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El canastillo de flores

Francisco de Paula Capella i Sabadell

La noche había desplegado sus alas sobre la tierra: la espesísima bruma, que hacía algunos meses cubría a la antigua villa del Ferrol, era cada vez más densa, y ningún otro sonido que los lamentos de los moribundos y los gritos de sus deudos repetía el eco lejano.

La calamidad que referimos sucedió a principios del siglo XV. En esta época el Ferrol se hallaba reducido a un grupo de casas reunidas al derredor del convento de San Francisco, como grupo de mirtos y rosales que ha nacido al pie de un elevado ciprés.

Después de algunas horas de silencio y oscuridad, se oyeron los melancólicos golpes de una campana y un farol atravesaba las sombras. Un ministro del Señor iba a llevar el último auxilio1 a las almas que se despedían del mundo. Eran tantas las personas que demandaban la presencia del anciano, que después de haber este recorrido gran parte de aquel conjunto de casas, llegó a una, fatigado y casi sin voz.

Acercóse a un miserable lecho donde había una mujer agonizante; quiso hablarla y no pudo; sus rodillas vacilaron y cayó sobre un tosco banco, pálido y contraído su rostro por una convulsión mortal; se esforzó para alentar la moribunda; se levantó; acercóse a su lecho y cayó sobre él exclamando.

-¡Ya han muerto todos!2

En efecto: él era el único que había sobrevivido a los demás, muertos a manos del cruel azote, que, cual el cólera de nuestros días, había llevado al sepulcro la mayor parte de los habitantes del Ferrol.

Un hijo de la infeliz doliente estaba a su lado, y con fervor imploraba para ella perdón del cielo, más ésta le pedía con ansia que buscase un sacerdote. Y entre las angustias de la muerte, tendió su mano hacia el convento; su hijo la comprendió, y en alas de su amor voló al monasterio.

Salieron los monjes a administrar el viático llenos de alegría porque les había llegado la hora de encontrar la muerte al lado de los invadidos por la epidemia, así como la habían hallado sus hermanos los sacerdotes de la parroquia. Llevaban blandones3 en sus manos, y sobre los hombros de algunos la imagen de la Virgen de la Merced4. El joven les seguía haciendo votos por la salud de su madre, y como nada poseía más que un jardín, ofreció coronar todos los años de flores el altar de la Virgen si su madre vivía. —10—

Caminaron, y al llegar a casa del joven, su madre salió a recibirlos. Empezó a alborear la aurora, el sol amaneció radiante, y la epidemia había desaparecido.

El hijo cumplió su promesa, y la villa del Ferrol, para perpetuar la memoria de aquel acontecimiento, sigue ofreciendo anualmente a la Virgen un canastillo de flores5.

FUENTE

Martínez Padín, Leopoldo, «El canastillo de flores», Revista galaica, Año II, Número 24, 30 diciembre 1875, pp. 9-10.

Publicado por vez primera en Martínez Padín, Leopoldo, Historia política, religiosa y descriptiva de Galicia, Volumen 1, Tip. de A. Vicente, 1849, pp. 218-219.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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