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Dos mujeres

Tomo III


Gertrudis Gómez de Avellaneda



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- I -

-¡Tres meses! ¡Tres meses cumplen hoy que no lo veo! -decía la triste Luisa, apoyando su rubia cabeza sobre sus manos, sentada delante de un veladorcillo en el cual se veían esparcidas varias cartas de Carlos-. ¡Y no habla de volver! -prosiguió, dejando de repente su primera postura y buscando entre las cartas la última que había recibido-.   -6-   ¡Nada! ¡Nada dice aquí que pueda darme esperanzas!

Y volvió a tomar la carta que comentaba a medida que leía:

«Querida Luisa: Lo que me dices del estado de nuestra respetable madre me causa el mayor dolor, y siento no poder compartir contigo los cuidados que prodigas a la querida enferma».

-¡Lo siente!, ¿y por qué no viene? ¡Dios mío! ¡Valen todas las riquezas de la tierra el dolor de estar tres meses separado de lo que se ama!

«Aún no he terminado completamente el negocio que me retiene en Madrid, porque las cuentas del difunto se hallaban tan embrolladas que toda mi actividad y la de los albaceas no han bastado aún para aclararlas».

-¡Y sin embargo hace un   -7-   mes que me decía que muy pronto estaría todo terminado!

«En días pasados tomé la resolución de volverme a esa y se la comuniqué a los albaceas de mi tío, ofreciéndoles que apenas llegase diría a mi padre nombrase un apoderado más propio que yo para este negocio. Pero después de dos días de reflexión, conocí que no era racional abandonarle a manos mercenarias, después de haber venido y que acaso mi padre no lo aprobaría... En fin, volví a presentarme a los albaceas para decirles que había desistido de mi primera resolución».

-¡Oh, qué fácil le fue desistir!..., ¡pero el temor de disgustar a nuestro padre!... Y, sin embargo, ¡es tan bueno! Sí, él hubiera perdonado. Quiero hablarle hoy mismo de esto, quiero echarme   -8-   a sus pies para suplicarle que permita a mi esposo volver a nuestro lado. Lo haré, estoy resuelta. ¡Pues qué!, ¿nunca he de tener valor para decir que soy desgraciada?

Y la pobre niña lloró por muchos minutos con amargos sollozos.

Fuese casualidad o intención, aquellos sollozos se aumentaron de tal modo en el instante en que don Francisco, saliendo del aposento de su hermana, atravesaba una galería contigua al gabinete en que se encontraba Luisa, que, oyéndola el buen caballero, entró precipitado y llamándola con sobresalto:

-¡Luisa!, ¡Luisa!, ¿dónde estás?

-Aquí... -respondió balbuciente-. Aquí... estoy.

-¡Hija mía!, ¿qué tienes?, ¿qué te aflige? -exclamó su tío acercándose con   -9-   paternal cariño y levantándola la cabeza, para contemplar su lindo rostro bañado en lágrimas.

-¿Qué me aflige?... -tartamudeó ella haciendo un gesto infantil con el cual quería decir-. ¡Bien lo sabe Ud.!

-¿Qué te escribe Carlos, hija mía?, ¿te ha dado algún motivo de queja? Habla, Luisita, es tu padre quien te lo suplica.

Y el anciano, sentándose junto a ella, la atraía sobre sus rodillas.

-¡Queja! No, no es de él de quien debo formar queja...

-¿Pues de quién, niña mía? ¿Quién te ha ofendido?, ¡quién ha podido ofenderte!

-Nadie..., pero él no puede venir sin orden de Ud... y Ud. no da esa orden... y ya hace tres meses que no lo veo: ¡tres meses!... ¡y pasarán   -10-   otros tantos!, ¡pobre de mí!...

Y el llanto y los sollozos comenzaron de nuevo, y fue cosa imposible para el buen caballero hacerlos cesar, por más que prodigaba caricias y mimos.

-¡Ud. No me quiere! -le respondía Luisa a intervalos, y no salía de este tema.

Por fin, don Francisco acertó a tomar la carta que ella había leído por vigésima vez un momento antes, y al llegar al párrafo en que su hijo hablaba de no haber dejado la corte por el temor de disgustarle, el orgullo paternal le hizo olvidar por un momento las lágrimas de Luisa.

-¡Así!... -exclamó- ¡hizo muy bien! Esto prueba que no han sido perdidos mis desvelos. Carlos es un hijo respetuoso y sumiso, como hay pocos en el día. De eso debo tener   -11-   orgullo. Por más que mi hermana porfíe en que si es bueno es por su índole natural y no por la educación que yo he sabido darle; siempre sostendré que ninguna tierra, por buena que sea, da los mejores frutos sin un esmerado cultivo.

-Pero si él es un buen hijo, Ud. no debe ser un padre cruel -dijo Luisa con un atrevimiento tan inusitado en ella que dejó parado a don Francisco.

-¡Yo padre cruel!... -exclamó después de un momento de silencio-. ¡Qué estás diciendo, Luisita!

Y la afligida niña se echó a sus pies pidiéndole perdón, con una humildad que lo enterneció.

-No sé lo que digo -repetía-; conozco que todo lo que hace Ud. debe ser bueno y justo, pero ¡padezco   -12-   tanto! ¡Hace tanto tiempo que no le veo! Moriré muy pronto si esto sigue así.

Y apoyando la frente sobre las rodillas del anciano se abandonaba a su dolor.

Ya está conocido que don Francisco de Silva no era hombre que podía resistir mucho tiempo a los ruegos y a las lágrimas. Levantó a Luisa, besola en sus lindos ojos encendidos de llorar, pidió pluma y papel, y sobre el mismo veladorcillo en que estaban las cartas de su hijo trazó unas líneas.

«Carlos: Puedes venirte cuando quieras, pues yo daré mi poder a un sujeto más instruido que tú en esos embrollos. Tu esposa te espera con impaciencia, y tu padre está contento de ti y desea abrazarte».

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Alargó el papel a Luisa, que al leerlo lloró de alegría tanto como había llorado de pesar. Abrazola el papá y dejola aconsejándola serenarse.

Luisa estaba loca de contento, pero no saltaba ni manifestaba su regocijo con los pueriles extremos propios de sus diez y siete años, sino que siempre tímida y religiosa se arrodilló para dar gracias a la virgen por aquel favor que, sin duda, le debía. Luego escribió una larga y hechicera carta a su marido, y cuando volvió al lado de su madre estuvo con ella más tierna, más humilde, más angelical que nunca, pues la felicidad era en aquella alma inocente y buena, como un perfume divino que se hacía sentir a cuantos la rodeaban.



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- II -

Nadie, excepto Elvira, tenía conocimiento en Madrid de la partida de la condesa y de Carlos, y de la vuelta de ambos. La misma Elvira no estaba perfectamente instruida de las circunstancias particulares de aquel repentino viaje y de aquella repentina vuelta; pero no era ya solamente ella la que conocía el amor de Catalina.

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De vuelta a Madrid presentose con Carlos en teatros y paseos, sin hacer misterio de su afición. Aquella mujer extremada en todo y orgullosa hasta el punto de creerse con fuerzas bastantes para dominar o despreciar la opinión, no había sabido nunca, ni acaso había querido saber el arte del disimulo; y Carlos estaba demasiado aturdido todavía de su propia derrota para poder pensar en las conveniencias sociales. El gran paso para él estaba ya dado. Había ofrecido y aceptado un amor culpable; había faltado en su corazón a sus severos principios de virtud; había sido ingrato con su esposa y perjuro con Dios. Para no sentir remordimientos érale preciso no pensar en nada, y él mismo excitaba a la condesa y la conducía de fiesta en fiesta, procurando   -16-   embriagarse hasta el punto de perder la facultad de pensar.

Catalina, imprudente y gloriosa de su triunfo, tanto como temerosa de perderle, se engañaba a sí misma con sus especiosos sofismas para persuadirse que no faltaba a la virtud, mientras no faltase al honor; y cuando más se esforzaba en merecer la estimación y el cariño de Carlos, creíase más justificada, como si no fuese el usurparle el corazón de su esposo el más terrible e irremediable daño que podía hacer a la desventurada Luisa.

Y, sin embargo, era naturalmente buena y compasiva. Su gran defecto consistía, como ella misma había dicho a Carlos, en que su poderosa imaginación todo lo engrandecía o disminuía hasta el exceso; y las más   -17-   extravagantes teorías se hacían realizables para aquella mujer capaz de los esfuerzos más sublimes, como de las aberraciones más lamentables, pero para la que no existía ningún término medio.

Bien conocía que la avidez de Carlos por entregarse con ella a todas las distracciones del mundo, provenía del temor de encontrarse a solas consigo mismo. No se le ocultaba el poder que sobre su noble y recto corazón ejercían los deberes a que por ella faltaba, y recelosa siempre de un arrepentimiento que hubiera herido a la vez su orgullo y su corazón, secundaba diestramente los esfuerzos que hacía el culpable para olvidar su crimen.

Nunca había aparecido tan hermosa, tan magnífica y espléndida.   -18-   Daba sin cesar funciones en las que ostentaba para Carlos todo su buen gusto, su elegancia y su riqueza. Embriagábale a menudo con la magia de sus talentos: su voz admirable era más dulce y más expresiva cuando cantaba con él o en su presencia. Cuando bailaba era una sílfida que parecía escaparse de la tierra para vagar por los aires. Cuando montaba a caballo y Carlos iba con ella al paseo, notaba que todos seguían con los ojos a la elegante amazona, que hacía tascar el freno a un soberbio caballo andaluz que parecía impaciente al verse dominado por la delicada mano de una mujer.

Si Carlos hablaba de pintura, Catalina pintaba ingeniosas alegorías y bellísimas cabezas que todas se parecían a él.

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Si le oía celebrar las bellezas de la naturaleza, inventaba un paseo al campo, y con una escasa y escogida sociedad le llevaba a pasar días de dulce expansión, a los sitios más pintorescos.

En fin, si le sorprendía un momento como tímido y receloso de su cariño, probábale el exceso de él con mil apasionadas imprudencias. Si, por el contrario, sospechaba que empezaba a adormecerse en la confianza de su dicha, sabía despertar su inquietud con sagaces y finas coqueterías. Era dulce y tierna y sumisa cuando convenía; y altiva, vehemente y dominante cuando debía serlo. Era, en fin, la antítesis de la mujer que había hecho feliz a Carlos durante dieciocho meses, y la única que podía fascinarle hasta el punto de hacer   -20-   que la olvidara.

Carlos, pues, había visto pasar dos meses desde el día en que regresó a Madrid con la condesa, sin que en este tiempo se le hubiese ocurrido un solo momento el pensamiento de dejarla. Hallábase como encadenado, a pesar suyo, al lado de Catalina. No concebía ya cómo era posible vivir sin ella: sin sus talentos que le fascinaban, sin sus placeres que le aturdían, sin su pasión imprudente que le volvía loco, y aun sin sus coqueterías que le hacían rabiar. Se necesitaban todas aquellas nuevas y variadas emociones para que Carlos no sintiese el vacío de aquella felicidad inocente que había perdido, y si aún no bastase criminal para desconocer su falta, harto débil era ya para desear espiarla.

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Más de un mes hacía que había recibido de su padre el permiso de volver a Sevilla: no se atrevió ni aun hablar de ello a la condesa. Difería bajo diferentes pretextos su salida de Madrid, y cuando alguna carta de Luisa, tierna y quejosa, venía a recordarle que sólo por su voluntad aún estaban separados, casi le parecía que era una crueldad de la pobre inocente el pedirle un sacrificio que tanto debía costarle.

Sus cartas eran ya menos largas, menos fáciles; todas reducidas a justificar con pueriles razones su permanencia en Madrid, y a dar seguridades de su felicidad, de su constancia, y del tierno amor que profesaba a su esposa.

Y la amaba, en efecto, sí, la amaba todavía, cual el hermano más tierno   -22-   puede amar a su hermana. Pero, ¡ay!, no era ya ella la que poseía el secreto de su corazón. No era ya ella la que tenía el poder de hacerle delirar de amor, o enfurecer de celos. No era ya ella, en fin, la mujer de quien estaba enamorado.



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- III -

La malignidad y la envidia que persiguen con preferencia a las personas elevadas y brillantes, así como, según observaba un poeta, el rayo busca siempre las torres; debían aplaudirse de la imprudencia de la condesa, que, justificando en cierto modo los juicios desventajosos que de ella se formaban, parecía renunciar a todo miedo de defensa y entregarse   -24-   como una víctima resignada. Sin embargo, como nunca había sido más prodiga de sus riquezas, más franca y alegre que entonces, los mismos que destrozaban sin piedad su reputación, buscaban ansiosamente sus placeres, y, aunque se aumentaba cada día el número de sus enemigos, crecía también el de sus aduladores. La maledicencia es como un perro cobarde, que ladra de lejos al que se le acerca en ademán de desprecio y que se arroja y ensaña sobre el que le huye temeroso.

Elvira, a cuyos oídos llegaban cada día las hablillas que circulaban en descrédito de su amiga, no era mujer de un temple de alma bastante fuerte para poner un dique a la murmuración: su cobarde, aunque sincera   -25-   amistad, se contentaba con herir por la espalda a los detractores, sin atreverse jamás a desmentirlos cara a cara. No olvidaba, empero, el informar a Carlos de todo lo que se decía, y aún a la misma Catalina se vio algunas veces a reprender tímidamente por el poco cuidado que se tomaba por el buen nombre: mas había en aquella mujer un no sé qué que intimidaba a Elvira, y era tan poderosa la influencia que ejercía sobre un frívolo y débil carácter, que aun los mismos extravíos de la condesa tenían algo de respetable a los ojos de su amiga. Parecía tan superior a la opinión pública que temía Elvira ridiculizarse si mostraba temerla, y concluyó por decirse a sí misma, que no debía tomarse la menor molestia por defender a la condesa   -26-   contra un juez que ella declaraba incompetente.

No sucedía lo mismo a Carlos: padecía cruelmente al saber que el amor de la condesa por él daba nuevas armas contra ella, y su violenta indignación apenas podía ser reprimida por el temor de causarla un daño mayor, tomando a su cargo el vengarla. La loca embriaguez con que durante dos meses se había entregado a los placeres del mundo, en que veía brillar a su amada, iba disipándose rápidamente. Cuando la acompañaba a una reunión, érale imposible participar de la alegría y confianza con que ella se presentaba. Espiaba las miradas de cada uno de los que le cercaban, prestaba el oído con sobresalto a cualquiera conversación que se tenía junto a él, siempre receloso   -27-   de descubrir en alguno la intención de injuriar a Catalina, y siempre interpretando siniestramente la menor demostración. Sin ser en manera alguna desconfiado sentíase cada día más suspicaz en cuanto podía tener relación con la condesa, y su amor y su orgullo se alarmaban igualmente a la idea de que no fuese por todos respetada la mujer que era ya señora de su vida.

Catalina veía declinar de día en día la alegría de Carlos. En vano prodigaba fiestas para distraerle, y en vano agotaba la magia de su elocuencia para infundirle el desprecio de la sociedad de que ella hacía ostentación. Carlos no podía participar de sus opiniones en este punto, y cuanto más la amaba, más sensible era al concepto que el mundo podía   -28-   formar de ella. Pero si Catalina no logró inspirarle su indiferencia hacia la opinión, él sin pretenderlo la comunicó su tristeza.

-Carlos -le dijo una noche en que ambos iban a salir para un baile, y en el momento en que el disgusto de su amante se pintaba enérgicamente en su semblante-, creo que haremos bien en no asistir al baile.

-¡Lo deseabas tanto!... -respondió con triste sonrisa.

-Esperaba que te divertirías, pero ahora veo que me engañaba.

Y arrancando de sus cabellos su rica diadema de perlas, arrojola lejos de sí y dejose caer llorando sobre un sofá.

Carlos la miró un momento en silencio.

-¡Catalina! -la dijo luego-, yo soy un desventurado que sólo ha   -29-   aparecido en medio de tu florido camino para sembrarle espinas. Esa tu vida de triunfos era bien hermosa, sin duda, pero a pesar mío no puedo seguirte en ella.

-¡Carlos!... -exclamó ella fijándole con una mirada ansiosa-, ¿tendrás por ventura celos?... ¡Ah! Si es así dímelo, dímelo por tu vida, y quitarás de mi corazón un terrible peso.

-¡Celos!... ¡Sí, los tengo, los tendré sin duda! Celos de tu talento, de tu hermosura, de esa felicidad que no me debes a mí. Celos tengo sí, hasta del viento que agita tus cabellos, hasta del objeto inanimado en que fijes casualmente los ojos. Pero no es eso lo que me martiriza, lo que me hace aborrecer a los hombres y desear arrancarte de una sociedad que maldigo.

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-¡Habla! ¡Habla, pues! -exclamó ella, extendiendo hacia él los brazos en ademán de súplica.

Carlos la asió entrambas manos, y con una mirada llena de pasión:

-¡Qué hermosa eres! -la dijo-, ¿cómo pudieras no excitar la envidia? ¡Oh! Si me fuese dado tomarte en mis brazos, apoyarte sobre mi corazón y presentarte diciendo: «Hela aquí, ¡es mi esposa, es la mujer adorada por mi corazón!»; entonces desafiaría al mundo, entonces sería feliz, porque tendría el derecho de adornarme con tu amor, de enorgullecerme con mi dicha. Pero, ¡desventurado! Mi estéril amor nada puede hacer por ti, y estoy condenado a no darte en cambio de tu ternura sino la persecución del mundo, acaso el descrédito y la vergüenza. ¡Oh,   -31-   amada de mi corazón!, ¿puedes tú pedirme que sea feliz?

Al concluir estas palabras habíase sentado junto a ella, y ocultaba su rostro con las manos para que no viese dos lágrimas, que, a pesar suyo, habían corrido de sus ojos. Mas era tarde: ella las había ya devorado con su mirada. Era la primera vez que veía llorar a Carlos. ¿Y qué mujer desconoce el poder del llanto de un hombre cuando es amado? Se dice que las lágrimas de la mujer son omnipotentes, pero ¡cuánto más cierta es la omnipotencia del llanto del hombre! El llanto de la debilidad puede conmover, pero en la debilidad el llanto es natural, es fácil, es frecuente. Mas cuando una lágrima humedece un rostro varonil, cuando la fuerza y el orgullo pagan un momento   -32-   de tributo a la sensibilidad y a la ternura, entonces la emoción que se experimenta es profunda, inexplicable. Hay en ella una mezcla de dolor y de placer, de temor y de confianza. El sentimiento que hace llorar a un hombre, es un sentimiento cuya grandeza intimida a la mujer que le contempla, pero su orgullo se goza del poder que tiene para producirle.

La condesa. Subyugada por esta emoción, estuvo próxima a echarse a los pies de su amante. Tomola él en sus brazos y la oprimió contra su corazón.

-Catalina -la dijo- fuerza es imponernos ambos un terrible sacrificio. Presentándome contigo en todas partes no hago más que dar pábulo a la malignidad que se enfurece contra   -33-   ti. El disimulo, según empiezo a conocer, es el arte más necesario al que vive en el mundo, y sólo las apariencias son las que constituyen en la sociedad la virtud o el crimen.

Pues bien, preciso es ser esclavos de ellas.

-¿Y qué me importa? -exclamó ella con impetuosidad-, ¿qué me importa la estimación o el desprecio de una sociedad, cuya inmensa mayoría la forman los tontos y los malvados? ¡Y qué!, ¿será preciso revestirse de una máscara hipócrita, degradar su carácter, envilecer sus sentimientos para merecer una mirada de ese mundo que despreciamos?

-¡Oh! -respondió él con amarga sonrisa-, no debemos despreciarle mientras tengamos necesidad de él.

-Pues bien, renunciémosle para siempre.

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-¡Catalina!...

-Sí, es preciso. Desde hoy quiero emanciparme de él, quiero vivir una vida oscura y retirada. No ambiciono otros homenajes que los tuyos; no aprecio otro placer que el de mirarte; no concibo felicidad sino en ser amada de ti. ¡Carlos! Mientras esa felicidad me anime el mundo todo no tiene bastante poder para darme un solo instante de pena, y si la pierdo...

-¡Ah, calla! La felicidad no puedo dártela, ¡no! Y eso me atormenta aun en los momentos más dulces de mi vida. Pero mi amor tuyo es, tuyo mientras yo exista, tuyo si le aceptas, tuyo si le desprecias: ¡Tuyo siempre, amiga mía!

Y el insensato solemnizó con juramentos su perjurio, y más [...] la apasionada Catalina levantaba   -35-   el edificio de su futura dicha sobre aquel carcomido cimiento.

Desde aquel día cesaron las reuniones en casa de la condesa. Su sociedad quedó reducida a un corto número de amigos, y ella y su amante estaban solos la mayor parte del día. Aquella nueva situación les encantaba en un principio. ¡Cuán largas e íntimas conversaciones!, ¡cuántas horas de deliciosa soledad! Eran el uno para el otro únicamente. No tenían un pensamiento que no fuera común. Adquirían aquella dulce confianza, que es el lazo más fuerte del amor, cuando no le asesina. Aquella costumbre de verse, de decírselo todo, que a veces sobrevive al amor, y que cuando se pierde deja un vacío más grande en el corazón que el del amor mismo.

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Para Carlos era nueva aquella situación. Con la dulce y sencilla Luisa la vida íntima tenía más suavidad que encantos.

La condesa poseía aquel raro talento de dar variedad a la vida uniforme. Su conversación era más amena y seductora cuanto más franca y espontánea. Conocía el secreto de evitar el fastidio poniendo siempre en juego el talento o el corazón, y Carlos casi se impacientaba de que tuviese para aprisionarle tantos atractivos cuando él creía no tener otros recursos que su amor.

Y, sin embargo, engañábale su modestia. La condesa se apasionaba más y más cada día, y el exceso de su amor la espantaba. Carlos era un hombre que no se parecía a ninguno de cuantos la habían amado. No era   -37-   ciertamente a los de corazón desgastado y teorías mezquinas, a quienes podía pedirles la pasión ardiente y entusiasta de aquella joven alma; ni tampoco había ninguna semejanza entre los insulsos galanteos de los héroes de salón y aquel homenaje continuo, aunque a veces silencioso, de un amor reprimido abundan.

No era ciertamente Carlos uno de tantos fatuos que abundan en todas partes, siempre gloriosos y confiados, ansiosos de triunfos de galanteos como único lauro a que pueden aspirar, ni era del número de aquellos enamorados infelices que se cuidan más de ostentarse amantes que amables, y que fastidian demasiado al presentarse para que sea posible sufrirles hasta que puedan darse a conocer.

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Siempre sincero y digno, ora cediendo al sentimiento que le dominaba, ora combatiéndole con todo el poder de su razón, Carlos, sin estudio, era lo que debía ser para cautivar a la condesa.

Era irresistible en su delirio y respetable en su resistencia. Dejaba conocer todo el poder de su pasión, inspirando al mismo tiempo tan alta idea de su virtud que impedía una entera confianza en aquélla.

Amábale con delirio Catalina, amábale porque era digno y acaso también porque no debía amarle. Considerábase desgraciada en que su caprichoso destino le presentase ligado ya con otra por los más estrechos vínculos, al único hombre a quien había verdaderamente querido. La imposibilidad de ser feliz perteneciéndole   -39-   legítimamente, envenenaba de continuo su corazón y se quejaba de su suerte. Pero engañábase a sí mismo atribuyendo a una fatal casualidad su desgracia. Si pudiera cada individuo juzgarse imparcialmente muchas veces se evitaría el trabajo de buscar fuera de sí mismo las causas de su infortunio.

Estaba en la naturaleza del carácter de Catalina que no pudiese gozar con entusiasmo de una dicha fácilmente adquirida, y que no se apegase sino a aquellos bienes de cuyo logro no pudiese tener una certeza, ni aun acaso una esperanza.

Una insaciable necesidad de emociones devoraba de continuo su alma de fuego. En los primeros años con sueños febriles de un amor que   -40-   no conocía. Luego con los desengaños de un mundo y de una vida que nada le daban de cuanto ella las pedía, pero que la ofrecían en cambio las punzantes sensaciones de las esperanzas frustradas y de las ilusiones desvanecidas. Más tarde, los triunfos del amor propio, los planes de la coquetería, erigida en sistema y en necesidad, el orgullo de saber engañar a un mundo de quien había sido víctima, persuadiéndole de quien era feliz a pesar suyo; los beneficios que repartía como un perfume que sólo ella respiraba; todo esto aún la dieron emociones que cada día, es verdad, se iban haciendo menos vivas y menos capaces de satisfacerla, pero que la preservaban de la calma de la inacción que era la muerte para aquella naturaleza   -41-   eminentemente movible y tempestuosa.

La pasión, y la pasión desgraciada, vino, en fin, a darla nueva vida, y semejante pasión que la hacía profundamente infeliz, era sin embargo la que debía colocar a aquella mujer en su natural elemento, y contemplar por decir así su existencia. Aquella pasión siempre igual en su esencia, tenía todas las variadas faces que necesitaba una sensibilidad activa en demasía y propensa al cansancio. Las grandes pasiones son, como todo lo verdaderamente grande, inmutables en su naturaleza y variables en sus aspectos. Así como el cielo, ora azul y espléndido, ora cubierto de nubes; así como el mar, que aveces parece un monótono llano, a veces una escarpada montaña;   -42-   la pasión tiene en sí misma su propio antítesis, y si su duración es larga, débelo, sin duda, a su continua variedad.



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- IV -1

Si el amor de la condesa era más vehemente cada día, también cada día era más infeliz. Aquella muer que gozaba con avidez de la felicidad de un instante, aquella cuya filosofía consistía en la imprevisión y en la imprudencia, hallose de súbito asaltada por un nuevo género de tormento, y en los instantes más dulces que tenía junto a Carlos, el   -44-   pensamiento de aquella dicha no podía ser duradera, exaltaba su pasión destrozando al mismo tiempo su alma.

-¡No es libre! ¡Tiene una patria! ¡Una familia! ¡Una esposa! -decía Catalina a cada minuto del día-. Será forzoso que vuelva a ellas, ¡forzoso! Y yo... ¡Dios mío!, ¿qué haré cuando deje de verle?

Y muchas veces tomaba la resolución de seguirle a Sevilla, de vivir en la ciudad que él viviese, de renunciar a todo por él. Pero en el propio instante acordábase que en aquella ciudad, extraña para ella, a que le seguiría pisando su reputación y renunciando su vida libre y brillante, encontraría una rival adornada de un nombre sin mancilla: una rival joven, hermosa y pura, y que a ella pertenecería el hombre   -45-   por el cual se iba a sacrificar, que ella sería la honrada con el título de esposa suya, y a la que él se haría un deber de proteger y amar, mientras que su desventurada amante sólo tuviese por premio de inmensos sacrificios y de humillantes dolores, una palabra de ternura pronunciada en la soledad, y de la cual se acusaría como de un crimen. ¡Oh!, ¡qué distinta es siempre la práctica a la teoría! Cuando Catalina había pintado a Carlos la felicidad suprema que gozaría con sólo amarle y ser amada en el secreto de sus corazones, cuando le aseguraba a su amante que sus virtudes domésticas y la dicha que diese a su esposa, le harían más amable a sus ojos y la servirían de gloria a ella misma; cuando se decía bastante generosa   -46-   para dejar sin pena todo el honor a su rival, bastándola tan sólo el premiar a su amante en secreto con una mirada o una sonrisa. ¿Mentía descaradamente o se engañaba a sí misma? Sí, se engañaba sin duda y ¿cuándo no se engañan todos aquellos que, dotados del fatal don del entusiasmo, pretenden realizar las brillantes teorías que eles inspiran sus delirantes sueños?

He aquí por qué rara vez se halla en los caracteres entusiastas la apreciable cualidad llamada consecuencia.

La condesa estaba muy lejos ya del heroísmo de que se creía capaz al principio de sus relaciones con Carlos. Temblaba sin cesar temiendo el anuncio de su partida, porque bien le siguiera, bien se quedase, creíase que aquel momento completaría   -47-   la desgracia de su vida. Ni concebía la posibilidad de vivir sin Carlos, ni menos aún la de verle vivir con otra. El germen de la terrible pasión de los celos comenzaba a desenvolverse en su corazón, y había momentos en que la muerte se le presentaba como un bien apetecible.

No era ya la brillante condesa de S.***, no era ya siquiera la mujer de talento que inventaba recursos para retener al amante. Su tez alterada; su mirada, ora ardiente y casi febril, ora lánguida y apagada por el desaliento; la desigualdad de su humor; sus movimientos nerviosos; la continua abstracción en que se le veía siempre que no estaba Carlos a su lado; todo revelaba en ella aquel torcedor secreto que cada   -48-   día la oprimía con más rigor.

Pero si ella padecía no era Carlos a la verdad más dichoso. Su pasión le devoraba: era un hombre y en vano quería olvidarlo. Si los remordimientos de su falta aún dormían a veces en su corazón, era porque los sufrimientos de la pasión contrariada le hacían tan infeliz que podía creer que estaba ya suficientemente expiada.

Arrastrado por su corazón al lado de la condesa, pasaban días y días en la más estrecha y peligrosa intimidad, y cada vez se retiraba de junto a ella más enamorado y más infeliz.

Cuando todos le juzgaban tranquilo poseedor de Catalina, era presa de todas las agonías de una pasión continuamente irritada y nunca satisfecha.

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Su propia resistencia había sucumbido más de una vez junto a la condesa, pero parecía que la flaqueza del hombre vigorizaba el orgullo de la mujer.

Había algo de incomprensible para el mismo Carlos en la larga resistencia de aquella criatura tan imprudente y tan apasionada. No entendía cómo sacrificaba su dicha y reputación al amor para condenar a aquel mismo amor a una eterna lucha. La mayor parte de las mujeres son detenidas por el temor del desconcepto público; pero Catalina, ¿qué podía respetar cuando arrojaba a los pies del ídolo de su culpable amor todo cuanto su sexo aprecia más?

Ignoraba Carlos, al raciocinar así, el poder del orgullo, del grande orgullo que se basta a sí mismo y   -50-   sólo a sí mismo se respeta. Sí, el orgullo y el amor eran los solos defensores de la condesa. Sabía que su resistencia la engrandecía, y gozábase en comprar aquel heroísmo aparente a costa de la felicidad de ambos. Hubiera sucumbido si amase menos y si la estimación de Carlos no le fuese tan apreciable. Pero cuando le amaba bastante para sacrificarle sus triunfos, sus placeres, su reputación y su sosiego, cuando a fuerza de amor se hacía su esclava, tenía necesidad de ser admirada, respetada y querida. Gozábase en tributarle todos los sacrificios, excepto aquél que acaso pudiera parecer una felicidad para ella misma; y prefiriendo ver sufrir a su amante a verle tibio en su entusiasmo, había hallado el secreto de su   -51-   virtud en un sentimiento de egoísmo; que, sin embargo, era un egoísmo del mejor género posible, y al cual pudieran darse otros nombres mucho más raros y sublimes.

No se engañaba en su esperanza: Carlos era infeliz -bien que acaso lo hubiera sido más siendo ella menos virtuosa- pero ni se quejaba, ni se atrevía a condenarla. Catalina era a sus ojos un ser excepcional a quien idolatraba más y más, y casi se complacía en hallarla tan grande y tan superior que le fuese imposible dejar de amarla.

En los sacrificios que una mujer hace vencida por el amor, se descubre siempre la flaqueza y es natural que inspire más lástima que admiración. Pero si una mujer que todo lo pospone a su pasión domina   -52-   a esta misma pasión enrobustecida con sus sacrificios, por el solo poder de su voluntad, entonces la admiramos a la par que la compadecemos. Entonces no vemos la débil y ciega víctima de un amor insano: vemos a la mujer en toda su dignidad y en toda su abnegación.

¿Ignoraba esto Catalina?... No sabemos. Y si el lector se complace en creer pura virtud su resistencia, dejámosle en libertad para que así lo asegure. Pero si las personas que en todas las virtudes humanas buscan por origen y apoyo el egoísmo (por otro nombre: interés personal), se empeñasen en probarnos que a él y al orgullo debe nuestra heroína el no merecer el nombre de una mujer común, no nos creeremos tampoco obligado a contradecirles.



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- V -2

Era el 6 de julio. La mañana había sido calurosa y la tarde no lo era menos. Por consiguiente, apresurábanse las personas elegantes de Madrid a ir a tomar el polvo del Prado, diciendo que tomaban el fresco. Los coches formaban una larga hilera y en el salón lucíanse las perfumadas cabezas, cubiertas de trasparentes velos   -54-   y los ligeros talles y los pulidos pies, pues entonces, era el año 1819, aún no habíamos adoptado la exótica moda de los vestidos arrastrando. En un ligero carruaje, e forma no común en España en aquella época, aparecieron ya cerca de anochecer la condesa de S.*** y su amiga Elvira de Sotomayor. Más de dos meses hacía que no se las veía en ningún paraje público.

-¿Quiénes son ésas? -preguntaba una marquesa a otra gran señora que iba con ella en su coche.

-Si no me engaño, la condesa de S.*** y su inseparable.

-¡Hola!, ¿vuele a darse a la luz la francesa?, ¿habrá dejado ya a su último adonis?

-Vendrá a caballo... Mas no, no le veo.

-Pero, amiga mía, si creo que te engañas, ésa no es Catalina de S.***

-Es ella, no lo dudes, pero está flaca que da   -55-   miedo. ¿qué se ha hecho de su ponderosa hermosura?

-Sin duda se ha gastado con su último amor.

Y las dos damas se sonrieron.

Diálogos parecidos a éste se suscitaron varios al ver a la condesa; pero ella no parecía cuidarse mucho del efecto que causaba su presencia, y en su rostro se veía una vivacidad triste y extraña, como la que produce la fiebre. Hablaba con Elvira sin echar una mirada entorno suyo.

-Sí, amiga mía, ésa es la causa de haber venido al Prado, y mañana daré un baile, y pasado mañana y siempre... ¡Quiero volver a la vida!

-¿Quieres volver a la vida? -observó con tristeza Elvira-, ¿y te estás dejando morir? ¡Si vieras qué pálida, qué desemblantada estás! Catalina, me das lástima.

  -56-  

-¡Lástima!...

Y sus labios hallaron todavía aquella su antigua sonrisa, desdeñosa e irónica; pero enseguida llenáronse de lágrimas sus ojos, y añadió con profunda amargura:

-¡La merezco, no hay duda!

-¡Eso te dijo el bárbaro!

-Sí, que su madre, es decir, la madre de... de esa mujer con quien le han casado, está muy enferma; que su padre le manda imperiosamente salir de Madrid... En fin, que se va y que yo... ¡Yo no debo acompañarle!

-Pues, qué querías.

-Sí, quería ir con él, como su hermana, como su amiga, como su dama, o como su esclava... quería.

-¡Dios mío! -exclamó Elvira mirando   -57-   con terror a la condesa, que prosiguió:

-¡No sabes cuánto le amo! ¡No puedes concebir una pasión como la mía!

-Pero dime, ¿no le has visto hoy? Desde ayer no le veo..., acaso se ha marchado.

-¡Y bien!, ¿qué me importa?... ¿No le dije ayer que le aborrecía, que estaban rotos nuestros vínculos, que le iba a olvidar?

-¿Eso le dijiste, Catalina?

-¡Y qué!, ¿lo desapruebas?... ¿No sabes que me había arrodillado delante de él, bañada en llanto, rogándole no me abandonase?, ¿no sabes que dos veces me he desmayado a sus pies? Y el ingrato, ¡ah!, el ingrato me repetía: «¡No puedo!».

-Y entonces...

-Entonces le aborrecí... Le dije que le aborrecía y debo aborrecerle. ¿Le has visto hoy?

  -58-  

-No. Desde que no vive en mi casa no le veo con frecuencia.

-Acaso se ha ido ya... ¡Elvira! Es preciso saberlo... para... ¡para morir! Porque esto es imposible.

-¡Dios mío!, ¡qué tienes! ¡Catalina!... Cochero, a mi casa pronto.

La condesa sufría una terrible congoja. Elvira la apretaba las manos y el coche corría con dirección a su casa. Pero antes de llegar a ésta era preciso pasar por delante de aquélla en que vivía Carlos, y a pesar de su conturbación notolo Elvira y dijo:

-¡Y que haya venido a pasar este torpe cochero por aquí!

Oyolo la condesa y animose su rostro de una expresión extraña. Tiró del cordón mandando al mismo tiempo con imperio que parase el coche, y apenas lo hizo arrojose rápidamente   -59-   si que Elvira tuviese valor ni tiempo para detenerla. En tal caso, todo lo que pudo hacer fue seguirla.

Entró en la casa que habitaba Carlos y subió precipitadamente la escalera, mas al llegar a la puerta de su cuarto detúvose fatigada y pálida, y hubiera caído a no llegar Elvira que la sostuvo en sus brazos.

Dos o tres minutos transcurrieron sin que Catalina pudiese o quisiese tirar del cordón de la campanilla, y acaso cediendo a las súplicas de su amiga hubiera consentido, por fin, en volverse al coche sin entrar, cuando la puerta se abrió de pronto y el criado de Carlos apareció en el umbral. Al conocer a la condesa exclamó:

-A casa de Vuestra Señoría iba yo ahora.

La condesa con indecible ansiedad le preguntó:

-¿A qué?, ¿a   -60-   qué iba Ud. a mi casa?

-Señora, no lo lleve Vuestra Señoría a mal; es que, como estaba solo y el amo está tan malo que no me conoce, ni hace más que hablar disparates, y...

Elvira quiso en vano contener a la condesa, que se precipitó en la sala llamando a gritos a su amante. Cuando pudo alcanzarla hallola ya de rodillas junto a la cama de Carlos. Una fiebre violenta le tenía postrado, y el delirio se veía pintado en sus desencajadas facciones y en sus encendidos ojos. La condesa le besaba las manos y le llamaba con los más tiernos nombres. A su voz pareció calmarse la agitación del doliente, y su mirada buscó a Catalina, que le sostuvo en sus brazos.

-Yo soy, soy Catalina, tu amante, aquí   -61-   estoy para vivir o morir contigo. ¡Carlos, Carlos mío!

Y besaba sus cabellos y su frente abrasada.

Carlos la conoció, pero sus palabras eran tan incoherentes que la condesa, traspasada de dolor, estuvo próxima a desmayarse.

Elvira, que en esta ocasión desplegó una presencia de ánimo de que no parecía capaz, logró hacer comprender a su amiga que el estado del enfermo requería cuidados y no lágrimas, y cuando la vio más dispuesta a proceder con prudencia mandó inmediatamente el coche de la condesa en busca de su médico, y procuró tomar informes del criado de Carlos relativos a la enfermedad de éste.

El criado dijo que hacía dos días que su amo había recibido de Sevilla una carta, que al parecer no   -62-   le había sido grata: que le notó preocupado y pensativo desde entonces, y que la noche última había salido como loco olvidándose hasta el sombrero; que él corrió a llevársele, y que no le había alcanzado hasta cerca de la casa de la condesa de S.*** Que su amo volvió muy tarde, y que desde que le vio conoció que no venía bueno. Que toda la noche le oyó levantado, paseándose por su cuarto con extrema agitación y hablando solo algunas veces, hasta que por la madrugada le llamó quejándose de frío, y le vio tan demudado que le rogó se metiese en la cama, lo que ejecutó al momento.

Desde entonces, añadió el criado, la calentura se ha ido aumentando y me ha parecido que empeoraba rápidamente, por lo cual determiné avisar a la señora condesa,   -63-   de quien mi amo hablaba sin cesar en su desvarío.

De rodillas junto al lecho de Carlos la condesa escuchaba estas palabras con una dolorosa expresión de placer.

-¡Me ama! -repetía besando delirante sus cabellos y sus manos ardientes con la fiebre-. ¡Me ama, a mí sola!, ¡solamente a mí!, ¡por mí padece!, ¡por mí muere!... Pues bien, ¡el sepulcro nos unirá con lazos más eternos que aquellos que los hombres tiránicamente nos imponen! ¡Carlos, Carlos! -añadía con exaltado amor-. La muerte sola podía hacerte mío, libertándote del yugo que en el mundo te esclaviza. Pues bien, venga en buena hora. Ambos debemos saludarla como un ángel libertador.

Elvira logró nuevamente calmarla,   -64-   y la llegada del médico la obligó a disimular lo mejor que le era posible el exceso de su emoción.

Carlos comenzó a mejorar desde aquel instante, como si la presencia de su querida tuviese una influencia física sobre él, y después de una copiosa sangría, que se le hizo por mandato del médico, su cabeza pareció completamente despejada y su pulso perdió el vigor febril que había tenido durante el día.

Habló Elvira dándola gracias por su cuidado, y asiendo una mano de la condesa la dijo en voz baja:

-¿Por qué me conservas una vida que no puedo consagrarte?

Ella por única contestación le dio una de aquellas miradas que dejan sin armas a la razón y sin fuerzas a la resistencia.

  -65-  

En toda la noche las dos amigas no se apartaron ni un minuto de junto al lecho del doliente. Éste no les decía nada. Adormecíase a intervalos y, entonces, se le oían pronunciar alternativamente los nombres de Luisa y Catalina, pero cuando estaba despierto guardaba un silencio triste y parecía preocupado de algún pensamiento doloroso.

Al amanecer del día siguiente hallándose un momento solo con la condesa la dijo, asiéndola una mano:

-Me vuelves con la vida el sentimiento de mis deberes. Creía morir y estaba en paz en aquel momento con mi conciencia y con el mundo. Pero tú me lanzas de nuevo a esta lucha espantosa, de la cual saldrá mi corazón despedazado. Toma esta carta, léela, amiga mía, y   -66-   dime si puedo olvidarla sin ser despreciable a tus propios ojos.

Tomó la carta la condesa y la leyó temblando. Decía así:

«Carlos: mi hermana se halla a las puertas del sepulcro. Cuando recibas ésta tu esposa será huérfana. La infeliz niña, sucumbiendo a los pesares que devora en silencio, desde el momento en que pudiendo estar a su lado permaneces voluntariamente lejos de ella, y a las fatigas y desvelos que sufre con la asistencia de su madre, se halla casi en tanto peligro como ésta. Padece hace días cruelmente, y hay momentos en que tiemblo por su razón, que parece a las veces próxima a abandonarla.

»La desolación ha entrado en esta casa, antes tan tranquila y tan dichosa, y a nombre de las lágrimas   -67-   de tu esposa y con la autoridad de padre te mando salir de Madrid en el instante que recibas esta triste carta. Tu deber y mi voluntad te llaman a Sevilla, y si eres sordo al uno y a la otra... Pero no, ¡es imposible! Ven, hijo mío, ven si no quieres obligarme a maldecir el derecho que tengo para darte este nombre».

La condesa devolvió la carta a Carlos sin proferir palabra alguna.

-¡Y bien! -exclamó él-, ¿qué me aconsejas, Catalina?

-No es ahora tiempo -respondió ella-, tu estado hace imposible la obediencia a esa orden paternal. Luego que estés bueno... entonces... Entonces partirás, si puedes, si quieres... Si es preciso.

Enseguida hizo venir a Elvira   -68-   que con la aprobación de arlos escribió las siguientes líneas a don Francisco de Silva:

«Primo mío: Por orden de Carlos participo a Ud. que no puede obedecer inmediatamente la orden de Ud. por hallarse enfermo, pero que saldrá para ésa tan pronto como se halle en estado de poderlo hacer sin peligro.

»Participamos del vivo dolor que experimenta por la situación desesperada en que Ud. le dice hallarse nuestra amada Leonor. Pido al cielo conceda a Uds. La resignación cristiana que en tal caso puede únicamente servirles de consuelo, y tengo el honor de repetirme, etc., etc.».

Esta carta fue despachada al correo y Carlos continuó mejorando rápidamente, aunque se notaba que con   -69-   la salud parecía aumentarse su tristeza.

La condesa no se apartaba de junto a él, pero, ¡ah!, ¡cuánto más padecía ella misma que aquél por quien se inquietaba!... Las dos más terribles pasiones devoraban su alma de fuego: el amor y los celos.

Allí, a la cabecera de aquel lecho junto al cual ella velaba sin cesar prodigando ternura, allí sobre la cabeza del hombre que amaba, del hombre a cuyo amor inmolaría con placer su vida, allí estaba como un severo juez, como un dueño celoso, como un testigo eterno, el retrato de la otra. Catalina hubiera adivinado quién era el original, aun cuando hubiese visto aquel retrato en otra parte. Su corazón la decía que tan celestial imagen era la única que podía resistir   -70-   por tanto tiempo al poder de su pasión. Miraba sin cesar aquel retrato que la causaba una emoción indecible, y la hermosura de Luisa, exagerada por su imaginación, le parecía tan irresistible que todo su orgullo, toda su pasión, toda su confianza en su propio mérito vacilaban y sucumbían al inquieto y temerosos sentimiento de los celos.

-¡Y qué! -pensaba ella-. ¡Habré de devolverlo a sus brazos!... ¡Consentiré en restituírselo a esa rival dichosa después de haber sacrificado a un loco amor el porvenir de mi vida!

Y al fijar de nuevo sus ojos en la angélica imagen, la expresión de una inocente sonrisa que aparecía en su boca la pareció un sarcasmo.

-¡Ella ríe! -se dijo apretando sus dientes de marfil sobre su labio inferior que quedó   -71-   ensangrentado-. ¡Ella es feliz! ¡Es virtuosa!, ¡es pura!... Para ella el honor y la dicha, y para mí la vergüenza y la desesperación. ¡Ah!, ¡no! -añadió levantándose con ímpetu de ira-. ¡No! Guarde ella la gloria de la virtud, yo acepto la infamia, pero quiero la dicha y la quiero a cualquier precio.

Carlos, que dormía, acababa de despertar agitado, y un nombre se escapó de sus labios:

-¡Luisa!

La condesa se puso pálida y seguidamente encendida como la grana. Acércose al lecho y sentándose junto a Carlos le miró con una expresión desusada. El terrible sentimiento que la animaba en aquel momento prestaba a su fisonomía un carácter de hermosura particular. Carlos la contempló un instante y se estremeció   -72-   como si hubiese leído en su rostro la resolución desesperada que acababa de tomar en silencio. ¡Pero estaba tan bella!... Ciñola con sus brazos y la dijo:

-No, no tendré fuerzas para dejarte jamás si tú misma no me las das, Catalina. Si no me ocultas esa agitación, ese enérgico dolor que revelan tus facciones. Ten, pues, lástima de mi corazón...

-¡Ah! No sabes, no, ¡cuánto ha padecido!

-Esta separación que le destroza era ya necesaria, forzosa. La pasión que me consume la hace tan precisa como el deber que me llama a otra parte. Al menos, amiga mía, parto digno de ti; parto sin la vergüenza de haber maldecido como una cruel tiranía la virtud que te ha hecho superior a una pasión delirante. Pero esta lucha   -73-   no podía prolongarse. El destino me aparta de ti en el momento en que mi extenuado valor daba el último aliento. ¡Oh, amada mía! Nuestro amor, que los hombres llamarán culpable, ha sido puro y santo como el de los ángeles..., pero yo no soy más que hombre y mi corazón hubiera pedido más al tuyo.

La condesa le miró fijamente con una pasión que hizo saltar en el pecho el corazón de Carlos.

-¡Y bien! -le dijo-, ¿temerías acaso ligarte a mí con más estrechos vínculos?... ¿La felicidad que te diese no bastaría a tu corazón?

Carlos la abrazó delirante.

-¡Ah!, sí -exclamó-. ¡Un momento de suprema ventura y en cambio una vida entera de expiación! Yo lo hubiera aceptado, Catalina: llamarte mía   -74-   un momento y luego: ¡el infierno!, ¿qué me importa? No -prosiguió-, no sabes cuánto he padecido, porque no sabes que en este mismo instante tu mirada me abrasa, tu aliento me enloquece y el contacto de tu mano me devora... ¡Catalina!, ¿por qué nos separamos sin haber conocido la felicidad?...

Y ella sin esquivarse ni ceder sus trasportes, clavándole su mirada de fuego, exclamó:

-¿Quieres que sea tuya?, ¿quieres que te consagre mi vida entera?, ¿quieres que olvidemos ambos, en brazos de la felicidad, al cielo, al mundo y a sus leyes?, ¿quieres...?

Él la abrumaba de ardientes caricias...

-Soy tuyo, sí, quiero que seas mía, quiero la dicha o la muerte   -75-   -repetía.

-Pues la dicha para ambos -dijo ella- ¡la dicha! Mañana dejaremos para siempre este país y cualquier rincón del nuevo mundo nos dará un asilo. Soy rica, y los amantes dichosos muy poco necesitan. ¡Bien! Huyamos de esta sociedad que hace un crimen de los sentimientos que ella no autoriza, que ella no mide con su compás de hielo. Bajo el cielo de la joven América seremos libres, seremos virtuosos..., ¡viviremos oscuros e ignorados, pero viviremos! ¡Ah! No es vivir la eterna lucha de la naturaleza con las leyes humanas, Carlos, amigo mío, no hay, no puede haber crimen para el corazón sino en la falsedad y en la perfidia, no puede ser virtud la hipocresía. Arrojemos su máscara cobarde, y pues no hemos   -76-   podido ser ángeles, sepamos al menos ser hombres. Amarnos es una desgracia, pero engañar sería una infamia. Tengo bastante amor para seguirte a donde quieras, a donde pueda vivir como tu esposa.

Carlos la escuchaba inmóvil. Su exaltación había cedido a la sorpresa, al espanto que tan inesperada proposición le causaba. La impresión que le dominaba no se escapó a la penetrante perspicacia de la condesa, y el movimiento de indignación y de celos que entonces sintió en su corazón contribuyó a hacer más ardiente y vigorosa su elocuencia.

-¡Y qué!..., ¿vacilas?... -exclamó con un gesto enérgico de dolor-. ¿Vacilas?... Temes acaso -añadió con amarga ironía- comprometer mi reputación, ¿que está perdida? ¿Temes   -77-   parecer egoísta aceptando por compañera de tu vida a la mujer que es llamada públicamente tu querida? ¿O es acaso que vale para ti más que esa mujer, y más que tu propia dicha, un nombre y una posición cuyo sacrificio ella te pide: ¡ella que no se esperó a que le pidieses igual sacrificio para hacerlo con placer, con orgullo!

-¡Basta, por Dios! -exclamó Carlos a quien estas últimas palabras habían profundamente conmovido-. ¡Oh! No me pidas lo que sólo podría ejecutar convirtiéndome en un monstruo. No, no puedo violar un juramento solemne que Dios y los hombres han oído y sancionado. No puedo inmolar al ángel que me ha sido confiado... ¡Harto culpable soy con no amarle como merece!... No puedo arrojar   -78-   los dolores del infierno en aquella alma inocente formada para la beatitud del cielo...

-Acaba, ¡bárbaro! -exclamó con desesperación la condesa-. Acaba de pisotear a la desgraciada a quien su amor por ti ha encubierto de vergüenza.

Y cayó sofocada por el dolor y la cólera.

Carlos se echó fuera del lecho y la levantó con sus brazos.

-¡Catalina! -la decía-. Yo te amo, te adoro..., pero ¿qué quieres de mí? ¿Serías tú dichosa perdiéndote para siempre en la opinión del mundo?... Este amor infeliz que nos extravía, ¿bastaría siempre a tu corazón?...

Ella se desprendió de sus brazos.

-Para mí -dijo-, no hay más que esta alternativa. ¡Tu amor o la muerte!   -79-   El uno o la otra te pido. Pero tu amor, mío, mío exclusivamente, ¡mío todo!... ¿Quieres que acabe de humillarme ante ti?, ¿quieres que descubra a tus ojos toda la flaqueza de mi corazón? ¡Pues bien! ¡Sábelo! ¡Tengo celos!, celos que me matan, que me vuelven loca. ¡Carlos, Carlos! ¡A qué estado me has reducido!

Y cayó a los pies pálida, suelto el cabello, inundada en llanto.

-¡Ya es demasiado! -gritó él apretándola en sus brazos-. ¡Catalina! ¡Tuyo soy! ¡Dispón de mí! Te seguiré donde quieras, cometeré mil crímenes si tu voz omnipotente en mi corazón me los dicta. ¡Ven! ¡Todo lo olvido! Dios, el mundo, el honor... ¡Ven! Y embríagame de amor y de placer, y seamos tan felices como somos culpables.



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- VI -3

Las agitaciones de aquel día memorable volvieron a Carlos la fiebre con toda su primera violencia. La condesa le asistió, y cuando estuvo mejor se marchó con él a una casa que poseía a algunas millas de Madrid. Su encargado de negocios quedó ocupado de la venta de varias fincas de que juzgó oportuno deshacerse,   -81-   y Carlos, triste, preocupado, pero resuelto a seguirla a cualquier parte, se abandonó enteramente a ella y a su amor, con aquella especie de desaliento con que sucumbimos a un destino contra el cual hemos luchado vanamente.

Mientras él se entregaba ciego y débil a su loca pasión, la condesa tomaba desde su retiro todas las disposiciones para poder realizar su partida tan pronto como se hallase Carlos completamente restablecido; y Elvira, que sin conocer sus proyectos empezaba a temer vagamente alguna gran imprudencia en su amiga, la escribía larguísimas cartas a las cuales no recibía otra contestación que ésta.

«Soy feliz: no me digas nada».

-¡Pobre Catalina! -decía Elvira llorando,   -82-   y mirando al mismo tiempo en un espejo si la sentaban bien unos lazos de perlas que acababa de comprar-. Me tiene en la mayor inquietud y apenas podré divertirme en el baile de esta noche, al cual llevaré los ojos encendidos por las lágrimas.

Y herida de esta reflexión cesó de llorar y mojó presurosa una finísima toalla para refrescar sus bonitos ojos.



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- VII -

Los asuntos de la condesa estaban en buen estado y todo dispuesto para su largo viaje, que era, sin embargo, un secreto para todos. Carlos, todavía débil y triste, encadenado a los pies de su apasionada querida, veía acercarse el día de su expatriación con una especie de indiferencia. No tenía ya bastante energía ni para el dolor ni para el placer. Creyó, sin   -84-   embargo, necesario ir a Madrid para depositar los asuntos de su padre en manos de los amigos de éste, y escribirle largamente como también a Luisa, confesando su culpa, implorando el perdón y renunciando a favor de su esposa todos los bienes que poseía de su madre, y cuantos por muerte de su padre pudiera heredar.

La condesa a quien detenían en su quinta algunos negocios le dejó partir ofreciéndole ir a reunirse con él a fines de semana (era lunes). Carlos, al hallarse solo, al dejar de ver sus ojos que le fascinaban, y de oír su voz que llegaba siempre al alma, conoció al mismo tiempo lo imposible que le sería vivir sin ella, y el remordimiento de una acción cuya enormidad no veía sino cuando dejaba de ver a su amada.

  -85-  

No vaciló, sin embargo, y apenas llegó a Madrid visitó a las personas a quienes había resuelto dejar encargadas de los asuntos de su familia, y luego comenzó a escribir; primeramente a su esposa. Esta carta no fue escrita con serenidad, como bien puede presumir al lector.

¡Había amado tanto a la pobre niña!, ¡la quería aún con afecto tan tierno! No pocas veces mientras su mano trazaba las líneas que debían herir de muerte su corazón, espantado de la grandeza de su crimen tuvo impulsos de suicidarse, terminando con su vida la lucha atroz que destrozaba su alma.

Concluyose, sin embargo, la carta. Quebrantado, cayó enseguida sobre su cama, y un mar de lágrimas amargas y abrasadoras brotó de sus ojos,   -86-   aliviando algún tanto su corazón. Había pasado la noche escribiendo. Era ya de día y, sucumbiendo a la fatiga, quedose un momento adormecido. En sus ensueños veía a Luisa pálida, flaca, cubierta de luto, llorando a la vez a la madre muerta y a su esposo infiel y fugitivo, y con la agitación que le causaba esta pesadilla despertó sobresaltado. Pero la visión de su sueño no había huido con él. ¡Allí estaba, tal cual se la había representado su imaginación: flaca, pálida, enlutada!... ¡Era ella, de pie junto a su lecho, fijándole con su dulce y misericordiosa mirada, tendiendo hacia él sus manos blancas e inocentes, como si implorase compasión.

Carlos lanzó un grito, y en su exaltación púsose de rodillas exclamando:

-¡Perdona, ángel ultrajado!   -87-   ¡Ah! ¡Viva o muerta, perdóname!

-Carlos, esposo mío -respondió una voz musical que Carlos no había oído hacia siete meses-. Acabamos de llegar. He querido sorprenderte. Nuestro padre te espera en la fonda en que nos hemos hospedado. Temíamos hallarte enfermo. ¡Ah! Gracias a Dios supimos por Elvira que estás bueno. Aquí me tienes... ¡Cuánto he padecido!... Vengo a buscar a mi esposo... ¡No tengo ya madre!

Y le levantaba la inocente, abrazándole y vertiendo en su pecho abundantes lágrimas.

Carlos no sabía si dormía aún o si estaba despierto. Parecía completamente lelo.

-Ven -le repetía Luisa-, un coche nos espera a la puerta.

Y se le llevaba consigo sin que   -88-   él hiciese resistencia.

Sin embargo, al atravesar la sala en la cual había algunos preparativos de su viaje, detúvose repentinamente y mirando con una especie de espanto a su mujer:

-Dímelo una vez más -exclamó-. ¿Es cierto que eres Luisa?..., ¿qué estás en Madrid?..., ¿a qué has venido?...

-¡Ingrato! -respondió ella con ternura-. Sabía que estabas malo ¿y me preguntas a qué he venido? ¿Te pesa, Carlos -añadió mirándole con una vaga inquietud-, te pesa por ventura mi venida?

Carlos se dio con la mano en la frente. Acababa ya de comprenderlo todo, de conocer la verdad.

-¡No! -dijo tomando la mano de Luisa y apartando de ella los ojos-. No, amiga mía. ¡Bienvenida seas!

Y la siguió en silencio.



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