Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  -103-  

ArribaAbajo- IX -

Goyo tuvo que arrastrarme lo menos unos tres metros, tirándome de los pies, para poder despertarme:

-'ta que sos dormilón... si ya te estaba por hacer la prueba que se le hace al peludo pa sacarlo'e la cueva.

-¿Nos vamos ya?

-Dentro de un rato.

Queriéndome incorporar hice un esfuerzo inútil.

-¿No te podeh'enderezar?

-A gatitas -contesté mientras lograba tomar posición de gente.

-¿Qué te duele? -reía Goyo.

-El porrazo -alegué para no confesar mi fatiga.

  -104-  

-¿Ande, aquí?

-¡Afa! -exclamé retirando rápidamente el brazo que me apretaba Goyo. Pero aquello era en realidad una farsa. Lo que me dolía era el vientre, las ingles, los muslos, las paletas, las pantorrillas.

-¿Estarás pasmao?

-Cuantito me mueva se me va a pasar.

Haciendo un sentido esfuerzo, salí caminando sin dar muestras de mis sufrimientos. Apenas quería aclarar el día nublado.

-¿Tendremos lluvia?

-Sí.

-¿Ande está don Segundo?

-En la tropilla, ensillando.

Guiado por los cencerros caminé hasta ver la gran silueta del paisano, abultada por la noche.

-Güen día, don Segundo.

-Güen día, muchacho. Te estaba esperando pa hablarte.

-Diga, Don.

-¿Vah'a volver a ensillar tu potrillo?

-¿Y de no?

-Güeno. Yo te vi a ayudar pa que no andés sirviendo de divirsión e la gente. Aquí   -105-   naides nos va a ver y vah'acer lo que yo te mande.

-Cómo no, don Segundo.

De los tientos de su encimera lo vi sacar el lazo. Luego tomó mi bozal, revisó el cabestro que era fuerte y me ordenó que lo siguiera.

En la luz incierta de la madrugada llovedora, se dirigió hacia mi cebrunito haciendo la armada. El petizo medio dormido no tuvo tiempo para escapar. El lazo se ciñó en lo alto del cogote y don Segundo, sin darse siquiera la pena de «echar a verijas», contuvo a su presa.

-Andá arrimando tu recao.

Cuando volví encontré ya a mi potrillo sujeto a un poste, por tres vueltas de cabestro y enriendado.

Con paciencia don Segundo fue colocando bajeras, bastos y cincha. Cuando tiró del correón, el potrillo quiso debatirse pero era ya tarde. Los cojinillos completaron rápidamente la ensillada.

Asombrado miraba yo el dominio de aquel hombre, que trataba a mi petizo como a un cordero guacho.

  -106-  

Mientras apretaba el cinchón y desataba el cebrunito del poste trayéndolo al medio de la playa, don Segundo me aleccionó:

-El hombre no debe ser zonzo. De la gente jineta que vos ves aura, muchos han sido chapetones y han aprendido a juerza de malicia. En cuanto subás charquiá no más sin asco, que yo no vi a andar contando y no le aflojés hasta que no te sintás bien seguro ¿me ah'entendido?

-Ahá.

-Güeno.

El caballo de don Segundo estaba a dos pasos, pronto para apadrinarme. Antes de subir miré en torno, pues a pesar de los consejos del hombre que entre todos merecía mi respeto, me hubiera molestado que otros me pillaran trampeando.

Tranquilizado por mi inspección subí cautelosamente, no sin que me temblaran un poco las piernas. Ni bien estuve sentado, el dolor de las ingles y los muslos se me hizo casi insoportable; pero era mal momento para ceder y me acomodé lo mejor posible.

-No lo movah'a ver si me da tiempo pa subir.

Como si hubiera entendido, el petizo quedó tranquilo hasta que mi padrino estuvo a mi lado.

  -107-  

Don Segundo alzó el rebenque. El petizo levantó la cabeza y echó a correr sin intentar más defensa. Alrededor de la playa dimos una gran vuelta. Poco a poco me fui envalentonando y acodillé al petizo buscando la bellaqueada. Dos o tres corcovos largos respondieron a mi invitación; los resistí sin apelar al recurso indicado.

-Ya está manso -dije.

-No lo busqués -contestó simplemente don Segundo, a quien mi maniobra no había escapado. Y colocándose alternativamente a uno y otro lado, me llevó hasta el lugar en que los demás troperos estaban desayunándose, con unos mates, a orilla del camino.

Nos recibieron con gritos y aplausos.

Hinchado de orgullo como un pavo, rematé mi trabajo tironeando al petizo según las órdenes de mi padrino:

-Aura pa la izquierda... Aura pa la derecha... Aura de firme no más, hasta que recule.

  -108-  

Y me cebaba en cada tirón, haciendo temblequear la jeta de mi víctima, tal como lo había visto hacer a los otros.

-Stá güeno. Te podés desmontar. Agarrate del fiador del bozal y abrítele bien pa cair lejos.

Lleno de confianza me ejecuté.

-¡Mozo liviano! -exclamó Pedro Barrales.

Recién cuando quise desensillar, me di cuenta de que por haberme excedido en los tirones tenía desgarradas las manos, de las cuales la izquierda me sangraba abundantemente.

-Te'as lastimao -dijo Horacio, habiendo visto mi mirada. Dejálo no más a tu redomón que yo le vi a bajar los cueros.

No me hice rogar, porque sentía unos fuertes punzasos que me subían hasta el codo. Me envolví la herida con un pañuelo que Pedro me ayudó a anudar.

-Están resecas las riendas -dije a manera de comentario.

-Dejá eso no más -intervino Goyo- y arrimate a tomar unos tragos del chifle que te loh'as ganao.

  -109-  

Con explicable alegría, recibí aquella oferta, que me resultaba el más rico de los premios.

Media hora después, como se agotaran los elogios y las palmadas y la yerba, volvimos a nuestras impasibles actitudes de troperos. Pero yo llevaba dentro un tesoro de satisfacción, que saboreaba a grandes sorbos con el aire joven de la mañana.

Entretanto, los nubarrones amontonados en el horizonte habían recubierto el cielo y, cuando el arreo en marcha volvía a la angostura del callejón, las primeras gotas sonaron de un modo opaco y precipitado.

Como a pesar de la hora temprana sintiéramos calor, fue más bien un goce aquel tamborineo fresco. Algunos empezaron a acomodar sus ponchos; yo esperé.

Mirando al cielo colegimos que aquello era preludio de algo más serio.

La tierra se había puesto a despedir perfumes intensamente. El pasto y los cardos esperaban con pasión segura. El campo entero escuchaba.

Pronto, un nuevo crepitar de gotas alzó al ras del callejón una sutil polvareda. Parecía   -110-   que nuestro camino se hubiese iluminado de un tenue resplandor.

Esa vez me acomodé el «calamaco» preparándome a resistir el chubasco.

La lluvia se precipitó interceptándonos el horizonte, los campos y hasta las cosas más cercanas. Los troperos se distribuyeron a lo largo de la novillada para cerrar demás cerca la marcha.

-¡Agua! -gritó Valerio entreverándose a pechadas entre los brutos.

Por mi parte me entretuve en sentir sobre mi cuerpo el cerrado martilleo de las gotas, preguntándome si el poncho me defendería de ellas. Mi chambergo sonaba hueco y pronto de sus bordes empezaron a formarse goteras. Para que estas no me cayeran en el pescuezo, requinté sobre la frente el ala, bajándola de atrás a fin de que el chorrito se escurriese por la espalda.

La primer reacción ante la lluvia, según más tarde pudo argumentar mi experiencia, es reír aunque muchas veces nada bueno traiga consigo la perspectiva de una mojadura. Riendo pues, aguanté aquel primer ataque. Pero tuve   -111-   muy pronto que dejar de pensar en mí, porque la tropa, disgustada por aquel aguacero que los cegaba de frente, quería darle el anca y se hacía rebelde a la marcha.

Como los demás, tuve que meterme entre ellos distribuyendo sopapos y rebencazos. A cada grito llenábaseme la boca de agua, obligándome esto a escupir sin descanso. Con los movimientos me di cuenta de que mi ponchito era corto, lo cual me proporcionó el primer disgusto.

A la medía hora, tenía las rodillas empapadas y las botas como aljibe.

Empecé a sentir frío, aunque luchara aún ventajosamente con él. El pañuelo que llevaba al cuello ya no hacía de esponja y, tanto por el pecho como por el espinazo, sentí que me corrían dos huellitas de frío.

Así, pronto estuve hecho sopa.

El viento que traíamos de cara arreció, haciendo más duro el castigo, y a pesar de que a su impulso el aire se volviese más despejado, no fue tanto el alivio como para que no deseáramos un próximo fin.

Acobardado miré a mis compañeros, pensando   -112-   encontrar en ellos un eco de mis tribulaciones. ¿Sufrirían? En sus rostros indiferentes el agua resbalaba como sobre el ñandubay de los postes, y no parecían más heridos que el campo mismo.

El callejón, que había sido una nota clara con relación a los prados, estaba lóbrego. Por delante de la tropa, la huella rebrillaba acerada; atrás todo iba quedando trillado por dos mil patas, cuyas pisadas sonaban en el barrial como masticación de rumiante. Los vasos de mi petizo resbalaban dando mayor molicie a su tranco. Por trechos la tierra dura parecía tan barnizada, que reflejaba el cielo como un arroyo.

Dos horas pasé, así, mirando en torno mío el campo hostil y bruñido.

Las ropas, pegadas al cuerpo, eran como fiebre en período álgido sobre mi pecho, mi vientre, mis muslos. Tiritaba continuamente, sacudido por violentos tirones musculares, y me decía que si fuera mujer lloraría desconsoladamente.

De pronto, una abertura se hizo en el cielo. La lluvia se desmenuzó en un sutil polvillo   -113-   de agua y, como cediendo a mi angustioso deseo, un rayo de sol cayó sobre el campo, corrió quebrándose en los montes, perdiéndose en las hondonadas, encaramándose en las lomas.

Aquello fue el primer anuncio de mejora que, al cabo de una breve duda, vino a caer en benéfico derroche solar.

Los postes, los alambrados, los cardos, lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano.

Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas, como nuestros caballos, y nosotros mismos habíamos perdido las arrugas, creadas por el calor y la fatiga, para ostentar una piel tirante y lustrada.

El sol pronto creó un vaho de evaporación sobre nuestras ropas. Me saqué el poncho, abrí mi blusa y mi camiseta, me eché en la nuca el chambergo.

La tropa olfateando el campo se hizo más difícil de cuidar. Iniciamos algunas corridas arriesgando la costalada.

Una vida poderosa vibraba en todo y me sentí nuevo, fresco, capaz de sobrellevar todas   -114-   las penurias que me impusiera la suerte. Entretanto, la vitalidad sobrante quedó agazapada en nuestros cuerpos, pues de ella tendríamos necesidad para sobrellevar los próximos inconvenientes, y sin desparramarnos en inútiles bullangas, volvimos a caer en nuestro ritmo contenido y voluntarioso:

Caminar, caminar, caminar.



  -115-  

ArribaAbajo- X -

Le saqué el freno que recién se estaba acostumbrando a cascar; le aflojé el maneador lo más posible para que bebiera tranquilo.

El bayo se arrimó al agua, que tocó con cauteloso hocico, y apurado por la sed bebió a sorbos interrumpidos, sin apartar de mí su ojo vivaz. Era un buen pingo arisco aún y lleno de desconfiadas cosquillas. Lo miré con orgullo de dueño y de domador, pues estaba seguro de que pronto sería un chuzo envidiable. Los tragos pasaban con regularidad de pulso por su garguero. Levantó la cabeza, se enjuagó la boca, aflojando los belfos al paso de su larga lengua rosada. De pronto se quedó estirado de atención, las orejas rígidas,   -116-   esperando la repetición de algún ruido lejano.

-Comadreja -dije bajo, llamándolo por su nombre.

El bayo se volvió hacía mí, resopló como inquieto y comenzó a mordisquear la fina gramilla ribereña. Tranquilizado comió glotonamente, recogiendo entre sus labios movedizos los bocados, que luego arrancaba haciendo crujir los pequeños tallos.

Mi vista cayó sobre el río, cuya corriente apenas perceptible hacía cerca mío un hoyuelo, como la risa en la mejilla tersa de un niño.

Así, evoqué un recuerdo que parecía perdido en la aburrida bruma de mi infancia.

Hacía mucho tiempo, cinco años si mal no recordaba, intenté una recopilación de los insulsos días de mi existencia pueblera, y resolví romperla con un cambio brusco.

Era a orillas de un caserío, a la vera de un arroyo. A pocos pasos había un puente y hacia el medio del arroyo un remanso en el que solía bañarme.

¡Qué distintas imágenes surgían de mi nueva situación! Para constatarlo no tenía más que   -117-   mirar mi indumentaria de gaucho, mi pingo, mi recado.

Bendito el momento en que a aquel chico se le ocurrió huir de la torpe casa de sus tías. Pero ¿era mío el mérito?

Pensé en don Segundo Sombra que en su paso por mi pueblo me llevó tras él, como podía haber llevado un abrojo de los cercos prendido en el chiripá.

Cinco años habían pasado sin que nos separáramos ni un solo día, durante nuestra penosa vida de reseros. Cinco años de esos hacen de un chico un gaucho, cuando se ha tenido la suerte de vivirlos al lado de un hombre como el que yo llamaba mi padrino. Él fue quien me guió pacientemente hacia todos los conocimientos de hombre de pampa. Él me enseñó los saberes del resero, las artimañas del domador, el manejo del lazo y las boleadoras, la difícil ciencia de formar un buen caballo para el aparte y las pechadas, el entablar una tropilla y hacerla parar a mano en el campo, hasta poder agarrar los animales dónde y cómo quisiera. Viéndolo me hice listo para la preparación de lonjas y   -118-   tientos, con los que luego hacía mis bozales, riendas, cinchones, encimeras, así como para ingerir lazos y colocar argollas y presillas.

Me volví médico de mi tropilla, bajo su vigilancia, y fui baquiano para curar el mal del vaso dando vuelta la pisada, el moquillo con la medida del perro o labrando un fiador con trozos de un mismo maslo, el mal de orina poniendo sobre los riñones una cataplasma de barro podrido, la renguera de arriba atando una cerda de la cola en la pata sana, los hormigueros con una chaira caliente, los nacidos, cerda brava y otros males, de diferentes modos.

También por él supe de la vida la resistencia y la entereza en la lucha, el fatalismo en aceptar sin rezongos lo sucedido, la fuerza moral ante las aventuras sentimentales, la desconfianza para con las mujeres y la bebida, la prudencia entre los forasteros, la fe en los amigos.

Y hasta para divertirme tuve en él a un maestro, pues no de otra parte me vinieron mis floreos en la guitarra y mis mudanzas en el zapateo. De su memoria saqué estilos, versadas,   -119-   y bailes de dos, e imitándolo llegué a poder escobillar un gato o un triunfo y a bailar una huella o un prado. Coplas y relaciones sobraban en su haber para hacer sonrojar de gusto o de pudor a un centenar de chinas.

Pero todo eso no era sino un resplandorcito de sus conocimientos y mi admiración tenía donde renovarse a diario.

¡Cuánto había andado ese hombre!

En todos los pagos tenía amigos, que lo querían y respetaban aunque poco tiempo paraba en un punto. Su ascendiente sobre los paisanos era tal que una palabra suya podía arreglar el asunto más embrollado. Su popularidad empero, lejos de servirle, parecía fatigarlo después de un tiempo.

-Yo no me puedo quedar mucho en nenguna estancia -decía- porque enseguida estoy queriendo mandar más que los patrones.

¡Qué caudillo de montonera hubiera sido!

Pero por sobre todo y contra todo, don Segundo quería su libertad. Era un espíritu anárquico y solitario, a quien la sociedad continuada de los hombres concluía por infligir un invariable cansancio.

  -120-  

Como acción amaba sobre todo el andar perpetuo, como conversación el soliloquio.

Llevados por nuestro oficio, habíamos corrido gran parte de la provincia. Ranchos, Matanzas, Pergamino, Rojas, Baradero, Lobos, el Azul, Las Flores, Chascomus, Dolores, el Tuyú, Tapalqué y muchos otros partidos, nos vieron pasar cubiertos de tierra o barro, a la cola de un arreo. Conocíamos2 las estancias de Roca, Anchorena, Paz, Ocampo, Urquiza, los campos de «La Barrancosa» «Las Víboras», «El Flamenco», «El Tordillo» en que, ocasionalmente, trabajamos, ocupando los intervalos de nuestro oficio.

Una virtud de mi protector me fue revelada en las tranquilas pláticas de fogón. Don Segundo era un admirable contador de cuentos, y su fama de narrador daba nuevos3 prestigios a su ya admirada figura. Sus relatos introdujeron un cambio radical en mi vida. Seguía yo de día siendo un paisanito corajudo y levantisco, sin temores ante los riesgos del trabajo, pero la noche se poblaba ya para mí de figuras extrañas y una luz mala, una sombra o un grito, me traían a la imaginación   -121-   escenas de embrujados por magias negras o magias blancas.

Mi fantasía empezó así a trabajar, animada por una fuerza nueva, y mi pensamiento mezcló una alegría a las vastas meditaciones, nacidas de la pampa.

A esa altura de mis mecedoras evocaciones, el bayo Comadreja dio una espantada que casi me quita el maneador de entre las manos.

Siguiendo su mirada vi en la orilla opuesta del río, asomar la socarrona cabecita de un zorro.

Me dio vergüenza, como si hubiera burla en la atención de aquel bicho astuto.

Me levanté, tosí, acomodé las jergas del recado, enriendé el caballo y una vez montado emprendí el retorno a las casas.

Saliendo de las barrancas, vi tendido delante mío un vasto potrero y a lo lejos divisé el monte.

La estancia era grande y bien poblada. Diez leguas, ocho puestos, monte grande, con calles cuidadas, galpones, casa lujosa y un jardín de flores como nunca antes vi. Habíamos changado en unos trabajos de aparte   -122-   y ese día de Navidad, el patrón daba un gran baile para mensuales, puesteros y algunos conocidos del campo.

A la mañana había yo ayudado a limpiar y adornar el galpón de esquila, que quedó emperifollado como una iglesia y mientras volvía, que era para la oración, prometíame una buena noche de parranda como no se presenta en muchas ocasiones. Además, allí, en un puesto medio perdido en los juncales de un bajo, había conocido una mocita con más coqueterías que un jilguero. No sería mal arrimar un poquito de leña a ese fuego.

Entretanto, mi bayo iba pisando con desconfianza entre matas de paja colorada y esparto. A mis espaldas quedaba la laguna cubierta por la bruma de un griterío confuso y ya tímido. Entré a una calle del monte. Los troncos vibraban aún de luz. Me encontré de improviso con otro jinete ante cuya semblanza mis ojos dudaron un momento.

-¿Sos vos Pedro?

-Barrales de apelativo. Yo mesmo soy. He sabido que andabas por acá y he venido a toparte sólo pa que me contés de tu vida.

  -123-  

-Y es claro que vos no más habías sido. Con razón cuanto te vide las viruelas me dije: Esa es cara con hocico.

-¿Y yo hermanito? ¡Si te habré extrañao! ¿Creerás que dende que no te veo no puedo miar?

Con qué gusto encontraba a mi bueno y viejo compañero del primer arreo, cuya alegría dicharachera había dejado en mi memoria la resonancia de un cencerro.

Hasta llegar al palenque, me hizo decir cuanto quiso sobre lo sucedido en mi existencia, desde que no nos habíamos visto, y comentaba a antojo mis relatos con ingeniosos parangones o burlas simpáticas. Convinimos andar juntos en el baile y comimos codo a codo, en cuclillas, al lado del asador rodeado por unos treinta hombres.

Desde la cocina entreveíamos el galpón, al que iban llegando como avanzadas de fiesta algunos charrés y gente de a caballo. Adivinábamos risas de mujeres en los carruajes y poco a poco la cocina fue llenándose de paisanos que saludaban, alegres o taimados.

Ya la gente se había amontonado por demás   -124-   y salimos con Pedro a curiosear lo que sucedía en el salón del baile.

Intimidados, a pesar de nuestros alardes, nos asomamos al recinto antes lleno de bolsas, maquinarias y cueros, entonces preparado con ostentación de lámparas, velas, candiles y banderitas, a contener la alegría de un centenar de parejas.

El centro, despejado y limpio, asustaba y atraía como un remanso. En las sillas que formaban cuadro, apoyadas contra la pared, había mujeres de todas las edades, algunas con chicos en las faldas, los que asustados miraban con grandes ojos, o cansados dormían sin reparar en conversaciones, ni luces, ni colores.

Las mujeres, según la edad, vestían ropas oscuras o claras faldas floreadas. Algunas llevaban pañuelo en el puescuezo, otras en la cabeza. Todas parecían recogidas en una meditación mística, como si esperaran el advenimiento de un milagro o la entrada de algún entierro. Pedro me golpeaba disimuladamente el muslo con el puño:

-Vamoh'ermanito, que aurita dentra el finao.

  -125-  

Del galpón nos dirigimos a una carpa improvisada con las lonas de las parvas, donde nos tentó una hilera de botellas y misteriosas canastas, tapadas con coloreados pañuelos, que según nuestros cálculos debían esconder alfajores, pasteles, empanadas y tortas fritas.

Pedro interpeló al muchacho que se aburría entre tanta golosina con ojos hinchados de sueño:

-Pase un frasco compañero que se van a redamar de llenos y nosotros estamos vacidos.

-¿No serán ustedes los llenos?

-De viento puede ser.

-Y de intenciones.

-No sé mamarme con eso mozo.

-Ni quiere tampoco el patrón que naides se mame.

-¿Y los pasteles?

-Después que se hayan servido las señores y las mozas.

-Jue'pucha -concluyó Pedro- usté nos ha resultao un chancho que no da tocino.

El guardián de las golosinas y los licores se rió y nos volvimos, con propósito de asearnos un poco, porque ya los guitarreros y acordeonistas preludiaban y no queríamos perder el baile.



  -[126]-     -127-  

ArribaAbajo- XI -

En el camino de luz proyectado por la puerta hacia la noche, los hombres se apiñaban como querezas en un tajo. Pedro me echaba por delante y entramos, pero mis pobres ropas de resero me restaban aplomo, de modo que nos acoquinamos a la orillita de la entrada.

Las muchachas, modestamente recogidas en actitud de pudor, eran tentadoras como las frutas maduras, que esperan en traje llamativo quien las tome para gozarlas.

Corrí mi vista sobre ellas, como se corre la mano sobre un juego de bombas trenzadas. De a una pasaron bajo mi curiosidad sin retenerla.

  -128-  

De pronto vi a mi mocita, vestida de punzó, con pañuelo celeste al cuello y me pareció que toda su coquetería era para mí solo.

Un acordeón y dos guitarras iniciaron una polca. Nadie se movía.

Sufrí la ilusión de que toda la paisanada no tenía más razón de ser que la de sus manos, inhábiles en el ocio. Eran aquellos unos bultos pesados y fuertes, que las mujeres dejaban muertos sobre las faldas y que los hombres llevaban colgados de los brazos, como un estorbo.

En eso, todos los rostros se volvieron hacia la puerta, al modo de un trigal que se arquea mirando viento abajo.

El patrón, hombre fornido de barba tordilla, nos daba las buenas noches con sonrisa socarrona:

-¡A ver muchachos, a bailar y divertirse como Dios manda! Vos Remigio y vos Pancho, usted don Primitivo y los otros: Felisario, Sofanor, Ramón, Telmo... síganme y vamos sacando compañeras.

Un momento nos sentimos empujados de todas partes y tuvimos que hacer cancha a   -129-   los nombrados. Bajo la voz neta de un hombre, los demás se sintieron unidos como para una carga. Y en verdad que no era poca hazaña, tomar a una mujer de la cintura, para aquella gente que sola, en familia o con algún compañero, vivía la mayor parte del tiempo separada de todo trato humano por varias leguas.

Un tropel se formó en el centro del salón, remolineo inquieto, se desparramó hacia las sillas estorbándose como hacienda sedienta en una aguada.

Cada hombre dobló su importancia con la de la elegida. Arrancó el acordeonista a tocar un vals rápido.

-¡A bailar por la derecha y sin encontrones! -gritó con autoridad el bastonero. Y las parejas tomadas de lejos, los pies cercanos, el busto echado para atrás como marcando su voluntad de evitarse, empezaron a girar desafiando el cansancio y el mareo.

Había comenzado la fiesta. Tras el vals tocaron una mazurca. Los mozos, los viejos, chicos, bailaban seriamente, sin que una mueca delatara su contento. Se gozaba con un   -130-   poco de asombro, y el estar así, en contacto con los géneros femeniles, el sentir bajo la mano algún corsé de rigidez arcaica o la carne suave y ser uno en movimiento con una moza turbada, no eran motivos para reír.

Sólo los alocados surtían el grito necesario de toda emoción.

Yo me enervaba al lado de Perico, sorprendido como en una iglesia. Peleaban en mí los deseos de sacar a mi mocita de punzó y la vergüenza. Calló un intervalo el acordeón monótono. El bastonero golpeó las manos:

-¡La polca'e la silla!

Un comedido trajo el mueble que, quedó desairado en medio del aposento. El patrón inició la pieza con una chinita de verde, que luego de dar dos vueltas, envanecida, fue sentada en la silla, donde quedó en postura de retrato.

-¡Qué cotorra pa mi jaula! -decía Pedro-; pero yo estaba, como todos, atento a lo que iba a suceder.

-¡Feliciano Gómez!

Un paisano grande quería disparar, mientras lo echaban al medio donde quedó como   -131-   borrego que ha perdido el rumbo de un golpe.

-Déjenlo que mire pa'l siñuelo -gritaba Pedro.

El mozo hacía lo posible por seguir la jarana, aunque se adivinara en él la turbación del buen hombre tranquilo, nunca puesto en evidencia. Por fin tomó coraje y dio seis trancos que lo enfrentaron a la mocita de verde. Fue mirado insolentemente de pies a cabeza por la moza, que luego dio vuelta con silla, dejándolo a su espalda.

El hombre se dirigió al patrón con reproche:

-También, señor, a una madrinita como ésta no se le acollara mancarrón tan fiero.

-¡Don Fabián Luna!

Un viejo de barba larga y piernas chuecas, se acercó con desenvoltura para sufrir el mismo desaire.

-Cuando no es fiero es viejo -comentó con buen humor. Y soltó una carcajada como para espantar todos los patos de una laguna.

El patrón se fingía acobardado.

-Alguno mejor parecido y más mozo pues -aconsejaba don Fabián.

  -132-  

-Eso es; nómbrelo usted.

-Tal vez el reserito...

No oí más y me senté como potro sobre un maneador seguro, pero estaba contra la pared y no pude bandearla para encontrar la noche, en que hubiera deseado perderme.

La atención general me hizo recordar mi audacia de chico pueblero. Con paso firme me acerqué, levanté el chambergo sobre la frente, crucé los brazos y quebré la cadera.

La muchacha pretendió intimidarme con su ya repetida maniobra.

-Cuanti más me mire -le dije- más seguro que me compra.

Seguidamente salimos a dar, bailando, nuestras dos reglamentarias vueltas, orillando la hilera de mirones.

-¿Qué gusto tendrán los porteros? -dijo como para sí la moza al dejarme en la silla.

-A la derecha usamos los chambergos -comenté a manera de indicación.

A la derecha dio ella tres pasos, volviendo a quedar indecisa.

-Po'l lao del lazo se desmontan los naciones -insistí.

  -133-  

Y viendo que mis señas no eran suficientemente precisas, recité el versito.


«El color de mi querida es más blanco que cuajada
pero en diciéndole envido se pone muy colorada»

Esta vez fui entendido y tuve el premio de mi desfachatez cuando salí con mi morochita dando vueltas, no sé si al compás.

A medianoche vinieron bandejas con refrescos para las señoras. También se sirvió licor y algunas sangrías. Alfajores, bollos, tortas fritas y empanadas, fueron traídas en canastas de mimbre claro. Y las que querían cenar algún plato de carne asada, salían hacia la carpa.

Los hombres por su lado se acercaban al despacho de los frascos, que hoy habíamos contemplado con Pedro, y allí hacían gasto de ginebra, anís Carabanchel y caña de durazno o guindado.

Desde ese momento se estableció una corriente de idas y vueltas entre las carpas y el salón, animado por un renuevo de alegría.

El acordeonista fue reemplazado por otro más vivaracho, bajo cuyos dedos las polcas y   -134-   las mazurcas saltaban entre escalas, trinos y firuletes.

Ya las bromas se daban a voz alta y las muchachas reían olvidando su exagerada tiesura.

Saqué como cuatro veces a mi niña de punzó y, al compás de las guitarras, empecé a decirle floridas galanterías que aceptaba con gustosos sonrojos.

En los intervalos volvía hacia mi lugar, al lado de Pedro Barrales, que me divertía con sus comentarios.

-Sos sonso -le decía- estás sumido y triste como lechón que se ha dejao quitar la teta.

-No ves que soy loco como vos, para andar pataleando sobre de las baldosas.

-¿Loco?

-¡Si te hirve el agua en la cabeza!

Y como yo me fingiera resentido, tomábame del brazo para consolarme con afectuoso acento:

-No te me enojéh'ermanito. Sos como la cañada'e la Cruz; tenés tus retazos malos y tus retazos güenos.

-Válganme los güenos -concluía yo, volviendo a mi fandango.

  -135-  

Sin embargo, la animación crecía y éranos casi necesario un apuro de ritmos, cuando el bastonero golpeó las manos:

-¡Vamoh'a ver, un gato bien cantadito y bailarines que sepan floriarse!

El acordeonista dio sitio al guitarrero que iba a cantar.

Los cuatro bailarines se colocaron cerca de los músicos. Las mujeres miraban el suelo, mientras los hombres requintaban el ala de sus chambergos.

Empezaron a rasguear los mozos de las guitarras. Las manos de muñecas flojas pasaban sobre el encordado, con acompasado vaivén, y un golpe más fuerte marcaba el acento, cortando como una tajo el borrón rítmico del rasguido.

El latigazo intermitente del acento, iba irradiando valentías de tambor en el ambiente. Los bailarines, de pie, esperaban que aquello se hiciera alma en los descansados músculos de sus paletas bravías, en la lisura de sus hombros lentos, en las largas fibras de sus tendones potentes.

Gradualmente, la sala iba embebiéndose de   -136-   aquella música. Estaban como curadas las paredes blancas que encerraban el tumulto.

La puerta pegaba con energía sus cuatro golpes rígidos en el muro, abriéndolo a la noche hecha de infinito y de astros, sobre el campo que nada quería saber fuera de su reposo. Los candiles temblaban como viejas. Las baldosas preparaban sonido bajo los pies de los zapateadores. Todo se había plegado al macho imperio del rasguido.

Y el cantor expresó ternuras en tensas notas:


«Sólo una escalerita de amor me falta.
»Sólo una escalerita de amor me falta.
»Para llegar al cielo, mi vida, de tu garganta.»

Las dos mujeres, los dos hombres dieron comienzo a la danza.

Los hombres caminaban con ágiles galanteos de gallo que arrastra el ala.

Las mujeres tomaron la delantera en el círculo descrito y miraban coqueteando por sobre el hombro.

El cuadro dio una vuelta, el cantor continuaba:


«Vuela la infeliz vuele, ay que me embarco
»en un barco pequeño, mi vida, pequeño barco»

  -137-  

Las mujeres tomaron entre sus dedos las faldas, que abrieron en abanico, como queriendo recibir una dádiva o proteger algo. Las sombras flamearon sobre los muros, tocaron el techo, cayeron al suelo como harapos, para ser pisadas por los pasos galanos. Un apuro repentino enojó los cuerpos viriles. Tras el leve siseo de las botas de potro, trabajando un escobilleo de preludio, los talones y las plantas traquetearon un ritmo, que multiplicó de impaciencia el amplio acento de las guitarras esmeradas en marcar el compás. Agitábanse como breves aguas los pliegues de los chiripaces. Las mudanzas adquirieron solturas de corcovo, comentando en sonantes contrapuntos el decir de los encordados.

Repetíase el paseo y la zapateada. Un rasgueo sólo batió cuatro compases. Otra vez los pasos largos descansaron el baile. Volvieron a sonar talones y espuelas en una escasa sobra de agitación. Las faldas femeninas se abrieron, más suntuosas, y el percal lució como pequeños campos de trébol florido, la fina tonalidad de su lujo agreste.

  -138-  

Murió el baile sobre un punto final, marcado y duro.

Algunas mujeres hacían muecas de desagrado ante las danzas paisanas, que querían ignorar, pero una alegría involuntaria era dueña de todos nosotros, pues sentíamos que aquella era la mímica de nuestros amores y contentos.

A mi vez fui parte del cuadro con don Segundo y mi elegida.

Era un gato con relación.

Cuando quedamos aislados en el silencio, deletrié claramente mis versos:


«Para venir a este baile puse un lucero de guía,
»porque supe que aquí estaba la prenda que yo quería.»

Por la derecha dimos una vuelta y zapateamos una mudanza. Quieto esperé la respuesta que vino sin tardar:


«De amores me estás hablando, yo de amores nada sé
»pero si en amor sos sabio, se me hace que aprenderé.»

A su vez tocó el turno a don Segundo, que avanzó hacia su compañera retándola con firme voz de amenaza:

  -139-  
«Una, dos, tres, cuatro,
»si no me querés me mato.»

Concluida la vuelta, contestó con gran indiferencia y encogiéndose de hombros la voluminosa doña Encarnación:


«Una, dos, tres,
matate si querés.»

Entre burlas y galanteos siguió el juego de los versos.

Bailamos un triunfo y un prado y enardecidos nos entreveramos cada vez más con mi morocha, lanzándonos palabras que por ir en rima nos parecían disimuladas.

Una muchacha cantó. Un hombre tenía que contestar con una relación, porque era de uso. Pero ¿quién se atreve a declamar una versada jocosa, paseando de una punta del salón a la otra ante el silencio de los demás?

Don Segundo quedó de pronto en el centro de la rueda.

La curiosidad volvía mudos a los mirones. Mi padrino se quitó el chambergo y pasó el antebrazo por la frente, en señal de trabajoso   -140-   pensamiento. Por fin, pareciendo haber encontrado inspiración, echó una mirada circular y prorrumpió con voz fuerte:


«Yo soy un carnero viejo de la majada'e San Blas.»

Dio una vuelta como prestándose a la observación:


«Ya me han visto por delante...»

Y tomando dirección lentamente hacia la puerta de salida concluyó con desgano:


«...ahora mirenmé de atrás.»

Mi morochita era indudablemente la prenda más vivaracha de la fiesta y, como ya el amanecer nos sugería un deseo de blando descanso, no dejaba de anegarme en sus ojos chispones y en la risa carnosa de sus labios, dispuestos a la contestación tierna.

Un poco turbado por mis propios piropos y su consentimiento intenté, apartarla invitándola a tomar un refresco en la carpa. Cuando, con una hábil y costosa maniobra, pude llevarla hasta quedar escondido de la gente por la lona del improvisado boliche, le tomé la mano   -141-   pretendiendo sin más aviso darle un beso. Luchamos un momento y me sentí rudamente apartado ante su mirada de enojo.

Volvimos al baile sin que se me ocurriese una artimaña para desagraviarla, y aunque fuera yo a pedirle tres piezas consecutivas negose con pretextos nimios.

Rabioso pensé en el trato benévolo de la de verde.

Al rato estaba muy bien de relaciones con mi nueva amiga, y hasta me acusaba de haber sido un sonso en desperdiciar mi tiempo con la otra.

Tiernamente, al concluir una polca, le oprimí los dedos, pero debía estar de mala pata esa noche porque se me cuadró en actitud altanera diciéndome:

-¿Se ha creído que soy escoba'e barrer sobras?

Adiós todos mis placeres de la noche. De pronto, la gente que me codeaba empezó a pesarme, como un caballo que lo ha apretado a uno en la rodada.

Me abrigué en la sociedad de Perico.

-Ve, ve -me decía éste señalando una   -142-   pareja de gringos que pasaba bailando a saltos-. ¡Cha que son gauchitos, si van como arrancando clavos con los talones!

Y al notar mi seriedad, volvió hacia mí sus bromas:

-No ves que el andar saltando al pedo no lleva a nada güeno. ¿Te han basuriao, hermano? ¡Pobrecito! Si te has quedado con la pontizuela caída.

Y Pedro aflojaba el labio inferior con expresión que trataba de acercar, lo más posible, a la de un freno con pontezuela.

De golpe me fui por el día ya alto a tender mi recado y dormir unas horas.



  -143-  

ArribaAbajo- XII -

Era nuestra noche de despedida. Mateando en rueda, después de la cena, habíamos agotado preguntas y respuestas a propósito de nuestro camino del día siguiente.

Breves palabras caían como cenizas de pensamientos internos. Estábamos embargados por pequeñas preocupaciones respecto a la tropilla o los aperos, y era como si el horizonte, que nos iba a preceder en la marcha, se hiciera presente por el silencio. Recordé mi primer arreo.

Perico, a quien repugnaba toda inacción, nos acusó de estar acoquinados como pollos cuando hay tormenta.

-O nos vamoh'a dormir -decía- o don   -144-   Segundo nos hace una relación de esas que él sabe: con brujas, aparecidos y más embrollos que negocio'e turco.

-¿De cuándo sé cuentos? -retó don Segundo.

-¡Bah! no se haga el más sonso de lo que es. Cuente ese del zorro con el inglés y la viuda estanciera.

-Lo habrah'oído en boca de otro.

-De esa mesma trompa embustera lo he oído. Y, si no quiere contar ése, cuéntenos el de la pardita Aniceta que se casó con el Diablo pa verle la cola.

Don Segundo se acomodó en el banco como para hablar. Pasó un rato.

-¿Y? -preguntó Perico.

-¡Oh! -respondió don Segundo.

Pedro se levantó, el rebenque en alto, tomado de la lonja.

-Negro indino -dijo- o cuenta un cuento, o le hago chispear la cerda de un taleraso.

-Antes que me castigués -dijo don Segundo, fingiendo susto para seguirla broma- soy capaz de contarte hasta la virgüelas.

Las miradas iban del rostro de Pedro,   -145-   mosqueado de cicatrices, a la expresión impávida de don Segundo, pasando así de una expresión jocosa a una admirativa.

Y yo admiraba más que nadie la habilidad de mi padrino que, siempre, antes de empezar un relato, sabía maniobrar de modo que la atención se concentrara en su persona.

-Cuento no sé nenguno -empezó- pero sé de algunos casos que han sucedido y, si prestan atención, voy a relatarles la historia de un paisanito enamorao y de las diferencias que tuvo con un hijo'el diablo.

-¡Cuente, pues! -interrumpió un impaciente.

«-Dice el caso que a orillas del Paraná, donde hay más remanses que cuevas en una vizcachera, trabajaba un paisanito llamao Dolores.

»No era un hombre ni grande ni juerte, pero sí era corajudo, lo que vale más.»

Don Segundo miró a su auditorio, como para asegurar con una imposición aquel axioma. Las miradas esperaron asintiendo.

»-A más de corajudo, este mozo era medio aficionao a las polleras, de suerte que al caer la tarde, cuando dejaba su trabajo, solía   -146-   arrimarse a un lugar del río ande las muchachas venían a bañarse. Esto podía haberle costao una rebenqueada, pero él sabía esconderse de modo que naides maliciara de su picardía.

»Una tarde, como iba en dirición a un sombra e toro, que era su guarida, vido llegar una moza de linda y fresca que parecía una madrugada. Sintió que el corazón le corcoviaba en el pecho como zorro entrampao y la dejó pasar pa seguirla.»

-A un pantano cayó un ciego creyendo subir a un cerro -observó Perico.

-Conocí un pialador que de apurao se enredaba en la presilla -comentó don Segundo- y el mozo de mi cuento tal vez juera e la familia.

»-Ya ciego con la vista'e la prenda, siguió nuestro hombre pa'l río y en llegando la vido que andaba nadando cerquita'e la orilla.

»Cuando malició que ella iba a salir del agua, abrió los ojos a lo lechuza porque no quería perder ni un pedacito.»

-Había sido como mosca pa'l tasajo -gritó Pedro.

  -147-  

-¡Callate, barraco! -dije, metiéndole un puñetazo por las costillas.

«-El mocito que estaba mirando a su prenda, encandilao como los pájaros blancos con el sol, se pegó de improviso el susto más grande de su vida. Cerquita, como de aquí al jogón, de la flor que estaba contemplando, se había asentao un flamenco grande como un ñandú y colorao como sangre'e toro. Este flamenco quedó aleteando delante'e la muchacha, que buscaba abrigo en sus ropas, y de pronto dijo unas palabras en guaraní.

»Enseguida no más, la paisanita quedó del altor de un cabo'e rebenque.»

-¡Cruz Diablo! -dijo un viejito que estaba acurrucado contra las brasas, santiguándose con brazos tiesos de mamboretá.

«-Eso mesmo dijo Dolores y como no le faltaban agallas, se descolgó de entre las ramas de su sombra'e toro, con el facón en la mano, pa hacerle un dentro al brujo. Pero cuando llegó al lugar, ya éste había abierto el vuelo, con la chinita hecha ovillo de miedo entre las patas, y le pareció a Dolores   -148-   que no más vía el resplandor de una nube coloriada por la tarde, sobre el río.

»Medio sonso, el pobre muchacho quedó dando güeltas como borrego airao, hasta que se cayó al suelo y quedó, largo a largo, más estirao que cuero en las estacas.

»Ricién a la media hora golvió en sí y recordó lo que había pasao. Ni dudas tuvo de que todo era magia, y que estaba embrujao por la china bonita que no podía apartar de su memoria. Y como ya se había hecho noche y el susto crece con la escuridá, lo mesmo que las arboledas, Dolores se puso a correr en dirición a las barrancas.

»Sin saber porqué, ni siguiendo cuál güella, se encontró de pronto en una pieza alumbrada por un candil mugriento, frente a una viejita achucharrada como pasa, que lo miraba igual que se mira un juego de sogas de regalo. Se le arrimaba cerquita, como revisándole las costuras, y lo tanteaba pa ver si estaba enterito.

»-¿Ande estoy? -gritó Dolores.

»-En casa de gente güena -contestó la   -149-   vieja-, sentate con confianza y tomá aliento pa contarme qué te trai tan estraviao.

»Cuando medio se compuso, Dolores dijo lo que había sucedido frente del río, y dio unos suspiros como pa echar del pecho un daño.

»La viejita que era sabia en esas cosas, lo consoló y dijo que si le atendía con un poco de pacencia, le contaría el cuento del flamenco y le daría unas prendas virtuosas, pa que se juera enseguida a salvar la moza, que no era bruja sino hija de una vecina suya.

»Y sin dilación ya le dentró a pegar al relato por lo más corto.

»Hace una ponchada de años, dicen que una mujer, conocida en los pagos por su mala vida y sus brujerías, entró en tratos con el Diablo y de estos tratos nació un hijo. Vino al mundo este bicho sin pellejo y cuentan que era tan fiero, que las mesmas lechuzas apagaban los ojos de miedo'e quedar bizcas. A los pocos días de nacido, se le enfermó la madre y como vido que iba en derecera'e la muerte, dijo que le quería hacer un pedido.

  -150-  

»-Hablá m'hijo -le dijo la madre.

»-Vea mamá, yo soy juerte y sé cómo desenredarme en la vida, pero usté me ha parido más fiero que mi propio padre y nunca podré crecer, por falta'e cuero en que estirarme, de suerte que nenguna mujer quedrá tener amores conmigo. Yo le pido pues, ya que tan poco me ha agraciao, que me dé un gualicho pa podérmelas conseguir.

«-Si no es más que eso -le contestó la querida'el Diablo- atendeme bien y no has de tener de que quejarte:

»Cuando desiés alguna mujer, te arrancás siete pelos de la cabeza, los tirah'al aire y lo llamah'a tu padre diciendo estas palabras: (Aquí se secretiaron tan bajito que ni en el aire quedaron señas de lo dicho.)

»Poco a poco vah'a sentir que no tenés ya traza'e gente, sino de flamenco. Entonces te volah'en frente'e la prenda y le decís estas otras palabras: (Aquí güelta los secreteos.)

»Enseguida vah'a ver que la muchacha se queda, cuanti más, de unas dos cuartas de altor. Entonces la soliviás pa trairla a esta   -151-   isla, donde pasarán siete días antes que se ruempa el encanto.

»Ni bien concluyó de hablar esto, ya a la bruja querida de Añang, la sofrenó la muerte y el mostruo sin pellejo jue güerfano.

»Cuando Dolores oyó el fin de aquel relato, comenzó a llorar de tal modo, que no parecía sino que se le iban a redetir los ojos.

»Compadecida, la vieja le dijo que ella sabía de brujerías y que lo ayudaría, dándole unas virtudes pa rescatar la prenda, que el hijo'el Diablo le había robao con tan malas leyes.

»La vieja lo tomó al llorón de la mano y se lo llevó a un aposento del fondo'e la casa. En el aposento había un almario, grande como un rancho, y de allí sacó la misia un arco de los que supieron usar los indios, unas cuantas flecha'envenenadas y un frasco con un agua blanca.

«-Y ¿qué vi a hacer yo, pobre disgraciao, con estas tres nadas -dijo Dolores- contra las muy muchas brujerías que dejuro tendrá Mandinga?

«-Algo hay que esperar en la gracia de   -152-   Dios -le contestó la viejita. Y dejame que te diga cómo has de hacer, porque denó va siendo tarde:

»Estas cosas que te he dao te las llevás y, esta mesma noche, te vas pa'l río de suerte que naides te vea. Allí vah'a encontrar un bote; te meteh'en él y remás pa'l medio del agua. Cuando sintás que hah'entrao en un remanse, levantás los remos. El remolino te va hacer dar unas güeltas, pa largarte en una corriente que tira en dirición de las islas del encanto.

»Y ya me queda poco por decirte. En esa isla tenés que matar un caburé, que pa eso te he dao el arco y las flechas. Y al caburé le sacah'el corazón y lo echah'adentro del frasco de agua, que es bendita, y también le arrancah'al bicho tres plumas de la cola pa hacer un manojo que te colgah'en el pescuezo.

»Enseguida vah'a saber más cosas que las que te puedo decir, porque el corazón del caburé, con ser tan chiquito, está lleno de brujerías y de cencia.

»Dolores, que no dejaba de ver en su memoria   -153-   a la morochita del baño, no titubió un momento y agradeciéndole a la anciana su bondá, tomó el arco, las flechas y el frasquito de agua, pa correr al Paraná entre la noche escura.

»Y ya ganó la orilla y vido el barco y saltó en él y remó pa'l medio, hasta cair en el remanse que lo hizo trompo tres veces, pa empezar a correr después aguah'abajo, con una ligereza que le dio chucho.

»Ya estaba por dormirse, cuando el barco costaló del lao del lazo y siguió corriendo de lo lindo. Dolores se enderezó un cuantito y vido que dentraba en la boca de un arroyo angosto, y en un descuido quedó como enredao en los juncales de la orilla.

»El muchacho ispió un rato, a ver si el barco no cambiaba de parecer; pero como ahí no más quedaba clavadito, malició que debía estar en tierra de encanto, y se abajó del pingo, que tan lindamente lo había traído, no sin fijarse bien ande quedaba, pa poderse servir del a la güelta.

»Y ya dentró en una arboleda macuca, que no dejaba pasar ni un rayito de la noche estrellada.

  -154-  

»Como había muchas malezas y raíces de flor del aire, comenzó a enredarse hasta que quedó como pialao. Entonces sacó el cuchillo pa caminar abriéndose una picada, pero pensó que era al ñudo buscar su caburé a esas horas y que mejor sería descansar esa noche. Como en el suelo es peligroso dormir en esos pagos de tigres y yararases, eligió la más juerte de las raíces que encontró a mano, y subió p'arriba arañándose en las ramas, hasta que halló como una hamaca de hojas.

»Allí acomodó su arco, sus flechas y su frasco, disponiéndose al sueño.

»Al día siguiente lo dispertó el griterío de los loros y la bulla de los carpinteros.

»Refregándose los ojos, vido que el sol ya estaba puntiando y, pa'l mesmo lao, divisó un palacio grande como un cerro y tan relumbroso, que parecía hecho de chafalonía.

»Alrededor del palacio había un parque, lleno de árboles con frutas tan grandotas y lucientes, que podía verlas clarito.

»Cuando coligió de que todo era verdá, el paisanito recogió sus menesteres y se largó por las ramas.

  -155-  

»Abriéndose paso a cuchillazos, a los tirones pa desbrozarse una güella, llegó al fin de la selva, que era ande emprincipiaba el jardín.

»En el jardín halló unos duraznos como sandías y desgajó uno pa comerlo. Así sació el hambre y engañó la sed y, habiendo cobrao juerzas nuevas, empezó a buscar su caburé aunque sin mucha esperanza, porque no es éste un pájaro que naides haiga visto con el sol alto.

»Pobrecito Dolores, que no se esperaba las penas que debía sufrir pa alcanzar su suerte. Ansina es el destino del hombre. Naides empezaría el camino si le mostraran lo que lo espera.

»En las mañanas claras, cuando él cambea de pago, mira un punto delante suyo y es como si viera el fin de su andar, pero ¡qué ha de ser, si en alcanzándolo el llano sigue por delante sin mudanzas! Y así va el hombre, persiguiendo lo que alcanza con su vista, sin pensar en el desamparo que lo aguaita atrás de cada lomada. Tranco por tranco lo ampara una esperanza, que es la cuarta que lo ayuda en los repechos   -156-   para ir caminando rumbo a su osamenta. Pero ¿pa qué hablar de cosas que no tienen remedio?

»El paisanito de mi cuento craiba conseguir su suerte con estirar la mano y gracia'a eso venció seis días de penah'y de tormento. Muchas veces pensó golverse pero la recordaba a su morocha del río y el amor lo tiraba p'atrás como lazo.

»Recién al sexto día, a eso de la oración, vido que alrededor de un naranjo revoloteaban una punta de pajaritos y dijo pa sus adentros:

»-Allá debe de hallarse lo que buscás.

»Gateando como yaguareté, se allegó al lugar y vislumbró al bicho parao en un4 tronco. Ya había muerto dos o tres pajaritos, pero seguía de puro vicio partiéndole la cabeza a los que se le ponían a tiro.

»Dolores pensó en el enano malparido, rodiao de las mujercitas embrujadas.

»-¡Hijo de Añang -dijo entre dientes- yo te vi a hacer sosegar!

»Apuntó bien, estiró el arco y largó el flechazo.

  -157-  

»El caburé cayó p'atrás, como gringo voltiao de un corcovo, y los pajaritos remontaron el vuelo igual que si hubieran roto un hilo. Sin perder de vista el lugar donde había caído el bicho, Dolores corrió a buscarlo entre el pasto, pero no halló más que unas gotas de sangre.

»Ya se iba a acobardar cuando a unos dos tiros de lazo, golvió a ver un rodeo de pajaritos y en el medio otro caburé. De miedo y de rabia, tiró apurao y la flecha salió p'arriba.

»Tres veces erró del mesmo modo y no le quedaba más que una flecha pa ganar la partida, o dejar sin premio todas sus penas pasadas. Entonces, comprendiendo que había brujería, sacó un poquito de agua de su frasco, roció su última flecha y tiró diciendo:

»-Nómbrese a Dios.

»Esta vez, el pájaro quedó clavao en el mesmo tronco y Dolores pudo arrancarle tres plumas de la cola, pa hacer un manojo y colgárselo en el pescuezo. Y también le sacó el corazón, que echó calentito en el frasco de agua bendita.

  -158-  

»Enseguida, como le había dicho la vieja, vido todo lo que debía hacer y ya tomó por una calle de flores, sabiendo que iría a salir al palacio.

»A unas dos cuadras antes de llegar, lo agarró la noche y él se echó a dormir bajo lo más tupido de un monte de naranjos.

»Al otro día, comió de las frutas que tenía a mano y, como empezaba a clariar, caminó hasta cerquita de una juente que había frente al palacio.

»-Dentro de un rato -dijo- va a venir el flamenco pa librarse del encanto, que dura siete días y yo haré lo que deba de hacer.

»Ni bien concluyó estas palabras, cuando oyó el ruido de un vuelo y vido caer a orillas de la fuente al flamenco, grande como un ñandú y colorao como sangre e'toro.

»A gatas aguantó las ganas que tenía de echársele encima, ahí no más, y se agazapó más bajo en su escondrijo.

»Para esto el pajarraco, parao en una pata a la orillita mesma del agua, miraba pa'lao que iba a salir el sol y quedó como dormido. Pero Dolores, que no largaba su frasquito,   -159-   estaba sabiendo lo que sucedería.

»En eso se asomó el sol y al flamenco le dio un desmayo, que lo tumbó panza arriba en el agua, de donde al pronto quiso salir en la forma de un enano.

»Dolores, que no aguardaba otra cosa, echó mano a la cintura, sacó el cuchillo, lo despatarró de un empujón al monstruo, lo pisó en el cogote como ternero, y por fin hizo con él lo que debía hacer, pa que aquel bicho indino no anduviera más codiciando mujeres.

»El enano salió gritando pa la selva, con las verijas coloriando, y cuando Dolores jue a mirar el palacio, ya no quedaba sino una humareda5 y un tropel de mujercitas del grandor de un charabón de quince días que venía corriendo en su dirición.

»Dolores, que muy pronto reconoció a su morochita del Paraná, se arrancó el manojo de plumas que traiba colgao al pescuezo, las roció de agua bendita y le dibujó a su prenda una cruz en la frente.

»La paisanita empezó a crecer y, cuando llegó al altor que Dios le había dao endenantes,   -160-   le echó los brazos al pescuezo a Dolores y le preguntó:

»-¿Cómo te llamas, mi novio?

»-Dolores -¿y vos?

»-Consuelo.

»Cuando volvieron del abrazo, se acordaron de las tristes compañeras y el paisanito las desembrujó del mesmo modo que a su novia.

»Después las llevaron hasta donde estaba el bote y, de a cuatro, jueron cruzando el río hasta las cuatro últimas.

»Y ahí quedaron Dolores y Consuelo, mano a mano con la felicidad que ella había ganao por bonita y él por corajudo.

»Años después, se ha sabido que la pareja se ha hecho rica y tiene en la isla una gran estancia con miles de animales y cosechas y frutas de todas layas.

»Y al enano, hijo del Diablo, lo tiene encadenao al frasco del encanto y nunca este bicho malhechor podrá escapar de ese palenque, porque el corazón del caburé tiene el peso de todas las maldades del mundo.»



  -161-  

ArribaAbajo- XIII -

Después de dos días de marcha, sin peripecias, llegamos al pueblo de Navarro, un domingo por la mañana.

Tomando una calle poblada, pasamos por la plaza frente a la iglesia petiza, y nos bajamos en un almacén a hacer la mañana.

Por ser día festivo, había gente a porrillo y un antiguo amigo de mi padrino se acercó a saludarlo, con muchos agasajos y recuerdos.

Nunca me gustaron amontonamientos y menos cuando el alcohol menudea, de suerte que me apreté la barriga contra el mostrador, a fin de ocupar poco sitio, y espié lo que sucedía en torno sin entreverarme.

Oí que el desconocido amigo de don Segundo   -162-   le hablaba de riñas de gallos, instándolo a que fuera esa tarde testigo de una casi segura victoria suya sobre un forastero del Tandil.

Una hora pasó para mí sin diversión, viendo entrar y salir al paisanaje endomingado, que nos miraba de soslayo, observando con disimulo el porte salvaje y rudo de mi padrino.

Para mí todos los pueblos eran iguales, toda la gente más o menos de la misma laya y los recuerdos que tenía de aquellos ambientes, presurosos e inútiles, me causaban antipatía.

Marcó el reloj el medio día y, por un pasadizo angosto, pasamos del despacho de bebidas al comedor, más tranquilo.

En un lugar sombreado, nos sentamos a comer.

Habría en todo unas veinte mesas, con manteles manchados por violáceos recuerdos de vino. Los cubiertos eran de un metal dudoso y los tenedores tenían torcidas las puntas, de tanto pegar contra las lozas rudas, en busca de algún bocado esquivo. Los vasos eran de vidrio espeso y turbio. En el vasto recinto bostezaba una desesperante atonía.

  -163-  

El mozo nos saludó con una sonrisa de complicidad, que no alcanzamos a comprender. Tal vez le pareciera una excesiva calaverada para dos paisanos, eso de almorzar en la «Fonda del Polo».

-Sírvanos de lo que haya -ordenó don Segundo.

Yo miraba a mi alrededor.

En un lugar central, tres españoles hablaban fuerte y duro, llamando la atención sobre sus caras de baturros o dependientes de tienda. Vecino a la entrada, un matrimonio irlandés esgrimía los cubiertos como lapiceras; ella tenía pecudas las manos y la cara, como huevo de tero. El hombre miraba con ojos de pescado y su cara estaba llena de venas reventonas, como la panza de una oveja recién cuereada.

Detrás nuestro, un joven rosado, con párpados y lacrimales lagañosos de «mancarrón palomo», debía ser, por su traje y su actitud, el representante de alguna casa cerealista.

-Yo he visto las romerías de Giles -decía uno de los españoles- y no se diferencian en nada de las de aquí.

  -164-  

Otro, de la misma mesa, dialogaba con un vecino sobre el precio de los cerdos y el cerealista intervenía, opinando con gruesas erres alemanas.

Tratando de hacerse olvidar un momento, un hombre grande y gordo, solitario frente a su mantel cargado de manjares, callaba, comía y bebía. Sólo levantaba de vez en cuando, la cabeza del plato, y parecía entonces llenarse de satisfacción el comedor aburrido.

Una vez se interrumpió para llamar al mozo, decirle quién sabe qué, a propósito de una botella, y palmearle el lomo con protección cariñosa.

En el rincón opuesto al nuestro, como empujados por el ruido, una yunta de criollos miraba en silencio. Uno de ellos tenía una hosca onda volcada sobre el ojo izquierdo y los dos estaban tostados de gran aire.

Comieron apurados. A los postres rieron sin voces, las bocas sumidas en sus servilletas.

Pero uno de los españoles relataba el suicidio de un amigo:

-Vino de una farra, se sentó al borde de la cama en que su mujer dormía, tomó el revólver y delante de ella: ¡pafff!

  -165-  

El de las romerías seguía pesadamente sus comparaciones con Giles.

Con gran contento pagamos nuestra comida, aunque cara, y salimos al sol de la calle.

Al tranco fuimos para el reñidero, que don Segundo conocía, y metimos los caballos a un corralón donde les aflojamos la cincha.

En el mismo corralón, había unas jaulas llenas de cacareos y el público, que como nosotros llegó temprano, comentaba la sangre y el estado de los animales.

Nos acomodamos en el redondel, como patos alrededor del bañadero.

Llegó el juez que se sentó frente a una balanza, colgada sobre la cancha. Vinieron los dueños con sus respectivos gallos, que se pesaron colgándolos envueltos en un pañuelo. Después se eligieron las púas, se hizo el depósito de los quinientos pesos jugados, y cada cual salió a calzar su campeón.

Don Segundo me explicó en cortas palabras las condiciones de la pelea.

Esperamos.

Un poco aturdido por el movimiento y las voces, miraba yo el redondel vacío, limitado   -166-   por su cerco de paño rojo, y los cinco anillos de gente colocados en gradería, formando embudo abierto hacia arriba.

En el intervalo de espera, se discutieron las probabilidades en favor de ambos animales. Sería la riña, al parecer, un combate rudo y parejo. Los gallos eran de igual peso, de igual talla. Cada uno había pisado por tres veces la arena para salir vencedor.

El público enumeraba los detalles de la pesada, buscando algún indicio de superioridad. El bataraz fallaba en el pico, levemente quebrado hacia la punta, del lado izquierdo, pero tenía no sé qué tranquilidad, que el giro no compensaba con su mayor viveza.

La expectativa se hizo más tensa, cuando los combatientes fueron depositados, en postura conveniente, por los dueños, en el circo.

Sonó la campanilla.

El giro había caído livianamente al suelo, ladeadas las alas como un chambergo de matón, medio encogido el pescuezo en arqueo interrogante, firme en el enemigo la pupila de azabache, engarzada en un anillo de oro.

El bataraz, más burdo en alardes, se acercaba   -167-   a pasos cortos, alta la cabeza agitada en pequeñas sacudidas de llama.

Se cerraron tres o cuatro apuestas sin importancia. La plata estaba al giro.

En un brusco arranque, los gallos acortaron distancias. A dos centímetros, los picos se trabaron en un rápido juego de fintas. Las cabezas temblequeaban, subiendo, bajando.

Y el primer tope sonó como guascazo en las caronas.

Aprovechando los revuelos, que desnudan al combatiente, juzgamos los cuerpos, los muslos, la respectiva capacidad de violencia o ligereza. Luego miramos en silencio, para traducir nuestra opinión en apuesta.

-¡Treinta pesos al giro!

-¡Doy cincuenta a cuarenta con el giro!

La usura me pareció un insulto de compadre logrero, que aprovecha una tara para envalentonarse. El bataraz sentía su defecto del pico. Espié minuciosamente.

El giro cargaba de firme, el buche pegado a su contrario, que le daba un poco el flanco, cruzando el pescuezo. Pero el bataraz, cuando   -168-   se sentía picado en las plumas del cogote, zafaba el encontrón echando casi al suelo la cabeza, de modo que los puazos pasaran por encima, sin herirlo. Maldije del dueño que largaba al reñidero un animal tan noble, en condiciones desventajosas.

Brillaban las cabezas barnizadas de sangre. Afanosos los picos buscaban los verrugones de las crestas o un desgarrón de pellejo para asegurar el bote.

Las apuestas, dando usura, caían con persistencia de gotera.

Veinte, treinta minutos pasaron angustiosamente, sin que variara el aspecto del combate. Mis simpatías estaban por el bataraz que, no habiéndose empleado a fondo, resistía las cargas del giro, incapaz de inferirle una herida grave. Pero ¿sabría mi favorito emplear su vigor en caso de tomar la ofensiva?

Mi atención se había hecho sutil. Mis ojos como mis oídos, percibían hasta las fibras íntimas, las dos vidas que a unos pasos de mi asiento batallaban a muerte.

Pertinazmente el giro seguía empujando con el buche, agravando así el silbido de su respiración   -169-   penosa, y noté que aflojaba en su juego de pico.

-¡Quince a diez da el giro!

Nuevamente la usura me daba en el rostro su cachetada.

-¡Pago! -respondí.

-¡Veinte a quince al giro!

-¡Pago!

Y así, no sé cuantas veces, tomé posturas en que arriesgaba plata penosamente ganada en mis rudas andanzas. Algunos del público me miraron como se mira a un loco o a un sonso. Para ellos el giro no tenía más que insistir en su trabajo, acentuando su victoria hasta el anonadamiento del bataraz. Herido por esas miradas que me trataban de bisoño y, excitado por el empeño de mi dinero, me concentré en la pelea hasta identificarme con el gallo en quien había puesto mi cariño y mi interés.

Hice mi plan. Era necesario permanecer en la defensiva, evitando el golpe decisivo, salvando en media hora de resistencia, y tirar hacia abajo a cada picada del contrario.

El bataraz parecía haberme entendido.

  -170-  

De pronto un murmullo de sorpresa sofocó al público. El giro se había despicado. Un triangulito rojo yacía en la tierra barrida del reñidero.

-¡Se igualaron los picos! -no pude dejar de gritar, agregando con insolencia-: ¡Voy treinta pesos derecho al bataraz!

Pero la plaza se había dado vuelta como guayaca vacía.

-Treinta a veinticinco contra el despicao -decía otro.

Me reproché con rabia no haber aprovechado la usura para jugar más. Desde ese momento, los partidarios del giro se harían ariscos.

Extenuados por cuarenta minutos de lucha, los gallos descansaban apuntalándose en el peso del enemigo.

Con seguridad el bataraz tomó la iniciativa, se aferró a una picada de plumas sanguinolentas, golpeó dos veces, reciamente, sin largar.

El giro cloqueó como una gallina cascoteada y comenzó a dar vueltas de derecha a izquierda, el cuello lastimosamente estirado, la respiración atrancada en un ronquido de coágulos. En su cabeza carmínea y como verrugosa,   -171-   había desaparecido el pequeño lente hostil de su mirada.

-¡Sta ciego y loco! -sentenció alguien.

En efecto, el animal herido, después de repetir sus círculos maquinales, como en busca de una mosca imaginaria, picoteaba el paño del redondel, dando la espalda del combate. En su cabeza como vaciada sólo vivía un quemante bordoneo, cruzado de dolores agudos como puñaladas.

Pero ningún cristiano o salvaje es capaz de imaginar la saña de un gallo de riña. Ciego, privado de sentidos, el giro continuaba batiéndose contra un fantasma, mientras el bataraz, paciente, buscaba concluirlo en un golpe decisivo.

Sin embargo el cansancio, fuerza incontrastable cuyo coma sentíamos caer en el reñidero, hacíase casi perceptible al tacto. Era algo que se enredaba en las patas de los combatientes, sujetaba sus botes, nos oprimía las sienes.

-¿La hora? -preguntó6 alguien.

-Faltan dos minutos -pronunció el juez.

Comprendí que el reloj se convertía en mi peor enemigo.

  -172-  

Mi gallo se agotaba, enredándose en las alas y la cola del giro. E inesperadamente éste se rehízo, situó a su adversario por el tacto, le dio un encontronazo que lo echó al suelo.

-¡Cincuenta pesos a mi gallo giro! -vociferó el dueño.

-¡Pago! -respondí, olvidado de mi lástima reciente.

Y el bataraz volvió sobre el golpe, fortalecido de rabia, tomó una picada, clavó las espuelas certeras en el cráneo ciego y deforme.

El giro se acostó lentamente, en un entumecimiento de muerte, cloqueó apenas, estiró el cuello, clavó el pico roto.

Sonó la campanilla.

Los hombres enormes entraban al redondel.

El dueño del giro alzó una maza sangrienta y blanda.

El otro acariciaba un bulto de músculos aún hirvientes de rabia.

Hacia mí se estiraban manos cargadas de billetes, también como cansados. Hice un rollo voluminoso que guardé en mi tirador y salí al corralón.

Allí lo encontré a mi bataraz, asentado todavía   -173-   en la mano de su dueño, que lo acariciaba distraídamente, alegando con un grupo sobre las vicisitudes de la pelea.

Y vi que el gallo miraba curiosamente en derredor, volviendo a nacer a la sorpresa calma de la vida ordinaria, después de un delirio que lo había poseído, tal vez a pesar suyo, como un irresistible mandato de raza.

Don Segundo me tomó el brazo y lo seguí para la calle, a la cola de la gente que se retiraba.

Una vez a caballo nos dirigimos, al caer de la tarde dorada, hacia un puesto de estancia, en que don Segundo había parado en ocasión de algunos arreos.

Mi padrino me hacía burla por mi audacia en el juego, pretendiendo que en caso de pérdida no hubiera podido pagar las apuestas.

Saqué con orgullo el paquete de pesos de mi tirador y conté, apretándolos bien en una esquina para que no me los llevara el viento.

-¿Sabe cuántos, don Segundo?

-Vos dirás.

-Ciento noventa y cinco pesos.

-Ya tenés pa comprarte una estancita.

-Unos potros sí.



  -[174]-     -175-  

ArribaAbajo- XIV -

Tusé mis caballos, chiflando de contento, y acomodé mis prendas con'prolija satisfacción. Los pesos, que sentía hinchar mi tirador, me daban un aplomo de rico y pasé la mañana acomodando cuanto tenía para ponerlo todo a la altura de mi riqueza.

Iríamos a una feria, ruidosamente anunciada por los rematadores lugareños, y como allí encontraría mucha gente del reñidero, no quería desmerecer la fama adquirida con mis apuestas, exponiendo una pobreza desaliñada.

A las once salimos del puesto, despidiéndonos de nuestros amigos hospitalarios y nos dirigimos cruzando el pueblo hacia los locales del remate.

  -176-  

Tomamos una calle desierta. Pasamos al galope por la plaza principal y, a las dos cuadras, paramos frente a un almacén. A los costados de la entrada, cabalgando unos cuartos de yerba, lucían sus colores vistosos unos sobrepuestos bordados.

Atamos nuestros caballos en dos gruesos postes de quebracho, pulidos por los cabrestos, y entramos, pues mi padrino quería hacer unas compras. Había olor a talabartería, yerba y grasa.

El pulpero se agachaba para escuchar el pedido, como perro frente a una vizcachera.

-Dos ataos de tabaco «La hija'el toro» -dijo don Segundo.

-¿Picadura?

-¡Ahá!... Una mecha pa'l yesquero, un pañuelo d'esos negros y aquella fajita que está sobre del atao de bombachas.

Nos sorprendió como un porrazo una voz autoritaria:

-¡Dese preso, amigo!

En la puerta se erguía la desgarbada figura de un policía, cuyas mangas subrayaban los escasos galones de cabo.

  -177-  

Haciéndose el desentendido, don Segundo abrió los ojos para buscar en derredor al hombre en causa. Pero no había más que nosotros.

-¡A usté le digo!

-¿A mí, señor?

-Sí, a usté.

-Güeno -replicó mi padrino, sin apurarse-, espéreme un momento que cuantito el patrón me despache vi a atenderlo.

Atónito ante aquella insolencia, el cabo no halló respuesta. El patrón, en cambio, maliciando un barullo, desordenaba con manos temblonas sus trastos, completamente olvidado de los pedidos que se le habían hecho.

-La fajita está allí -decía mi padrino con paciencia. Ese pañuelo floriao no... aquel otro negrito que tocó ricién.

Sintiéndose bochornosamente olvidado, el cabo volvió por sus cabales:

-¡Si no viene por las güenas, lo vi a sacar por la juerza!

-¿Por la juerza?

Don Segundo pensó un rato, como si de pronto le hubieran propuesto hacer encastar mulas con gaviotas.

  -178-  

-¿Por la juerza? -repitió revisando al cabo enclenque con su mirada de hombre fornido. Y luego pareciendo comprender:

-Güeno, vaya buscando los compañeros.

El cabo palideció sin dar seguimiento a una intención de paso.

Don Segundo arregló sin premura su paquete, salió, no sin despedirse del azareado bolichero, y montó a caballo. El cabo amagó un manotón a las riendas, que quedó a medio camino.

-No -dijo don Segundo, como si se equivocara sobre los designios del cabo. Déjelo no más que dende el año pasao sé andar solito.

Lastimosamente el policía sonrió, festejando el chiste.

En un gran salón desamueblado, frente a un enorme mapa de la provincia, estaba sentado el comisario panzón y bigotudo.

-Aquí están, señor -dijo el cabo, recobrando coraje.

-Aquí estamos, señor -repitió don Segundo-, porque el cabo nos ha traído.

-Ustedes son forasteros ¿no? -inquirió el mandón.

-Sí, señor.

  -179-  

-¿Y en su pueblo se pasa galopiando7 por delante'e la comisaría?

-No, señor... pero como no vide bandera ni escudo...

-¿Ande está la bandera? -preguntó el comisario al cabo.

-La bandera, señor, se la hemoh'emprestao a la Intendencia pa la fiesta'e'el sábado.

El comisario se volvió hacia nosotros:

-¿Qué oficio tienen ustedes?

-Reseros.

-¿De qué partido son?

Como si no entendiera el carácter político de la pregunta, mi padrino contestó sin pestañear:

-Yo soy de Cristiano Muerto..., mi compañerito de Callejones.

-¿Y las libretas?

Lo mismo que había hecho un chiste con nuestra procedencia, don Segundo inventó un personaje:

-Las tiene, allá, don Isidro Melo.

-Muy bien. Pa otra vez ya saben ande queda la comisaría y si se olvidan yo les vi a ayudar la memoria.

  -180-  

-¡No hay cuidao!

Afuera, cuando estuvimos solos, don Segundo rió de buena gana:

-Güen cabo..., pero no pa rebenque.

La feria era para mí una novedad. Cuando llegamos, estaban concluyendo de clasificar la hacienda en lotes, disponiéndolos en los corrales. Aquello parecía un rodeo, dividido en cuadros por los alambrados como una masa para hacer pasteles. La peonada que llevaba y traía los lotes era numerosa y, tanto entre ellos como entre los peones de las estancias, se veían paisanos lujosos en sus aperos y su vestuario. ¡Qué facones, tiradores y rastras! ¡Qué cabezadas, bozales, estribos y espuelas! ¡Si ya me estaba doliendo la plata en el tirador!

A la sombra de un ombú, al lado del gran galpón del local, se asaba la carne para los peones y el pobrerío. Había como elegir entre los asadores que, aquí ensartaban un costillar de vaquillona, allá un medio capón o un corderito entero, de riñones grasudos.

Los dueños de la feria, así como los estancieros y los clientes de consideración, tenían adentro acomodada una mesa larga, con muchos   -181-   vasos y servilletas y jarras y frascos y hasta tenedores. Adentro, también, vecino al comedor, había un despacho de bebidas con sus escasos feligreses.

Con mi padrino, nos arrimamos a un cordero de pella dorada por el fuego. ¡Carnesita sabrosa y tierna! «Lástima no tener dos panzas», decía con desconsuelo don Segundo.

Enseguida que sus mercedes de la mesa se hartaron de embuchar, salió el rematador y su comitiva en un carrito descubierto y empezó la función. El rematador dijo un discurso lleno de palabras como: «ganadería nacional», «porvenir magnífico», «grandes negocios»... y «dio principio a la venta» con un «lote excepcional».

Alrededor del carrito, a pie o montados en caballos de los peones de la feria, estaban los ingleses de los frigoríficos, afeitados, rojos y gordos como frailes bien comidos. Los invernadores, tostados por el sol, calculaban ganancias o pérdidas, tirándose el bigote o rascándose la barbilla. Los carniceros del lugar espiaban una pichincha, con cara de muchacho que se va a alzar las achuras de   -182-   una carneada. Y el público, formado por la gente de huella y de estancia, conversaba de cualquier cosa.

Sin alternativas pasó la tarde. La garganta del rematador no daba más de tanto gritar y mis orejas de tanto oírlo.

Empezaban a marchar las tropas.

Un hombre de los de la feria, que conocía a don Segundo, nos habló para un arreo de seiscientos novillos destinados a un campo grande de las costas del mar. El paisano encargado de entregar el lote era un viejito de barba blanca, petizo y charlatán. Después de mostrarnos la hacienda, nos convidó a tomar la copa. Iba montado en un picacito overo, que le había codiciado toda esa mañana viéndolo trabajar. De a poquito, mientras nos dirigíamos al despacho, fui tanteando la posibilidad de una compra, que las perspectivas del largo arreo hacía casi necesaria. Pero el hombre nos hablaba de los novillos:

-Güena, animalada señor, y bien arriadita.

Frente al galpón, se le descolgó al picazo por la paleta y sonó el lucido juego de botones de su tirador, cuando tocando el suelo, sus pies   -183-   barajaron el peso del cuerpo con golpe sordo.

Entramos.

Nuestro hombre se encaró con un anciano medio ebrio:

-Aquí habías de estar vos, haciendo gárgaras como sapo en el barro.

-Con las copas que me pagas ¿no? -respondía el viejo de sonrisa envinada y ojos vagos.

-¡Al propósito vine al mundo pa mantener borrachos!

-¿Por qué no dentrás de polecía, hermano?

Mientras tomábamos nuestras sangrías, volví a hablar del picazo:

-Es ponderao pa'l trabajo.

-Vea, señor, no es por decirlo, pero tengo unos pingos medio güenones. Éste que ando es uno de los más mejorcitos y corajudo pa'l porrazo. Vez pasada, cuando era redomón, traiba yo unas vacas por cuenta de un inglés Guales. Venía cuidándolas por chúcaras, cuando cata aquí que cruzando cerca de un puesto, se me atraviesa en el callejón una señora a salvar unos patitos. Ya se me entró a remolinear la hacienda. «Hágase a un lao señora»,   -184-   le grité. «¿Que me haga a un lao?» «Sí, señora, se lo decijo como un servicio». «¿Y a mí, qué me importa de su hacienda?» Yo estaba cerquita della y me iba dentrando rabia de verla tan enteramente porfiada, cuando pa mejor comenzó a echarme con madre y todo a loh'infiernos. ¡Dios me perdone! Le cerré las espuelas al picazo y la alcé por los elementos.

Aunque la prueba fuera buena para el caballo, me pareció aquel proceder un tanto salvaje. Sin dar mi opinión sobre el tal suceso, siguiendo la plática, resulté dueño del picazo por cincuenta pesos.

De pronto el viejo borracho, olvidado por nosotros en su rincón, comenzó a observarlo muy sonriente a mi padrino. Con expresión de quien medita una picardía lo interpeló:

-¿Cómo te va, Ufemio?

¿Quién sos vos? -interrogó mi padrino, con un tono que me hizo comprender que no ignoraba la filiación del borracho.

-¿Ya no conocés a tuh'ermanos?

-Debe ser por los muy muchos que tengo en las pulperías.

  -185-  

-¿Y me has de negar que soh'Ufemio Díaz?

-¿Días?..., y algunos meses -consintió mi padrino.

-¡Gaucho pícaro! -dijo el borracho, adelantándose hacia nosotros. Yo soy Pastor Tolosa, conocido por Lazarte, vecino viejo del Carmen de Areco..., y vos sos Segundo Sombra. ¿No te acordás? -insistió, mostrando la cicatriz de un tajo que le cruzaba la frente. Yo era diablo pa'l cuchillo. Aura soy viejo y cualquier sonso me grita -señalaba con la barba a nuestro compañero de mesa. En esos tiempos, sólo un toro como vos era capaz de cortarme.

El hombre se nos sentó en la mesa. Mi padrino lo miraba, sonriéndole como se sonríe a un recuerdo, y lo dejaba hablar.

-¿Y te acordás de las fiestas en lo de Raynoso, ande nos conocimos?

-Me acuerdo, ahá..., me mandaron que te cuidara porque eras medio aplicao al frasco y de yapa aficionao al barullo.

-¡Ahá!..., y me viniste a cuidar, gaucho sagaz..., y al último fuiste voh'el que metió   -186-   el bochinche. Más de cuatro salieron cortaos y se apagaron las luces a ponchazos y el hembraje juia a los gritos..., y vos ni un arañón te agenciaste en el entrevero. ¡Qué tiempos! Y un día por probarnos, jugando, me dejaste de recuerdo este pajarito que me canta todas las mañanas: ¡bicho-feo! ¡bicho-feo!

Nos reíamos todos.

Mi padrino se levantó y se dieron un gran abrazo con aquel viejo amigo, que quería seguir la charla de los años pasados. No teníamos tiempo. Trabajosamente nos despedimos. Nos entregaron la tropa, y marchamos con los demás peones a la caída de la noche.

Tropita mansa y linda. Un mes de arreo debimos contar, aunque sin mayores contratiempos. Los animales que llevábamos, eran flacos y dispuestos. Sin embargo, tres días antes de entregar el arreo, pasamos un mal rato. La hacienda venía sedienta, pues nos faltaban aguadas naturales y estancieros conocidos que nos sacaran del apuro.

Habíamos pasado una noche de pesadez tremenda, defendiéndonos de los mosquitos, con un fueguito de biznaga por demás pobre. El   -187-   campo sudaba por dondequiera, cuando salimos de mañana.

Después cayó un golpe de lluvia. Las reses se nos alborotaron. En los charcos que había dejado el chaparrón, se amontonaban ensuciando enseguida el agua, no chupando más que barro.

El capataz iba afligido con esa desesperación del animalaje, que para mejor no podía sino aumentar con el sol y el movimiento.

A eso de las diez enfrentamos una estancia.

No hubo nada que hacer. Los animales después de olfatear con ansia, se largaron a correr por el callejón. Inútilmente quisimos apurarlos para que pasaran derecho. En una porfía incontenible, atropellaron los alambrados que primero resistieron haciéndolos caer. Hasta los enredados, no cejaban en su empuje a pesar de tajearse o caer de lomo. Y en seguida ¡qué habíamos de sujetarlos por el campo!

Las casas estaban cerca y, atrás de un potrerito alfalfado, había un cañadón bordeado de sauces. Nos separaban de él otro alambrado y un cerco de cañas. Corríamos sin esperanza por delante de los brutos sedientos.   -188-   El alambrado sufrió la misma suerte que el anterior y el cerco de caña no pudo sino crujir y quebrarse ante la avalancha ciega.

Las bestias se sumían en el agua bebiendo atropelladamente. Otros se echaban. Otros les pasaban por encima con peligro de ahogarlos. Nosotros no teníamos más tarea que la de impedir las montoneras y ordenar en lo posible aquel tumulto.

Los peones de la estancia, que habían oído el tropel o visto la disparada, nos ayudaban.

Vino el patrón y nuestro capataz, jadeante por las corridas y algo asustado, explicó la cosa, proponiendo pagar los daños.

Por suerte, el hombre tomó bien nuestro involuntario asalto y, lejos de incomodarnos, nos hizo acompañar con su gente después de saciada la sed de la hacienda.

Tuvimos que degollar un animal por demás estropeado en los alambres y curar algunos otros.

Salvo esto, todo siguió como antes, hasta llegar a destino.



  -189-  

ArribaAbajo- XV -

¡Qué estancia ni qué misa! Ya podíamos mirar para todos lados, sin divisar más que una tierra baya y flaca, como asonsada por la fiebre. Me acordé de una noche pasada al lado de mi tía Mercedes (dale con mi tía). Los huesos querían como sobrarle el cuero y estaba más sumida que mula de noria. Pero mejor es que lo sangren a uno los tábanos y no acordarse de esas cosas.

Habíamos dejado la tropa en un potrero pastoso, antes de que nos mandaran para la costa, a hacer noche y descansar en un puesto.

¡Bien haiga el puesto! Desde lejos lo vimos blanquear como un huesito en la llanura amarilla. A un lado tenía un álamo, más pelado   -190-   que paja de escoba, al otro tres palos blancos en forma de palenque. La tierra del patio, despareja y cascaruda, más que asentada por mano de hombre parecía endurecida por el pisoteo de la hacienda que, cuando estaba el rancho solo, venía a lamer la sal del blanqueo.

Don Sixto Gaitán, hombre seco como un bajo salitroso y arrugado como lonja de rebenque, venía dándonos, de a puchitos, datos sobre la estancia. Eran cuarenta leguas en forma de cuadro. Para el lado de la mañana, estaba el mar, que solo la gente baqueana alcanzaba por entre los cangrejales. En dirección opuesta, tierra adentro, había buen campo de pastoreo; pero eso estaba muy retirado del lugar en que nos encontrábamos.

Bendito sea si me importaba algo de los detalles de aquella estancia, que parecía como tirada en el olvido, sin poblaciones dignas de cristianos, sin alegría, sin gracia de Dios.

Don Sixto hablaba de su vida. Él pasaba temporadas en el rancho solitario. La familia estaba allá, en un puesto cerca de las casas.   -191-   Tenía un hijito embrujado que le querían llevar los diablos.

Miré a don Segundo, para ver qué efecto le hacía esta última parte de las confidencias. Don Segundo ni mosqueaba.

Me dije que el paisano del rancho perdido debía tener extraviado el entendimiento y dejé ahí reflexiones, porque bastante tenía con mirar el campo y más bien hubiese deseado hacer preguntas acerca del mar y de los cangrejales.

Aunque el arreo sea bueno, y no le haya sobado al resero el cuerpo más que lo debido, siempre se apea uno con gusto de los aprestados cojinillos para ensayar pasos desacostumbrados. El palenque, con sus postes blancos, llamó más mi atención de cerca, mientras desarrugaba a manotones el chiripá y aflojaba las coyunturas.

Don Segundo me dijo riendo:

-Son espinas de un pescao del que entuavía no has comido.

-Hace más de cincuenta años -explicó don Sixto- que la ballena, tal vez extraviada, vino a morir en estas costas. El patrón   -192-   se hizo llevar el güeserío a las casas, «pa adorno» decía él. Aquí ha quedao este palenquito.

-Mirá que bicho pa asarlo con cuero -dije, temeroso de que me estuvieran tomando por sonso.

-Estas son tres costillas -concluyó don Sixto, agregando para cumplir con su deber de hospitalidad. Pasen adelante si gustan; en la cocina hay yerba y menesteres pa cebar..., yo voy a dir juntando unas bostas y algunos güesitos pa'l juego.

A la media hora de una conversación interrumpida por el lagrimeo y la tos que me imponía la humareda espesa de la bosta, gané el campo so pretexto de ver para dónde se había recostado mi tropilla.

Más vale el campo, por fiero que sea, que estar tosiendo a la orilla del fuego como vieja rezadora.

Mi tropilla se había alejado caminando con cautela de quien está revisando campo para comprar, despuntando los pastos, mirando a veces en derredor o a lo lejos, como buscando un punto de referencia. El picazo en que iba   -193-   montado, relinchó. La yegua madrina alzó la cabeza, desparramando un tropel de notas de su cencerro. Todos los caballos miraron hacia mí. ¿Por qué estábamos así desconfiados y como buscando abrigo?

Casi entreverado con mis pingos, me dejé estar mirando el horizonte. La yegua Garúa olfateó hacia el mar y nos pusimos a seguir aquel rumbo, como una obligación.

-¡Campo fiero y desamparao! -dije en voz alta.

Íbamos por un pajal descolorido y duro que los caballos husmeaban despreciativamente, con algo de alarma. También yo sentía un presagio de hostilidad.

Cruzábamos unas lagunitas secas. No sé porqué pensé en lagunas, dado que ninguna diferencia de nivel existía con el resto de la pampa.

-¡Campo bruto! -dije otra vez, como contestando a un insulto imaginario.

De atrás de unos junquillales voló de golpe una bandada de patos, apretada como tiro de munición. El bayo Comadreja plantó los cuatro vasos, en una sentada brusca, y bufó a lo   -194-   mula. Quedamos todos quietos, en un aumento de recelo.

Atrás de los junquillales, vimos azulear una chapa de agua como de tres cuadras. Volaron bandurrias, teros reales y chajás. Parecían tener miedo y quedaron vichándonos desde el otro lado del charco. Sabían algo más que nosotros. ¿Qué?

Garúa trotó dando un rodeo, seguida por Comadreja, y bajó hacia el agua. Nosotros quedamos a orillas del pajonal.

El barro negro que rodeaba el agua, parecía como picado de viruelas. Miles de agujeritos se apretaban en manada unos contra otros. Unos pocos cangrejos paseaban de perfil, como huyendo de un peligro. Me pareció que el suelo debía de sufrir como animal embichado.

-Ahá -dije- un cangrejal -y me pregunté por qué me había dado ese día por hablar en voz alta.

Como si mi palabra hubiese sido voz de mando, voló de un solo vuelo la sabandija. Garúa y Comadreja, castigadas por repentino terror, corrieron hacia nosotros. Dudé de mis ojos. Garúa había perdido sus cuatro patas   -195-   y avanzaba apenas arrastrándose sobre el vientre. Y el barro se abría como un surco de agua. «Murió la yegua», me dije. Pero Garúa, tirada sobre el costillar, remaba con las cuatro patas, avanzando como si nadara, con tanta rapidez, que no daba tiempo a que la tierra, desmoronada en sinuosa herida, se juntara tras ella. Aquello hizo un ruido sordo y lúgubre, hasta que la yegua pisó firme. «Linda madrinita baquiana», murmuré con emoción y recordé que me había sido vendida por un paisano del Rincón de López. Sí, pero ¿y mi bayo?

Comadreja se había detenido ante la caída de Garúa. Dos veces intentó echarse al cangrejal, para vencerlo a lo bruto, pero tuvo que volver atrás, después de haberse perdido casi totalmente, salvándose a pura energía, con quejidos de esfuerzo.

Sin perder tiempo, arrié mi tropilla en su dirección, recordando el camino seguido hoy por la yegua. Me encomendé a Dios, para que no me dejara desviar ni un metro de la dirección que recordaba. En una atropellada alcancé con ansia el lugar en que estaba Comadreja,   -196-   que se entreveró con sus compañeros, y al grito de «¡Vuelva!», salí, yegua en punta, para el lado del campo firme.

Pasado el apuro, seguimos como muchachos castigados, hinchando el lomo y con las cabezas muy gachas.

Llegando al rancho pensaba: La casa es la casa, en cualquier parte que esté y por pobre que sea.

El rancho, antes tan miserable, me resultaba, al volver del paisaje, un palacio. Y sentí bien su abrigo de hogar humano, tan seguro cuando se piensa en afuera.

Aunque todavía fuese temprano, mi padrino y don Sixto preparaban la comida en el patio. Me preguntaron por mi paseo.

-Lindo no más. Casi pierdo el bayo contesté, e interrogado relaté el percance.

Don Segundo comentó a manera de consejo:

-El hombre que sale solo, debe golver solo.

-Y aquí estoy -concluí con aplomo.

Atardecía. El cielo tendió unas nubes sobre el horizonte, como un paisano acomoda sus coloreadas matras para dormir. Sentí   -197-   que la soledad me corría por el espinazo, como un chorrito de agua. La noche nos perdió en su oscuridad.

Me dije que no éramos nadie.

Como siempre, andábamos de un lado para otro, en quehaceres de último momento. Íbamos del recado al rancho, del rancho al pozo, del pozo a la leña. No podía dejar yo de pensar en los cangrejales. La pampa debía sufrir por ese lado y... ¡Dios ampare las osamentas! Al día siguiente están blancas. ¡Qué momento, sentir que el suelo afloja! Irse sumiendo poco a poco. Y el barrial que debe apretar los costillares. ¡Morirse ahogado en tierra! Y saber que el bicherío le va a arrancar de a pellizcos la carne... Sentirlos llegar al hueso, al vientre, a las partes, convertidas, en una albóndiga de sangre e inmundicias, con millares de cáscaras dentro, removiendo el dolor en un vértigo de voracidad... ¡Bien haiga! ¡Qué regalo el frescor de la tierra del patio, al través de las botas de potro!

Y miré para arriba. Otro cangrejal, pero de luces. Atrás de cada uno de esos agujeritos debía haber un Ángel. ¡Qué cantidad   -198-   de estrellas! ¡Qué grandura! Hasta la pampa resultaba chiquita. Y tuve ganas de reír.

Comimos, sin decir palabra, en unos platos de zinc, una «ropa vieja» en que la sal del charqui nos ofendía la boca. La galleta era como poste de quebracho y gritaba a lo chancho, cuando le metíamos el cuchillo. Para peor, no tenía sueño. Me quedé tomando mate en la cocina. El pabilo del candil, cansado de tanta grasa, quería caer por momentos y la llama chisporroteaba a antojo. Dos veces la enderecé con el lomo del cuchillo. Por fin la dejé, temiendo que me entrara rabia y cediera a la tentación de fajarle al aparatito un planazo de revés, para que fuera a alumbrar a los demonios.

Don Segundo tendía cama afuera y don Sixto estaba ya en el dormitorio, al cual había entrado mis jergas, creyendo así cumplir con el forastero.

¡Linda cortesía, hacerlo dormir a uno en un aposento hediondo y seguramente poblado por sabandija chica!

Apagué el candil, volqué la cebadura en el fuego, que se iba consumiendo, y fui a echarme   -199-   en mi recado, en la otra punta del cuarto de don Sixto.

No hallaba postura y me removía como churrasco sobre la leña, sin poder dar con el sueño. Era como si hubiese presentido la extraña y lúgubre escena, que iba a desarrollarse entre las cuatro paredes del rancho perdido.

Debió pasar algún tiempo. La luna volcó por la puerta una mancha cuadrada, blanca como escarcha mañanera. Vislumbraba los detalles del aposento: las desparejas paredes de barro, el techo de paja, quebrada en partes, el piso de tierra lleno de jorobas y pozos, los rincones en que negreaba una que otra cuevita de minero.

Mi atención fue repentinamente llamada hacia el lugar en que dormía don Sixto. Había oído algo como una queja y un ruido de caronas. Antes de que imaginara siquiera qué podía ser aquello, lo vi confusamente, de pie sobre sus matras, en una postura de espanto.

Sentándome de un solo golpe, hice espaldas en la pared, desenvainé mi puñalito, que había como siempre alistado entre los bastos, puestos como cabecera, y encogí las piernas de   -200-   modo conveniente para poderme erguir en un impulso.

Miré. Don Sixto dio con la zurda un manotón al aire. Fue como si hubiera agarrado algo. «No», dijo, ronco y amenazando, «no me han de llevar, so maulas». Con la ancha cuchilla que apretaba en su derecha, tiró al aire dos hachazos como para partir el cráneo de un enemigo invisible. Tuve la ilusión de que aquello que tenía aferrado con la mano izquierda, le asentara un recio tirón. Trastabilló unos pasos. «No», volvió a gritar, como aterrorizado, pero firme en su propósito de no ceder, «angelito... no me lo han de llevar».

Con más saña, tiró puntazos en diferentes direcciones; después hachazos de derecha, de revés, con una violencia superior a sus fuerzas. Otro tirón lo llamó hasta la mitad del cuarto. Con más desesperación clamó, «M'hijo..., m'hijo no ha de ser de ustedes». Comprendí lo terriblemente angustioso de aquella alucinación. El hombre defendía a su hijo embrujado, con la desesperación del que no sabe si hiere. ¿Pero, cómo podía ser eso? Sin embargo, vi por tercera vez y claramente,   -201-   los tirones y golpazos con que le hacían perder el equilibrio, don Sixto caía al suelo, volvía a incorporarse y se esgrimía nuevamente contra el vacío, repitiendo su estribillo: «No, no me lo han de llevar».

La lucha inverosímil, de la cual yo sólo veía un combatiente, arreció en violencia. Los zamarrones aumentaban, las cuchilladas menudeaban a tontas y a locas, los gritos de desesperada negación se repetían con mayor frecuencia. Las fuerzas de don Sixto, disminuían mientras el tono de la voz llegaba por su angustia a hacérseme intolerable. Quería ayudarle, pero una cobardía, un anonadamiento desconocido, se opuso a los esfuerzos que hice por levantarme. No podía siquiera hacer la señal de la cruz. El horror me tiraba los pelos para atrás de las sienes. Me debilitaba en un sudor copioso.

Pensé en don Segundo y no pude llamarlo. ¿Cómo no oía? El pobre don Sixto, ya exhausto, había caído cerca mío, a unas cuartas, y luchaba con una tenacidad que duplicaba mi desesperación.

Por fin la luz de la luna fue interceptada.   -202-   Comprendí que mi padrino estaba ahí. Escuché su voz tranquila: «Nómbrese a Dios». Lo vi entrar; tomó a don Sixto de un brazo haciéndolo poner de pie. «Sosiéguese güen hombre, ya no hay nada». También yo pude moverme y me acerqué a sostener a don Sixto que, a pesar de no ser la luz suficiente para ver claro, aparecía demacrado como por varios días de enfermedad. «Sosiéguese», repitió mi padrino. «Acompáñeme pajuera; ya no hay nada». Como un ebrio lo sacamos a la noche.

Don Segundo le acercó al recado en que él había estado durmiendo. El hombre cayó como desgarretado. «Dejalo no más», me dijo mi padrino, «y vos sacá tus jergas y echate a dormir».

Con recelo entré al cuarto, me santigüé, fui al rincón de mis pilchas y manotié, arrastrando lo que quiso venir conmigo. Ya don Segundo dormía, con un cojinillo de almohada, sobre el piso del patio. El otro estaba tirado como potrillo muerto. ¿Dormir? ¡Cómo para dormir estaba por dentro! Nunca pensé que se pudiera tener tanto miedo junto.

  -203-  

Recién al aclarar, cuando mi padrino incorporándose me dio la garantía de que todo no había muerto, pude cerrar los párpados.

Poco después desperté en un sobresalto. Ya el sol calentaba un tanto el cuerpo y un vientecito tierno se colaba entre la ropa.

Don Segundo había arrimado su tropilla y tusaba uno de sus caballos.

No vi ni señas de don Sixto. Como el sol sabe barrer el miedo, no me quedaba de mi angustia nocturna más que un peso en los nervios.

Enderecé mis pasos hacia el pozo. El chirrido de la rondana, el culazo del balde en el agua, el canto de las goteras mientras recogía la soga, cuyos últimos tramos me enfriaron de agua las manos, me cantaban familiares palabras de optimismo. Me enjuagué bien la cabeza, el pescuezo, los brazos hasta el codo. Enseguida sentí mejor el viento y el sol. Mi fuerza de siempre corría a grandes impulsos por mis miembros.

La mañana era linda, dorada, ágil. El desierto se alegraba de su descanso fresco. Unos teros pasaron, muy arriba, gritando su alegría.   -204-   Se oyeron, lejos, unos balidos. Una nube de gaviotas, chimangos y caranchos, giraba como trompo de aire, sobre alguna osamenta, allá, para el lado de los cangrejales. ¡Qué diablos, y la vida no afloja ni se aflige, porque a un animal o a un hombre, la noche le haya traído un mal rato!

Como había preparado ya el mate, fui a convidarlo a don Segundo.

-Güen día, padrino.

-Güen día.

Don Segundo rió mirándome:

-¿Ya te ha güelto el alma al cuerpo?

Me atreví a preguntar:

-¿Y don Sixto?

-Se jue esta mañana a ver al muchacho que tiene enfermo. Quién sabe como lo halla.

-¿Por qué?... ¿Le han traído una mala noticia?

-¿Y qué más mala noticia querés que la de anoche?

-¡Avise don!

Tuve que ir en busca de la pava para seguir la cebadura. No había conseguido mayores datos sobre el enigma del pasado suceso.   -205-   ¿Por qué estaba tan seguro mi padrino de la gravedad del chico de don Sixto? ¿Creía en brujerías? Inútil calentarme la cabeza; ya me había dado cuenta de que don Segundo no me contestaría, esa mañana por lo menos. Pero ¡qué hombre que no concluiría nunca de conocer! ¿Sabría también de magia? ¿Esos cuentos que contaba, los contaba en serio? Y yo ¿creía o no creía? Me parece que sí, por el miedo que me daban esas cosas y por mi poca voluntad de meterme a averiguaciones.

Monté el Picazo en pelos y fui a buscar mis caballos. De vuelta ensillé y echando unidas las tropillas por delante, marchamos hacia el potrero vecino, donde al día siguiente debíamos recoger hacienda alzada. No pude dejar de despedirme del fatídico ranchito, que ya tomaba su aspecto de hueso perdido, y dándome vuelta sobre el recado le grité:

-¡Adiós, matrero viejo. Quiera Dios que el pampero te avente con tuito el pulguerío y tus penas de bichoco y tus diablos y brujerías!



Anterior Indice Siguiente