sobre el caso.

-Y ¿qué acuerdo cabe, señor don Frutos?

-Tal vez trabajando usted sobre los que vienen por aquí por la noche...

-¡Si ya no viene nadie... o como si nadie viniera! Vienen unos pocos, por cumplir y de mala gana, y como luchando entre la verdad y la calumnia, a juzgar por la cara que me ponen. A la menor palabra mía que no les halagara, tomándola por disculpa irían a reunirse con los de la taberna. ¡Si le aseguro a usted que no sé cómo mirarlos, en mi afán de contener el desastre, y hasta llego a parecer yo el delincuente y no la víctima! ¡Con qué pena los veo, don Frutos, caminar al abismo con la venda sobre los ojos! ¡Sangre mía que fueran, no me causara su perdición tan honda pesadumbre!

-¿Y como no, señor don Román, si su felicidad era obra de usted?... Pues juzgue usted ahora lo que a mí me pasa. Toco la campana todas las noches al rosario y a la doctrina... Como si callara. De ocho días acá, no acuden a la iglesia más que viejos, mujeres y chiquillos; pero no a rezar, sino a gemir y a pedirme que traiga a sus hijos y a sus maridos a la buena senda. Y ¿cómo traerlos? Hablo a uno, reprendo a otro, amonesto a cuantos encuentro en la calle, predico desde el presbiterio en cuanto oigo toser hombres en la iglesia; dícenme todos que hablo como el Evangelio; danme grandes esperanzas, y hácenme promesas muy formales de enmienda... Hasta he tratado de ir a la taberna misma, para cogerlos con el delito entre las manos. ¡En hora feliz deseché el propósito juzgándole contraproducente! ¡Buena hubiera quedado mi autoridad en medio de la horda que anoche apedreó mi casa! Por fortuna, no estaba yo en ella, que había ido a acompañar a la pobre tía Piquera, a quien ayer sacramenté, y se veía sola y abandonada, porque el bárbaro de su hijo estaba en la taberna hecho una cuba, y la nuera en el molino desde por la mañana. De hallarme en casa, hubiera salido al balcón a cumplir con mi deber, protestando siquiera contra las horribles blasfemias que, según noticias, proferían aquellos cafres; y tal vez me hubiera tocado algún morrillo de los que me dejaron sin cristales, y hasta sin una ventana, que saltó hecha astillas. De manera, señor don Román, que no sé qué hacer en tan gravísimo trance.

-Y la autoridad ¿por qué no toma cartas en el asunto?

-Ya las toma. Según me han dicho, el alcalde era uno de los que dirigían la serenata.

-¿Se convence usted de que sería inútil toda tentativa por nuestra parte?

-Ya; pero también cruzarse uno de brazos...

-¿Y quién se cruza? ¿No cumple usted con su deber predicando la verdad donde quiera que su palabra es respetada?

-Sí; pero...

-¿Ha de profanar usted su ministerio, luchando a brazo partido con borrachos y bribones?

-Pero usted, señor don Román...

-Yo, señor don Frutos, desautorizado por la calumnia para meter en la buena senda a los que de ella se han separado, no puedo hacer otra cosa que encerrarme en mi conciencia y librar a mi decoro de la afrenta de justificarme delante de esa canalla.

-Verdad es; pero muy triste.

-Más triste fuera, señor don Frutos, que de esta podredumbre sin ejemplo, no salváramos usted y yo... siquiera la dignidad.

-En fin, señor don Román, no insisto; pero yo no puedo callar.

-Ni debe usted tampoco, señor cura; pero cuide mucho de ver en qué terreno asienta el púlpito; pues no en todas partes tiene igual fuerza la palabra divina, aunque sea un santo el que la predique. ¡Y Dios quiera que antes de mucho no le nieguen a usted el respeto hasta en el altar mayor!

Don Frutos se separó de don Román, convencido de que no era empresa fácil hallar el acuerdo que fue buscando a su casa.

El domingo siguiente, es decir, dos días después de este suceso, se esperaba un sermón fulminante a misa mayor, y la gente no cabía en la iglesia. Don Frutos andaba muy lejos de pensar en defraudar las esperanzas de sus feligreses. Estuvo terrible. Acometió de frente el asunto, cosa que hacía raras veces; y no vaciló en afirmar que conocía los móviles de los que agitaban la discordia en pueblo tan feliz y venturoso. Hubo para los malévolos, para los ingratos, para los escandalosos, para los blasfemos; y pintó el cuadro de lo porvenir de Coteruco con los colores más patéticos y sombríos.

Observóse que los hombres que oían el sermón desde el cuerpo de la iglesia, como si tuvieran horror a la luz que de lleno los hería, con el pretexto de hallar banco en que sentarse, iban metiéndose, uno a uno, debajo del coro y en lo más obscuro. Cuando allí no cabía ya una pulga y el silencio era completo, Barriluco, que se hallaba acurrucado sobre unos ciriales tendidos debajo de la escalera, dijo a media voz, recogiendo un apóstrofe del cura a los maldicientes:

-¡Como yo te convidara a comer las asaduras de la becerra, ya hablarías de otro modo!

El dicho cayó en gracia, como toda desvergüenza, y el contagio de la risa fue avanzando, de onda en onda, hasta el altar mayor. Inspiróse don Frutos en la atrevida irreverencia para caer con nuevos bríos sobre los contumaces, cuando apareció a la puerta de la iglesia el perrazo de Patricio dando aullidos espantosos, porque de propio intento acababa Gildo de sacudirle dos estacazos tremebundos. Aterróse al pronto el auditorio, que no estaba en el secreto; y entre lo de «¡echar afuera esa bestia!» «¡de poco te asustas!» «¡el demonio parece que anda suelto en Coteruco!» «¡a ver si vos calláis!» «¡mejor fuera arrasar la taberna!» «¡pícaros!» «¡silencio!...» y otras voces y otros clamores incómodos y perturbadores, don Frutos se vio obligado a suspender el discurso en lo más caliente, poniendo a Dios por testigo de lo que hacía «por no ver profanada la Cátedra de la Verdad por el demonio de la impostura y del sacrilegio».

Los temores de don Román se habían realizado. Los estragos de la conspiración llegaban ya a la iglesia. La bola iba engrosando a medida que rodaba.

Contra aquella podredumbre no había otra defensa que separar lo sano de lo corrompido, para no perderlo todo. Pero ¿quedaba algo sano en el pueblo? ¿Quedaba algún espíritu sin contagiarse de aquella peste asoladora que iba invadiendo al vecindario de hogar en hogar, de corrillo en corrillo, hiriendo de muerte a los más rudos, despertando sospechas en los más avisados y excitando la curiosidad de todos?




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- XIV -

Cómo estaban los mejores


Y aconteció que Cargio y Gorión se encontraron en una calleja: Carpio con un rozón al hombro, y Gorión con peal de hierro al brazo, por llevar las manos ocupadas en liar un cigarro. Y dijo Gorión parándose delante de un convecino:

-Ya que te alcuentro, Carpio, echa un misto si le tienes.

Carpio se descargó del rozón; y como no tenía mistos, echó una yesca. Encendió Gorión en ella, y, en buena correspondencia, ofreció su petaca de sucia a Carpio, que medio la desocupó sobre la palma callosa de su mano izquierda: tomó después de devolver la petaca, un papel de su propiedad, que saco del bolsillo de su chaleco; y mientras bregaba con sus dedazos para meter en tan angosta envoltura tal cantidad de tabaco, dijo a Gorión:

-¿Aónde vas por ahí, si se puede saber?

-A la fragua voy, a dar una calda a este peal. ¿Tú, por las trazas, vas al monte?

-Sí: a rozar voy una suerte pa la corralá.

Chuparon ambos sus respectivos cigarros durante unos instantes, sin cambiar una palabra. Carpio se echó al hombro el rozón. Era señal de que se disponía a continuar su camino. Gorrión le dijo entonces:

-Hombre... ya que aquí los ajuntamos tan a mano, voy a decirte un sentir, si no te ofende.

-Pues tú dirás, Gorio, -repuso Carpio volviendo a bajar el rozón y cargándose sobre el asta.

Gorión, procediendo a la inversa, echóse al hombro el peal alumbró tres chupadas al cigarro, que sonaron como tres bofetones, y dijo a Carpio:

-¿A ti qué te paece de eso que se corre?

-Pero... ¿me lo preguntas, o me lo vas a decir?

-Lo mesmo me da, Carpio.

-No soy de ese pensar, Gorio.

-Hombre... es que no quisiera engañarme.

-Pues aticuenta que yo tampoco.

-Y si, pinto el caso, el ditamen de un hombre de bien, como tú, le atajaba a uno su mal ver...

-Di tu sentir, Gorio, que yo no te encultaré el mío...

-Pus, ya que te empeñas, dígote, Carpio, que, de tres días acá, no sé de qué mano viene el viento, al auto de conocer a los hombres.

-¿Díceslo, Gorio, por esas voces que han salido de la taberna?

-Andando, Carpio. Allá me fui una noche, por aquello de «¿aónde vas, Clemente?...» y yéndome allá, con ánimo de ver cómo se las manejaban esos botarates de la becerra, ¡en jamás de los jamases otra igual aquí vimos!... arriméme, arriméme; y, amigo de Dios, oí las miles desvergüenzas de unos y otros, y a pique estuve, Carpio, de entrar a guantás con Barriluco cuando le oí que tomaba en boca a don Román para afrentarle.

-Pus aticuenta, Gorio, que eso mesmo me aconteció a mí.

-Debió caer en ello Patricio, porque al otro día buscóme hacia la portilla de la mies... ¡y tales cosas me dijo!... ¡tales historias me contó!...

-A mí me vino con los mismos ites y manejes.

-Dispués acá... no lo niego, Carpio, he vuelto a la taberna, y... vamos, te confieso que cada vez me da menos amargor lo que se cuente de uno y otro... A la verdá, que por allí andas tú también.

-No lo niego, Gorio; pero lo que yo digo es que por más que se cuente y Patricio nos relate... ¡hay cosas, Gorio, hay cosas!... ¡te digo que hay cosas, que yo no las trago ni a jorcón!»

-Bien está eso, Carpio, y lo mesmo me digo yo a mí mesmo para mí solo... pero luego viene el dicho del uno y el del otro, y... vamos, se entontece el hombre.

-Pero, Gorio, pongámonos en lo justo; y lo justo es al respetive de lo que te voy a estipular: contra lo que uno tiene delante de los ojos y en la palma de la mano, ¿qué vale el decir de las gentes?

-Y ¿qué es lo que tú ves, Carpio, delante de los ojos y en la palma de la mano?

-Pues veo, Gorio, al auto de don Román, un favor en cada palabra.

-No está eso mal, Carpio; pero salta Patricio y dice, a lo mesmo, que al auto de cazar, unos cazan corto y otros cazan largo.

-No lo entiendo, Gorio.

-Quiere decirse que unos siembran para coger mañana, y otros el año que viene.

-Ponlo más claro, Gorio, si te paece.

-Póngolo, Carpio, ya que te empeñas: dicen que don Román hace los favores con su cuenta y razón que si no los cobra mañana, los cobra el otro día, y a buena cuenta se lleva el respeto del vecindario, y, como quien dice, el campar en Coteruco, que, al fin y postre, ha de ser de él de punta a cabo, por artes de la gente de soflama que manda en el gobierno de arriba... Dispués, Carpio, no es oro todo lo que reluce, según se ha venido a averiguar. Ya oistes jurar a Barriluco que era mentira lo de la caldera, y que para golverse a ella tuvo que vender su hacienda...

-Yo no creo a Barriluco por su palabra ni por sus juramentos, Gorio... Gentes hubo que vieron el ochentín en manos de la su mujer.

-Pero también se dijo, Carpio, allí mesmo, aunque muy al escucho, que bien podían tener todos razón, porque, por entonces, la mujer de Barriluco era una perla de guapa.

-¡Gorio!... eso es mal pensao, y tú no lo puedes creer.

-No lo creo, Carpio; pero rifiero lo que se estipula al auto.

-La verdá es, Gorio, si hemos de hablar, como el otro que dijo, al consonante de la reflixión, que en dando el hombre en cavilar, cavila los imposibles.

-¡Ahí está la jaba!

-Que las cosas se van viniendo ellas solas a magín; viniendo, viniendo... Y jilando, jilando...

-¡Cuando yo te digo que sí!...

-¿Te alcuerdas tú de cuando se le quemó la casa a Chisquín?

-Como si fuera ahora mesmo.

-Bueno; pues entonces recordarás que aquello se iba en pavesas, sin que naide atinara por ónde echarlo mano. Chisquín se jalaba del pelo, la mujer se esvanecía, los mozucos moquiteaban, y nusotros mira que mira la hoguera... Y ná. Llega, en éstas y otras, don Román con sus sirvientes y un demónchicos de bomba que había traído de Inglaterra pa regar la huerta de banda a banda; forma la gente que andaba por allí; y unos por el pajar, otros por la cocina, unos por detrás, otros por delante aquellas mujeres a la puerta, y estos muchachos a la bomba, y él al frente de todos con las llamas en las patillas, antes de dos horas se acabó la quema. Al otro día hizo de por sí mesmo el tanto más cuanto del ultraje de la casa, y le dijo a Chisquín:

-Ahí lo tienes en dinero para echarla arriba otra vez... «¿te enteras tú bien de esto que te rifiero, Gorio?

-Como si lo tuviera delante de los ojos, Carpio.

-Pues escúchate y perdona: hablaba yo de lo mesmo a la hora con Barriluco, ponderando la caridá de don Román, y va y me dice:-Calla, tocho, que todo eso es comedia... Y cebo». -«Pero, hombre», díjele yo, «¡el dinero, dinero es, y lo que don Román hizo en la quema, público fue, y a la vista está! ¿qué le importaba a él que la casa se quemara, si la casa es de Chisquín?» Auto a ello, me respondió de esta manera: -«¿No ves, tonto, que Chisquín le debe mucho dinero y muchos servicios, y al señorón le trae cuenta que, el probe siempre tenga fincas, pa cobrarse él en su día, como se cobrará de ti y de mí?» Parecióme, Gorio, muy mal el dicho por entonces; pero ¿quién te dice a ti que da en venírseme al magín unos días hace desde que va uno oyendo esas otras cosas que se corren; y jilando, jilando!...

-¿No te lo decía yo, Carpio?

-Qué quieres, Gorio; yo...

-¡Como te ponías tan aquello, porque yo creía!...

-Pues ahí verás, que no andaba muy lejos de pensar como tú... sólo que me costaba mucho confesarlo, porque, a la verdá, me cuesta mucho creerlo... Pero va uno a la taberna... golpe en la taberna; va uno al corro... golpe en el corro; va uno a misa... golpe en el portal de la iglesia. Tanto y tanto se ventea el dicho, amigo de Dios, que o matarlos o creerlos. Yo no diré que sea bien hecho lo de la noche del señor cura... porque fue algo demás la bulla; pero si Gildo canta la verdá y el Estudiante no la enculta...

-¡Pus ese es el mate mío, Carpio!

-Y que no hay que darle vueltas, Gorio: si lo del beneficio es u no es, puede ponerse en pleito; pero lo que es lo otro... lo otro, en lo tocante a lo otro, la cosa no tiene escape.

-Y ¿cuál es lo otro, Carpio?

-Lo que se nos encultaba de la pulítica.

-¡Como que eso fue lo que a mí me abrió los ojos!

-Por ello empecé yo a cavilar en lo demás.

-Lo que al respetive nos ha estipulado Gildo por boca del Estudiante, es mucho cuento.

-Lo que yo digo es que habiendo en la pulítica tanto que nos importaba, no debió ese hombre cerrarnos los ojos al auto de ello.

-Pero es que cerrándolos nos dejaba a oscuras y a su mandato, y podía servir con nusotros a los señorones pudientes de arriba, que, en su día, han de servirle a él dándole la mitá del valle.

-¡Ajá!... Y no podía uno salirle al encuentro con lo de que delante de la cara de los ensalzados, todos semos iguales, y tan voto es el mío como el voto suyo, y tal anochece labrador, que puede madrugar intendente.

-Y que de mandar Juan a mandar Pedro, va el llevarle a uno los hijos al servicio, o el dejárselos en casa; el pagar lo que pagamos en dinero, o no pagar pizca de ello, como ahora se va a ver si trunfan los ensalzaos.

-Y ello ¿qué nos darán si triunfan?

-Por lo visto, mucho güeno.

-Falta nos hace algo de eso, que de majar terrones, harto está uno.

-Esa es la fija.

-Vaya, Gorio, que no te fue mal en la feria: vendistes, al último, las novillas en lo que quisistes, y a más apandastes un puñao de duros por la apuesta.

-Qué quieres, Carpio: empeñóse el hombre en que había de valer la suya, hasta en la crianza del ganao, y pagó la fantesía.

-Pues átala al dedo, y vete jilando, Gorio... ¿Has vuelto a su casa?

-A decirte verdá, cuatro días hace que no le veo.

-Y yo cinco.

-Dende que corren esas cosas, no sé qué cara ponerle, ni la que me pondrá él a mí sabiendo que estoy al tanto.

-Por igual me alcuentro yo, Gorio-, y témome que dos cuartos de lo mismo les pasa a los demás... ¿En qué te paece a ti que parará todo esto?

-Malo lo veo, Carpio, si no trunfan los del Estudiante y ponemos aquí la ley-, que aunque me duela mirar mal a ese hombre, tal se han puesto las cosas...

-El ite está en que yo le debo unos cuartos.

-Al que más y al que menos le sucede otro tanto.

-¿Y si pide?

-Con pagar se queda en paz.

-Ya; pero si falta, pinto el caso...

-De probes no hemos de salir.

-Verdá es eso.

-Y tanto da debérselo a él como a quien lo apurra para pagarle.

-Cierto es también.

-Las cosas, Gorio, hay que ponerlas en su punto. Si nos da reses, buenas ganancias le dejamos; si nos da tierras, con su por qué las da... Verdá es que uno tenía siempre aquella puerta abierta; pero también nos íbamos con él aonde nos quería llevar, como rebaño de bestias, salva sea la comparanza y mejorando lo presente... Quiere decirse, Gorio, que, aunque no le cobre uno la mala voluntá que se les ha descubierto, finiquitos estamos de cuentas a toas horas.

-Es de razón... ¿Vas esta noche a la taberna?

-Si ha de pedir uno parte en la becerra, no se puede faltar. -Ya sabrás que se ha añadido un carnero. -También le paga Patricio, según se corre. -Hay quien dice que anda en ello la mano de don Gonzalo. -Posibles tiene a manta de Dios, según se rifiere.

-Y a lo que se ve, es hombre de buena entraña.

-Pus tampoco era santo de la devoción de allá, ni había que mentar su nombre en la cocina. -¡Pa que vayas jilando, Gorio! -Dejémoslo estar, Carpio.

-Mejor será... Saca la petaca, si te paece.

Sacóla Gorión, hizo cada cual un cigarro, encendió yesca Carpio, y comenzaron los dos a dar sendas chupadas resonantes. Carpio volvió a echarse el rozón al hombro, y dijo:

-Si no mandas otra cosa, Gorio, voime al monte.

-De razón es ya, Carpio; yo también me voy a la fragua. -Entonces, a más ver, Gorio.

-Que haiga salú, Carpio.




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- XV -

El verdadero fondo del cenagal


Casi al mismo tiempo que Gorión y Carpio hablaban en la calleja lo que puntualizado queda en el capítulo anterior, Patricio y Gildo, sentados en el poyo del portal de su casa, departían al tenor siguiente:

Y decía Gildo:

-Ya que platicamos de esto, vamos, padre, como el otro que dice, a ver si nos entendemos.

-Habla, hijo, habla, que bien sabes, -respondió Patricio, guiñando sus ojuelos de raposo.

-Pues digo, padre, que lo que aquí está pasando no se vio jamás en Coteruco.

-Hablaste, Gildo, con verdá.

-Que el trabajo que llevamos es mucho trabajo para cristianos que tengan todavía un poco de vergüenza.

-¿Eh?... -gruñó Patricio frunciendo mucho los ojos y enseñando los dientes.

-Que por mucho que el fruto sea, no paga lo que cuesta alcanzarle.

-Pura verdá, Gildo.

-Y yo pregunto ahora: ¿qué nos va ni qué nos viene a nosotros en todo ello?

-¿Eh? -volvió a gruñir Patricio, con el propio gesto que antes.

-Que para quién trabajamos usté y yo.

-¿Todavía no lo has conocido?

-Creo que no, padre.

-Pues para ti y para mí, simple.

-No lo entiendo.

-Bien a la vista está.

-Don Gonzalo cree que se trabaja para él.

-Ya sabes que a don Gonzalo le faltan la mitá de los sentidos.

-Lucas piensa que es para «la causa de la libertad».

-Lucas no está ya en Zaragoza por un milagro de Dios.

-Y el que más y el que menos de los de afuera, jurará que no nos guía otro aquél que hacer daño a don Román.

-¡Bastante me importa a mí don Román, por sólo ser don Román!

-Pues usté dirá ahora.

-Digo que tú y yo estamos jugando en esta comedia una fortuna.

-No alcanzo a verla.

-Ya lo verás en cuanto venga lo que se está armando por el mundo... Y vendrá, según papeles cantan y noticias corren.

-¡Tatatá!...

-Niega lo que quieras, Gildo; pero suponte, por un caso, que es verdá.

-Supongo.

-Lucas no es hombre de caber en Coteruco tan aína como los ensalzaos trunfemos... Todo lo que él dice en contra y sobre mejorar el pueblo y el valle, es pantomina y embuste, que no trago... ni tú tampoco.

-Corriente que no.

-Tenemos a Lucas fuera de combate. Pus évate con don Gonzalo. ¿Crees tú que este hombre sabrá, en jamás de los jamases, hacer cosa en concierto sin nosotros?

-Mucho puede la autoridá que irá a sus manos.

-Onde no hay cabeza, Gildo, no hay que temer. De modo y manera, que vendrá a quedar la cosa entre tú y yo.

-Pero si Lucas no se va...

-Aunque se quede, y aunque don Gonzalo llegue a discurrir de por sí solo, que no lo creo, ni el uno ni el otro son quiénes para mover a esta gente. ¿Qué han hecho ellos hasta hoy al respetive de eso? Menos que nada: pedricar el uno medio en latín, y cerner el otro la levita, con más miedo que vergüenza.

-¿Quién ha arrancao estas gentes de la cocina de don Román y del respeto de don Frutos? ¿Quién la ha corrompido en tres días, hablando la verdá? Ese pico tuyo y esta agudeza mía, aunque mal me esté el decirlo... Y el día que el dinero de don Gonzalo o la palabrería de Lucas quisieran reclamar para ellos el vecindario de Coteruco, ¿qué han de poder contra nosotros, que hemos sido capaces de arrancársele a don Román, que tiene dinero, talento y corazón para medio mundo? Desengáñate, Gildo: onde quiera que a ti y a mí se nos ponga, al trunfar la que se está armando, siempre seremos los amos de Coteruco.

-Pues pinte usté el caso.

-Píntole. Más arriba o más abajo, yo he de estar en el Ayuntamiento y tú has de ser secretario, o Carrascosa se ha de ajuntar con el Pico de los Cabrales.

-No está mal pensao, padre, ni mirándolo bien, sería cosa del otro jueves.

-Aunque lo fuera, Gildo... Y voy al caso. Tú sabes muy bien que a mí me conviene echar a la lumbre algunos papeles que andan en poder del depositario de fondos... cosas de mis arbitrios y trapisondas; papeles que siempre están clamando contra mí, por si debo o no debo... ¡Qué ocasión para quemarlos!

-Si no le sucede a usté lo que la última vez que fue concejal...

-¿Que no pude echarlos mano, por más que hice?

-Justamente.

-¿No ves, tonto, que este Ayuntamiento no ha de formarse como los otros, sino en barullo y vocerío, y que, motivao a la zambra que yo cuidaré de armar en su hora, se dará por bueno y por corriente lo que en eso y otras cosas se encuentre entero y en su sitio?

-Ya me hago cargo...

-¡Pues dígote el Sel de la Tejera, que, echando por corto, pasa de doscientos carros!

-¿Piensa usté apandársele, padre!

-Siempre le tuve entre los dientes, hijo mío... ¡Si es el avío de un pobre!

-En todo caso, saldría a remate.

-¡Inocente!... En esas jaranas, los pueblos tienen horror de gastos; y como el Gobierno tardará mucho en meter en caja el barullo, cada Ayuntamiento buscará sus arbitrios, que en su día se darán por buenos, por la cuenta que tendrá a los de arriba, que estarán en igual caso que nosotros. Pido yo, en bien de los pobres, que se venda el Sel, o que se inmortalice, como habla Lucas; y a puertas cerradas me quedo con él, a cuenta de débitos que tendrá el Ayuntamiento conmigo, por esto o por aquello, que yo arreglaré campantemente... Y a otra cosa.

-Pero como no ha de estar usté solo en el Ayuntamiento...

-Como si lo estuviera, Gildo, para el caso.

-Dudo yo que don Gonzalo, que de seguro estará, se deje engañar como los melenos de afuera.

-Don Gonzalo se dará por muy servido con que yo le consienta apandarse el monte que está detrás de su casa, y le conviene para ensanchar la posesión.

-Pintar, bien lo pinta usté, padre.

-Habas contadas son éstas, hijo: yo te lo aseguro... Y ¿qué me dices, Gildo, del platal de esta gente que, para la fecha del caso, andará sin pies ni cabeza?

-¿Qué platal es ese, padre?

-No me negarás, hijo, que esta recua de bestias, que por un vaso de vino y cuatro mentiras mal hilvanadas, han perdido las Indias que tenían a la vera de don Román, andando los días han de dormir la mona en las callejas, y así han de jalar del mango de la herramienta, como yo bendecir de Padre Santo. Y has de ver, Gildo, entonces, cuando no tengan pan que llevar a la boca, y la mujer pida el de cada día, y el hijo un trapo para abrigar las carnes, y la contribución lo suyo, vender una finca por un mendrugo, y firmar, entre sorbo y sorbo, ochenta pagaderos con la hacienda, por ocho recibidos de presente para salir del ansia del apuro... ¿Te enteras, Gildo?

-Me entero, padre... más de lo que quisiera.

-¿Ahora te pasas y antes no llegabas?

-Es que no creí que iba usté tan lejos.

-Y ¿qué te duele en ello, ángel de Dios?

-Duéleme el pensar que no es honrao traficar con la desgracia del vecino.

-¡Honrao!... ¿Y lo es todo lo que estamos haciendo tú y yo de algún tiempo acá?

-Por ahí me dolía a mí cuando empezamos a hablar.

-Pues, hijo, ya es tarde para echarse atrás. Y ya que la casa se quema, calentémonos a ella; y lo que tú y yo no cogiéramos, otro lo aprovecharía... y, por último, ni tú ni yo tenemos la culpa de lo que pasa: mandados somos, que no mandadores.

-Pues si en eso no pensara yo, ¿cree usté que mi concencia...?

-¡Concencia!... ¡Ay, Gildo, qué poco sabes del mundo! La concencia es según que se la trata: mímala mucho, y no te dejará sosegar con quejas, de día ni de noche; olvídate de ella, y no dirá siquiera «esta boca es mía».

-¡Buena está esa cuenta!

-No se echan otra los hombres de bien, en estos casos. Por lo demás, Gildo, todos quisiéramos hacer el agosto sin segar la mies; pero no hay tortilla sin cascar huevos... Así es el mundo, y así ha de ser hasta que fenezca: unos cuerda, y otros pescuezo; y si lo quieres más claro, diréte que hasta falta a la ley de Dios el que, pudiendo ser araña, se contenta con ser mosca.

-Pero estos infelices que no tienen culpa ninguna, ¿por qué han de pagar por todos?

-Porque nacieron para eso, Gildo, como la mies para el dalle. Esos infelices, aquí y en Ingalaterra, son el río que revuelven de vez en cuando, para matar el hambre, cuatro pescadores necesitaos. Ni punto más, ni punto menos. Atente a ello, hijo, y considéralo bien; considera lo que semos y lo que podemos ser en el día de mañana, y ten confianza en tu padre, que él te dirá quién es cuando le veas bracear en medio del remolino... Y vamos ahora, muchacho, a discurrir el modo de dar el golpe que ha de acabar de atontecer a estas gentes, y de cortarles toa retirada.

-Usté dirá, padre.

Mas como lo que se trató en esta parte del diálogo no nos importa gran cosa, echo aquí la cortina para que el lector descanse unos instantes, ínterin se preparan los actores, que han de salir vestidos de gala en el capítulo siguiente.




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- XVI -

El festín


Reflexiónese un instante sobre lo que significa guisar una becerra, por pequeña que sea, y un carnero, aunque no peque de grande, y servir la masa resultante en múltiples y variados condumios, a sesenta convidados, en una taberna de aldea, con su ajuar mezquino y a mucha distancia de un mercado en que surtirse de lo más indispensable para cumplir tan difícil cometido, y se comprenderá lo que se revolvió en Coteruco desde ocho días antes del acontecimiento.

La Semana Santa fue un incesante escándalo. Por de pronto, el pueblo entero estuvo pendiente del festín de la Pascua; y público fue que no cumplieron con ella muchísimos de los que jamás habían faltado a este precepto; como lo fue también, con asombro de propios y extraños, que el Ayuntamiento no tuvo a bien acercarse al confesionario, quebrantando así la tradición inalterada en Coteruco desde que los nacidos se acordaban. Por ser muchos los solicitantes, hubo siempre que sortear entre ellos doce rollizos mocetones que cargasen con los dos pasos de la procesión del Jueves Santo; pues en la ocasión de que se trata, a duras penas, y muy rogados, halló don Frutos ocho, harto desiguales y no muy forzudos, que cargasen con la Oración del Huerto y Jesús atado a la columna, cuando al tabernero se le estaba brindando, para ayudarle, lo mejor de cada casa... ¡Qué más! hasta Toñazos el de la Callejona armó de mala gana el esqueleto del Monumento, dejándole inseguro y desnivelado porque tuvo que invertir toda la semana, complacidísimo, en arreglar con tablones, parte de ellos arrancados de sus propias pesebreras, la mesa del festín en el piso alto de la taberna. Díjose también que el mayordomo de la iglesia no trabajó lo necesario para buscar las mejores colchas para el Monumento; y es averiguado que por no haberse atrevido a pedírselas, como de costumbre, a don Román, ni a encargar a Magdalena el adorno de la almohada de la Cruz, estuvo aquél deslucido como nunca.

Todos los afanes eran para la función de la taberna: el mismo Juan Antón prestó tres fuentes y un caldero estañado; Chisquín, dos cargas de leña; Gorión, cuatro sillas y seis platos, y Carpio, una sartén y tres cazuelas. No se citaba un solo tertuliano de don Román que no hubiera contribuido, o no estuviera dispuesto a contribuir, con algo, siquiera consistiese en trabajo personal, para el mayor lucimiento de la anhelada fiesta. De este grupo fueron la mayoría de los invitados al regodeo, no tanto por su fiel asistencia al partido, cuanto por razones políticas que se le alcanzarán fácilmente al lector. Pero había otros tantos de ellos, y muchos más de los otros, que andaban a la husma del festín, persuadidos de que habría salsa para todos; de manera que nadie se negaba a ayudar al tabernero en sus preparativos.

Por tres juegos habían perdido la batalla Patricio y Barriluco; pero nadie creía que la pagaban ellos, desde que se supo, a última hora, que se aumentaba el agasajo con dos calderadas de arroz con leche. El nombre de don Gonzalo había dado en sonar con tal motivo; y como Patricio no mostraba gran empeño en negarlo, y hasta había declarado la verdad a un par de amigos, «en confianza», tomaron mucho cuerpo los rumores y alcanzó con ellos gran auge el indianete, no poco alzado ya en la opinión pública durante la Cuaresma.

Cada vez que Rigüelta le visitaba, procuraba ir acompañado de alguno de la otra casa, para que le rindiera pleito homenaje. Así fue viendo en la suya don Gonzalo a los principales tertulianos de la cocina de don Román. Pero acontecía a menudo que, para demostrarles Patricio que podían pasarse muy bien sin la protección que habían perdido, presentaba un necesitado al vanidoso hijo de Bragas, excitándole a que le socorriera; lo cual no le agradaba tanto como los sahumerios, pues con ello iba saliéndole muy cara la conquista del suspirado predominio.

Prueba fue a sus ojos del que iba adquiriendo, la solemne invitación que se le hizo a que tomara parte en el banquete... ¡como si no le pagara él de su bolsillo! Agradecióla en sumo grado el mentecato; pero creyó muy político no aceptarla, aunque con la promesa de no privar por entero de su bizarra presencia a los comensales.

Fueron éstos más de sesenta en propiedad; pero cerca de otros tantos los pegadizos que rodeaban la mesa y comían, de pie, de lo que sobraba, que era mucho, y bebían de lo que abundaba en jarros y botijos sobre la mesa, debajo de ella y en cada rincón de la sala. Al olor de lo de arriba, llena estaba también la parte baja de la taberna. Bebíase allí mucho, aunque a expensas propias, y no poco se pellizcaba de los guisotes que subían y de las sobras que bajaban en jirones tibios y manoseados.

Como estaban abiertas puertas y ventanas, y aun así no se podía respirar en aquella pocilga, y se gritaba mucho arriba y se hablaba muy recio abajo, las inmediaciones de la taberna estaban llenas de muchachos que de vez en cuando se dispersaban por el pueblo, llevando a hogares y corrillos noticias detalladas de cuanto pasaba y se decía en el banquete. De este modo puede asegurarse que todo Coteruco asistió a él.

Empezó al mediodía del domingo; y a las cinco de la tarde, deglutida la becerra a fuerza de vino, descuartizóse el carnero, que exigió, para atravesar los esófagos rendidos, nuevos auxilios del jarro. Los comensales más valientes empezaron entonces a perder la serenidad; y como los muchachos de afuera continuaban su espionaje, nadie ignoró en el pueblo cuántos y quiénes de los concurrentes al festín rodaban a aquellas horas por el suelo, o roncaban sobre la mesa.

De entre los más serenos escogió Patricio tres, y con ellos pasó a invitar a don Gonzalo y a Lucas a tomar el arroz con leche que iba a servirse. También esto se supo inmediatamente en el lugar, como se supo que habían aceptado la invitación los dos caballeros; que acababan de entrar en la sala, en medio de un estrépito de voces roncas y destempladas; que el alcalde, que ocupaba la cabecera de la mesa, se la había cedido a don Gonzalo, y que Patricio había colocado enfrente de él a Lucas. Era la pura verdad.

El Estudiante tomó en su diestra un vaso mugriento lleno de vino tinto, y alzándole sobre su cabeza, brindó por la unión de aquellas gentes, prenda segura de la prosperidad futura de Coteruco, si no se apartaba de la buena senda que había emprendido. Contestáronle eructos, restregones y bramidos. En seguida brindó don Gonzalo con las mismas ideas de Lucas, y a propuesta de Patricio, saludósele con un ¡viva el señor de la Gonzalera! que fue tanto como alzarle sobre el pavés, allí donde no había sino tarteras de barro mal cocido.

Sirvióse luego a los dos señores copiosa ración de arroz con leche, la cual probaron por corresponder a la fineza; y con el pretexto de no dar motivo a los malévolos para interpretar torcidamente el hecho de su presencia allí, retiráronse al instante. La verdad era que aquello les daba asco y, aunque obra suya, les infundía cierto miedo.

Patricio, al verlos salir, dijo mascando a dos carrillos:

-¡Esto se llama, caballeros, parcialidá y estimación de veras ¡Ésta es la verdadera gente de saber y de posibles, y el sol que alumbra y da calor a los pobres! Yo vos digo que seréis unos desagradecidos si no los ponéis en las niñas de los ojos, como a padres y superiores de vusotros... ¡contra todo viento y a toda resistencia!... ¡del insuncorda mesmo que se pusiera por delante!

Levantóse aquí, no sin trabajo, Chisquín Bisanucos, el niño mimado de la otra casa; hizo algunas tentativas de discurso; y no pudiendo compaginar cosa con orden ni sentido, dijo balbuciente:

-Otorgo al auto. -Y desplomóse.

Gildo se alzó luego, en un extremo de la mesa, rojo el semblante, deshechos sus rizos, suelto el cuello de la camisa y desatacados los pantalones y el chaleco. Tomó el asunto donde lo dejó su padre, y gritó desaforadamente:

-Siempre he dicho yo que donde están las obras no valen tres cominos las palabras. Pues ahora vos digo que llegó la ocasión de que se vea quién es hombre como Dios manda, y quién un chafandín de pantomina; quién va por los caminos regulares, y quién ha venido aquí por el solo aquél de llenar la panza.

-¡Hombre soy como el que más! -dijo a esto, con voz de trueno, Juan Antón, sin levantarse.

-¡Repito al consonante! -añadió Toñazos oscilando.

-¡Lo mesmo estipulo! -balbució Gildo-; y por la buena voluntá, que corra el vaso, si mal no vos paece.

Y corrió el vaso, y corrió la noche; y Barriluco y Facio y Polinar, con cuyas respectivas chispas se contaba para alegrar el festín, no levantaron cabeza desde las primeras horas, ni cosa más divertida hicieron que dar manotadas en la mesa, reírse como idiotas y canturriar indecencias.

Al rayar las diez, cuando los comensales de arriba iban apaciguándose y los concurrentes de abajo disminuían, y quedaban libres de curiosos los alrededores de la taberna, tomó el festín un aspecto enteramente nuevo. Las mujeres de los que, según noticias fieles, no podían rascarse ya, invadieron la sala del convite. Unas llorando y otras maldiciendo, todas intentaban sacar de allí a sus maridos. Entre éstos los había de buen vino, y tomaron el lance a broma, y aun algunos de ellos lograron calmar a sus afligidas y escandalizadas mujeres... Y hasta verlas sentadas a su lado saboreando el pecaminoso trago. Otros, más bravíos, recibieron las amonestaciones con denuestos y amenazas serias; pero todos, blandos y duros, convinieron unánimes en que no podían retirarse a dormir, porque faltaba lo mejor.

Y lo mejor fue que, obedeciendo una orden súbita de Patricio, se levantó la gente como pudo, abandonó la sala, y unida a los bebedores de abajo, ¡que también estaban buenos! echóse en tropel a la calle, aquí tropezando el débil, cayendo allí el muy cargado, y los más firmes pisando con mucha dificultad, pero todos gruñendo o vociferando, en estridente y desacorde algarabía. Parecía aquello una piara de cerdos despeados, conducida por pastores energúmenos.

Así llegó la turba, un poco mermada por los que iban quedándose en el camino, abrumados por el peso de la borrachera, a la plazoleta de don Román. Muchos entraron en ella sin darse cuenta de lo que hacían; algunos hubieran jurado que se hundía el terreno bajo sus pies, y nadie estaba libre de cierto temor delante de aquella mole sombría que se alzaba entre la obscuridad de la noche, como los fantasmas del miedo a los monstruos de la conciencia. Pero el estruendo continuaba, siempre agitado de propio intento por los Rigüeltas, y en él se fortalecían los ánimos más débiles y vacilantes. De este modo pudo repetirse allí la vergonzosa escena que se había representado noches antes enfrente de la casa de don Frutos, excepto el detalle de las pedradas, dicho sea en honor de la verdad, que se omitió no sé si por prudencia, o por no haber brazos que alcanzaran tan lejos, pues aunque descollaba mucho el edificio sobre las tapias, estaba bastante retirado de ellas. Mas si faltaron pedradas, de sobra anduvieron las injurias, porque Barriluco y Polinar, que eran quienes debían entonar ciertas copias insultantes e indecentes (compuestas ad hoc, según fama, por Gildo, y según vehementes sospechas, por Lucas), borrachos perdidos, olvidáronse del son, y trataron de enmendar el contratiempo vomitando insultos y blasfemias que provocaban otros idénticos, entre coros de rebuznos y alaridos salvajes.

No duró mucho el escándalo, porque el ruido de una ventana que se entreabrió en el piso alto de la casa, bastó para que la turba se desbandara como si la persiguieran a tiros.

En el fondo de una calleja de las que desembocaban en la plazuela, estaban ocultas tres personas que presenciaron, a la débil claridad del estrellado firmamento, la dispersión tumultuosa. Siguieron de lejos a los fugitivos de mejores pies, y fueron observando cómo los más borrachos iban arrastrándose hacia sus casas, o se quedaban, cual bestias ahítas, tendidos en el suelo. Cerca ya de la taberna, defendíase un hombre, a duras penas, de los tirones que le daba de la chaqueta, y de las súplicas que entre sollozos le hacía, su mujer. El hombre se empeñaba en entrar de nuevo en la taberna; la mujer pedía por Dios que se fuera con ella a casa, porque bastaba lo que había hecho para perdición de la familia; y así bregando y porfiando los dos, el hombre alzó la pesada mano, descargóla con ira sobre la cara de su mujer, y tendió a la infeliz cuan larga era. Los tres personajes que inspeccionaban el terreno, como los ladrones el campo de batalla después de terminada, conocieron en el hombre que tal felonía acababa de ejecutar, al antes manso, inofensivo y modelo de virtudes domésticas... ¡a Toñazos el carpintero!

Uno de los susodichos tres, se volvió entonces al que tenía a su lado, y le dijo con voz atiplada y pedantesca:

-Señor don Gonzalo, Coteruco es de usted ya. Trabajemos, ahora que ha roto las ligaduras que le oprimían, para que sea de la patria y de la libertad.

-¡Jamás creyera que tan pronto lo consiguiéramos! -respondió don Gonzalo.

-Esa es la gloria de Patricio, -replicó Lucas, señalando al tercer personaje; el cual se apresuró a responder con hipócrita modestia:

-He cumplido con mi deber, y nada más.

Y los tres se largaron a dormir, tan satisfechos y tranquilos, como si no fueran, cada uno a su modo, merecedores de un grillete.




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- XVII -

Más leña al fuego


Ocurrió al otro día lo que era de esperar: los antes adictos a don Román, que habían asistido al banquete, no aún bastante corrompidos de alma para meditar sin remordimientos sobre lo que habían hecho y dicho la víspera, desde que dieron en ir a la taberna a presenciar el famoso partido, sostuviéronlos, contra las protestas de la conciencia, el atractivo del espectáculo, la golosina del jarro y sobre todo, la esperanza del gran acontecimiento pascual. Pero este había pasado, y nada veían por delante cuyo saboreo les endulzara las amarguras de los recuerdos.

Los más borrachos en el festín se afanaban al día siguiente por saber de sus mujeres qué habían hecho ellos durante la noche desde que salieron de la taberna hasta que se fueron a dormir; y cuando se les dijo que habían insultado groseramente a don Román, se aturdieron. Idéntica impresión causó el recuerdo de este suceso en los que tenían una idea vaga de haber tomado parte en él. Parecíales excesivo el desacato, o, cuando menos, poco sazonado.

Pero como ni el ofendido había de brindarles con el perdón, ni ir a implorarle, ya porque probablemente no le obtendrían, ya porque, después de todo, don Román los había traído engañados, y en su derecho estaban alejándose de él, hicieron lo que hace todo el que quiere acallar los gritos de la conciencia: empeñarse en engrandecer las causas de la caída, para justificarla a sus propios ojos. Desde entonces se buscaron con ansia unos a otros; y haciendo buenos a Lucas y a los Rigüeltas aunque movidos de diferente propósito que éstos, descuartizaron los de don Román, exprimieron sus jirones, de lengua en lengua, y no los soltaron hasta que las fibras de los más santos hubieron extraído las más absurdas indignidades. ¡Qué bien los conocía el nobilísimo caballero!

No le iba en zaga Patricio en ese punto; y prueba de ello es la visita que, no bien se levantó al otro día, hizo a don Gonzalo. Le halló gozoso y hasta rejuvenecido.

-Camará -le dijo el indiano al verle entrar, -sabe usted más que Lepe... ¡Cascaritas, si hemos corrido en poco tiempo!

-Pues lo que importa, señor don Gonzalo -respondió Patricio-, es que no perdamos en una semana lo que hemos ganado en tres... Y a tratar de eso vengo yo.

-Hable usted, pico de oro.

-Pues hablo; y digo que no conoce usted a esta gente.

-Confieso, camará, que no tanto como usted.

-Pondría las dos orejas a que hoy andan parte de los que tanto ruido hicieron anoche, metiéndose por los bardales para que no los vea el sol.

-¿Arrepentidos?

-Los más.

-¿Teme usted que se vuelvan a la otra casa?

-Eso no, porque ni allí los admitirían ya, ni ellos entrarían de buen aquél con el escajo que tienen en el alma, gracias a este pico y al muy resalado del hijo mío. ¡Vaya si lo ha trabajado a ley el muchacho!

-No lo ha hecho mal.

-¡Le digo a usted que como unas perlas!

-Pues que siga por ahí.

-No vale eso ya, don Gonzalo: una razón puede matarse con otra.

-Y ¿cómo no ha sucedido eso en tantos días?

-Porque en ninguno de ellos ha faltado el vaso de vino para remachar la palabra; porque los hemos tenido como rebaño de bestias, salva sea la comparanza, acorralados en la taberna: porque al olor del pienso de ayer, se fueron metiendo, metiendo, y no vieron el barro hasta que les llegaba a la boca.

-Bien: ¿y qué?

-Que ya se hartaron, y que como no tienen otra becerra en qué pensar, pensarán en lo que han hecho.

-Enhorabuena. camará; pero esas fiestas no se pueden tener cada día: son muy caras.

-No lo niego- pero se inventan otras más baratas.

-Mire que esta guerra me balda; y considere, caracoles, que de quince días acá, no hago más que botar dinero.

-Otros lo botaron antes... Y, por último, también ha visto usted en su casa, haciéndole la rosca, la nata y flor de la tertulia del señorón.

-Pshe...

-Y desde media legua le saluda a usted la gente,

-Puede valer más el coscorrón que el bollo.

-Pero el asunto era sacar a la gente de la otra casa, y esto ya lo conseguimos.

-Pues ahí estábamos antes, camará- y a ello le dije que para llegar al fin que deseamos, que bien silbe usted que no es todo la vanidad de tener yo el respeto que ayer se llevaba ese caballero, sino el bien de estas gentes...

-Entendido: ¿y qué?

-Que sigan predicando los que para ello valgan.

-También dije yo a eso que una palabra se borra con otra palabra por lo que sostengo que basta ya de sermones.

-Pues ¿qué se necesita?

-¡Taberna, taberna... y taberna! Mire usted, señor don Gonzalo: yo no sé en que consistirá; pero es el Evangelio que hombre que toma ley al vaso y al palabreo que va con él en la taberna, no sirve para otra cosa: cuente usted que lo que entre sorbo y sorbo se le mete debajo de los cascos, no sale de allí más que con la mortaja.

-Santo y bueno; pero ¿qué tengo yo que ver en eso?

-Allá voy. Yo no digo que se les dé una becerra cada día; pero puede hacerse otra cosa. Hoy, supongamos, hace bueno y se arma un partido a los bolos, y se juega un plato de callos... Pues seis que juegan y catorce que miran, son veinte; estos veinte que van luego a comer lo jugado a la taberna, y veinte que se arriman al olor, son cuarenta... y, desengáñese usted, con cuarenta personas por delante, cualquier cosa que uno diga o que uno haga, campa y luce... Lo que digo de los bolos, porque hay buenos jugadores entre los de allá, digo de la baraja.

-Pues háganlo, ¡canastillas!

-Sí; pero usted debe comprender que así, en frío, no se encuentran en cada calleja hombres que jueguen cada día una merienda... quiero decir, que la paguen.

-Y ¿qué pretende, camará?

-Que mientras la gente se va animando a hacerlo de por sí, se me autorice para remedar entre cuatro amigos un escote en que puedan entrar otros cuatro convidados.

-¡Ajá!... ¡te veo!

-Y cuando la gente se vaya calentando, y en una merienda se arme otra, y no se cierre la taberna hasta las dos de la mañana, verá usted como al otro día el rozón se cae de la mano, y los maíces no se sallan, la yerba no se siega y las vacas se enflaquecen.

-¡Guapísimo, camará!

-Pues a este estado tiene que llegar Coteruco, si hemos de mandar en él; y como usted me ayude un poco, respondo de alcanzarlo en todo este verano.

-Y estando así la gente, ¿piensa mangonearla a su gusto?

-Mire usted, don Gonzalo... yo no sé en qué podrá consistir, aunque ello es la pura verdá: en mi vida pude meter el diente a un hombre trabajador; pero que le dé por la holganza y la bebida: ya estoy yo haciendo de él lo que se me antoja... Sí, señor, tengo esa gracia, aunque me esté mal el decirlo.

-¿Y cree usted, volviendo a lo principal, que si los dejamos de la mano se largarán, a pesar de lo que hemos adelantado?

-Se van, un pie tras otro, y sin gloria ni provecho para nadie. Los perderá el señorón, y no los ganaremos nosotros... ni, lo que es peor, la libertad; porque ellos solos se irán consumiendo poco a poco, cayendo aquí y levantándose allá.

-Pues, camará, yo para nada los necesito.

-Pues por el lado que los tengo se pudran, señor don Gonzalo.

-Sin embargo, carambita... ¡eso de que la libertad los pierda también mañana u otro día!... Señor Patricio, las grandes causas piden grandes sacrificios... Ya que empezamos a beneficiar a este pueblo, que no se quede la obra a medio hacer por esé pico más o menos... ¿Me entiende, camará?

-Como si cantara yo por su boca de usté, señor don Gonzalo.

-Pues no hay más que hablar.

Y se largó el pícaro, muy satisfecho, quedándose el otro muy remilgado y complacido. Dos horas después, se fue el indianete a ver a Osmunda y a Lucas, en cuya compañía pensaba saborear la pimienta de los comentarios sobre los sucesos de la víspera, y hasta los futuros.




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- XVIII -

Luz entre sombras


No necesito hacer grandes esfuerzos, seguramente, para que el lector se persuada de que la bacanal de la Pascua causó a don Román una amarguísima pesadumbre. Era vanidad lícita la que él tenía en considerar aquel pueblo, morigerado y feliz, como obra suya. A ella se había acostumbrado a ver en cada labrador un hijo que necesitaba sus cuidados y sus desvelos, y se los dedicaba con la incansable abnegación de un padre. ¡Y todo aquel edificio, levantado a costa de tantos esfuerzos, se desplomaba en pocas horas, socavados sus cimientos por la piqueta alevosa de cuatro miserables!

Pero si todo esto era triste para su alma generosa; si el corazón se le desgarraba al ver cómo aquellos desgraciados iban, paso a paso, acercándose al abismo; si la ingratitud de todos ellos, aunque no le sorprendía, le atormentaba, ¿qué no sentiría el noble caballero cuando se vio insultado por una turba de borrachos, que antes fueron hombres de bien y objeto de su cariño, y que, a la sazón del agravio, aún le debían hasta la camisa que llevaban puesta?... Dudó de sus propios oídos y hasta de su razón. ¡Tan enorme juzgaba el atentado! Quiso convencerse de que aquellos improperios y aquellas groserías e indecencias, arrojados a su nombre por discordantes y tartamudas voces, eran alucinación de sus sentidos; que tantas inmundicias como el silencio de la noche introducía en su hogar por huecos y rendijas, no eran lanzadas en son de afrenta por los hombres que habían aprendido en su cocina a ser honrados y felices; y abrió una ventana. El ruido que produjo fue el que dispersó a la ebria muchedumbre. Al sentir sus pasos atropellados y percibir los bultos sustrayéndose, en la densa obscuridad de los callejones inmediatos, al poder maravilloso de sus pupilas, no le quedó la menor duda de que no le engañaban los sentidos... ¡Los miserables que le habían insultado eran aquellos que corrían como ladrones sorprendidos en el crimen!

Sintió su pecho oprimido, y el fuego de un volcán en el cerebro. Un cuarto de hora permaneció asomado a la ventana, sin darse cuenta cabal de lo que hacía. El fresco ambiente de la noche fue templando poco a poco el ardor de su frente, y entonces su vista y sus ideas se elevaron a la esplendente bóveda, cuyos sublimes misterios eran la suprema ambición de su alma cristiana y de su fe incorruptible. Admiró la divina grandeza que en obra de tanta maravilla se le mostraba, y ofreció, en descargo de su debilidad, aquella miserable pequeñez que servía de tormento a su flaca naturaleza.

Más en reposo su espíritu después de haberle elevado sobre las viles pasiones de la tierra, recogióse a su habitación y oró como de costumbre; pero el sueño no cerró sus párpados. Había logrado dominar su indignación sobreponiéndose al motivo de ella; pero sus ideas, si bien en región serena, libraban en su cerebro, aunque lenta y ordenada, muy reñida batalla. Acusábanle de no haber sabido completar su obra. Había logrado construir el edificio; pero no acertado a darle la necesaria consistencia para asegurarle contra los asedios de un mal intencionado o de un envidioso. De indóciles, descuidados, suspicaces e indolentes aldeanos, llegó a formar un pueblo de inteligentes, laboriosos, morigerados y felices labradores; pero algo dejó de hacer, algo faltó a su obra, cuando en tan pocos días se derrumbó lo que se fue elevando en el transcurso de muchos años. No es fuerte, no está bien construido lo que se destruye con un soplo en un instante.

Examinó en seguida la marcha de los acontecimientos; y vio, de una parte, imposturas groseras, calumnias mal urdidas y ambiciones mal disimuladas; de la otra, incapacidad absoluta de distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira. «Aquí está el flaco», se dijo; y luego discurrió así: «¿De qué procede esta incapacidad? De falta de criterio. ¿Y la falta de criterio? De otra falta de educación. Y esta falta, ¿se me puede imputar a mí como una culpa? No. Yo me he afanado por enseñar a estos hombres cuanto podía conducirlos a mejorar su condición de labradores, y por ilustrarles la inteligencia en todo lo que fuera compatible con esa misma condición... Pero también me afané porque ignorasen lo que, mal entendido, los llevaría a aborrecerla por deseo de otra cosa que no penetrarán jamás sin dejar de ser lo que son. ¿Hice mal en esto, por lo que, en la apariencia, se opone al curso de las ideas, según el criterio de los flamantes reformistas? No, mientras no se me demuestre que puede hacerse de cada tosco labrador un estadista, sin dejar el arado de la mano: o que pueden resignarse a labrar sus heredades y a no comer otro pan que el que produzcan éstas, los hombres que poseen la ciencia del gobierno de los pueblos; o, en fin, que lo de Jauja no es conseja estúpida, y puede llegar un día en que, siendo todos los españoles consumados políticos y altos funcionarios, de la tierra broten, en virtud de la ley maravillosa del progreso intelectual, las casas construidas, el pan en hogazas, y planchadas las camisas, y viertan las nubes, en vez de los prosaicos aguaceros de ahora y de antaño, las onzas acuñadas y la ciencia digerida... Tiene, pues, por necesidad, que encerrarse en muy angostos límites la instrucción del hombre rudo del campo, cuyas ocupaciones han de alejarle, necesariamente, del trato de toda persona extraña a su condición... Luego su criterio no puede tener jamás el temple del de los hombres avezados a luchar contra la astucia, la deslealtad y la perenne mentira del mundo... luego yo no obré mal dejando de fomentar en estas gentes insensatas ambiciones, ni es cargo que, en buena justicia, puede hacérseme... ni siquiera es esa falta de criterio enfermedad cuya curación deba intentarse... Pero la falta existe y debe remediarse con algo; y este algo ¿qué es? El cuidado de separarlos del mal, como se separa el fruto sano del podrido. Para esto no alcanza el poder de un hombre aislado, como yo: necesita hallarse revestido de una fuerza de autoridad que sólo tienen los representantes de la ley divina y de la ley social. El primero señala el vicio y le condena; el segundo le busca, le persigue en sus madrigueras y le extermina... Este último ha faltado aquí, no el primero, que, ni por un instante, se ha separado de su deber. Pero ¿quién pudo en este pueblo ejercer tan delicado cargo y ser, a la vez que juez severo, padre cariñoso y vigilante de sus administrados? ¿quién pudo, en la ocasión presente, haber atajado el mal en sus orígenes, y exterminarle, en vez de hacerle irreparable uniéndose a los malvados y aplaudiendo sus iniquidades?... Nadie más que yo, sin el propósito que siempre hice de no aceptar cargo ni preeminencia que pudiera traducirse en logro de mezquinas ambiciones. Pero ¿qué hay que fiar de la virtud que necesita un tutor para no dar a cada instante en las garras del vicio?... ¡Extremada sutileza!... Pues ¿cómo se guardan de los ladrones las alhajas? Con cerrojos. Hay que considerar que no se trata de una virtud aislada, de un hombre que se encierra en su conciencia y en su casa: se trata de un pueblo entero que tiene muchas puertas abiertas al campo de las asechanzas, y escasos centinelas que sepan distinguir el enemigo del hermano... Pero también es triste que un pueblo virtuoso no pueda guardarse por sí mismo... ¿Y qué ha de hacer un conjunto de virtudes pegadizas, hijas del egoísmo en su mayor parte, sino quebrarse al menor descuido, si las adquiridas por el convencimiento y templadas al fuego de todas las batallas, se adulteran, se corrompen... y hasta se venden? ¡Ay!... ¡Es que nos olvidamos de nuestra condición miserable; de que habitamos, como de tránsito y por supremo designio, este montón de tierra donde la vida es un perpetuo deseo, y nuestro viaje una incesante caída!...Pero, así y todo, ¿puedo yo, con mis propias fuerzas, evitar la que ahora lamento? ¿He cumplido con mi deber cruzándome de brazos enfrente del enemigo? Sí: luchando contra él, le daba una importancia que me desautorizaba: ciertas acusaciones no debe mencionarlas un hombre honrado, ni aun para desvirtuarlas, porque se mancha con ellas y rebaja el nivel de su dignidad; y la mía es aquí muy necesaria. Si mañana vuelven a mí esos hombres, me encontrarán limpio hasta del polvo de esta inicua batalla, y no me creerán animado del deseo de venganza, porque no me han oído quejarme del agravio... Sin embargo, esto es cuestionable, como lo es también si yo pude dar a sus criterios más luz, sin tocar el extremo de que huía... Pero ¿quién es el hombre que en tan espinosa materia se atreve a decir, sin temor de equivocarse: «hasta aquí lo conveniente; desde aquí lo temerario»? Y, en esta duda necesaria, ¿debe pecarse por exceso, descorriendo todos los velos, o por defecto, ocultando todo lo peligroso? ¿Es preferible el deslumbramiento del primer caso, o la sorpresa a que se expone una curiosidad excitada de pronto? El primer extremo es inevitable; el segundo es contingente... luego el segundo es preferible. Y, entre tanto, no hay duda, mi obra ha sido imperfecta. ¡Ceguedad humana! ¡tanto blasonar de linces, y no penetran nuestros ojos más que la costra miserable de las más comunes dificultades!»

Y en esta batalla empeñado, quedóse al fin dormido el noble Pérez de la Llosía, dejando la cuestión intacta, como seguirá, si Dios no dispone otra cosa, por los siglos de los siglos.

Tampoco dormía Magdalena mientras velaba su padre: las pesadumbres de éste y las inquietudes propias, la quitaban el sueño. No ignoraba la candorosa doncella, por informes adquiridos por Narda, que andaba don Gonzalo en la conjuración, y antojósele que pudiera ser causa de la actitud del indiano, el desaire recibido por éste en sus pretensiones amorosas. En tal caso, ella era quien acarreaba a su padre tan amargos disgustos.

¡Qué consideración tan dolorosa para la pobre niña!

Inquietábale, asimismo, la inexplicable desaparición de Álvaro. Desde el día de la feria de San José, no había vuelto a verle, ni a saber de él. ¿Dónde se hallaba? ¿Por qué hizo conocer a su virgen fantasía regiones de luz, para complacerse luego en rodearla de tinieblas? ¿La habría olvidado ya? ¿Estaría enfermo?... Magdalena salía muy poco de casa, y entre Sotorriva y Coteruco había rarísimas comunicaciones y sobrada distancia para que pudiera curarse en dudas tales sin exponerse a publicarlas; y aún no estaba ella en el caso de correr este riesgo, cuyo temor la había obligado, acordándose de la advertencia de su padre, a prohibir a Narda que diera un solo paso en averiguación de la verdad. Pero debemos hacer justicia a los nobles sentimientos de la doncella: en la noche de que se trata, más que en Álvaro pensaba en su buen padre, insultado por un populacho soez e ingrato; en su padre, que lloraba el fracaso de unos intentos a los cuales había consagrado lo mejor de su vida; y en el deseo de aminorar el dolor que le atormentaba y remediar el mal en lo posible, buscaba en su corazón fuerza bastante para llevar a cabo un proyecto más heroico que razonable.

En estas cavilaciones la sorprendió la luz del alba, que se introdujo por los entreabiertos postigos de su balcón, no a despertar, como en lo ordinario, los risueños cuadros de su juvenil imaginación, sino a alumbrar los pavorosos fantasmas que por ella vagaban.

Levantóse y abrió todas las vidrieras, y aunque la estancia se inundó de luz y el día se presentaba sin una sola nube en el cielo, parecióle éste obscuro y sombrío, como cuando los vapores se aglomeraban en él para descender sobre las montañas y bajar al valle convertidos en torrentes. Se asomó al balcón, y vio a su padre en la huerta. No le extrañó el suceso, porque don Román madrugaba siempre; pero le halló sereno y tranquilo ocupándose, con un criado, en dirigir las ramas de un cerezo; y aunque tampoco esto le causó admiración, porque conocía el temple de aquella alma, dio alivio a su pesadumbre, pues las penas son menores cuando se las domina, como las dominaba su padre.

Envióle los buenos días, envuelto el saludo en una sonrisa forzada, y se le devolvió don Román con otro que parecía decirla: «No has cerrado los ojos en toda la noche».

Permaneció mucho tiempo en la huerta. Más de las diez eran cuando entró en casa. Magdalena le esperaba para hablar con él. ¿Huía el buen padre de entrar con su hija en explicaciones sobre lo que se proponía ir olvidando poco a poco? Todo es creíble. Pero Magdalena, que quizá lo sospechaba, sentía la necesidad de descargar su conciencia de un grave peso, y así despertó la curiosidad de don Román. Hízole saber los recelos que la inquietaban, de que su resistencia a aceptar la mano de don Gonzalo fuera la causa de la conducta de éste, y se declaró «dispuesta a todo», si con ello los odios se acababan y volvían las cosas a su anterior estado.

Entendióla su padre, y enderezándose nervioso, como si acabara de morderle una víbora,

-¡Tú! -exclamó, lanzando sus ojos rayos de indignación. -¿Y me haces a mí capaz... ¡Virgen María! de arrojarte a esos alanos para acallar sus ladridos?... ¿Tan desacordado me crees? ¿En tan poco te estimas, hija mía?

En seguida se acercó a ella, la miró con ternura y la dijo acariciando sus manos ebúrneas:

-Hasta el supuesto de que se consumara semejante sacrificio, me horroriza, Magdalena.

Iba a contestar la joven, cuando súbitamente se quedó como estatua marmórea, clavados los ojos en la portalada, que se veía desde allí al través de las vidrieras del balcón. Don Román siguió con su mirada la dirección de la de Magdalena: Álvaro, a caballo, acababa de entrar en el corral.

Salió apresurado a recibirle a la puerta de la escalera, y momentos después estaban ambos caballeros en presencia de Magdalena, conmovida y gozosa. Álvaro puso en manos de don Román una carta que decía así:

«Mi amigo y señor: Inveterados achaques tiénenme, por mal de mis pecados, prisionero en ésta su casa há ya largos días; y como éstos siguen corriendo sin que Dios sea servido darme la libertad con el alivio, resuélvome a decirle a usted por escrito lo que juzgo más digno de ser tratado de palabra; ni el asunto es de los que se prestan a largas treguas, ni a más que las vencidas se avienen las naturales impaciencias del dador de la presente carta, que lo será, Dios mediante, mi hijo don Álvaro.

Hame confiado éste su decidida y bien meditada inclinación hacia su señora hija de usted, la cual conoce sus sentimientos, y, por lo visto, no los desdeña. Por lo que a mí respecta, bendigo a Dios que se ha servido conducir el afecto de mi hijo hacia prenda de tan alto valor-, y pues que en obtenerla estriba su felicidad, dejando siempre a salvo las particulares miras de usted, me atrevo a pedirle la mano de doña Magdalena para el citado don Álvaro, a quien por honrado, discreto y buen cristiano, fío yo con cuanto valgo y soy.

Interin tengo la altísima honra de reiterar a usted verbalmente petición tan mal escrita, sírvase dar a ésta la solemnidad que el valor del caso reclama, y contarme, como siempre, por su mejor amigo y S. S. Q. S. M. B.

LÁZARO DE LA GERRA».

Cuando la hubo leído se la dió a Magdalena, diciéndola:

-Contigo va esto, hija mía: entérate.

Don Román dijo a Álvaro mientras Magdalena leía:

-Hacerme de nuevas en este asunto, fuera, señor mío, no sólo pueril, sino ridículo. Magdalena es mi hija, y es cristiana; y dicho está con esto que en materia tan delicada no ha tenido secretos para su padre. Conozco, pues, sus sentimientos más íntimos, y aceptando por garantía de la lealtad de los de usted la fianza de tan cumplido caballero como su señor padre, abiertas le quedan las puertas de mi casa, en la confianza de que no será Magdalena quien se las cierre..., ¿Me equivoco, hija mía?

Bien sabe el lector que no se equivocaba don Román, y así lo confirmó la interpelada con una sonrisa tan pudibunda como elocuente. Luego dijo el buen señor, no sin violencia, dirigiéndose a Álvaro:

-Una condición quisiera poner... he dicho mal, una súplica desearía hacer en este momento solemne.

-¡Súplica usted! -exclamó la cariñosa doncella clavando sus ojos anhelantes en su padre, que luchaba heroicamente contra la emoción que estaba a punto de dominarle.

-Llámalo como quieras, hija mía... ¡Pero no te separes de mí jamás!... Don Álvaro -dijo al joven-: siendo niña, perdió a su madre; desde entonces tengo depositados en ella todos mis afectos... Si se va de mi lado, me quedaré solo... ¡enteramente solo!

¡Cuántos recuerdos asaltaron su mente en aquel instante! Leyólos todos Magdalena, y arrojándose en los brazos de su padre, le dijo conmovida:

-¿Cómo pudo sospechar usted que hiciera yo eso jamás?

-Felizmente -expuso Álvaro, -no hay para qué pensar en ello.

-Su padre de usted, señor don Álvaro -dijo Pérez de la Llosía-, tiene más de un hijo, si mal no recuerdo.

-Tengo, en efecto, una hermana.

-Entonces no será egoísta el señor don Lázaro: partiremos como buenos amigos, si llega el caso. ¿No es cierto?

Hablóse luego mucho, y con gran contentamiento de los tres. Aquel día comió Álvaro en la casa, y Narda hizo prodigios en la cocina, en honor de tanta fiesta.

Cuando fue hora de que don Román se retirara a reposar la comida, no a dormir la siesta, pues jamás adquirió tal costumbre, Álvaro, en cuyas manos puso aquella cortés y discreta carta para su amigo don Lázaro, montó a caballo y salió de Coteruco, acompañándole Magdalena con la vista hasta que desapareció en uno de los recodos del valle. El sol estaba entonces velado por las nubes, y, no obstante, hubiera jurado la enamorada doncella que, al revés de lo que vio por la mañana, el campo y el firmamento y las montañas resplandecían de luz y de alegría. ¡Poder de la imaginación!




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- XIX -

Historia de cinco meses


En todo este largo período desde el instante en que termina el capítulo anterior, no presentan los sucesos de Coteruco aspecto de novedad bastante para que, sin cansancio del lector, puedan detallarse minuciosamente. Juzgo, por ende más cuerdo hacer un ligero resumen de todos ellos, que sirva de enlace de los ya referidos con los que han de relatarse después.

Llevados a ejecución los proyectos de Patricio, siguiéronse con asombrosa regularidad los partidos a los bolos y a la baraja; los vencedores hallaban siempre otros tantos valientes que los retaban para el otro día; y de este modo, el lar de la taberna no se enfriaba jamás, ni los pringosos manteles de la mesa en que se jugó la becerra se levantaban. Hoy se comía una fuente de callos; mañana un cazuelón de caracoles; y avezada la gente a tales luchas y festines en el corro y en la taberna, apenas podían distinguirse los días festivos de los de trabajo.

De los efectos de aquella epidemia se resentía ya todo el organismo del pueblo; por todas partes, por todas las conversaciones se iba a parar a la taberna. Si el gato de la vecina estaba gordo, y esta observación se hacía delante de tres personas, y el gato pasaba a la sazón, una pedrada le tendía sin vida, dos manos hábiles le despellejaban; y a la noche siguiente, guisado por la tabernera, le comían los cuatro que le habían sentenciado, después de haber decidido la baraja quiénes pagarían la salsa y el vino. Si de carnes saludables se trataba y había quien rechazase la del perro, otro sostenía que, bien guisada, podía comerse como la mejor, surgía la disputa, traía consigo la apuesta, se mataba un can de un garrotazo... Y a la taberna con él, y a vencer, a fuerza de vino, la repugnancia que a los más bravos causaban aquellas hebras correosas.

Sobre si llovería o no al día siguiente, apuesta de una azumbre de lo blanco; convite porque se terminó una labor dos horas antes de lo presumido, y convite, en buena correspondencia, al que convidó; parva de aguardiente aquél, porque iba al monte, y sosiega el de más allá, porque tenía sed al pasar por delante de la taberna... Y en medio de tantas francachelas y de tantos regodeos, unas veces se pagaba con lo que había, y otras se dejaba a deber: en este caso, como la deuda era sagrada, había que pagarla pronto, y para ello, vendíase lo del desván a cualquier precio, quedándose, por de pronto, sin los ofrecidos y necesarios zapatos los chiquillos, o sin refajo la mujer. Como consecuencia de todo esto, las amargas quejas, los brutales denuestos y los subsiguientes golpes en el hogar; frutos naturales de las borracheras en la taberna y de los jolgorios en la calle, de todo lo que hubo prodigiosa copia en Coteruco en ese tiempo, durante el cual las labores del campo se hicieron mal y fuera de sazón.

No hubo ya necesidad de atacar la buena fama de don Román. El grado de corrupción a que habían llegado sus antes adictos convecinos, fue la sima que los apartó de él. Ninguno de los seducidos por los agentes de Lucas creía ya encontrar en don Gonzalo lo que había perdido en la otra casa: todos comprendían que habían caído demasiado pronto en la red tendida, y que jamás debieron llegar tan al extremo como llegaron en sus manifestaciones hostiles al noble caballero, por propio interés; pero veíanse ya esclavos de aquella corruptora tiranía; y enfrente de la serenidad inalterable de don Román, parecíales éste limpio espejo en que ellos se contemplaban degradados y embrutecidos, y le odiaban, y, por instinto, deseaban destruirle.

Con esto quedaba cumplida la primera parte del programa de Lucas. Para que la segunda se cumpliese también, es decir, para hacer «ciudadanos activos de la patria» de los que habían dejado de ser «miserables labriegos», trabajaron sin descanso los insignes redentores de aquel puñado de infelices. Predicáronles teorías deslumbradoras, con sus ribetes de socialistas, en frases campanudas y rimbombantes que la astucia de los Rigüeltas traducía al lenguaje del país, único accesible a sus incultas inteligencias; pintábaseles con horribles colores todo lo existente, y como un paraíso de felicidades lo porvenir; echáronse nombres a su voracidad maliciosa, como se echan huesos a perros hambrientos, y hasta entraron en Coteruco periódicos de batalla, que corrían de mano en mano y deletreaban los embrutecidos aldeanos en el rincón de la cocina o en el poyo del portal, mientras los maíces se estiraban en la mies, pálidos y entecos, clamando por una azada que los librase del pan de cuco que les chupaba el jugo de la tierra, y el ganado mugía en los pesebres, azotándose hambriento los hundidos ijares con el rabo.

Álvaro continuó durante un mes visitando a Magdalena. Don Lázaro hizo un esfuerzo, y acompañó en uno de estos viajes a su hijo; y las dos familias acordaron entonces que el casamiento de los novios tuviese lugar quince días después; pero la delicada salud del caballero de Sotorriva se alteró de nuevo, y vióse obligado a abandonar el valle con su hijo, para tomar no sé qué aguas de muy lejos. Volvió de ellas más achacoso que fue, lo cual sucede con mucha frecuencia en tales casos; y entre alivios pasajeros y recaídas graves, fue corriendo el verano sin realizarse el anhelado proyecto.

Pero le olió bien pronto don Gonzalo; y aquéllos sus intentos de atormentar a Magdalena con la conquista de Osmunda, que le devoraba con los ojos y le aturdía con una fogosidad sin ejemplo, trocáronse súbito en un arrebato de despecho que acabó por inflamar su mimosa pasión en un infierno de deseos. Notólo Osmunda, redobló sus agasajos de pantera celosa; comparó el indianete la apacible y fragante primavera de la que le desdeñaba, con el otoño cenagoso y desabrido de la que le perseguía, y empezó a tener miedo a la noble hija de don Pelayo.

Un día puso ésta un pingajo de crespón negro sobre la guirnalda de siemprevivas que adornaba el retrato de don Gonzalo, en señal del luto que vestía su corazón por las infidelidades del ingrato, y se aterró el sin ventura, creyendo ver en aquel trapo una amenaza de muerte. Sacó fuerzas de flaqueza, y volvió al lado de Osmunda a mentirle dulzuras de jarabe, mientras su corazón andaba preso, sin esperanzas, dentro de la fortaleza de la otra casa, y su memoria llena de los hechizos de la beldad que le había despreciado.

Estos pesares distraía con las noticias que le llevaba Lucas a cada instante, sobre la marcha de los políticos acontecimientos. Le había cumplido el Estudiante una parte de sus promesas, y esto alentaba al indiano para tener fe en el cumplimiento de las demás. Era ya dueño de Coteruco (aunque un tanto al estilo constitucional, quiero decir, que reinaba y no gobernaba) y pronto lo sería del valle, y colgaría cintas de sus olajes, y el bastón de manatí sería cetro en sus manos, y manto imperial su bata rayada, y egregia corona su gorro de terciopelo, y alcázar majestuoso su casa de arcos. Así traducía su ardiente sed de importancia la hueca palabrería con que Lucas le apuntalaba a todas horas la vacilante fe revolucionaria, y distraía el espantoso miedo que tenía a que el día menos pensado entrase la Guardia civil en Coteruco, y se le llevara atado, codo con codo, a encajarle un par de balas en la mollera, al socaire de Carrascosa por andarse metido en caballerías revolucionarias, en aquellos tiempos en que hasta las paredes oían.

Porque ya no eran conjeturas más o menos racionales lo que exponía Lucas ante el ánimo irresoluto de don Gonzalo; eran noticias auténticas y comprobadas. Como el alcalde fue la primera víctima de los embustes del avieso cojo, pudo éste hacer, bajo la garantía de su palabra, frecuentes viajes a la ciudad, desde que por el misterioso decir de los periódicos y otros rumores que, en casos tales, se oyen siempre, sin llegar a averiguarse jamás de dónde nacen ni por dónde vienen, comprendió que la gorda iba a estallar mucho antes de lo que él se figuraba. De estos viajes volvía con las alforjas atestadas de noticias frescas y palpitantes: que por allá avanzaban éstos; que hacia la frontera huían los otros; que navegando a velas desplegadas venían los gallitos del cotarro; que lo viejo se derruía hasta los cimientos, que sobre ellos se alzaría lo flamante, a cuyo solo nombre las fortalezas abatían sus muros, enmudecían los cañones y se quebraban los aceros mejor templados.

Tales y parecidas eran las nuevas que Lucas daba a don Gonzalo, y luego propagaban de casa en casa los Rigüeltas, bien diluídas en su estilo peculiar.

En el calor de estos sucesos, el Estudiante, que no había abandonado el proyecto de llevar la revolución a todo el valle, enviaba a Barriluco de pueblo en pueblo, esparciendo proclamas adquiridas en la ciudad; pero el emisario, cuando no volvía cojeando, traía la cabeza entrapajada, o se rascaba las costillas; porque aquí le apedreaban y allí le molían, y de todas partes le echaban como a perro goloso, siendo griego para aquellas gentes el estilo, el fin y la ocasión de tales papelejos.

Una noche, después de algunos días de ausencia, entró Lucas en Coteruco pálido, jadeante y a uña de caballo, como quien dice; buscó al alcalde, y le obligó a certificar, en papel de oficio, que la digna autoridad no había dejado de ver en el pueblo al tal sujeto, ni por un solo instante, desde que por orden superior había sido puesto bajo su vigilancia.

Fue el caso que Lucas, habiéndose encaminado a la ciudad, tuvo que presenciar en ella, tras de muchos y muy entretenidos desahogos populares, como romper símbolos coronados, tiznar las paredes de ciertos edificios con letreros rimbombantes, desarmar policías, y lo demás de rúbrica, sangrientos y desaforados combates entre griegos que atacaban y troyanos que se resistían; vio luego a éstos abandonar el campo, arrollados por los otros; y como él era de los primeros, aunque no en lo de batirse, pensó que se volcaba la tortilla de sus ilusiones; temió que los vencedores le echaran la zarpa; y loco, desalentado, huyó a campo travieso, como liebre acosada por galgos. De pueblo en pueblo, de escondrijo en escondrijo, corriendo de noche y oculto de día, no descansó un instante, ni su sangre latió en las arterias, ni sus pulmones se dilataron, hasta que llegó a Coteruco y obtuvo del alcalde la susodicha certificación.

Contóle después el motivo de su alarma, y no se le ocultó tampoco a don Gonzalo. Tembló el primero, de miedo a que se descubriese su complicidad con el revolucionario, y por idéntica razón se pasmó al indianete; y en un tris estuvo Lucas de que este doble pánico, puesto de acuerdo, no le entregase a las iras de los soldados triunfantes, para alejar los delatores, con esa muestra de adhesión a lo existente, toda sospecha de simpatía hacia lo vencido.

Lucas no supo jamás este verdadero peligro en que se halló; pero es cosa probada que don Gonzalo y el alcalde trataron largamente el asunto, y que no fue asomo de vergüenza lo que les impidió llevar a cabo el proyecto, sino falta de confianza en la verdadera situación de las cosas políticas.

Esto aconteció al finalizar el mes de septiembre.




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- XX -

Los relámpagos


Unos días después entró don Frutos en casa de don Román, algo caído de cerviz y mustio de semblante. Don Román se paseaba desasosegado en el salón que conocemos.

-Corren malos vientos, señor don Román, -dijo don Frutos por único saludo.

-No deben extrañarle a usted, señor don Frutos -respondió don Román. Meses hace que la tempestad reina y el desastre se está viendo.

-Pensé que lo ocurrido en la ciudad era señal de conjuro.

-Un esfuerzo convulsivo de la agonía, o, como le dije a usted entonces, una grieta que se tapó para que el volcán respirase con más fuerza por el cráter.

-Le aseguro a usted que no salgo de mi asombro.

-¿Asombro de qué?

-De ver como esto se va tan tontamente.

-Quien ve un pueblo, señor don Frutos, ve una nación entera.

-Pero, señor: un arbolito de pocos años se resiste al azadón que intenta arrancarle, porque tiene ya hondas raíces en la tierra; ¡y tantos siglos acumulados se dejan aventar de un puntapié!

-Aquí anochecimos un día en santa calma, y amanecimos al siguiente en completa anarquía.

-Es verdad... ¡y por una becerra en salsa!

-Ni más, ni menos.

-¿Y sabe usted, señor don Román, que desde que me enteré, por noticias y papeles, de la estructura y armazón de este gran suceso, me está dando en la nariz cierto olorcillo?...

-El tiempo dirá si usted es hombre de buen olfato. Entre tanto, el desastre es un hecho.

-Así me va pareciendo a mí... como me parece también que a usted le preocupa mucho.

-Imagínese usted, señor cura, al hombre de más sereno espíritu, que viene caminando años y años por una senda, escabrosa a veces y a veces blanda y placentera, pero siempre a la luz del sol; que, de pronto, la senda penetra en una caverna sin luz y sin guía de ninguna especie; pero no hay otro paso que aquél para continuar el viaje, y que es imposible retroceder: ¿dejará el hombre, por valiente que sea, de temblar delante del misterio tenebroso, antes de penetrar en él? Pues a la boca de esa caverna estamos usted y yo en este instante, en la duda de si nos perderemos en el obscuro laberinto de sus senos, o saldremos a la luz de la otra parte.

-El ejemplo está copiado de la verdad, y no tiene réplica... Pues, señor don Román, agarrémonos a la ventaja que llevamos los cristianos a los valientes sin fe: ¡Dios sobre todo, y adelante!

-Ese es mi lema, don Frutos, y no ceso de invocarle desde que me considero a la entrada del misterio.

-La verdad es, dejando el símil y viniendo a lo concreto, que de éstas han entrado pocas en libra en España, y que el lance es para que tiemblen los hombres de ciertas ideas, en presencia de las qué vierte a su paso la triunfante revolución.

-No son las ideas lo que a mí me causa miedo, sino los hombres.

-Tanto monta, señor don Román.

-No lo creo así, señor cura: en la necesidad de que predominen ciertas ideas cuando los hombres que las proclaman son esclavos de ellas, podemos, los que profesamos otras muy distintas, vivir bajo su imperio; mas cuando detrás de las ideas se ocultan vulgares ambiciones y odios de secta, no hay defensa posible, ni otra elección que el martirio o las catacumbas.

-Y como yo tengo para mí, porque la experiencia nos lo viene demostrando, que en tales casos las ideas no son otra cosa que asideros para trepar a la cumbre del imperio codiciado, digo que tanto me dan los hombres como las ideas... Y a Coteruco me agarro, ya que usted, con gran exactitud, y a ese propósito, le ha comparado a la nación.

-Por eso temo a los hombres, don Frutos; porque aquí, como en todas partes, no es la justicia la que impera en tales casos, sino la pasión, la fiebre... Mas, dejando a un lado este género de consideraciones y volviendo al mísero detalle de Coteruco, ¡cuán otra fuera la situación de mi ánimo en estos instantes, si no hubiera ocurrido la afrentosa caída de este pueblo!

-No lo dudo.

-¡Con qué tranquilidad, aunque no sin pena por los riesgos que la patria pueda correr, viéramos hoy pasar la tempestad sobre nuestras cabezas, bien seguros de que sus estragos habían de sentirse muy lejos de este pacífico rincón! Otras hemos visto, si no tan recias, tan peligrosas; y mientras los tronos han vacilado y la sociedad se ha conmovido, aquí ha seguido su curso inalterable la vida honrada y laboriosa de estas sencillas gentes, que no han de pasar de labriegos, así se desquicie el mundo con revoluciones.

-Es la pura verdad.

-¡Y decir que han bastado cuatro miserables para robarnos en un instante esa envidiable paz!... ¡Misterioso poder del veneno!

-¿Luego usted teme que ese cataclismo se deje sentir aquí?

-¿Cómo dudarlo? ¿No los oye usted cada día, y, sobre todo, no ve cómo la mano que los dirige los lleva engañados hacia una región ilusoria? ¿Cómo, en fin, se cuenta con ese suceso para explotarle cada cual en beneficio de sus miserables ambiciones? Desengáñese usted, don Frutos: aquí va a verse no poco ridículo y algo de ello estúpido; pero mucho que ha de costar lágrimas y ha de ser la ruina del pueblo entero, cuando no del valle.

-Por más arruinado, no doy dos cuartos.

-No lo creo yo así: tal como está hoy esta gente, aún podía traérsela al buen camino... Yo me comprometía a ello si se me daba autoridad y fuerza bastante para perseguir, con la ley en la mano, los vicios públicos y a los instigadores a la anarquía. ¡Bien sabe Dios que esa esperanza no me ha abandonado un instante, de algunos días acá! Pero era en el supuesto de que no triunfase en el corazón de España una política que, por de pronto, ha de llevar a las extremidades el desorden y el barullo, y poner la fuerza y la autoridad precisamente en manos que yo había de inutilizar para conseguir mi objeto. Esto ha sucedido ya, o sucederá muy pronto: no hay, pues, esperanza de salvación para estos infelices.

-Luego tenía razón el mentecato Lucas cuando me amenazaba con eso mismo.

-Ya usted lo ve.

-Pero yo no puedo creer que en cosas tan terribles tengan razón los mentecatos.

-Y no la tienen, señor cura: lo que a veces tienen es fuerza, porque así lo disponen los acontecimientos...

-Sí... Y las becerras en salsa.

Aquí llegaba el diálogo cuando se oyeron grandes voces hacia la iglesia, y luego el repicar de las campanas y el estallido de cien cohetes. Corrió don Frutos al balcón, dirigió la vista al campanario, y distinguió en lo más alto de él a una persona que amarraba a la cruz de piedra en que terminaba la espadaña, un palo a cuyo extremo ondeaba un trapo rojo coronado con algo que parecía un gorro de dormir.

-Ahí tiene usted la confirmación de mis palabras, -díjole don Román, que también miraba hacia el campanario.

El curo no quiso ver más. Sintió su sangre hervir de indignación; y sin despedirse siquiera, salió de la casa y se encaminó a la iglesia.

Mientras don Frutos corría, ansiando saber quién había permitido semejante profanación, pues éralo, y mayúscula en su concepto, meter en la casa de Dios el fango de la política callejera, don Román cerraba las vidrieras y decía para sí:

-Por estos sainetes empiezan siempre las tragedias del populacho. Preparémonos a lo que venga... y Dios sobre todo.




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- XXI -

El estampido


Medio Coteruco se agrupaba delante de la iglesia, a cuya puerta acababa de aparecer Lucas después de haber enarbolado la bandera en el campanario. Rodeábanle los Rigüeltas, Facio, Polinar y Barriluco, con sendos estandartes alzados, si tal nombre merecían unos trapos sucios, sujetos por un lado a una caña amarrada por el medio a la punta de la otra más larga. Al pie de la escalinata yacían desvencijados los tres confesonarios de la iglesia, sacados de ella momentos antes por orden de Lucas. Chisquín lanzaba cohetes al espacio, y el sacristán, mientras su hijo repicaba las campanas, le proveía de tizones. La muchedumbre, atónita, a partes se relamía y a partes relinchaba, según los genios. ¡Tenía que ver aquello!

Lucas, resobado, sucio y descosido por la brega que acababa de tener en el tejado, desde lo alto de la escalinata en que se hallaba reclamó el silencio por breves momentos.

-¡Coterucanos! -dijo cuando todo ruido cesó-, la vieja sociedad ha fenecido: ved hechos astillas a vuestros pies sus nefandos atributos, mientras en la cúspide del campanario brilla el símbolo de las nuevas ideas... Saludémosle, ciudadanos, con la expresión sublime en que se funden y amalgaman las aspiraciones de los grandes pueblos, y digamos todos a una voz: ¡Viva la libertad!

-¡Vivaaaa! -gritó la muchedumbre, en una especie de alarido salvaje.

-¡Coterucanos! -volvió a gritar Lucas, -vosotros no sabéis todavía el tesoro que habéis adquirido; lo que vale la libertad, ese santo derecho que la Providencia os otorga, apiadada de vuestro largo calvario, condolida de las ronchas que el látigo del tirano levantara uno y otro día en vuestras generosas espaldas... ¡Qué horror, dioses inmortales!... Mas ¿qué digo la Providencia?... Nada la debéis... Vosotros sois quienes, con vuestro propio y denodado esfuerzo, lográsteis romper las cadenas y arrancar la libertad de las mazmorras de la tiranía... ¡Ya sois libres! ¡Ya no hay tiranos en Coteruco!

-Mientes, ¡pícaro!... ¡impostor!... ¡Ahora es cuando empiezan aquí la tiranía y la barbarie; el tirano eres tú y cuantos te han ayudado a corromper a estos infelices que, en buena justicia, debieran arrastrarte por el mal que les has hecho!

Quien tal dijo fue el pacientísimo don Frutos, tan pronto como, jadeante y convulso, apareció entre sus antes dóciles y morigerados feligreses, y vio en el suelo los confesonarios destrozados. Quedaron sin réplica sus palabras; y el sacristán, que había dado la llave para abrir la iglesia, se deslizó entre la gente para que no le viera el cura.

-¡Sacrílegos! -continuó éste, cada vez más indignado: os habéis atrevido a profanar la casa de Dios con vuestra mascarada grotesca... No lo hubierais hecho delante de mí... ¡miserables! porque habría sabido cumplir con mi deber; porque... tenedlo entendido para siempre: ni me engañan vuestras farsas inicuas, ni me amedrentan vuestras baladronadas estúpidas.

Esto lo dijo don Frutos mirando respectivamente al grupo de la escalinata y al pelotón de abajo. Hubo entre unos y otros algún movimiento y ciertos rumores, que sólo consiguieron enardecer más al indignado párroco.

-¡Fuera de ahí! -gritó a los primeros. Y uniendo la acción a las palabras, lanzóse a la escalinata y separó bruscamente a los que ocupaban el vano de la puerta. Despejado así el camino, entró en la iglesia y enderezó sus pasos rápidos a la escalera del campanario.

-¡No moverse! -dijo Lucas entonces a la gente, que no pensaba en semejante cosa. -Como anciano, merece nuestra compasión-, como presbítero, nuestro desprecio. Está vencido, y quiere ocultar de ese modo el rubor que le causa el recuerdo de sus crímenes delante de nuestras virtudes.

-¡Pero nos ha llamado sacrílegos! -dijo una voz.

-¡Y a mucha honra! -contestó Lucas, -si lo dijo por lo que hemos hecho en esta casa... ¡Sacrílegos ellos, que han conspirado contra los augustos derechos del pueblo! ¡Sacrílegos e infames ellos, que han tenido aherrojada durante tantos años vuestra sacrosanta libertad!

Por tales trigos andaba la fantasía del energúmeno, cuando cayó en medio del grupo de oyentes la bandera del campanario, hecho jirones el trapo y en seis pedazos el asta.

-¡Profanación! -exclamó Lucas al verla.

-¡Echarle también a él! -gritó el feroz Polinar. -¡Arriba, muchachos!

Pero nadie se movió.

-¡Quieto todo el mundo! -dijo Lucas, atravesándose en la puerta, por la que nadie trataba de entrar. -Seamos en todo más grandes y más generosos que ellos; perdonémoslos, porque no saben lo que se hacen; recojamos esos profanados restos del símbolo de nuestra redención social, y cumplamos el fin para el cual os he convocado... ¡Ciudadanos! vais a hacer una imponente manifestación de vuestros derechos y de vuestra soberanía, que admire en Coteruco a los libres, y confunda de vergüenza a los tiranos... Marchad detrás de nosotros, en dos filas ordenadas, alegres sin jactancia, solemnes sin soberbia, como quien ejecuta el acto más augusto y transcendental de la vida. Al llegar al Consistorio, se os hablará para datos cuenta de gravísimos asuntos que os conciernen; y para que el espíritu patriótico nos asista en toda su excelsitud, invoquémosle, al emprender la marcha, con el mágico grito de ¡Viva la libertad!

-¡Vivaaa!

-¡Viva el pueblo soberano!

-¡Vivaaa!

-¡Viva Coteruco libre!

-¡Vivaaa!

Tras este desahogo, la procesión se puso en marcha. Abríala Lucas con la bandera desgarrada, puesta en un palo nuevo, y detrás iba Polinar con un estandarte en el cual se leían estas palabras, mal trazadas con tinta negra: ¡Pena de muerte al ladrón! Seguíales alguna gente, entre chicos y grandes, en dos filas, y continuaba Barriluco, cuyo estandarte decía: Amor al trabajo honrado, con su contingente de enfilados devotos. Así iban interpolados con la gente los demás estandartes. El de Patricio ostentaba este lema: Moralidad, Justicia; el de Facio, este otro: ¡Guerra al vicio!; el de Gildo decía: ¡Mueran los intrigantes!; y por último, en el del sacristán, que acababa de unirse a la procesión con el suyo correspondiente, campeaba esta leyenda: Libertad de cultos. Detrás de este pingajo iban Carpio, Gorión, Toñazos y Chisquín, llevando a hombros un confesonario desvencijado.

La procesión se encaminó en derechura a la plazoleta de don Román. Allí encaramaron a Lucas en un árbol, desde cuyas primeras ramas echó pestes contra los tiranos y los caciques. Diéronse a la conclusión del discurso los indispensables vivas y mueras; y como la casa no se abrió por ninguno de sus huecos, bajaron a Lucas del árbol, y tomó el rumbo de la de don Gonzalo la patriótica manifestación. Salió éste, al verla, a la solana; saludó con el gorro a los pendones; victoreóle la gente; le conjuró Lucas que se pusiera a su lado en la procesión; bajó el indianete, con hongo aplastado y corbata al desgaire, en señal de su entusiasmo por la causa popular; aparejóse con Lucas, y siguió marchando gravemente la procesión hasta la casa de Ayuntamiento.

Había sobre la puerta principal de este edificio un escudo de armas de España, mal pintado en un tablerillo azul. Lucas pidió un carbón y una escalera, Trajéronle la de un pajar inmediato, y tomóse el carbón de una fogata que ardía, sin saberse para qué, al cuidado del alguacil, muy cerca de la puerta del Consistorio. Encaramóse el cojo con alguna dificultad en la escalera, y, alargando el brazo, borró con el carbón la corona del escudo. En seguida trazó en el blanco muro, con el propio cisco y en letras muy gordas, esta leyenda: «Cayó para siempre la raza espúria de los tiranos. ¡Castigo justo a su maldad inicua!».

La muchedumbre, después de deletrearlo, rugió de gusto, sin saber por qué. Diéronse luego los gritos de rúbrica, y Lucas, seguido de don Gonzalo y de los que llevaban estandarte, entró en el Consistorio. Momentos después apareció en el balcón, rodeado de aquellos vistosos trapos, como un héroe bajo los trofeos de su victoria, y habló así:

-¡Coterucanos! Habéis respondido como un solo hombre al generoso esfuerzo hecho por la patria para reconquistar su libertad. La revolución se ha consumado en Coteruco sin que se derrame una sola gota de sangre. ¡Loor a vuestra sensatez, sólo digna de vuestro elevado patriotismo! Oídme ahora: los representantes de la autoridad de este heróico pueblo, al agonizar la ominosa situación derrocada por vuestro empuje sublime, desean dar un público testimonio de su adhesión al nuevo orden de cosas... ¿Lo permitiréis?

-¡Sí, sí! -gritaron abajo.

-¡Avanzad, ciudadanos!

A estas palabras, el alcalde y varios concejales del depuesto Ayuntamiento, aparecieron en el balcón.

-Hablad -les dijo Lucas-: el pueblo generoso os perdona y desea estrecharos contra su corazón.

El alcalde avanzó hasta los balaustres; braceó allí de firme, desahogó el pecho a uno y otro lado, y dijo a gritos, después de pensarlo mucho:

-¡Señores!... ¡nos prenunciamos también!

Y no dijo más la digna autoridad cesante; pero Lucas acudió en su auxilio; y después de abrazarle, en representación de todo el pueblo exclamó:

-La emoción, el entusiasmo, llena todo su corazón, y su lengua no alcanza a expresar tantas y tan sublimes ideas... Pero bastante ha dicho para que todos le entendamos.

Siguieron a estas palabras nuevos gritos de entusiasmo, y continuó Lucas, sacando un papel del bolsillo:

-No creáis, ciudadanos, que por retirarse de esta casa tan dignísimos sujetos, se queda Coteruco huérfano de autoridad. Sabed que, mientras otra cosa se acuerda, se ha formado una Junta revolucionaria, la cual se compone de los individuos siguientes:

Don Gonzalo González de la Gonzalera, presidente.

Don Lucas del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, vicepresidente.

Vocales:

Ciudadanos Patricio Rigüelta, Selmo Barriluco, Facio Lindones y Polinar Trichorias.

Vocal secretario, Gildo Rigüelta.

Esta Junta está nombrada por aclamación, ¿no es verdad?

-¡Sí! -respondieron los del balcón, que eran los nombrados.

-¡Sí! -rugieron los melenos de abajo.

-Pues oídme ahora -continuó Lucas-. Esta Junta, nombrada por aclamación popular... ¿lo entendéis bien?... por el pueblo, que ya es soberano y se gobierna a su antojo; esta Junta, digo, que ha hecho cuanto habéis visto y algo cuyos frutos veréis inmediatamente, ha nombrado, también por aclamación popular, un Ayuntamiento que, en lo que sea de su competencia, trabaje en bien de sus administrados y de la patria y de la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!) Compónenle las siguientes personas:

Alcalde popular:

-Don Gonzalo González de la Gonzalera.

Teniente de alcalde:

-Don Lucas del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera.

Concejales:

-Ciudadanos Patricio Rigüelta, Selmo Barriluco, Facio Lindones y Polinar Trichorias.

Secretario letrado, Gildo Rigüelta.

-¡Viva el Ayuntamiento popular! -gritó el buen Patricio.

-¡Vivaaa! -respondieron abajo.

-¡Viva el alcalde don Gonzalo!

-¡Vivaaa!

-¡Viva la libertad!

-¡Vivaaa!

En medio de aquella fiebre de gritos y discursos, don Gonzalo se vio acometido de una irresistible comezón de hablar, de decir algo a aquel pueblo que le victoreaba, y del cual acababan de hacerle rey y señor, aunque soberano se le llamara en el nuevo orden de cosas y en la candente locuacidad de Lucas. No iba preparado, porque no entró en sus previsiones semejante detalle; pero sobrábanle entusiasmo y confianza en sus dotes, y se lanzó, sin otros preliminares, a la barandilla; echó allí toda la música de su oratoria al registro del flauteado, que, como ya se ha dicho, reservaba para las grandes ocasiones, y dijo así, entre largas pausas y muchos arrepentimientos:

-¡Pueblo mío! Terneza grande siente mi corazón por esas alabanzas con que me ensalzáis... ¡Ay, amados míos de mis entrañas! Cuando desde estas alturas eminentes en que me habéis puesto, contemplo la geografía, del mundo, no sé lo que me padecéis debajo de mí, ni lo que me pasa, porque las carnecitas se me reblandecen de considerar si podré con la carga que me habéis echado encima... Porque estos tiempos no son los otros, y un señor de un pueblo, que ya es rey de por suyo, no es un mendigo pordiosero, y la libertad... ¡viva la libertad! (¡Vivaaa!) la libertad pide requilorios que no están a la mano de los iznorantes... Yo he corrido mucho mundo; canso estoy de ver cosas; he aprendido mucho en lezturas y en personas, y sé lo que vale la estrución de las gentes para llegar al ojezto de la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!). Tal será, pueblo mío, el primer alcuerdo de éste vuestro fino servidor... ¡Estrución hasta que sepáis, los que tenéis sentido corporal, para qué sirve bien manejado!... Y lo mismo digo de vuestras hijas y de vuestras mujeres... ¡De vuestras mujeres, sí!... que también son hijas de Dios (Rumores en el balcón), quiero decir, ciudadanas de la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!) porque autas son para ilustrar con sus talentos a la tierra que les dio el ser. ¡Cuántas mujeres sabias podría yo nombrar aquí!... Catilina... Florida Blanca... Rosa Buré... Pues mujeres fueron conocidas y honradas por todo el mundo, una del tiempo de los moros, si no estoy equívoco, y las otras, dambas a dos, del de la francesada... Pero de esto y otras cosas maníficas trataremos en su día. Hoy por hoy, pueblo mío, no quiero más que daros la enhorabuena, y con ella un montón de gracias por la fineza que me habéis hecho en vuestro bien, y por la patria y la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!).

-¡Pido la palabra! -gritó en esto Patricio, arrimando su estandarte a la pared.

-¡Que hable! -vociferó la gente.

-Pues digo -habló el pardillo, ocupando el puesto de don Gonzalo-, que comisionado por la Junta para tomar cuentas a la Justicia saliente, lo hice esta mañana, y sobre la mesa están los papeles que se me entregaron. ¡Horror de cosas hay allí, ciudadanos, que claman al Dios verdadero! Y no lo digo por los hombres que acaban de ser de la Justicia, sino por los tiempos atrás, tiempos de los tiranos inominiosos que aborrecían de muerte la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!). Pero nosotros no somos vengativos, ni queremos la ruina de nadie, y hemos resuelto echar, como el otro que dice, raya por debajo, y hacer cuenta nueva desde hoy. Auto a lo mesmo, se acordó quemar los papeles del caso para que en jamás de los jamases se vea nadie tentao de la mala voluntá de revolver cuentos viejos en esta casa, que, desde ahora pa sinfinito, será ascua de oro por lo limpia y sol de los soles por lo clara. Tal digo con esta fecha, de lo que dará fe el letrado secretario hijo mío, en bien de la patria y de la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!).

Dijo Patricio y se internó en la sala. Acto continuo volvió a aparecer en el balcón, cargado de libros y papeles.

-¡Leña a ese fuego! -gritó al alguacil que cuidaba de la hoguera.

-No la hay, -respondió Gildo, que se había colocado junto al alguacil.

-¡Echar ese confesonario! -dijo Lucas: -para eso le hemos traído.

El confesonario, hecho astillas, comenzó a arder, mientras exclamaba el cojo en tono plañidero:

-¡Así perezcan todos los enemigos de la libertad y tiranos de la conciencia!

Cuando las llamas se alzaron rugiendo, avanzó Patricio hasta la barandilla del balcón, y arrojó sobre ellas un brazado de papeles, diciendo al mismo tiempo a Gildo:

-¡Allá va eso, hijo mío!... Son los del depositario.

Gildo reunió cuidadosamente los dispersos papeles, y los echó en la lumbre poco a poco, en tanto Patricio, con el busto fuera de la barandilla, contemplaba con ansia los estragos que en ellos hacía el fuego. Cuando no quedaron más que cenizas, lanzó al aire otro montón de papeles, y dijo a la muchedumbre:

-¡Divertiros con todo eso!

Y los muy bestias de abajo, como si fueran ganando en ello una lotería, se apresuraron a recogerlos y a quemarlos, entre gritos feroces a la soberanía del pueblo, a la patria y a la libertad.

Terminado el acto, Lucas volvió a hablar desde el balcón.

-¡Ciudadanos! -dijo-, en nombre de la Junta revolucionaria, os dirijo la palabra. Coteruco queda constituido con arreglo al nuevo orden de cosas proclamado por la triunfante y gloriosa revolución, a la cual habéis contribuido poderosamente. En honor de tan fausto acontecimiento, se decretan tres días festivos a contar desde mañana. Entregaos, pues, al regocijo sin penas ni cuidados, que la Junta vela por vosotros; y cualquiera disposición que adopte, cuyo conocimiento os interese, se fijará al público en los sitios de costumbre. Mas antes de retiraros a donde lo tengáis por conveniente, en señal de íntima unión, y, a la par, de entusiasmo por la ilustre jerarquía que en el mundo civilizado acabáis de conquistar, gritemos desde el fondo de nuestros corazones: ¡Viva la libertad!

-¡Vivaaa!

-¡Viva el pueblo soberano!

-¡Vivaaa!

-¡Viva Coteruco libre!

-¡Vivaaa!

Tras éstos y otros parecidos desahogos, los hierofantes del balcón se retiraron a saborear un agasajo que ellos mismos se habían preparado en el salón de sesiones; y la compacta masa de abajo se fue disgregando poco a poco y medio atolondrada, como si acabara de recibir una paliza, y no el bautismo de su redención política.

Una hora más tarde, el silencio y la quietud reinaban en el pueblo; pero como reinan en sombrío tugurio, en el cual se ha andado a navajadas, después que ha salido la justicia de recoger los muertos y prender a los agresores.



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