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- XXII -

El fruto de la semilla


El nuevo municipio inauguró su imperio con algunos acuerdos solemnes, puestos en ejecución apenas consignados en el libro de actas. Por el primero, se dio al pueblo, hasta entonces llamado Coteruco de la Rinconada, la denominación de Coteruco de la Libertad; por el segundo, se bautizaron sus vías públicas con nombres históricos adecuados a las circunstancias, inscribiéndose éstos en amplios tarjetones de madera, allí donde faltara la esquina de un edificio o la tapia de una huerta. Por eso se llamaba la explanadita frontera a la casa de don Román, Plaza de Padilla; la braña contigua a la iglesia, Campuco del General Riego; la del Consistorio, Plaza de la Revolución; y así por el estilo había Callejo de Marco Bruto, Cambera de los Comuneros y Corralada de Garibaldi. Por el tercer acuerdo, se inscribieron en la sala capitular del Consistorio, y bajo el rótulo de Hijos ilustres de Coteruco de la Libertad, los nombres de don Pelayo del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera; de Antonio González (Bragas), y de otros ascendientes de los Rigüeltas y de Polinar Trichorias, notoriamente rebeldes, en vida, a toda ley y autoridad; libres, en fin, en el sentido más lato de la palabra.

Para que nada faltase de lo principal y característico en pueblo, se estableció un club del que hablaremos luego más por extenso, en el piso alto de la taberna, pagándose el alquiler del local, por redundar la mejora en beneficio del vecindario, de fondos municipales, si bien con cargo al capítulo de calamidades públicas, por dictamen de Patricio, que no halló otro medio de embeber esta partida en el presupuesto general del Ayuntamiento. Con tal motivo, la taberna izó una bandera en el tejado, y escribió este rótulo sobre el hueco principal de su fachada: «¡AL SOL DE LA LIBERTAD! -Líquidos y otros comestibles».

Verificadas en breves días éstas y otras no menos transcendentales reformas, redactó Lucas una historia detallada de todo lo acontecido en el pueblo, desde su llegada a él; historia en que no se economizaban los elogios al narrador; y con este documento, firmado por cuantos allí sabían escribir, y legalizado y la Junta revolucionaria, encaminóse a la ciudad, dejando a don Gonzalo y a Patricio órdenes y advertencias para el mejor gobierno de aquella ínsula redimida, mientras él volvía de conferenciar con la Junta superior de la provincia acerca de varios puntos relacionados con la futura prosperidad de Coteruco, digno, por su heroico esfuerzo en pro de la gran causa, de la protección de sus pontífices.

Lo que en rigor de verdad iba buscando Lucas, ya lo presumirá el lector; y yo le aseguro, a mayor abundamiento, que cuando el fogoso patriota desplegó ante los hombres que mandaban en la ciudad el fárrago que llevaba en el bolsillo, no fue para decirles: «Ved aquí a mi pueblo y lo que vale,» sino: «Éstos son los frutos de mis persecuciones, de mis martirios, de mis enseñanzas y de mi talento. Venga ahora el mendrugo».

Pero los señores aquéllos harto tenían que hacer con desembarazarse de los millares de Lucas que los asediaban con idénticos pretextos y las mismas aspiraciones; y despacharon al de Coteruco con buenas esperanzas y veinticinco fusiles viejos, de chispa, más cuatro sables de los cogidos a la disuelta policía, una caja de tambor, de las antiguas, y una corneta abollada, animándole a que con estos elementos continuase su obra regeneradora en el valle, mientras se preparaba digna recompensa a sus preclaros servicios. Hizo Lucas, como quien dice, de tripas corazón, y tomó el hierro viejo con la esperanza de convertirle, tarde o temprano, en regalona credencial; y con estos emblemas luminosos de los pueblos libres, trasladóse al suyo, no tan ufano como salió de él.

En un discurso, tan hinchado y fogoso como todos los de su cosecha, explicó al pueblo, congregado ad hoc delante del Ayuntamiento, lo que era la milicia ciudadana y para qué servía. Recibióse no muy bien su invitación a formar voluntariamente en las de los guerreros de la libertad, alegando algunos suspicaces, por disculpa, que no se les amañanaba bien eso de ser libres sujetándose a la tiranía militar; pero con una explicación ingeniosa de este aparente contrasentido, y algo como amenaza de alistamiento forzoso, repartiéronse allí mismo los fusiles entre los más fervientes adictos a la nueva situación, y se eligieron dos sujetos que habían sido en sus mocedades tambor y corneta, respectivamente, en el servicio del rey; los cuales se hicieron cargo de la caja y del broncíneo tubo (como dijo cierto poeta), merced a una promesa de gratificación mensual con que el Ayuntamiento les disipó sus reiteradas repugnancias. Acto continuo se nombró capitán del batallón a Patricio, teniente a Gildo y sargentos a varios sujetos que lo habían sido de veras, entre ellos Barriluco. A don Gonzalo, como alcalde, se le encumbró a la jerarquía de Comandante general; y a Lucas, en atención a su cojera que le inutilizaba para el servicio activo, se le hizo subinspector de las fuerzas.

Pocos días después, en cuanto se hubo visto lo que lucía y campaba la milicia maniobrando en la mies, y lo recio que tosía en el pueblo un miliciano, fue preciso abrir un nuevo alistamiento para dar ingreso en las filas a la mucha gente que lo solicitaba, y aun se llegó al extremo de limitar la edad entre veinte y cuarenta años; sólo que como no había fusiles para todos, se acordó que los voluntarios excedentes se armasen con estacas, para el buen efecto de la perspectiva: así como así, no había municiones para los fusiles, ni los fusiles, por roñosos, magullados y carcomidos, hubieran podido servir para las municiones.

Haciendo otro esfuercito el providente Ayuntamiento, en justa correspondencia al entusiasmo de los milicianos, regaló a cada uno de ellos un kepi verde con cinta encarnada, lo cual obligó a Patricio y a Gildo a costearse una levitilla con galones y estrellas, según el grado respectivo; y al ver que la cosa iba tan seria, don Gonzalo se echó casaca con entorchados, faja azul con fleco de oro, tricornio con plumas, espolines dorados y una jaca torda que le costó veinte duros. En cuanto a Lucas, se conformó con un kepi de tres galones y un bastón con borlas.

Y como las milicias populares son tanto más útiles cuanto más se parecen al ejército regular, la de Coteruco no perdonaba medio de elevarse a la altura de las más aguerridas y disciplinadas. Al amanecer, diana por el tambor y la corneta; a las ocho, lista; a las once, ejercicio por pelotones en la mies; a las cuatro de la tarde, formación en el Campuco del General Riego; amén de que, con el fin de acostumbrar a los voluntarios a las faenas militares, entraban cada día diez hombres de guardia en el Ayuntamiento.

Entre tanto, era la época de la recolección del maíz y del retoño, y ni el retoño ni el maíz se recogían de traza.

-Hay que segar el prao de la Tabona, y las panojas se caen solas en la heredá y los cuervos las consumen, -decía la mujer.

-Yo no puedo ahora-respondía el marido-. Por orden del señor Comendante general, tenemos instrucción a las nueve.

-Por la tarde, si no.

-Tampoco: me ha citao el sargento a examen de tática melitar, para las tres y media.

-Mañana entonces.

-Mañana entro de guardia.

-Pasao mañana... me toca de ordenanza en casa del señor Comendante.

-¡Pero, hombre, ayúdame siquiera esta noche a deshojar las pocas panojas que hemos cogío la muchacha y yo!

-Esta noche no podrá ser, porque hablo en el clus.

-¡Válgame la Virgen y el Señor me ampare! ¿Qué va a ser nosotros a este paso!

-Ya ves tú, lo primero es lo primero.

-¡Lo primero!... lo primero es tu obligación, tu hacienda, tus hijos... ¿De qué demónchicos sirve todo eso que te trae entontecío? ¿Qué pan te vale? ¿qué vestido nuevo?

-Sirve para la libertá.

-Para la libertá... ¡meleno! Libertá buena la tenías tú cuan eras dueño de tu casa y de todas las horas del día; al paso que todo zarramplín te manda, y no hay bribón que no te pellizca hacienda que tienes abandoná.

-Patrona!... ¡cuidao con la lengua, porque ya no semos los hombres que juimos endenantes!

-Harto lo veo por mi desgracia. ¡Virgen de las Amarguras! Semejantes diálogos no cesaban un punto en los hogares del pueblo; y como el tiempo corría y las labores no se hacían ellas solas, y las necesidades apremiaban y crecían como la espuma, la cosecha se malvendía en la mies, y el ganado se daba al desbarate.

La novedad de la milicia excitó en grado sumo la curiosidad de los pueblos inmediatos; Pontonucos, especialmente, se despoblaba cada vez que los voluntarios aparecían en el valle maniobrando a la voz de sus capitanes, en medio del estruendo de los bélicos instrumentos. Para los espectadores, era aquello un incesante carnaval, que no tardó en producir sus naturales resultados.

Tenían los de Pontonucos fama de zumbones y un tanto bravíos: la verdad es que desde que se iniciaron las algaradas políticas en Coteruco, habían ocurrido entre uno y otro pueblo varios choques y colisiones, aunque de escasa importancia. Sospechábase con estos antecedentes, que a ellos respondía el empeño, que se dejaba ver en el batallón, de elegir para teatro de sus operaciones bélicas el terreno más próximo al término municipal de Pontonucos, como si se tratara de imponer a sus habitantes con aquellos alardes de poder y de fuerza. Estando así las cosas, dio en circular por Pontonucos una historieta que merece ser referida aquí. Decíase que estando los voluntarios de prácticas en el sitio de costumbre, un número que se había separado de las filas, no sé con qué urgencia, volvió del monte vecino azorado y presuroso, y dijo a don Gonzalo que mandaba las fuerzas: -«¡Mi Comendante general, por la Sierra de los Gatos bajan hacia acá dos civiles!» -«¡Cascaritas!» respondió el jefe; «¡y nosotros que no tenemos licencia de armas!»- «Claro», añadió el otro; «y nos la pedirán, y nos recogerán los fusiles...» -«Y si nos resistimos, lo tomarán por lo serio... Y con esa gente no se juega... ¿Estas seguro de que son civiles?» -«Los he visto, mi Comendante general... y apostaría a que en cuanto se encaren con nosotros, hacen una barbaridá». Y volviéndose rápido hacia su gente, gritó el guerrero: -«¡Batallón! ¡Media vuelta hacia Coteruco!... ¡Paso acelerado!... ¡March!...».

Y desapareció la tropa, como si la persiguieran lobos. Fábula o historia, esto se contaba allí. Pero lo que está fuera de duda es que en ello se inspiraron los de Pontonucos para salir una tarde desaforadamente del pueblo, armados con sendos garrotes de acebo, en ocasión en que los milicianos fachendeaban en la mies, y caer sobre ellos como una granizada. Don Gonzalo, sin detenerse a consultar el caso con nadie, arrimó las espuelas al tordillo, y no paró de correr hasta su casa, dejando en el camino el sable y el tricornio. Siguiendo su heroico ejemplo, sus gentes se desbandaron tumultuosamente. Unos pocos osaron hacer cara a los acometedores; pero, en lucha tan desigual, fueron desarmados, tras de sacar las costillas molidas a garrotazos.

De este suceso nació una antipatía horrible entre los dos pueblos; y bastaba que en uno se dijese «¡viva la Pepa!», para que el otro gritase «¡viva la Juana!»; y como de todo ello se juzgaba en otras aldeas circunvecinas con diversidad de criterios, menudeaban las palizas en el valle, que era una bendición.

No por la atención que tan ruidosos y complicados asuntos demandaban, descuidaba el Ayuntamiento de Coteruco los de su más inmediata competencia. Por de pronto, se formó un expediente relativo a gastos de equipo y armamento de la milicia local; y como en él aparecía que don Gonzalo y Patricio, movidos de altísimos sentimientos de patriotismo, habían anticipado los necesarios fondos para tan sagrada atención, porque en el tesoro municipal no dejó un maravedí la «ominosa tiranía derrocada», hubo que rematar fincas del común para liquidar las cuentas, llevando los dos acreedores su desprendimiento hasta el punto de darse por bien pagados, Patricio con el Sel de la Tejera, y don Gonzalo con el monte vecino a su casa.

También quisieron estos dos filántropos recompensar de algún modo los perjuicios materiales que sufrían sus administrados por atender con incansable celo al mejor servicio de la libertad; ¡y era de ver cómo se afanaban a porfía aquellos pródigos para acudir en auxilio de los más apurados, y darles oro de buena ley por una mala pareja de bestias, o por una finca descuidada, cuando no por grano... o por un simple papelejo firmado en la taberna entre dos luces!

Mucho dijeron los maldicientes sobre el verdadero valor de estos socorros, con el piadoso intento que de ordinario persigue a las almas benéficas; pero el negocio del Sel produjo un completo cisma en el Ayuntamiento, y un escándalo en el vecindario.

Polinar, que no pudo agenciarse para unos calzones nuevos, ni en el remate de los predios del común ni en los innumerables contratos particulares que sus dos compañeros de autoridad celebraban cada día, comenzó a murmurar de Patricio, a tacharle de hombre desleal a su palabra, y a declarar en público y en privado que chasco estupendo se llevaba si creía que él, Polinar, había entrado en la Justicia para decir «amén» a todas las picardías del trapisondista, sin su cuenta y razón; que otro muy distinto fue el convenio entre ambos... Y que le iban a oír los sordos. Pero Polinar tenía en su historia ciertas páginas sombrías que Patricio sabía de memoria; y con la amenaza de publicarlas, acallaba éste sus furores de ordinario. Calló también esta vez el quejumbroso, aunque con protestas y valentías que sólo podían explicarse por el flamante encumbramiento en que fiaba el tal; pero las palabras habían caído en buen terreno, y fructificaron en descrédito gravísimo de Patricio y de don Gonzalo, sin necesidad de que Polinar insistiese en difamarlos... En fin, que el pueblo, que ya antes de mandar en él los seides de Lucas estaba hecho una lástima, era una completa podredumbre dos meses después de imperar la nueva Justicia.

Nada podía contra ella la heroica batalla que sin cesar libraba el bueno de don Frutos; antes parecía que el mal se propagaba a medida que le combatía. Aun en esta creencia, el santo varón continuaba redoblando sus esfuerzos en bien de sus feligreses, si, no con la esperanza de atraer a los dispersos, con el propósito de que no se comiera el lobo las pocas ovejas que le quedaban en el redil. Por eso, aunque llovían sobre él las provocaciones y las afrentas, seguía impávido su camino, complaciéndose en pagar las ingratitudes con beneficios, y las injurias con actos de caridad, a los que andaba asociada, aunque oculta, la mano de don Román, quien, como todo buen padre, más amaba a aquéllos sus hijos adoptivos, cuanto más extraviados los veía.

Avanzaba el invierno, y aun se acababa el año, y nada sabía don Gonzalo, a pesar de su omnipotencia, del estado en que se hallaba el proyecto de casamiento de Magdalena. El misterio más impenetrable le envolvía. Verdad es que la otra casa parecía un convento, desde muchos meses atrás. Este largo silencio sobre caso tan grave, había amortiguado los rencores y hasta hecho renacer las perdidas esperanzas del reyezuelo. ¿Habría cambiado de opinión Magdalena? ¿Estaría pesarosa de haberle desdeñado? Posible era, porque, como él decía: «Yo comprendo que esa mujer menospreciara mis caudales, mi figura y mi ropaje de simple particular, porque hay gustos raros e incomprensibles; comprendo también que no la seduzca mi cargo de alcalde, ni la deslumbre mi preponderancia en el pueblo, porque ella no ve cómo me carteo con personajes de la ciudad, ni sabe que aquí no se da un paso sin que yo lo autorice con mi palabra o con mi firma; pero no es posible que haya dejado de maldecir la hora en que me despidió de su casa, desde que me ha visto sobre mi jaca torda, con mi tricornio y mi faja, mandando el batallón. ¡Cuidado si estoy hermosísimo de esa manera!... ¡Oh, caerá, caerá rendida a mis pies, y yo la recibiré en mis brazos, porque la necesito para esplendor de mi gloria!»

Saboreando tales quimeras, fuese una noche a ver a Osmunda que no desconocía las inclinaciones del indianete, y a todo trance quería curarle de ellas.

-Voy a darte una noticia -le dijo la infanzona, que ya le tuteaba- El domingo se proclama Magdalena.

-¡No puede ser eso! -respondió don Gonzalo dando un brinco, como si le hubiera mordido una culebra.

-¿Te escuece, alma ingrata? -le preguntó Osmunda con sorna. -Pues sírvate de consuelo que lo sé de buena tinta.

-¡Pues no se casará! exclamó fuera de sí don Gonzalo.

-Y a ti ¿qué te importa? -volvió a preguntarle la solariega, con mal disimulado rencor. - ¿Con qué derecho has de impedirlo?

El indianete conoció que había ido demasiado lejos en sus ímpetus; y con ánimo de enmendar el yerro, exclamó con gran énfasis:

-¿Con qué derecho, dices? Con el que tiene todo buen liberal para aplastar a los réztiles donde quiera que asomen la cabeza para prosperar... ¡Que paguen sus crímenes!

Y sin aguantar la respuesta de Osmunda, se fue al club, en busca de Lucas, con el cual habló largo rato y muy en secreto en el Salón de conferencias, que era un pajar vacío de la misma taberna.




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- XXIII -

En el que habla don Lope


Osmunda decía la verdad. Magdalena iba a proclamarse con Álvaro en la misa del domingo próximo.

Don Lázaro no se había restablecido por completo, ni era de esperarse que lo consiguiera tan pronto, corriendo a la sazón lo más crudo del invierno; y don Román no juzgaba prudente, así por el carácter que iban tomando los sucesos en Coteruco, como por la situación moral de los novios, aplazar por más tiempo la boda. Si don Lázaro se restablecía para entonces, asistiría a ella; si no, se prescindiría de toda solemnidad, o se celebraría en Sotorriva: de todas maneras, el casamiento no podía retardarse más. Comprendido y acordado así por las dos familias, se procedió al arreglo de los pormenores y se le entregaron a don Frutos las proclamas que habían de leerse una sola vez en la iglesia.

Llegó el domingo en que este requisito iba a cumplirse, y Magdalena no se halló con fuerzas para presenciar ese acto que siempre excita la curiosidad de los asistentes; por lo cual pidió permiso a su padre para ir aquel día con Narda a oír misa a Pontonucos. Concediósele don Román, y quedóse él solo a oír la de don Frutos, pues, sin motivo muy justificado, nunca faltó a la misa parroquial de su pueblo.

No ocurrió en ella cosa que saliera de lo usual y acostumbrado: cierto rumor producido por la lectura de los pregones, y muchas caras vueltas de pronto hacia el sitio ordinariamente ocupado por Magdalena; muchos ojos fijos después en don Román, y nada más.

Concluida la misa, comenzó la gente a salir de la iglesia. Enfrente de la puerta había seis voluntarios armados, al mando de Patricio, de gran uniforme. Nadie puso atención en ellos: costumbre había en Coteruco de ver a sus guerreros en todas partes. Cuando salió don Román, desenvainó Patricio el roñoso sable, mandó a sus soldados calar bayoneta, dio algunos pasos al frente, encaróse con el noble caballero, y le dijo con voz no muy segura:

-En nombre de la patria y de la libertad, dese usted preso.

A estas palabras, avanzaron los voluntarios y rodearon a los dos. Don Román se quedó mudo de sorpresa al oír semejante intimación y verse encerrado entre bayonetas; dudó si soñaba o si su razón se había extraviado de repente; quiso romper el cerco para ver si era dueño de su voluntad, y el cerco se estrechó más. La sangre afluyó a su cerebro, y, por un momento, la cólera le puso fuera de sí; acudió entonces a los bríos de su ánimo indomable, y consiguió refrenar su exasperación; alzó la cabeza y dijo a Patricio con voz entera:

-¿Con qué derecho se me atropella así?

Patricio, por única respuesta, puso en sus manos un papelejo que decía:

«El capitán de las fuerzas populares de Coteruco de la Libertad se apoderará del ciudadano Román Pérez de la Llosía, donde quiera que le halle, y le conducirá, sin pérdida de un solo momento, al punto que se determina en la adjunta comunicación.

El Alcalde popular,
DE LA GONZALERA».

-¡Pero esto -dijo don Román, reprimiendo mal su indignación-, es una infamia!

-Es una orden, ciudadano, y yo la cumplo, -respondió Patricio con grotesca altivez.

-Y ¿qué punto es ese al cual se me conduce?

-Lo sabrá usted en sitio conveniente.

Por la imaginación de don Román pasó una idea horrible. Dominado por ella, miró a Rigüelta con toda la fuerza escrutadora de sus pupilas, y le dijo:

-Quien tal documento se atreve a suscribir, es muy capaz de haber firmado también mi sentencia de muerte; y en cuanto a vosotros, seguro estoy de que no repugnaríais el papel de verdugos. Así, pues, si existe el propósito de asesinarme como a un salteador de caminos, tras el primer bardal que hallemos al salir de aquí, exijo que se declare en el acto... porque necesito un sacerdote que me absuelva y me infunda valor bastante, no para morir sino para perdonaros.

-¡La libertad no asesina, ciudadano! -exclamó con ridículo énfasis Patricio.

-Primero que volver el arma contra usté, me clavaría yo en ella, señor don Román.

Quien tal habló fue Carpio, uno de los seis voluntarios. Fijóse en él el caballero, y le dijo, contemplándole con lástima:

-Pues entonces, ¿qué haces aquí, desdichado?

-El deber no tiene entrañas...

-¡El deber!... ¡Dios eterno, qué mofa se está haciendo aquí la ignorancia de estos infelices!... En suma, vaya a donde vaya, necesito ponerlo en conocimiento de mi hija.

-La escribirá usted desde el punto de su destino.

-Tengo que arreglar algunos asuntos en mi casa.

-Y yo tengo orden de no oírle a usted protesta ni reclamación, si no es la de una caballería para su uso; pero de poco andar y no briosa.

Don Román comprendió que era inútil y arriesgado para él discutir cosa alguna con aquel bribón, y se dejó conducir sin nuevas réplicas hacia Carrascosa, en la situación de ánimo que fácilmente presumirá el lector.

Momentos después salió de la iglesia don Lope, acompañando a Osmunda. Oyó el Hidalgo lo que se decía entre la gente, aún estupefacta y aturdida; averiguó, preguntando, toda la verdad, y sintió de repente en todos sus músculos un raro cosquilleo que le excitaba a correr detrás del preso. Permaneció unos instantes como luchando contra su deseo; vencióle al fin, y se desahogó exclamando con voz iracunda y cavernosa:

-¡Mamarrachos!

Osmunda, entre tanto, con su gesto habitual de soberano desprecio, retirada algunos pasos de su tío y de la gente, aunque todo lo había oído, aparentaba no dar al asunto la menor importancia.

Camino de su casa, preguntó don Lope a su sobrina:

-¿Dónde está tu hermano?

-¿Acaso me da cuenta de la vida que hace? -respondió con sequedad Osmunda.

-Pero te habrás visto...

-Le vi con Gildo, hace dos horas, ir hacia Pontonucos, y no sé si ha vuelto.

-¡Quiera Dios -murmuró sordamente el Hidalgo-, que no ande su mano en esta infamia!

Osmunda frunció el hocico rugoso, se encogió de hombros y no respondió una palabra. Entraron en casa. Don Lope, sin ir a su cuarto a colgar el hongo en la percha, comenzó a pasearse en el ancho y sombrío corredor, olvidándose, por primera vez en su vida, de encender su pipa. El cosquilleo de antes volvía a atormentarle. ¡Cosa más rara! ¿Qué pasaba debajo de aquella corteza ruda y agreste? Ni el mismo Hidalgo lo sabía. Andaba, andaba, y cada vez andaba más de prisa para templar el desasosiego, y más le irritaba así.

-No puede negarse -discurría-, que esa casa ha hecho grandes beneficios al pueblo; que esa persona ha sabido siempre honrar el limpio nombre que lleva; que el más escrupuloso no hallará tacha que poner a su conducta, y que si esta gente supiera lo que es vergüenza y sentido común, besaría la tierra donde él pone sus plantas... ¿Y qué? ¿Me importa a mí dos cominos todo ello? ¿Le debo yo algo a ese caballero? Absolutamente nada... Pero es el caso que esta desazón que ahora siento, más se encona cuanto más pienso en lo que acaba de ocurrirle... ¿Será porque creo a mi sobrino causante del atropello?... ¡Bah! Yo he visto caer a Coteruco en dos días, y revolcarse en el cieno de todos los vicios, y blasfemar de Dios, y afrentar a su ministro, y dar, como tropel de energúmenos, en todas las sandeces y en todas las abominaciones imaginables; he tenido la evidencia de que este canalla era el principal demonio corruptor, y me he limitado a romper con él y con su hermana toda comunicación: el hecho, aunque infame, no me sorprendía. Cuatro pícaros explotando a cuatrocientos ignorantes: esto se ve en todas partes, y se verá hasta el fin de los siglos, porque es el producto natural de la condición humana. ¿Procederá mi inquietud de hoy de que este crimen sea el mayor que he presenciado en mi vida? En efecto: lo injusto de la medida en sí, la calidad, las condiciones del atropellado, el sitio, la ocasión, tan solemne para él; tantos derechos, tantas esperanzas, tantos sentimientos pisoteados, escarnecidos en un solo instante; tantas alegrías ahogadas en lágrimas por el golpe alevoso de media docena de bribones sin ley y sin Dios, claman al cielo pronta y terrible venganza... Pero ¡canastos! ¿qué me va a mí, ni qué me viene en todo ello?... ¡Nada, absolutamente nada: ni tanto así!... Luego ¿por qué no miro esta indignidad con la indiferencia con que he visto tantas otras?... ¡Por vida de las flaquezas humanas!... Apostaría una cosa buena a que toda esta comezón que me hace discurrir así, es obra del nublado de estos días... Como si lo viera... ¡Pues me importa a mí bastante el mundo entero, para que se me altere la sangre por picardía más o menos!... De todos modos, cada uno en su casa... Y lo que sigue. Que le encarcelen, que le fusilen, que le ahorquen... ¿y qué? Yo no he de meterme por eso donde no me llaman... ¡Rayos y centellas!... ¡Pícaros, bribones!

Cerca de una hora pasó don Lope engolfado en semejantes meditaciones-, hasta que de ellas le sacaron fuertes y acompasados golpes en la escalera, como los que daba Lucas con la muleta sobre los peldaños cuando subía o bajaba.

Apareció, en efecto, el Estudiante en el pasadizo, pero seguido de Magdalena y Narda, ambas sobrecogidas y pálidas. Quiso Lucas conducirlas al páramo que en aquella casa servía de estrado; pero en cuanto distinguieron al Hidalgo entre las sombras del otro extremo del carrejo, las dos mujeres corrieron hacia él. -Señor don Lope -exclamó Magdalena con voz angustiosa-, ¿dónde está mi padre?

Don Lope se quedó yerto, mudo de sorpresa, al oír la pregunta y conocer a quien se la dirigía. Luego se encaró con su sobrino, y le dijo con voz alterada:

-¿Por qué se me hace a mí esa pregunta?

A lo cual respondió el otro, con cínico descaro:

-Hallé a estas señoras al salir de la iglesia de Pontonucos; y como por ahora nada tienen que hacer en su casa, las he conducido a ésta, donde, según las prometí, tendrán noticias de... esa persona.

-¿Qué quiere decir eso? ¡Habla claro... y pronto! -exclamó don Lope con voz imperiosa y amenazante mirada.

-Quiere decir -añadió Lucas-, que mientras la ley juzga al tirano, éstas, que son prendas inconscientes, quedan aquí protegidas por el sagrado pabellón de la libertad.

-¡Jesús! -exclamaron aterradas Narda y Magdalena.

En don Lope se obró entonces una transformación espantosa: clavó los ojos centelleantes en su sobrino; su robusto cuello se hinchó poco a poco; dilatáronse sus narices; la espesa y ruda barba se encrespó sola; sus dientes rechinaron bajo los labios encogidos; encorvó los brazos musculosos; apretó los puños como si quisiera triturar los dedos contraídos; y azulada, verde la tez, estremecióse de pies a cabeza, como león con la cuartana, y lanzó de su pecho un rugido salvaje, vomitando con él estas palabras solas, que retumbaron en todos los ámbitos de la casa:

-¡Gran pillo!

Y, al mismo tiempo, uno de sus puños cayó sobre la cabeza de Lucas, que se desplomó en el acto, como bestia herida en la nuca por la maza del carnicero.

Magdalena se aterró, y hasta sintió lástima del miserable acogotado, enfrente de aquella figura que tenía la grandeza de Alcides y la ferocidad del león.

Hubo unos instantes de silencio, durante los cuales pareció que se habían petrificado los personajes de la escena.

Movióse el primero don Lope. Se volvió hacia Magdalena, y la preguntó dulcificando cuanto pudo la rudeza de su voz:

-Señora, ¿me cree usted hombre honrado y bien nacido?

Magdalena, clavando los anhelantes ojos en el Hidalgo, como si esperara de él su salvación, contestó afirmativamente.

-Pues bien -continuó don Lope- por honrado y caballero y delante de la cara de Dios, juro a usted que no tengo parte en la infamia cometida.

-Eso ya lo sé yo, señor don Lope -replicó Magdalena anegada en llanto-. Pero mi padre... ¿dónde está mi padre? ¡Yo quiero verle, estar a su lado!...

El Hidalgo se mordió los labios y ahogó entre ellos una imprecación; luego se atusó la barba con ambas manos, convulsas y descoloridas, y se expresó así:

-Señora, va usted a decir que me meto en lo que no me importa; pero ya que las cosas vienen así rodadas -y aquí alzó don Lope su hermosa cabeza y extendió uno de sus brazos, trémulo aún por la emoción que le dominaba-, juro también por el nombre que llevo y por Dios que me oye, devolverle a usted a su padre, o lavar el borrón que hoy ha caído sobre Coteruco, quemando en las llamas que le devoren por sus cuatro costados, a los infames autores del atropello.

En esto apareció Osmunda, torva, desgreñada, hecha una Euménide. Vio a hermano tendido en el suelo, y se abalanzó a él, fulminando improperios sobre su tío y sobre Magdalena, a quien acusaba de instigadora del furor del Hidalgo. Lucas comenzaba a volver en sí.

-¡Qué salvajismo... tan feudal!... -balbució el fanático, alzando el busto poco a poco, apoyándole en el brazo derecho.

-¿Dónde está don Román Pérez de la Llosía? -le preguntó don Lope con voz estentórea, inclinándose sobre él en cuanto le vio moverse, y como si se hallara dispuesto a derribarte de nuevo si no obtenía contestación satisfactoria. Lucas debió entenderlo así, y se apresuró a contestar con voz dolorida:

-Camino de la capital.

-¿Para qué?

-Para que aquella superior autoridad disponga lo más acertado.

-¡Qué iniquidad! -exclamó Magdalena sollozando.

-¡Qué gazmoñería! -dijo Osmunda remedando a la atribulada joven.

-¡Silencio, víbora! -tronó don Lope cogiendo a su sobrina por un brazo. Vuelto después hacia Magdalena, dijo a ésta:

-Tengo ya un plan, señora... Y tú -dijo a Osmunda-, ven conmigo.

Y, medio arrastrando, la sacó de allí, la encerró en un cuarto interior, trancó la puerta y guardó la llave en el bolsillo; condujo después a Lucas a otro calabozo por el estilo, encerróle en él y recogió también la llave. Vuelto al pasadizo el Hidalgo después de tomar su gruesa cachava, instó a las dos mujeres a que le siguieran. Cuando los tres bajaban la escalera, dijo don Lope:

-Conviene que estos pícaros no se vean ni comuniquen con nadie hasta que yo vuelva.

-Pero ¿a dónde vamos? -preguntó Magdalena en la mayor ansiedad.

-Ahora trataremos de eso, -respondió don Lope.

-¡Virgen María, qué desgracia!

-Más grande pudiera ser, créalo usted.

-Pero ¿qué delito ha podido cometer mi señor para que se haya hecho con él esa picardía? -preguntó a su vez Narda, que daba diente con diente.

-El delito de ser honrado y bueno, -dijo don Lope.

-¿Ese es un delito? exclamó Magdalena.

-Sí, señora -respondió el Hidalgo con gran aplomo: cuando mandan los bribones, como sucede hoy aquí... Pero vamos a lo que importa y no da treguas. Yo necesito dos... tres, o cuatro días, para llevar a cabo mi plan... porque me he permitido tener uno, señora. Digo que necesito más de un día para realizar mi plan, y creo que éste es demasiado tiempo para dejarla a usted en su casa sin el amparo de su señor padre... Quien hace un cesto, hará un ciento.

-¡Es verdad! -contestó la joven. -¡Dios mío, qué situación!

-Estaría usted mucho más segura en Sotorriva; pero los usos corrientes del mundo se oponen a ello, y hay que respetarlos.

Este recuerdo de Sotorriva trajo a Álvaro a la memoria de Magdalena, y uniéndole ésta al de su padre, creyó destruida toda su felicidad con un solo golpe. Inclinó su hermosa cabeza, y respondió a don Lope con un mar de lágrimas.

-No hay que abatirse -continuó el solariego-, que todo se remediará, Dios queriendo... Y ha de querer, porque nuestra causa es la suya... Usted tiene parientes cercanos en Solapeña, ¿no es cierto?

-Sí, señor.

-Pues con ellos van ustedes a permanecer hasta que yo vuelva... quiero decir, hasta que volvamos. ¿Me entiende usted?

-¡Ay, señor don Lope! -exclamó Magdalena en el colmo del desconsuelo-, nosotras iremos a donde usted quiera llevarnos... porque yo no se pensar ni discurrir en este momento... ¡parece que me falta la vida lejos de mi padre!... ¡Dios piadoso, qué será de él!... ¡Narda, Narda, no me abandones un instante, porque me moriría de horror a mi soledad!

Hablando así, reclinó su cabeza sobre el honrado pecho de su aya.

-¡Abandonarte yo, Virgen María!... ¡Qué pensamientos... hija de mi alma!... ¡La pena te roba la luz del entendimiento!

Y mientras así hablaba Narda, derramando torrentes de lágrimas, sofocaba a Magdalena entre sus brazos y la comía a besos.

-Puesto que estamos conformes -añadió don Lope, conmovido delante de aquel cuadro-, voy a disponer un carro convenientemente para conducirlas a ustedes.

-No, no -dijo Magdalena separándose de Narda-: eso llevaría tiempo, y no hay un instante que perder. El pueblo está cerca, el día hermoso, y podemos ir a pie.

-Pues andando, -exclamó don Lope, dando dos pasos en el portal.

-Pero ¿no va usted a buscar a mi padre ahora mismo? Narda y yo iremos solas al pueblo... sabemos el camino...

-De ninguna manera. Yo no me separo de usted hasta dejarla en lugar seguro.

-¡Es que el tiempo vuela, don Lope!

-Ya ganaré después el que ahora perdamos.¿Se fía usted de mí, señora?

-¡Oh, sí! -exclamó la joven, mirando con expresión de esperanza y de gratitud la ruda, pero noble, fisonomía del Hidalgo. -Usted no miente nunca.

-¡Nunca, señora! -respondió don Lope con sublime ingenuidad: -¡antes trituraría mi lengua con los dientes!

Un momento después, salieron de la Casona los tres personajes; trancó el Hidalgo el portón y guardó también la llave en el bolsillo, y sollozando las mujeres, torvo, ceñudo, amenazante don Lope, como nublado de estío, a buen andar llegaron a la mies y tomaron el camino de Solapeña.




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- XXIV -

En el que sigue hablando don Lope


Aunque el lector se lo habrá figurado ya, créome en el deber de decirle que la prisión de don Román y el conato de secuestro de su hija, fueron acuerdos tomados por don Gonzalo y Lucas en su entrevista en el «salón de conferencias» del club, unas noches antes.

El soberbio cacique quería, a todo trance, impedir el casamiento de Magdalena; y el maligno cojo, que todo lo convertía en substancia, propuso lo que ya sabemos por los hechos referidos, con el doble fin de servir a su amigo y quitar del pueblo un constante peligro para el desarrollo de los intereses revolucionarios. Sabía que Osmunda odiaba a Magdalena, aunque jamás se cansó en averiguar la causa, y no halló mejor carcelero que su hermana para guardar a la hija de don Román. El proyecto pareció de perlas al flamante reyezuelo, sobre todo en lo de tener a Magdalena bajo su inmediata vigilancia, como la tendría en la Casona. Aquella misma noche firmó y selló una comunicación para la primera autoridad de la provincia, remitiéndole a don Román, «como persona reaccionaria e influyente, que sin cesar conspiraba contra la nueva legalidad». Aceptó Patricio de muy buena gana el encargo que se le confió; proveyósele de la orden que conocemos; eligió, de propio intento, a Carpio para formar parte del piquete, y se decidió que se diera el golpe al salir de misa el reo, para mayor solemnidad. En cuanto a Magdalena, se contaba con separarla de su padre en aquel instante mismo; pero súpose que había ido a oír misa con Narda a Pontonucos, y se encargaron Lucas y Gildo de apoderarse de ella en el camino. Siguiéronla desde la iglesia, al salir de misa; y cuando iba a entrar en el término de Coteruco y se dirigía a su casa, se la acercaron advirtiéndola que tenían que comunicarle importantes noticias referentes a su padre, a quien asuntos graves habían alejado del pueblo. Sobrecogida y asustada la inocente joven, que sospechó algo funesto, diéronla por garantía de seguridad a don Lope a quien hallaría esperándola para informarla de todo; y así evitaron los miserables que la hija de don Román y Narda los siguieran sin acudir ellos a medios violentos, que, de otro modo, hubieran usado.

Cerca ya de la iglesia, se detuvo Gildo a hablar con un transeúnte. Momentos después alcanzó a Lucas, y le dijo al oído:

-Todo se ha hecho como estaba mandado.

A la puerta de la Casona se despidió, y Lucas y las dos mujeres subieron.

Don Gonzalo, desde por la mañana, no hallaba instante de sosiego. Su frecuente trato con Patricio; la índole de los manejos en que andaba metido a cada hora; la facilidad que su omnipotencia repentina le daba para satisfacer sus mezquinas vanidades y llevar a buen término y remate muchos y nada limpios, pero lucrativos, negocios, habían acabado de encanallarle, robándole, como por ensalmo, aquellos pujos de gran señor que, aunque pegadizos, le inclinaban siempre hacia la buena senda. Era, pues, el indianete, a la hora en que le mencionamos en este capítulo, un completo canalla, capaz de todas las villanías que se le aconsejaran en pro de su mayor encumbramiento, o de más cuantiosas ganancias. Pero no tenía pizca de iniciativa ni de corazón; y en cuanto se veía sin Lucas o sin Patricio, asustábase de sus propias fechorías y temblaba de miedo.

Parecíale muy grave lo que había hecho con don Román, y sus agentes le habían informado de que el suceso había producido grande y no buena impresión en el pueblo. No se atrevía a salir de casa, y Lucas, aunque pasaban las horas, no aparecía por ella. Gildo, de mal talante, fue a verle al mediodía. Le confirmó lo que ya le habían contado sobre el mal efecto causado en el pueblo por la prisión de don Román, y añadió que acababa de ver a don Lope salir de Coteruco acompañando a Magdalena y a Narda. Esto era gravísimo. Jamás el Hidalgo había saludado a aquellas mujeres, ni mostrádose parte en cuestión alguna fuera de su casa. ¿Qué ocurría en la de Lucas?

Con el deseo de averiguarlo, salieron ambos a la calle y se acercaron a la Casona. El portón estaba cerrado: otro fenómeno alarmante. Llamaron a Lucas: nadie se asomó a las ventanas. Llamó don Gonzalo a Osmunda: silencio sepulcral.

Volviéronse mustios y pesarosos por donde habían ido; y para mayor desconsuelo, se le figuró a don Gonzalo que los transeúntes le miraban de mal ojo. Gildo se comprometió a averiguar lo que pudiera, y el otro se encerró en su casa.

Entre tanto, llegaron a Solapeña don Lope y sus dos protegidas; y esclavo el Hidalgo de su sistema de no meterse nunca donde no le llamaran, dejó a Narda y a Magdalena a la puerta de la casa de los parientes de ésta; y sin aceptar las gracias que, llorando, le daban las dos mujeres, entre súplicas y encargos para el prisionero, tomó la vuelta de Coteruco, a donde llegó, con la cachava al hombro, a la una de la tarde.

Abrió el portón y luego la puerta del calabozo de Lucas, y halló a éste acurrucado en el suelo, por no haber allí mueble mejor en que sentarse, con la cabeza entre las manos. Levantóse el cojo al ver a su tío, y díjole éste sin más preámbulo:

-Sígueme a mí cuarto.

Lucas obedeció como un autómata.

El cuarto de don Lope era como él: grande, sombrío, pobre desaliñado: una cama torneada, de alto testero, con colcha y rodapié de indiana; una percha de roble; un ropero de cabretón; un crucifijo y una benditera en la pared, sobre la cama; un palanganero en un rincón; una mesa de encina junto a la ventana; un viejo sillón junto a la mesa, y sobre ésta un tintero de estaño con dos plumas de ave, el Quijote en dos tomos, en pasta entera, varios libros de devoción y algunos pliegos de papel de barbas. No había más allí.

-Siéntate ahí, -dijo el Hidalgo con voz ronca a su sobrino, señalándole el sillón. Sentóse Lucas.

-Habéis enviado a ese caballero continuó don Lope-, fuera de aquí, so pretexto de que conspira contra vosotros, y de que, por el bien del Estado, conviene tenerle seguro. ¿No es esto lo que has querido darme a entender en tus retóricas estúpidas?

-Justamente, -contestó Lucas, sin atreverse a protestar contra estos calificativos de su tío.

-¡Cuenta, miserable, con no mentir, porque en ello te va la vida!

-Digo la verdad.

-Pues vas ahora mismo a poner una comunicación a la propia persona, o junta, o autoridad, o lo que sea, en que digas todo lo contrario.

-¡Tío!

-Yo no soy tu tío, ¡gran canalla! soy tu juez; y si un poco me apuras, un rayo que te haga polvo ahora mismo.

Lucas tembló bajo la mirada feroz de don Lope.

-Vais a decir -continuó éste-, que una lamentable equivocación os ha hecho prender, por conspirador, al hombre más honrado y benéfico de toda la comarca; que de su libertad depende el sosiego del pueblo y hasta la tranquilidad del valle entero, y que me delegáis a mí, persona de toda vuestra confianza... confianza no, que esto sería mentir... de vuestro mayor respeto, para tratar de este asunto con... con quien sea.

Lucas empezó a escribir en este sentido, sin proferir una sola palabra por vía de reparo, y don Lope a pasearse con agitación, siguiendo la diagonal del cuarto.

Terminado el escrito, se le entregó el cojo a su tío. Leyóle éste detenidamente, y se le devolvió a Lucas diciéndole:

-Bien está. Firma y pon el sello.

-No iba el otro firmado por mí; y en cuanto al sello, le tiene el alcalde.

-¿También es él quien firmó antes?

-Y quien puso el sello.

-Lo mismo da... óyeme bien: si en cualquiera de estos pormenores me ocultas la verdad, juro por el lustre de mi nombre, al que jamás lograrán manchar las vilezas de tu sangre bastarda, desollarte vivo, así te ocultes en el centro de la tierra.

Dichas estas palabras, sacó una llave de su bolsillo y se la arrojó a Lucas diciéndole:

-Bajo esa llave está tu hermana, horas hace, en ese primer cuarto de la derecha; puedes darle libertad, o dejarla que se pudra allí; como quieras: a mí me es igual.

Después volvió a empuñar la cachava, bajó la escalera, salió de casa y se encaminé a la de don Gonzalo, a todo andar.

El reyezuelo se estremeció cuando le tuvo delante.

-¡Mi buen amigo don Lope! -exclamó haciendo de tripas corazón, descoyuntándose a cortesías. -¿A qué debo la altísima honra?...

-Inmerecida es, en efecto, la que le hago entrando en esta... pocilga, -dijo don Lope escupiendo a un lado, con el gesto más despreciativo.

-¡Pocilga! -replicó el indianete desconcertado. -No veo la razón...

-Ni quiero cansarme en darla... Pocilga dije, y dicho se queda.

¡Qué humoradas gasta este buen don Lope!-dijo entonces don Gonzalo, fingiendo de mala manera tomar el caso a risa.

-¡Humoradas!... -recalcó el Hidalgo con tremebundo retintín. No se relamerá usted con las mías... ¡espantajo! Con que basta de sainete, y haga usted alguna vez justicia, ya que tanta bribonada viene cometiendo por el afán de dar lustre a una levita que se le cae de los hombros.

-¡Señor don Lope!...

-¡Señor... Bragas!... ¿También delante de mí se le remontan los humos?... Pues tenga muy entendido que vengo resuelto a metérselos a testarazos en la chimenea, si no me sirve al punto en lo que aquí me trae.

-¡Vaya un modo de pedir favores!

-No vengo a pedir favores, sino a exigir la reparación de una infamia cometida por usted.

-No caigo...

-¡Firme usted esta comunicación!

-Si usted hubiera empezado por ahí...

-Si usted no hubiera tratado de ocultar su falta de vergüenza con bajas zalamerías, ya habríamos acabado. ¡Firme usted aquí!

Don Gonzalo, desconcertado y lívido, como que luchaba entre la ira y el miedo, cogió el papel que don Lope le presentaba, entró en su gabinete y firmó.

-Ahora el sello, -dijo el Hidalgo, que le seguía los pasos.

Don Gonzalo estampó al margen el sello de la alcaldía, que estaba sobre la mesa.

-¿Se ha enterado usted del contenido? -le preguntó don Lope, mientras guardaba en el pecho el documento.

Don Gonzalo, que le había leído rápidamente, contestó con afectada dignidad:

-Como creo que, no me ha de imponer usted cosa que no sea justa, no he reparado...

-La conciencia le habrá dicho lo que los ojos no hayan penetrado... Y ahora reproduzco aquí la advertencia que en mi casa acabo de hacer a su digno camarada de picardías: el menor acto que se encamine a desvirtuar éste que estoy ejecutando, le pagarán ustedes con el pellejo, así se escondan en los abismos del infierno.

Y sin otra despedida, salió el solariego de casa de don Gonzalo.

Mientras éste se desmayaba en el sillón de su despacho, don Lope se dirigió muy de prisa a casa de don Román. Le llevaba éste una delantera de cinco horas, y aunque caminaba a pie, llegaría mucho antes que él a la primera estación del ferrocarril. No había que pensar en alcanzarle, ni tampoco convenía atajarle en el camino; era preferible, para la futura seguridad del preso, que le dieran la libertad en la capital, en vista del documento que él llevaba, y de lo que añadiría de palabra. Este había sido siempre el propósito de don Lope, y por eso no se apuraba tanto como Magdalena, cuando se trataba de ganar tiempo. Lo que ahora le importaba era llegar a la ciudad lo más pronto posible, y eso trató de hacer.

Tenía don Román dos caballos de silla, grandes, fuertes y andadores. El Hidalgo mandó a Blas que le preparara el mejor. Blas y los restantes criados, que sabían cuanto había ocurrido a sus señores, andaban alejados por la casa. Supusieron que en la orden de don Lope se contenía algo bueno para su amo, y en un instante le sirvieron, sin pedir ni recibir explicaciones.

Cabalgó don Lope ágil y vigoroso; salió a la plazuela, enderezó el rumbo a Carrascosa; y arrimando las espuelas al bruto, gallardo, firme, ceñido a él con las hercúleas piernas, se le vio muy pronto, como veloz Centauro, perderse entre los matos del sendero, aparecer en los tramos despejados, destacar su perfil sobre la cumbre de la sierra, y desaparecer como una sombra en la vertiente del otro lado.




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- XXV -

El club


Aquella noche estuvo rechispeante. Era domingo, y además había sucesos nuevos y graves en el pueblo. Como domingo, la concurrencia fue mayor que de costumbre; más metida en vino, más hedionda por consiguiente, más pegajosa, más inquieta, más soez y más grosera; como día de sucesos gordos, la curiosidad excitada, los ánimos vidriosos, la suspicacia en el disparadero; los tímidos, atrevidos, y los atrevidos, procaces.

El local no era grande; los techos muy bajos; el suelo, con media pulgada de basura, y las paredes, con lamparones y telarañas. En una de las laterales se alzaba un púlpito que, por decreto de la Junta, se había llevado allí de la ermita de San Roque; en la testera, una mesa; sobre ésta una vela de sebo en palmatoria de barro, un tintero de cuerno, un cuadernillo de papel, un jarro y un vaso; detrás de la mesa, dos sillas; alrededor de la sala, bancos, maderos y cajones boca abajo. El púlpito era para los oradores; las dos sillas, para el presidente y el secretario, y en los asientos del contorno se acomodaba la gente. Por una puerta frontera a un antepecho que daba al corral, por donde el tabernero, en tiempos «ominosos» empayaba la yerba del agosto, se pasaba al pajar vacío, que, como queda dicho más atrás, servía, por disposición de Lucas, de salón de conferencias, aunque rara vez le usaba nadie fuera del estado mayor; pues la masa popular todo lo hacía en el club, muy a sus anchas.

Como el hablar mucho seca las fauces, y allí se hablaba sin cesar, jamás faltaba el vino en la sala: por eso he puesto el jarro sobre la mesa, como detalle de carácter.

La prisión de don Román, de todos ignorada hasta que llegó a ser un hecho, dejó a los que la presenciaron medio aturdidos. Reflexionando sobre el caso un momento después, juzgáronle como un atropello fuera de toda razón y de toda conveniencia. Cundió rápidamente la noticia, y con ella los pormenores, siempre abultados, del acto: lo valiente que estuvo el preso; las palabras que enderezó a Patricio; las que éste respondió acobardado; la palidez de Carpio, y lo tentado que estuvo a sacar la cara por don Román y ensartar en la bayoneta a Facio, que estaba a su lado; si tal mujer se enternecía; si la otra provocó a los voluntarios; si el preso les prometió que algún día se acordarían de él...en fin, cuanto en casos tales es costumbre exagerar en favor del oprimido, estimulado el narrador, sin conocerlo, de esa hidalguía inexplicable que flota, aun entre la misma canalla, sobre todas las barbaridades y tropelías del más fuerte, llámese como se quiera.

Uniéronse pronto a ésta y otras abultadas noticias, las que dieron las personas que habían visto a Magdalena, angustiada, entre Gildo y Lucas, y después, llorando sin consuelo, salir de Coteruco acompañada de don Lope. «Que la infeliz, que la venturada; que qué culpa tenía ella de los pecados de su padre, dado que en él los hubiera; que hacer derramar lágrimas a quien tantas había enjugado a los probes, no era de hombres de bien ni de cristianos», y así por el estilo; y, por último, que para que don Lope se arremangara una vez y saliera de su cascarón, preciso era que la injusticia levantara dos codos por encima del campanario; y que si en tales donaires daban los que podían, tras de lo mucho que se llevaba visto, sería cosa de no poder vivir en Coteruco.

Téngase aquí presente también lo que indicado dejo más atrás sobre el prestigio que los mandones llevaban perdido en el pueblo, desde que empezaron a administrarle: no habían dado a cada vecino un pan por el trabajo de comer otro, al paso que ellos se habían zampado hornadas enteras, y comenzaba a llamarse a engaño aquel hato de borregos, cuyo vellón fueron buscando. Es decir, que se hallaban los esquilados en la mejor de las disposiciones para aceptar sin pruebas cuanto se propalara en desdoro de los esquiladores. Así es que cuando se trató de investigar la causa del atentado, fue voz unánime que todo ello provenía de envidias y deseo de venganza: según unos, de «Bragas», por haberle echado de casa don Román; según otros, de los Rigüeltas, porque nunca los había admitido de buena gana en su cocina; según varios, de Lucas, por complacer a su hermana, que envidiaba a la Organista por rica y guapa moza, y porque se casaba con un galán como unos soles.

Tras esto salió a relucir lo de «¿quién era don Gonzalo, después de bien considerado, sino el hijo de un perdulario, sin pizca de principios ni enseñanzas; quiénes los Rigüeltas, más que unos trapisondistas y fulleros, y quién Lucas, sino un hereje con más hambre que vergüenza?»; y como es natural, se comparó con todos ellos a don Román, que, al fin y postre, había heredado la levita, tenía mucho sentir de cabeza, y no se metía con nadie. Comparóse también su prisión alevosa con los insultos que se le dirigieron desde la calle, la noche del inolvidable festín, pero ¿qué tenía que ver la una con los otros? Que el hombre prohibido por la bebida, en una ocasión salga de la taberna y falte a éste o al de más allá, tiene su disculpa; pero que, porque yo sea fuerte y poderoso, atropelle al vecino y le maltrate, no tiene perdón de Dios».

Esta era la opinión corriente sobre el caso, y había decidido empeño en engrandecer el atentado reciente, para borrar hasta la memoria del que, por más que se disimulara, venía siendo el gusano que roía la conciencia de los hombres de Coteruco.

Entróse luego en el terreno de los inconvenientes que el atropello podía acarrear. Provocando de esa manera a una familia de tanto viso y poder, se llamaba la desgracia sobre el pueblo, porque las cosas podían cambiar de la noche a la mañana, encenderse el fuego de las venganzas, y pagar justos por pecadores... En fin, lector, sucedía en Coteruco en aquella ocasión, lo que en tu pueblo y en el mío en idénticas circunstancias: mientras los caciques manosean al populacho y le piden su consentimiento para destruir, y en su nombre vociferan y conspiran, todo va bien; desde el momento en que el plan se realiza, y los directores se encaraman en lo más alto de sus propósitos, y derriban la escalera de un puntapié, la muchedumbre los aborrece y busca un apoyo, para vengarse de ellos, hasta en lo mismo que difamó primero; y este cambio de ideas es tanto más súbito, cuanto más reducido es el terreno en que los hombres se exhiben y los hechos se desenvuelven.

Obedeciendo a esta ley ineludible, llegaron los de Coteruco en sus juicios, comentarios y deducciones, al extremo indicado, con motivo de la prisión de don Román Pérez de la Llosia; y bajo impresiones tales, bien remojadas, por añadidura, en la taberna durante casi todo el día, acudieron por la noche al club, resueltos a sacar a plaza el caso, si no por un sentimiento de justicia, por aprovechar la ocasión que se les presentaba de mortificar a los chicofantas y niquitrefes del lugar.

Entre tanto, Lucas, Gildo y don Gonzalo, sabedores de ello, deliberaron largamente sobre si sería o no conveniente asistir al club aquella noche. Lucas, aunque magullado y dolorido, sostuvo la afirmativa, porque, en su concepto, retraerse era aparentar miedo y, por ende, perder prestigio. Triunfó como siempre su política, y se resolvió que los tres irían al club dispuestos a todo. Ocurrió esto en la Casona.

Osmunda pudo lograr unos momentos para hablar con don Gonzalo. ¡Cómo le puso de traidor, de villano y mal nacido por haber intentado hacerla guardadora de su odiada rival!

-¿No has comprendido -la dijo el apostrofado, -que si acordamos depositarla aquí fue para castigarla por tu propia mano?

-¡Mentira! -replicó Osmunda: demasiado sabes que sólo viéndola casada con otro puedo tranquilizarme yo.

-Eso era cumplir su mayor gusto.

-Y el mío también, ¡ingrato, libertino!

-¡Osmunda!

-¡Ay, Gonzalo! -exclamó la fidalga, pasando rápidamente de lo fiero a lo sentimental: -esta situación me va matando poco a poco... ¡Sácame de ella o quítame la vida!

-¡Pero Osmundita!...

-Estoy loca, Gonzalo mío, loca... ¡loca! porque te amo, te adoro... ¡y tengo celos!

Y al hablar así con los ojos virados, puso Osmunda sus manos sobre los hombros del asendereado personaje, que se estremeció de vanidad. Iba a responder sin saber qué, cuando le llamó Lucas con mucha prisa. Acababa de cerrar la noche, y urgía ir al club. Don Gonzalo se agarró a la llamada para salir de aquella situación embarazosa; hizo dos mimos empalagosos a Osmunda y se separó de ella.

-Este hombre -dijo la infanzona al quedarse sola; es un animal; pero tiene dinero, y ha de ser pronto mi marido, o acabará Coteruco hecho pavesas.

-Esta mujer -pensaba al mismo tiempo don Gonzalo-, será lo que se quiera; pero está loca por mí... ¡Y yo estoy muriéndome por la que me desprecia!... ¡Qué ingrato... qué libertino soy!

Cuando llegaron al club los tres personajes, había en él una jumera que apenas permitía ver la llama de la vela, y un hedor que tumbaba, mientras que el ruido de las conversaciones atolondraba y ensordecía.

Don Gonzalo ocupó la silla presidencial, Gildo la de secretario, y Lucas, después de pedir la venía a la mesa, subió al púlpito. Todos los ruidos cesaron de pronto. Gildo leyó el acta de la sesión anterior, y el presidente anunció que, como de costumbre, antes de entrar en la orden del día, se dedicaría media hora a preguntas y reparos. Toñazos pidió la palabra, y rompió el fuego diciendo «que se cantara claro al auto de la cosa referente al consiguiente del caso de don Román; que así lo pedía por ser de justicia y de la comenencia del interés de todo el pueblo, y hasta de la vergüenza y bien parecer del vecindario.

Respondió el presidente poco y mal, y se animaron otros muchos concurrentes a continuar la tarea acometida por Toñazos; intervino Gildo en la reyerta, sulfuróse un poco y le vocearon; tomó Lucas la palabra desde el púlpito, y habló de los «sacrosantos intereses de la libertad», de «la mano oculta de la reacción», de la necesidad de tomar medidas heroicas con «los perturbadores de la paz pública», y añadió que, en bien de ésta, se había preso al ciudadano Pérez de la Llosía y conducido a la capital, «para que la ley inexorable castigase su iniquidad». Pero las tales palabrejas estaban ya muy gastadas en Coteruco, y no causaron el efecto que de ellas esperaba el orador; antes bien sirvieron de pretexto a nuevos y más crudos reparos, y hasta insolencias, que pusieron en apuro grave al presidente. Iba tomando el asunto muy serias proporciones, cuando a Gildo se le ocurrió aconsejar a don Gonzalo que se pasara a la «orden del día». Hízose así, no sin alguna dificultad, y se le concedió la palabra a Lucas. El cual dijo:

-Continúo, mis queridos conciudadanos, la exposición y análisis de los derechos individuales, base, fuente y origen de la soberanía popular. Tócame hablar hoy de la libertad del pensamiento, y de la inviolabilidad de la palabra y de la conciencia. Llámase libertad de pensamiento el derecho que tiene cada ciudadano, no solamente de pensar lo que mejor le parezca, sino de decirlo, de imprimirlo, de publicarlo. Os pondré un ejemplo: hay entre vosotros quienes creen que es una tontería, propia de gentes fanáticas e ignorantes, ir a misa y confesarse con el párroco, porque Dios no ha mandado semejante cosa... o porque Dios no existe, o porque Dios es el mal, como ha afirmado algún eminente pensador. (Fuertes rumores). No hay que alarmarse, ciudadanos: por ahora no discuto a vuestro Dios, ni le maltrato; pongo un ejemplo, como otro cualquiera, para que comprendáis el punto que os explico; y digo que, con sólo pensar esas cosas, os hubieran tostado los verdugos de otros tiempos, al paso que hoy podéis decirlas a gritos en medio de la calle y a las barbas del Padre Santo. ¿Me habéis entendido?

-Pido la palabra, exclamó una voz entre rumores.

-El ciudadano Chisquín la tiene, -dijo el presidente.

Levantóse Bisanucos en un rincón de la sala; se encaramó en el cajón que le había servido de asiento, y habló así:

-El caso ese pide plática larga y mucha explicativa. Y digo yo al auto: ¿puede el hombre cantar todo su sentir a la luz del sol?

-Ya he dicho que hasta de Dios inclusive.

-Corriente; pero ¿no tiene nadie derecho para quebrantarme un güeso después de oírme?

-¡El pensamiento humano está sobre toda ley!

-Bien está. Pues ahora digo que ese derecho es cosa buena. No hay nada que al hombre dañe tanto, como los pensares que se le pudren en el cuerpo.

-¿Oís, ciudadanos -exclamó Lucas en un arrebato de entusiasmo, cómo hasta el instinto es libre-pensador?

-Ahora lo veremos -replicó Chisquín, -que con lo dicho no estoy bien al tanto de la cosa, y necesito que me la pongan en la palma de la mano. Pinto un caso: a mí se me figura, de muchos días acá, que a los presentes, y otros muchos más de este pueblo, se nos está engañando sin maldita la conciencia... ¿Puedo decirlo a gritos?

Gildo y don Gonzalo se miraron; Lucas se apresuró a responder:

-Hay que distinguir entre el derecho y la oportunidad...

-¿Tengo o no tengo ese derecho? -insistió Chisquín impávido.

-¿Quién duda que le tiene usted? Pero...

-Pues si le tengo, a él me agarro; y lo dicho, dicho. ¡Aquí se nos engaña! (Rugidos de aprobación en la concurrencia). ¡Y además se nos roba! (Explosión de entusiasmo en los contornos; don Gonzalo manotea; Gildo se pone de pie, y Lucas vocifera en el púlpito). Y quien nos engaña y nos esquilma es el señor, y el señor, y el señor (Chisquín va señalando al presidente, al secretario y a Lucas), y otra buena pieza que, a la presente, no se halla en el pueblo. (Aplausos horribles, entre protestas y conjuros).

-¡Ciudadanos! -gritó Lucas, -¡eso no puede tolerarse!

-¡La autoridad -añadió el presidente, -protesta contra esas palabras!

-¡Pido que se le lleve a la cárcel! -aulló Gildo, trémulo de ira.

-¿A dónde iríamos por ese camino? -continuó el del púlpito.

-Entonces añadió Chisquín, alentado por los aplausos de sus compañeros, -¿qué derecho es ese que se nos da? ¿No habéis dicho que con él puedo yo negar a Dios, y hasta decir que es muy malo?

-¡Eso sí! -respondieron a una voz los de la mesa y el del púlpito.

-Pues ¡carafles! -continuó Bisanucos, -si tales infamias pueden decirse del mesmo Dios, ¿en qué peco yo declarando que el hijo del difunto Bragas es un fachendoso, sin pizca de sentido ni de vergüenza, y el Estudiante de la Casona un granuja, y los Rigüeltas unos pillos?

Lo que ocurrió en el club después de estas palabras, no es para descrito. Gildo, verde y convulso, arrojó el tintero a la cabeza de Chisquín; Toñazos, que estaba cerca de éste, se abalanzó sobre el hijo de Patricio, y de dos guantadas le metió debajo de la mesa; don Gonzalo, aturdido y trémulo, no sabía qué decir ni por dónde escaparse; Lucas bajó del púlpito casi rodando, y a merced del barullo y del estruendo que había en la sala, huyó por la puerta del pajar: los pocos partidarios que los Rigüeltas tenían allí quisieron defender a Gildo; pero la gran mayoría cayó sobre ellos como un pedrisco, y los dejó tendidos y magullados; llegado ya al espanto el miedo del presidente, abrió éste las puertas del balcón, que no estaba muy alto, y se dejó caer al corral; sin sacudirse la basura que agarró en la caída, echó a correr y no se detuvo hasta el Consistorio, donde, a gritos, pidió el auxilio de la guardia; fue ésta al club, mientras su Comandante general se encerraba en casa con barrotes y doble vuelta; pero enterada de lo que ocurría, juzgó arriesgado el trance y se volvió al puesto, dejando que el motín se acabara por sí solo.

Acabóse, en efecto, por cansancio, dos horas después, quedando en el suelo docena y media de combatientes, entre borrachos y contundidos... - y también se acabó aquella noche el ya bien cercenado prestigio de los hombres que habían arrastrado al pueblo a tales desvaríos.




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- XXVI -

La fuerza de la razón


El día siguiente, por la tarde, volvió Patricio de la ciudad con sus guerreros. Formados en ala, fieros los continentes y resuelto el paso, como si acabaran de ganar una gran batalla, entraron en el pueblo. Pero a la poca gente que los vio llegar, debió importarle una higa tanta fanfarria, porque no se detuvo nadie a contemplarlos, y hasta se les miró con cierto gestecillo de burla.

Por la noche fue Gorión a casa de Carpio.

-Vengo -le dijo-, al auto de que me cuentes lo que a bien tengas, respetive al viaje, antes que te vayas al club.

-No he pensao en ello, Gorio; que el cuerpo más me pide cama que palabrería de chanfaina.

-Bien estipulao está así, Carpio, y tamién hablaremos al auto cosas que te pasmarán.

-Curao estoy, Gorio, de sustos, con lo que viendo vamos; a más de que, respetive a lo de anoche, algo me ha dicho persona que por lenguas lo sabe.

-Con estos ojos lo vi, Carpio; y a la presente juraría que me engañaron. ¡Tan gordo fue aquello! Con que, si a mano viene, cuenta del viaje, que de lo de acá te pondré en seguida al tanto.

-Pus diréte a eso, amigo de Dios, que de aquí salimos... yo no sé por ónde, que, a la verdá, me daba en cara lo que se hacía con esa persona, y a cien leguas de ella hubiera querío verme u que la tierra me tragara allí mesmo de repente... porque, Gorío, hablando en josticia de razón, la cosa no era para tales estrépitos.

-Ese fue aquí el pensar de las gentes, Carpio.

-Así es, Gorio, que no sé por ónde caminemos en la primera hora. Alvertí, sí, que Patricio iba muy fachendoso coleando la levita y entornando la cachucha, y que Barriluco y Facio se daban tamién mucho lustre cuando topábamos con gente. A todo esto, el hombre caminando como unas perlas, sin decir «esta boca es mía...» aunque yo jurara que por aentro le andaba la portisión, por los sospiros que se tragaba, y otros que en color le salían al semblante de la cara angunas veces. Y el caso es, Gorio, que siendo él el preso, paecía que lo éramos nusotros, según el miedo con que le mirábamos y el respeto que le teníamos... ¡Qué quieres, hombre! respetive a mí, se me venía a la memoria a cada paso el pan que le comí y los favores que me hizo...

-Anda pa lante, Carpio, con el relate.

-¿Duélete quizaes a ti tamién por esa banda, Gorio?

-Anda, te digo, si a bien lo tienes, y cuenta delviaje, Carpio.

-Voy a servirte, Gorio; y dígote que ni gota de agua ni punto de sosiego quiso tomar el hombre en tóo el camino. Cuanto más andaba, más fresco se ponía; y el que más y el que menos de nusotros, no podía con el arma al llegar a la estación del tren. Allí quiso Patricio meter mucha bulla pa que la gente le viera... ¡y tamién allí (te lo juro, Gorio, por éstas que son cruces) tentao estuve yo de envasarle la bayoneta en el arca! porque has de saber, pa que lo sepas, que al verse injuriao así el señor don Román, soliviantóse de vergüenza, y glárimas le saltaron a los mesmos ojos de la cara.

-Mala estuvo esa partía, Carpio: te lo confieso.

-Te digo, Gorio, que si te tengo a la vera entonces... hacemos una gorda entre los dos.

-Anda pa lante, Carpio...

-Voy allá, Gorio. Pues llegó en esto runflando el tren... como tú sabes que runfla...

-Sí: runfla una barbaridá. Dos veces le he visto.

-Y llegando el tren, en él nos metimos. Sentóse el hombre, sentémonos los demás tamién; y sin hablar unos ni otros una palabra, como alma que lleva el diablo lleguemos a la ciudá al cerrar la noche. Saquemos al preso del tren; llevémosle a un palación muy grande y muy negro, con un portalazo lleno de faroles y de soldaos de veras; dejáronnos con ellos, y subió Patricio con el preso por una escalerona que había a la mano derecha. Allí se nos comió a preguntas sobre el caso: dijimos que éramos inorantes del motivo; y en éstas y en otras, pasó media hora y dieron en entrar y salir señores; y pasó otro tanto de tiempo, y cátate, Gorio, que se para delante de la puerta un caballo medio reventao, y tan cubierto de basura, que más que caballo paecía pila de mortero acabao de batir; y cátate, por último, que al pararse el caballo, tirase de él abajo, hecho una pura lástima de barro, la mesma estampa de don Lope el de la Casona. Quedéme, Gorio, patifuso. -«¿Ónde habéis puesto al señor don Román?»-me preguntó en cuanto me echó la vista encima. «Por esa escalerona arriba subió con Patricio,» -dijele yo. «Cuida de este animal hasta que yo baje», -tornó a decirme. Y con esto, púsome en la mano los ramales del freno, y espenzó a subir los escalerones, como si fueran los de su mesma casa. Como media hora dispués, bajó Patricio hecho vinagre; mandóme dejar el caballo en manos del primer soldao que por caridá quiso cogerle, y fuímonos tóo el piquete a una posá, muy allá, muy allá, aoride se entraba por una corte llena de machos, con perdón de lo presente.

-¿Y qué vos contó Patricio de lo que pasó arriba con el preso?

-Ni palabra, Gorio, pudimos sacarle del cuerpo, respetive al caso; aunque, por dichos escapaos, alvertí que el viaje de don Lope debió quitarle dá que cruz que ya tenía entre los dientes, por esa y otras valentías, y desconcertar las miras de estas gentes. Ello dirá, Gorio.

-No me pesará, Carpio, si he de hablar en verdá... Y di lo que te falta del relate.

-Poco es ello, Gorio, y voy a servirte. Esta mañana madruguemos con el aquél de ver la ciudá hasta que saliera el tren paecióme que la gente se reía del personal de Patricio con su sable, su levita y su cachucha... La verdá es que, dispués de ver aquellos oficiales tan majos y bien puestos, que andaban por allí, el nuestro capitán paecía la mesma estampa de la tarasca del Corpus. Pus golviendo al caso, anduvimos horror de calles, y nos devertimos en grande liendo en las esquinas muchos papelones amejaos por su decir, a los que pega Lucas a la puerta del Ayuntamiento; sólo que aquéllos estaban en letra de molde. Y en éstas y en otras, llegó la hora, volvimos a la posá, y salimos de ella con nuestras armas al hombro.

-¡Camparíais mucho, Carpio!

-Pus créete que nos rechiflaron los muchachos, Gorio.

-¿Qué me cuentas?

-La verdá pura, hijo... como que pensé que Patricio se nos desmayaba de congoja... Así caminábamos hacia el tren, cuando vi pasar, como si fuera al palación de que te hablé, ¿a quién creerás?

-Si tú no me lo dices...

-Al mesmo don Álvaro que se pregonó ayer con la Organista.

-Le avisarían el caso...

-Era natural. Y debió llegar a uña de caballo, porque tamién iba escripío de barro. ¡Guapo mozo es, de veras! Pus a lo que te iba: metímonos en el tren; lleguemos a la estación de la villa sobre las once; echemos pie a tierra, y uno tras de otro, matando la sed muy a menudo, entremos en Coteruco; y aquí me tienes, Gorio, sin saber a la hora presente lo que pasa al auto de don Román.

-Bien está el relate, Carpio; y ¡harto será que a anguno no le quede memoria de la fechuría de ayer!

-No te diré que no, Gorio, porque en el mundo tan aína bajan las cosas como suben; y por la presente, no estaría de más un escarmiento... aunque algo de él me alcanzara; que por bestia y poco alvertío, mucho merezco... como a ti te pasa, Gorio, y al que más y al que menos de este pueblo.

-Bien podrá ser, Carpio; y a estipularte voy lo que acontició anoche en el clus, si oírlo quieres.

-Cuenta, Gorio, que en ello seré muy servido.

Gorio narró entonces, punto por punto, cuanto el lector sabe del suceso.

-Con que «vete jilando», Carpio, -dijo Gorio a su convecino en cuanto acabó su relación.

-¿Por qué me lo dices, Gorio?

-Porque los días pasan y no se amejan, y el hombre alcuentra escarmientos cuando busca panes llovíos de arriba, Carpio.

-No te entiendo, Gorio.

-Ayer fue, como quien dice, cuando nos pintaban estos hombres las maldaes de don Román.

-Verdá es...

-Y yo cavilaba en ellas; y viniéndoseme al magín otras iguales, pintábatelas a ti, y tú me decías: «vete jilando, Gorio», como el que dice: «ese hombre no es cosa buena.»

-Alcuérdate de lo que se nos ofrecía...

-No te culpo, Carpio; pero la verdá hay que decirla siempre: perdimos aquello y no ganemos cosa anguna en otra parte... na se nos dio de lo ofrecío.

-¡Darnos, Gorio!.. ¡Lo que nos han quitao quisiera yo para salir de apuros!

-Muchos me ahogan cada día, Carpio.

-Sin una mala res me alcuentro, y tengo la cojecha empeñá.

-La casa hipotequé a Patricio por veinte duros que me reclamaba el tabernero; la mujer tengo desnuda, y de rotos se me caen solos los calzones.

-Una onza me emprestó el alcalde la otra semana, y tuve que fírmarle un recibo por quinientos reales a pagar en agosto.

-¡Buen réito te cobra el hijo de Bragas!

-Sí no lo hubiéramos ensalzao tanto, otra cosa fuera, Gorío.

-El mal estuvo en caer, Carpio; que una vez caídos, nunca faltaría sanijuela que nos chumpara la sangre.

-Bien dices, Gorio; y, a la verdá, que en el pueblo los hay más agobiaos que nusotros.

-Los hay, Carpio, sin un carro de tierra en la mies, ni un grano en el desván, ni una res en la corte, cuando antes fueron opíparos de labranzas y cojechas... Dígalo Toñazos.

-¡Y tantos como él, Gorio! Pero ¿cómo se han deshecho tan aína esos bienestares?

Como los tuyos y los míos, Carpio: onde no se trabaja y se bebe mucho y se anda a dishoras, y se juegan pollos y carneros a cada instante, bien claro está lo que ha de suceder...

-Es de razón; y si, además, motivao a que no siempre se halla el hombre en sus cabales cuando hace el gasto, le cobran ochenta por ocho, y por los ochenta que le prestan pa salir del ahogo, le hacen pagar ochocientos en su día... saca la cuenta, Gorio.

-Y vete jilando, Carpio, que ellos son los que se van alzando con el pueblo.

-¡Y si fuera eso no más, Gorio! Pero el aquél que al hombre le queda en el cuerpo cuando se ve sin posibles por sus mesmos vicios... el clamar de la mujer, el soliviantarse del hijo...

-Andando, Carpio; y sin que el hombre tenga el derecho de decir «ca uno a su puesto,» porque él fue el causante del daño y el que se comió malamente el pan y el sosiego de su familia...

-Pues ¿y qué me dices, Gorio, cuando el hombre, en tales congojas, se alcuerda del bien que tenía y se le fue de entre las manos por culpas de malos consejeros...?

-No me hables de eso, Carpio, porque es el ujano que me barrena la entraña día y noche.

-No hay que darle vueltas, Gorio: en cuanto el hombre se aparta de Dios, no puede esperar cosa buena; y a ti y a mí, y al que más y al que menos, se nos tiene muy lejanos en ese particular.

-Habla de otra cosa, Carpio; que cuando en tales puntos cavilo, me pasmo de que no llueva rescoldo en este pueblo.

-Pus, Gorio, aquí ha de verse pronto anguna que suene mucho, porque la maldá se paga, más tarde o más temprano.

-Dicen, Carpio, que ahora va a venir eso del voto.

-Esos torrendos nos darán a ti y a mí pa matar el hambre.

-Y ello ¿valdrá algo pa salir de un apuro?

-Lo que te han valío el fusil, y el clus, y los pedriques de Lucas, y el tricospio del alcalde... ¡pura jumera!

-Como dicen que igual podré yo votar que el más poderoso.

-Y es la pura verdá; sólo que tú y yo tendremos que ir por onde nos manden los que pueden dejarnos a puertas si no vamos detrás de ellos; ¡y gracias que no diga el uno arre y otro ticha!

-¿Quiere decirse, Carpio, que ese voto es otro compromiso para el probe?

-Como too lo que se nos da, Gorio... que más vicio que esta soflamería es el refrán que sabemos: «¿aónde irá el güey que no are?»

-Esa es la fija, Carpio... Y voy a decirte un sentir.

-Dile, Gorio, a tu satisfación.

-Pues digo que, a lo que se va viendo, don Román hablaba como un libro y sabía mirar por uno. ¡Si el hombre naciera dos veces, Carpio!

-Calla, Gorio, al auto de eso; que por golver yo a lo que fue, diera una pata... Y ahora, dime qué tábano picó al Hidalgo, que le hizo tomar cartas en el juego de ayer; que lo he visto, y cuento me paece.

-Inorante soy de ello, Carpio; pero córtese que golpeó al sobrino y estuvo a pique de echar por el balcón al alcalde.

-¡Siempre lo bueno, Gorio, se queda a medio hacer!

-Verdá es, Carpio; pero algo es algo, y por poco se empieza... Con que si no mandas otra cosa...

-¿Vaste al clus, Gorio?

-No me lo mientes, Carpio, que aborrecío de él estaba, y, de anoche acá, me da calambrios el alcuerdo. A casa voy, yo no sé a qué... Y esto te digo porque sé que han de pedirme pa comer mañana, y yo no tengo que dar, si no son pesaúmbres.

-Güelve tamién esa hoja, Gorio, que ya siento a la mujer que por el estragal anda, y en verdá te digo que tampoco esa viene a dar.

-Entonces, ya que na me mandas...

-Por la presente no, Gorio: cansancio tengo, y a me voy.

-A mas ver, Carpio.

-Que haiga salú, Gorio.




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- XXVII -

La luz de una conciencia


En casa de Patricio se trataba, a la misma hora, de los propios asuntos que en la de Carpio; sólo que en el método se procedía a la inversa; es decir, se empezaba por lo del club, porque, en opinión del hijo de Rigüelta, este capítulo revestía mayor interés que el del viaje a la ciudad.

Gildo, machacado, triste y rencoroso, contó a su padre cuanto había pasado la noche antes, fijando mucho su atención en que las agresiones y el cisma hubiesen partido de dos personas como Toñazos y Chisquín, ambas procedentes de la cocina de la otra casa; jefes, una vez sacados de ella por la conspiración, de todos los reclutados en el mismo campo, y los más fervorosos partidarios de la flamante situación, aun mucho después de proclamada la farándula en Coteruco. Este síntoma, con otros que el mozuelo venía notando desde algún tiempo, como el desprestigio de su padre y de don Gonzalo, le demostraban que la indisciplina más anárquica iba asomando la oreja allí, y que el hato de borregos, tan dócilmente conducidos hasta entonces, se transformaba en tropel de bestias bravías, muy dispuestas a devorar a sus pastores. Por último, la actitud de don Lope en los sucesos de la víspera, cuyos detalles tremendos enumeré Gildo, acabaron de dar al cuadro, por él descrito y juzgado, un tinte lúgubre y fatídico.

Patricio lo escuchó todo rascándose la cabeza y frunciendo los ojuelos, señales inequívocas de que le amargaba lo que oía.

-Y ¿qué piensas tú del golpe de ayer? -preguntó Patricio a Gildo, tras unos instantes de silencio.

-Pienso, padre, que se obró de ligero al darle; pienso que los antojos de un hombre de tan poco valer como el alcalde, no son quién para que por ellos se comprometa... lo que usté ha comprometido... Y bien dicho lo dije el sábado por la noche.

-Adelante, Gildo, con la cuenta.

-Pienso, padre, que sin tantas bullas y jolgorios, desde que somos los amos aquí, se hubiera ido más lejos de lo que hemos ido, con pie más firme y sin protesta de nadie... Esto pienso, y lo que ya le he dicho endenantes.

-Pues no piensas, hijo, como debes en lo más de lo que has pensado. Y ahora sábete que el mal no está en la prisión de ese hombre al tunturuntún, sino en que en la ciudad haya más juicio y más nobleza de lo que yo creía.

-No veo, padre, que tenga que ver lo uno con lo otro.

-Ahora lo verás, Gildo. No te negaré que el golpe de ayer fuera clavo a que se agarrara esta gente para sacar a flote la cabeza por la noche; pero si la prisión hecha aquí se hubiera sostenido allá; si yo hubiera vuelto a Coteruco pudiendo decir: «asegurado queda ese hombre por sécula sinfinito y porque nos ha dado la real gana», que sería tanto como amenazar al más guapo con ponerle a la sombra, si se deslizaba en tanto así contra nosotros, hubieras visto, Gildo, a los valientes de anoche venir a echarme memoriales para que tú los perdonaras, y a ponerme a mí más alto que la cruz del campanario. ¡Bastante me importarían entonces los escándalos de esos borrachos, ni los humos de don Lope! ¡El Hidalgo!... ¡No hubiera él vuelto a poner los pies en Coteruco, sin que yo le trincara codo con codo y le sacara de aquí por donde ayer salió el otro!... Pero con las gentes que imperan allá, con sus miramientos y blanduras de señorío... ¡Vaya usté a hacer revoluciones como Dios manda!

-¿A lo que oigo, padre, la cosa no salió en la ciudad tan bien como aquí?

-Te digo, hijo, que en un tris estuvo que el preso no me llevara a mí a la cárcel, con mis voluntarios y todo.

-Eso será, padre, un decir de usté.

-Escucha el cuento, y verás si me chanceo. Has de saber, hijo, que yo entré en aquel palacio como Pedro por su casa... ¡Como que llevaba conmigo pájaro de mucha cuenta, y esperaba que se me agradecería el osequio! Estaba la autoridá bien acompañada de personas de viso y mangoneo, según lo suelto que hablaban y lo que cernían la levita por allí. Dije a lo que iba y presenté lo que llevaba; sonó muy recio, porque todos callaron para mirarle, y hasta la mesma autoridá se quedó sustifacto.

-Y ¿qué dijo el preso?

-Ni palabra, hasta que muy fina se la dirigió la autoridá. Tocóle hablar entonces... Y ríome yo, Gildo, de parlanchines como Lucas: en los jamases oí más sustancia en menos conversación, ni mayores razones con más sosiego. La verdá hay que decirla: hombre es que nació para hacerse puesto y lugar delante del más majo, y ver la luz entre lo más oscuro. Punto por tilde estipuló el supuesto de la entraña de la prisión, como si nos hubiera escuchado cuando se trató del caso. Los presentes le oyeron, y hablaron entre sí algunos de ellos; y sonáronme a «ligerezas lamentables,» «venganzas ruines,» «miseriucas de aldea» y a otras tales, palabras que apañé entre las que salían en la conversación... ¡como si el hombre ese no fuera capaz de ser tan malo como el peor!... Y la cosa no me hizo reír.

-Y ¿qué decía la autoridá?

-La autoridá, hijo, fuérase por lo que se fuera, no daba al auto muchas lumbres... Miraba a éste y respondía al otro; y aunque cortés con el preso, atornábalosl a todos enseñando el documento que yo le di, como diciendo: «verdá será, pero papeles cantan».

-Su deber era ese, padre.

-Pero con más dureza, hijo; y sin tantos ites y manejes, visto el papel de nusotros, debió mandar al hombre a lugar seguro... porque esa es la ley en tiempo de rigüeltas; y si no, no hacerlas, que es lo que yo digo. Pues verás. Estando así las cosas, dieron en entrar señores... ¡yo no sé quién los avisó, o cómo lo golieron! y abrazo va, y saludo viene al preso, y el que menos de ellos ofreciéndose con hacienda y vida a responder del hombre y de su respeto a la ley imperante.

-Serían neos padre.

-Ensalzaos eran, Gildo, a lo que ver pude.

-¿Y la autoridá...?

-La autoridá, reblandeciéndose a cada paso; pero siempre, eso sí, resolviendo con el papel que tenía en la mano. A mi modo de pensar, Gildo, la cosa hubiera quedado en «veremos,» que siempre era sacar algo, aunque no mucho, sin lo que aconteció después; y lo acontecido fue que se abrió la puerta de repente y se nos plantificó en mitad de la sala... ¡el Hidalgo de la Casona!... El mismo, hijo, y con el barro hasta el cocote, por más señas.

-¡Tendría que ver, padre!

-Espanto daba, hijo: osos he visto yo en el monte, de mirar más blando. Tan aína como supo quién era el que mandaba allí, fuese a él y puso en sus manos un oficio... Sospeché en el caso la pura verdá, y dime por muerto.

-Y ¿qué hizo el preso cuando vio a don Lope?

-Rematar la obra, como si el diablo le aconsejara; olvidarse de todo, y preguntarle por su hija. Contó el Hidalgo ce por be lo que tú y Lucas hicisteis con ella, y cómo él la había recogido, y en qué lugar; y allí verías, Gildo, a aquel hombre, tan valeroso hasta entonces, llorar como una criatura, para perdición nuestra.

-¿Perdición nuestra, padre?

-Si, hijo; porque los que ya, al leer el oficio de don Lope, me miraron de muy mal ojo, cuando oyeron lo hecho con la Organista y vieron el dolor del padre, entendí que me zampaban... Y anda con que «el caso era infame,» y dale con que «había que poner coto a esas tropelías, para honra de la revolución...» ¡horror de cosas, Gildo! Acerquéme a la autoridá a decirla, con respeto, que bien podía haber sido el oficio traído por el Hidalgo arrancado a la cobardía del alcalde; y allí fue el temor de que se me mandara arcabucear, según se puso la señoría... Pamemas, Gildo; que como se oyó al preso y se le creyó por su palabra respetive al atropello, bien pudieron creerme a mí y dejar la cosa tan siquiera en el aire hasta saber lo cierto. Pero había ganas de amparar al hombre contra nusotros los liberales, y ahí está la jaba.

-Y ¿qué sucedió después?

-Sucedió, hijo, que al ver el sesgo de las cosas, quise tomar soleta, y que por entonces no lo consintió la autoridá. Puso un oficio para este alcalde, que echaba lumbres, por su mal gobierno y proceder, y me le entregó con estas palabras: «Que se me acuse recibo de esta comunicación, y lárguese usted de ahí inmediatamente». Salí echando chispas, y muy contento porque no me mandaban a la horca. Llegué aquí, entregué el oficio a ese... Bragas, y pensé que se acongojaba de angustias al leerle.

-¿Y don Román?

-Allá quedaron todos como la uña y la carne... ¡Pantomina, Gildo, pantomina! Ensalzaos de pega... Total igual de estas andróminas: que con tanto batallón y tanto mangoneo, estamos aquí en el aire, y que tenemos que agarrarnos más en firme.

-¡Bueno está el pueblo para eso, padre!

-No te quejes del pueblo, Gildo, que no se ha portado mal hasta la presente. Mírate lo que eres, mira lo que fuiste, y di si en menos tiempo ha podido darnos más.

-No hable de eso, padre, que nadie nos puede ver.

-Después de haberte comido la carne, ¿qué se te da a ti por los huesos que arrojastes al corral?

-Mala cuenta es esa; que mucho vale la estimación de las personas.

-Eso va en gustos, Gildo; y escucha lo que te quiero decir. En lo tocante a bienes, quédanos en el pueblo muy poco que apandar: a subio está en mi casa lo que no he podido evitar que se recoja en la del alcalde, fuera de lo mucho que pertenece a don Román. Quiere decirse que, en caudales, estamos al cabo de lo que te prometí en su día, y aun antes con antes de lo que era de esperar. Hoy por hoy, Gildo, ni el sable ni el Clus me valen ya de gran cosa de por sí mesmos, y necesito darme otras importancias más imponentes, sin desatender por eso el intento de ir redondeando la hacienda poco a poco.

-No le entiendo, padre.

-Voy allá, hijo. Ya sabes que muy pronto va a haber eliciones para las Cortes del Congreso.

-Lo sé.

-Pues sábete además que voy a tomar parte en ellas.

-¿Por quién?

-Por mí mesmo.

-¿Por usté, padre?

-Por mí, hijo.

-¿Está usté en sus cabales? ¿Quién le conoce a usté? ¿Quién ha de ayudarle? ¿Qué pito iba usté a tocar allá?

-Estoy en mis aplomos; me conocen en el pueblo; me ayudarán los que deben hacerlo, y no sé qué pito me correspondería en el Congreso, porque no he pensado entrar en él por hoy.

-Entonces, ¿por qué se cansa en buscar quien le vote,

-Por dos motivos. Sé que al alcalde se le ha recomendado ya por el Gobierno la persona que conviene sacar avante, y sé que don Gonzalo ha de echar los bofes al auto, porque cree que en la ganancia le va una cruz o da qué gracia... Pues enfrente de esa persona me pongo yo con las gentes que aquí me están obligadas, por deudas y otros compromisos serios; se armará la gresca consiguiente, y al fin de la batalla oservará el más ciego que, hoy por hoy, nadie manda más fuerza que tu padre en Coteruco. Éste es el primer motivo.

-¿Y si el alcalde puede más?

-¡Bah!... En buena o en mala ley, yo te juro que ha de valer la mía... Y vamos al segundo motivo. Bien sé, Gildo, que no he de tener más allá de un centenar de votos en este pueblo, y algo que pellizque en los cercanos; pero esto no me puede quitar a mí la satisfación y la gloria de haber andado en candidatura.

-¡Vaya una gloria!...

-Más de lo que se te figura, Gildo. Hoy por hoy, soy Patricio Rigüelta, el arbitrista que se mete a personaje y lleva un revolcón... Suponte, hijo, que se ríen de mí por el atrevimiento y el descalabro, que es cuanto puede suceder... Pues pasa un año, u pasan dos, y ya nadie se alcuerda de los cien votos que tuve; y al decir yo «anduve en candidatura,» los que me oyen, o lo saben, me suman con los que fracasaron conmigo con muchos votos, sin tener en cuenta los pocos míos; y ya no soy el rematante de Coteruco, que hizo la triste figura en la elección, sino un hombre pudiente que anduvo en candidatura y estuvo a pique de ser diputado... Y con ese antecedente, Gildo, la persona se encumbra mucho en el respeto de las gentes... Y al fin y al cabo, se sale con la suya y llega a las Cortes... o a punto que le convenga más...

-¿Y con toda resolución ha pensado usté en ello, padre?

-La tenía hecha, hijo; pero desde lo de ayer, las horas que pasan sin echar la soflama a la calle, parécenme siglos.

-¿Soflama va a dar también?

-Discurriéndola vine por el camino, y en el magín la tengo ya, de rechupete... Y no se hable más del caso; pero desde mañana empezaremos a trabajar sobre él, sin perder hora ni perdonar medio.

-Bien está; pero de lo de anoche ¿en qué quedamos?

-¿De los moquetes que te alumbraron?

-Paéceme a mí que la cosa bien merece...

-¿Quién se para en eso, hijo?... Además de que contra fuerza mayor, nada se puede... Guarda la ofensa, eso sí, pero con disimulo; y en primera ocasión, cóbrate en buena moneda.

-Pero la sangre jierve, y no da aguante.

-Más nos han aguantado ellos, hijo: considéralo.

En esto, resonaron dos golpes a la puerta; salió a abrir Gildo, y entró el alguacil con recado para Patricio de que fuera éste a verse inmediatamente con el alcalde.

Al salir de casa el pardillo, momentos depués, vio pasar por delante de la puerta un bulto colosal que iba hacia la Casona. Era don Lope que volvía, con la cachava al hombro. Patricio no salió a la calle hasta que el bulto se perdió en la obscuridad y sus pasos cesaron de oírse. Tal miedo le infundía don Lope.

-Esto me prueba -murmuró el intrigante-, que el pájaro ha vuelto al nido... Por mucho que Gildo diga, esta vuelta tiene más que roer que los moquetes de anoche.




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- XXVIII -

Nubes siniestras


Lucas se hallaba al lado de Osmunda cuando entró don Lope en la Casona. Le llamó el Hidalgo a su cuarto y le dijo:

-Mañana, en cuanto amanezca, saldrás del pueblo para no volver a él mientras yo viva.

Quedóse absorto el cojo, y no supo qué responder.

-¿Me has entendido? -añadió don Lope, mirándole con fiereza.

-Perfectamente -respondió Lucas. Pero ¿a dónde voy? ¿Cómo viviré?

El Hidalgo arrojó sobre la mesa un pliego cerrado.

-Con ese mendrugo, -dijo al mismo tiempo.

Lucas se abalanzó al papel y le abrió con ansiedad. Era una credencial de un destinillo subalterno, que se le daba en la ciudad. Poco valía; pero al fin era algo que, en su concepto, le ponía en camino de conseguir mucho más, acercándole al calor de la vida política. Quiso mostrar su agradecimiento a su tío, creyéndole causante del beneficio que recibía; pero don Lope se le anticipó diciéndole:

-Te prevengo que mi propósito fue, después de decir a la superior autoridad lo perniciosa que era tu presencia aquí para la paz pública, y hasta para el decoro de la bandera que has levantado y crees defender, suplicarle que te llevaran entre bayonetas y te pusieran a buen recaudo por mucho tiempo; pero un corazón demasiado generoso intercedió por ti...

-Tengo buenos amigos en todas partes -interrumpió Lucas con énfasis: son harto notorios mis sacrificios por...

-¡Mentecato! -dijo a esto don Lope, mirando a su sobrino con el mayor desprecio. Al hombre a quien ayer atropellaste inicuamente aquí, y a sus amigos de la ciudad, debes ese pedazo de pan. Medita unos instantes sobre ello; y si te queda un asomo de vergüenza, lava con tu vida infame la mancha que has arrojado sobre el nombre que llevas. Nada más tengo que decirte.

Con estas palabras y un ademán harto expresivo, despidió al energúmeno, que, por entonces, no tenía gran empeño en departir con su tío. Separóse de él, muy a gusto, y fue a enterar a Osmunda de lo ocurrido, si bien ocultándole la historia de la credencial, cuyo origen atribuyó a sus altos merecimientos. Sintió la infanzona gran pesadumbre al considerar que volvía a verse sola en la inmensidad de aquel triste calabozo; pero nada dijo a su hermano, cuya prosperidad no la pesaba, límite máximo de sus más entrañables sentimientos. Púsose en el acto a acomodar en el viejo maletín el inverosímil equipaje de Lucas; y, entre tanto, salió éste de la Casona a despedirse de sus amigos y averiguar lo que aún ignoraba sobre el recibimiento hecho en la ciudad al prisionero, asunto que había despertado en gran manera su curiosidad, desde que supo que don Román volvía regalándole credenciales después de haberle enviado él entre bayonetas.

Cuando el cojo llegó a casa de don Gonzalo, hallábase éste empeñado en gran porfía con Patricio. Le había llamado el alcalde para que le prestara todo su poderoso auxilio en favor de la candidatura recomendada por el Gobierno, y Patricio le había respondido que su auxilio le necesitaba él para sí propio. Ni ruegos ni amenazas lograron ablandar la dureza del pardillo.

-Mire usted -decía don Gonzalo, casi llorando-, lo que reza este oficio que usted mismo ha traído, camará. Estoy a pique de que me formen un consejo de guerra, y yo necesito hacer algo en bien de esas gentes poderosas. Tengo una carta particular y secreta en que se me manda echar el resto por la candidatura... ¡Mire, por Dios, que si no, me jundo, camará!

-Señor don Gonzalo -contestaba Patricio con mucha calma: por complacerle a usté se dió ese paso ayer. Si hubiera salido bien, para usté hubiera sido el fruto. Salió mal; pues sean para usté las consecuencias.

-Pero ¿qué va a sacar usted de esas batallas, hombre de Dios? ¿Qué méritos le llevan a tan altas ambiciones?

-Parecidos a los que a usté le encajaron de un golpe en los tres puestos más altos de Coteruco...

-¿Con que no hay modo de entenderse?...

-Ninguno, al menos que usté no se resuelva a ayudarme a mí.

-¡Tendría que ver, camará!

-No haría en ello más que pagar lo que debe a quien tanto te ha ayudado a usté hasta hoy.

-¡Son muy distintos los casos!

-No lo dirá quien esté en sus cabales.

-Dejemos por ahora esa cuenta, señor Patricio, que ya se ajustará algún día, y entienda, por de pronto, que la guerra que va usted a hacerme, de nada le servirá.

-Eso es lo que hemos de ver.

-Tengo ya de mi parte a todos los hombres que algo pueden aquí: me han dado su palabra.

-Mientras no tenga usté la mía...

-¿Piensa usted volverlos atrás, camará?

-Pienso hacer al respetive todo lo que pueda, señor alcalde; y ya sabe usté que no es poco.

En esto entró Lucas. Enteróle don Gonzalo de lo que ocurría, y el fanático aplaudió las «nobles aspiraciones» de Patricio, y hasta pronunció un discurso ponderando la necesidad de ver a «las clases trabajadoras» en los altos poderes del Estado. Al atribulado alcalde se le acabó de desmayar el alma con aquel desengaño que no esperaba; y mayor fue su angustia todavía cuando Lucas les hizo saber que al día siguiente se marchaba de Coteruco para no volver.

-Pero aunque me voy -añadió con cómica solemnidad-, mi espíritu quedará entre vosotros. Me llaman los hombres que disponen de los destinos de la provincia, y ya supondréis que a su lado trabajaré siempre por la prosperidad de este noble rincón, cuya cultura es obra nuestra.

No se tranquilizó don Gonzalo con estas promesas, porque iba conociendo que la palabrería de Lucas no acarreaba más que conflictos; pero Patricio vio la noticia por un lado más placentero. La marcha de aquel personaje le dejaba a él dueño absoluto del pueblo. Diole la enhorabuena con todo el corazón, y a su vez largó un discurso sobre la conveniencia de que los hombres de saber y de palabra estuvieran donde debían estar. Abrazó a Lucas, prometió éste ir a despedirse de Gildo luego que hablara con don Gonzalo, y salió el pardillo derecho a la taberna, donde esperaba hallar, y así sucedió, a Polinar Trichorias, para interesarle en su concebida empresa antes que don Gonzalo te comprometiera, o para arrancarle el compromiso si le había empeñado ya.

Estaba Polinar a aquellas horas bastante cargado de vino, y precisamente despellejando a los Rigüeltas en un círculo de maldicientes, con motivo de los sucesos del club. Llamóle Patricio aparte, habló con él pocas palabras, y salieron juntos a continuar la conversación en la calle.

Enterado Polinar del caso, respondió al solicitante que estaba comprometido con don Gonzalo, y que él no tenía más que una palabra. Patricio no retrocedió por eso en su empeño. Polinar era hombre de gran valer en tal empresa. Su carácter siniestro, sus aires de matón y su reciente encumbramiento en el municipio, le daban grandísima influencia sobre todos los perdularios del lugar; y como últimamente pertenecían a este gremio la mayoría de los hombres de Coteruco, en una lucha sin cuartel era un enemigo terrible para los caciques. Harto lo sabía Patricio, y por eso insistió con él, empleando todos los recursos de su táctica seductora, bien acreditada entre gentes de su pelo. Pero de nada le sirvió esta vez. Polinar tenía, según aseguraba, muchos agravios que vengar en Patricio, y hasta se alegraba de que se le hubiera presentado aquella ocasión de contrariarle.

Abandonó el capitán de voluntarios el recurso de las dulzuras, y adoptó el de las amenazas.

-Ya sabes, Polinar -dijo a éste-, que no hay hombre sin hombre.

-Por eso me buscas tú a mí ahora -respondió Polinar con mucha calma-, porque me necesitas.

-No lo niego, Polinar; pero caso puede llegar de más apuro que el presente, en que tú me busques a mí... Y no me alcuentres tampoco; que el que no siembra, no coge.

-Por siembras de algún beneficio le he dado al alcalde la cosecha de este favor que he de hacerle. Respóndote, Patricio, con tu mesma ley, para que no te quejes.

-Pues a ella me agarro, y te digo que, beneficio por beneficio, el que a mí me estás debiendo de años atrás, no tiene comparanza con ninguno.

Los ojos de Polinar brillaron como dos ascuas entre las tinieblas de la noche; y si tan densas no hubieran sido éstas, Patricio habría visto en la fisonomía de su interlocutor algo de siniestro y amenazante.

-No es de hombres de corazón -dijo Polinar conteniéndose-, echar a otro en cara favores que le hayan hecho... ¡pero echarlos cuando no los hay, Patricio!...

-Pues tampoco es de hombres de bien olvidar el beneficio: ¡pero negarle cuando está delante de los ojos, Polinar!...

-¡Yo no te debo nada!

-¡Me debes... la vida! ¿Te paece poco?

-¡Patricio!...

-No alborotes, Polinar, que no te tiene cuenta.

-¡No me provoques tú!

-¡No me niegues la luz del día!

-Tengo todas mis cuentas ajustadas al respetive.

-Bien sabes que eso no es verdá; que puedo perderte el día que me dé la gana...

-¡Patricio!

-Que se echó tierra al asunto, porque no se hallaron pruebas bastantes, y que se te puso en libertad dejando abierta la causa...,

-¡Mira que no respondo de mí!...

-Pues has de oírlo para que en la memoria lo tengas al trabajar contra mí. En el monte había un hombre cuando distes el golpe al transeúnte, y ese hombre, que te vio sin ser visto, recogió junto al muerto pruebas que te condenan.

-¡Patricio!...

-Y esas pruebas están en lugar seguro, y saldrán en su día con mi declaración... Y te llevarán al palo...

Todo esto lo decía Patricio en voz baja, nerviosa y punzante, y Polinar lo oía mordiéndose los labios cárdenos, acariciándose el negro ceñidor con las manos trémulas, y mirando al atrevido con ojos de hiena. Con sobrehumano esfuerzo consiguio dominar otra vez los impulsos que le atormentaban, y respondió con voz sorda, asiendo de un brazo a su temerario interlocutor:

-Ya te habrás hecho cargo, Patricio, de que tomo a chanza eso que dices, cuando aquí que naide nos oye ni nos ve, no te he metido un palmo de hierro en la asadura.

Estas palabras recordaron al ofuscado trapisondista que había ido demasiado lejos en sus provocaciones a aquel hombre, en sitio tan solitario y hora tan avanzada.

-No es decir esto, Polinar -respuso bajando mucho la temperatura de sus humos, -que yo quiera hacer uso de cosa alguna que te pierda... sino que como tú te niegas a todo... hasta a confesar que me debes ese favor...

-¡Y lo niego otra vez!

-Entonces ¿por qué en otras ocasiones no lo has negado?

-Para acabar de un golpe, Patricio, esta porfía, en bien tuyo... y de los dos: si tus ojos no te engañaron en lo que dices que viste en el monte en aquella ocasión, tenlo en cuenta y no me provoques; que quien hace un cesto, hará un ciento; y mal andaría la cosa cuando, si me vendieras, me faltara un rato como éste para mandarte a la eternidad antes que a mí me llevaran al palo.

Dijo Polinar, alejó de sí a Patricio con un empujón y se volvió a la taberna. El trapisondista permaneció unos instantes en la actitud en que le dejó la brusquedad del otro; rascóse la cabeza, como acostumbraba en los casos de apuro, y dijo, al cabo, para sí, mientras caminaba lentamente hacia su casa:

-El aviso es de estimar; pero pagar, me lo pagas, como en la presente no me sirvas; que a dar golpes sin que suenen, no me ganas tú ni la perra que ha volver a parirte.




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- XXIX -

Sucesos transcendentales


Don Román, Álvaro y don Lope, a caballo los tres, volvieron juntos de la ciudad; pasaron a todo correr de sus fatigadas bestias por delante de Coteruco, y siguieron, sin detenerse, a Solapeña.

Renuncio a pintar la entrevista de don Román con Magdalena y la buena Narda. El lector puede imaginársela.

Don Lope dijo a la primera, tan pronto como los brazos de su padre se resignaron a desprenderse de ella:

-Ofrecí a usted, señora, devolverle la prenda que la habían robado: he cumplido mi palabra; y después de hacérselo ver, a lo cual únicamente he venido aquí, tengo el honor de besar sus pies y de pedirle su venía para retirarme.

Las manos quisieron besar Magdalena y Narda, henchidas de gratitud, a aquel hombre que, bajo la corteza tan ruda, ocultaba un corazón de oro; pero el Hidalgo se resistió a ello, como si le acosaran víboras.

-Ni lo intentéis siquiera -les dijo don Román sonriendo. -A mí no ha querido admitirme en la ciudad ni las gracias, cuando la vida me parecía poco para pagarle el servicio que me ha hecho. Y como le conozco y él me conoce, no insisto en ofrecerle testimonios de mi eterna gratitud...

Antes que don Román llegara a decir estas últimas palabras, don Lope hizo una grave y gallarda reverencia, y salió de la estancia sin pronunciar palabra alguna. Montó a caballo en la corralada, llegó a Coteruco, entregó en casa de don Román el jadeante bruto; y después de decir a Blas que su amo quedaba sano, bueno y contento en Solapeña, recogió la cachava que había dejado detrás de la puerta del estragal el día antes, y se encaminó a la Casona, en cuyo trayecto estuvo Patricio a pique de tropezar con él, como vimos en oportuno lugar.

Hecha una compendiada relación de cuanto le había ocurrido desde que se habían separado Magdalena y su padre, prohibió éste que se le volviera a mencionar semejante asunto. Quería considerarle como un sueño desagradable, e ir dándole al olvido poco a poco.

-Sin embargo -añadió-, esto no se opone a que le aproveche como lección; y en prueba de ello, y contando con que no siempre se hallan en lances parecidos hidalgos como don Lope, deseo que cuanto antes tenga Magdalena quien, por deber, la ampare y defienda, aunque yo le falte. ¿No opina usted como yo, señor don Álvaro?

Álvaro y Magdalena se sonrieron, y ni por asomos pensaron en desmentir a don Román.

Quiso éste que el casamiento se efectuara el jueves, como estaba convenido antes de leerse las proclamas; pero Narda se atrevió a replicar a su amo que, aunque la boda no había de ser tan vistosa como hubiera sido en mejores circunstancias, no eran los novios tan pelones que se les pudiera arreglar el agasajo en dos días solamente. Gracias si para el sábado lograba ella, con ayuda de vecinos, preparar lo menos que pedía una fiesta como aquélla, en casa de tantos caudales.

Narda tenía razón, y no se la negó su amo ciertamente. Autorizóla gozoso para que dispusiera lo necesario, de acuerdo con la interesada, pero sin hacer mucho ruido, y quedó convenido que el sábado se celebraría la boda.

Álvaro salió aquella misma noche para Sotorriva, y don Román, al día siguiente muy temprano, para su casa, con Magdalena y Narda. En el camino se encontraron con don Frutos que, después de decir misa, iba a Solapeña a abrazar al libertado prisionero. Durante la ausencia de éste, todas las horas que le dejó libres su ministerio las había dedicado a consolar a Magdalena. Sabíalo ya su padre, y por ello le estrechó entre sus brazos con la doble efusión de su cariño y de su gratitud.

Al aproximarse los cuatro a Coteruco, salía de él hacia Carrascosa, Lucas, a caballo en la tordilla del alcalde, seguido de un muchachuelo que había de volver con el jamelgo desde la estación de la villa. Nadie más le acompañaba. Ni siquiera su amigo Gildo despedía a aquel tribuno a cuya voz se habían transformado las patriarcales costumbres del pueblo que abandonaba, y cuyos delirios quedaban en él proclamados como leyes. La ingratitud humana da siempre ese pago a los reformadores que se encumbran, lo mismo en Coteruco que en cualquier parte. Todos los que suben entre música y laureles, suelen bajar entre silbidos, cuando no por el balcón. Y atribuyo el hecho a la humana ingratitud, porque no puedo creer que el pueblo tenga razón siempre que se llama estafado por sus redentores políticos.

En cuanto a Lucas, con su credencial en la maleta y las esperanzas en mejores destinos, me consta que se pagaba muy poco del desdén con que le veían irse para no volver, los descamisados ganapanes de Coteruco.

El viernes por la tarde llegaron los señores de Sotorriva. Don Lázaro, muy mejorado de sus achaques, quiso hacer un esfuerzo en honor de tanta fiesta. Era hombre que rayaba en los setenta años; alto, pálido, bien proporcionado de cuerpo, y de cabeza noble y aristocrática; iba pulcra y severamente vestido; y a pesar de sus años y de sus padecimientos, regía con gracia y soltura el brioso caballo en que hizo el viaje. Su hija, de menos edad que Álvaro, era lo que se llama vulgarmente una muchacha muy bonita; es decir, una joven de intachables pormenores plásticos, pero cuyos ojos, sonrisas y ademanes no dicen todo lo que un aprensivo lee con delectación en la mujer ajena, y le asusta en la propia. Llegó entre su hermano y su padre, sentada en claveteado sillón de terciopelo rojo, sobre una jaca doble, airosa y bien arrendada.

Ya para entonces se había provisto Narda en la villa de cuanto faltaba en Coteruco para la comida del día siguiente; y como los preparativos de la cocina estaban encomendados a buenas manos, sólo tuvo que ocuparse aquella noche en disponer las habitaciones para los huéspedes, tarea en que la acompañó Magdalena, sacando de los respectivos roperos y cajones las colchas de damasco, las sábanas de holanda con blondas de encaje, los candeleros de plata y las sobremesas de tapicería; riquezas tradicionales y de abolengo, que no salían a luz más que en las grandes solemnidades. ¡Pues si supiera el lector cómo había aderezado Narda la estancia nupcial con antiguas riquezas tales y otros modernos primores, que al efecto se habían ido adquiriendo en la ciudad, desde que se concertó el casamiento!... Pero no cometeré yo la indiscreción de profanar ese púdico misterio con las miradas del público; ni de faltar a los buenos usos y costumbres de aquella ilustre casa, levantando siquiera la punta del velo que encubre lo que no debe ser visto.

A la mañana siguiente, muy temprano, Magdalena, con las preciosas galas que Álvaro la había regalado y los collares y anillos riquísimos de sus mayores; don Román, vestido de rigorosa etiqueta, con gruesos diamantes en la pechera y valiosos dijes en la áurea cinta de su reloj; el novio, no peor ataviado ni con menos ricas alhajas; don Lázaro y su hija, que habían de ser los padrinos, bien provistos de ellas también, y en adecuado arreo, salieron juntos de casa, siguiéndolos la ávida curiosidad de los criados y la fiel Narda, en cuerpo y alma, que también había avisado a don Frutos para que la confesara. Decía la buena mujer que, a los ojos de Dios, tanto valdría su ruego por la felicidad de los que iban a casarse, como el del más guapo; y que si en santa gracia se querían poner sus amos y los padrinos para que la súplica llegase bien arriba, en santa gracia deseaba ponerse ella, como la más pecadora.

Al salir de la portalada el cortejo, se halló con la plazuela invadida por una muchedumbre de curiosos, en la cual abundaban las mujeres. De entre ellas salieron doce, jóvenes y garridas, con sendas panderetas adornadas de lazos y cascabeles; y formándose de cuatro en cuatro, pusiéronse delante de los novios, y comenzaron a cantarlos al uso tradicional del país, sin olvidar en las coplas a don Román ni a los padrinos. Narda se echó a llorar como una boba, al ver aquello. ¿Cómo era posible que llegara a casarse «su Magdalena» sin que se desplomara Coteruco para decirle, al verla pasar: «bendita seas por todos los días de tu vida, y bendita en la otra, y bendito cuanto te quiere y te rodea»?. Si tenía que suceder eso: siempre lo había creído ella así, porque los verdaderamente malos no pasaban en el pueblo de media docena; los demás eran engañados. ¡Dichosa la hora en que aquellas mozas idearon tal festejo! Así pensaba Narda. En cuanto a su amo, ¿a qué ocultarlo? jamás hubo héroe a quien halagaran los honores del triunfo, como a su corazón generoso aquella espontánea y sencilla manifestación de cariño. Aquellos cantares entre la respetuosa actitud de la muchedumbre, le conmovieron. Cuando pasó la comitiva, las mujeres saludaron y los hombres se descubrieron la cabeza... y allá atrás, en la última fila, con los sombreros en la mano y los ojazos muy abiertos, estaban Carpio y Gorión... ¡Oh, sí, bien claros los vio don Román! ¿Por qué no se acercaban más? ¿Por qué se escondían, si estaba él deseando verlos a su lado? Y para que ninguna duda quedara a aquellas gentes de su manera de sentir, pasó delante de ellas con la cabeza descubierta y la sonrisa en los labios. Magdalena saludó con el pañuelo; Álvaro y su padre imitaron el ejemplo de don Román. Entonces la muchedumbre prorrumpió en un solo grito de «¡vivan los novios!» y los ecos de la montaña no habían cesado de repetirle, y todavía andaban por el aire los sombreros de Carpio y de Gorión.

Aquel grito acabó de conmover al generoso Pérez de la Llosía: sonábale como la voz del hijo pródigo que, arrepentido y cariñoso, llamaba a las puertas de su padre, y él estaba dispuesto a abrírselas de par en par y a recibirle entre sus brazos.

Bajo tan hermosas impresiones entró la comitiva en la iglesia; y confesaron todos, y unió don Frutos, con la bendición de Dios, a aquellos dos seres felices, unidos ya entre sí por el amor de sus corazones.

Momentos antes de empezarse la misa, llegaron los parientes de Solapeña. El templo estaba lleno de gente; y al terminarse la ceremonia, las cantadoras acompañaron hasta la plazoleta a los recién casados. Hízolas entrar en casa Magdalena; y ella misma, después de abrazar y de besar a una, en representación de las demás, regaló a todas variadas y abundantes golosinas, presentadas por la gozosa Narda en ancha y cincelada bandeja de plata.

No hubo modo de reducir a don Lope a que asistiera, ya que no a la ceremonia de la iglesia, cuando menos a la comida del mediodía.

-¿A qué santo? ¿por qué razón? ¿qué tengo yo que ver en todo eso? -pensaba el Hidalgo después de despedir a don Román, que fue a invitarle, con grandes instancias.

-Pues sírvale a usted de gobierno -le había dicho éste al salir, que en la mesa habrá un cubierto destinado a usted. Allí se estará intacto y representándole, si usted no nos honra con su asistencia. No merece menos consideración la persona a quien hoy debo la alegría de mi casa.

Y como lo dijo se hizo: durante la comida, y a la derecha de don Frutos, hubo un cubierto de respeto y una silla desocupada.

Tampoco he de decir nada al lector de aquel acontecimiento extraordinario; ni una palabra de aquella mesa cubierta, materialmente, con la maciza plata acumulada durante diez generaciones de Pérez de la Llosía, sobre finísimos manteles; ni el más leve comentario acerca de la comida, en que se mezclaban, de muy mala gana, los tradicionales estofados, potajes y pepitorias, obras de las manos de Narda, con los modernos condumios hechos por mercenaria cocinera; las macizas reposterías de antaño, con las vaporosas e impalpables merengadas del nuevo estilo; el chacolí de la tierra, con el Burdeos delicado; el patriarcal, añejo Málaga, negro como la tinta, dulce como las mieles, con el liviano, bullanguero y parlamentario Champagne. De nada de esto, repito, ni de otras cosas parecidas, quiero dar cuenta detallada al lector. Y al proceder así, me acomodo a los deseos de don Román, que, en virtud de los tiempos que corrían, se propuso celebrar el acontecimiento con una comida de familia íntima, más bien que con una boda ruidosa.

¡Ah! pues si los tiempos hubieran sido distintos; si Coteruco no hubiera prevaricado; si el casamiento de Magdalena hubiera sido un año antes, ¿cómo dejara él de hacer, en alguna forma, partícipe de la boda al vecindario?... ¿Para qué quería su provista bodega, los ajamonados perniles y el colmado gallinero? Pero en esto no había que pensar ya. ¡Harto era, y hasta milagroso le parecía, por lo inesperado, el síntoma de reacción benéfica que había notado por la mañana en sus convecinos!

Meditando en esto se hallaba poco antes de alzarse los manteles, cuando don Frutos dijo, sacando del bolsillo interior de su levita un ancho papel impreso:

-Aunque a don Román no le deleite mucho, por esta vez, y en gracia de lo que tiene de cómico este documento, voy a leerle en alta voz para fin de fiesta.

-¿Qué es ello? -preguntaron.

-Ustedes lo verán. Me consta que se ha impreso tal como su autor se le dictó al pendolista; que ha llegado calentito de la ciudad anoche, y que a estas horas deben estar en el pueblo y parte del valle inundados de hermanos gemelos de este ejemplar que he recogido al venir acá.

El documento leído por el cura don Frutos, después de bien considerado, no era, en el fondo, otra cosa que todos los manifiestos de todos los aspirantes a diputados a Cortes; con la ventaja, a mi entender, sobre ellos, de estar perjeñado en el estilo y forma usuales y corrientes entre los electores a quienes iba enderezado, lo mismo en lo substancial que en su no escasa parte de exornación patriotera. No se había visto ni se verá, en su género, obra más en carácter ni con mayor fuerza de colorido local.

-Veo -le dijo el cura-, que a usted, señor don Román, no le ha hecho reír el manifiesto. Celebróse mucho, en efecto, su extraña comextura. Particularmente don Frutos, se desternillaba de risa a medida que ib a leyendo. La cara de don Román era la única que en aquel regocijado concurso estaba seria y hasta contristada.

-Para los más necesitados... ¡sean quienes fueren!

-Me dura aún lo último que usted me entregó con igual fin, -respondió el párroco tomando el dinero.

-No importa -añadió don Román: aquello era... aquello; y esto es el pan de la boda de mi hija. ¡Que, como pan bendito, los nutra y los consuele!

-Ni mucho menos, -respondió el interpelado.

-Permítame usted que le diga -añadió don Frutos, -que eso es ya llevar las cosas al extremo.

-¿Se le figura a usted?

-Y me figuro la verdad neta.

-¡Ojalá sea así! Pero, entre tanto, oigan ustedes en qué me fundo para pensar como pienso. Esta mañana vi, con grandísima complacencia, la actitud de este pueblo delante de nosotros: parecía que el cansancio, el peso de sus propias locuras, le arrojaba al buen camino.

-Y eso es lo cierto.

-Sin duda alguna. Pues bien: esa payasada que tanto les ha hecho reír a ustedes, o la ambición insensata que la ha producido, ha de ser causa de que los rencores, los odios, las borracheras y los escándalos consiguientes, vuelvan otra vez a arrollar a estos infelices y a arrastrarlos de nuevo al olvido de sus deberes y conveniencias.

-No lo espero, señor don Román.

-Al tiempo invoco por testigo, señor don Frutos.

Cuando, dos horas más tarde, se retiraba éste a su casa, le alcanzó don Román junto a la escalera, y poniéndole en la mano un pesado cartucho de monedas de oro, le dijo:

-Para los más necesitados... ¡sean quienes fueren!

-Me dura aún lo último que usted me entregó con igual fin, -respondió el párroco tomando el dinero.

-No importa -añadió don Román: aquello era... aquello; y esto es el pan de la boda de mi hija. ¡Que, como pan bendito, los nutra y los consuele!




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- XXX -

La catástrofe


No cabe en libros lo que padeció don Gonzalo el día de la boda de Magdalena; y como si todo el pueblo se hubiera conjurado para martirizarle a él, no se le acercaba una persona sin clavarle la espina correspondiente.

¿Ha visto usted a la Organista? ¡Gloria de Dios daba mirarla cuando iba a la iglesia! ¡Los mesmos soles del cielo tenía en la cara! ¡Pues dígote con los avíos que llevaba encima!... Medio mundo valía aquella riqueza... Y el novio es majo de veras... ¡Y cómo deben estimarse los venturados de ellos! ¡Qué mirar de ojos tan embustero entre los dos! Me gustó el cántico que les echaron las mozas. No, y lo que es ella, bien merece eso y mucho más; que buena es como la mesma dulzura de las mieles. Pues a su padre no le cabía en el vestido, de lo ancho que iba recibiendo las sombreradas de la gente... Justo era el obsequio, que el hombre, caballero es de por suyo y bueno para el pobre, aunque otra cosa se pinte y se declare aquí y allá... También es respetoso y principal el señor de Sotorriva. ¡Vieja debe ser, por las trazas, la levita en su casa!... ¡Vamos, que le digo a usted que la boda campaba, como no se vio otra cosa ni se verá!

¡Y así toda la mañana; y el alcalde obligado a decir «amén» a cada ponderación, porque no se le descubriera el despecho que le roía el alma! Cegado por esa pasión, no hay barbaridad que él no hubiera cometido aquel día, para impedir que Magdalena llegase a ser la esposa de Álvaro; pero ¿de quién valerse para que le ayudara en la empresa? ¿Cómo dar el golpe sin exponerse a las iras del pueblo, que tan cambiado estaba, o a morir bajo los puños de don Lope, o a ser conducido preso y despojado de todos sus cargos y preeminencias? ¿No se había declarado, por unos y por otros, inviolable aquella, para él, funesta familia? El infierno debió de darle la autoridad y el mando que tenía, cuando en sus manos se trocaban en esposas y grilletes que le dejaban expuesto a las burlas y mamolas de la contraria suerte.

Para alivio de su tormento, cerca del mediodía se vio Coteruco inundado por una lluvia de ejemplares del manifiesto de Patricio. La lectura del chusco documento fue la gota que hizo desbordar las iras de su pecho. Llamó a todos sus agentes y auxiliares; y aunque estaban ya bien instruidos para la empresa, les dijo:

Este infame papel de ese intrigante revoltoso, nos obliga a trabajar con mayor empeño. ¡Guerra sin cuartel, aunque haya necesidad de pegar fuego al pueblo! Al fin y al cabo hemos de ganar la batalla, y ganándola, todo lo nuestro se dará por bien hecho, por gordo y bárbaro que sea. Tú, Polinar, tienes la lista de la gente: para los que vayan, habrá vino a discreción y cigarros... Y diles que también tajadas abundantes. Para los que se nieguen y me están obligados... ¡basta la camisa! y si hace falta, garrotazo limpio, que yo respondo. ¿Entienden, camarás?

-Entendido -dijo Polinar; pero sepa usted que Patricio tiene pensado hacer de las suyas en el momento de votar la gente.

-Y ¿cómo se remedia eso?

-Pasando por mi mano todas las papeletas.

-¿Es decir, haciéndote presidente de la mesa?

-Justo y cabal.

-Pues lo serás.

-De ese modo, no tema usted nada.

-¡Hay que ganar la elección en este pueblo, a todo trance! ¿Lo entendéis bien?... ¡A todo trance! ¡Yo respondo! En idéntico lenguaje hablaba Patricio, casi al mismo tiempo, a sus auxiliares. Si don Gonzalo tenía renteros, él también los tenía; si el uno era alcalde y Comandante general, de pantalla y relumbrón, el otro era la verdadera autoridad en el Ayuntamiento y entre los voluntarios; si las usuras del ambicioso hijo de Bragas le proporcionaban un contingente de votantes enmarañados en las redes de ciertos contratos firmados a obscuras, él tenía echados muchos lazos corredizos a otros tantos pescuezos, y estaba dispuesto a tirar de los cordeles que tenía en su mano, a la menor señal de indisciplina; si el indianete se valía de malas artes a última hora, él tenía las faltriqueras atestadas de fullerías para marear al más listo; y, por último, si el poderoso alcalde daba carne, pan, vino y cigarros a sus electores, el «honrado albitrante» daría eso mismo y algo más a los que le votaran.

¡Qué cosas se vieron en Coteruco desde aquel día, para satisfacer la soberbia de los dos jaques! Los que eran vasallos de uno o de otro, menos mal; pero los infelices que se hallaban con un pie en cada señorío, y de éstos eran los más, ¿cómo servir al uno sin ofender al otro? ¡Cuántas veces maldijeron la hora infausta en que les otorgaron ese derecho irrisorio! Porque allí se cumplían las amenazas, y los apremios no se hacían dos veces, y los embargos no cesaban; y el que tenía tierras y ganados a renta y aparcería, sin ello se quedaba, de la noche a la mañana, y otro lo cogía a cambio de su voto. Los despojados ponían el grito en el cielo, y echaban la culpa del despojo a supuestas intrigas del ganancioso, y éste endosaba el cargo a los agentes, y los agentes, a su vez, a sus mandantes. Y a todo esto, el pueblo en ebullición, matando sus pesadumbres, alentando sus esperanzas o desahogando sus furores, en la taberna; y sobre si esto es inicuo, o el otro es un bribón, y el de más allá tiene la culpa, por lo que le vale; o «los nuestros saldrán avante porque somos más fuertes»; y que no y que sí, y que mandrias y que tunos y ladrones, armábase la disputa, y el vino fermentaba en los estómagos, y subían sus vapores a las cabezas, y venían, como consecuencia natural, los bofetones, las agarradas y las palizas.Y como cada mujer tiraba por lo suyo, y las riñas de los maridos eran por defender la hacienda que los ambiciosos les arrancaban de las manos para dársela a otros, cada vecina reñía con su vecina, ylos hijos amparaban a sus madres, y rifaban con los hijos de las madres de enfrente, que las injuriaban; y hasta los gatos y los perros bufaban y latían en aquel desconcierto estrepitoso y tremebundo.

Gildo había sido abofeteado tres veces por Toñazos, porque Toñazos echaba pestes contra Patricio, y el hijo quería levantar la pisoteada honra de su padre. El cual tuvo varias agarradas con Polinar; agarradas serias y peligrosas, porque Polinar no desistía de hacerle la guerra, y hasta se jactaba de ello, y Patricio no cesaba en su imprudente empeño de amenazarle con resucitar antecedentes que el otro no quería oir.

Bajo tales auspicios dio comienzo la batalla electoral. El primer choque fue una derrota para Patricio: sólo un secretario pudo arrimar a la mesa, la cual quedó constituída con gente de don Gonzalo, bajo la presidencia de Polinar. Este descalabro afectó hondamente al pardillo, y hasta le hizo perder su habitual serenidad. Desconcertado y furioso, y siempre en su empeño de obtener mayoría de votos en aquel colegio (que, para gobierno del lector, se había establecido en el piso bajo del Ayuntamiento, vasto almacén desmantelado, con dos solos huecos a la calle: la puerta de ingreso y una ventana), agitábase como un poseído, y no adelantaba gran cosa. Llevaba a sus electores asidos del brazo hasta la urna, y no los soltaba hasta que la papeleta desaparecía en el fondo.

Cambiósela con arte a muchos de sus contrarios; pero cuando el primero de éstos vio que la trampa no pasaba por la aduana de Polinar, los restantes descambiaron, y fuéronse por donde su legítimo pastor los conducía. Con estos y parecidos artificios, las protestas, los reniegos y las amenazas no cesaban en uno y otro campo; el local estaba lleno de gente, y medio Coteruco en los alrededores. La guardia se había retirado de allí durante aquellos días, por un alarde de legalidad del alcalde, aunque para establecerse en el portal de la iglesia y estar allí pronta a cualquier llamamiento suyo.

El último día, Patricio llevaba una desventaja de treinta votos, y no le quedaba más reserva que una docena escasa de electores, entre tullidos y moribundos, y otros tres o cuatro que de intento se habían ausentado. Gildo y los demás agentes habían salido a buscar a los unos y a los otros, «por buenas o por malas», pues faltaba una hora escasa para que se diera por terminada la elección. En cuanto a él, que vinieran o no los ausentes, al dar su voto, a última hora, metería en la urna un puñado de papeletas que a prevención llevaba en el bolsillo. Si el engaño pasaba inadvertido, bueno; y si no, armaría escándalo, iría la urna por la ventana, se daría por no hecha la elección del día... Y el que pasa un punto, pasa un mundo.

Corrió el tiempo, y sólo vinieron, casi arrastrados por Barriluco y Facio, un tísico in extremis, bárbaramente arrancado del lecho, y un anciano octogenario, trémulo y encorvado, que hacía seis años no salía de la cama sino para tomar el sol en el portal de su casa. Ambos, entre quejidos de dolor y ansias de la debilidad, protestaban contra la inhumana violencia que se ejercía en ellos; pero Patricio, sin parar mientes en tales delicadezas, y apremiado por el tiempo que volaba, brutal y descomedido ayudó a sus sayones a arrastrar a los dos infelices hasta la mesa, donde, después que votaron, los abandonó como cosas que para nada le servían ya; y allí se hubieran muerto si Carpio y Gorión, que se hallaban entre los espectadores, no los hubieran conducido a sus respectivos domicilios.

Y seguía el tiempo pasando, y Gildo no parecía con los reclutados. Quedaban apenas diez minutos disponibles. Patricio se comía los puños de rabia, y en vano se asomaba a la puerta y miraba en todas direcciones. Las reservas no llegaban.

-Pues señor -se dijo: serenidad, y a dar el golpe cuanto antes.

Acercóse a la mesa, y con los trámites de rigor, entregó al presidente una papeleta; ocurriósele hacer, sobre la ortografía con que estaba escrito su propio nombre en ella, no sé qué observación, y mientras adelantaba el tronco sobre la mesa para oír la respuesta del interpelado, deslizó en la urna media resma de papeletas. Pero Polinar, aunque saturado de vino y harto de tajadas, como sus adjuntos, no se dormía con tales enemigos enfrente.

-¡Arre allá, so tuno! -gritó mientras echaba la zarpa al contrabando y le cogía en el aire, a la vez que arrojaba con la otra a Patricio dos varas atrás.

El pardillo acabó de cegar con aquel fracaso y aquella sacudida. Verde y tartamudeando de ira, volvió a acercarse a la mesa, y allí gritó convulso:

-¡Protesto la palabra que se me ha dirigido!... ¡Protesto el atropello que se ha cometido conmigo en el acto de votar!... ¡Protesto la persona que de tal modo acaba de ultrajarme!

-¡Y la mesa protesta la bribonada que usté ha hecho, llenando el cántaro de papeletas! -respondió Polinar, comenzando a palidecer, síntoma en él de mal augurio.

-¡Una bribonada yo! -rugió Patricio. -¡Y eso me lo dices tú!... ¡Tú... delante de la cara del pueblo que te escucha!

Polinar se estremeció como si una tempestad le envolviera en sus fluidos.

-Yo te lo dije, sí... yo te he llamado tuno... ¿Y qué? gritó, clavando en Patricio su mirada fosforescente.

-¿Y no temes -replicó Patricio cada vez más descompuesto-, que aquí mismo te haga yo volver las palabras al cuerpo con una sola que yo diga!

-No... ¡tunante!... -respondió Polinar, lívido ya como un cadáver y temblando de pies a cabeza.

-¡Dios de Dios! -aulló Patricio, ebrio de coraje. -¡Y te atreves a tanto!... ¡ladrón!... ¡asesino!...

Y al estallar así, se inclinó hacia Polinar, le escupió en la cara y, a mayor abundamiento, le arrojó la urna a la cabeza.

Yo no sé cuál fue primero, si los insultos y el golpe o el oírse bajo la mesa un chirrido horripilante, el plantarse de un brinco sobre ella Polinar, con los labios contraídos, los dientes apretados, los ojos sanguinolentos y blandiendo en su diestra una navaja descomunal, y el desaparecer del local cuanta gente en él había, unos por la ventana y otros por la puerta.

Un segundo bastó a Patricio para ver, al fulgor siniestro de aquella arma innoble, el peligro que le amenazaba; pero en aquel átomo de tiempo, si la expresión vale, se había quedado solo con su terrible enemigo.

Huyó de él aterrado y delirante y con el frío del espanto en su corazón; jurara que el álito infernal de aquella furia que, entre blasfemias horrendas, le pedía la sangre y la vida, abrasaba sus espaldas; y en tan espantosa pesadilla, la puerta, que estaba a diez pasos de él, veíala allá lejos, muy lejos... como si nunca pudiera llegar a alcanzarla. Cuando creyó haber corrido muchas leguas, y las piernas se le entumecían y la respiración le faltaba ya, sus manos, trémulas y descoloridas, agarraron con ansia las codiciadas hojas, que habían quedado plegadas sobre el marco al salir la gente; pero ¡qué agonía! estaban cerradas con llave por fuera. ¡Los cobardes habían cometido aquella iniquidad, obedeciendo más al pánico que los espoleaba, que a la voz de la caridad que apenas llegaba a sus oídos! Una inspiración del momento quizás un acto maquinal, le hizo coger un viejo tablero que había al alcance de sus manos; la desesperación le dio fuerzas, y le arrojó hacia atrás, por encima de su cabeza; tan a tiempo, que;cayó sobre el brazo de Polinar en el momento en que éste le dirigía una puñalada. Hubo para el infeliz tres segundos de tregua, mientras su perseguidor recogía del suelo el arma que se le había caído con el golpe, y se preparaba, con doblada furia, a acometer de nuevo. ¡Ni voz hallaba, entre tanto, en su garganta el desventurado para pedir socorro! Volvió los ojos a su derecha, pensando escaparse por la escalera que arrancaba desde allí entre los tabiques y conducía al piso alto, que tenía balcón y ventanas por donde arrojarse, y vio con espanto que la puerta de aquella escalera estaba cerrada también; acordóse entonces de la ventana contigua a la mesa, y corrió a ella sorteando, como por milagro, la primera puñalada que le asestó Polinar en cuanto se rehizo; pero el asesino conoció la intención de la víctima, y le cortó la retirada. Patricio, ya sin fuerzas, quiso ampararse con la mesa, y logró con aquel recurso burlar por otros dos instantes la ferocidad salvaje de su perseguidor. En esto apareció una sombra en la ventana. Patricio, que estaba enfrente de ella en aquel momento, conoció a don Frutos, y le vio arrojarse desde el umbral adentro, y abalanzarse a Polinar en el instante en que la navaja de éste iba a alcanzarle, y hasta se oyó decir:

-¡Teme a Dios, Polinar!

-¡Fuera estorbos! -rugió entonces el asesino, más embravecido con aquel obstáculo inesperado. Y al mismo tiempo, asestó una puñalada al cura, que cayó contra la mesa, sin lanzar un grito, pero llevándose ambas manos al costado derecho.

Y como si aquel crimen hubiera dado nuevos bríos a la fiera, de un salto, verdadero salto de tigre cebado en sangre, alcanzó a Patricio y le hundió la navaja en el pecho.

-¡Muerto! -clamó el mísero, desplomándose en el suelo en medio del triste local.

Al mismo tiempo, don Frutos, sin lanzar un suspiro, caía también, inerte y cadavérico, a los pies de la mesa; y Polinar, después de arrojar el arma homicida entre sus dos víctimas, saltaba por la ventana muy tranquilamente.

Era horrible aquel cuadro unos instantes después. Bajo cada figura había un charco de sangre, y en el lodo que formaba al mezclarse con el polvo arcilloso del pavimento, se revolcaba Patricio luchando con la muerte. Roncos quejidos lanzaba de su pecho, y entre la espuma sanguinolenta que asomaba a sus labios balbucía algunas palabras entrecortadas y confusas.

-¡Misericordia!... ¡perdón! -dijo, con entera claridad, en un esfuerzo convulsivo de su agonía terrible.

En el mismo instante abrió los ojos don Frutos y fijó la vista en él.

-¡Válgame Dios! -murmuró con voz débil y apagada, -ese desventurado se muere sin que nadie le socorra... Pues yo no estoy mucho más valiente que él... ¡Si pudiera gritar!... Pero esos miserables no acudirían. ¡Ni aun para que entrara yo se atrevieron a abrir la puerta!...

-¡Confesión! -volvió a decir Patricio.

-¡Dios mío! -exclamó, al oirle, don Frutos.

-¡Un poco de fuerza para llegar hasta él!... ¡Es una oveja de mi rebaño... y, mientras yo respire, no puedo consentir que el lobo se la coma!

Logró, tras estas palabras, enderezar el busto, agarrándose con las manos a un pie de la mesa, y comenzó a arrastrar todo el cuerpo hacia Patricio, separado de él por una distancia de tres varas.

-Dudo mucho -pensaba, -que me dure la vida hasta el fin de este viaje. ¡Cuidado si es largo y penoso!... No importa: moriré cumpliendo con mi deber, y Dios me lo tomará en cuenta.

Llegó, al fin, con sus negras vestiduras empapadas en la sangre de los dos charcos, a coger con sus manos, frías y trémulas, una marmórea y amarillenta de Patricio, cuya agonía terminaba por instantes. Llamóle; pero no obtuvo más respuesta que un débil quejido.

-Hijo mío -le dijo, acercando su boca al oído del moribundo: un instante de arrepentimiento sincero, lava toda una vida de pecados... Si en tus labios no hay ya palabras, ni en tus ojos una mirada para responderme, ve si en tu mano queda fuerza bastante para que yo la sienta en la mía... ¡Gracias a Dios!... aún me comprendes y puedes contestarme... No olvides, hijo, en este supremo trance, que por enormes que hayan sido tus pecados es mucho mayor la divina misericordia... ¿Sientes verdadero pesar de haberla ofendido?... ¡Bien! ¿Perdonas de todo corazón a tus enemigos?... Pues en nombre de Dios Todopoderoso, cuyo indigno ministro soy en la tierra, te absuelvo de todos tus pecados.

Bendíjole al mismo tiempo; y un instante después, la vida de aquel hombre se acabó con un estremecimiento y un quejido.

Don Frutos no podía ya más. Exánime y dolorido, tendió su tronco inerte sobre el cadáver.

Entonces se abrió la puerta de la estancia. Una persona penetró en ella con paso resuelto, mientras otras cien retrocedían aterradas ante el espectáculo que se ofreció a su vista. Don Román era la persona que había entrado.

-¡Qué horror! -exclamó, juntando las, manos y con el semblante demudado. -¿Cómo se ha consentido esto?¿Qué han hecho esos cobardes que no amarraron la fiera antes de que causara tantos desastres?

Después se acercó a aquel horrible montón.

-¡Es un cadáver! -dijo cuando hubo reconocido el de Patricio; luego, pulsando a don Frutos, exclamó: -¡Vive aún!

Entonces reclamó el auxilio de la gente que desde muy lejos le observaba, y sólo consiguió que se alejara mucho más.

Sabido es de todos el miedo que tiene el vulgo a la Justicia, en casos como el que se refiere, lo mismo tratándose de muertos que de heridos. Don Román comprendió que tenía que habérselas él solo con don Frutos. Urgía poner remedio a su estado, si remedios humanos le alcanzaban ya. La naturaleza le había dotado de grandes fuerzas musculares: acudió a ellas, y cargó al cura sobre sus espaldas. Hubo en la gente un alarido de espanto cuando don Román, con el vestido, la cara y las manos manchados de sangre, apareció en la calle cargado con lo que se creía el cadáver, también ensangrentado, de don Frutos.

Al mismo tiempo llegaba el alcalde, al frente de un pelotón de voluntarios armados.

-¡En la taberna dicen que está! -gritaron algunos espectadores.

Entendió el aviso el valiente, y, pálido como la cera, retrocedió con sus hombres a prender a Zolinar, que, según se dijo, y era la verdad, después de cometer el doble crimen, había ido a la taberna, en donde se había sentado, taciturno, sombrío y como atolondrado. Preso el reo sin resistencia, condújosele al lugar de la catástrofe. Reconoció la navaja y confesó su delito.

Al mismo tiempo entró en el local Gildo, que volvía de Pontonucos... No seré yo quien relate lo que sintió y lo que hizo aquel hijo desventurado delante del cadáver de su padre. Antes bien quiero poner fin a este negro capítulo, y le pongo diciendo que don Román llevó a su propia casa al moribundo don Frutos para no abandonarle un instante en los cuidados que su estado reclamaba, y que al entrar en la corralada llamó a Blas y le dijo-¡Revienta mi mejor caballo, si es preciso; pero llega en el aire a Solapeña, y tráete al médico volando!




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- XXXI -

Otra catástrofe


Largos días pasaron sin que la población de Coteruco viera disiparse aquella nube negra, sofocante y abrumadora que cayó sobre todos los ánimos el infausto día más atrás historiado. Muchos, aunque lo confesaban muy bajito, creyendo así ensañarse menos en la memoria de los muertos, pensaban que la mano justiciera de Dios había andado en el asesinato de Patricio; otros sostenían que sus faltas, aunque grandes y muchas, no merecían tan bárbaro y sangriento castigo, porque con algo menos se hubiera satisfecho la justicia humana si le hubiera residenciado; quién tomaba un poco de ambos pareceres, y quién no manifestaba ninguno, aunque todos convenían en compadecer al muerto y encomendarle a Dios. ¡Pero don Frutos! ¡El bondadoso sacerdote, cosido a puñaladas en premio de la generosidad con que se lanzó al peligro para proteger al débil! En este crimen había circunstancias que espantaban al pueblo: había inhumanidad, barbarie, como en el cometido en Patricio, y, además, sacrilegio; y el cielo no podía menos de fulminar su maldición sobre el rebaño que, pudiendo, no había librado a su pastor de las garras del tigre.

Esta creencia y los comentarios a que daba lugar, más el recuerdo del cadáver de Patricio; de la aparición de don Román con el cuerpo ensangrentado del párroco a las espaldas; del aspecto de Polinar al encaminarse a la taberna después de el doble crimen, erizado el áspero cabello, cárdeno el semblante extraviada y torva la vista, robaron el apetito y el sueño a aquellas gentes, y en muchos días no se oyó un grito en Coteruco, ni despachó el tabernero dos raciones, ni por el club apareció nadie.

En cambio, no sosegaba un punto la portalada de don Román, entrando y saliendo por ella las personas que sin cesar acudían a enterarse del estado de don Frutos. Un día se les dijo que el médico le había declarado fuera de peligro; y entonces empezó el pueblo a respirar con desahogo (algo por amor al enfermo, y mucho por creer que con el alivio del cura descargaban de un gran peso a sus conciencias) y a entrar en su vida normal; pero, justo es decirlo, ni se acercó al club, aunque sí a la taberna, ni hubo autoridad que redujera a los voluntarios a dar la guardia en el fatal recinto en que había ocurrido la catástrofe. Verdad es que, por unas y otras causas, el Parlamento y la Milicia habían llegado a ser empalagosos en Coteruco.

Pues bien: todas las enumeradas tristezas y amarguras que abrumaron al pueblo en aquellos días, que pasaron de quince, eran tortas y pan pintado comparadas con las que pesaban sobre el espíritu de don Gonzalo. Sentíase éste poseído de los mismos terrores y supersticiones que el vulgo de Coteruco, y, además, acosado por una cadena de particulares espantos, que, cuanto más tiraba de ella, más pesada y más larga le parecía. Espantábale la muerte de Patricio, por lo que en sí tenía de espantable; ¡pero también porque se juzgaba causante de la tempestad que produjo los destructores rayos. Si él no hubiera tomado tan a pechos la elección y no hubiera azuzado a Polinar contra Patricio, no existiría el crimen cuyo recuerdo le espeluznaba; y cuando su conciencia comenzaba a sacudirse de este cargo, alegando por razón las exigencias del empleo y otras de igual peso, y descansaba su espíritu en un poco de tranquilidad, aparecíasele Gildo, medio loco, errante de callejo en callejo, de bardal en bardal, como un idiota a veces, desesperado otras, pero siempre jurando vengarse del ingrato que pagó los favores de su padre entregándole a la barbarie de un asesino.

Con respecto a don Frutos, acusábale su conciencia de haber consentido que el anciano sacerdote se encerrara en el antro con la fiera, cuando su deber de alcalde era, puesto que se hallaba en la calle con los curiosos, abrir la puerta que los cobardes cerraron, y entrar a proteger, siquiera con su presencia, al perseguido, en lugar de huir, como huyó, lejos del teatro de los horribles sucesos con el pretexto de rodearse de algunos voluntarios que dieran fuerza a su autoridad.

En incesante lucha con éstas y las otras cavilaciones, ni hallaba manjar bien sazonado, ni sueño que sus párpados cerrara, ni lecho que le pareciera bien mullido. Y cuando, por un instante apartaba sus ojos de tan negras visiones y los volvía en torno suyo buscando un escudo con que ampararse contra tan rudo machaqueo, sus tristezas se colmaban, porque se veía solo... peor que solo, muy mal acompañado. De aquellos amigos, cuyos consejos habían sido las alas que le encumbraron en Coteruco, ¿quién le quedaba para sostenerle? Nadie. Lucas se había marchado para no volver ni acordarse más de él; Patricio había muerto, quizá maldiciéndole, y Gildo parecía no vivir sino para odiarle; el pueblo, a cuyo frente se hallaba, ni le quería, ni le temía, ni le respetaba; en el nuevo Ayuntamiento no le quedaban más que cuatro perdidos, acaso dispuestos a venderle por un vaso de aguardiente; don Román, que le había despreciado en una ocasión, debía detestarle desde que él le arrancó del hogar entre bayonetas; y, por último, ¡hasta don Lope, que con nadie se había metido en el pueblo, se la tenía jurada de muerte, y le había, moralmente, pisoteado! ¿Qué era, pues, el atribulado personaje en la alteza de los puestos que ocupaba, al precio de tantas seducciones, de tantas calumnias, de tanta perturbación y de tantas picardías!... Nada: un irrisorio espantajo, expuesto a todas horas al capricho de los vientos. Así no podía vivir: el vértigo del abismo te dominaba, y a su lado no había una mano que le sostuviera. ¿Cómo salir de tan apurada situación?

El recuerdo de Osmunda surgió, al cabo de los días, en su memoria, como una luz que disipaba las tinieblas que le rodeaban. Osmunda resolvía todas las dificultades. En el amor de la infanzona hallaría él la fuerza que necesitaba y los consuelos de que carecía. Casada Magdalena, ninguna tentación le arrastraba a mejor parte, cuando se consideraba unido a la hermana de Lucas; y este enlace no le produciría solamente amor y domésticos placeres: daríale también respetabilidad y brillo, ingiriendo y purificándose la cepa del borracho Bragas en la secular encina de la empingorotada familia de la Casona. Y cuando esto sucediera, ganaría un poderoso auxiliar, o, cuando menos, perdería un enemigo terrible en don Lope. ¿Qué otro casamiento podía darle tan estupendas ventajas?

Un día se vistió como en los tiempos de sus más risueñas ilusiones, y se fue a la Casona. Halló a Osmunda triste y hasta desesperada. Don Gonzalo no la había visitado desde el día en que don Lope le visitó a él. ¡Tal miedo le infundió el Hidalgo!

-¡Ingrato! -dijo la infanzona en cuanto le tuvo junto a sí.

-¡Osmundita! -replicó él, poniéndose tierno y melindroso. -No me culpes a mí; culpa a tantas indiznidades como pasan en el mundo.

-¡Sola, sola... siempre sola aquí!... ¡qué tristeza! -exclamó Osmunda casi llorando, y creo que de veras.

-¡Y yo solo, solo... siempre solo allá! -respondió don Gonzalo haciendo pucheros.

-¡Qué pena da eso!

-¿Me amas, sinsonte de mis jardines?

-¿Y me lo preguntas tú... arrullo de mis esperanzas!

-¡Osmundita!

-Gonzalo mío, ¿qué quieres decir?

-¿Te gusta esta mano?

-¡La adoro!

-Pues vengo a ofrecértela.

-¡Gonzalo!... ¿De veras?... ¿No me engañas?... ¡Jesús... Dios mío!

-¿Por qué te alegras tanto?

-Porque... porque te amaba, y me moría de tristeza lejos de ti... Pero ¿qué vale todo ello junto al premio que me ofreces?

-Esa pasión me hechiza, Osmundita... ¡Si supieras cuánto te necesito!

-Pues ¿y yo a ti?... ¡Virgen de la Soledad!... ¡Pídeme, pídeme Gonzalo mío... ¡pídeme sin tardar un solo instante más! Mi está en su cuarto... ¡Vete, háblale!

-¡Cascaritas! -dijo aquí don Gonzalo un poco desconcertado. -¿Y si me recibe mal...?

-¡Imposible!... Yo soy dueña de mi voluntad, y tú no vas a consultar la suya, sino a cumplir con un deber de cortesía.

Don Lope se quedó asombrado cuando conoció las pretensiones del hijo de Bragas. Quizá, aunque tenía de éste la más desastrosa idea, le parecía demasiado pesada la cruz que él mismo elegía para expiar sus pecados. Por lo demás, bendijo a Dios que le librara a él del infierno de su sobrina, y sólo puso a don Gonzalo tres condiciones: que la boda había de celebrarse inmediatamente; que Lucas no había de asistir a ella, y que Osmunda se iría desde la iglesia a casa de su marido.

Todas se cumplieron ocho días más tarde; y Osmunda, después de aberse unido a don Gonzalo ante el cura de Pontonucos, por hallarse aún en cama don Frutos, pasó a ser la señora de la casa de arcos, y del pueblo, por ende.

El alcalde quiso solemnizar sus bodas con fuegos de artificio, maniobras militares, recepción oficial y otras análogas pomposidades; pero la futura alcaldesa, que cazaba más largo que su futuro marido, no queriendo hacer un triste papel al lado de Magdalena, cuyas bodas se recordaban aún por todo el vecindario, le quitó de la cabeza semejantes marnarrachadas, y hasta le exigió que se celebrara el casamiento al amanecer y con extremada modestia. Así se hizo.

Pasado había apenas otra semana de esto que voy refiriendo, cuando los vecinos más inmediatos a aquella ostentosa morada, oyeron resonar en ella fuertes y destempladas voces. Carpio y Gorión salieron de sus respectivas viviendas, y se aproximaron al jardín para enterarse de lo que ocurría en casa del alcalde.

La bulla era en el comedor, pieza a la cual correspondía una de las puertas extremas del balcón.

-La señora es la que más grita, -dijo Carpio escuchando.

-Lo mismo me paeció antier, -observó Gorión.

En esto se oyó un estrépito de mil demonios, y vieron Gorión y Carpio salir zumbando una sopera, entre los vidrios despedazados de la puerta entreabierta, correspondiente al comedor, y luego un pan de dos libras, y después a don Gonzalo mismo, buscando por el balcón una entrada a la sala, y, por último, a Osmunda, tirándole con los platos, los cuchillos y hasta las castañas de la mesa.

-¿Qué dices a esto, Gorio?

-Bien a la vista está, Carpio.

-Verdá es... Quien mal anda... ¿Te alcuerdas, Gorio, de estas gentes, menos de un año há?

-Como si lo viera, Carpio: no les cogía en el pueblo... Y todo era entre ellos cánticos y solfeo.

-Y ná les bastaba al auto de apandar y darse jabón.

-Pues vete jilando, Carpio... El uno echao de su casa y del lugar, a moquitones y testarazos, por su tío; Patricio...

-No me lo mientes, Gorio; que las carnes me tiemblan cuando me alcuerdo...

-Gildo no es hombre ya: a una bestia se ameja, fuera del alma, y pa vivir así, morirse es mejor...

-Lástima le tengo, Gorio.

-Tocante al alcalde... con lo visto sobra, Carpio.

-No hay que hablar de ello, Gorio.

-¡Y decir a Dios que esos hombres son los que han perdío al lugar, y nos han dejao a puertas!...

-Harto caro lo pagan, Gorio.

-Bien está; pero vete jilando... Y no lo eches en olvido, Carpio.

-Más tarde o más aína, la mano de Dios cobra las deudas; por demás lo sé, Gorio.

-¡Si uno naciera dos veces!

-Dejémoslo aquí, si te es igual!

-Dejao está por la presente.

-Pues entonces... a más ver, Gorio, haiga salú, Carpio.




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- XXXII -

Conclusión


Hallábase don Frutos entre don Román y sus hijos, tomando chocolate después de haber dicho misa por primera vez desde el suceso triste que en aquel pueblo no se olvidaba un punto.

-Ya usted lo ve, señor don Román: me encuentro más fuerte que un roble, y como si nada me hubiera pasado.

-Gracias a Dios, es la pura verdad, -respondió don Román.

-Por consiguiente -continuó don Frutos-, no se negará usted hoy a darme su licencia para volver a mi casita...

-No hay que pensar en eso, señor cura.

-¿Pero usted no ve, alma de Dios, que me está echando a perder? ¿Qué va a ser luego de mí, acostumbrado, como ustedes me tienen en esta casa, a tantos mimos y regalos? ¿Les parece poco lo que han hecho conmigo hasta hoy para que todavía?... ¿Quién soy yo, pobre gusano, para que ángeles como Magdalena hayan velado mi sueño, y usted y don Álvaro no se hayan separado un punto de mi cabecera durante tantos días y tantas noches?... ¡Déjemme, señores míos; que me avergüenzo de ser objeto de tantas bondades, y ya se me figura que tardo en volver a mi celdilla, para no ocuparme en otra cosa que en pedir a Dios por usted, única moneda en que un pobrepárroco puede pagar los beneficios recibidos!

-Y ¿a qué viene esa jaculatoria, señor don Frutos? -observó don Román entre grave y chancero. -Pues qué, ¿nos conocemos de ayer usted y yo? ¿Es un acto del otro jueves, ni que merezca andar en papeles, el que yo te alce a usted del suelo, donde se halla moribundo y abandonado, y le recoja en mi casa, y le preste con mis hijos los cuidados que la gravedad del mal reclama, y no podría tener en otra parte por falta de recursos y de asistentes?

-Cierto, certísimo... Y ustedes me perdonen, en gracia del sentimiento que me mueve a hablar así; pero... en fin, señor don Román: seis días hace que me hallo en disposición de trasladarme a mi casa, y usted no ha querido...

-Yo no podía darle a usted el alta en este hospital, mientras no le viera consagrado, como antes, a sus piadosas tareas.

-Pues ya lo estoy, señor don Román: hoy he dicho misa; por consiguiente, venga mi papeleta.

-No puede ser, señor cura.

-Ya usted lo oye, don Frutos; no hay licencia, -dijo Magdalena, alegre como unas pascuas.

-¿Que no puede ser? -exclamó el cura. -Pero, señor, ¿por qué?

-Por lo que va usted a oír -dijo don Román en tono decidido, pero con la faz súbitamente transformada, como si abordara el asunto con repugnancia. No os ocultaré que los horrendos crímenes de aquel día infausto, me contristaron hondamente.

-Harto se le ha conocido, padre -díjole Magdalena-, y aún lleva usted a la vista las marcas de la pesadumbre.

-No era el caso para menos, hijos míos... Pues bien: desde que le alcé a usted del suelo, señor don Frutos, hice el propósito de abandonar este pueblo tan pronto como mis cuidados no le fueran a usted necesarios.

-¡Abandonar este pueblo! -repitieron casi a un mismo tiempo los tres oyentes asombrados.

-Ni más ni menos. La ridícula vanidad de un mentecato, infernalmente explotada por dos o tres bribones, bastó para trocar, en ocho días, a los hombres más honrados y virtuosos, en un tropel de inmundas bestias. Yo presencié esa caída; y aunque la lloré con el alma, como se llora un bien perdido, nunca me abandonó la esperanza de ver a los extraviados tornar a la buena senda: al fin y al cabo, aquella mancha era de las que se lavan. La necesidad me hizo ver más tarde el borrón que un asesino arrojó sobre este suelo, ya manchado. ¡No quiera Dios que mis ojos presencien la mayor afrenta que puede hacerse a un pueblo cristiano: alzarse el patíbulo entre sus hogares!

-Pero, señor don Román, eso es ir muy lejos con los temores. No creo yo, ni Dios lo permita, que tal cosa aquí suceda.

-Si no sucede, don Frutos... puede suceder, porque motivos hay; y a eso me atengo. Además, llegué a figurarme, no há mucho, ciertamente, que la resurrección de este pueblo estaba a dos dedos de verificarse. Un suceso a que usted no quiso dar importancia cuando yo se le presentaba como muy temible, volvió luego a embrutecer a estas gentes. Esto, aparte del espantoso crimen a que dio lugar, me ha producido un grandísimo desaliento. Las recaídas, después de una grave enfermedad, siempre son muy peligrosas para el enfermo. El caso es que todo esto junto me oprime el alma, y me punza y me espolea, y me obliga a realizar cuanto antes mi propósito: solo, si vosotros, hijos míos, queréis permanecer aquí; con vosotros, si no os cuesta gran trabajo acompañarme... Iremos a la ciudad, donde, con otra vida y otras costumbres, y viendo otras caras y otros objetos, tan diversos de los que me han rodeado durante tantos y tan felices años, quizá se vayan curando mis heridas poco a poco. Y si Dios es servido de encauzar un día este torrente de groseras y corruptoras pasiones, tornaré a mis lares queridos... si es que la ausencia de ellos me deja vida con qué volver... De todas maneras, hijos míos, yo necesito salir de aquí, porque estos aires me ahogan, y este suelo me abrasa los pies.

Digámoslo con franqueza: ni a Magdalena ni a su marido causó la menor pesadumbre este discurso de don Román. Dejar las soledades del campo, casi en el corazón del invierno, por los atractivos del mundo, nunca desagrada a los jóvenes; y mucho menos si son recién casados, y ricos y venturosos, y, por contera, prestan con el sacrificio un gran favor a un padre sin segundo, como acontecía en el caso de mi cuento. Dolíase Magdalena, es verdad, de los dolores que a tal extremo conducían a aquel dechado de nobleza; pero ¿no era él quién veía en ese extremo la medicina de sus males? ¿No era suya la exigencia de salir de aquel pueblo a todo trance? Luego no había razón para que ella recibiera con pesadumbre la noticia de un proyecto que, a la par que era muy de su agrado, se encaminaba a curar las tristezas de su padre.

Respondióle en este sentido, o en otro idéntico, y Álvaro estuvo muy lejos de pensar de distinta manera que su mujer. Cuando el punto se hubo esclarecido lo necesario, y hasta quedó resuelto que Álvaro marcharía al día siguiente a la ciudad, a fin de disponer el alojamiento para acomodarse la familia, mientras con más espacio se arreglaba el albergue definitivo, dijo don Frutos, en todo este concierto mudo y prudente espectador:

-Muy bien, señor don Román; pero en todo ese plan de vida no veo yo nada que se oponga a mi salida de esta casa; por el contrario, la hace indispensable...

-Es que yo cuento, señor don Frutos -replicó don Román-con que va usted a hacerme el favor de trasladar su petate a ella... de vivir aquí...

-¡Esta es más gorda! Pero considere usted, hombre de Dios...

-Todo está considerado, señor cura... Estoy resuelto a no cerrar la casa. Si la cerrara, creería no volver jamás a ella. Nada más triste que un hogar sin lumbre y sin ruido, y con las puertas siempre cerradas... ¡las puertas, que son los ojos de su fisonomía! Mis criados, mis labranzas, mis ganados... todo seguirá aquí como hasta hoy, sin otra diferencia que ser usted quien vigile y mande, en lugar de ser yo... Me escribirá de vez en cuando; yo le contestaré; y de este modo, me parecerá más corta la distancia que me separe de este desdichado rincón...

-Pero ¿cómo he de atender yo a estos laberintos, sin exponerme a desatender mis deberes? a los primeros el tiempo que le dejen de sobra los segundos, que será muy bastante: no podía yo pretender otra cosa, señor don Frutos... Por lo demás, tiene usted sobrada afición a la labranza, para que me quede el menor recelo de que, ocupándose de las mías, ha de aburrirse... Y no se hable más del asunto.

Muy pocos días después de este diálogo, y tan pronto como Álvaro escribió desde la ciudad que el albergue estaba dispuesto, acomodaron Narda y Magdalena lo más indispensable en unos cuantos cofres; púsolos Blas bien acaldados en un carro, y enviáronse desde luego a la ciudad. Al otro día, muy temprano, oyeron misa todos los de la casa. Cuando a ella volvieron de la iglesia, había en el corral dos caballos aparejados y un carro con toldo: éste, con los bueyes uncidos, al cuidado de Blas, ahijada en mano, y los otros, cogidos de las riendas por un rnozuelo, sirviente también de la casa.

Omito de buen grado todo lo concerniente a los lloriqueos de Narda, a la emoción de Magdalena y a la palidez de don Román, porque se iban, y a los sollozos y gimoteos de Sebia y de las demás que se quedaban. Lo que importa saber es que Magdalena y Narda se acomodaron sobre los mullidos colchones del carro; que don Román y el cura montaron en los caballos, y que en esta guisa salieron de Coteruco y tomaron el camino de Carrascosa, con ánimo de llegar a la primera estación del ferrocarril a hora conveniente. Allí pensaba separarse de ellos don Frutos.

Y andando, andando, después de haber sido despedidos por la curiosidad de medio pueblo y por las lágrimas de todas las mujeres, y hasta (si hemos de atenernos a muy graves informes) por las de Carpio y Gorión, llegaron a lo alto del cerro, cuando el sol, sin una sola nube que manchara el azul purísimo del cielo, inundaba todo el valle en sus cascadas de luz trémula y brillante. Don Román no pudo pasar de allí sin volver los ojos a aquella tierra querida. Allá abajo, casi a sus pies, estaba Coteruco tendido sobre los regazos del cerro y de la montaña, como un borracho que ha dormido la mona a la intemperie. Parecíale que aquellas casitas, aún blancas, resto de perdidas virtudes, con sus ventanas entreabiertas y sus aleros tirados sobre la frente, se avergonzaban del sol que las hería de lleno, porque alumbraba los vicios que encubrían. ¡Coteruco!... ¡el cenagal del etéreo, de que era preciso huir para no envenenarse en su atmósfera! ¡Coteruco!... ¡antes plantel de virtudes, a la sazón foco de la pestilencia que iba llevando la muerte, de pueblo en pueblo, a todo el valle!

En éstas y otras cavilaciones, dejando vagar la imaginación en un golfo de conjeturas y supuestos, sus ideas llegaron a adquirir realidad y formas delante de sus ojos; y hubo un momento en que vio arder los caseríos, perdido el amor al trabajo, corrompida la fe y desenfrenada la discordia; y destrozarse, al último, los pueblos entre sí, sobre aquellas verdes praderas convertidas en sangriento campo de batalla- «Ya vais,» pensó entonces, «ya vais, ilusos, en el concierto de los pueblos libres; pero váis como la piedra arrastrada por el torrente, entre el légamo del fondo, obstruyendo el cauce y embraveciendo sin cesar las aguas que corren sobre vosotros al mar de todas las ambiciones. Ayer teníais los hogares llenos de paz y de abundancia; hoy vivís hambrientos, desnudos, desesperados y con la envidia y el odio en el corazón. ¡Esto os han dado los apóstoles que os redimieron de la esclavitud de la fe y del trabajo honrado!»

Para sacudirse don Román de aquella abrumadora pesadilla, apartó sus ojos del valle, y se volvió hacia don Frutos, que le aguardaba a algunos pasos de distancia. Unióse a él, y juntos caminaron corto trecho hasta alcanzar el carro que iba a empezar a descender por la otra vertiente, después de haber seguido la parte llana del camino sobre la loma del cerro. En aquel instante se fijó don Román en un bulto negro que descollaba sobre el Potro de don Lope. Eran las espaldas del Hidalgo. Enderezó éste todo el busto al oír el ruido de los que llegaban; volvió la varonil cabeza, y se descubrió con noble marcialidad al conocer a don Román. Contestaron éste y don Frutos al saludo en igual forma, y Magdalena con su pañuelo; y después de contemplarse breves instantes ambos caballeros, cubrióse don Lope y tornó a su primera postura, apoyando los codos en sus muslos y hundiendo la cabeza entre las manos... Visto de perfil en aquella actitud, con su barba blanca, y descansando sobre las espaldas las anchas alas de su chambergo, tenía algo del viejo profeta llorando sobre los escombros de la ciudad impía. Don Frutos dijo a don Román, cubriéndole ambos la cabeza:

-¡Qué lástima que tan hermoso corazón se halle bajo tan ruda corteza!

-Peor fuera la sensibilidad en la envoltura y la corteza en el corazón, -respondió don Román.

-Verdad es, -dijo el cura.

Anduvieron algunos pasos en silencio, y de pronto se dio don Román una palmada en la frente.

-¿Qué le ocurre a usted? -le preguntó don Frutos.

-Ocúrreseme -contestó, señalando con la diestra hacia don Lope-, que con ese corazón de oro y ese carácter de hierro, por apoyos, acaso no se hubiera derrumbado nuestra obra de Coteruco.

-Ya; pero ¿quién era el guapo que los arrimaba a ella?

-Otro corazón tan grande como el suyo... si yo no hubiera tenido una venda sobre los ojos.

Momentos después, los dos jinetes y el entoldado vehículo desaparecían al otro lado del cerro.

Y es fama que en aquel instante, Osmunda, que apostada en su balcón no los había perdido de vista desde que empezaron a subir la cuesta, exclamó, dirigiéndoles un burlesco saludo con la mano:

-¡La del humo!

Y se añade que, habiéndola reprendido el alarde el perínclito «de la Gonzalera», que a su lado estaba, dióle ella un soplamocos, y le dijo por consuelo:

-¡Estúpido! ¿todavía no has comprendido que aquello tenía que barrer a esto, más tarde o más temprano?

-¿Por qué razón? -diz que preguntó el alcalde, entre curioso y dolorido.

-Porque una sola de sus virtudes pesa más que todos nuestros miserables artificios... Cállalo; pero no lo olvides.





Septiembre de 1878.




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Manifiesto de Patricio Rigüelta

«Don Patricio Rigüelta, natural de estos reinos nacionales y sus islas contingentes; mayor de edad; examinado en sus infancias en ortografía gramatical y cuentas hasta partir por entero; de profesión albitrante, con otras industrias saludables; hoy día pudiente y de arraigo; Capitán de las fuerzas populares y teníente Alcalde de este pueblo,

A TODO EL ORBE TIRRÁQUEO DE LA PROVINCIA,

«DIGO: Que me ofrezco a ir, por mí y ante mí, según mis peculios y sin el sustipendio de tanto más cuanto, a las Cortes del Congreso, por sufragio liberal, al resultante de lo que estipulo al calce y continuación:

«Soy liberal desde mis tiernas infancias; nunca aprendí en la escuela el catecismo, y por no comulgar en Pascua Florida, me anunciaron, con otros fieles, a la puerta de la iglesia, nueve años relativos en los tiempos inominiosos de los servilones amoderados y otros a igual respeuto; han llovido sobre mis costillas horror de golpes de la autoridad por prenunciamiento contra el mandato costituido no según mis inclinaciones, y no ha sido quien ningún alcalde servil para sacarme un real de impuesto, que he sido el primero a pagar cuando han imperado los de nusotros.

»Así soy por lo que toca a endenántes; y a la vista está lo que soy de presente. ¡Que hable Coteruco por mí; que se diga quién ha hecho otro tanto en el redondel del Valle por la causa de la libertad... ¡Viva la libertad! que se diga quién lleva la voz, y por qué la lleva en junta revolucionaria, ayuntamiento popular y batallon de voluntarios y hasta en el mesmo Clus, si a mano viene, y quién echó a puntapiés la tiranía de aquí, y trajo todos esos amenículos de la libertad! ¡Viva la libertad! ¡Que salgan al frente esos otros candidatos que han de hacerme la guerra, y no tienen en el orbe del distrito el valor de dos anfileres ni el arraigo personal! ¡Que presenten su por qué, como yo presento el mío!...

«Pues évate para el dia de mañana: Si por los ufragios que me deis llego a entrar en las Cortes, por darvos gusto votaré yo hasta los imposibles. Por supuesto, nada de quintas, nada de curas, nada de Papa; nada de Rey, nada de enseñanza, nada de mortalización, nada de hipotecas, nada de comercio, nada de trabajo, nada de garrote vil y nada de contribución. ¡Abajo con ello! y ¡Viva la libertad! El que sea más listo, que más agarre, y buen provecho le haga, que por eso los dedos de la mano no son iguales.

«Item. -Me comprometo a no pedir sustipendios nacionales, si no es para los liberales de esta vecindad y otros que me voten con el sufragio; pues bien se lo merecen si triunfamos».

«Item. -A la vera del Gobierno seré un precurador constante de todo el redondel de la provincia, y esto no es decir en vano para los que saben bien lo que yo soy tocante a emportuno y osequioso.

«Item. -Soy recio de voz, resisto hora y media en puro grito, y sé de memoria dos pedriques liberales que no tienen vuelta, aunque les haga la contra el sécula sinfinito.

«Item y finalmente. Por todos estos trabajos no admitiré sustipendio de arancel, sino lo que buenamente quiera gratificar la fineza de los interesados.

«¿Vos convengo así? Pues, en otro caso, pedir sin cortedad, que yo a todo me allano. Y si no vos satisfacen promesas, también me comprometo a firmar un papel en que costen las mías, y a comérmele en el día de mañana si falto a ellas. -En todas las maneras, no vos aceleréis, y fijarvos bien en lo que semos unos y otros; Con hombres como yo, triunfaremos; con los otros, nos perdimos.

«Al consiguiente de ello quiero que coste, y así lo firmo con esta fecha, presente el secretario letrado, hijo mio, que dará fé si hace falta.

«Coteruco de la Libertad, Diciembre de 1868.

PATRICIO RIGÜELTA».






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