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- VIII -

Cuando dos sentimientos poderosas luchan en el corazón, la victoria obtenida por uno de ellos vigoriza en vez de aniquilar al otro. En el amor sobre todo se observa con frecuencia esta especie de fenómeno. Si nos hallamos colocados entre esta tirana pasión y un deber sagrado, ella vence regularmente, pero todos los sacrificios que obtiene, todos los   -90-   triunfos de que se adorna, como que debilitan al corazón que se los ha concedido. El deber habrá sido sacrificado, y como toda víctima inocente excitará la piedad a la par que el remordimiento, mientras que su altiva vencedora, oprimiendo al corazón que todo se le ha sometido, acaso acabará por fatigarle. Pero si en el momento mismo en que casi nos arrepentimos de ejecutar a favor de la pasión vencedora un inmenso sacrificio, un obstáculo independiente de nuestra voluntad llega súbitamente a impedirlo, entonces se verifica que en vez de regocijarnos del inesperado auxilio, nos indigna e irrita. El deber que como víctima había adquirido fortaleza, se nos representa ya como verdugo, y el amor que triunfante nos fatiga adquiere con la contrariedad   -91-   una nueva energía que comunica a la voluntad.

¡Orgullo y pequeñez del corazón! Siempre le hallaréis así: Siempre le hallaréis así: en todos los climas, en todas las jerarquías, con corta diferencia el corazón humano es siempre el mismo. Veréisle sin cesar anhelando cederlo todo a la pasión que le domina y arrepintiéndose a proporción que da. Veréisle indómito a cuanto no sea su pasión para convertirse después en tirano de su propio ídolo. Toda su fuerza está en la contrariedad: dadle el poder de sacrificarlo todo y lo veréis muy pronto cansarse de ese mismo poder.

Si Carlos hubiera realizado su fuga con la condesa, acaso el valor de cuanto por ella sacrificaba hubiérase aumentado en su imaginación, y el arrepentimiento y el pesar vengarían   -92-   suficientemente a la abandonada Luisa. Pero la repentina mudanza que acababa de verificar aquella mujer que se la aparecía sin ser llamada para volverle a la senda del deber que estaba próximo a abandonar, hizo enmudecer la voz interior que le hablaba todavía en favor de aquel mismo deber; y lo que en ejecución le pareciera un sacrificio doloroso, figurábasele, al verle deshecho, una felicidad destruida.

Hallábase en los brazos de su padre y su esposa, y en vano se esforzaba para corresponder a sus caricias. Un pensamiento, un objeto único le ocupaba: ¡Catalina! Era ella en aquel momento la verdadera víctima a sus ojos.

Al verse restituido, a pesar suyo, a una esposa ultrajada, conmoviole   -93-   menos la cándida ignorancia de la ofendida que el dolor de la ofensora. Su imaginación le pintaba con vivos colores cuánto debía sufrir su apasionada y celosa amante al saber aquel acontecimiento imprevisto, ¡y el ingrato no pensaba en cuánto debía sufrir también la inocente Luisa si penetraba en aquel instante el culpable corazón de su esposo!

Felizmente no sucedió así. ¡Es tan ciego el amor! ¡Tan fecunda en ilusiones la inocencia! ¡Tan crédula la confianza! El desconcierto de Carlos no parecía a Luisa sino un natural efecto de placer y sorpresa. Era tan feliz en aquel momento que ninguna sospecha dolorosa podía caber en su alma.

Sentada sobre las rodillas de su tío y oprimiendo entre sus manos   -94-   las manos de su marido mudo y confuso junto a ella, referíale con elocuente sencillez cuánto había padecido, cuánto había llorado. Revelábale, ruborizándose, los secretos de su puro corazón, secretos que pudieran escuchar los mismos ángeles. Ninguna sospecha, ninguna desconfianza se traslucía en las penas más ocultas de aquella alma tierna, ninguna reconvención se escapaba de aquellos labios tan dulces.

Carlos padecía. Sus ojos fijos en Luisa bajábanse con frecuencia preñados de lágrimas, pero su corazón, su culpable corazón ahogaba rápidamente los impulsos de un momentáneo arrepentimiento.

Y, sin embargo, al verla, al oírla, al recordar cuánto la había amado y al sentir cuánto era amado todavía   -95-   parecíale en algunos instantes que había sido víctima de algún penoso sueño, y que todo lo acaecido en aquellos seis meses últimos no era más que una ilusión de su fantasía.

Abismado en confusos pensamientos permanecía junto a Luisa sin saber qué resolución tomar en aquella crisis de su destino, cuando un coche se detuvo ante la puerta y poco después se presentó Elvira. Su parentesco con los recién llegados, y la visita que éstos le habían hecho apenas dejaron la diligencia, la obligaban a corresponder con todo el empeño y atención posibles, pero advertíase a primera vista que cedía con cierta repugnancia a la imperiosa ley de las conveniencias sociales.

Carlos, al verla, sintiose tan turbado como si viese a la misma Catalina   -96-   y Elvira le lanzó una mirada tan celosa como hubiera sido la de aquélla.

Enseguida, y mientras sostenía distraída una conversación lacónica e insignificante con don Francisco, en el cual no manifestó ni una sola vez su genial locuacidad, miraba frecuentemente a Luisa, y admirada y conmovida de su perfecta hermosura, volvía los ojos hacia Carlos con una expresión colérica y como si quisiese decirle: «Ud. Es indigno igualmente de su esposa y de mi amiga».

Carlos no pudo soportar largo tiempo la violenta posición en que se hallaba. Despidiose con un pretexto frívolo, y en vano la mirada de su mujer expresó una tímida queja. Salió precipitadamente de aquella casa cuya atmósfera le ahogaba. Tenía   -97-   el aspecto de un loco, y nadie al verle hubiera podido desconocer que un terrible combate tenía lugar en su alma.

Apenas hubo vuelto a su casa despachó un correo a la condesa con una carta que sólo contenía estas incohesas palabras:

«Mi esposa ha llegado, mi padre también. El rayo ha caído sobre mi cabeza. Estoy loco. Tranquilízate, Catalina: Yo te amo más que nunca... ¡Desventurado! ¡Más que nunca! No sé qué debo hacer, es terrible, es atroz la alternativa. Pero, ¿no te he jurado, al aceptar tus sacrificios, hacer por ti todos los que me exijas? Otro juramento había prestado antes, tú lo sabes, ¿será mi suerte el eterno perjurio? Y, sin embargo, soy más infeliz que culpable. Espero tus órdenes.   -98-   Puedo morir por obedecerte y sería un bien para mí, para ti y para ella».

Despachada esta carta se sintió más agitado. ¿Qué resolución tomaría la condesa?, ¿pediríale nuevamente el abandono de su esposa, de su inocente esposa que venía huérfana y triste a apoyarse en su corazón? Esta idea le hacía estremecer; y, sin embargo, cuando pensaba en la posibilidad de que Catalina desistiese de su proyecto y acaso renunciase a su amor, experimentaba impulsos de ira y desesperación tan violentos que casi le hacían aborrecer la causa inocente de su desventura.

El día pasó sin que se hallase con valor para volver junto a su esposa. Tan prolongada ausencia comenzó a   -99-   sorprender a don Francisco y a inquietar y a afligir a Luisa:

-¿Qué hace tu marido? -repetía el anciano caballero con notable disgusto.

Luisa no contestaba nada, pero su propio corazón la decía como su tío: «¿Qué hace tu marido?».

El sol llegaba a su ocaso y no parecía Carlos. Don Francisco no pudo sufrir más y salió en su busca: Luisa al verse sola se deshizo en un mar de lágrimas. Sin embargo, nada sospechaba todavía. Su corazón oprimido por vagos e indeterminados temores no dejó escapar ni un solo impulso de desconfianza, y concibió todas las desgracias, excepto aquélla de que era realmente víctima.

Cuando don Francisco llegó a la casa en que habitaba su hijo, acababa   -100-   éste de salir de ella y corría desatinado a ver a Luisa. Su correo había llegado dos minutos antes con estas líneas de la mano de la condesa:

«Te comprendo: el sacrificio que me ofreciste es para ti la muerte. No le acepto. Puedo cederte, jamás divertirte: ¡Te cedo! Todo concluye para mí. Sé dichoso».

La desesperación de Carlos no conoció límites. Habríase precipitado por el balcón si una rápida e instantánea reflexión no le hubiera contenido. Su muerte voluntaria acaso perdería a la condesa en la opinión del mundo: sobre ella recaería la odiosidad pública, y sobre ella las acusaciones de su familia.

Carlos, en su extremo delirio, concibió el pensamiento de confiar a Luisa todos sus secretos, de implorar   -101-   de rodillas su perdón, no, sino el consentimiento para ser más culpable todavía.

El bárbaro no se acobardaba a la idea de arrancar a aquella alma tierna el voluntario sacrificio de toda su ventura.

Voló, pues, a la casa de Luisa, y subió precipitado y con aire decidido la escalera que conducía a su habitación. Hallola triste y sola, lánguidamente echada en un sofá. Habíase cansado de esperarle y la aflicción y el desaliento se pintaban en su hermoso rostro. Mas al presentarse Carlos incorporose con viveza, brillando en sus ojos un rayo de felicidad y le tendió sus brazos.

-¡Carlos!

Fue todo lo que pudo pronunciar, pero el sonido de su voz, su acento, su mirada, trastornaron en   -102-   un momento el corazón del culpable y vacilaron sus resoluciones.

La expresión violenta, pero enérgica, que animaba su semblante, fue cubierta por una repentina nube de tristeza, y pálido y temblando dejose caer a los pies de su esposa, que se arrojó a su cuello con mortal sobresalto.

-Carlos, esposo mío, ¿qué tienes? -repetía con angustiado acento.

Y atrayéndole a su pecho sintió correr sus lágrimas.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó temblando-. ¡Tú padeces! ¡Tú me ocultas algún secreto terrible! ¡Carlos! ¡Carlos! ¡Habla, por compasión!

Él se apartó de sus brazos con un movimiento convulsivo, y comenzó a pasearse maquinalmente por la sala con extrema agitación. Luisa le seguía toda trémula juntando sus   -103-   blancas manos en ademán de súplica.

Detúvose de repente Carlos y, asiéndola del brazo con una especie de furor:

-Nada me preguntes -la dijo-. ¡Nada! Por Dios y por las cenizas de tu madre te lo suplico. Soy muy infeliz: ¡Eso es todo!

-¡Eres infeliz! -exclamó ella aterrada, y cayó en los pies como herida de un rayo.

Carlos la llevó en sus brazos al lecho, profundamente conmovido, y reanimada por sus caricias fijó Luisa sus ojos en él con inefable y tristísima ternura.

-¿Has dicho que eres infeliz, Carlos? -le dijo-. ¿No he oído mal?, ¿es cierto que eres infeliz? ¡Hoy! ¡El día de nuestra reunión!

Y pasando rápidamente por su pensamiento el recuerdo de la voluntaria permanencia de su marido en la corte, y las   -104-   palabras que se habían escapado de sus labios en el primer momento de sorpresa que experimentara al verla, añadió con profundo terror:

-¡Carlos!, ¿no me amas ya?

-¡Siempre! -la dijo él-. Siempre serás mi hermana y la amiga de mi corazón. Siempre te amaré con toda la ternura de mi alma. Pero, ¿puedo hacerte feliz?, ¿puedo serlo yo mismo?... Tan imposible es ya como el devolverte tu libertad perdida. Los hombres nos han encadenado con vínculos eternos, y tú, pobre ángel, serás víctima como yo de sus tiránicas y absurdas instituciones.

Tales reflexiones jamás pudieron ocurrírsele a Luisa, pero, ¡ah!, aquellas insensatas palabras habían dado una luz funesta a su ciega inocencia. No tuvo palabras, no tuvo un gesto   -105-   siquiera para expresar lo que en aquel momento sentía, lo que en aquel momento adivinaba. Doblose bajo la mano de hielo de su primer desengaño, como un arbusto humilde bajo las alas del cierzo.

Don Francisco volvió a las nueve de la noche cansado de buscar inútilmente a su hijo, y hallole junto a la cama de Luisa. La desventurada se encontraba rendida por una fiebre violenta, pero don Francisco no pudo sospechar la culpabilidad de Carlos. Sus cuidados por la enferma eran tan tiernos, tan viva su inquietud y tan verdadera, que el anciano caballero le perdonó su extraña conducta durante el día, y atribuyendo la indisposición de Luisa a las fatigas del viaje, retirose a su alcoba, muy convencido de que los dos esposos   -106-   se amaban con la misma pasión que el día en que presenció sus juramentos en la catedral de Sevilla.



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- IX -

Tres días pasaron después de haber recibido y contestado la condesa la carta de su amante, sin que tuviese noticias suyas. No era preciso tanto para exaltar aquella alma naturalmente extremada. La desesperación se apoderó de ella y horribles resoluciones se sucedieron unas a otras sin dar lugar a la ejecución.

Su dolor no era el dolor profundo y resignado de Luisa: Era el dolor   -108-   en toda su energía, en toda su violencia, en todo su delirio. Dos veces saliose a pie, sola y frenética en medio del calor del día, con ánimo de llegar de aquel modo en presencia de su feliz rival y de su débil amante, y darles un espectáculo cruel traspasándose el corazón a vista de ambos. Dos veces también la siguieron sus criados en mitad de la noche, y la vieron vagar desatinada por los alrededores de la quinta, y detenerse horas enteras al borde de un hondo estanque, como si leyese en sus turbias aguas algún consejo terrible.

Veíasele pasar en un momento de las más convulsiva movilidad a la inacción más completa; y había momentos en que la expresión de un semblante y la incoherencia de sus palabras podían persuadir que se hallaba   -109-   en un verdadero estado de demencia.

Al tercer día su desesperación tomó un carácter más silencioso y constante, y acaso en él se hubiese realizado el desenlace de esta historia si Elvira no hubiese llegado a tiempo de impedirlo.

Buena, aunque cobarde amiga, corrió al lado de la condesa, adivinando el estado en que la encontraría, y, sin embargo, aterrola el aspecto sombrío de su dolor, y concibió temores que hasta entonces no había tenido. Ansiosa de templar su amargura a cualquier precio, noticiola la enfermedad de Luisa que justificaba, en cierto modo, la conducta de Carlos; dando al mismo tiempo seguridades que ella misma no tenía, de la firme resolución de éste de consagrarse todo a su amante, tan pronto pudiese   -110-   sin escándalo desentenderse de su desgraciada esposa. Elvira fue más lejos: exageró la gravedad de la dolencia de Luisa y aseguró con empeño que daba pocas esperanzas de vida.

No le era posible a Elvira comprender perfectamente el alma de su amiga, jamás se elevaba a la altura de sus sentimientos. Aquella muerte presumible, anunciada como una buena noticia, afectó dolorosamente el magnánimo corazón de la condesa y causó un visible trastorno en sus pensamientos. Acaso era capaz aquella mujer apasionada y violenta de asesinar a su rival en un arrebatamiento de furiosos celos, pero no lo era de calcular las ventajas que podían resultarle de su muerte, ni de fundar sobre su tumba el edificio de sus esperanzas.

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Debemos hacer justicia: no existía alma más noble y generosa que la que animaba a aquella mujer culpable.

A la idea de Luisa moribunda, de la esposa inocente y ultrajada expirando junto a un marido criminal, concibió el dolor y los remordimientos de éste. Le hubiera despreciado profundamente si pudiese creerle libre de ellos. Hasta aquel momento la felicidad de su rival había exacerbado su dolor. Entonces, su dolor recayó sobre los padecimientos de su víctima.

Juzgose con rigor a sí misma y condenose. Los extravíos de las nobles almas no han menester de jueces ni verdugos: Ellas mismas se juzgan y se castigan, ¡ay!, acaso con sobrada crueldad.

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Pasó el día en honda y silenciosa tristeza. Elvira se esforzaba en vano por hacerla hablar o llorar. Permanecía horas enteras en completa inmovilidad, los ojos clavados en el suelo, su pálida frente nublada como si reflejase un pensamiento lúgubre. A veces levantaba al cielo su mirada y sus labios murmuraban confusas palabras. Expresaban un voto del cual sólo Dios podía comprender la grandeza y heroicidad. El voto de no reclinar jamás su cabeza culpable en el casto lecho de la esposa moribunda, de no sucederla nunca en el tálamo nupcial de Carlos, en el tálamo que ella dejaba tan puro y que él había mancillado.

¡Oh! Digan lo que quieran los ignorantes   -113-   detractores del sexo débil que pretenden conocerle, hay en el corazón de la mujer un instinto sublime de abnegación. En aquella más corrompida por el mundo, en la más extraviada por las pasiones, o desnaturalizada por la educación, existen todavía hermosos sentimientos, instintos generosos que rara vez hallaréis en los hombres.

Pedidles en buena hora a ellos las brillantes acciones inspiradas por la ambición, la gloria y el honor. Pedidles la osadía del valor, la franqueza de la libertad, el noble orgullo de la fortaleza. En muchos, aunque no en todos, encontraréis algo de esto. Pero no pidáis sino a la mujer aquella inmolación oscura, y, por lo tanto, más sublime; aquella heroicidad sin ruido que no tiene por   -114-   premio ninguna gloria del mundo; aquella generosidad sin límites y aquella ternura inexhausta, que hacen de toda su vida un largo y silencioso sacrificio. No pidáis sino a ella la exquisita sensibilidad que puede ser herida profundamente por cosas que pasan sin dejar huella sobre la vida de los hombres. Sensibilidad de que dimanan sus defectos, que ellos exageran y neciamente propalan, y sus virtudes que desconocen y desfiguran.

Por eso, la mujer es siempre víctima en todas sus asociaciones con el hombre. No lo es solamente por su flaqueza, lo es también por su bondad. Buscadla amante, esposa o madre y siempre la hallaréis sacrificada, ya por la fuerza, ya por su voluntad, siempre la hallaréis generosa   -115-   y desventurada, ¡ah!, sí, ¡muy desventurada!

Pero no vais a decírselo a esos reyes por la fuerza, que tan decantada protección aparentan darla, no vayáis a decirles: «El sexo a quien llamáis débil y al que por débil habéis cargado de cadenas, pudiera deciros: '¡Sois cobardes!'; si el valor, mejor entendido, sólo se midiese por el sufrimiento». No se lo digáis, no, porque después de haberle inhabilitado para los altos destinos que exclusivamente se han apropiado, después de cerrarle todas las sendas de una noble ambición, después de anatemizar cualquier lauro que haya arrancado trabajosa y gloriosamente a su orgullo, todavía serían osados a disputarle el triste privilegio de la desventura, todavía   -116-   querrían despojar a la víctima de su corona de espinas y persuadirla de que era dichosa.

Al cuarto día una carta de Carlos llegó a la quinta de la condesa. Luisa estaba fuera de su peligro. Catalina respiró como si la descargasen de un enorme peso. Carlos escribía lleno de compasión hacia su esposa, pero lleno también de amor hacia su querida. Conjuraba a ésta a que se tranquilizase, y jurándola morir si le retiraba su amor ponía en sus manos el destino de ambos. Mas al ofrecerse todo a su amante mostrábale la certeza que tenía de que su esposa no sobreviviría a su abandono, y dejaba comprender que tampoco él soportaría largo tiempo una existencia emponzoñada por el atroz remordimiento de haber sido el asesino de Luisa.

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La condesa leyó aquella carta por tres veces y pareció después profundamente pensativa. Elvira, respetando su larga meditación, no se atrevía a hablarla para preguntarla su intención, pero observando el semblante de su amiga concibió lisonjeras esperanzas. Parecían disiparse las sombrías nubes que turbaban y obscurecían aquel hermoso semblante, y una expresión de altiva calma sustituía a la honda desesperación que algunas horas antes se pintaba en cada uno de sus rasgos.

-Triunfará -pensaba Elvira-, triunfará de una loca pasión: recobraré a mi amiga. Y acercándose a ella y asiendo una de sus manos:

-Catalina -la dijo-, tu orgullo solamente puede salvar ahora a tu virtud, y veo con placer que ese poderoso   -118-   defensor no te ha abandonado.

-Sí -respondió ella con una sonrisa que hizo estremecer a Elvira-. Sí, la cólera del destino no sería satisfecha si ese invencible orgullo no existiese. Sí, necesario era en este instante para que el combate fuese más atroz y más difícil el triunfo.

Y trazando rápidamente algunas líneas alargóselas a Elvira que las leyó temblando. Eran éstas:

«¿Es forzosa una víctima? ¡Bien! Yo lo seré, pero basta una sola. Ocúltale por piedad tu crimen y el mío. Que viva feliz en su ignorancia, y si puedes tú vive feliz también en tu perfidia. Procura que jamás sorprenda en tus labios la estampa de mis besos. Yo acepto el destino con que me brindas».

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-¿Y cuál es ese vergonzoso destino? -exclamó fuera de sí Elvira-. ¡Catalina!, ¿has reflexionado lo que vas a hacer?, ¿has reflexionado la posición en que quieres colocarte?

-En la que más me humilla -respondió la condesa-, en la que debe arrancar lágrimas de sangre a mi culpable corazón. Pero esta sola pudiera ser expiación de mi delito. Yo que me he complacido en encender en el alma de un hombre una pasión criminal, no soy ciertamente la que tiene el derecho de castigarle por ella. Sea él dichoso, y que su dicha no cueste lágrimas sino a mí sola.

Elvira, despechada, olvidó en aquel momento el respeto que instintivamente tributaba a su amiga, y:

-¡Haces bien! -la dijo con amargura-, ¡haces bien en disfrazar la vergonzosa   -120-   causa de tu caída! Pero, ¿debía dominarte de ese modo un insensato amor?, ¿debía hacerte perder con la razón todo instinto de pudor, todo sentimiento de orgullo? ¿Debía ser resultado de tu larga meditación la resolución de aceptar cerca de la esposa respetada y querida, el título infamante de dama de su marido? ¿Para qué, pues, te sirve tu talento?, ¿para qué tu decantada superioridad?

-¿Para qué? -respondió con amarga sonrisa la condesa. ¡Para lo que sirven siempre! Para atraer la desventura y alejar la compasión: para poner en espectáculo nuestras faltas y hacer incomprensibles nuestras virtudes.



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- X -

Luisa se hallaba restablecida de su enfermedad. Don Francisco, encantado con revivir sus antiguas amistades y lleno de ambición y de proyectos respecto a su hijo, había resuelto permanecer en la corte, y un lindo cuarto principal en la calle de Alcalá hospedaba ya al buen caballero, a su hijo y a su nuera.

Demostrado tenemos que el señor   -122-   de Silva no carecía de cierta vanidad, perdonable, sin duda, y no sorprenderemos al lector al decirle que al hallarse nuevamente relacionado en la corte, y en contacto con el círculo aristocrático y político, entrósele súbitamente en el cerebro el pensamiento de proporcionar alguna importancia, según decía, a su único heredero.

Con la misma tenacidad con que en otros días se empeñó en mandarle a Madrid, se decidió entonces a obtener para Carlos, a cualquier precio, algún destino honorífico que hiciese resaltar las ventajas de su ilustre nacimiento, esmerada educación y considerables riquezas: ventajas que creía oscurecidas mientras no ocupase algún puesto en el mundo político.

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La carrera diplomática era y había sido siempre su favorita, y todos sus esfuerzos se dirigieron a alcanzar para su hijo el título de secretario de embajada en alguna de las principales cortes extranjeras.

Carlos, sin embargo, no se cuidó en su principio de estas pretensiones. Su corazón se hallaba demasiadamente ocupado con su posición, respecto a las dos mujeres a cuyos destinos se hallaba enlazado el suyo.

La condesa permanecía en su quinta, a la cual iba diariamente Carlos a pasar muchas horas en su compañía. Más apasionado, más afectuoso que nunca, su amor se forzaba por hacer olvidar a Catalina la amargura de su posición, y jamás se apartaba de su lado sin hacerse una dolorosa violencia.

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Conocía ella que nunca como entonces había sido amada. Segura estaba de su imperio, afianzado por la generosidad con que sacrificaba su orgullo y el celoso exclusivismo de la pasión, a la ventura de su amante y de su misma rival, pero era, no obstante, muy feliz.

¿Podía aniquilar aquel orgullo que había atrevidamente pisado?, ¿podía olvidar la brillante vida que había renunciado, su reputación perdida para siempre, su libertad encadenada por reprobados vínculos? La pasión en aquella alma fogosa y delicada, ¿tendría el vigor de perseverancia que aleja los momentos de cansancio, en los cuales volvemos la vista a lo pasado y nos asombramos de la extensión del camino que hemos recorrido, y nos decimos con   -125-   profundo desaliento: «¡No es posible ya el volver atrás!».

Devorada todavía por la pasión, la condesa analizaba ya los dolores que ella le atraía, y sus momentos más dulces eran aquéllos en que el torcedor de los celos la atormentaba bastante para privarla de la facultad de medir su desventura.

Horrible cosa era, sin duda, para aquella mujer tan apasionada y a la par delicada: haber de dividir con otra la posesión de su amante; tocar su mano caliente, aun con el calor de Luisa; respirar su aliento impregnado aún, por decirlo así, del aliento de Luisa. Los hombres no comprenden esta especie de suplico en las mujeres. Se creen con el derecho de ser exclusivamente delicados en este punto, y, por eso, sin duda les   -126-   vemos tan exigentes, tan celosos de la pureza de sus mujeres, mientras que no escrupulizan de ofrecer a la más inmaculada virgen los restos impuros de una juventud pródigamente dispendiada. Pero, atormentada por los celos, la condesa era siempre generosa, y la vida de aquella rival con quien dividía a su amante era el consuelo de su propia desventura.

No la había visto nunca. La peregrina belleza de Luisa no había podido exaltar sus temores, y acordábase siempre de que había estado moribunda, acaso por encontrar el corazón de su marido sin calor para abrigar su delicada existencia. Sentía compasión hacia la tierna joven que ya no tenía madre, que entraba en el mundo inexperta y tímida, sin armas para defenderse de las perfidias,   -127-   sin antídoto alguno que oponer a los dolores. La felicidad que Carlos diese a Luisa debía forzosamente causar envidia y dolor a la condesa, y, sin embargo, érale necesario aquel dolor, érale necesaria la felicidad de Luisa.

Carlos le daba mil seguridades de ella. Decíala con frecuencia que la inocencia y la credulidad de su esposa no la permitían concebir la menor sospecha, que, después de las primeras escenas desagradales que habían tenido lugar entre los dos, la buena y demasiado indulgente Luisa se había dejado consolar sin dificultad, prestando entero crédito a las falsas explicaciones que él creyó conveniente darla. Carlos estaba cierto, según decía, de que Luisa era incapaz de celos, y que siendo   -128-   con ella atento y afectuoso, nada más pedía ni necesitaba. Luisa era, juzgada por su marido, una criatura eminentemente apreciable y sosegada. Ra, en fi, forzosamente una mujer dichosa, supuesto que no se quejaba nunca.

Pero, ¡cuánto se engañaba! La callada y, al parecer, tranquila esposa era más infeliz de lo que podía expresarse. No la cegaba ya su inocencia, ni la sostenía su confianza. Una terrible verdad había brillado delante de sus ojos. ¿Qué valí su ignorancia respecto a la infidelidad de su marido? Para ser profundamente desgraciada bastábale la certeza de no ser amada.

Las palabras de Carlos, aquellas palabras que la habían lanzado al borde de la tumba, ¿podrían borrarse   -129-   jamás de su memoria y de su corazón? Oíalas siempre, oíalas sin cesar: junto a Carlos, lejos de Carlos, despierta, dormida... Aquellas palabras resonaban constantemente en sus oídos e iban a grabar directamente en su alma la amarga certidumbre de que el vínculo eterno que los unía era ya para él una pesada cadena.

No se quejaba, es verdad. Había escuchado con atención y bondad las explicaciones y disculpas de su marido, y, a pesar de toda su inexperiencia, comprendió que se hallaba arrepentido de su imprudente sinceridad y que intentaba repararla. Era todavía bastante bueno y compasivo para desear engañarla, y ella aparentó estarlo.

Era la vez primera que fingía: es   -130-   también lo primero que enseña el mundo y Luisa entraba en él. Ya se iniciaba, a pesar suyo, en los secretos de sus decepciones y de sus perfidias.

Guardaba, pues, silencio y observaba a su marido. Bien pronto al pesar de conocerse desamada debía seguir la dolorosa sospecha de creerse ofendida.

Carlos estaba con ella cada día menos. Marchábase a caballo todas las tardes después de comer y no volvía hasta muy avanzada la noche, dando siempre frívolos pretextos a sus periódicas y largas ausencias.

Estaba don Francisco tan ocupado de sus proyectos y pretensiones, y tan asediado por sus antiguos amigos, que no fijaba su atención en la conducta de Carlos. Salía por las tardes   -131-   antes o poco después que éste, y no volvía hasta la hora de acostarse, que era para él fijamente las once. Antes de meterse en la cama iba un momento a la alcoba de Luisa, en la que hallaba algunas veces a Carlos, y como ninguna alteración notase en la tierna confianza con que se trataban, retirábase muy satisfecho de la felicidad de los dos esposos. Verdad es que con más frecuencia encontraba a Luisa, pero al presentarse el buen caballero siempre acudía una dulce sonrisa a disipar las nubes de tristeza que oscurecían el semblante de la pobre abandonada, la que disculpaba la ausencia de su esposo, de manera que dejaba satisfecho al anciano.

-¿Estás contenta? -solía preguntarla al marcharse.

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-Sí, padre mío -contestaba ella.

Íbase, entonces, muy complacido don Francisco, y un mar de lágrimas espiaba la generosa mentira de la infeliz niña.

A nadie podía confiar sus penas, a nadie pedir consejo y compasión. Evitaba con extremo cuidado que don Francisco pudiese concebir la menor sospecha, porque temía ver destruida la buena armonía que reinaba entre padre e hijo, hacer sufrir a éste la cólera violenta de aquél, y acaso emponzoñar los últimos días del anciano que se consideraba feliz con la dicha de sus hijos.

Tanto poder tenían en ella estos temores que cuando Carlos volvía demasiado tarde velaba para esperarle y hacerle entrar con sigilo, evitando que don Francisco, sabiendo   -133-   la desusada hora a que se recogía, exigiese explicaciones que acaso Carlos no podía dar, o que pudieran producir dolorosos efectos.

Pero en medio de tan increíble bondad su descontento crecía por instantes. Sospechaba ya toda la extensión de su desgracia, y los celos fermentaban ocultos en su alma.

Muchas veces en mitad de la noche dejaba su lecho para espiar -por decirlo así-, el sueño de su marido, con la esperanza de oír escaparse de sus labios alguna palabra que disipase o confirmase sus temores. Al despertar, Carlos hallábala todavía junto a su cama.

-¿Tan temprano te has levantado, querida mía?

-Ya lo ves -respondía ella-, como tus ocupaciones me privan de ti muchas horas del día quisiera anticipar   -134-   aquéllas en que puedo verte y oírte.

Si entonces Carlos la dirigía una tierna mirada, si articulaba una palabra afectuosa, retirábase para ocultar el exceso de su emoción, y se decía con alegría:

-¿Acaso volverá a amarme, acaso no se ha mudado completamente su corazón?, ¿no tiene todavía aquella mirada que me hacía feliz, aquel mismo acento que siempre llega a mi alma?

Cuando hemos sido amados con verdad y hemos tenido fe en el sentimiento que inspiramos, nunca prevemos la posibilidad que deje de existir. El momento llega, sin embargo, súbito, inesperado. El corazón fascinado no ha comprendido los síntomas precursores de su llegada, y muchas veces dudamos todavía, aun después de tocar la terrible   -135-   verdad. El corazón parece asirse con mayor tenacidad a la ilusión que se le escapa. Así, Luisa, en presencia de aquél que tan venturosa la había hecho y podía hacerla aún, creía imposible la duración de su desventura.

Pero cuando dejaba de verle, cuando contaba en la soledad de su cuarto horas interminables de ansiedad, cuando volvía los ojos en torno suyo sin encontrar un seno amigo donde reclinar su cabeza atormentada, entonces faltábala resistencia y saliendo de su habitual mansedumbre osaba quejarse al cielo.

-¡Dios mío!, ¡Dios mío! -exclamaba-. No es justo que una pobre mujer sea oprimida por tanta desventura.

Mientras tanto, pasaban días y días, y ninguna mudanza se operaba favorable   -136-   a Luisa, por el contrario, su situación era cada vez más desgraciada.

Un día, a la hora en que se acostumbraban a comer, Carlos, que se paseaba por la sala, entró de pronto en el gabinete en que ella se hallaba sumida en triste cavilación:

-¡Y qué! -la dijo con mal disimulada impaciencia-. ¿No comemos hoy?

-Nuestro padre -respondió Luisa- no ha salido todavía de su aposento.

-¿Y qué hace?, ¿en qué se ocupa? -repuso Carlos con enfado-. ¿Qué significa que a las cinco de la tarde aún no hayamos despachado?

-No lo sé -dijo ella con dulzura.

La impaciencia de Carlos era tan fácil de comprender como la morosidad de don Francisco. El uno anhelaba volar junto a su amada y el   -137-   otro, que en aquella mañana había visto fallida su esperanza de obtener para su hijo un brillante destino, era presa de un negrísimo humor que le hacía olvidar hasta la necesidad de comer.

Carlos continuó paseándose, pero como pasaban los minutos unos tras otro sin que su padre saliese del aposento en que ocultaba su despecho, el enfadado joven se hacía más y más visible.

-¡No comeremos hoy! -volvió a decir a su mujer.

-No lo sé -respondió segunda vez ella reprimiendo una lágrima.

-¡Esto es insufrible! -exclamó Carlos-. Tengo precisión de salir, precisión absoluta, y mi padre se enojaría si me marchase antes de acompañarle a la mesa. ¿No es verdad,   -138-   Luisa?

-No lo sé -tornó a decir ella.

Y Carlos, enojado con el laconismo de sus respuestas, le volvió la espalda con precipitación. Su reloj, que miraba por momentos, señalaba ya las seis y no pudo sufrir más. Pensó en la impaciencia, en la inquietud que su tardanza causaría a la condesa, y volviendo a donde estaba su mujer con una cara en que se pintaba su anhelo por dejarla:

-Luisa -la dijo-, hazme el favor de entrar en el aposento de mi padre y advertirle la hora que es.

Obedeció Luisa y volvió a decir a su marido que ambos debían comer solos, pues don Francisco se sentía un poco indispuesto y no quería asistir a la mesa.

Carlos entró corriendo a ver a su padre, pero enterado de la poca importancia   -139-   de su indisposición volvió a salir prontamente y dijo a su esposa, que le esperaba para sentarse a la mesa.

-Comes hoy sola, querida mía, pues, como ya te he dicho, tengo absoluta precisión de salir ahora mismo.

Luisa bajó los ojos, y por más esfuerzos que hizo para reprimir su dolor, estalló en un mar de lágrimas.

Carlos, que iba a salir, se detuvo oyendo sus ahogados sollozos:

-¡Luisa!, ¿qué tienes? -la preguntó.

-Nada -contestó la niña; el llanto embargaba su voz.

-¿Qué significa esto, Luisa?

Un repentino impulso de indignación   -140-   prestó valor a Luisa, que contestó con profunda amargura:

-¡Qué soy muy desgraciada!

Admirado y conmovido Carlos se quedó parado, y sin hallar palabras para pedir a su esposa más clara explicación. Luisa continuaba llorando y él se sentía impulsado a permanecer junto a ella, a consolarla, a mentir si era preciso para devolverla la tranquilidad; pero el momento no era oportuno, la condesa esperaba y los minutos volaban.

Tomó la mano a su esposa rogándola con mal ordenadas frases que se calmase, y ofreciéndola volver temprano se marchó precipitadamente.

El dolor ahogaba a Luisa. Aquella conducta de su marido le pareció bárbara y humillante. No sólo no la   -141-   amaba sino que tampoco trataba ya de engañarla. Carlos la desentendía, despreciaba su dolor, hollaba toda clase de consideraciones y daba al olvido sus deberes.

Estos pensamientos la volvían loca, pues experimentaba impulsos nuevos y extraños a su naturaleza, impulsos de odio y de venganza, que en casos iguales han perdido a muchas mujeres, que no hubieran jamás sido culpables si hubiesen podido ser insensibles al ultraje.

Agitábase aquel tierno corazón con movimientos desordenados, y exclamaba con dolor y cólera:

-¿Quién es, quiero saberlo, quién es la mujer que usurpa su cariño, que le ve, que le escucha, mientras que yo, pobre abandonada, me adorno inútilmente en la soledad con el vano   -142-   título de su esposa? ¡Pérfido!, ¿por qué ha jurado amarme eternamente?, ¿por qué engañarme así?, ¡y a Dios!... ¡Sí, también a Dios a engañado el infiel! ¡Oh, madre mía, madre mía!, ¡cuán amargos hubieran sido tus últimos momentos si hubieses previsto la suerte que aguardaba a tu hija!

Lloraba amargamente y sucumbía en algunos momentos a la fatiga que causaba en su delicada organización la continuidad de su pesar, pues aquella situación no era de un día, todos eran acompañados del mismo malestar, y con haber dejado conocer a su marido que padecía, sólo había conseguido hacerle más culpable a sus ojos.

En efecto, Carlos no se hacía ya ilusión, sabía que su esposa era infeliz,   -143-   y este descubrimiento le era tanto más doloroso cuando que se veía imposibilitado de devolverle la dicha que le había robado su nueva pasión. Su posición era más difícil con respecto a Luisa, y su conducta, por consiguiente, menos natural. Cuando la creía ignorante de su falta, aún hallaba un placer en su compañía, pero desde que en su presencia sólo podía encontrarse como un reo delante de su juez, o como un verdugo delante de su víctima, evitaba cuanto le era posible el encontrarla sola.

Conociendo que no podía satisfacer al corazón de su esposa, que no trataba ya de disimular su descontento, observaba con mayor cuidado todas las exterioridades, desvelado por no darla ningún motivo   -144-   aparente de disgusto. Cuando no podía evitar encontrarse a solas con ella, hallábase confuso, embarazado, y, por consiguiente, frío; pero en público redoblaba sus atenciones y cariño, y puede asegurarse que jamás marido infiel ha sabido honrar tanto a la esposa que ultrajaba.

Pero, ¿qué valían todas aquellas aparentes consideraciones para una criatura que con poca vanidad tenía un excesivo amor a su marido? Más tierna que orgullosa Luisa hubiera trocado por una mirada de ternura todos aquellos respetos que parecían destinados a encubrir su desventura.

Crecía ésta con su duración. La pobre joven iba perdiendo de día en día la esperanza de una mutación feliz. Y no la agobiaba únicamente el   -145-   dolor de verse desamada, que también era para su religioso corazón un pesar profundo, la idea de que su marido era culpable a los ojos de Dios. Persuadida ya de que una nueva pasión era la causa de su indiferencia hacia ella, estremecíase al considerar la enormidad de aquel pecado, y en aquellos momentos.

-¡Dios mío! -decía con fervorosa piedad-. No es mi felicidad sino su salvación la que os pido. Que jamás, si es preciso, vuelva a pertenecerme su corazón, pero que sea vuestro solamente. Yo cubriré mi frente de ceniza y me arrastraré por el polvo para expiar su pecado. ¡Perdonadle, Señor!, y volved al redil esa oveja extraviada.

Pero Dios parecía sordo a la angélica súplica. La oveja no volvía al redil, y la celestial resignación de Luisa   -146-   la abandonaba con frecuencia.

-¡No es un capricho! -decía-, ¡no es un pasajero extravío!, ¡le he perdido para siempre!, ¡ha olvidado a Dios en cuya presencia juró amarme toda su vida! ¿Cómo es posible este exceso de perversidad? ¿Cómo es esto posible, Dios mío? -repetía la inocente con profundo dolor-. ¿Cómo faltar así a un juramento sancionado por vos?

En la primera época de la juventud, y aun más tarde, los corazones tiernos descansan con entera confianza en la solemnidad de un juramento, y no conciben la posibilidad de quebrantarlo sin perder la estimación que inspira el objeto amado.

Así es que una mujer exige de su amante la promesa de un amor eterno, y un amante pide a su querida   -147-   igual seguridad, como si de ésta dependiese la duración del sentimiento, y como si debiese respetarla.

Tanto valdría pedir el juramento de que en el día de mañana gozaremos la misma salud de hoy, o que tendremos la misma juventud a los cuarenta que a los veinte años. Tal es, sin embargo, la ceguedad del amor que la persona que confesaría absurdo el juramento de no tener nunca arrugas ni canas, ni padecer de dolores de estómago, jaquecas o ataques de nervios, confía en el que una boca amada pronuncia, obligándose a hacer que el corazón no experimente nunca las influencias irresistibles del tiempo y los acontecimientos.

Nada es más común que oír en boca de la persona desamada la terrible interpelación: ¿qué se han hecho tus   -148-   juramentos?; ¿Por qué antes no se pregunta a la naturaleza?, ¿qué se han hecho las hojas y las flores de que vestían los árboles cuando el viento invernal las arrebata?, ¿qué se hace, en fin, la vida del hombre cuando deja de animar su cuerpo?

-Ella, la naturaleza -respondería-. ¡Todo cambia, todo pasa! Ésta es mi ley, la ley inmutable, ¡la ley eterna!



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- XI -

La vida de Luisa era bien amarga: no salía casi nunca, ni hallaba en la soledad ningún género de consuelo. En uno de sus más tristes días fue Elvira a visitarla y quedó asombrada de la alteración que había sufrido su hermosura. Quiso ser discreta y no darse por entendida de los sufrimientos que revelaba el abatido semblante de la joven esposa, pero eran tan claras las muestras de dolor que en   -150-   la conversación daba a Luisa, sin advertirlo, que Elvira se sintió enternecida.

La pobre niña no podía sostener la más insignificante conversación: hacía preguntas extravagantes sin escuchar la respuesta, y contestaba a las de Elvira con tal desconcierto que ésta no podía comprenderla. A veces deteníase en mitad de una frase y sin acertar a concluirla principiaba otra que dejaba tan truncada como la primera.

Elvira la miraba con sorpresa y lástima. Preguntola por Carlos y a éste sólo nombre vio estremecer a la pobre niña.

-¿No va a su casa de Ud.? -dijo con ansiedad-. ¿No la visita a Ud. con frecuencia? Yo creía que pasaba con Ud. todas las tardes.

  -151-  

-No, ciertamente -respondió Elvira bajando los ojos, porque no ignoraba con quién pasaba las tardes el marido de Luisa.

Luego, deseando dar otro giro a la conversación, preguntó a su prima por qué vivía tan retraída de toda sociedad, y la invitó a proporcionase algunas distracciones.

-¡Cómo estoy tan sola! -dijo con profunda tristeza Luisa-. ¡Siempre sola! No tengo en esta corte ninguna amiga.

-Yo creía -repuso Elvira-, que Ud. me honraría con este título.

-Es verdad -dijo Luisa con distracción-, es verdad que Ud. debe quererme un poco..., ¡compadecerme! Ud. es la única persona que en Madrid me está allegada por vínculos de parentesco.

  -152-  

Y recordando de pronto y por primera vez que existía otra señora que estaba en igual caso, añadió con la mayor sencillez:

También la viuda del conde de S.*** es mi parienta, pero no la conozco, no me ha visitado.

La turbación de Elvira al oír estas palabras fue tan notable que no pudo menos que fijar la atención de Luisa. Fingiose distraída con el paisaje de su abanico, pero como Luisa la miraba con alguna sorpresa, se esforzó para decir algo y dijo con tono de indiferencia:

-Si la condesa no ha visitado a Ud. no será ciertamente ni por olvido ni por desprecio del vínculo que las une, sino porque se halla fuera de Madrid, en su casa de campo hace cinco meses.

  -153-  

-No ha sido mi intención -contestó Luisa- quejarme de la condesa.

Y estas pocas palabras dichas con la más perfecta simplicidad alarmaron a Elvira, que con más bondad que discernimiento se apresuró a decir:

-No tiene Ud. tampoco motivos de queja. La condesa tiene enemigos que la calumnian y no debe Ud. dar crédito a nada de cuanto digan.

-Ningún enemigo suyo conozco -repuso Luisa con la misma sencillez de antes-. Nadie me ha hablado de la condesa, cuya visita no he deseado, pero hubiera agradecido. Y participando, a pesar de su angélica bondad, de las prevenciones de su madre, añadió:

-Y no debo a la verdad extrañar su falta, porque nunca han existido relaciones amistosas entre esa extranjera y mi familia.

  -154-  

Elvira hallaba en cada una de las palabras de Luisa un indicio vehemente de que no ignoraba el amor de Carlos a la condesa, y con aquella ligereza que tan a menudo la hacía cometer con las mejores intenciones las peores imprudencias, se propuso justificar en lo posible a su amiga.

-Veo -dijo-, que han influido en Ud. las lenguas maldicientes que se empeñan en hacer daño a Catalina de S.*** y como me honro con su amistad creo un deber mío desmentir calumnias que alteran la felicidad de Ud. y agravian a mi amiga.

Luisa la miró fijamente. Aquellas indiscretas palabras hacían nacer en ella sospechas que hasta entonces no habían pasado ni remotamente por su pensamiento, pues ni de la existencia   -155-   de la condesa se había acordado hasta aquel momento. La fijeza de su mirada desconcertó a Elvira que continuó pronunciando palabras incoherentes:

-La envidia, la malignidad, Carlos sabe que siempre han calumniado a la condesa. ¡Su amistad por ella es tan desinteresada y tan pura! No debe Ud. creer hablillas y chismes.

Después de este truncado discurso calló Elvira, evidentemente embarazada con su posición, y Luisa calló también.

La visita no fue larga. Elvira se despidió sin volver a mencionar a la condesa, y Luisa permaneció profundamente pensativa hasta que llegó su marido.

Carlos parecía aquel día más triste   -156-   que nunca. Luisa, por el contrario, le recibió con un rostro más risueño de lo que el suyo lo estaba hacía bastante tiempo.

Mientras llegaba la hora de comer, quiso dar conversación a su marido, bien que esta antigua costumbre hubiese estado interrumpida en aquellos últimos meses, y entre otras cosas dijo a Carlos que tenía en Elvira una apasionada amiga.

Carlos hizo mil elogios de aquella dama, y de otras varias que sucesivamente y con aparente sencillez fue nombrando Luisa, la cual le dijo por último:

-De quien nunca me has hablado es la condesa de S.***, y, según he oído, también te profesa una grande amistad.

Carlos lanzó sobre ella una mirada de águila que parecía querer penetrar   -157-   hasta su alma, y como Luisa acertase a sostener su papel de simplicidad, él se puso en pie y la dijo con atrevimiento:

-Esa grande amistad es una concesión gratuita que me dispensa el público. La condesa de S.***, no es tan amiga mía como suponen. Pero, ¿quién te ha hablado de ella, querida Luisa?

-Nadie más que Elvira -contestó la joven.

Carlos, a quien esta declaración aumentaba la osadía, añadió:

-Tengo con ella mucha más intimidad que con la condesa. Y bien, ¿qué te ha dicho Elvira de su amiga?

-Que es muy hermosa -dijo Luisa atreviéndose a mirar fijamente a su marido.

-¡Muy hermosa!... No, no tanto.   -158-   Es una figura mediana -respondió él aparentando indiferencia.

-Y aun antes de venir a Madrid -añadió Luisa-, me acuerdo de haber oído celebrarla como mujer de gran talento.

-Sí..., así se dice -tartamudeó Carlos, sin saber que postura tomar-, pero se exagera. ¡Y qué!, ¿no comeremos hoy, querida mía? Son las cinco.

Luisa se levantó y con el pretexto de ir a dar disposiciones para la comida se retiró a llorar. ¡Todo lo sabía ya! Su rival era la condesa de S.*** ¡y era hermosa!, ¡y tenía gran talento!

Aquella conversación que daba tanta luz a las sospechas que Elvira había inspirado a Luisa, prestó a Carlos alguna tranquilidad.

  -159-  

Muchas veces en aquella última época había creído a su mujer perfectamente instruida en todo lo relativo a su falta; y como no pudiese sospechar a la sencilla niña capaz de astucia, como ignoraba la rapidez con que el mundo y la desventura enseñan a las mujeres este arte que algunas veces las sirve de escudo y muchas veces más de puñal, dedujo de cuanto había oído a la desgraciada niña que se hallaba en completa ignorancia respecto a la cómplice de su crimen, y volvió a creer posible él tranquilizarla, mintiendo excusas a la conducta extraña que no podía menos que notar él.

Su error fue corto, por desgracia. Aquel mismo día estaba señalado por el destino para descubrirle toda la extensión de su falta y de la desventura   -160-   de su esposa.

Luisa, sucumbiendo a los dolores de su corazón en aquella mañana, tuvo por la noche una fiebre violenta. Cuando volvió Carlos de la quinta de la condesa, hallola delirando. Por fortuna, don Francisco, que ignoraba la indisposición de su nuera, no se encontraba junto a ella, pues de lo contrario todo lo hubiera sabido aquella noche.

Luisa, en su desvarío, nombraba a la condesa y a Carlos, hablaba de perfidias y de infidelidades, y a veces invocaba a la muerte exclamando:

-¡Él la desea acaso para mí! ¡Es el único medio de recobrar su libertad perdida!

Carlos, traspasado de dolor, la pedía en vano de rodillas que se tranquilizase. Luisa le miraba sin conocerle   -161-   al pronto, y cuando por fin le reconocía:

-¡Ven! -exclamaba-. ¡No me abandones sin compasión! Yo estudiaré los medios de agradarte y adivinaré tus deseos, lo más fantásticos! ¿Necesitas talentos en la mujer a quien ames? Por ti y para ti los adquiriré yo. Quiero poseer como ella todos los encantos, quiero que al verme digan todos: «Es la primera mujer del mundo, porque es la esposa de Carlos».

La fiebre la prestaba una elocuencia que jamás podía alcanzar en su natural estado. Estaba hermosa, patética, sublime en su delirio.

Carlos, apretándola en sus brazos, pensaba morir de dolor, y hubo momentos en aquella terrible noche que tres meses antes hubiera bastado para decidir la cuestión del   -162-   destino de las dos mujeres, entre las que se veía colocado. Momentos en los cuales no hubiera sido escuchada la voz del amor del amor que le hablaba en favor de Catalina, ni hubiera podido el recuerdo de sus sacrificios libertarla de ser inmolada en las sagradas aras del deber, junto al lecho de dolor de la casta esposa.

Pero ya no era posible: Catalina era ya únicamente una seductora amante, una sublime amiga. La naturaleza, revistiéndola de augusto carácter, de un indisputable derecho, la ligaba Carlos con el más dulce y más santo de los vínculos. Delante de él eran débiles todos aquellos creados por los hombres, y el nuevo deber y el nuevo sentimiento que llenaban el corazón de Carlos, eran más poderosos que   -163-   todos los impulsos de ternura y de piedad que podía excitar la situación de Luisa.

Sufría horriblemente, pero ninguna resolución podía tomar que le sacase de aquel insoportable estado de agonía. Con ninguna promesa podía consolar el corazón de luisa que veía destrozado.

Entre las dos mujeres a quienes hacía igualmente desgraciadas, y de las cuales la una tenía el derecho sagrado de su esposa, y la otra un derecho no menos respetable, animado de la más viva ternura por la una, de la más violenta pasión por la otra, y de la más profunda piedad hacia las dos, desesperábase de no poder conciliar la felicidad de ambas y no se hallaba con valor de sacrificar a ninguna.

  -164-  

Lamentable era aquella posición, y sin duda de los tres personajes de esta historia, no era Carlos, por entonces, el menos infeliz.

Aquella noche fue para él verdaderamente terrible, pero aquella noche pasó como otra cualquiera. Luisa, calmada de la fiebre que habían producido las agitaciones de aquel día en que descubrió quién era su rival, volvió a su estado habitual de silenciosa tristeza. Y Carlos, que la veía resignada aunque infeliz, y que imaginaba que su presencia debía ser dolorosa para aquella mujer tan ofendida y tan callada, buscaba en su imaginación un medio decoroso para sacarla de tan violenta situación, que era para él mismo insufrible.

Todo lo sabía ya Luisa, no podía ya   -165-   intentar engañarla, y no pudiendo tampoco satisfacerla realmente el partido único que le quedaba era dar reposo a su corazón, alejando de su vista al ingrato que la ultrajaba. Así pensaba Carlos, sólo su ausencia le parecía un consuelo para Luisa, después que le era conocida toda su desgracia. Aquella ausencia necesaria ya, acaso la proporcionaría tranquilidad y olvido. Era una barbarie abusar de su prudencia, poniendo siempre delante de sus ojos a su ofensor. Era, también, una insufrible humillación para Carlos hallarse todo el día confuso y trémulo en presencia de aquella víctima callada, que nada exigía, que de nada se quejaba, y que, sin embargo, le acusaba con su silencio y le humillaba con su resignación.

  -166-  

Entonces se acordó de las pretensiones de su padre, y pensó mucho en ellas como un recurso plausible para salir de aquella posición de la cual era preciso librarse a toda costa. Obteniendo el destino de secretario de embajada en cualquiera nación extranjera, podía separarse de su mujer sin llamar la atención de nadie, y con un pretexto satisfactorio que ella misma aprobaría.

La salud de Luisa parecía decaída. Algunos facultativos opinaban que la convendría volverse a Andalucía, y de todos modos Carlos se proponía declarar que un viaje más largo le sería perjudicial, y que un clima más frío no le era en manera alguna conveniente. Contaba con la docilidad de Luisa y con el deseo   -167-   que ella misma debía tener de facilitar aquella indispensable separación, y contaba también con el influjo de la condesa para obtener el destino que pretendía.

En efecto, Catalina que era libre y podía seguirle a cualquier parte debía regocijarse con aquella determinación de su amante. Los médicos podían ordenarla unos baños que justificasen su salida de Madrid, caso que ella quisiese disfrazar la verdad, y en el estado en que se hallaba nada podía convenirle tanto como una vida oscura en un país extranjero, cerca del hombre a quien amaba y al cual iba a poseer por fin exclusivamente.

La felicidad que tanto había anhelado algunos meses antes y por la cual estaba dispuesta a sacrificar su   -168-   posición, su nombre, su porvenir, aquella felicidad que había sido el sueño de su amor, estaba ya en su mano, y para obtenerla no era preciso un escándalo, ni hacer su amante el sacrificio de su destino, ni herir de muerte a un padre y a una esposa. Catalina debía considerarse tan dichosa cuanto era posible serlo en la posición en que se había colocado, ¡pero no sucedía así!

El mismo sentimiento nuevo y poderoso que prestaba energía al corazón de Carlos, había quebrantado el corazón de su amiga. En aquella alma poderosa aquel sentimiento en aquella posición era una cosa terrible.

Un gran trastorno, un trastorno doloroso se había apoderado en aquella mujer: sólo entonces comprendió   -169-   toda la extensión de su falta y el horror de su destino.

¿Qué felicidad podía existir para ella? ¿El amor? ¡No! No era el amor ya la pasión dominante en su corazón de fuego. El amor, ¡ah!, ¡a él debía aquella inmensurable desventura de hallar en el más dulce de los sentimientos el más humillante de los dolores!

Catalina hubiera sido fuerte para su infortunio, pero entonces otro destino y no el suyo la ocupaba: una vida cien veces más preciosa que la suya estaba en las garras de la desventura y del oprobio. Aquella misma opinión que un mundo que despreciaba, cuando su fallo sólo en ella podía recaer, se revestía de una autoridad terrible cuando le consideraba levantado contra una adorada   -170-   víctima.

No seremos nosotros los que explotemos aquella alma para pintar con detalles sus secretos dolores, nos basta bosquejarlos. ¡Mujeres que sois madres! A vosotras dejamos el cuidado de terminar on este cuadro. Vuestro corazón os dirá más que cuanto la imaginación nos revela.



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- XII -

Lucían entonces los últimos días de otoño. Los árboles comenzaban a despojarse de sus vistosos follajes, las hojas amarillentas alfombraban la tierra y las aves viajeras, levantando su vuelo, iban a buscar en las costas africanas el calor que bien presto robaría el invierno al hermoso sol de Castilla.

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Desprendíanse los punzadores vientos de la nevada cima del Guadarrama, y sus hálitos penetrantes eran ya sensibles en Madrid, donde todo comenzaba a tomar la actividad que la naturaleza deponía. Formábanse tertulias; los teatros solitarios recobraban su esplendor y se trasladaban a la población de la vida y la alegría que se ausentaban de los campos.

Sin embargo, aún había en el aspecto de la naturaleza aquella melancólica hermosura más grata a los corazones heridos o cansados que la pompa risueña de la primavera. Bellos son los últimos días del buen tiempo, bellos y tristes como los últimos afectos de un corazón que ha sido poderoso. A mí me agrada contemplar un sol pálido y como   -173-   fatigado. Entonces no me parece un impasible testigo de las miserias humanas; entonces es un amigo, que sujeto al dolor como nosotros, se despide desfalleciendo de la naturaleza a quien ama. Me agrada contemplar a aquella misma naturaleza algunos días antes exuberante de vida, de juventud y de flores, como una virgen de quince años; y, entonces, mustia y marchita, preparando sus vestidos de luto, como la desvalida viuda que llora perdidos sus terrestres amores. Me agradan los primeros sonidos del viento que suceden a los dulces murmullos de las auras: los unos eran como suspiros tiernos de un primer cariño, suspiros de deseos y esperanzas; los otros son como los gemidos de un misterioso dolor, cuando los deseos   -174-   se fatigan y las esperanzas se anublan.

Me agradan, sí, me agradan más que las imágenes halagüeñas de la juventud y la alegría, aquellos emblemas melancólicos de la declinación de la vida.

¡Rápido y tibio sol del mes de octubre! Nunca fatigó tu luz a los ojos cansaos de verter lágrimas, y muchas veces supiste alumbrar la oscuridad profunda de un alma devastada y hacer brotar en ella, a manera de aquellas flores pálidas y de imperceptible perfume con que sueles regalar la tierra, dulces y tristes recuerdos de una dicha pasada.

La condesa amaba también aquellos días nublados como su corazón, aquella naturaleza marchita como su   -175-   juventud. También había pasado sobre ella el ardiente estío de las pasiones y habían caído muchas flores secas del árbol de su esperanza.

Habíala abandonado la coquetería que la hacía tan amable. Sus negros cabellos caían con frecuencia desordenados sobre su enflaquecida espalda, y la palidez extrema de su tez era realzada por el color oscuro de su vestido. Apenas podía conocerse que había sido hermosa. La belleza, como la alegría, pasan sin dejar huellas, sólo el dolor tiene el privilegio de grabar en el rostro humano aquellos surcos profundos que no alcanza a borrar la misma muerte.

En las noches más frías veíasela vagar por el campo sola y silenciosa, como un fantasma evocado por la desesperación. Sus pisadas apenas   -176-   hacían gemir las hojas secas que alfombraban el suelo. Mas en medio del general silencio, parábase muchas veces para escuchar atentamente, como si quisiese comprender misteriosas palabras. Era su corazón únicamente quien la hablaba, y ¿quién será osado a traducir al lenguaje convencional de los hombres las voces íntimas de un corazón que padece?, ¿quién será digno intérprete de los oráculos de un dolor?

¡Pobre Catalina!, ¡pobre alma siempre engañada!, ¡pobre alma que diez meses antes lloraba al sentirse vacía y que ahora se fatiga por demasiado llena!

¿Por qué tienen tan hipócrita sed de ventura los seres que arrastran consigo la impotencia de gozarla?, ¿por qué mata la calma a aquéllos   -177-   que naufragan en todas las tempestades?, ¿qué incomprensible contradicción es la que se observa en ciertas organizaciones humanas, que en la inacción se agitan ansiosas de movimiento, y en el movimiento se fatigan y quebrantan?

¿Cuál es el elemento de esas almas débiles a la vez y poderosas? ¿Cuál es su destino? ¿Vinieron solamente a la tierra para dar testimonio de otra existencia que recuerdan, que ansían, y que revelan a las almas comunes en esa misma impotencia que tienen de comprender ni gozar la presente? Si así fuese, ¿quién se atrevería a pedirle cuenta de sus extravíos?

Nada distraía a la condesa: la música, la pintura, todas las artes que cultivaba en esos días de esplendor e   -178-   indiferencia, eran nulas para su vida de amor y de penalidades. Si a veces se ensayaba a cantar su voz se desentonaba, y hondos gemidos brotaban sin armonía de su corazón. Su pincel vagaba sobre el lienzo sin acertar a dar forma a ninguna idea.

En sus más amargos días de fastidio y melancolía, habíanla distraído los libros, pero ninguno existía ya que pudiese agradarla. La poesía, aun aquella más triste, no hallaba simpatías en su alma; porque el dolor poetizado, expresado en versos, engalanado de imágenes, es un dolor que sólo conmueve a los corazones que no le han sentido todavía en su desnuda y áspera realidad. Es el dolor que habla a los corazones melancólicos, pero no a los corazones llagados.

  -179-  

Las novelas la eran aún más enojosas. Aquéllas que la presentaban alguna semejanza con su suerte, la afligían sin alcanzar a interesarla. Es doloroso ver un pálido bosquejo de aquellos dolores que sentimos, y si la pintura acertase a ser exacta, el cuadro nos horrorizaría más bien que enternecernos. El infeliz cuyo rostro presenta el lastimoso sello de una cruel enfermedad, no iría ciertamente a mirar reproducidas en un espejo sus llagadas facciones.

Una de las mayores desventuras del dolor verdadero y profundo es el no poder ser aumentado. El espectáculo más triste no tiene el poder de interesarle. La propia desgracia, cuando es inmensa, nos hace insensibles a la desgracia ajena. El que ha padecido compadece, el que   -180-   padece necesita para sí mismo todos los tesoros de su alma.

Hay, por eso, en el dolor una especie terrible de egoísmo. Las más nobles almas no pueden libertarse de un impulso de crueldad en los momentos en que se sienten atormentadas. Un gran dolor tiene necesidad de derramarse, de extenderse a cuanto le rodea, de ver sufrir a la naturaleza entera. Un dolor único, exclusivo, sería el más insufrible de los dolores.

¡Pobre Catalina! En otros tiempos repartía beneficios en torno suyo, y las penas aliviadas por su mano exhalaban un perfume que embalsamaba las suyas. Ahora hace el bien sin participarle: la miseria que alivia es mucho menos amarga que su inútil opulencia. Envidia al mendigo   -181-   que se arrastra a sus umbrales y le arroja, sin compadecerle, el oro que para él puede tanto y para ella no puede nada.

Cartas de Elvira la llegan con frecuencia: cartas crueles. No obstante, la bondad del corazón que las dicta. En ellas se trasluce siempre la censura de un mundo que un alma fuerte puede despreciar cuando es injusta, pero que siempre lástima si no nos sostiene una conciencia tranquila.

En vano el orgullo se levantará como el ángel réprobo, para proclamar su fortaleza, y alejar la negra sombra del arrepentimiento; en vano se verá pisado sin confesarse vencido. El orgullo puede cubrir de una máscara embustera las humillaciones del corazón, pero no puede engañar al corazón mismo.

  -182-  

¡Pobre Catalina, que en su desventura no alcanza los consuelos de una religión divina, largo tiempo desdeñada por su soberbia y hoy implorada en vano por una fe vacilante! La mano que la hiere no la encuentra todavía bastante humilde para juzgarla digna de ser consolada. Y, sin embargo, aquella razón incrédula que se hace supersticiosa y sobrecogida de pánicos terrores piensa descubrir en mil naturales acontecimientos, en mil insignificantes casualidades la amenaza de un Dios que la juzga y la condena.

Una nube que cubre a la luna en el momento que la mira; un pájaro negro que pasa cerniéndose sobre su cabeza; un retrato suyo de cuando era niña y pura, manchado y casi borrado por una casualidad; una pesadilla   -183-   en que se sueña cayendo de abismo en abismo sin llegar jamás al fondo; un libro místico abierto al acaso de un pasaje que pinta la desesperación de los réprobos, aquella desesperación sobre la cual pasa la eternidad sin cansarla ni envejecerla: ¡Pensamiento el más terrible que pudo concebir el entendimiento humano! Todo le parece profético, todo la intimida.

Tal era la suerte de aquella mujer contra la cual lanzaba el mundo su anatema, y a la que Luisa en su tristeza llamó muchas veces su triunfante enemiga, su rival feliz.

¡Hay compasión en nosotros para el asesino, para el bandido a quien conducen al último suplicio! ¡Y no la hay para los reos de aquellas faltas que produce el sentimiento, y cuya   -184-   secreta expiación es tan larga y dolorosa!

Todos nos hallamos dispuestos a arrojar la primera piedra al desgraciado mortal que vemos caído, todos queremos castigar aquellas culpas que en el código de nuestras leyes no tienen señalada una pena, porque sólo Dios debe imponerla juzgándolas en el tribunal de su justicia. Pero nosotros le usurpamos en particular ese derecho que, en general, le hemos concedido; nosotros individualmente nos constituimos jueces y nos convertimos en verdugos, y nos llamamos rectos y virtuosos cuando somos inflexibles para la piedad y mudos para el perdón.



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- XIII -

Carlos fue nombrado secretario de la embajada de España en Inglaterra y debía ir sin dilación a ocupar su destino. Don Francisco había pensado en acompañarle con Luisa, pero Carlos logró hacerle mudar de intención, guardándose bien de oponerle una manifiesta resistencia. Persuadiole de que el clima de Inglaterra sería muy perjudicial a su esposa, en el estado   -186-   delicado en que su salud se encontraba, que sus intereses recibirían muchos y grandes perjuicios de la ausencia de don Francisco, y lo único que hacía vacilar aún al buen anciano y no ceder enteramente a los deseos de su hijo, era el temor de causar un mortal disgusto a su nuera con esta segunda y larga separación.

Sin embargo, preparábase Carlos para su partida sin que hubiese en estos preparativos la menor apariencia de que le acompañase su mujer, y ella que hasta entonces había callado se decidió, por fin, a conocer su suerte.

Entró una mañana en el aposento de don Francisco, donde también entraba Carlos, y procurando conservar serenidad preguntó terminantemente   -187-   si no debía ella ir con su esposo.

Don Francisco, embarazado a esta pregunta, contestó tartamudeando:

-Eso lo decidiréis vosotros. Yo no volveré a separaros, ni creo que convenga al uno ni a la otra.

-En ese caso -dijo Luisa con resolución-, nada me impide acompañar a mi marido. Ése es mi deber y mi voluntad.

Carlos un poco conmovido se apresuró a contestar:

-Tu salud es delicada, querida mía, y no debes por ahora pensar en exponerte a las fatigas de un viaje y al rigor de un clima septentrional. Irás con mi padre a pasar el invierno a Sevilla, y luego, más tarde, pensarás en reunirte conmigo.

-Mi salud -repuso Luisa- mejorará   -188-   mucho cuando respire otra atmósfera que no sea ésta. En cualquier país del mundo estaré mejor contigo que puedo estarlo en Sevilla sin ti.

-Tiene razón -dijo don Francisco-, yo opino que todo su mal más grave será tu ausencia.

Carlos bajó los ojos y con visible desconcierto y disgusto dijo que sería una locura permitir que una mujer delicada emprendiese un viaje a la entrada del invierno a un país frío.

-Concedo cuanto quieras -repuso el anciano-, pero sería peor si se quedase, porque esta pobre niña no vive cuando no te ve. Yo no cargaré con la responsabilidad de su dolor. Si ella absolutamente se empeña en acompañarte, irá.

-Si ella absolutamente se empeña   -189-   -dijo Carlos con impetuosidad, ira-, sin duda podrá ir, pero tampoco yo acepto la responsabilidad de ningún mal de los que pueda acarrear esta resolución.

Luisa le miró fija y atentamente, y comprendiendo que su marido anhelaba alejarse de ella, bajó luego los ojos preñados de lágrimas, y dijo con triste resignación:

-¡No iré, Carlos, no iré!

Carlos la tomó una mano y se la apretó con ternura. Aquella demostración de gratitud indignó a Luisa. ¡Se atrevía a darle las gracias de que consintiese en su desventura, en su abandono!

Levantose y salió precipitadamente. Encerrada en su aposento se entregó a un amarguísimo llanto. Y, sin embargo, estaba muy lejos de creer   -190-   a su esposo tan culpable como realmente lo era. No sospechaba, ni remotamente, que la condesa le acompañase a Inglaterra, y aun gozaba algún consuelo al pensar que si tenía el dolor de separarse por largo tiempo de Carlos, la quedaba la esperanza de que alejándose de Madrid se curaría de aquella pasión culpable.

-No puede sufrirme junto a él -decía la infeliz-, porque su corazón está lastimado por la separación de su amante. Pero el tiempo calmará esa pena y apagará la llama de ese amor criminal, y cuando vuelva el cielo a reunirnos, mi esposo será más digno de esta ternura sin límites que ahora no puede estimar ni corresponder.

Devoraba, pues, su pesar fortalecida por esta esperanza, y llegó la víspera de la partida de Carlos sin que   -191-   desmayase su valor. Carlos en aquellos días había estado con ella tan tierno, tan cariñoso, que Luisa que no le encontraba así desde hacía muchos meses, se regocijaba interiormente diciéndose:

-¡Aún me quiere!, ¡aún volverá a ser todo mío ese corazón adorado! Si deseaba esta partida era acaso como único medio de romper unas relaciones culpables. Si me niega el placer de acompañarle es acaso porque quiere expiar lejos de mí su extravío y volver a mis brazos libre de una pasión que le avergüenza.

Y la inocente se ponía de rodillas y daba gracias a Dios porque al fin había escuchado sus ruegos, y arrancaba a su marido de las garras del pecado.

En esto se ocupaba en aquel día solemne, último que debía pasar con   -192-   Carlos, cuando entró don Francisco:

-Vengo -la dijo- de cumplir con un deber de urbanidad que por pereza y olvido había descuidado. He ido a visitar a la condesa de S.*** a su quinta. Debía haber tenido esta atención desde los primeros días de mi llegada, pero ya era indispensable, pues he sabido que a ella, a su influjo, debo el destino que ha obtenido Carlos, y hubiera pasado de desatento a ingrato si no hubiese estado a darla las gracias.

-¡Ella! -exclamó sorprendida Luisa-. ¡Ella ha sido la que ha querido alejarle de Madrid!

-¡Alejarle de Madrid! -dijo sonriendo el anciano-. No habrá pensado en eso ciertamente, pero tú no te ocupas de otro pensamiento que de ése: de que tu marido se aleja. La condesa   -193-   supo mis pretensiones, y a pesar de lo muy desatentos que hemos estado con ella, interpuso su influjo para servirnos, sin cuidarse en manera alguna de saber si mi linda Luisa había de separarse de su Carlos.

-¡Y Ud. ha estado en su quinta! ¡Y Ud. la ha visto! -repuso Luisa con ansiosa curiosidad-. ¿Es hermosa?, ¿qué le ha dicho a Ud.?, ¿sabe ya que me deja mi marido?

-Contestaré por su orden a todas esas preguntas -dijo don Francisco con una calma que desesperaba a la joven-. Es hermosa, quiero decir, es agraciada, una figurita muy delicada, muy fina, bastante distinguida. Se conoce que habrá sido bonita, pero está enferma y triste, por eso los médicos la mandan mudar de clima.

-¡Mudar de clima! -exclamó Luisa   -194-   con un tono de inquietud y ansiedad que llamó la atención del anciano-. ¡Y qué!, ¿lo hará? Diga Ud., ¿lo hará?

-Ciertamente, hija mía. Yo le manifesté cuánto hubiéramos celebrado que pudiese Carlos acompañarla, porque también es a Londres a donde ha determinado irse la condesa, pero tiene precisión de detenerse aún algunas semanas en Madrid, y Carlos no puede dilatar su marcha.

-Allá nos veremos -me dijo ella-, y su hijo de Ud. tendrá una amiga muy sincera en aquel país extranjero.

-¡Se va con él!, ¡le sigue! -exclamó Luisa fuera de sí-. ¡Ah! ¡Ya lo comprendo todo! ¡Por eso soy abandonada! ¡Por eso!...

Y loca ya y sin saber lo que decía, demudada, trémula   -195-   y poseída de una especie de furor, se pudo en pie y asiendo las manos de su tío:

-¡Y Ud. lo consiente! -prosiguió-. ¡Ud. ha ido a darla las gracias porque me hace infeliz, porque me roba a mi esposo, porque le arrastra al crimen!... Esto es demasiado, no, no lo sufriré.

Don Francisco la miraba atónito:

-¡Luisa!, ¿qué estás diciendo? -exclamó-. ¡Deliras, hija mía!

-No, no es delirio -repuso cada vez más exaltada-. Es la verdad. ¡La vergonzosa verdad que mi prudencia ha encubierto hasta ahora! Pero ya no, ya no puedo más. Sépalo Ud. todo: esa mujer es la querida de Carlos, la que me ha robado su corazón, la que me arranca de su patria y de su familia para poseerle ella sola... ¡por qué me creería demasiado   -196-   feliz viviendo junto a él aún desdeñada!

-¡Luisa!, ¡Luisa!, ¡mira lo que dices! ¿Sabes que si eso fuera cierto...? ¡Dios mío, Luisa!, ¿quién, quién te ha inspirado esa sospecha indigna?...

-¡Todo Madrid! -respondió ella con desesperación-. ¡Todo el mundo lo sabe! Ud. sólo no ha visto mis lágrimas: Ud. sólo no ha conocido mi abandono, ni ha observado las miradas de compasión que se fijaban en mí donde quiera que me presentaba. ¡Ud. que me ha visto moribunda y no comprendió cuál era el golpe que me había asesinado!

Temblaba don Francisco de pies a cabeza, y la cólera oscurecía su frente y palidecía sus labios.

-¡Será posible! -gritó con voz de trueno-, ¡habré sido el juguete de un infame   -197-   adúltero y de su vil cómplice! ¡Carlos! ¿Mi hijo Carlos será tan criminal como hipócrita?... ¿Me habrá dejado ir a felicitar por su triunfo a una despreciable mujer para que ella a su vez se riese de mí... ¡De mí! ¡Luisa! ¡Luisa!, ¿qué has dicho?..., ¿sabes lo que has dicho?

-Sí, la verdad, padre mío -dijo echándose a sus pies-, pero no es él, ella es sin duda la criminal, ¡la más criminal! ¡Padre mío!... Devuélvame Ud. a mi esposo o quíteme es este instante esta vida que acaso maldice ya. ¡La muerte o mi Carlos, padre mío!

-Sí, te lo devolveré. ¡Vive Dios! ¡Te lo devolveré! -gritó cada vez más colérico el anciano y enteramente arrebatado por su impetuoso carácter.   -198-   ¡Sabré restituirle el honor o arrancarle con mi propia mano el vil corazón que de él le aleja! ¡Luisa, tranquilízate! Apareceré entre ellos como la venganza del Dios a quien ofenden, y pisaré con mis pies a esa cortesana impúdica, y traeré arrastrando hasta los tuyos a ese esposo criminal. Sí, sí, yo les arrancaré la máscara: ¡Deshonra y oprobio sobre ellos!

Y aquel hombre violento e irreflexivo que jamás supo dominar sus primeros impulsos, saliose como frenético dejando aterrada a Luisa.

Entonces comprendió lo que había hecho; entonces los arrebatos furiosos de los celos dejaron lugar en su tímido y sensible corazón a sentimientos más blandos, y tembló por los culpables. Representósele a   -199-   la vez su marido maltratado por acerbas reconvenciones, exasperado por su excesivo rigor, acaso faltando al respeto debido a su padre y enfurecido contra la imprudente esposa origen de aquel escándalo; y también su rival deshonrada por las imprudencias de don Francisco y aun del mismo Carlos. Humillada, perdida completamente y más interesante por su misma desventura a los ojos de su amante porque, ¿cuándo el interés personal no se mezcla con los más nobles instintos?

La pobre Luisa, cuya imaginación exageraba todas las posibles consecuencias de su imprudencia, sintiose entonces tan sobrecogida por el temor como antes lo había sido por los celos. Saliose como loca de aquel aposento fatal donde sólo   -200-   veía imágenes de terror, y al saber que don Francisco se había ido exclamó con desesperación:

-¡Allá ha ido! ¡Allá! ¡Los matará a los dos!... ¡Dios mío! ¡Los matará sin saber lo que hace!

Y arrebatada por impulsos ajenos de su naturaleza tímida y apacible, hizo venir un coche, entrose en él desatinada y ordenó la condijera a casa de Elvira.

Al llegar encontrola que salía a paseo, y haciéndola entrar en su coche la dijo con un acento y una mirada que persuadieron a Elvira de que no estaba en su juicio:

-Venga Ud., señora, venga Ud. conmigo a impedir ruidosos escándalos, terribles desventuras.

Elvira la miraba atónita y ella exclamó con profundo dolor:

-No estoy   -201-   loca, ¡no!, ¡pero lo he estado hace un momento y todo lo he dicho! La prudencia dolorosa de tantos meses me ha faltado un instante, y acaso sea irreparable mi falta. ¿Me comprende Ud., señora? Ellos, Ud. lo sabe, ellos se adormecen en brazos de su felicidad, porque se van juntos, ¡porque se aman!, y un padre irritado vuela mientras tanto para... ¿quién sabe? Ud. no puede preverlo ni yo, pero mi tío es ciego en el primer impulso de su ira, y me ha dicho: «Pisaré con mis pies a esa mujer». Carlos no lo consentirá... ¡Se levantará contra su padre! ¡Oh, Dios mío!, ¿me comprende Ud., señora?

Y se torcía los brazos con desesperación.

Elvira, en efecto, la había comprendido   -202-   ya, y tan asustada como Luisa:

-¿Y qué podemos hacer? -la dijo-. Ordene Ud.

-¡Allá, allá! -exclamó Luisa-. ¡Vamos adonde estén ellos: A salvarles! ¡Ella es amiga de Ud. y él es mi esposo!

Elvira no necesitó oír más. Mandó al cochero ir a toda prisa a la casa de campo de la condesa.

-No importa reventar los caballos -dijo-, yo los pago.

Y el coche partió veloz desempedrando las calles po donde pasaba.



  -203-  
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- XIV -

Cuando don Francisco había ido a visitar a la condesa aquel día salió de Madrid bastante temprano, pero no tanto que Carlos, advertido la noche anterior de su resolución. No hubiese podido prevenirla. Así pues, recibió la visita del anciano con la posible serenidad, algunos minutos después de haberla dejado Carlos, que se anticipó a su padre. La visita fue   -204-   corta, y Catalina, que no esperaba a su amante hasta la proximidad de la noche, habíase encerrado en su aposento con su habitual tristeza.

Eran las cuatro de la tarde, poco más o menos, cuando oyó el ruido de un coche, y pensó que Carlos anticipaba su visita algunas horas, cosa muy natural atendida a su marcha que debía verificarse al siguiente día y que acaso la obligaría a dejarla aquella noche más temprano que lo hacía regularmente.

Llamó a uno de sus criados y dijo:

-Que entre.

Sin salir a recibirle como lo tenía de costumbre.

Su postración de espíritu se comunicaba a su cuerpo. Era aquél uno de sus más amargos días. La visita de don Francisco, la hipocresía a cuya observación se había visto precisada,   -205-   la partida próxima de Carlos, su resolución de marchar en seguimiento suyo..., todo contribuía a tenerla aquel día más preocupada que nunca.

Una hora hacía que aquella criatura antes tan viva permanecía inmóvil, apoyada la cabeza en el mármol de una chimenea, menos blanca que su rostro, y no se movió ni aun al oír las pisadas que creía de su amante.

Elvira entró precipitadamente. Luisa, toda trémula y sobrecogida de contrarios sentimientos quedose inmóvil al umbral de la puerta.

Catalina levantó lánguidamente los ojos, y al ver a Elvira una melancólica sonrisa acompañó al:

-¡Ah, eres tú! -que fue su única salutación.

-¡Yo soy, sí! -exclamó con su habitual   -206-   indiscreción aumentada por el trastorno de su espíritu en aquel momento. ¡Catalina! Venimos a salvarte si aún es tiempo.

Y se arrojó llorando en sus brazos.

La condesa repitió las últimas palabras de su amiga, fijando los ojos con aire de sorpresa en la persona desconocida testigo mudo de aquella escena. Luisa bajó los suyos y el vivo carmín que el embarazo de su posición sacó súbitamente a su rostro, contrastaba con la profunda palidez de su rival.

La condesa tembló. No sabemos si conservaba en la memoria los rasgos del hermoso rostro que había visto en puntura, o si fue efecto de un instinto del corazón, pero lo cierto es que su repentina alteración   -207-   reveló que sabía ya quién era la mujer que estaba en su presencia.

A no ser por las palabras que había pronunciado Elvira, aquella visita estuviera explicada por la de don Francisco, pero lo que acababa de oír Catalina a su amiga la hicieron presentir confusamente parte de la verdad.

Quiso ponerse en pie y no se lo permitió el temblor de sus rodillas, y haciendo con la mano un ademán para invitar a Luisa a que tomase asiento, articuló débilmente:

-Creo que tengo el honor de recibir...

-A la señora de Silva -dijo Elvira con apresuramiento-, a la mujer de Carlos, Catalina. ¡Todo lo sabe! ¡Todo! Y ha venido...

-¿A qué? -interrumpió con vehemencia la condesa, cuyo rostro pareció   -208-   iluminarse con la indignación-. ¿A qué? -repitió fijando en la turbada niña una mirada penetrante y casi terrible.

Luisa, aunque sobrecogida por la posición extraordinaria en que se hallaba, supo recobrar la dignidad de un alma noble e inocente, y adelantándose con timidez, pero sin aturdimiento, dijo con voz bastante inteligible:

-No a reconvenir a Ud., señora, ni a quejarme de mi desventura, no ciertamente, ¡lo juro!

A estas palabras despertose todo el orgullo de Catalina y sus ojos despidieron rayos de ira, mientras apretando convulsivamente las manos de Elvira se esforzó en vano para contestar.

Luisa, conmovida al notar su agitación   -209-   y ajena de comprender todo lo que pasaba en aquel momento en aquella alma soberbia, repitió con dulce acento:

-No, no vengo a insultar al caído: ¡perdone Dios a Ud., señora, como yo la perdono!

Catalina no pudo sufrir más:

-Recoja Ud. ese perdón -dijo con voz ahogada-: yo no lo acepto. Estoy caída, ¡es verdad! Soy culpable a los ojos del mundo, y Ud. es pura, Ud. es virtuosa! ¿Qué más quiere Ud., señora? ¡Ud.! En prueba de amor ha aceptado el honor de llamarse esposa de Carlos, de ser respetada como tal. Yo, en prueba del mío, he aceptado la afrenta, la reprobación del mundo. ¡Y Ud. es la que perdona ostentándose generosa! Y Ud. es la que viene a perseguirme hasta el   -210-   fondo de mi retiro, para decirme que no me hecha en cara el crimen de haberme inmolado a un sentimiento del cual supo Ud. sacar tanto honor, tantas ventajas!

A esta acerba ironía Luisa, herida e indignada, no acertó a proferir ni una palabra, y Elvira exclamó:

-¡Catalina! No es así como debes hablarla. Ella te compadece y ha venido a salvarte.

-¡A salvarme! -repitió con sarcasmo Catalina-. Yo se lo agradezco. Pero no, señora, yo no me he dejado ningún recurso. Me he sacrificado completamente y estoy para siempre perdida. Soy su querida y Ud. es su esposa. El mundo la espera a Ud. para compadecerla y llamarla víctima. Si Ud. le dice lo que acaba de hacer no la rehusará el salario debido   -211-   a su generosidad, a la generosidad que usa conmigo.

Pero yo, señora, yo nada espero. Ud. sabe cuál debe ser mi destino, llene Ud. el suyo glorioso con tanta resolución como yo acepto el mío.

-¡No! -exclamó Luisa con una energía que la hacía capaz en aquel momento el triunfo que su bondad acaba de obtener en su corazón sobre sus celos y su indignación. ¡No!, Ud. no llenará ese destino vergonzoso. Nunca, señora, nunca es tarde para el arrepentimiento, y si los hombres no tienen misericordia la de Dios es infinita. Nunca deja sin recursos al pecador: nunca cierra las puertas a la expiación. Yo he venido, señora, he venido...

-¡A insultarme! -gritó enfurecida la condesa-. ¡No más, señora! -prosiguió   -212-   con imperioso ademán-. ¡Salga Ud.! -repitió sofocada por la cólera, por los celos, por la vergüenza.

Luisa iba a replicar, pero no se lo permitió:

-¡Salga Ud.! -la dijo por tercera vez, y poniéndose en pie hizo más visible con este movimiento la situación en que se hallaba.

Mirábala Luisa y lanzó un grito cubriéndose la cara con las manos. Comprendió la condesa aquel grito y aquella demostración y cayó casi ahogada. Fue aquel un momento supremo de humillación para aquella alma soberbia.

Pero, ¡ah!, lo que pasaba en el alma de Luisa no era ciertamente menos doloroso. Los celos, los más crueles celos la desgarraban al comprender los derechos de su rival sobre el corazón de su marido. Y, sin embargo,   -213-   aquellos sagrados derechos fueron respetables para su corazón y parecíales que revestían a Catalina de un augusto carácter.

-¡Ella es! -pensaba- ¡ella es realmente su esposa!, ¡la naturaleza la ha concedido un derecho de que me ha privado!

La emoción profunda que este pensamiento le causaba dominó todos los otros sentimientos y dejó aparecer únicamente el más noble, el más digno: ¡la piedad!

No era ya Luisa una mujer: era un ángel superior a todas las flaquezas humanas, y cuando sus manos, apartándose de su rostro, dejaron ver la expresión divina que le animaba, la misma Catalina inclinó su altiva frente subyugada por un sentimiento de respeto.

  -214-  

-Señora -dijo Luisa con patético acento-, mi muerte puede solamente dejar libre a Carlos, y yo la imploro en este momento de la piedad del cielo. Si pudiese sin crimen terminar mi vida desgraciada, ese sería el testimonio que yo diese a Ud. de los sentimientos de mi corazón. Espero que Dios me concederá muy en breve dejar este valle de lágrimas en donde han sido tan amargas las mías. El golpe que me ha traspasado el alma me permite esta esperanza.

La condesa comprendió, sin duda, toda la sublimidad de aquella incomparable abnegación, pues el llanto brotó entonces con violencia en sus ojos.

Luisa continuó. Mientras tanto, vivan ustedes en el país extranjero que   -215-   han escogido. Yo sabré aplacar a un padre irritado, yo sabré engañarle así como he sabido revelarle imprudentemente la verdad. Aún es tiempo. Yo le buscaré y desarmaré su enojo, y mientras viva no me apartaré del anciano abandonado... Y no moriré, señora, sin alcanzar antes para Ud. y para él gracia y perdón.

Iba a salir Luisa. La condesa se levantó y la detuvo.

Vaciló un momento... Luego se arrojó a sus pies.

Luisa la abrió los brazos y una en el seno de la otra lloraron ambas largo rato. También lloraba Elvira, único testigo de aquella patética escena.

Dos corazones, dos nobles corazones ligados en aquel momento por todos los sentimientos generosos se   -216-   confiaron el uno al otro. ¡Y eran dos corazones de mujer sin embargo!

Luisa aconseja a la condesa el modo de realizar su partida con más prudencia. Catalina la escuchaba con veneración y parecía dispuesta a obedecerla ciegamente.

Estaba Luisa divina en aquellos momentos. Una resignación sublime se pintaba en cada una de sus facciones, y al verla tan hermosa, tan joven, tan santa, la condesa juzgó muy culpable y muy insensato al hombre que la abandonaba.

Al anochecer se separaron. Quedó determinado que la condesa iría a reunirse a su amante ocho días después de la partida de éste, y que para desvanecer si era posible las hablillas que circulaban en descrédito   -217-   de Catalina y evitar el que fuese comprendido el verdadero objeto de su partida, Luisa la visitaría públicamente en Madrid, adonde debía volver la condesa antes de su marcha y se daría la posible publicidad a la amistad que en aquel momento se juraron.

Luisa y Elvira volvieron a Madrid, y la condesa al verse sola exclamó con una especie de alegría, desusada en ella aun en sus días felices:

-¡Esto es hecho! ¡Este angustioso drama toca a su fin! ¡Gracias te doy, destino!

Don Francisco estaba en su casa cuando llegó Luisa. Cuando había salido poseído de aquella violenta cólera que tan atrevida resolución inspiró a la joven, hizo un feliz acaso que se encontrase con un antiguo   -218-   amigo que en otros tiempos había poseído toda su confianza. Con la imprudencia que l caracterizaba, aumentada en aquel instante por la ceguedad de su cólera, confiole todo lo ocurrido y sus violentas resoluciones, y el amigo, que sin duda tenía tanta bondad como talento, supo hacerle desistir de ellas, guardándose bien de contradecirlas. Aplacole dejándole en la persuasión de que las reflexiones de que se había valido para conseguir este resultado eran propias y exclusivas del mismo don Francisco, el cual se volvió a su casa resuelto a no dar paso alguno sin tener pruebas más claras del crimen de su hijo.

Su sagaz y prudente amigo había sabido hacerle sospechoso el testimonio de Luisa, y el buen caballero   -219-   se dijo a sí mismo muy bajito:

-¡Vaya! He sido un loco en dar crédito a las visiones de una niña celosa.

Cuando volvió a su casa y supo que había salido Luisa fue a buscarla inútilmente en cuantos sitios creyó verosímil encontrarla: en todas las iglesias, en todas las casas de sus conocidos. Afortunadamente no se dejó llevar del deseo de contar a cuantos veía la inquietud que le causaba el no encontrar a su nuera, por los temores que le causaban los celos que le había revelado aquel día, y volviose cansado, lleno de sobresalto, pero resuelto a obrar con prudencia. Pocos minutos habían transcurrido desde que llegó a su casa, cuando vio entrar a Luisa con semblante sereno y apacible. Auguró favorablemente aquella mudanza   -220-   y Luisa confirmó su esperanza confesando que creía haber juzgado mal a su marido, que por algunos elogios que le había oído hacer de la condesa concibió celos que le parecieron justificados al saber que debían reunirse en Inglaterra, pero que habiendo después averiguado el grado de amistad que existía entre la condesa y Carlos, estaba avergonzada de haber sido demasiado precipitada en sus juicios.

Don Francisco no concibió ni la más remota sospecha de la generosa mentira, y después de declamar largamente contra la ligereza de las mujeres y sus imprudencias, y sus celos, y sus malicias, etc., etc., acabó haciendo mil elogios de sí mismo: de su cordura, de su sensatez en no haber dado entera fe a las acusaciones   -221-   de Luisa contra su marido. Luisa le oyó pacientemente y cuando por fin pudo retirarse a su aposento, púsose de rodillas y exclamó:

-¡Dios mío! Me he hecho cómplice de un amor adúltero, criminal a vuestros ojos. Los sentimientos generosos que me había impuesto son flaquezas culpables delante de vuestra severa justicia. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! Yo me someto humilde al castigo que queráis imponerme, pero que no sea, Señor, el de hacer inútil mi delito! ¡Que sea feliz él, Dios mío!




 
 
FIN DEL TOMO TERCERO
 
 


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