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El camino de las Indias. Una perspectiva franquista («La Nao Capitana» de Florián Rey)


Rafael de España





Siendo el pasado imperial de España uno de los tópicos más socorridos de la propaganda franquista, sorprende que todo lo relacionado con la conquista y colonización de las Indias haya sido olvidado por el cine de los años cuarenta, ya que desde el punto de vista estrictamente fílmico permitía tratamientos formales plenamente vigentes: ¿o no triunfaba Cecil B. DeMille con sus pastiches seudohistóricos?

Dos razones pueden justificar este olvido temático. Una es de orden político: la nostalgia imperial tuvo su momento más desaforado mientras duraron los triunfos del Tercer Reich, ya que Franco esperaba que la Wehrmacht le allanase el camino para una colonización de amplios territorios en África. La fría respuesta del Führer a estos delirios de grandeza en la entrevista de Hendaya primero, y la evidencia de que el Eje no lo tenía tan fácil después, supuso el cambio de las fórmulas triunfalistas por otras más discretas en las que no había lugar para los sueños de Imperio. Por otra parte este neoimperialismo franquista era esencialmente africano (en consonancia con la carrera militar de Franco) y se planteaba los contactos con la América hispana de una forma más bien aduladora que no contemplaba, como es lógico, ningún tipo de reivindicación territorial.

Y en segundo lugar, tenemos una razón técnica: la imposibilidad industrial del cine español en la inmediata posguerra para afrontar espectáculos históricos de gran presupuesto. Y hablamos del aspecto técnico porque hasta la fecha el cine español no había hecho ningún avance significativo en este campo, mientras que los motivos estrictamente económicos eran importantes pero no los principales: esto quedó demostrado con el ciclo de cine histórico iniciado en 1942 con Goyescas (dir. Benito Perojo) y que culminaría en los años 1948-51 con auténticas «superproducciones» a cargo de CIFESA.

En resumen, podríamos decir que cuando se quería hacer cine «imperial» no se podía, y cuando se podía no convenía. Por lo que respecta a la nostalgia americanista, la única película que la afronta desde una perspectiva ideológica es la archiconocida Raza (estrenada en enero de 1942, dir. José Luis Sáenz de Heredia), y lo hace de una manera tangencial, sólo para recordar la decadencia a que había llegado España en el 98 y como gracia s al régimen surgido de la Guerra Civil se iba a corregir dicha situación. La película de Edgar Neville Correo de Indias (1942) se sitúa cronológica y espacialmente en la América virreinal (para ser más exactos, en la ruta atlántica), pero sólo como base a una anécdota sentimental desprovista de significación política. Y en cuanto a las reivindicaciones africanas tan caras a los conmilitones de Franco, su plasmación en pantalla es prácticamente nula1.

Este estado de cosas podía haber cambiado con el aluvión de cine histórico surgido a raíz de las normas de protección económica (el «Interés Nacional» y sus permisos de doblaje), pero entonces ya había cambiando la motivación. Por paradójico que resulte, el cine histórico del franquismo descuida muchísimo la visión «heroica» del pasado nacional. Entre los grandes films históricos españoles del periodo 1942-51 es muy difícil encontrar auténticas exaltaciones de la España imperial, e incluso en ocasiones las referencias son francamente contradictorias: no hay films sobre los Reyes Católicos, pero sí sobre su escasamente presentable hija Juana la Loca (Locura de amor, 1948); tampoco sobre Carlos I ni Felipe II, y sin embargo se recurre a personajes más difíciles de adaptar a los lugares comunes de la retórica patriotera, por ejemplo los Comuneros en La leona de Castilla (1951) o el primer Borbón en La Princesa de los Ursinos (1947), por no hablar de todos los melodramas de ambientación decimonónica ajenos a cualquier coartada patriótica2.

Con todos estos antecedentes no deja de ser original la aparición en 1947 de La Nao Capitana, pues un film que reúne dos características poco habituales del cine histórico español: por un lado, la evocación de la aventura colonizadora de las Indias, y por otro la utilización de esa circunstancia histórica para hacer una reflexión sobre el presente. La Nao Capitana es la adaptación de una novela de Ricardo Baroja que había sido un importante éxito literario en los años inmediatamente anteriores a la Guerra Civil; el argumento se basa en la experiencia de los pasajeros a Indias en el siglo XVII, y quería ser un retablo -más idealizado que naturalista- de las motivaciones y personalidad de los peninsulares que iban a instalarse en los territorios de Ultramar. Un motivo, pues, especialmente apto para la propaganda patriótica, y que como tal fue aprovechado. La nave del título tendría que ser un microcosmos de la España del seiscientos, pero en el film se refiere claramente a la época actual. Veamos a continuación los elementos conductores de la trama para demostrar esta afirmación.


La Nao Capitana

El soporte argumental lo constituye una travesía del Atlántico en el siglo XVII, como es lógico no exenta de peligros. En 1946, año de rodaje del film, la España franquista estaba embarcada en una singladura especialmente dificultosa debido a las condiciones políticas implantadas tras el triunfo de los aliados en la Guerra Mundial. No parece demasiado gratuito, pues, ver en la Nao una representación simbólica de la Patria en peligro. Nótese de todas formas, que no estamos hablando de un nave cualquiera sino de una «Nao» -término arcaizante y pomposo- y además «Capitana», esto es, conductora, jefa, führerin, dispuesta a afrontar el peligro con la seguridad que su condición superior le permite. A riesgo de resultar excesivamente elucubrativos, podría mencionarse también la condición «femenina» del término: no se habla de barco, que suena muy vulgar, pero tampoco de galeón, lo cual se entronca con la conocida afición del cine histórico español por las hembras bravías -el caso de Agustina de Aragón es el más explícito- y también permite una asimilación más rápida con «España» y «Patria».

Establecidas las connotaciones simbólicas del espacio escénico en que se desarrolla la acción, pasemos a los personajes. Como es habitual en toda nave, nos vamos a encontrar con tripulación y pasajeros. Estos últimos son civiles, mientras que los otros, aunque en sentido estricto sean marinos mercantes, no es difícil tomarlos como militares. Como el dominio de la situación requiere inevitablemente un conocimiento de las artes marinas, esto conlleva una relación de dependencia de los pasajeros con respecto a la tripulación: en la España de 1946, también la población civil debe estar supeditada a la autoridad militar, única que dispone de los medios para defender al país de una supuesta agresión exterior. Y al igual que en la realidad cotidiana, también la nao tiene un caudillo, el capitán, don Diego. Sus dotes de mando no quedan nunca en entredicho: disciplinado y seguro de sí mismo, puede ser galante con las mujeres y paternal con sus subordinados, pero para mantener el principio de autoridad no dudará en infligir castigos ejemplares a quien se atreva a discutirlo, permitiéndose incluso cierta sádica complacencia. A su lado, como perenne asesor y prácticamente un segundo caudillo, un fraile recuerda que la Iglesia era y es en España el firme legitimador del poder político.

Establecida la clase dirigente, echemos una ojeada al pasaje, muy variopinto tanto en origen geográfico como en extracción social. Los primeros en entrar son los galeotes, entre los que destaca por su tono intelectual Martín, pícaro ex estudiante metido a ladrón porque «la filosofía y la poética tienen poca sustancia en el puchero» y que aprovecha la menor ocasión para lucir sus (hipotéticas) dotes de rapsoda. Tras los presidiarios comienzan a pasar los colonos, que como antes hemos dicho vienen de todos los rincones de España. Destaca entre todos el castellano y su familia, que habla siempre con giros arcaicos como «la mi mujer» y se despide besando la tierra «porque no deja de quererse a la madre, aunque a veces sea madrastra»; es la primera referencia a la importancia que se va a dar a Castilla con respecto a los otros españoles embarcados. A última hora viene el único pasajero de alcurnia, don Antonio Fernández de Sigüenza, con su segunda esposa doña Estrella y sus dos bellas hijas Leonor y Trinidad. Siguiendo a los nobles hay un misterioso emboscado, que acaba colándose como polizón. Para completar el cuadro, entre los pasajeros se encuentran también un cirujano y un pintor. En resumen, una interpretación más bien tópica y poco imaginativa de la colonización española de las Indias.

La exaltación castellanista a que antes aludíamos se prepara en una escena en el camarote del capitán, donde este departe con los frailes. La conversación trata precisamente del Nuevo Mundo, y está formada por unos diálogos literarios y retóricos que la pésima declamación de Pepe Nieto (que interpreta al capitán) hacen verdaderamente indigestos: «En mi barco verán toda la variedad de los reinos españoles. Se han enrolado vascos, castellanos, gallegos, aragoneses, andaluces, levantinos... Salgo del puerto con la nave convertida en torre de Babel. Como el viaje es largo, todos van dejando un poco su habla nativa y al llegar a las Indias prevalece el romance castellano (...) Se unen lenguas y sentimientos y no hay más que españoles». El capitán acaba su discurso -más dirigido a la cámara que a sus interlocutores-, definiendo lo que serán las Indias en el futuro a resultas de esa herencia hispánica (castellana): «Grandes cosas se harán y grandes pueblos que han de ser, cuando corran los años, como viejos galeones anclados tierra adentro cuyos habitantes, nietos de los tripulantes de hoy, sentirán a España, hablarán en español y rezarán con el idioma de la Madre Patria».


La Nao Capitana

Tras estos prolegómenos, una secuencia clave definirá brutalmente el papel protagónico de Castilla. Para celebrar el paso del Ecuador se organiza una gran fiesta con despliegue de bailes y cantos populares de cada tierra; la puesta en escena se hace aquí francamente hiperbólica, con el decorado rebosando de figurantes y dando la embarazosa sensación de que hay más de los que realmente caben. Con precisa coreografía en estilo «Coros y Danzas», los catalanes bailan una sardana, los aragoneses una jota, los gallegos tocan la gaita, etc., hasta el momento en que una joven castellana comienza a cantar (es Nati Mistral): entonces todos callan y escuchan religiosamente a la muchacha. Lo que canta tiene menos interés que lo que dice el capitán, en el mismo tono rígido de la conversación con los frailes (su interlocutor también es uno de ellos, por cierto): «Mirad a Castilla en su propia salsa: ¡cómo se nota que sus hombres han nacido para gobernar pueblos; cuando ella habla, las demás regiones la escuchan! Mirad cómo la voz de esa muchacha ha hecho en mi barco el milagro de la unidad nacional»3.

Ya tenemos, pues, la España definida: un grupo de buenas gentes con lógicas divergencias de mentalidad pero plenamente conscientes de su sumisión a la «conductora de hombres», Castilla. ¿Pero son todos realmente buenos? No: hay también el «mal español», en este caso el que se había introducido clandestinamente en el barco y que resulta ser un morisco resentido hacia los cristianos que le han expulsado de su patria granadina; de alguna manera este personaje puede asimilarse al «rojo» perdedor en la Guerra Civil. El interés del moro -que algo más tarde se autodenominará lacónicamente «el fugitivo»- por la familia de don Antonio se aclara por fin cuando consigue intercambiar palabras con doña Estrella y nos enteramos de que la dama había sido su amante, pues es también mora, aunque adaptada por una serie de circunstancias a la sociedad cristiana (la actriz italiana Paola Barbara, entonces residente en España debido a la situación política de su país, compone el breve papel con eficacia y un punto de morbidez). «El fugitivo» ha seguido su pista por tierras del Islam y de cristianos hasta encontrarla, y ahora que lo ha conseguido no va a dejarla escapar. Y para cumplir sus propósitos lo primero que hace es acuchillar a don Antonio cuando éste les sorprende en amartelada conversación. La muerte del caballero pasa como una accidental caída al mar.

Españoles que mandan, buenos españoles que obedecen, mal español dispuesto a meter cizaña en el armonioso conjunto. ¿Y las españolas? ¿Ofrece el guión alguna relevancia a las mujeres, aparte de las connotaciones soterradas antes citadas? Ciertamente, no. Como personajes positivos, se reducen a una tópica figura simbólica (la cantante castellana) o disciplinadas amas de casa y madres de familia de desvaída presentación. Más definidas quedan las que aportan una nota negativa, drásticamente adscritas a dos grupos: el de las «ingenuas» (sería más exacto hablar de «tontas», pues esa es la intención del guión) y el de las «pecadoras». En realidad, este último grupo sólo incluye a la infiel esposa de don Antonio, que con su debilidad hacia el fugitivo acarreará la muerte del marido.

El el grupo de las ingenuas tenemos a Trinidad y Leonor, las hijas de don Antonio: ambas se sienten enseguida atraídas por el capitán y el piloto, pero su enervada condición femenina las incapacita para comprender las motivaciones del macho ibérico. En una escena significativa, don Diego manda azotar al marinero que con su descuido ha permitido la entrada del polizón. Trinidad se escandaliza y le suplica que interrumpa el castigo, sin éxito; lloriqueando, la chica condena la brutalidad del capitán que impertérrito va exclamando con morbosa satisfacción: «¡Pega!». La escena quiere dejar claro que la tripulación son unos animales que sólo entienden a fuerza de chicotazos, y por extensión simbólica todos los españoles, necesitados de mano dura por sus tendencias anárquicas (otro de los típicos latiguillos franquistas). La damisela escandalizada puede verse perfectamente como una representación de los intelectuales «humanitarios» tan despreciados por la propaganda del régimen: lo que en fechas posteriores se llamará un «tonto útil». Por su parte la otra hija experimenta al conocer al fugitivo una inexplicable simpatía hacia él.

Los diversos elementos argumentales (más bien tenues y poco desarrollados) confluyen en la escena del ataque pirata, que será la situación clave que pondrá a prueba toda esta unidad nacional tan alabada. De todos modos, aquí el guión incurre en una curiosa timidez, que es la de no concretar la nacionalidad de los enemigos extranjeros (se habla de franceses, ingleses, venecianos...)4. Las razones de esta discreción son difusas; a lo mejor se quería evitar alguna eventual protesta, pero es más probable que se debiera al hecho de que en 1946 prácticamente toda la comunidad internacional era enemiga de España. Dicho de otra manera, los piratas del siglo XVII se llaman ahora las Naciones Unidas, y contra estos agresores han de unirse los españoles actuales.

Como era de esperar, toda la tripulación se porta con gran heroísmo, incluso los galeotes; sólo algunos de estos se deja convencer por el fugitivo, que intenta hacerse con el control de la nave e incluso hiere levemente al capitán. Repelida la agresión, se procede al juicio de los traidores. En un tribunal improvisado que Agustín Sánchez Vidal compara sagazmente con los juicios por «responsabilidades políticas» montados por el franquismo después de 19395, el morisco y sus adláteres son condenados a muerte. El moro, imperturbable, sólo dice que él no es traidor porque no es español, y declara su intención de despedirse de doña Estrella. Pero la dama ha muerto en el combate: al enterarse el hombre se derrumba y por fin revela su origen: «Soy Abdalá-ben-Ismail 'el Azul', decendiente de los Reyes de Granada. ¡Matadme como matasteis a los míos, pero con mi último suspiro irá mi maldición!». y dirigiéndose a Leonor, que había demostrado una confusa atracción por él, le dice que mató a su padre porque le robó el cariño de Estrella, «que era de mi raza, de mi religión».

Sin lugar a dudas esta escena confirma a este personaje como el más jugoso de la trama, dándole una grandeza y fatalismo que lo pone muy por encima de los demás, acartonados y unidimensionales «héroes positivos» a la española. La espléndida composición de Manuel Luna, histrión de la antigua escuela, es una contribución fundamental. De todos modos, el moro se hace cristiano en el último momento, cuando el fraile le dice que Estrella lo era de corazón, y le está esperando en el Cielo (dada la muy primaria motivación del converso, puede verse simplemente como una rutinaria concesión a la moral de la época). Superada la crisis se avista la tierra prometida, acabándose la cinta con los sonoros ripios del estudiante Martín, liberado como los demás galeotes por su conducta durante el ataque pirata: «A enseñarte nuestra lengua, / a fundir el alma con alma, / a legarte nuestra historia; / velas blancas de esperanza, / por la ruta de las Indias / llega a ti la Capitana».

Desgraciadamente (o afortunadamente, según cómo se mire), la intención doctrinaria tan laboriosamente gestada fracasa por la deplorable puesta en escena. Es doloroso ver a Florián Rey, el gran realizador de los años treinta, firmando una obra tan increíblemente aburrida y mal hecha. Cierto que el guión, lento y verboso, no hay por dónde tomarlo, pero tampoco el director pone nada de su parte: cámara estática, planificación artrítica, movimiento escénico torpísimo. Ya hemos hablado algo de la interpretación, de la que apenas se salva Luna. La música es muy pobre, con uso y abuso de aires populares españoles y un improcedente recurso a Mussorgski para definir el personaje del Fugitivo6. Hay algún momento aceptable, sobre todo al principio: la atmosférica primera escena en las calles de la ciudad, cuando unos alguaciles intentan detener a un embozado y éste, que resulta ser un consumado espadachín, los ensarta a ambos, podría haber sido una buena introducción de estar mejor resuelta. También el momento de la partida tiene cierto sabor, pero estos detalles aislados no son suficientes para elevar el tono general.

No es de extrañar que la acogida crítica fuera escasamente entusiasta, porque el film era evidentemente mediocre, y además muy anticuado de forma: el único alarde es la fotografía de Manuel Berenguer, que entre otros méritos tiene el de desenvolverse en escenarios reducidos: en su momento llamó la atención la complicada utilización por primera vez en España de decorados con techo visto, con los que el propio Berenguer volvería a trabajar en su siguiente cometido, Nada (1947, dir. Edgar Neville). Uno de los aspectos más criticados fue que tratándose de una aventura náutica en ningún momento se viera el mar7: desde luego, todo el film fue rodado en estudio, con sólo unos stock shots de la estela del barco para dar una mínima idea de navegación. Si la crítica fue poco cálida, tampoco los estamentos oficiales se mostraron especialmente generosos, pues a pesar de sus valores patrióticos se le negó el «Interés nacional»; y ni siquiera parece que la productora quedara muy satisfecha, pues aunque el permiso de exhibición se concedió en marzo de 1947, el estreno madrileño no tuvo lugar hasta setiembre de ese año.

La Nao Capitana tuvo un curioso apéndice en Neutralidad, película de 1949 (dir. Eusebio Fernández Ardavín) destinada a demostrar la generosa conducta de la Marina mercante española -y de rebote la supuesta neutralidad del franquismo- durante la Segunda Guerra Mundial. El barco de este film posterior también va a América, el segundo de a bordo (el actor es también Jorge Mistral) tiene un idilio con una niña rica que entretiene sus ocios leyendo... ¡La Nao Capitana de Ricardo Baroja!, e incluso hay el polizón de pasado turbio, interpretado también por Manuel Luna. Las diferencias radican en las premisas ideológicas: si La Nao Capitana evidenciaba restos del neoimperialismo de la inmediata posguerra en su teoría de que España debía navegar ajena a las influencias extranjeras, Neutralidad es una obra de disculpas, que reconoce la debilidad de la España actual e intenta congraciarse con los vencedores de la contienda mundial.






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«La Nao Capitana»

España 1947. Dirección: Florián Rey. Guión: Manuel Tamayo (novela de Ricardo Baroja). Fotografía: Manuel Berenguer. Música: Conrado del Campo, Guadalupe Martínez del Castillo. Escenografía: Sigfrido Burmann. Montaje: Bienvenida Sanz. Producción: Suevia Films.

Intérpretes: Paola Barbara, Manuel Luna, José Nieto, Jorge Mistral, Raquel Rodrigo, Rafael Calvo, Lolita Valcárcel, Jesús Tordesillas, Fernando Fernández de Córdoba, José María Lado, Manuel Dicenta, José Jaspe, Nati Mistral, Manuel Requena, José Prada, Fernando Aguirre, Santiago Rivero, Pablo Álvarez Rubio.



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