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El Cautiverio Feliz

Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán



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El cautiverio

(Narración)

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Primera parte



                                                                                 ... �Cuando volví en mí y cobré

algunos alientos, me hallé cautivo

y preso de mis enemigos.�

     Considerándome preso, se me vino a la memoria ser mayor el peligro y riesgo en que me hallaba si me conociesen por hijo del Maestre de Campo General Álvaro Núñez de Pineda, por el aborrecimiento grande que mostraban a su nombre y la aversión que lo habían tomado por los daños recibidos. Por cuya causa me pareció conveniente y necesario usar de cautelosas simulaciones, fingiéndome de otras tierras y lugares, y, aunque moderadamente lo común y ordinario de su lenguaje entendía, más ignorante me hice en él de lo que la naturaleza me había comunicado.

     Con esta advertencia estuve, habiéndome preguntado quién era y de dónde. A esto respondí ser de los reinos del Perú y haber poco que asistía por soldado en estas partes. Y esto fue en su modo de hablar, conforme los bisoños chapetones suelen pronunciar su lengua. Creyolo por entonces el dueño de mil libertad, mostrándose apacible, alegre y placentero, a cuyos agasajos me mostré con acciones y semblante agradecido.

     Y estando con algún sosiego después del susto mortal que me tuvo un buen rato sin sentido, llegó a nosotros un indiecito ladino, quien había guiado la junta y traído el ejército enemigo a la estancia y heredad de su amo encomendero y a otras comarcas. Este indio, pocos días antes del suceso, se había ausentado de nosotros y agregado a los enemigos por algunos malos tratamientos y vejaciones que había recibido, que lo cierto es que las más de las veces somos y hemos sido el origen de nuestras adversidades y desdichadas suertes. Éste, con otros amigos y compañeros suyos, a quienes había manifestado quién yo era, llegó al sitio y lugar donde me tenían despojado de las armas y de la ropilla del vestido, diciendo en altas voces:

     -Muera..., muera luego este capitán sin remisión alguna, porque es hijo de Álvaro Maltincampo -que así llamaban a mi padre-, que tiene nuestras tierras destruidas y a nosotros aniquilados y abatidos; no hay que aguardar con él, pues nuestra suerte y buena fortuna nos lo han traído a las manos.

     Y a estas razones y alaridos se agregaron otros muchos, no menos enfurecidos y rabiosos, que, levantando en alto las lanzas y macanas, intentaron descargar sobre mí muchos golpes y quitarme la vida. Mas, como su Divina Majestad es dueño principal de las acciones, y las permite ejecutar o las suspende, quiso que las de estos bárbaros no llegasen a la ejecución de sus intentos, y, como padre de misericordia, tuvo por bien su Divina Clemencia que, de en medio de mis rabiosos enemigos, sacasen los cielos de los diamantinos pechos, en pedernales duros convertidos, ardiente fuego de caridad piadosa. (!)

     Y al tiempo que aguardaba de sus manos la privadora fiera de las vidas, llegó a dilatármela, piadoso, uno de los más valientes capitanes y estimados guerreros que en su bárbaro ejército venían, llamado Lientur. Por haber sido su nombre respetado entre los suyos y bien conocido entre los nuestros, le traigo a la memoria agradecido y porque las razones y palabras que pronunció, discreto, no son para omitirlas.

     Antes de repetirlas, manifestaré algunas circunstancias de que se originó el mirarme con píos ojos y dolerse de mis trabajos y desdichada suerte.

     El tiempo que este valeroso caudillo asistió entre los nuestros, fue de los mejores amigos y más fieles que en aquellos tiempos se conocían, por cuya causa le hizo grandes agasajos y cortesías el Maestre de Campo General Álvaro Núñez de Pineda, mi padre, mientras gobernó estas fronteras. Y aunque el común tratamiento que a los demás hacía era conocido y constante entre ellos de que se originaron los felices sucesos y aventajados aciertos que fue Dios servido de darle en esta guerra, acudiendo con todas veras a la ejecución de sus órdenes y mandatos -que es nación que se deja llevar de la suavidad de las palabras y del agasajo de las acciones, y al trocado, siente el mal agrado, verificándose en ellos la parábola del sabio-, con este guerrero parece que quiso, más humano, efectuar sus agasajos, sacándole de pila a uno de sus hijos y llamarle compadre: acción que la tuvo tan presente y de que hizo tanto aprecio y estimación, cuanto se echará de ver en las razones de adelante, mostrándose amigo verdadero de aquel en quien conoció apacible condición y natural afecto, aunque después enemigo feroz de las obras y tratos de otros superiores ministros, que fueron los que le obligaron a rebelarse y dejar nuestra comunicación y trato.

     Llegó, como queda dicho, y con resolución valerosa se entró en medio de los demás, que en altas voces estaban procurando mi desastrada muerte. Con su presencia, pusieron todos silencio a sus razones. Y haciéndose lugar por medio de ellos, se acercó más al sitio adonde mi amo y dueño de mis acciones, con un amigo y compañero suyo, me tenían en medio, con sus lanzas y adargas en las manos, dando a entender que solicitaban mi defensa con efecto, pues no respondían palabra alguna a lo que aquella turbamulta con ímpetus airados proponía.

     Cuando al capitán Lientur -caudillo general de aquel ejército- vi entrar armado desde los pies a la cabeza, sobre un feroz caballo armado de la propia suerte, que por las narices echaba fuego ardiente, espuma por la boca, pateando el suelo con el suelo de las cajas y trompetas, y no podía de ninguna suerte estar un punto sosegado, sin duda colegí que el personaje referido llegaba de refresco a poner en ejecución la voz del vulgo y llevar adelante con su apoyo la dañada intención de sus clamores y que, con efecto, venía a poner término a mis días. Más atemorizado que antes, volví al cielo los ojos, y a nuestro Creador benigno, como a padre de misericordia, pude decir en mi alma, después de oídas sus razones, lo que el profeta cantó afligido en el mayor aprieto y en las mayores tribulaciones: �invoqué a mi Dios y su Divina Majestad se sirvió de oírme�; y en otra parte: �clamé con todo mi corazón y con mi espíritu�. Así me sucedió en esta ocasión, pues cuando aguardaba ver de la muerte el rostro formidable, me hallé con más seguras prendas de la vida.

     Acercose a nosotros Lientur -guerrero, capitán, como piadoso- y razonó de la suerte que diré: lo primero con que dio principio fue con preguntarme si yo era el contenido hijo de Álvaro, a que respondí turbado que yo era el miserable prisionero. Porque lo que a todos era ya patente, no podía ocultarlo más,... en cuyas razones y apacible rostro... eché de ver la aflicción y pesar con que se hallaba por haberme conocido en aquel estado, sin poder dar alivio a mis trabajos, por no ser, para librarme, absoluto dueño. Volvió con esto los ojos a Maulicán mi amo, diciéndole las palabras y razones siguientes: �Tú solo, capitán esforzado y valeroso, te puedes tener en la ocasión presente por feliz y el más bien afortunado, y que la jornada que hemos emprendido se ha encaminado sólo a tu provecho, pues te ha cabido por suerte llevar al hijo del primer hombre que nuestra tierra ha respetado y conocido. Blasonar puedes tú solo y cantar victoria por nosotros; a ti solo debemos dar las gracias de tan buena suerte como con la tuya nos ha comunicado la fortuna: que aunque es verdad que habemos derrotado y muerto gran número de españoles y cautivado muchos, han sido todos los más �chapecillos� (que así llamaban a los soldados bisoños, sin oficio y desarrapados), que ni allá hacen caso de ellos, ni nosotros tampoco. (Repito lo que formalmente fue diciendo.) Este capitán que llevas es el fundamento de nuestra batalla, la gloria de nuestro suceso y el sosiego de nuestra patria. Y aunque te han persuadido y aconsejado rabiosos que le quites luego la vida, yo soy y seré de contrario parecer, porque con su muerte �qué puedes adquirir ni granjear, sino es que con toda brevedad se sepulte el nombre y opinión que con él puedes perpetuar? Esto es en cuanto a lo primero. Lo segundo que os propongo es que, aunque este capitán es hijo de Álvaro, de quien nuestras tierras han temblado y nosotros le soñamos (sólo con saber que vive, aunque cojo, viejo e impedido), y de quien siempre que se ofreció ocasión fuimos desbaratados y muertos muchos de los nuestros, fue con las armas en las manos y peleando, que eso (es de) valerosos soldados, que lo mesmo ha ... nosotros. Mas a mí me consta del tiempo que asistí con él en sus fronteras, que, después de pasada la refriega, a sangre fría a ningunos cautivos dio la muerte; ante sí, les hizo siempre buen pasaje, solicitando a muchos el que volviesen gustosos a sus tierras, como hay algunos que gozan de ellas libres y asistentes en sus casas con descanso, entre sus hijas, mujeres y parientes, por su noble pecho y corazón piadoso. Y lo propio debes hacer generoso con este capitán, tu prisionero, que lo que hoy miramos en su suerte, podemos en nosotros ver mañana�.

     Y, volviendo las ancas del caballo, dejó a los circunstantes mudos y suspensos, con que cada uno por su camino se fueron dividiendo y apartando de nosotros, y yo quedé a tamaño beneficio fino correspondiente y tan obligado a sus razones que, sin encarecer mi agradecimiento, podré asegurar que fueron para mí más estimadas y su intención y celo muy bien admitidos, que lo que pudo ser en él mi afecto... Desde aquel punto y hora dio principio el Señor de mi voluntad a tratarme con amor, con benevolencia y gran respeto; pues, habiendo empezado a despojarme del vestido, no pasó más adelante con su intento, dejándome como estaba; antes me puso un capotillo que él traía y un sombrero en la cabeza, a causa de que el tiempo, con sus lluvias continuas, obligaba a marchar con toda prisa y a más andar, apresurar el paso hacia sus tierras, si bien hasta llegar al río caudaloso de Bío-Bío fueron en un cuerpo y con cuidado.

     Prosiguiendo nuestra derrota, nos fuimos acercando al río Bío-Bío, como dije, en un cuerpo hasta llegar a sus orillas, si bien al pasarle unos se adelantaron más que otros, porque con ferocidad notable sus precipitadas corrientes se venían �aumentando a cada paso a causa de que el temporal con vientos desaforados y aguaceros desechos nos atribulaban, de manera que parecían haberse conjurado contra nosotros dos los elementos. En quince días que nos dilatamos en llegar a sus tierras, no gozamos del sol ni de sus rayos dos horas continuas.

     Faltó el sol y ausentose de nosotros porque las densas nubes se ocupasen en remover los cielos y enturbiarlos, para que con sus continuas y descolgadas aguas fuese a los mortales el invierno grave, pesado y molesto. Llegamos, como queda dicho, los últimos de la tropa, al abrochar la noche sus cortinas -al caudaloso río referido-, diez indios compañeros (y) un soldado de mi compañía, llamado Alonso de Torres, que también iba cautivo, como yo, en esta ocasión. Pasamos el primer brazo a Dios misericordia -como dicen-, con grande peligro y riesgo de nuestras vidas. Cuando fuimos a querer vadear el otro que nos restaba, no se atrevieron a esguazarle, porque en aquel instante se reconoció bajar de arriba con gran fuerza la avenida. Y por ser el restante brazo más copioso de agua, más dilatado y más apresurada su corriente, determinaron quedarse en aquella pequeña isla, que tendría muy cerca de una cuadra de ancho y dos de largo, adonde había algunos matorrales y ramones de que poder valernos para el abrigo y reparo de nuestras personas y para el alimento, aunque débil, de las bestias. Hiciéronlo así, porque la noche había ya interpuesto sus cortinas, presumiendo que al día siguiente se cansaría el tiempo porfiado y nos daría lugar a pasar con menos riesgo y con más comodidad el proceloso piélago espantoso que nos restaba. Mas fue tan continuado el temporal deshecho y abundante de penosas lluvias, que cuando Dios fue servido de amanecernos, hallamos que el restante brazo, multiplicadas sus corrientes, venía con más fuerza y con más ferocidad creciendo, a cuya causa nos detuvimos y quedamos aquel día entre los dos ríos aislados, por ver si el siguiente nos quería dar lugar a proseguir nuestro viaje.

     Y entretanto que aguardamos oportuno tiempo, permítaseme hacer un breve paréntesis que puede ser de importancia para la proposición de este libro.



     Poco lugar o ninguno tenían los antiguos pareceres y consejos, pues a los que con buen celo e intención los daban, les respondían que era muy a lo viejo, como lo hizo el gobernador con mi padre en ocasión que le rogó que reparase nuestro tercio, porque habían certificado que estaban nuestras fuerzas muy disminuidas por la falta de gente que había en las fronteras. Y por no haber asentido con su parecer y consejo, nos sucedió nuestra sangrienta ruina. Al instante que tuvo el aviso del suceso y derrota de nuestro tercio, se partió el gobernador con la más gente que pudo sacar de la ciudad de la Concepción para el tercio de San Felipe de Austria, adonde halló el ejército derrotado, con cien hombre menos, entre ellos tres capitanes y otros oficiales de cuenta. Afligiose grandemente de haber reconocido el mal afortunado suceso, y por dar algún alivio y consuelo a mi amado padre, que en tal ocasión estaría con el pesar y sentimiento que se puede colegir, por la pérdida de un hijo solo que tenía para ayuda de sus trabajos, de su vejez y de los achaques que de ordinario le asistían, determinó escribirle la siguiente carta consolativa, considerando que por no haberle querido dar crédito ni seguir su parecer, había experimentado en nuestro daño tamaña pérdida:

     �Señor Maestre de Campo General Álvaro Núñez de Pineda: Aquí he llegado a este tercio
de San Felipe de Austria con harto sentimiento y pesar mío por la desgracia y pérdida que en él he hallado de más de cien hombres, y entre ellos el señor capitán don Francisco de Pineda, que no aparece, aunque se ha hecho particular diligencia de buscarle entre los cuerpos muertos; por lo que se presume que irá vivo, y si lo va, tenga V. M. por cierto que haré todas cuantas diligencias fueren posibles para que V. M. le vuelva a ver a sus ojos: que la desgracia suya es la que más he llegado a sentir por lo que le estimaba y quería; y por el pesar tan justo que V. M. tendrá, no hay sino que encomendarlo a Dios; que yo de mi parte no cesaré de hacer mis poderíos por saber si va vivo y poner todo mi esfuerzo por librarle antes que deje este gobierno; y tome V. M. esta palabra de mí, a que no faltaré con todas veras, poniéndolo principalmente en las manos de Nuestro Señor, el cual guarda a V. M. muchos años y le dé el consuelo que deseo� etc.

RESPUESTA DE ESTA CARTA

     �Señor Presidente:

     Cuando puse a servir al Rey nuestro señor a mi hijo Francisco, en tiempo de tantos infortunios y trabajos, fue con esa pensión, y yo no puedo tener más gloria que el haber muerto en servicio de S. M., a quien desde mi niñez he servido con todo amor y desvelo. No he llegado a sentir tanto su pérdida, cuanto que en la ocasión que a V. S. dije y supliqué que reparase ese tercio para lo sucedido, me respondió que era muy a lo viejo: paréceme que no va sucediendo muy a lo mozo. Guarde Dios a V. S. como puede�, etc.

     Esta resuelta carta fue el total instrumento de mi bien y origen principal de mi rescate; porque atendiendo el gobernador a la sobrada razón de mi padre, y que por no haber hecho caudal de su consejo y parecer le había sucedido tan considerable pérdida, tuvo por bien el callar y disimular esta carta, que sentido y lastimado de lo uno y de lo otro (mi padre) escribió resuelto. Con esto, desde entonces puso mayor cuidado y solicitud en librarme de los trabajos y peligros de la vida en que me hallaba.

     No sé si en estos tiempos lastimosos se pasara por alto carta semejante y se disimularan sus razones con prudencia, porque sobra ya en los que gobiernan la majestad, la soberbia, o mejor decir, la tiranía, y a los que bien sirven, el temor y el recelo los acorta. En otros antiguos tiempos, en que el valor y el esfuerzo tenían su lugar y asiento merecidos, aconteció a mi padre siendo capitán de caballos, el hallarse en grande empeño solo con su compañía. Habiendo salido con ella a una escolta algo distante de donde quedaba el gobernador y lo restante del ejército, le salió al encuentro una poderosa junta de enemigos; y habiendo divisado que para él se encaminaba resuelta, despachó el instante persona de toda satisfacción a que diese aviso al gobernador del empeño en que se hallaba, y que para salir de él con aventajado crédito le enviase algún socorro de soldados, los más que pudiese. Y aunque estuvo resuelto el gobernador a hacerlo así, remitiendo el socorro que le pedían, nunca faltan mal intencionados sátrapas que al oído y lado de los que gobiernan, intentan envidiosos deslucir las acciones de los que valerosamente sirven a S. M. Así, en esta ocasión, evitaron y contradijeron su intento y resolución, enviándole a decir que, pues se había puesto en tamaño empeño, que procurase salir de él como pudiese. Con esto se vio obligado a decir a los suyos estas razones: �Señores soldados, amigos y compañeros: lo que me vieron hacer lo hagan todos, y consideremos en esta ocasión que no hay más hombres en el mundo que nosotros, y que el favor divino es nuestro amparo y fuerte escudo contra esta muchedumbre y bárbara canalla. Cien varones somos para más de mil; si bien nuestro valor y esfuerzo es invencible cuando la fe divina es nuestro blanco y la reputación de las armas de nuestro Rey y Señor, con que podemos estar ciertos que ha de estar muy de nuestra parte la victoria y nuestro desempeño�. A esto respondieron todos esforzados que primero perderían mil vidas (si tantas tuviesen) que faltar a la obligación de soldados de tal caudillo y capitán, que con sólo saber que los gobernaba y regía su esfuerzo y valor (de cuyo nombre se estremecían y temblaban estos bárbaros), se prometían muy feliz acierto en la ocasión urgente en que se hallaban. Con esta respuesta y valerosa resolución, dispuso sus soldados con el mejor orden que pudo para embestir al enemigo, que habiendo reconocido la determinación de los nuestros tenía ya su infantería dispuesta, con la cual marchaba en orden junto con su caballería a encontrarse con la nuestra; y llegando a ajustarse los unos con los otros, descargaron sobre los enemigos una famosa carga de arcabucería, con cuyos efectos murieron más de cien indios y, atropellando la infantería, abrieron camino por medio de ellos, y con gran orden dispararon por sus turnos los arcabuceros, y se fueron retirando poco a poco, acercándose a su cuartel, con pérdida sólo de tres soldados que les mataron: si bien los más de ellos maltratados y heridos juntamente con su capitán, a cuya causa tuvo ocasión de entrar con la espada en la mano, bañado en sangre y colérico de haber visto que por la omisión que tuvo el gobernador en enviarle el socorro de soldados que envió a pedir, se había perdido y frustrado la mejor ocasión que en aquellos tiempos pudiera desearse. Y estando a caballo de la suerte referida, llegó adonde el gobernador estaba con sus consejeros y aliados, y le dijo en altas voces que cómo se regía y gobernaba por gente tan cobarde, pues le habían hecho perder la victoria más considerable que pudiera buscar y apetecer en todo el discurso de su gobierno; que todos los que le habían aconsejado que no le enviase el socorro de soldados que le había enviado a pedir eran unos gallinas y le harían creer que las yerbas que tenía bajo sus plantas, eran enemigos: dentro de aquellas estacas, aun les parecía no estar seguros, y que con la espada que traía en las manos les daría a entender que sabía empeñarse y salir de sus empeños, cuando no sabían ni aun a lo largo mirarlos. Y volviendo las ancas a su caballo, le encaminó para sus tiendas, dejando a los circunstantes admirados de su temeraria resolución, aunque justificada. A estas razones respondió prudente el gobernador, diciendo: �Para semejante precipitación es muy necesario el sufrimiento, pues los que bien sirven a S. M. tienen permiso tal vez para hablar con denuedo y desenvoltura en presencia de sus superiores�.



     Amanecimos en la referida isla con las penalidades y trabajos que pueden imaginarse, cansados de una noche oscura y tenebrosa, acompañada con copiosas y abundantes aguas despedidas del cielo con violencia, y sacudidas de furiosos vientos, mezcladas con relámpagos, rayos, truenos y granizos; siendo tan formidable a los mortales, que pareció desabrochar el firmamento sus más ocultos senos y rincones.

     Presumiendo que nos daría lugar el tiempo a esguazar lo restante que nos quedaba del río, sucedió nuestro pensar muy al contrario, porque con lo mucho que había llovido sin cesar del antecedente día y de la noche, se aumentaron sus corrientes de tal suerte, que nos obligaron a que con toda prisa desamparásemos la isla y solicitásemos camino o modo de salir aquel día de los riesgos y peligros que nos amenazaban, pues a más andar, con paso apresurado las procelosas aguas se iban apoderando del sitio y lugar que poseíamos. Determináronse a desandar lo andado y volver a pasar hacia nuestras tierras el esguazado brazo del río con harto peligro y temor de encontrar con algunos de los nuestros, juzgando por posible haber salido en su seguimiento y rastro alguna cuadrilla española, si bien les aseguraba lo borrascoso del tiempo y lo continuo del agua. Esta resolución y acuerdo que eligieron fue porque lo restante del piélago que para sus tierras nos faltaba por pasar era más caudaloso, más ancho, de más precipitada corriente y de más conocido riesgo. Habiendo intentado arrojarse a él a nado, echaron por delante a un compañero alentado y que se hallaba en el mejor caballo que en la tropa se traía; a pocos pasos que entró, lo arrebató la corriente, y aunque fue nadando gran trecho sin desamparar el caballo, se le ahogó en medio del río, y él salió a la otra parte por gran dicha y porque en el agua parecía un peje. Con esta prueba se resolvieron llevar adelante su primer acuerdo. Y para ponerle en ejecución, me ordenó mi amo como dueño absoluto de mi libertad que me desnudase y pusiese más ligero, por si cayese en el río no me sirviese de embarazo la ropa que llevaba; a que le respondí que lo propio era caer desnudo que vestido, porque de ninguna suerte sabía nadar ni sustentarme en el agua poco ni mucho. �Con todo eso -me respondió- te hallarás con menos estorbo y más ligero para todo acontecimiento.� Por obedecerle, más que por mi gusto, me desnudé del hato que traía y sólo quedé con la camisa; de esta suerte me puse a caballo en un valiente rocín maloquero que traía de toda satisfacción, el cual para más seguridad me lo ensilló, diciéndome: �Subid en él, y no hagáis más que asiros de la silla fuertemente, o de la crin del caballo, que él os sacará afuera�. Subió él a otro rocinejo flaco, a cuya grupa o trasera del fuste puso mis armas (o por mejor decir suyas) y el vestido; de esta suerte caminamos los diez indios que quedaron, el soldado Alonso Torres y yo en demanda del paso que se reconoció ser el más angosto y nos arrojamos, con pocas esperanzas de salir con bien de las corrientes rápidas del río, y yo sin ningunas, pues al entrar en ellas nos arrebataron de tal suerte y con tanta velocidad, que en muy breve tiempo nos desaparecimos los unos de los otros, y tan turbado mi ánimo y espíritu, que no supe si estaba en el agua, en el cielo o en la tierra: sólo cuidé de aferrarme en la silla o en el fuste lo mejor que pude, y de encomendarme a nuestro Dios y Señor con todas veras, y a la Virgen Santísima del Pópulo, a quien desde mis tiernos años he tenido por devota; y repitiendo su dulce himno de �Ave maris stella�; cuando llegaba a aquellas amorosas palabras de �monstra te esse matrem�, era con tantos suspiros y sollozos y lágrimas que ya no cuidaba de mi vida, sino era sólo de volver los ojos al cielo y de pedir perdón de mis culpas al Señor de todo lo creado.

     En medio de estas tribulaciones y congojas, me vi tres o cuatro veces fuera de la silla y sin el arrimo del caballo, y levantando las manos al cielo, cuando menos pensaba, me volvía a hallar sobre él y apoderado del fuste; porque la fuerza de la corriente era tan veloz y precipitada, que no sabré significar ni decir de la suerte que me sacó el caballo a la otra banda del río, cuando a los demás, que juntamente se echaron con nosotros, se los llevó más de tres cuadras abajo de adonde salimos el otro soldado, mi compañero, y yo, con otro indio que se halló en un alentado caballo.

     Cuando me vi fuera de aquel tan conocido peligro de la vida (que aun en la sangrienta batalla no tuve tanto recelo ni temor a la muerte), no cesaba de dar infinitas gracias a nuestro Dios y Señor por haberme sacado con bien de un tan rápido elemento, adonde, con ser hijos del agua estos naturales, se ahogaron dos de ellos, y los demás salieron por una parte ellos y sus caballos por otra.

     Cuando el soldado mi compañero consideró que estaban de nosotros más de tres cuadras los indios el río abajo, después de haberme sacado de diestro el caballo en que venía de una gran barranca que amurallaba sus orillas, me dijo determinado:

     -Señor capitán: ésta es buena ocasión de librarnos y de excusar experiencias de mayores riesgos, y pues se nos ha venido a las manos, no será razón que la perdamos; porque estos enemigos no pueden salir tan presto del peligro y riesgo en que se hallan, y en el entretanto podemos ganar tierra, de manera que por poca ventaja que les llevemos no se han de atrever a seguir nuestras pisadas por el recelo que tienen de que los nuestros hayan venido en sus alcances hasta estas riberas, pues todavía son tierras nuestras.

     El pensamiento no fue mal encaminado, y a los primeros lances su resolución me pareció acertada. Pero me acobardaron grandemente los discursos que hice sosegado; lo uno principalmente fue el haber salido del agua tan helado y frío, que no podía ser dueño de mis acciones, ni de mover los pies ni las manos para cosa alguna por haberme arrojado al río sólo con camisa. Y era tanto el rocío helado que del cielo nos caía, movido de una travesía helada y penetrante, que cuando llegué a la orilla fue tan sin fuerzas, tan yerto y tan cortado, que para haber de subir a lo alto de la barranca (como queda dicho) fue necesario que mi compañero el soldado me sacase de diestro y tirándome el caballo. Lo otro, consideré que el indio que salió justamente con nosotros estaba a la mira y alerta a nuestras razones, y con la lanza en la mano, que a cualquier movimiento que quisiéramos hacer para nuestras tierras, había de seguirnos, y dándonos alcance, peligrar las vidas. Y habiéndole significado a mi compañero todos estos peligros y no conocidas dificultades, se mostró tan alentado que me respondió no me diese cuidado, que él se allegaría a él muy poco a poco y le quitaría la lanza y el caballo, dejándolo muerto. Y pareciéndome lo que él proponía dificultoso, no permití lo pusiera en ejecución, porque el indio, aunque no entendía lo que hablábamos, nos miraba con gran cuidado, porque nos vio en secreto razonando. Yo le consolé diciendo:

     -Amigo y compañero en mis trabajos, no faltará más segura ocasión en que nos podamos ver libres de estas penalidades y desdichas, que pues Dios Nuestro Señor ha servido de habernos librado de tantos riesgos en que nos hemos visto y sacado con bien de este raudal horrendo, ha de permitir, por su gran misericordia, que con más seguridad y gusto nos veamos en descanso entre los nuestros.

     Estando en estas pláticas, en que se me pasó un gran cuarto de hora, vimos venir para nosotros un indio que había salido a nado, como los demás, sin su caballo, por habérsele ahogado. Le preguntamos por nuestros amos, si acaso los había visto fuera del río, y nos respondió que mi amo juzgaba haberse ahogado, porque vio ir dos indios muertos la corriente abajo. Diome grandísimo cuidado haberle oído tal razón, considerando pudiera haber algunas diferencias entre ellos por quién había de ser el dueño de mi persona, y entre estas controversias quitarme la vida, que era lo más factible, porque no quedasen agraviados los unos ni los otros. Con estas consideraciones, fuimos el río abajo caminando en demanda de nuestros amos, por donde encontramos otro indio que nos dio razón de que iban saliendo algunos y de que mi amo había aportado a una isla pequeña, adonde estaba disponiendo su caballo para arrojarse tras él a nado. Fuimos caminando con este aviso, ya poco trecho le divisamos en la isla con otros compañeros que habían aportado a ella; y habiendo echado sus caballos por delante, se arrojaron tras ellos. Luego que conocí el de mi amo, sacando fuerzas de flaqueza, le fui a coger y se le tuve de diestro, y compañero con el de su amo hizo lo propio. Cuando el mío me vio con su caballo de diestro, me empezó a abrazar y decir muy regocijado:

     -Capitán, ya yo juzgué que te habías vuelto a tu tierra; seas muy bien parecido, que me has vuelto el alma al cuerpo; vuelve otra vez a abrazarme, y ten por infalible y cierto, que si hasta ahora tenía voluntad y fervorosa resolución de rescatarte y mirar por tu vida, con esta acción que has hecho me has cautivado de tal suerte, que primero me has de ver morir a mí, que permitir padezcas algún daño. Y te doy mi palabra, a ley de quién soy, que has de volver a tu tierra, a ver a tu padre y a los tuyos con mucho gusto.

     Gran consuelo recibí con estas razones de mi dueño, mostrándome agradecido a sus promesas, diciéndole, con halagüeño semblante, lo que la obligación pudo ofrecerme:

     -�Muy bien muestra tu valer y tu generoso pecho la noble sangre que encierra, pues ostentas piedades con clemencia en mis penalidades y desdichas, que ya no las tengo por tales cuando me ha cabido por suerte el ir debajo de tu dominio y mando...� ...con mi amo, que en la tropa y cuadrilla que hallamos en aquel alojamiento tenía algunos amigos y parientes, de los cuales supo con evidencia cómo se estaban convocando y disponiendo todos los caciques arriba citados y los demás capitanejos para ir a nuestro alojamiento, resueltos a comprarme entre todos para quitarme la vida luego que llegásemos a sus tierras, y con mi cabeza hacer un gran llamamiento y volver a nuestras fronteras con grande ejército a destruirlas y acabarlas. Y porque el siguiente día lo pusieron en ejecución con una ceremonia a su usanza, notable y de grande horror y espanto, acabaré este capítulo dejando a la consideración de mis lectores lo que pasaría un triste y desdichado cautivo aquella noche, por una parte de los elementos de agua y viento combatido, y por otra atribulado por la esperada muerte que ansiosamente le solicitaban sus enemigos.

     Después de haber amanecido con mejor semblante del que nos había demostrado el cielo en el discurso del viaje, nos quisimos disponer para nuestra marcha y porque... detenernos y alentar aquel día algún tanto los caballos, al paso que mis cortas esperanzas minoraron y crecieron mis males y tormentos con la presencia y vista de tantos fariseos hambrientos de nuestra sangre y vidas y emponzoñados con la envidia de ver que a ninguno de los de sus parcialidades les hubiese cabido por suerte el llevarme preso y a su disposición sujeto, habiendo ellos sido los que el gasto para el llamamiento hicieron y para la comunicación de la junta que en entrata tuvo tan feliz acierto.

     Bien manifestaron estos bárbaros la desmedida ira y rabia que les roía el alma, siendo con extremo codiciosos, pues les obligaba a exponerse a cuantos peligros y riesgos de la vida pueden ponérseles delante por adquirir la menor alhaja que tenemos y andar de ordinario con las armas en las manos inquietos y desasosegados...

     Grande fue el susto y pesar que recibí cuando vi venir una procesión tumultuosa de demonios en demanda de nuestro alojamiento, con sus armas en las manos y a un pobre soldado mozo de los que llevaban cautivos, en medio de ellos, liadas para atrás las manos, tirándole un indio de una soga que llevaba al cuello.

     Llegaron de esta manera al ranchuelo que habitábamos, aunque mi amo excusó salir de él, conociendo la intención con que venían. Habiendo hecho alto todos juntos en un pradecillo que sobre una loma rasa era lo más enjuto, fueron enviados dos de los más principales a llamarle. Y como en las juntas de parlamentos no se puede excusar ninguno, que son a modo de consejos de guerra, le fue forzoso acudir al llamamiento y llevarme a su lado, adonde con harto dolor de mi alma fui, poniéndola bien con Dios y ajustándome a la obligación de cristiano lo mejor que pude. Y en verdad que en aquel trance estaba bastantemente animado a morir por la fe de Nuestro Dios y Señor como valeroso mártir, juzgando en aquel tiempo que en odio de la fe santa obraban con nosotros sus inclemencias o rigurosos castigos, siendo así que no es esto lo que les llevaba a ejecución de sus acciones.

     Seguimos a los dos caciques mensajeros y llegamos al lugar donde nos aguardaban los demás ministros y soldados, y luego se fueron poniendo en orden según el uso y costumbres de sus tierras. Ésta era más ancha que la cabecera, adonde asistían los caciques principales y capitanes de valor. En medio pusieron al soldado que trajeron liado para el sacrificio, y uno de los capitanejos cogió una lanza en la mano, en cuyo extremo estaban tres cuchillos a modo de un tridente bien liado; otro tenía un �toque� que es una insignia de piedra, a modo de una hacha astillera, que usan los �regues� y está en poder siempre del más principal cacique, a quien llaman toqui, que es nada más que cacique en su parcialidad, que, como queda dicho, es lo que llaman �regue�. Esta insignia a modo de hacha sirve en los parlamentos de matar españoles, teniéndola, como he significado, al que de derecho le toca, y es el primero que toma la mano en hablar y proponer lo que le parece conveniente. Y si este tal gobernador o toqui es muy viejo o poco retórico, suele sustituir sus veces y dar la mano a quien le parece entendido, capaz y discreto, que adonde quiera tiene su lugar el buen discurso. Y entre estos bárbaros se apropia el orador insigne el nombre de encantador suave, cuyo título dieron a los predicadores las antiguas letras, que en algo se asemejan estos naturales a los pasados siglos. Cogió en la mano el toque o, en su lugar, una porra de madera que usaban entonces, sembrada de muchos clavos de herrar, el valiente Butapichún, como más estimado cacique por soldado de buena disposición y traza en la guerra, y en lenguaje veloz y discreto. Y haciendo la salva a todos los compañeros, habiéndose puesto en pie en medio de la plazoleta o calle referida, se acercó a donde (a) aquel pobrecito soldado le tenían sentado, y desatándole las manos, le mandaron coger un cuchillo, y que de él fuese quebrando tantos cuantos capitanes valientes y de nombre se hallaban en nuestro ejército. Y como el desdichado mozo era novel en la guerra, no tenía noticia de los que en aquel tiempo tenían opinión y nombre entre los enemigos, y le mandaron los fuese nombrando. Dijo que no conocía a los valientes, a que replicó Butapichún diciéndole:

     -�Pues no conocéis a Álvaro Malticampo?

     -Sí, conozco y tengo muchas noticias de él -respondió el desdichado.

     -Pues, cortad un palito, y tenedlo en una mano.

     -�Al apo no lo conocéis? -le volvió a preguntar el toqui.

     -Muy bien le conozco -dijo.

     -Cortad otro palito.

     -Al Maltincampo y sargento mayor también los conozco -repitió el soldado.

     -Pues id cortando palitos.

     De esta suerte fue nombrando hasta diez o doce de los más nombrados y conocidos y le mandó cortar otros tantos palitos, los cuales los hizo tener en una mano, y le dijo:

     -Tened en la mano a todos los que habemos nombrado y haced un hoyo para enterrar esos valientes.

     Y habiéndole dicho de la suerte que lo había de hacer, lo puso luego en ejecución.

     Acabada esta ceremonia, fueron tres capitanejos a sacar cada uno un cuchillo de los que estaban liados en la lanza que al principio dije, que significaban los �utammapos�, que son parcialidades de que se compone toda la tierra que habitan desde la costa hasta la cordillera, la cual se reparte en tres caminos que se llaman �rupus�. La una parcialidad es de la costa, la otra la parte de la cordillera y la tercera de en medio: cada una de estas parcialidades tiene su distrito conocido y su jurisdicción señalada. Sacaron les cuchillos por su orden, y con él mismo lo fueron entregando al que tenía el toqui, que lo puso en la mano izquierda y recibió los cuchillos con la derecha. Con esto se fueron a sus lugares y asientos, y quedó solo Butapichún, que fue el que recibió los cuchillos y el que estaba con el toqui de pie en medio de la calle. Dio principio a su parlamento con grande arrogancia y energía, como acostumbraban, hablando con cada uno de los circunstantes, principiando por los más antiguos y por los que tienen adquirida por sí mayor estimación y aplauso, diciendo en alta voz:

     -�No es verdad esto fulano?

     A lo que responde el nombrado el �veillicha� que se usa entre ellos, que es como decir: es verdad, o es así, o tenéis razón. Y si alguno más retórico o presumido quiere con otras razones dilatar sus respuestas y apoyar las del orador, lo hace con elegancia. De esta suerte fue hablando con todos y concluyó su plática con decir a Maulicán, mi amo, lo que se sigue:

     �Esta junta de guerra y extraordinario parlamento que hemos dispuesto en este despoblado camino los caciques Antegüeno, Lincopichún y Nailicán (y los demás que fue nombrando), no se han encaminado a otra cosa que a venir mancomunados a comprarte este capitán que llevas. Y porque no imagines que lo queremos sin que tengas el precio de tu trabajo y no puedas excusarte ni hacer repugnancia alguna a nuestra justa petición, te ofrece el cacique Antegüeno dos caballos buenos, una oveja de la tierra y un collar de piedras ricas (que ellos tienen por preciosas, como nosotros los diamantes); Lincopichún ofrece dos ovejas de la tierra y un caballo bueno ensillado y enfrenado, con una silla labrada que fue de los españoles, y Nailicán, ofrece un español de los cautivos que llevamos; Namoncura, dos collares y dos ovejas de la tierra (éstas son de mucha estimación entre ellos porque se asemejan a los camellos y sirven de cargar la chicha a las borracheras y parlamentos; y a falta de algún español o cautivo a quien quitar la vida en ellos, en su lugar matan una de estas ovejas).

     Butapichún, el que hacía el parlamento, dijo:

     -Yo te ofrezco una hija, y mi voluntad con ella, y entre todos los demás circunstantes ofrecen cien ovejas de Castilla: con todas estas pagas se pueden comprar entre nosotros más de diez españoles y quedar con algún remanente. Nuestro intento no es otro que engrandecer nuestros nombres y afijar los toques e insignias antiguas de nuestra amada patria con la sangre de opinados españoles, y solicitar con esfuerzo echarlos de nuestras tierras. Hoy parece que nuestro Pillán (que así llaman al demonio o a su dios) nos es favorable y propicio, pues la buena fortuna nos ha seguido en estas dos entradas que hemos hecho, en las cuales han quedado muertos y cautivos más de 150 españoles, quemadas más de 30 estancias, cautivado y muerto en ellas un número de más de 300 almas y traído más de 2.000 caballos. Y para seguir nuestra feliz suerte y dicha conocida, es necesario hacer un gran llamamiento con la cabeza de ese capitán que te pedimos, que es hijo de Álvaro, cuyo nombre está derramado y esparcido por toda la redondez de nuestra tierra, y su dicha y fortuna han sido conocidamente en gran daño y perjuicio nuestro. Éste el que hemos menester para alentar y mover a los más retirados, y para que no se excusen de acudir a nuestros llamamientos; y porque este �cojau� que hemos hecho, sea con la solemnidad acostumbrada, tenemos este �huinca� (que quiere decir soldado o español) para sacrificarle a nuestro Pillán por los buenos aciertos que nos ha dado. Y tú has de ser el dueño de esta militar acción, como valeroso capitán y caudillo.

     Acabadas de decir estas razones, los tres cuchillos que tenía en la mano los clavó en triángulo a la redonda del hoyo que había hecho aquel desdichado soldado, que asentado junto a él estaba, con los palillos que le habían hecho cortar antes en la mano. Llegose luego al sitio y lugar donde mi amo asistía en medio de dos amigos suyos, de aquellos que llegaron juntamente con nosotros, y lo sacó al lugar adonde él estaba razonando. Al salir del suyo y de donde los demás asistían, me dejó encargado a los dos sus amigos y compañeros; salió al palenque y ocupó el puesto de Butapichún, más por la obligación y empeño en que le pusieron, que por la voluntad que tenía de ejecutar cosa que no deseaba. Salieron otros dos ministros de ceremonias, que es imposible poderlas significar y decir de la suerte que ellos las hacen. El maestro de ellas era Butapichún, con el toque en la mano, el que habienido puesto a los sacrificadores en medio, le entregó a mi amo una porra de madera sembrada toda de clavos de herrar, las cabezas para afuera, y el cuchillo que

había puesto hincado en medio de los dos, el cual representaba la parcialidad de Maulicán, mi amo, y de los suyos; los otros dos cuchillos, mandó a los acólitos o ministros que las cogiesen en las manos cada uno el que le tocaba, siendo el uno de la parcialidad de la cordillera y el otro de la costa. Con ellos y sus lanzas arboladas se pusieron a los lados del sacrificante, el cual se fue acercando al lugar adonde aquel pobre mancebo estaba o lo tenían asentado, despidiendo de sus ojos más lágrimas que las que en los míos sin poder detenerse se manifestaban.

     Con que cada vez que volvía el rostro a mirarme, me atravesaba el alma. Y correspondiéndome con unos suspiros y sollozos desmedidos, sin podernos ir a la mano, muchos de los ministros circunstantes daban muestra de hallarse condolidos. Porque algunos entre ellos hay que se duelen y lastiman de los miserables que en tales casos y ocasiones tienen mala fortuna, como lo manifestaba Maulicán, mi amo, en el sacrificio que le obligaron a hacer (como después lo significó a sus amigos). Llegose al desdichado mancebo y díjole:

     -�Cuántos palillos tienes en la mano?

     Contolos y respondió que doce; hízole sacar uno, preguntándole que quién era el primer valiente de los suyos. Estuvo un rato suspenso sin acertar a hablar palabra ya con la turbación de la muerte que le aguardaba, o ya porque no se acordaba de los nombres que dijeron; a cuya suspensión el maestro de ceremonias que con su toque asistía al ejecutor del sacrificio, habló de donde estaba y le dijo:

     -Acaba ya de hablar, soldadillo. El miserable, turbado, pareciéndole que seguía el orden como se debía, respondió diciendo.

     -Éste es el gobernador.

     Replicole el Butapichún:

     -No es sino Álvaro, que aquí solamente los valientes conocidos se nombran primero.

     Échalo en ese hoyo -y él dejó caer el palillo como se lo ordenaron.

     -Sacad otro -le dijo mi amo.

     Y habiéndolo hecho así, le preguntó quién era el segundo. Respondió que el apo gobernador.

     -Échalo en el hoyo y sacad otro -le dijo.

     Así fue por sus turnos sacando desde el maestre de campo general y sargento mayor hasta el capitán de amigos llamado Diego Monje, que ellos tenían por valiente y gran corsario de sus tierras. Acabados de echar los doce palillos en el hoyo, le mandaron fuese echando la tierra sobre ellos, y los fuese cubriendo con la que había sacado del hoyo. Estando ocupado en esto, le dio en el cerebro un tan gran golpe, que le echó los sesos fuera con la macana o porra claveteada, que sirvió de insignia. Al instante, los acólitos que estaban con los cuchillos en las manos le abrieron el pecho y le sacaron el corazón palpitando y se lo entregaron a mi amo, a quien después de haberle chupado la sangre le trajeron una quita de tabaco y cogiendo humo en la boca lo fue echando a una y otra parte, como incensando al demonio a quien había ofrecido aquel sacrificio. Pasó el corazón de mano en mano, y fueron haciendo con él la propia ceremonia que mi amo. Entretanto, andaban cuatro o seis de ellos con sus lanzas corriendo a la redonda del pobre difunto, dando gritos y voces a su usanza y haciendo con los pies los demás temblar la tierra. Acabado este bárbaro y mal rito, volvió el corazón a manos de mi amo, y haciendo de él unos pequeños pedazos, entre todos se los fueron comiendo con gran presteza. Con esto se volvieron a poner en sus lugares y persuadieron con instancia a Maulicán los caciques que respondiese o hablase lo que decía en la razón de mi compra o venta, pues reconocían lo que importaba mi cabeza para la quietud y sosiego de sus tierras. A esto respondió el astuto guerrero que todos en sus sitios se asentasen para hacer, su razonamiento y dar a su proposición respuesta conveniente. Hiciéronlo así los circunstantes, y después de sosegados y atentos, se quedó solo en pie en medio del concurso, con la porra que sirvió de toque en la mano y el cuchillo que por razón de su parcialidad le tocaba; y razonó de esta suerte:

     -Ya sabéis, amigos y compañeros, que ha muchos años que os acompaño y sigo, sin haber faltado a ningún llamamiento y juntas de guerra que habéis hecho, con todos los soldados de mi regue o parcialidad, y en algunas ocasiones he salido mal herido y maltratado sin haber tenido dicha de llevar a mi tierra o a ojos de mi padre (que es toqui principal de Repocura) una pequeña alhaja de españoles. Al cabo de tantas entradas y salidas en que me he hallado con vosotros, ha querido mi fortuna que me haya tocado llevar a este capitán que me pedís. Vuestra demanda es muy justo y vuestra intención muy conforme al bien y reparo de nuestra amada patria, y claro está que yo no he de faltar a lo que es encaminado a su mayor provecho y conciencia. Y si el quitarle la vida lo es, siempre lo tendré dispuesto para la ejecución en mi parcialidad o donde vosotros tuviereis gusto. Mas no será razón que estando tan cerca de mi padre y de los demás caciques de mi tierra y comarcanos, me vaya sin él. Dejad que le lleve a vista de los de mi casa, de los demás toquis y caciques principales para que reconozcan y vean que soy persona de todo valor y esfuerzo, acreditando con él en esta ocasión lo que en otras escaseó la fortuna. Dentro de breves días de mi llegada, os lo remitiré o llevaré en persona para que donde tuviereis gusto, dispongáis el parlamento para la ejecución de vuestros intentos y los míos.

     A estas razones que acabó de pronunciar el astuto y magnánimo gentil, se levantó Antegüeno, cacique de los más principales de la junta, y dijo con arrogancia y energía el �mupicha�, que quiere decir: �tiene mucha razón�, agregando:

     -�Y no fuera justo ni bien mirado que fuese a su tierra y parcialidad sin el despojo adquirido por sus puños, y con la continuación de sus entradas y salidas, que sus padres ni los demás caciques de su distrito lo tuvieran a bien; antes que pudiera ser, fuese lo contrario, causa de disgustarse los toquis, de manera que en las demás ocasiones que se nos ofrezcan falten a nuestros llamamientos y no quieran acompañarnos como lo han hecho hasta aquí. Ha dicho muy bien Maulicán, y todos debemos apoyar su causa�.

     A estas razones se levantaron los demás y llevaron adelante las propuestas de Antigüeno, aplazando a mi amo para dentro de quince días; que le enviarían las pagas ofrecidas sin que faltase alguna, para que en su retorno se remitiese a sus tierras, adonde se había de hacer el �cojau� con toda solemnidad y junta de contornos. Con esto se despidieron los unos de los otros muy contentos, después de haber dejado la cabeza de aquel desdichado mancebo clavada en una estaca gruesa y levantada, y el cuerpo en suelo o campo raso, ofrecido a las bestias por sustento. Nosotros nos quedamos en nuestro alojamiento entretenidos en el reparo de nuestras pequeñas chozas; luego salimos en demanda de alguna leña seca para repararnos aquella noche de los hielos y fríos que nos prometía el tiempo. Y aunque eran en extremo sus afectos, yo me hallaba sudando, con el fuego de las congojas y aflicciones que me oprimían el alma, de haber visto aquel triste espectáculo y lastimoso fin de mi compañero, y por la sentencia de muerte que en mi presencia me promulgaron.

     Salimos por allí cerca en demanda de la leña, mi amo, otro compañero y yo, y al descuido, cuidadoso me entré en un bosquecillo de �coleales�, que nosotros llamamos �cañas bravas�, y como llevaba el corazón tan tierno y oprimido de los pasados lances y sucesos, considerando los infortunios y desdichas que a cada paso se iban disponiendo, me hinqué de rodillas en la más oculto de sus ramas y levanté los ojos para el cielo, desaguando por ellos el caudaloso mar que anegaba mis sentidos y aumentaba mis pasiones, ofreciendo a su Divina Majestad mis trabajos y aflicciones por medio de la Sacratísima Virgen del Pópulo, Señora Nuestra. Estando de esta suerte entretenido y muy cerca de hallarme sin atiento, llegó Maulicán, mi amo, que al descuido cuidaba de mis pasos y me dijo con semblante alegre y cariñoso:

     -�Qué haces aquí capitán, metido en este bosque?

     Volví el rostro a sus razones y levanteme del suelo, bañados los ojos en lágrimas, y le dije:

     -Aquí me habéis hallado encomendando a Dios, pues con tanto rigor me has prometido entregar a estos caciques, mis enemigos, no acordándote de la promesa y palabra que me diste, cuando pude con poca diligencia haberte dejado, y libertado mi vida de estos lances y peligros.

     Y esto fue con tan tierno y lastimoso llanto, que le obligó a enternecerse, de manera que echándome los brazos sobre el cuello, se le cayeron las lágrimas sin poderlas reprimir ni detener en los ojos, y me respondió, afligido y lastimado de verme de aquella suerte, las siguientes razones:

     -Capitán, no te dé cuidado la promesa y palabra que a estos feroces caciques en tu presencia he dado, porque ha sido a más no poder, por haber tenido aviso de un amigo mío que habían venido resueltos a matarte o llevarte sin mi gusto si yo no respondiese a propósito de su propuesta, y con su petición no conformase. Déjame poner con bien en los distritos de mi tierra, que allá yo soy también principal cacique como ellos y tengo muchos parientes y amigos; con que puedes tener por sin duda que no he de faltar a la palabra que he dado, pues primero me has de ver morir a mí que dejar de cumplir lo que te digo: que por haberme visto en esta ocasión solo y haberme hallado sin compañeros entre tantos enemigos, prometí lo que no he de hacer; así, no te desconsueles por tu vida, que me da mucha pena verte lastimado y afligido. Porque me has obligado con tu agrado y fidelidad, y naturalmente me has llevado el afecto y el corazón.

     Y esto fue volviéndome a abrazar con amor y ternura.

     Gran dicha fue la mía que me cupiese por suerte ir sujeto a un hombre noble y cacique principal, pues lo mostró con veras en esta ocasión y en otras, ostentando con su piedad lo ilustre de su sangre y la magnanimidad de su generoso pecho.

     Retirámonos a nuestro alojamiento con nuestras carguillas de leña, a tiempo que se acercaba la noche y el frío se aumentaba con el aire y viento presuroso, y a la puerta de la choza hicimos una buena candelada para el abrigo nuestro y para asar algunos pedazos de carne de caballo, que no había otra cosa de que valernos. En otra ocasión tengo significado que no podía de ninguna suerte arrostrarla ni aun llegarla a los labios, por cuya causa me acomodaba con los hígados bien lavados, los cuales puestos en las brasas, se ponen tiesos y gustosos. Así, al amor del fuego, en buena conversación comimos lo que cada uno pudo de aquel género. Y después nos echamos a dormir con algún gusto y consuelo por el que me había dado mi amo con las promesas que me había hecho, y por el amor y agasajo que me mostraba. Con esta consideración quedé aquella noche con algún descanso, hallando algún desquite al tormento que había padecido.

     Después que Dios, Nuestro Señor, se sirvió de echar su luz, aunque turbada y con algunas amenazas de volver a continuar el tiempo sus rigores por haber sido el antecedente día razonable, el río se nos mostraba más apacible, si bien peligroso por ser rápido y de crecidas piedras. Con todo eso se determinaron a esguazarle por las muestras que daba el cielo de continuar sus húmedos rocíos. Dejamos que pasase delante aquella turbamulta de fariseos, y quedamos atrás, mi amo y yo, el soldado, mi compañero, su amo y otro hermano suyo, gran guerrero y amigo de españoles -siempre me hizo muy buen tercio y me consolaba de ordinario con agasajos y buenas razones-, y otros tres compañeros de aquéllos que tenían sus ranchos en esta parcialidad de la cordillera. Pasamos con bien aquel raudal, después, de haber visto cómo los demás abrían camino y les esguazaban sin riesgo, y a muy buen paso aquel día nos pusimos muy cerca del río de Cactén, que así llaman par arriba al que pasa por La Imperial, habiendo descabezado todos les otros esteros o afluentes como son Coipo, Curalaba y otros, que en el rigor del invierno son más tratables por arriba, cerca de su nacimiento. Alojamos aquella noche a la orilla de un estero que estaba cerca de unos ranchos, según nuestros compañeros lo aseguraron, aunque no se veían desde el lugar en que habíamos alojado. Y sin duda debió ser así, porque en aquellos contornos encontramos algunas tropillas de vacas muy domésticas y mansas con algunas crías. Las arrearon fácilmente a un �guape�, las encerraron y cogieron dos terneras, que llevamos a nuestro alojamiento y con gran gusto con unos aquella noche de ellas y en un copioso fuego nos secamos, porque volvieron las preñadas nubes a descargar sobre nosotros sus penosas aguas. Y habiendo dispuesto nuestras pequeñas chozas, dimos al descanso nuestros fatigados cuerpos.

     Apenas se ausentaron las tinieblas, recogimos los caballos. Con el día, el agua con más fuerza se descolgaba. Y porque el río de La Imperial no nos impidiese el paso al aumentarse con las lluvias sus corrientes, nos apresuramos en dar rienda a los brutos, que en breves horas nos pusieron en sus pedregosas orillas. Allí nuestros compañeros rogaron a mi amo que pasase con ellos a sus casas a descansar y holgarse tres o cuatro días, pues tan cerca se hallaban de sus humos. Habiendo aceptado el partido que se la hacían porque de allí a su tierra había otros dos días de camino y los caballos se hallaban fatigados, sin dilación alguna nos dispusimos a enguazar el río, aunque por partes a volapié salimos. Y cogiendo un galope apresurado, dentro de breve tiempo nos pusimos en el rancho de Colpoche -que así se llamaba el hermano del otro indio, amo de mi compañero el soldado-, cuyo alojamiento y casa estaban vecinas con otras seis o siete de parientes y amigos. Y en contornos de un cuarto de legua poco más o menos había otros muchos comarcados. Con la llegada de los soldados guerreros y la noticia que tuvieron de la mía con el nombre de hijo de Álvaro, se juntaron aquella noche más de cien indios a visitar a los recién venidos. Y todos tratan sus cornadillos de muchos géneros de chicha, terneros, carneros, aves y perdices. En el rancho de Colpoche, que era el mayor y más desocupado para el efecto de holgarse y entretenerse en comer, beber y bailar, nos alojamos arrimados a un fogón de tres copiosos que habían en el distrito de la casa. Parecionos muy bien el abrigo por haber llegado bastante mojados, y, habiendo entrado nuestros fustes y entregado los caballos a quien ordenó el dueño que los guardase, nos arrimamos al fuego mi amo y yo con otros caciques viejos. Al punto nos trajeron unos cántaros de chicha y mataron una oveja de la tierra a nuestro recibimiento, que es acción ostentativa y de grande honor entre ellos. A mí me trajeron juntamente tres cántaros de chicha y un carnero, haciéndome la misma honra y cortesía que hacen a los principales huéspedes y caciques de importancia, como lo hicieron con mi amo. Y a imitación de los otros, fui haciendo lo que los demás hacían: que unos me brindaban a mí y yo brindaba a los otros.

     Así, en este entretenimiento alegre, fueron poniéndonos por delante para que cenásemos algunos guisados a su usanza: tortillas, platos de papas, envoltorios de maíz y porotos. Trajeron además muchos asadores de carne gorda y aquello me pareció lo más acomodado al gusto, porque un muchacho iba dando vueltas con los asadores acabados de sacar del fuego, vertiendo el jugo por todas partes, y los iba poniendo frente a cada uno para que cortara por su mano lo que le pareciera lo más acomodado y mejor asado. Los volvían a poner al fuego y traían otros, dando la vuelta a todos los circunstantes. Lo propio hacían de los demás asadores, de capones, gallinas perdices y longanizas. De esta suerte comimos y bebimos muy a gusto, desquitado el ayuno que en el trabajoso viaje padecimos. Fuéronse alegrando los espíritus con la continuación de diferentes licores. En otro fogón del rancho, uno de los músicos más diestros cogió un tamboril templado, y, dando principio al canto, siguieron otros muchos la tonada. Dentro de breve tiempo al son del instrumento y de las voces, dando saltos, bailaban a su usanza las indias y muchachas que allí estaban. Alborotados ya con el ruido, se fueron encaminando a nuestro fogón a convidar a los viejos que en él asistía en mi compañía y llevaron a mi amo a la rueda del baile; a mí me llevó el dueño del rancho. Llegamos a la rueda donde estaban bailando los indios y las indias, que no quitaban los ojos de los míos, diciendo los unos a los otros, así indios como muchachos y muchachas:

     -Éste es el hijo de Álvaro; muy niño es todavía...

     Y llegaban a brindarme con mayor amor y agasajo diciéndome que bailara también con ellas, cosa que no pude hacer de ninguna manera. Porque aunque me mostraban buena voluntad y agrado, tenía muy frescas las memorias de mi desdichada suerte. A mi compañero que lo fue hasta aquel paraje pidieron que se armase y bailase con su mosquete a cuestas y de cuando en cuando saliese a la puerta a dispararle.

     De esta suerte, estuvieron toda la noche comiendo, bebiendo y bailando. Yo pedí licencia al dueño del rancho para recogerme a un rincón a descansar. Me la concedió luego y se fue en persona conmigo y me hizo la cama con unos pellejos limpios y peinados, cosidos unos con otros, que, como colchones nosotros, usan los principales caciques. Y en lugar de sábanas echan unas mantas blancas y encima la frazada y sobrecama. Dispuesta ya en la forma referida, me dijo el camarada:

     -Bien puedes descansar y dormir a tu gusto aquí. Y si quieres levantarte a ver bailar y calentarte, podrás ir donde yo estoy, que toda la noche no hemos de pasar holgando en nuestros entretenimientos. Y no estés triste, que presto has de volver a ver a tu padre y gozar de tu libertad en tu tierra, Yo le he dicho a Maulicán, tu amo, que no te deje de la mano y que mire por ti con todo desvelo porque estos caciques de mi parcialidad han de hacer grandes diligencias por matarte. Y aunque yo no puedo ir en contra de lo que propusieron, lo que podré hacer por ti será dar avisos a tu amo de todo lo que trataren y quisiera disponer, para que pueda esconderte y guardarte. Porque yo naturalmente me inclino a querer bien a los españoles y a tu padre, porque es amable y querido de todos, que le conozco mucho y el tiempo que fui amigo reconocí en él muy buen corazón y trato para con nosotros; que si todos los que nos gobiernan fuesen de su calidad y agrado, no nos obligaran a dejar su comunicación y trato.

     Le rendí las gracias con sumisas y amorosas razones y, habiéndole visto tan agradable y jovial sentarse en la misma cama donde pretendía dar descanso al fatigado cuerpo, le pregunté que por qué causa, mostrando tanta voluntad a los españoles como refería, se había vuelto �auca� y contra nosotros. A lo que me respondió:

     -Muy bien me preguntas, capitán. Y porque lo sepas y no sea mi acción culpada, te diré lo que me pasó:

     �Yo fui leal amigo de los españoles en el fuerte y reducción de Cayuguano, donde estuve con mucho gusto el tiempo que gobernaba aquella frontera tu padre Álvaro, quien con todo desvelo solicitaba saber si nos hacían algunos daños, molestias o agravios, y con severidad y rigor castigaba a los lenguas, cabos y oficiales que nos asistían, cuando, aun en cosas muy leves, éramos molestados. Tu padre, en fin, nos faltó, porque le enviaron a Tucapel a que asistiese y gobernase aquel ejército y reducciones. Por su ausencia, quedaron otros a gobernarnos, los cuales no tenían aquel desvelo y cuidado de nuestras conveniencias que tenía Álvaro. Con esto se fueron libertando los soldados de tal suerte, que ya no había rancho seguro de sus manos. Si a los principios robaban lo que podían, después, con atrevido descoco, quitaban por fuerza lo que poseíamos. Y si alguno de nosotros se quejaba, a bien librar, no nos oían y escuchaban, cuando de palabra o de obra no nos maltrataban. Creció este abuso, de suerte que nos hallábamos descontentos, desabridos y aun desesperados, sin tener a quien poder volver los ojos. Callábamos y disimulábamos todo lo que podíamos, en la espera de que tu padre había de volver a visitar nuestras reducciones, como nos lo enviaba a decir con algunos compañeros. Los capitanes y tenientes que nos asistían, debiendo defendernos y ayudarnos, eran los primeros que nos vendían y maltrataban.

     �Tocome por suerte o turno salir a registrar los pasos con otros compañeros que también estaban, como yo, disgustados: a uno de ellos le había forzado la mujer un teniente, por lo que estaba hecho una ponzoña y muy lastimado. Estando pues a solas, tratando de lo que usaban con nosotros los españoles, hallé a mis compañeros -que eran seis- resueltos a venirse al enemigo. Por apaciguarlos, les dije que tenían sobrada razón; que yo estaba de la propia suerte vestido, pero que aguardásemos algunos días a ver si venía Álvaro, el cual sin duda pondría remedio en semejantes excesos y templaría nuestros disgustos. Parecioles bien a los compañeros, y con esto, al cabo de dos días, nos fuimos a nuestro fuerte y casas. Lo que hallé de refresco fue a mi mujer afligida, triste y llorosa. Y al preguntarle la causa, me respondió que el teniente que nos gobernaba (que era el mismo que más arriba queda referido) la envió a buscar con su criada. Juzgando que sería para otra cosa, fue con ella. Entrando a su casa, la entregó a un soldado amigo suyo y la rogó que le hablase y que hiciera su gusto, que lo estimaría, además de que la paga sería muy a su satisfacción. Y habiendo excusado ella a sus ruegos e intercesiones, la encerró con él en su aposento o en un rincón de su rancho, donde la anduvo forzando hasta que por las voces y gritos que dio -porque al ruido se juntaron muchas personas- se vio obligado a dejarla.

     �Al punto que oí estas razones a mi mujer, acabado de llegar con mis amigos a quienes había desvelado de sus intentos, les fui a buscar a cada uno de por sí y les referí lo que queda dicho, diciéndoles que ya no teníamos que aguardar más, pues con tanta disolución y desvergüenza nos quitaban las mujeres para hacer de ellas lo que se les antojaba, y que al instante se dispusiesen, porque aquella noche, con sus hijos y mujeres los que las tuviesen, se habían de ir al enemigo, y que al cuarto del alba, se aguardasen los unos a los otros en tal paraje de la empalizada o muralla de madera que tenía el fuerte, para que todos juntos saliesen a un tiempo convoyados. Tenían éstos de la liga otros amigos también disgustados, los cuales en otras ocasiones habían manifestado sus designios. Tocándoles a leva, nos aunamos unos catorce o quince, con sus mujeres los más. Al alba salimos con nuestras armas en las manos, llevando por delante nuestra chusma y familia, y nos pasamos el río Bío-Bío, que estábamos muy cerca de su orilla. Cuando amaneció, nos hallábamos a más de cuatro leguas de nuestro fuerte.

     �Ésta fue, capitán y amigo, la causa de mi transformación y mudanza de amigo vuestro a enemigo declarado. Mirad ahora por vuestra vida si tuve razón o no.�

     Toda esta conversación tuvimos con muy buena comodidad, porque en el discurso de ella nos trajeron de refresco unos pollos muy bien aderezados, con mucha pepitoria de zapallo, ají y otros compuestos, con un plato de sabrosas papas y un cántaro de chicha de frutilla -que es de las más cordiales que se beben-, con lo que nos fuimos brindando con mucho gusto y volvimos a cenar aquel bocado después de haberlo hecho con los compañeros.

     Muy atento estuve a lo que me refirió mi camarada y amigo, a quien respondí que no tenía que decirle sino que su acción había sido muy justificada, porque tales excesos y maldades eran insufribles.

     Llegó en esta ocasión Maulicán, que con los demás había estado bailando y, de haber bebido varios licores y chichas, traía la cabeza algo pesada. Le brindé con la frutilla que me había quedado en el cántaro y mi amigo se levantó diciendo:

     -Vamos a bailar, capitán, un rato y luego te vendrás a dormir.

     Y mí amo, con notable amor y cariño, dijo.

     -Vamos, hijito.

     Y cogiéndome del brazo, medio cayéndose, me levantó. Yo les obedecí por darles gusto, aunque a costa del sueño venía rendido. Llegamos al baile, donde me brindaron con una chicha de manzanas tan desabrida, que pasé luego el jarro a otro. Dentro de breve rato, habiendo dejado a mi amo entretenido en medio del concurso jovial y alegre, le dije a mi amigo que no podía tenerme ya en los pies y que me diera licencia para ir a descansar. Él, con grande voluntad y agrado, me dijo:

     -Vamos, capitán, que quiero yo llevarte y a mi hijo para que te acompañe. -Éste era un muchacho de hasta doce o trece años, a quien llamó y le dijo-: Échate aquí con el capitán y le acompañarás porque ninguno llegue a molestarlo.

     Y el propio indio nos cubrió con una frazada y se fue a su baile. Quedamos solos yo y el muchacho, que era muy agradable y jovial. Le pregunté cómo se llamaba y me respondió que Neculante, y él me preguntó otras cosas a las que respondí brevemente y le dije que descansásemos porque me hallaba con la cabeza cargada. Me pidió licencia para volver al baile, diciendo que luego volvería porque aun no le había venido a molestar el sueño. Con esto me dejó solo y, aunque medio dormido, no podía quitar de la memoria la razones que me dijo aquel bárbaro discreto, las que me causaron gran desvelo.



     Además ayudaban a esto con los gritos y voces que habían en el rancho, porque, como se hallaban ya calientes algunos y otros privados de sus juicios, cantaban con desmedidas voces los unos, otros lloraban y reían, y los más, riéndose, bailaban. Como mi experiencia era limitada -por ser muchacho en aquel tiempo, sin conocimiento de lo que en las reducciones de estos indios se acostumbra-, estuve la mayor parte de la noche suspenso y admirado, considerando los agravios que aquellos naturales padecían. Estando allí recogido, recordé sobresaltado de un sueño que me afligió el corazón y perturbó el ánimo: veía venir para mí aquellos caciques y soldados que en el alojamiento pasado dejaron efectuado el trato de mi venta, armados con diversos géneros de armas, los cuales, acometiendo unos por una parte y otros por otra, solicitaban rabiosos hallar al hijo de Álvaro. En breves lances, daban conmigo y entre dos alguaciles de aquéllos me sacaban arrastrando a la campaña. Al ruido y voces que yo daba, salía Maulicán a defenderme y quitarme de las garras de aquellos fariseos. Estando en esta contienda, lo habían muerto sobre mí y caía, revolcándose en su sangre y a mis pies. En esto recordé despavorido y bañado en el sudor de la congoja que me oprimía. Me levanté a dar gracias a N. S. y a ver el semblante que nos mostraba el día: entre nublados algo denso se descubrían los rayos del sol.

     Mi compañero, el soldado, a quien habían hecho bailar toda la noche, había estado cuidadoso por verme. Luego que me descubrió, al salir por la puerta del rancho, salió anheloso en mi demanda, y encontrándome afuera, me abrazó y dio los buenos días algo alegre, porque como le habían obligado a beber más de lo que acostumbraba, no dejaban de salirle a la cara los colores y el regocijo interior a las palabras. Consoleme de haberlo visto gustoso en medio de sus trabajos, y preguntándole por mi amo, me respondió que estaba durmiendo la borrachera por haber estado toda la noche cantando y bailando.

     Salió en esta ocasión mi amigo Colpoche como si no se hubiese desvelado ni bebido, tan entero en su juicio que me admiré de verle. Me saludó con mucho amor y me dijo que fuésemos a bañarnos al estero -que es costumbre de todos el hacerlo de mañana- como lo habían hecho ya algunas indias que volvían frescas del abundante arroyo que a la vista de los ranchos se esparcía. Para él nos encaminamos el soldado, mi compañero, y yo, el indio y dos muchachos, hijos suyos. Apenas llegamos a sus orillas, cuando se arrojaron al agua los muchachos y tras ellos su padre. Aunque a mi compañero y a mí nos persuadían a que hiciésemos lo propio, no nos ajustamos al consejo ni nos atrevimos a imitarlos, contentándonos sólo con lavarnos las manos y los rostros. Volvimos con los compañeros de este baño al abrigo del rancho, y, como dueño y señor, mi amigo nos mandó dar de almorzar con todo gusto, estando al amor de un fogón bien atizado, gozando de sus llamas apacibles. En conversación deleitosa estuvimos a la vista de unos asadores de carne gorda de corderos, pollos y gallinas. Muchos de los que en el baile estaban entretenidos agregáronse a los asadores y en breve rato dimos cuenta y fin de ellos. Sacaron un cántaro de chicha clara y me lo pusieron delante para que fuese bebiendo y brindando a los demás circunstantes, como lo hacían otros dos caciques principales. Después de haber concluido con ellos, se levantaron y se volvieron al baile y mi compañero el indio me convidó que por un breve rato fuésemos a asistirle. A mi compañero el soldado lo llevó un hijo de su amo, y por darles gusto, bañaba entre les otros y cantaba, o por decir mejor, gritaba al son de los tamboriles. Y aunque no eran difíciles las mudanzas, porque no tenían más compases que dar saltos para arriba, no me pude aplicar jamás a acompañarles, y así procuraba luego desasirme de la rueda del baile, como 1o hice en esta ocasión. Salí afuera a tiempo que el sol comunicaba más apacible sus rayos, por ser ya más de medio día, y, al amparo del rancho, me senté a la resolana por divertirme y apartarme de aquel bullicio confuso de la gente.

     Salió en ese momento el muchacho hijo de mi amigo y camarada con otros tres o cuatro de su ahillo, que se andaban tras sí como admirados, diciendo los unos a los otros:

     -Éste es pichi Álvaro; éste es Álvaro chiquito.

     Todos estaban deseosos de comunicarse conmigo, porque como mis años eran entonces poco más o menos los que ellos podían tener, se inclinaban a mirarme con amor.

     Llegó el hijo de mi amigo diciéndome:

     -Capitán, yo no pude volver a acompañarte por haber estado bailando y cantando toda la noche.

     Le respondí con mucho agrado y cariño que había deseado con extremo tenerle cerca para contarle un poderoso sueño que me había recordado despavorido y con gran congoja. Allegáronse los demás chicuelos con deseos de oír mi sueño y el hijo de mi camarada me pidió que se lo contase. Repetiles mi sueño y después les conté algunas patrañas y ficciones, como fue decirles que había visto venir un toro bravo y feroz, echando fuego y centellas por la boca, y encima de él uno como �huinca�, que quiere decir español. El toro embravecido procuraba echarlo abajo con los cuernos, haciendo muchas diligencias por matarlo, dando vueltas por una y otra parte y espantosos bramidos, y el que estaba encima de él, con gran sosiego y humildad, firme como una roca se mantenía.

     Quedaron admirados los muchachos de haber oído sueño tan notable, y el hijo de mi camarada me preguntó cuidadoso:

     -�Quién era, capitán, el �huinca� que estaba encaramado sobre el toro?

     -Andad, amigo, vos -respondí entre chanza y burla,- y pregúntaselo al toro que lo traía a cuestas, que yo no lo pude conocer ni saber quién era.

     Celebraron los muchachos mi respuesta, y estando ociosos en este entretenimiento, salió mi compañero el soldado a llamarme de parte de Maulicán, que había despertado ya de su profundo sueño. Junto con los muchachos que habían estado conmigo a la resolana, entré al rancho. El indio, mi amigo, dueño del festejo que estaba sentado con Maulicán, y otros seis o siete caciques a la redonda del fuego, como lo hicimos los que llegamos, me llamó al instante que me vio. Después de esto me arrimaron un cántaro de chicha de frutilla de buen porte, que mi amigo encareció haber hecho guardar para mí. Comimos y bebimos espléndidamente y con grande abundancia, porque mi amigo anduvo bastante cumplido en el empeño en que se puso en habernos convidado y llevado a su casa.

     Después de haber dado fin a nuestros cántaros de chicha, pedí licencia para largarme un rato por aquellas campiñas y valles, que a la vista se mostraban alegres y apacibles con los rayos del sol que los hermoseaban. Habiéndomela concedido mi amo de buena gana, me dijo que fuese con los hijos de nuestro amigo y huésped, quien les ordenó que me acompañasen, y a mi compañero el soldado que así mismo me asistiese. Salimos gustosos, deseoso yo de divertir algo mis cuidados, que con varios pensamientos a ratos se me aumentaban.

     Dejamos el baile en su punto y fervor, aunque no con el concierto que a los principios, porque ya los pleitos, ruidos, llantos y sollozos de las mujeres borrachas, maltratadas de sus maridos y algunas descalabradas, eran más que sonoros ecos ni alegres cánticos, pues los que sustentaban el baile se hallaban tan fuera de sus juicios y enronquecidos, me parece que sus perversas voces salían del infierno. Agregáronse a nosotros algunos muchachos más de buen gusto y humor alegre que estaban ejercitándose en el juego de la pelota a su usanza... Mis compañeros fuéronme llevando al estero abajo por unas vegas apacibles y chacras antiguas de legumbres, de las que los muchachos sacaban algunas papas de las que habían quedado de rebusco. Poco más allá se descubrían dos vistosísimas y hermosas copas de unos árboles frondosos, tan verdes y poblados de tupidas ramas y de verdes y anchas hojas, que obligaron al deseo a pedir con súplica a nuestros guiadores que nos acercásemos a ellos, pues la distancia de donde nos hallábamos era corta. A esta petición me respondieron placenteros que me alegraría con extremo ver aquella casa vistosa y agradable, donde en verano se iban todos los sus vecinos y compañeros a dormir, entre día después de haberse refrescado en el copioso estero que, esparcido, bañaba aquellas vegas. Llegamos a aquel deleitable lugar y di una y otra vuelta a aquellas copadas ramas. Reparando con curiosidad en su nacimiento, hallé que de dos árboles grandísimos se formaban aquellos chapiteles que servían de techo a la caza. Un cristalino arroyo los regaba y por entre peñas y sendas escabrosas descendía a lo profundo del hueco que con arte formaba. En suma, parecía un aposento bien obrado por una y otra parte de niveladas paredes de piedra. Descendimos a lo bajo, deseosos de ver el hueco de las peñas, y antes de poner el pie en sus umbrales, pasamos por un hermoso valle cultivado, ceñido por una parte de una canal honda y ahocinada y por la otra margenaba sus confines el abundante estero que se paseaba por cerca de las casas y ranchos. Entramos en aquel espacioso hueco y dentro de él hallamos algunos altos y levantados catres y barbacoas en que ponían las legumbres de porotos y maíces al tiempo de la cosechas. Alegreme infinito con la vista de aquel aposento agradable y digno de admiración, y aun más por estar en lugar donde no sabían hacer estimación de ese recreo ni contemplar las grandes maravillas de Dios.

     Divertido y suspenso en mis tristes pensamientos me hallaron los muchachos en compañía del soldado, que se quedó a asistirme en el entretanto que fueron a bañarse y a sacar algunas papas y legumbres de los camellones, de las que venían los más bien cargados y deseosos de volver al rancho. Con esto, nos volvimos, entreteniendo y haciendo grandes recuerdos de aquel tan apacible sitio. Llegamos a la posada a tiempo que el sol nos iba ya ocultando sus lucientes rayos y el aire, delicado y fresco, nos obligaba a buscar abrigo. Hallé a Maulicán retirado en un rincón de la casa, desechando la embriaguez con un pesado sueño, lo mismo que todos los demás caciques principales. Colpoche, como dueño y señor de aquel festejo, estaba sentado al fogón, con tal templanza y sosiego que me admiré. Luego que entré, me llamó placentero y cariñoso, y, sentándome a su lado, me preguntó cómo me habían llevado al rancho o casa de recreo que tenían en la campaña para el verano. Con grande encarecimiento respondiéndole que sí, alabé aquel paraje. Y de verdad, que por mucho que pudiera decir de él, no sabré significar la hermosura de los árboles, lo copado de sus cumbres, lo alineado de las piedras, lo acompasado del sitio y lo deleitable del arroyo con las demás circunstancias de amenidad vistosa.

     Algún tiempo más nos dilatamos en varias conversaciones, y, después de haber cenado con la misma abundancia, considerándome cansado, mi camarada me envió con un hijo suyo a descansar y dormir cerca de donde estaba Maulicán. Una de las mujeres, madre del muchacho que me llevaba, fue a buscar la cama, en la que gustosamente nos acostamos.

     Algunas horas antes de amanecer, me recordó Maulicán con grande regocijo y alegría, diciéndome:

     -Capitán, ya es tiempo de que vamos disponiendo de nuestro viaje, porque estoy con grandes deseos de volver a ver a mi amado padre, a mis hijos y a mi tierra.

     Poco después, las mujeres del dueño del rancho dispusieron el fuego, las ollas y asadores para darnos de almorzar con toda ostentación y espléndido aparato. Levantose Colpoche, cuidadoso de nuestro viaje, para lo cual envió a buscar los caballos, que ya habían cobrado algunos esfuerzos. Llegose después a darnos los buenos días con repetidos �mari maris�, diciéndonos juntamente que el tiempo estaba alborotado y revuelto, de manera que le parecía que había de volver el cielo a rociar las campañas con sus continuadas y prolijas lluvias. Quería que mi amo se quedara en su casa -que era la suya- otros dos o tres días a entretenerse con ellos.

     -Mucho estimo -respondió Maulicán- vuestro amor y cortesía. Mas, por lo mismo que llueva y amenaza temporal, me es forzoso hacer el viaje y pasar el Imperial antes que coja fuerza la corriente.

     -�Ea, pues, amigo! -nos respondió nuestro huésped-, ya que tan resueltos estáis en no quedaros, vamos primero a confortar nuestros estómagos y después cogeréis vuestro camino.

     Salimos a ver nuestra cabalgaduras y a tratar de ensillarlas, ayudándonos a hacerlo algunos muchachos y el soldado, enternecido ya de ver que nos habíamos de separar, quedándose él en aquella parcialidad y caminar yo con el mío a la suya. Consolámonos mutuamente y entramos con los demás a almorzar. Nos sentamos todos a la redonda del fuego y detrás de nosotros se formó otra rueda de mujeres, chinas y muchachos. Dieron principio por ponernos por delante unos �menques� de chicha, para que los unos a los otros nos fuésemos brindando. En breve rato, sacaron diferentes guisados con la misma abundancia que a los principios; y por prisa que quisimos damos en concluir nuestro almuerzo, no pudimos hasta las dos de la tarde.

     Cerca de las tres serían cuando Maulicán trató de despedirse, dejando a los demás amigos en grande fiesta entretenidos. Nos despedimos de nuestros amigos, principalmente de nuestro huésped, quien me abrazó con demostraciones de pesar y sentimiento, y rogó a mi amo que mirase por mí y (le dijo) que si quería, librarme de las traiciones de sus compañeros, que no me tuviese en su casa, que él avisaría en todo lo que tratasen los de su �regue�.

     Yo me aparté a un lado a despedirme y a abrazar a mi compañero el soldado. Durante un rato, no pudimos hablarnos palabra el uno al otro: nos faltaba ya el consuelo de comunicarnos y lamentar juntos nuestros trabajos y desdichas. Así, en presencia de muchos que estaban atendiendo a nuestras acciones, estuvimos abrazados.

     Se hincó (luego) de rodillas el pobre soldado y, hechos arroyos sus ojos, lastimados con grande ternura, me dijo:

     -Señor capitán y padre mío, acuérdese V. M. de mí, que soy un desdichado, hombre de tierras extrañas, sin deudos ni parientes que puedan hacer memoria de mis trabajos. V. M. es mi capitán; duélase usted de mí cuando esté en su casa, fuera de estas miserias y penalidades, que yo espero en Dios y en su Bendita Madre ha de ser muy breve. Yo soy el que tengo de perecer en estas desdichas y en este penoso cautiverio, el que tengo que morir sin consuelo entre mis enemigos. Yo soy el que no ha de llegar a tener la dicha de volver a ver tierra de cristianos, ni ver a mis amigos y compañeros, si V. M. no sa acuerda de mí, que soy su soldado, cuando haya ocasiones de rescates.

     Tanto me lastimaron las razones y llantos de este pobre soldado abrazado a mis pies, que no pude contestarle en mucho rato, si no fue con palabras que salían por los ojos de lo más íntimo del corazón, tan copiosas que le bañaron el rostro levantado hacia mí.

     Y fue tanto lo que se enternecieron los circunstantes que los muchachos hijos del indio nuestro amigo lloraban con nosotros y el P.e, que era hermano del amo del soldado, se acercó enternecido diciéndome:

     -Capitán, amigo, no tengas tanta pesadumbre y desconsuelo. Tu buena fortuna y agradable semblante te han de ayudar y ser propicios para que con brevedad llegues a tu tierra.

     Con esto nos desenlazamos y volví a abrazar a este valeroso amigo, encomendándole aquel pobre soldado en su presencia, que no le diesen malos tratamientos, ni le quitasen la vida, ya que su fortuna le había permitido encontrar tan principales amos, de tan generosos ánimos y corazones piadosos. Prometiome entonces, con juramento, que le tratarían con mucho amor y cortesía, por habérselo yo pedido y porque naturalmente se inclinaba a querer bien a los españoles. Volví a abrazar a mi soldado y compañero y lo consolé mucho repitiéndole lo que el indio me había prometido y diciéndole que tuviera buen ánimo, que en los trabajos y desdichas se experimentaban el valor y esfuerzo de los hombres.

     Y volvimos luego hacia donde mi amo, que, enternecido también, se había apartado a despedirse de sus otros amigos. Colpoche, nuestro huésped, le dijo:

     -�Ea!, Maulicán, ya podéis subir a caballo, que es tarde. Procurad daros prisa para coger la vereda que os he dicho; luego encontraréis un estero y al otro lado veréis unos ranchos que son del cacique Inailicán. Mis hijos van con vos a pasaros el río de La Imperial y os enseñarán el camino. Lo que os encargo es a ese capitán que lleváis. Os ruego por su vida y que hagáis con él lo que os tengo pedido, porque os ha de importar mucho su rescate. Advertid que es hijo de buen padre, de buen corazón e inclinado a hacer bien a todos. Y este capitán, que es ahora niño, andando el tiempo se ha de acordar de lo que con él hiciéremos y no podrá dejar de ser agradecido.

     Prometiolo otra vez mi amo y subimos a caballo, dándonos unos a otros repetidos �mari maris�:

     (-Quedáos con Dios, amigos; o,

     -Idos en paz.)

     Salimos como a las tres o cuatro de la tarde, el tiempo revuelto, turbio, y apresurado el Norte. Dios muchachos por guía fueron a encaminarnos al estero, que estaría poco más o menos a media legua de los ranchos. Llegamos allí a buen paso, y con toda brevedad, los guiadores por delante, arrojámonos a él. Y aunque por aquella parte traía menos agua el caudaloso río, la corriente era precipitada y peligrosa. Al atravesarle, me encomendé a Dios, porque realmente temí la furia que llevaba con crecidas piedras, en las que a menudo tropezaban los caballos y daban hocicadas a cada instante. Cayendo y levantando lo pasamos, aunque bien mojados de las continuas sacudidas que dábamos.

     Cuando nos hallamos de la otra banda, seguros de aquel peligro, mi compañero preguntó a los muchachos que por dónde nos habíamos de encaminar. Respondieron ellos que, en subiendo la loma que ya se divisaba cerca, tomase una vereda que salía entre otras y se apartaba a mano derecha. Ella nos llevaría a un estero que estaba a la vista del cacique Inailicán. Dijeron además que no se guiara por los cerros de Elol, porque si quería tirar derecho a ellos, se encontraría con muy malos pasos, esteros, barrancas, pantanos y atolladeros, sin acertar a salir de ellos.

     -�Ea, pues, amigos! -les dijo-. Yo saldré al camino que decís y no me apartaré de la vereda que habéis señalado.

     Con esto, nos despedimos con les acostumbrados �mari maris� y enviando muchas encomiendas (saludos) a los amigos.

     Quedamos solos mi amo y yo. El Norte iba, apresurado, haciendo su oficio despidiendo tupidas saetas de nevadas aguas. A medida que se acercaban las tinieblas y se aminoraba el día, creciendo el viento y aumentando el temporal desecho, fuimos caminando a muy buen paso para llegar al sitio que nos habían indicado nuestros guías. Según la oscuridad que nos seguía, me parece que sería ya el sol puesto. En la parte señalada hallamos tres o cuatro veredillas mal trilladas que parecían ser de vacas o de yeguas cimarronas. Con ello se halló Maulicán todo confuso y me dijo:

     -Capitán, no sé por qué vereda debemos encaminar nuestros pasos. �Qué te parece a ti?

     -Según lo que nos dijeron los guías-, le respondí, la de la mano derecha es la que debemos seguir.

     -Esa se aleja mucho y se extravía de aquellos cerros altos de Elol que allá se divisan. Esa veredilla más se encamina a tierra de españoles que a las nuestras. Esa otra de mano izquierda sube hacia La Imperial, y así, me parece que es mejor que cojamos la de en medio.

     No le quise replicar porque no creyese que me inclinaba a la que enderezaba a nuestras tierras.

     Cogimos la de en medio y por ella fuimos marchando. Dentro de breve tiempo se nos desapareció el día con el más terrible y espantoso temporal. Sin saber a dónde nos encaminaba, seguimos aquella vereda por más de una hora de la noche, que ya no nos veíamos el uno al otro. Al poco rato me dijo mi compañero que le parecía ir fuera de camino. Apeose del caballo, comprobándolo, y díjome atribulado:

     -�Capitán, estamos perdidos! No sé dónde estoy ni adónde vamos. Apéate tú también, y rastrearemos el camino, que no puede estar lejos.

     Malísima era la gana que tenía entonces de apearme, porque el temporal crecía; el viento bramaba; la tierra, convertida en mar, nos anegaba; el cielo con heladas saetas nos combatía; los truenos y relámpagos continuos nos causaban espanto, aunque a veces algún consuelo, ya que sus resplandores ardientes nos servían de lúcidas antorchas para podernos divisar. Así, le respondí que quién nos arrearía los caballos, pues, aun estando sobre ellos, no querían dar paso adelante si no eran muy oprimidos de las espuelas.

     -Tenéis razón -respondió mi amo-. Id vos a caballo y arrearéis el mío, que yo quiero buscar a pie la veredilla.

     Habiendo visto que en tan largo tiempo ni en tanto trecho no le topaba ni podía palpar, determinó Maulicán volver hacia el Norte, y como el agua y el viento eran tan recios y desaforados que los caballos les volvían las ancas y a nosotros parece que nos quería volar, le dije a mi amo que más acertado sería arrimarnos a alguna montaña espesa y abrigada donde pudiésemos pasar tan tenebrosa noche y repararnos de temporal tan deshecho. Le pareció bien mi consejo y marchamos en demanda de algún bajo y montuoso sitio. Marchamos más de una legua sin poder encontrar lo que buscábamos, cayendo y levantándonos en los pantanos, quebradas y zanjones. Con la última resolución, mi compañero había montado a caballo y, como iba adelante guiando, cayó de hocicos, con caballo y todo, en un zanjón. El ruido de la porrada del caballo me detuvo y él, caído en el suelo, me dijo:

     -Teneos allá, capitán; no paséis acá hasta que no reconozcas si hay otro paso más arriba o más abajo.

     Dio vuelta por una y otra parte, y como los relámpagos y rayos eran continuos, con su resplandor divisó cerca de sí una veredilla.

     A todo esto, estaba yo detenido, sin atreverme a dar paso por donde había visto caer al compañero, que es sobrada inadvertencia no huir del peligro en que se ha visto despeñarse a otro. Pasó por otra parte y descubrió más arriba mejor pasada, por la cual me llevó sin impedimento alguno. Seguimos la vereda poco más de una legua y al descender por una loma rasa, cuyo fin era un hondo valle donde no batía con tanta fuerza el viento, porque estaba sembrado de espesos arbolitos de �culenes�, que nosotros llamamos �albahaquillas del campo�, dimos en él con nuestros cuerpos. Corría por en medio un estero que parecía no poder perjudicarnos...

     Traíamos nuestras sillas sobre la cabeza y de algún reparo nos servían para que el agua no nos entrase por arriba y saliese por los pies. Fuimos el estero abajo en demanda de nuestros animales, a ver si habían salido de aquel arrebatado piélago, y volvimos a subir a un alto de aquel cerro para divisar la campiña más a lo largo desde la cumbre. Y en toda ella no se descubrían, con lo que nos convencimos de que las aguas del estero habían dado fin a sus vitales alientos. Sin esperanza ya de topar con nuestras bestias, perdidos en aquella campiña, sin saber por dónde encaminarnos ni pasar el estero embravecido, divisando al otro lado los cerros de Elol, que era donde llevaba la mira puesta mi amo, nos hallamos suspensos y confusos.

     Entramos en acuerdo para determinar lo que habíamos de hacer, y yo fui de parecer que hiciéramos, como la noche pasada, una choza o toldeta de las frezadillos y mantas, porque me parecía desesperada cosa marchar a pie, cayendo y levantando por pantanos y lomas con los fustes a cuestas. Mi compañero respondió que el dilatarnos más era esperar otra noche peor; que a orillas de aquel estero no podíamos dejar de encontrar algunos ranchos, pues nos faltaba ya el sustento y era forzoso que el hambre también nos fatigase.

     -�Hacia dónde caminaremos -le repliqué- si no sabéis el camino ni el paraje en que nos hallamos?

     -Tiremos el estero abajo -dijo-, que sería peor que nos estuviésemos sin hacer ninguna diligencia.

     -Vamos, pues, luego -le respondí-, que me parece muy bien vuestra resolución y así no debemos dilatarnos.

     Cogimos nuestros fustes, que habíamos dejado un rato al reparo de un frondoso árbol, y marchamos, ensillados como bestias, deseosos de encontrar algunos ranchos o chozas en que albergarnos aquella noche. A cabo de caminar cerca de tres leguas, encontramos una vereda que infaliblemente era la que habíamos dejado a mano derecha y la que nos habían indicado los guías. Tomándola, nos llevó al estero, desde donde divisamos de la otra orilla cinco o seis ranchos distante más de seis cuadras, por estar arrimados al abrigo de una loma y ceja de la montaña. Era ya muy cerca de la noche. Llegamos al paso del estero, que por esta parte venía ceñido, y dimos voces, repetidas con fuerza porque el temporal de agua y viento no las dejaba oír de los habitantes de aquel valle. Tantas voces continuas, confusas y tristes dimos, que envió el cacique un muchacho a ver quiénes con tan extraño tiempo caminaban desesperados.

     Respondió mi amo su nombre y la causa de nuestra peregrinación:

     -�Ea, pues, amigo!, por vuestra vida, enviadnos a esta banda dos buenos caballos y alentados para que pasemos antes de que cierre la noche sus cortinas. Id con prisa y decid al cacique Inailicán que soy yo el que ando extraviado y perdido por llegar a mi tierra y a mi casa.

     Fuese el muchacho con toda prisa y avisó al cacique, significándole la necesidad que teníamos de caballos, pues veníamos a pie y con los fustes a la cabeza Enviolos luego con el propio criado y otro hijo suyo, los cuales los echaron a nuestra banda, donde los recibimos, ensillamos y enfrenamos. Una vez que subimos a ellos, nos guiaron (los muchachos) el estero abajo. Llegamos así al paso que nos señalaron, por donde el estero iba más esparcido y ancho. Salimos con bien de aquel empeño, y a paso más que moderado nos pusimos en la casa del cacique, que ya nos tenía prevenida una buena candelada y un carnero vivo (que ésta es la honra que unos a otros se hacen, para que el huésped lo mate o degüelle y lo entregue después a otro que lo desuelle y beneficie). De buena gana desmontamos de los caballos y, una vez desensillados, los entregamos a los muchachos. Entramos con nuestros fustes al rancho, donde nos recibió con mucho amor y agasajo el cacique, haciendo que nos sentásemos al fuego y secásemos el hato. Luego que nos quitamos las mantas y las colgamos al amor del fuego, nos trajeron a cada uno un cántaro de chicha y a mi amo el carnero para que lo degollase, lo que hizo, y abriéndole el pecho, sacó los hígados y riñones y tal como salieron, los echó sobre las brasas, diciendo:

     -Mucha hambre traemos mi español y yo, que no nos hemos desayunado sino con un puño de harina.

     -Ya están haciendo de cenar -respondió el huésped-, y mientras se ajusta, podéis comer unas papas y un plato de mote.

     El cual mandó traer al instante, y entre mi amo y yo dimos fin a la porción muy brevemente, porque estábamos templados como alcones, y (aun) más, entreveramos los riñoncillos e hígados que había puesto sobre las brasas cuando degolló el carnero. Pusieron dos o tres asadores de él al fuego y en el entretanto nos brindaron a menudo los unos a los otros, de manera que con mucha brevedad concluimos con el licor de los cántaros, por lo que nos trajeron otros y nos los pusieron por delante. Como me hallaba ya con el estómago acomodado, dije a mi amo que quería quitarme los calzones (los cuales, como de aquellos antiguos que se usaban estofados, aunque los había secado en otras ocasiones, siempre quedaban frescos y mojados), y de la propia suerte estaban el armador y coleto de gala que traía; y que en el ínterin que se secaban, me pondría la manta que servía de capa sobre el vestido. Respondiome que le parecía muy bien y él me ayudó a secar el hato, el vestido y la camisa muy brevemente porque había extremado fuego y abundante.

     Con la noticia que tuvieron los demás vecinos y compañeros de aquel cacique, se fueron juntando diez o doce indios de los que tenían sus ranchos cerca y en su contorno y trajeron muchos cántaros de chicha para la bienvenida al recién venido huésped y holgarse aquella noche bebiendo, cantando y bailando. Ésta es una de las más perversas costumbres que se puede imaginar. Porque, al llegar un pasajero a la jornada, mojado, molido y hecho pedazos de caminar a pie todo un día por pantanos, quebradas y riscos, muerto de hambre y aliento, darle luego por descanso no dormir y estarse parados bailando y quebrándose la cabeza con gritos y voces desmedidas, no sé qué puede haber peor entretenimiento ni costumbre más usada.

     -Sacáronnos de cenar de los guisados que acostumbran: asadores de carne, platos de papas, porotos, maíces y otras cosas. Después de haber cenado y secado mi vestido, camisa y jubón, me los puse y me volví a abrigar con los demás.

     Este cacique Inailicán era uno de los que ofrecieron pagas para comprarme en el parlamento que para el efecto se hizo en el camino y de los que más apretaban en que con mi cabeza se hiciese parlamento general para la convocación de toda la tierra. Aunque luego que entré en su rancho lo reconocí, no quise manifestar el disgusto grande que me había producido el haberlo visto, porque el espíritu es fiel y leal al corazón, pues su presencia me perturbó el ánimo de manera que desasosegado no cabía ya en el pecho, leyendo en profecía la dañada intención que en el suyo estaba escrita. Saqué fuerzas de flaqueza para mostrarme placentero, alegre y gustoso, encubriendo con el semblante lo que el alma interiormente padecía.

     Poco me valió en esta ocasión la que fingí, que hay adulaciones desgraciadas cuando se encuentran con personas privadas del juicio. Fuéronse continuando los brindis y calentándose con ello las molleras y juntamente mi contrario poniéndose más furioso.

     Luego que vi el alboroto y la contienda de palabras que se iban armando entre Inailicán y mi amo, se me puso el corazón entre dos piedras, recelando en mí los males que de ordinario se originan de semejantes concursos entre estos bárbaros enemigos. Aparteme algo del fuego y a las espaldas de Maulicán me puse recostado a su sombra, haciendo que dormía, pero nunca más despierto, porque con el recelo y temor en que me hallaba, atendía a las razones de los unos y de los otros para ver en qué paraban sus litigios. El cacique Inailicán decía enfurecido a mi amo que era amigo de españoles y que no entendiese que le había de durar mucho su español, con quien pretendía granjear crédito, nombre y opinión. (Mi amo) como también estaba alborotado de lo que había bebido, le respondió enfadado que �quién había de llegar a su español sin su consentimiento y gusto? Con esto, se enfureció más el cacique y se levantó de su asiento, dando traspiés, diciendo:

     -Yo te lo quitaré y le mataré aquí luego.

     A esto se entraron de por medio dos caciques de su parcialidad y le apartaron y llevaron a otro fogón de los que había en el rancho. Maulicán se estuvo asentado sin hacer caudal de lo que el otro había dicho. Yo estaba a sus espaldas con gran recelo y temor, encomendándome a Dios y pidiéndole favor en aquellos aprietos y trabajos.

     Luego que se sosegó algún tanto el colérico cacique, me asió de la mano Maulicán, me sacó fuera de la casa y me llevó a un ranchuelo que estaba algo distante de ella, a sus espaldas, entre unos �coleales�, que llamamos cañas bravas, el cual servía de gallinero, roto y abierto por muchas partes. Y en él me entró diciendo que me estuviese quieto y sosegado, de manera que si acaso oyese algún ruido y a él dar voces y gritos, que saliese del ranchuelo y me fuese a emboscar en la montaña que estaba arrimada a las cañas o coleal. Sus voces serían la seña de que solicitaban mi persona. Dejome otra manta suya para que me abrigase y defendiese de noche tan tempestuosa y me consoló diciéndome que aquel cacique estaba borracho y sin juicio, y que no quería que me sucediese con él alguna mohína, por lo cual le parecía más conveniente apartarme de su vista hasta que se le pasase la furia. Con esto, me entró por un agujero o boquerón que entre otros tenía la chozuela, que era lo propio o peor entrarse en ella para abrigo que estarse en la campaña. Quise arrimarme a lo que me pareció más enjuto y abrigado, y me encontré con unas gallinas que empezaron a gritar y a hacer ruido, obligándome a que me sentase en medio donde combatían el viento y el agua. Fuese mi amo dejándome de la suerte referida en aquel gallinero, donde, por una parte el agua, el viento y el frío me molestaban, y por otra el estiércol de las gallinas que sobre mi cabeza muy de ordinario caía. Y sin intentaba mudarme a alguna parte más adentro, se alborotaban, de manera que me vi obligado a no mover los pies ni las manos del lugar en que estaba como en prensa. Y éste fue el mayor consuelo que tenía en medio de los cuidados y aflicciones que me causaban tantos y tan varios infortunios como los que iba experimentando cada día.

     Cuidadoso y desvelado me halló toda la noche, sin que pudiera un rato entregar al sueño los sentidos, escuchando las voces, gritos y ruidos que en el rancho había, que aunque eran originados de la chicha, me parecía que cualquier movimiento o alboroto se encaminaba a mi daño. Y aunque el temporal era excesivo y la noche oscura y tenebrosa, me determiné a salir del rancho y arrimarme poco a poco a las espaldas de la casa y a escuchar lo que platicaban. Allí estuve un buen rato, y como reconocí que el ruido y las voces, entre cantos confusos, eran alboroto y parte de la chicha y abundantes licores que tenían, me volví al gallinero a esperar de mi amo la orden que me daba.

     Así estuve parte de la noche, y al romper el silencio obscuro del alba llegó Maulicán con dos caballos ensillados que le habían prestado sus amigos, dejando al cacique Inailicán durmiendo la borrachera. Me hizo subir en uno, y a aquellas horas les dimos riendas y marchamos hasta sus tierras. Y aunque me hallaba debilitado, mojado y helado del frío, tuve por conveniente no volver a entrar al rancho de aquel cacique inhumano y para mí fiera cruel; de modo que salimos como de rebozo, como huyendo. El viento había amainado y suspendido su violencia, pero estaba en su punto el agua, dejándose caer a plomo. A buen paso subimos las lomas y cerros de Elol. Y habiendo caminado poco más de dos leguas, encontramos en medio de aquellos cerros otros ranchos del cacique Antegüeno por los cuales forzosamente debíamos pasar, ya que el camino nos llevó a sus puertas, donde salió el cacique y nos hizo apear con repugnancia de mi amo. Y verdaderamente yo lo deseaba con extremo, porque el hambre y el frío me tenían bastante desvanecido y apretado.

     Desmontamos de los rocines y los atamos a unos árboles vistosos que cerca de la puerta hermoseaban el sitio y su contorno, por ser de calidad que todo el año conservaban verde y vistosísima la hoja. A éstos llaman �pengus�. Además de ser crecidos y copados, cuando están con su fruta colorada, son de una vista apacible y deleitable; su sombra es copiosísima y saludable de verano, y las hojas batidas y oprimidas despiden de sí un fragante olor y muy suave.

     Entramos a la casa, y el cacique Antegüeno -que también era de los que se hallaban en el parlamento de mi venta o compra- nos llevó a un extremado fogón, dividido de otros que había dentro, en que asistían las mujeres. Allí nos hizo poner unas esteras en que sentarnos y mandó a un criado suyo que desensillase nuestros caballos. A esto repugnó Maulicán diciendo que había de pasar a su tierra luego aunque el agua no cesase; que ya estábamos acostumbrados a las inclemencias del tiempo y a estar mojados de ordinario. El cacique le respondió que, para dos leguas que le quedaban para su tierra, tenía bastante tiempo aunque saliese tarde.

     -Con todo eso -repitió mi amo-, quisiera llegar temprano para excusar andar de noche y porque ha muchos días que me aguardan en casa.

     -Bien, entonces -le dijo el cacique Antegüeno- calentaos ahora un rato y comeréis un bocado con ese pobre capitán que traéis, que me da compasión verlo y vendrá cansado y helado de frío. Con esto que le oí decir, me consolé grandemente, porque, como era uno de los contenidos en la junta y parlamento referido, juzgué que fuese como el pasado. Pero adondequiera hay buenos y malos, unos de natural y otros de otro. Este Antegüeno era hermano del pasado Inailicán, y no en la condición ni en las costumbres, porque se ajustaba al nombre de Antegüeno, que quiere decir �sol del cielo�, cuyos efectos son generosos, saludables, suaves y apacibles. Por ser el capitán y príncipe de las antorchas y luces de los cielos, es el corazón del mundo y su templanza. Con su grandeza se ilustran todas las cosas de la vida. El nombre del otro cacique, su hermano Inailicán, quiere decir �piedra esparcida o derramada�, y con sus obras conformaba muy el nombre, pues de una piedra no se puede sacar jugo ni esperar misericordia.

     Asentámonos al fuego y al instante nos pusieron por delante dos cántaros de chicha de buen porte. La que a mí me cupo era clara, dulce y picante, con la que me brindó:

     -Bebed capitán, y no te dé cuidado ni tengas pesadumbre, por haber encontrado con buen amo, valiente y respetado; que a no haber sido así, ya te hubieran quitado la vida. Y a pesar que mis compañeros han dispuesto el hacerlo a persuasión de Butapichún, Namuncura y mi hermano Inailicán, y todos los demás fuimos de ese parecer, en llegando Maulicán a su tierra se olvidarán sus intentos, y aun en el caso de que quieran poner aprietos, será dueño allá de su voluntad. Yo de mi parte te prometo no meterme con ellos para este efecto. Tu amo hará de ti lo que le pareciere, que pues el Pillán te ha librado de tantos peligros y riesgos, no será razón que nosotros nos opongamos a tu buena fortuna. �No es así, Maulicán?

     Contestó éste con alegría y halagüeño semblante que tenía mucha razón y que se había regocijado interiormente haber escuchado sus razones. Y entonces le contó lo que nos había sucedido en casa de su hermano y de la suerte que salimos huyendo de ella al alba y la penalidad y trabajo que yo había padecido toda la noche. Lastimose grandemente de considerarme de la suerte referida y volvió a repetir las mismas razones a mi amo, añadiéndole:

     -Y pues este capitán es hijo de Álvaro Maltincampo, gran soldado y principal caudillo, �qué podemos granjear en quitarle la vida? Mejor será que trates de rescatarle para que se vaya a su tierra, que todavía sabrá agradecer y estimar las acciones que con él hiciéremos. Y ya que cada día andamos en la guerra y a semejantes riesgos nos ponemos a contingencia de que lo propio nos suceda mañana, por lo menos tendrá en la memoria, como hombre principal y noble, el bien que entre nosotros hubiera recibido.

     Gran consuelo recibió Maulicán y mucho mayor le tuve yo, y con semblante alegre y con los ojos le estaba agradeciendo su buen celo, brindándole a su salud con sumo gusto.

     Sacáronnos de comer unos platos de carne gorda y una gallina con su pepitoria de ají y de otros compuestos. Amainó en esto el tiempo tanto cuanto el agua, y después de haber comido y bebido lo bastante y oreado al fuego nuestras mantas, nos despedimos del cacique Antegüeno con grandes agradecimientos y salimos de allí con más gusto que de la casa de Inailicán, su hermano.

     El camino cogimos a buen paso por una veredilla que atravesaba el camino real de La Imperial, y derecha nos llevaba a su tierra de Repocura. Y por prisa que nos dimos, llegamos a las orillas del río de este valle al tender sus cortinas las tinieblas. Venía de monte a monte, como dicen, y de la otra parte estaban los ranchos de su padre y su familia, como dos cuadras abajo del balseadero, donde tenía una canoa a modo de barquillo.

     Dimos voces a los que asistían en las chozas de la otra banda a tiempo que volvía el viento Norte a combatirnos con espesas lluvias. A nuestro llamado, vino un indio a saber quiénes éramos, y habiendo reconocido que era Maulicán con su español cautivo, fue con toda prisa a dar aviso a su casa, que estaba, como he dicho, más abajo del balseadero dos o tres cuadras. Enviaron ante todas cosas dos muchachones a que nos pasasen y recibiesen los caballos que echamos a nado de la otra banda del río. Entramos en la canoa con nuestros fustes y frenos, y dándonos muchos �mari maris�, que son como entre nosotros salutaciones y bienvenidas, pasamos de la otra banda con sumo gusto al dejarnos la luz del claro día.

     Subimos a caballo a toda prisa y en breve rato nos pusimos en la casa de mi amo, donde le aguardaban muchos días anhelosos su padre -llamado Llangareu, toqui principal de aquella tierra-, sus hijos y mujeres, con otros amigos comarcanos y muchos géneros de chicha, carne y otras legumbres que para el efecto habían solicitado y adquirido de otras partes, porque ellos, como soldados fronterizos, eran pobres y apenas tenían un poco de cebada que comer y de que hacer chicha. Entramos a la casa, habiendo entregado los caballos a unos muchachos para que cuidasen de ellos. Con grande alegría y regocijo nos salieron al encuentro los referidos y, dándonos muchos abrazos y �mari maris�, lleváronnos a un fogón bien dispuesto y separado de los demás para que nos secásemos y al amor del fuego templásemos el frío que traíamos. Hicímoslo así de buena gana, y después de haber cenado y bebido de los licores y chichas que nos pusieron delante me hicieron hacer la cama Maulicán y su padre, el viejo Llangareu, con unos pellejos limpios y peinados y unas frazadas de las mejores que tenían. El buen viejo me llevó a la cama, diciendo que me había de tener en lugar de su hijo; dándome muchos abrazos y dejándome en el dispuesto lecho, se volvió a dar principio a su entretenimiento, que empezaron con tamboriles, cánticos diversos, flautas y demás instrumentos alegres, celebrando la llegada de Maulicán y su cautivo a su amada patria.



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Segunda parte

     Al cabo de algunos días que los comarcanos, amigos y parientes de Maulicán había festejado su llegada con mucha chicha, bailes y entretenimientos, despacharon los caciques de la cordillera, en conformidad del trato que en el camino habían efectuado, cuatro embajadores con las pagas prometidas. Y como el río, con la continuación de las aguas, venía caudaloso y abundante sin que se pudiese pasar a menos que dando voces para que enviasen las canoas que estaban a la vista de la casa, habiendo llamado de la otra banda, imaginó luego Maulicán que sin duda serían los mensajeros y que entre ellos vendría algún cacique de los contenidos en el trato; por cuya causa determinó que no pasasen a la otra banda más que la canoa pequeña, en que no cabían sino el cancero o balseador y otro compañero, para que no pudiera venir en ella sino tan solamente uno de ellos y que éste fuese a hablar con su padre Llangareu. Hizo el barquero lo que le ordenaron y pasó con el principal embajador, quien después de haber visto a Llangareu se encaminó a dar su embajada a Maulicán sobre el trato efectuado en el camino. Éste lo recibió no con buen semblante ni buenas razones. Habiendo querido el mensajero desmedirse con palabras mayores, diciendo que era malas correspondencias las que usaba con toda su parcialidad y que mirase lo que hacía, porque sus caciques habían de sentir en extremo la falta de su palabra y la poca estabilidad de su trato, por parecerles que hacía chanza y burla de la autoridad de su persona. A esto respondió Maulicán que no hacía caudal de sus razones, que estando en su tierra y entre los suyos no los había menester de ninguna suerte y que la palabra que les había dado de entregar a su español cuando enviasen por él fue violentado y sin su gusto.

     -Bien pudierais haberlo mirado entonces, -replicole el mensajero-, y no habernos hecho venir con estos temporales pasando esteros y ríos con grandes penalidades, cargados de las pagas que os ofrecieron.

     No os metáis vos en eso -le respondió Maulicán-, que si yo me hubiese hallado en aquella ocasión con otros tantos amigos como ellos eran, hablara muy a mi gusto y lo que ahora respondo les hubiera dicho entonces. Mas como conocí la intención que llevaban y la traición con que iban, me fue forzoso sufrir y disimular mi aprieto. Porque tuve aviso cierto de que iban determinados a quitarme mi español si yo le negase o hiciese alguna resistencia a su propuesta. Hoy estoy a entre los míos y en mi tierra, donde soy tan cacique como ellos en la suya, y más estimado, porque soy más valiente. Decidles que si quieren algo conmigo y experimentan lo que os he dicho, que uno a uno, o como les pareciere, no me excusaré de verlos. Y a ese Butapichún y a Inailicán, que son los que más me han apretado en quitarme a este español, decidles que yo los conozco y ellos a mí, que no saben más que hablar y que cuando yo estoy peleando, ellos están a lo largo dando voces y haciendo ruido solamente.

     Volviole con eso las espaldas y entrose a su casa, desde donde estuvo escuchando sus razones. Y vi al mensajero quedarse tan suspenso y corrido, que tuvo por bien el volverse sin replicarle otra palabra.

     El viejo Llangareau estuvo tan cuerdo y sagaz que, habiendo visto la resolución de su hijo y el desabrimiento con que despidió al mensajero, le llamó y llevó a su rancho convidándolo a comer y a beber con agasajo. Éste previno como anciano y prudente el daño que puede originar de no hacer buena acogida a los embajadores.

     A una de tres razones o causas me parece que podremos encaminar su dictamen, según el mío lo presumió: lo primero, que como cacique y principal de su parcialidad quiso hacer demostración de su magnánimo pecho y de su generoso corazón, no haciendo estimación, aunque pobre, de lo que entre ellos se reputaba por rico, por grande, ya ostentoso. Lo segundo que se puede juzgar y entender de la poca estimación que hizo Maulicán de las referidas pagas es que por espera de mayores bienes se pueden dar de manos los menores; tenía puesta la mira con mi rescate a muchas más medras e intereses, porque a los diez o doce días de haber llegado a su casa tuvimos cartas los caciques y yo del gobernador y Capitán General, asegurando por mi vida la hacienda que quisiesen y a los caciques que estaban presos y cautivos entre nosotros que eran de la parcialidad de mi amo. Y como vio que para sólo este efecto habían dado libertad a una india que pocos días antes habían cautivado de la misma parcialidad, la cual significó las grandes ofertas y pagas considerables que ofrecían por mi rescate, reconoció lo que le importaba el asegurarme la vida y tratarme con todo agasajo y respeto.

     Lo tercero y principal que pude colegir de la firmeza y constancia que en defenderme y ampararme tuvo el dueño de mis acciones, fue la Providencia divina, que le ponía esfuerzo y ánimo varonil para que se opusiese a las contradicciones y aprietos que le hacían, solicitándole la voluntad por todos los caminos para la consecución de mi suerte y de mi fin desastrado.

     Volviéronse los mensajeros con mal despacho de lo que aguardaban los caciques de la cordillera, quienes se indignaron grandemente con Maulicán por haber faltado a lo que había quedado con ellos; por lo que determinaron al instante confederarse con un cacique émulo y contrario de Maulicán, llamado Lemullanca, de su misma parcialidad y compañero de los consejos y juntas de guerra del cacique principal, Llancareu, padre de mi amo. Esta confederación fue secreta, para que por su parte Lemullanca solicitase por varios modos y caminos enviarles mi cabeza o mi persona, así porque Maulicán no saliese con su intento de rescatarme, como para convocar toda la tierra y hacer un grueso ejército con la muerte del hijo de Álvaro; volver a molestar nuestra frontera y seguir la buena dicha y fortuna que sus aciertos le habían manifestado con tan sucesivas victorias como las que habían tenido.

     Admitió la flecha de este oculto trato el Lemullanca con mucho gusto como apasionado y envidioso de las glorias y nombres que había adquirido su contrario por la suerte que tuvo en mi prisión y cautiverio. Dispuso pues hacer un parlamento con malicioso fraude, convocando a otros de su devoción y ahillo, para que fomentasen su determinación y mal intento y sin dar a entender a Maulicán ni a su padre Llancarau, toqui principal y de los primeros de su parcialidad, para lo que se encaminaba su convocación y junta de guerra.

     Llegó el día señalado y, como motor y fundamento principal de este cónclave, el cacique Lemullanca había llevado gran cantidad de botijas de chicha, ovejas de la tierra, de las de Castilla y vacas al �lepum�, que así llaman al lugar destinado para tales llamamientos y juntas de guerra, el cual es un sitio distante y apartado del común concurso, media legua o una poco más o menos. Este cacique traidor a sus comarcanos había comunicado en secreto y dado a entender a sus compañeros y amigos que le parlamento era sólo encaminado a quitar la vida al hijo de Álvaro, y que si Maulicán lo repugnase, lo había de matar por fuerza y poner en ejecución su intento. Y aunque algunos admitieron sus propuestas, otros le avisaron en secreto de la traición que intentaba Lemullanca. En este tiempo habíamos subido a caballo mi amo y yo, Llancareu y otros sujetos para ir al parlamento, sin saber lo que nos aguardaba, y estando ya a más de seis u ocho cuadras de nuestros ranchos, nos encontró un indio mensajero que venía a darnos aviso de lo que Lemullanca maliciosamente intentaba. Y habiendo quedado suspensos y parados, consultando la resolución que habían de tomar, llegó otro embajador de parte de Lemullanca, nuestro adversario, encaminado al toque principal Llancareu y a Maulicán, diciendo que a ellos solos aguardaban en el �lepum� -como si dijese en el senado- y que también decía que llevasen al hijo de Álvaro, porque importaba su persona mucho. Luego que Maulicán oyó estas razones, dijo enfurecido al mensajero:

     -Id y decid a ese mal intencionado tuerto -que lo era y muy mal agestado- que ya he sabido con certidumbre a lo que su �cojau� se encamina; que no quiero ir a él; que si tiene deseos de ensangrentar su toqui y de matar españoles en sus parlamentos, que vaya a la guerra a cogerlos y aventure su vida en las fronteras, como yo lo hago y lo he hecho siempre, que este capitán me ha costado muchos trabajos y grandes disgustos y no lo he traído a mi casa para que él ni otro alguno quiera adquirir nombre y gloria con su muerte.

     Con estas razones, le volvió las espaldas, cogió el camino para su habitación y alegres le seguimos todos los que, ignorantes de lo que nos aguardaba en el parlamento, nos habíamos puesto en camino para él. El viejo Llancareu, luego que vio a su hijo retirarse, le siguió también juntamente con el otro indio que había venido con la advertencia de los amigos de mi amo y algunos otros comarcanos de su parcialidad y distrito que se habían juntado, teniendo por bien acordada su resolución.

     Volviose el mensajero al lugar en que le aguardaba Lemullanca, el cual hallose burlado. Habiendo visto en fin la falta de su promesa y que le era forzoso dar algún expediente a su cojau y parlamento, dio principio a su propuesta significando con energía lo que importaba mi cabeza para el sosiego de sus tierras y comodidad de sus habitadores, y que Maulicán no quería de ninguna suerte ayudar a establecer y fijar sus toquis con la sangre de españoles, pues tan descaradamente me defendía.

     Se retiraron a sus casas los caciques y huéspedes comarcanos y el viejo Llancareu me llevó a su rancho. Asistían allí con él un hijo casado, una hija soltera y sus nietos, y todos con estimación, respeto y benignidad me miraban. Luego que entramos, hicieron que asentase al fuego, y, aunque habíamos cenado y comido muy a gusto, me sacaron un cántaro de chicha de frutilla seca, extremada, clara, gustosa y picante, que es de las mejores que se usan. El viejo se asentó a mi lado y a él y los demás brindé y alabé grandemente la bebida, porque el licor era sazonado y cordial al gusto. Mandó el viejo que me la guardasen y que de ella no bebiesen otros, a lo que respondió la hija que no me faltaría de aquel género porque ella tenía frutilla bastante con que aumentarse la bebida. Agradecile mucho la oferta y le dije que en todo lo que me quisiese ocupar la serviría con todo amor y respeto. El viejo, su padre, la volvió a encargar con encarecimiento que tuviese gran cuidado conmigo en darme de comer y beber, que hiciese cuenta que yo era su hijo, porque en ese grado me había de tener; mandó disponer la cama y que la hiciesen ancha y blanda, añadiendo los pellejos y otras frazadas. El buen viejo estaba ya muy cerca de la edad de los niños, pues se burlaba y entretenía con ellos a ratos y a mí me miraba como a tal, porque entonces lo era sin pelo de barba, y me mostraba grande amor y voluntad. Por lo cual me dijo que había de dormir con sus nietos y con él porque no tuviese frío. Uno de los muchachos sería de doce a trece años, y el menor de diez a once. Después de haber conversado un rato con sus hijos y con los compañeros, me llevó el viejo a la cama, donde él y los nietos nos acostamos, quedando el viejo entre nosotros, todos con calzones, que así duermen los más, aunque yo me quedé con calzones, coleto y jubón y no hice más de quitarme de encima dos camisetas grandes que traía para el abrigo, con que nos echamos todas las mantas y camisetas encima de las frazadas para repararnos de las heladas y del frío, que en aquel valle eran continuos. Como entonces era la fuerza del invierno, junio y julio, padecí algunas penalidades originadas de la nieve y hielo que de ordinario nos cercaban y combatían, y por ser gente pobre y desdichada la que asistía en aquel distrito, soldados fronterizos y perseguidos de los nuestros con malocas, entradas y corredurías.

     Acostámonos pues, en la ancha cama y, después de haberme quitado las mantas, me santigüé despacio para encomendarme a Dios, a cuya acción estuvieron todos muy atentos y el viejo me preguntó que para qué hacía aquellas señales con la mano y en el rostro. Le respondí que era una antigua costumbre de los cristianos porque el demonio de noche no nos inquietase y que con aquellas señales de cruz que hacíamos lo ahuyentábamos de nosotros.

     -Pues, enseñad también a mis nietos -dijo el viejo-, que me parece muy bien lo que decís.

     -De muy entera voluntad les enseñaré -le respondí- y también a rezar para que invoquen el nombre de Dios y le conozcan.

     El nietecito mayor, que estaba arrimado a mí, me preguntó lo que era Dios. Le respondí en breves razones que era el Señor de Cielos y tierra, el Criador de todas las cosas, por quien los vivientes tenían vida; el que hacía que los campos se matizasen de flores, que los árboles brotasen y de verdes hojas se vistiesen, las plantas produjesen frutos, los cielos estuviesen en continuo movimiento, el sol con sus lucientes rayos iluminase la tierra y aclarase el día, la luna y las estrellas a la noche presidiesen y que a tiempo lloviese para la fertilidad de los campos. Y últimamente les dije que si tenían gusto de saber muchas más grandezas de nuestro Dios y Señor, las conocerían fácilmente si de todo corazón lo deseasen. Oídas mis razones y bien atendidas, el muchacho que estaba a mi lado me dijo:

     -Nos enseñaréis, capitán, desde mañana, que yo aprenderé con mucho gusto.

     -Gran consuelo me dais -respondí al chicuelo- con veros a conocer a Dios tan inclinado. Y para que tengáis mayor contento, os enseñaré las sagradas oraciones en visto doctrinar a vuestros indios algunos ratos, tenía las tres oraciones hasta el Credo en la memoria- y de esa suerte podréis entender mejor las cosas de nuestro Dios y Señor. Descansemos ahora lo que queda de la noche que ya es tarde y parece que el viejo se ha quedado dormido y se ha quejado antes de dormirse.

     -Así lo hace siempre -dijo el nietecito-, porque la vejez lo tiene como niño.

     Permitió su Divina Majestad que llegásemos con bien el día para darle las gracias, como se las di reconociendo sus inmensos favores y beneficios, y, dejando dormidos al viejo y a los muchachos, me puse en pie al salir el sol, que amanecía claro y luciente y sin estorbo alguno. Salí fuera del rancho a rezar mis devociones, y por estar la campaña cubierta de escarcha y nieve helada, causada de la serenidad de la noche, fui a ponerme debajo de unos árboles frondosos que con sus hojas y tupidas ramas, que todo el año se conservan verdes, habían defendido del hielo su contorno. En esta sazón volvían ya del río las mujeres de Maulicán y sus hijos, muy frescas de bañarse. Con muestras de amor y buena voluntad, me saludaron todas diciendo cómo había madrugado y dejado la cama tan de mañana, habiendo amanecido el prado helado y fresco con la sobrada helada que lo cubría. Les respondí diciendo que eran las noches tan crecidas que obligaban a desear el día con extremo. Con esto, fueron siguiendo su viaje para el rancho y una de las mujeres de mi amo, más anciana, me convidó a almorzar, diciendo que volviese a su casa luego a desayunarme con algo y a calentarme al fuego porque hacía un gran frío. Agradecile el cuidado y los �mari maris� que me dieron, correspondiendo alegre con otros tantos, y, dejándome solo y sin testigos, di principio a dar gracias al Criador, orando fervoroso con grande afecto. Y porque los que pasaban de una parte a otra no me viesen hincado de rodillas en camino pasajero y parte tan descubierta, no me arrodillé en la tierra, porque no pareciese afectada hipocresía que sencilla ni pura devoción.

     Acabada mi oración, poco a poco me fui acercando a la orilla del río que, generoso, bañaba aquellas vegas. Allí me lavé las manos y refresqué el rostro en sus corrientes. En esta ocasión, llegó Maulicán con sus hijos pequeños y los sobrinos nietos del viejo. Saludome con agasajo y como cautivo estimé el cariño; y me preguntó por qué causa me había levantado tan temprano. Y lo parecía, porque al salir el sol luciente y claro, con una niebla oscura se subió la helada escarcha -lo que entre ellos llaman �pirapilín�- y tras este accidente suele de ordinario ser cierta el agua. Le respondí que era más tarde de lo que parecía. En el intermedio de nuestras razones, se desnudaron todos y se arrojaron alegres al agua, persuadiéndome a lo propio. Excuseme con palabras corteses a su invite, porque me juzgaba muerto si en ejecución ponía sus intentos. Salieron frescos del agua, y nos fuimos en buena conversación y compañía a buscar el abrigo de los ranchos, donde nos tenían bien dispuestos los fogones, aunque poco de comer, porque su ordinario sustento no eran otra cosa que un plato de mote de cebada, unas papas bien limitadas y un poco de chicha. Yo hubiera llegado a sentir con extremo tanta abstinencia y ayuno, si no se entreverasen muchos días de bodas, fiestas y bailes, a que nos convidaban los vecinos caciques, de donde solían llevar carne cocida y cruda, tortillas y bollos de maíz, ya que por ver al hijo de Álvaro -que por este nombre era más conocido -armaban algunos entretenimientos, borracheras y juntas joviales.

     Habiendo llegado a tener noticias el gobernador Ancanamón de que yo asistía en el valle de Repocura, confinante a su parcialidad, dispuso una gran fiesta y borrachera, que ellos llamaban �cagüín�; y ésta era una circunstancia de entretenimiento deshonesto, llamado en su lenguaje �Hueyelpurun�. (En su lugar se dirá de la suerte que es este baile.) Envió a convidar para esta fiesta a Maulicán y juntamente al hijo de Álvaro, su cautivo, rogándole me llevase para el día señalado, cuyo plazo fue de cuatro días. En estos se fue disponiendo nuestro viaje, alistando las armas y limpiando los aceros, lavando capotillos y calzones y demás adherentes necesarios. Y estando una mañana, después de haber almorzado, al abrigo y reparo del rancho, gozando del sol y de sus apacibles rayos, me dijo Maulicán con grande agrado:

     -�No lavaremos tus calzones, capitán? Porque has de ir conmigo al festejo de Ancanamón, que nos ha enviado a convidar, y es forzoso que vamos a su llamado, y hemos de salir y caminar de aquí a dos días.

     Le respondí que me había alegrado infinito que se hubiese ofrecido aquella ocasión para rogarle se los pusiese y acomodase para sí; que me hallaba muy mal con ellos y con el hato que traía encima; que estaba ya tan vieja y sucia la camisa, que antes me servía de mayor tormento a causa de la comenzón que me afligía, con tantos animalejos como había criado, y que estimaría que me diese gusto en lo que le pedía, dándome otros calzones de manta y un par de camisetas que mudarme, además de que parecía muy bien con mi vestido, armas y aderezo de espada plateada que estábamos limpiando.

     -�Ea, pues!, capitán -me respondió-, ya que tú gustas de eso y me lo pides, yo lo estimo y agradezco encarecidamente. Lavaremos tus calzones y te haremos otros de un pedazo de paño que he de tener guardado; voy por él para hacerlo luego.

     Bien echaba yo de ver que miraba los calzones con buenos ojos y con alguna codicia, pero, como me trataba con respeto, no se atrevía a significarme su gusto; y antes que se resolviese a quitármelos, como dueño que era de todo, quise por buen camino ofrecerle lo que era suyo, sin dar lugar a que la codicia le obligase a principio a estragar la cortesía con que me trataba, porque, en abriendo la puerta a la primera desmesura, son muy ciertas la segunda y las demás.

     Volvió Maulicán dentro de breve rato con el paño, o por mejor decir, calzones ya cortados a su usanza. Trajo también otros nuevos de manta y me dijo que con ellos podía mudarme. Los de paño hizo que los acabasen luego y mandó echarles un pasamano de los que usan de lana, a modo de galón. Quiteme mis calzones y mudé de traje, y, aunque el corazón se me puso entre dos piedras, disimulé lo que pude el pesar que me causó el desnudarme del coleto, jubón y mangas. Y como eran cabos del vestido raso pardo atrencillados de plata, le dije que había de parecer con aquello muy galán en la junta y fiesta de Ancanamón, con las armas y aderezo plateado, y que me alegría mucho verle a los ojos de tamaño concurso vistoso, lucido y bien mirado. Agradeciome en extremo y, pareciéndole que me hacía algún placer y cortesía, me dijo con amor y agrado:

     -Capitán, las mangas y calzones llevaré solamente, pues tú gustas; que el jubón y coleto podrás llevar puesto para que te abrigue.

     -Lo que tú dispusieres y mandares haré con sumo gusto -le respondí-, aunque no me sirve más que de molestarme, como te he dicho, por estar sucio y maltratado.

     Llamó entonces a una hija suya, a quien mandó fuese a lavarle luego y le secase. La china hizo lo que le mandó su padre, y yo me puse los calzones de manta y una camisa a raíz de las carnes, fingiendo estar muy contento con aquellas vestiduras. Y como el sol reverberase luciente, dije a Maulicán que quería ir al río a refrescarme, por dar a solas algún alivio a mis cuidados, que grandes fueron las aflicciones que se me acrecentaron con la mudanza del traje.

     -Id, pues, capitán, en hora buena y decid a mi hija que os lave con brevedad el jubón y os lo seque, que yo quiero acabar de limpiar las armas y la espada.

     Salí de su presencia ya mudado en indio, deseoso de dar a las suspensas lágrimas rienda suelta, y antes de encaminar mis pasos para el río, me fui a la montaña umbrosa que de nuestro rancho estaba cerca, a donde acostumbrábamos ir por leña y a otros naturales ejercicios. Entreme a lo oculto y más escondido de aquel bosque, bañadas ya mis mejillas de copiosas lágrimas, y habiendo reconocido el sitio por una y otra parte despejado y solo, despedí de lo íntimo del alma unos suspiros y ayes con lastimosas voces, que, enternecidos los montes, imitaban y respondían lastimados. Puse en tierra las rodillas y en el cielo los ojos y el espíritu, dando gracias al Señor de todo lo criado por los favores y mercedes que me hacía, alumbrándome el entendimiento con trabajos y aflicciones para que supiese estimarlos y recibirlos con gusto de su bendita mano.

     Despedí con el llanto mi congoja y con la contemplación verdadera mi tristeza.

     Volví a salir del bosque consolado y con la voluntad de Dios conforme y reducido. Y entre los discursos y consideraciones que a la memoria se me venían, era la más continua y no desechable la transformación en que me veía, dándome vuelta y mirándome por una y otra parte, vestido como uno de los más desdichados indios, descalzo de pie y pierna, representándoseme la poca estabilidad de las cosas humanas, que no tienen fundamento ni firmeza alguna.

     De la suerte referida, me fui encaminando para el río y en el camino me encontré con los dos nietecitos del viejo Llancareu, mis compañeros y amigos, que en mi alcance andaban, quienes me preguntaron cuidadosamente de dónde venía, porque hacía buen rato que me había desaparecido de ellos y en mi demanda habían corrido las riberas del río, con deseos de hallarme para que les enseñase a rezar las oraciones que le había prometido la pasada noche.

     Gran regocijo tuve, reconocida la voluntad y afición que mostraban los chicuelos a las cosas de nuestra santa fe católica, pues sin haberles hablado más palabras que las pasadas al acostarnos, tuvieron en la memoria lo que de la grandeza de Dios les signifiqué de paso, pues me repitieron algunos puntos y razones.

     Yo confieso que con sus preguntas me pusieron en algún cuidado, considerando cómo había de satisfacer sus deseos cuando eran tan bien encaminados a saber lo que ignoraban.

     -Vamos caminando ahora hacia el río -les dije- nos asentaremos en sus orillas y despacio conversaremos:

     -Vamos pues, capitán -respondió el mayorcito-, el valle arriba, y traeremos de camino unos nabos que mi madre encargó llevásemos, y allí nos bañaremos muy despacio.

     -Paréceme muy bien lo que habéis dicho -le respondí gustoso. Encaminadnos luego para donde quisiereis, que todavía es temprano y nos podremos dilatar un rato en el paseo. (Y yo lo deseaba, por ir pensando lo que había de responder a sus dificultades.)

     Fuimos arriba de la vega, donde cogimos cada uno de nosotros un atado o manojo de nabos para llevar a casa, y después de haberlos lavado en aquel cristalino río y de haberse bañado despacio los muchachos, nos asentamos en sus apacibles y frescas orillas, donde me hallé con discursos y pensamientos varios para ver de dar principio a la doctrina y enseñanza de aquellos bien inclinados muchachos. Y aunque consideraba que no eran capaces de tanto misterio, por darles gusto en lo que me pedían, di principio a enseñarles a santiguarse. Y con un cuchillo que llevaba les hice una cruz moderada, lo más cuidadosamente que pude, dándoles a entender que de aquella insignia y señal de cruz, o de otra cualquiera semejante, huía el demonio, adversario común de nuestras almas, por haber muerto en ella el Supremo Señor Dios de lo criado. Y para darles a entender mejor les pregunté si sabían lo que era pecado, que entre ellos llaman �huerilcán�. Respondiéronme que sí, que �damentún� era pecado, que es quitar la mujer a otro siendo propia, y que hurtar también lo era y matar a otro. Éstos son los ordinarios entre ellos, porque el privarse del juicio, ni emularse, ni cohabitar con las mujeres del trato y solteras no lo reputan por tal. Sólo tienen por vil y vituperable el pecado nefando, con esta diferencia: que el que usa el oficio de varón no es baldonado por él como el que se sujeta al de la mujer. Y a éstos los llaman �hueies�, y más propiamente �putos�, que es la verdadera explicación del nombre �hueies�. Y estos tales no traen calzones sino mantichuela por delante que llaman �punus�, acomódanse a ser �machis� o curanderos, porque tienen pacto con el demonio.

     Ajustado ya con ellos lo que era el pecado, les signifiqué el aborrecimiento que Dios, Nuestro Señor, tenía a los malos y pecadores, porque era suma bondad y perfección, y principalmente los que no eran cristianos estaban separados de su gracia y de su gremio, y que aunque nos había criado a su imagen y semejanza, con nuestros delitos y maldades borrábamos la perfección con que fuimos criados. Para su mejor inteligencia les puse un fácil ejemplo que de repente se me vino a la memoria. Estando cerca de donde estábamos asentados un remanso del río a modo de una poza sosegada y cristalina, me levanté diciéndoles:

     -Allegáos para acá y os significaré de la suerte que se mira Dios y se asemeja a los justos, puros y limpios; arrimaos a este remango y mirad en él vuestros rostros qué claros y qué propios se representan en este cristal bruñido.

     Miráronse con cuidado y respondieron admirados:

     -Es verdad, capitán; tenéis razón.

     -Pues volved a miraros atentamente, les dije, habiendo primero alborotado y ensuciado el agua con el cieno y barro que en su centro contenía.

     Miráronse otra vez en el propio espejo y no se les representaron como antes sus retratos. Pregunteles la causa de mostrarse tan escaso aquel remanso en dar lo que antes tan liberal les había comunicado.

     -Eso claro está, me respondieron, porque habéis alborotado y ensuciado el agua.

     -Decís muy bien -les dije-. Ése ha sido el embarazo para esa diferencia. Pues de la misma suerte se mira Dios en nosotros mientras estamos puros, claros y limpios de pecados, y, ensuciando con ellos el alma -que es el �pilli� que decís vosotros-, se aparta de nuestra presencia su imagen verdadera.

     Acabados estos discursos, me preguntó el mayorcito, que mostraba más capacidad y entendimiento, habiendo estado atento a mis razones, si Dios era como nosotros y si tenía manos, cuerpo y los demás miembros que nos componen.

     Para dar a entender a mis discípulos de la suerte que era Dios y en qué se asemejaba a nosotros, les pregunté si sabían lo que era el espíritu del hombre o el alma, a lo que me respondieron que no sabían.

     -�No soléis -les repliqué- cuando se muere alguno, decir vosotros �tipainipilli�, salió del cuerpo el espíritu, y también opinan muchos o es común sentir de los ancianos que este �pilli� o espíritu va a comer papas negras tras esas cordilleras altas y nevadas?

     -Sí, capitán -me respondieron-; así lo dicen nuestros viejos.

     -Advertid ahora y estad conmigo: ese espíritu �pilli� rige y gobierna el cuerpo y le da vida y no le veis ni se puede divisar ni conocer. Y para que más claramente podáis venir en conocimiento de lo que es espíritu, os lo daré a entender con un ejemplo claro: traed a la memoria a vuestra madre y a vuestro abuelo, el viejo, acordándoos de ellos en vuestro entendimiento y en vuestro espíritu. �No parece que los estáis mirando verdaderamente con todas sus facciones, ojos, narices y boca?

     -Es así -me respondieron.

     -Pues, �quién os trae a la memoria a vuestra madre y a vuestro abuelo y os lo representa como ellos son en sí cuando os acordéis de ellos? �No es el entendimiento o vuestro �pilli�, que decís vosotros, que saliendo del cuerpo queda muerto y sin vida? Pues considerad ahora a Dios que es el alma y el �pilli� de todo cristiano.

     Volviome a preguntar el muchacho que discurría y dificultaba sobre lo que oía, que dónde estaba ese Dios de quien les había significado tantas grandezas; que tenía deseos de conocerle. Le respondí que Dios estaba en el cielo, en la tierra y en todo lugar.

     -Ahora, pues -les dije-, si tanto deseo tenéis de conocer a este nuestro Dios, os enseñaré a rezar y la manera como hemos de pedirle que nos mire como a sus hijos, nos socorra y nos defienda como padre y nos libre y aparte de nuestros enemigos como Señor Todopoderoso.

     -Con mucho gusto aprenderemos -respondieron los muchachos-. Enseñadnos luego algo, porque lo estamos deseando.

     Di principio por el Padrenuestro en su lengua y natural idioma; estuvieron con atención y cuidado repitiendo lo que yo les decía. Y para ponerles más codicia y que con brevedad se hiciesen dueños y capaces de la oración que aprendían, les di a entender que hasta que supiesen el Padrenuestro no les había de enseñar otra oración. Después de haberles repetido seis o siete veces la oración, nos retiramos a los ranchos. Cerca de ellos hallamos a Maulicán, muy gozoso, aliñando las mangas y los calzones que había lavado y añadido un pedazo de paño hacia la pretina, porque de otra suerte era imposible ponérselos, por ser de estatura disforme.

     Recibiome placentero, brindándome con un jarro de chicha y el viejo Llancareu con un plato de mote con muchas achupallas y yerbas del campo que dan buen gusto a sus guisados. La hija del viejo a quien había encargado mi persona me trajo otro plato de papas y un pedazo de cecina sin sal, mal seca al humo, que ellos no tenían otros regalos por ser fronterizos, y un jarro de chicha de la que me había hecho guardar el viejo la primera noche que entré en su rancho. Llamé a los muchachos mis compañeros y comimos a la resolana; que aun era temprano, pues todos los habitadores de la casa estaban al sol trabajando, haciendo unas lozas, ollas y cántaros; otros tejiendo, y a las orillas del río, otros lavando. Y Maulicán ocupado en aliñar su vestido, las armas y la espada, porque al día siguiente habíamos de salir para la fiesta y convite de Ancanamón, por llegar el día señalado con bastante tiempo. Fuese acercando la noche y con su vecindad nos fuimos acercando y recogiendo al abrigo de las casas, habiendo ante todas cosas ido todos los varones por un viaje de leña para calentarnos, que éste era el ordinario ejercicio que teníamos, sin reservas aun los mismos caciques. Al acostarnos, me volvieron a rogar mis camaradas, los muchachos y discípulos, les volviese a enseñar la oración del Padrenuestro, porque ya iban entrando en ella. Hícele así por darles gusto y por el que yo tenía de verlos tan inclinados al conocimiento de Dios, Nuestro Señor. Y después de haberlos enseñado, me encomendé a nuestro Dios y a su Madre Santísima y, acabadas mis oraciones, dimos rienda suelta con el sueño a nuestros fatigados sentidos.

     Al día siguiente, cerca de las tres de la tarde, salimos para la fiesta de los vecinos, sujetos y comarcanos de Llancareu, con Maulicán, su hijo y sus familias, quedando en resguardo de los ranchos las mujeres más viejas e impedidas. Llegamos aquella noche a alojarnos (a) una legua de donde la borrachera se hacía, en cuyo sitio tuvimos noticias de que la misma tarde se juntaban al lugar disputado Ancanamón y los dueños del convite, para el día siguiente dar principio a su festejo y a su jovial entretenimiento.

     -En muy buena ocasión hemos llegado -dijo Maulicán-, porque mañana entraremos a tiempo que nos reciban a nuestra usanza en el palenque. Salgan nuestros caballos a comer ahora; los más gordos y altaneros pueden manearlos porque no se alarguen y no nos detengan por la madrugada.

     Y esto sin tener recelo de que les hurtasen algunos, porque viven en sus tierras, debajo de su libertad., con más justa ley y natural razón que los que la profesamos.

     Habiendo quedado con mis compañeros alojados a las orillas de un apacible estero, en una tan amena vega como fértil, fue Dios servido de enviarnos su luz, aunque rebozada con nieblas gruesas y con muestras muy ciertas de convertirse en agua. Di gracias infinitas a la Majestad Suprema por haberme dejado llegar con bien de gozar de la luz clara de aquel día y, después de haber almorzado y recogido los caballos, montando en ellos, fuimos marchando al paso de algunas indias y muchachos que iban a pie, porque no hubo cabalgaduras para todos. Por mi gusto, me apeé del caballo en que iba y acompañé a las indias un buen rato para entrar en calor y no sentir tanto el riguroso frío que nos apretaba.

     Llegamos a medio día a vista del lugar en que se iban juntando con el gobernador Ancanamón los convidados para dar principio a su festejo. Los que íbamos a caballo desmontamos de ellos en frente del palenque y del andamio que tenían hecho para sus bailes y entretenimientos. En medio de él estaba puesto un árbol de canelo de los mayores y más fornidos que pudieron hallarse, con otros adherentes de sogas y maromas que pendían de él para hacer sus ceremonias.

     Luego que Ancanamón y sus compañeros caciques divisaron nuestra tropa y conocieron a Maulicán y al hijo de Álvaro a su lado, con los demás de su parcialidad y al toqui principal Llancareu, se aguardaban a que a su usanza los recibiesen; por haber sido llamados al convite, envió un recaudo al toqui Llancareu para que nos acercásemos al concurso de los demás. Hicímoslo así, habiéndose agregado a nuestra gente tres caciques más, compañeros y comarcanos de Llancareu, con sus sujetos, que por todos haríamos un número de cien varones, sin contar la chusma de indias, chinas y muchachos. En forma de procesión, caminamos a pie todos juntos y nos arrimamos hacia la puerta descubierta que hacía el cuartel formado en triángulo, hechas sus ramadas a modo de galeras. Allí tenían las botijas de chichas, los carneros, las vacas, las ovejas de la tierra y lo demás necesario para dar de comer y beber a los forasteros huéspedes. Hicimos alto a distancia de cincuenta pasos del bullicio que iba concurriendo, y como el concurso que llevábamos era copioso, yendo yo adelante en medio de él y de Llancareu y de su hijo Maulicán, pasó la voz de que había llegado el hijo de Álvaro, a quien deseaba con extremo ver la muchedumbre, con lo que se suspendió y paró toda la junta y salieron muchos de sus lugares y asientos a vernos recibir y entrar dentro del formado cuartel para la fiesta.

     Salió el gobernador de aquellas �aillareguas� y dueño de aquel festejo con diez o doce caciques de su parcialidad, deudos y amigos que ayudaban al gasto y al desempeño del convite. Llevaban tras de sí otras tantas mujeres e hijas suyas con un cántaro moderado de chicha cada una y un jarro para irla repartiendo; cogiendo cada cual de los caciques el suyo, primeramente Ancanamón, los llenaron de los licores y bebidas que traían y con ellos nos fueron brindando que es la cortesía que a su usanza tienen unos caciques con otros cuando son convidados para tales fiestas. Después de haber brindado el gobernador Ancanamón al toqui principal, que era Llancareu, e imitándole los demás caciques en la acción, llegó a brindarme a mí y a decirme que se alegraba infinito en verme con salud en sus tierras, porque conocía mucho a mi padre Álvaro, que era gran valiente y de opinión conocida entre los suyos; que él también lo era, que había peleado en muchas ocasiones con él y que tenía experimentada su buena fortuna y su valor, y juntamente que estaba satisfecho y enterado de su apacible trato y piadoso corazón, por haber estado cautivo y preso entre nosotros su pariente Inavilo. Éste le significó el buen agasajo que le hizo, el respeto y regalo con que lo trató. Esto lo dijo varias veces, mostrándose bastante agradecido a sus acciones.

     -Y fuelo tanto y tan amigo de tu padre -me volvió a repetir-, que se excusó volver a continuar la guerra y en varias ocasiones le dio muchos avisos en secreto que le importaron mucho. Y así, capitán, ten buen ánimo y esperanzas ciertas de hallar entre nosotros el mismo agasajo y cortesía.

     Yo le respondí rindiéndole las gracias de los favores que me hacía. Y verdaderamente que quedé muy consolado, porque no dejaba de darme algún cuidado el hallarme en semejantes juntas y borracheras, donde se privan del juicio, quedando la vida de un pobre prisionero a la voluntad de cualquiera mal intencionado, por no tener esta nación cabeza superior que los sujete ni a quien ellos rigurosamente tengan temor ni respeto, porque cada uno en su parcialidad y en sus casas es tenido y acatado conforme a sus caudales y el séquito de deudos y parientes que le asisten.

     Ésta es una de las mayores barbaridades que entre estos indios chilenos se reconoce y de la cual podremos tener algunas esperanzas de que no han de ser estables sus repúblicas, ni permanecer en su fiereza y contumacia.

     Después de haber brindado a todos los caciques y hombres principales, Ancanamón con los suyos cogió la delantera y dio principio a nuestra marcha, hasta llegar al sitio al que habíamos de asistir, inmediato al palenque y andamio del baile. Allí nos sentamos en unos tapetes o esteras los que éramos de nuestra parcialidad. Trajeron luego una oveja de la tierra, que sería a modo de camello, para nuestro viejo Llancareu, como toqui principal de su concurso, y a su hijo Maulicán un carnero, y a los demás caciques de la misma suerte, aunque particularizaron con una ternera más a Maulicán, por haber sido a quien envió a convidar con su español para su festejo. Para el común y chusma que llevábamos, pusieron de antemano veinte �menques� de chicha, de más de arroba cada uno.

     Dispusieron las mujeres hacer fuego y los muchachos el desollar los carneros para que comiesen, después de haber degollado cada uno el que le dieron, conforme lo acostumbrado entre ellos. Sólo la oveja de la tierra quedó en pie, por haberla reservado el viejo Llancareu, a quien le fue presentada, para llevarla a su tierra, donde son entre ellos de gran estimación y los que las tienen son hombres de cuenta y poderosos.

     Además de este convite que el gobernador Ancanamón nos hizo luego que llegamos, otros caciques de su parcialidad y compañeros le fueron imitando en los presentes, aunque no con la abundancia y ostentación que manifestó el gobernador. Con ello hubo suficientemente que comer, que beber y algún ganado que llevar en pie a nuestra tierra; porque además de estos regalos por mayor, se allegaron otros moderados de unos que nos llevaban el carnero, la ternera y el cordero, cántaros de chicha, platos de carne guisada, mariscos y otras viandas de pescados diferentes.

     En este recibimiento pasamos aquel día entretenidos y se dio principio a la borrachera al ausentarse el sol de nuestra vista. Juntáronse todos los caciques que se hallaban presentes de diferentes �regües� y parcialidades con Ancanamón y los de la suya, los cuales arrimándose al palenque, donde bailando y cantando estaban los mocetones con la plebe y el común concurso, callaron los cantores y los danzantes suspendieron el ruido y en silencio quedó la muchedumbre.

     Tomó Ancanamón la mano como dueño del convite, y estuvo un gran rato razonando, a modo de un sermón, entre nosotros. Los oyentes le miraban atentos, porque de verdad el indio era arrogante, discreto y desenfadado. Acabada su oración y discurso, entonaron los músicos sus romances, dando principio con uno en alabanza del gobernador, que ayudaron los caciques a cantar y a dar dos vueltas en el baile con las mozas y galanes. Y dejando establecida ya la fiesta, se retiraron los caciques principales a sus ramadas y ranchos, porque la noche helada y fría obligaba a solicitar abrigos y reparos. Quedáronse en el sitio la plebe y el común, con gran ruido de voces, tamboriles, flautas y otros instrumentos, comiendo, bebiendo, cantando y bailando sin cesar toda la noche.

     Después de haberse recogido los caciques a sus ranchos y ramadas, convidó uno de ellos a Maulicán a que fuese a su choza a gozar del abrigo que ofrecía, la cual estaba como a una cuadra del bullicio.

     Aceptó el ofrecimiento con Llancareu, su padre, y con ellos fuimos la familia solamente, porque nuestros compañeros y comarcanos quedaron en el baile entretenidos con el demás concurso, que sería de más de cuatro mil almas. Entramos en la casa del cacique, que era muy cercano y pariente de Ancanamón y tenían los ranchos tan vecinos y tan unos, que no se diferenciaban más que en las puertas. Aunque el de nuestro huésped era moderado, nos acomodamos todos arrumbados unos sobre otros, y como los más se hallaban privados de sus sentidos, no hicieron más que tenderse en aquellos rincones y quedarse dormidos. A este tiempo llegó el gobernador Ancanamón (cuya casa estaba tan cercana, que lo que se hablaba en una se escuchaba en la otra fácilmente), hallándonos sentados al amor del fuego a mí y a Llancareu bebiendo un cántaro de chicha que el dueño nos había puesto delante para que nos fuésemos a dormir con los demás compañeros. Sentose Ancanamón a mi lado y le brindé con un �melgue� de chicha que admitió con agrado. Y después de haber bebido, brindó a mi viejo Llancareu, que ya estaba también de buena, y díjole:

     -Déjame llevar a mi casa a este capitán para que vaya a cenar conmigo.

     -Vaya en buena hora -respondió el viejo- que solamente a ti pudiéramos fiar nuestro español.

     Levantose Ancanamón y llevome a su rancho, donde tenía tres fogones, por ser capaz y anchuroso. En el uno estaban bebiendo algunos caciques, mujeres y niños; en el otro, la familia de Ancanamón, con muchas ollas de guisados diferentes y asadores de carne, gallinas, perdices y corderos; en el otro solamente asistía una mestiza, hija de Ancanamón, y una de sus mujeres mocetonas, que debía ser la más estimada. A este fogón me llevó, y en una estera o tapete que ellos usan nos sentamos al fuego y mandó que nos trajesen de cenar. Al instante pasaron del otro fogón al nuestro los asadores y las ollas y nos pusieron unos platos limpios por delante y el asador de perdices, del cual sacó una el huésped y me la puso en el plato; pidió luego el de cordero y cortó por encima lo más bien asado y reforzó con él la porción primera y con unas tortillas sazonadas, platos de pepitorias, para que la perdiz y la carne comiese con aquella jalea y otros guisados de aves y hervidos a su usanza con legumbres de papas y porotos, y por postre unos buñuelos de viento muy bien hechos. Cenamos con gusto y alegría porque nos brindamos con extremadas chichas de frutillas que para mí eran el mayor regalo que se me podía hacer. En medio de nuestra cena, me preguntó por nuestro padre Álvaro, diciendo que no había conocido otra persona de tanta opinión ni que fuese tan temido de ellos, y por otra parte, bien querido, porque había muchos cautivos a quienes había hecho muy buen pasaje y solicitado sus rescates y puéstoles en libertad, con lo que mostraba su valor y generoso pecho, que los que son cobardes son naturalmente crueles y sangrientos.

     -Tenéis razón -le respondí-, que eso lo tengo experimentado desde que estoy entre vosotros preso, pues los más valerosos y principales caciques, como vos, que sois conocido en toda la tierra, así de los vuestros como de nosotros, por gobernador de estas fronteras, valiente y esforzado capitán, me han defendido y amparado, perturbando intenciones depravadas que han solicitado por varios caminos quitarme la vida.

     Proseguimos nuestra conversación y me volvió a preguntar qué es lo que decían de él entre nosotros, si tenía opinión de soldado y de valiente. Le respondí que entre ellos no había otra persona que sobresaliese ni otro nombre que en nuestras tierras fuese más conocido que el suyo, pues hasta las mujeres y los niños tenían en la memoria el de Ancanamón. Con esta relación que le hice tuve mucho placer y gusto, porque no hay ninguno a quien le pese ser alabado y aplaudido. Entonces me significó con gran amor cómo siempre había sido muy afecto a los españoles y a su traje y que a que a más no poder defendía sus tierras y seguía a los demás, y también porque en una ocasión tuvieron muy mal trato con él y le llevaron sus mujeres a Palcaví bajo conveniencias de paz y no se las quisieron devolver.

     -En verdad -le dije- que he oído hablar de esa materia en que te culpan algunos de la muerte de los padres de la Compañía y otros abonan en tu causa por haberte quitado tus mujeres y cada uno habla conforme sus intenciones buena o no tal. Mucho me holgara ciertamente saber el fundamento de la muerte de esos religiosos.

     -Pues, si tienes gusto que la historia te cuente -dijo Ancanamón-, te referiré lo que me pasó con un �patero� (que así llaman a los religiosos) que decían era gobernador y que traía del rey muchos negocios de importancia para nuestra quietud y sosiego.

     -De mucha estimación y gusto será para mí -le respondí- que me refieras el caso como sucedió en aquel tiempo, para tener certidumbre de lo que varios informes han puesto dudoso.

     -Habrás de saber, capitán -dijo el gentil valeroso-, que ese patero o padre tenido por gobernador nos envió a decir que venía enviado por el rey sólo a pacificar, poner en sosiego nuestra tierra y que nos estuviésemos en ella quietos, sin hacer guerra a los españoles, ni ellos a nosotros. Sin esta conformidad, permitimos que viniese un español lenguaraz con mensaje como embajador a mi distrito, por ser el fronterizo más cercano. Vino un alférez que se llamaba Meléndez con otro compañero, grande intérprete y ladino en nuestra lengua, a quienes recibí en mi casa con grande amor y agasajo. Regalándole con lo que tenía y sirviéndole mi persona, llamé a mis amigos y a los caciques de mi parcialidad y consultamos lo que debíamos hacer sobre la proposición que nos trajo el embajador del padre Luis de Valdivia, que así se llamaba este gobernador padre. Resolvimos que yo saliese acompañado de otro cacique a significar a las demás parcialidades de la costa hasta La Imperial las conveniencias y utilidades que reconocíamos en el trato de paces que nos proponía el padre. Abrazamos muy bien todos los de nuestra parcialidad este convenio, con que dispuse mi viaje a los seis u ocho días después de la llegada del alférez. Y al tiempo de mi partida se allegó a mí una de mis mujeres y me dijo en secreto que el embajador se había revuelto con la mujer española, a quien tuve buena voluntad y en quien tenía una hija. No dejó de darme algún cuidado y aun pesadumbre, pero, con simulación, no le di a entender a la que me vino con el aviso; antes le dije que callara la boca y no fuese bachillera ni divulgase tal cosa porque me enfadaría con ella grandemente y que no se maravillase de que la española mirara con buenos ojos a los de su nación y propia tierra, que lo propio haría ella si se viese entre los españoles y hallase ocasión de comunicar a los suyos. Con esto, la despedí sin hacer demostración de lo que tenía en el alma. Quedeme por aquel día con esta sospecha y con alguna mala intención de matar aquel español y vengar mi agravio, por no darle lugar a poner en ejecución lo que no pensé en mi casa. Volví en mí y entré conmigo en cuenta y pensé que si quitaba la vida a aquel español habían de colegir no bien de mi acción y, aunque se enterasen de mi razón y de la causa, que era justa, no habían de juzgar los españoles ser así, porque ya nos tienen por sospechosos y traidores y sin duda dijeran que por no admitir las treguas a paces que nos ofrecían, habíamos dado muerte al mensajero. Disimulé como pude mi pesar y suspendí mi apasionada intención, juzgando que llevado de mi agrado y cortesía, para en aquélla solamente su perversa inclinación y mala correspondencia. Y hallé que fue peor mi disimulo, porque el que es de natural maligno y no de esclarecida sangre, es ingrato y desconocido.

     -Tenéis razón por cierto -le dije al cacique-, que el que es noble y de prosapia ilustre, es cuanto a lo primero temeroso de Dios, atento en sus acciones y reconocido al bien que se le hace. Proseguid con vuestra historia, que me tiene admirado y suspenso la disolución tan grande de ese hombre.

     -�Pues, de qué os maravilláis, capitán? No fue lo más insolente y lo que a mí me causó mayor disgusto lo pasado, porque yo ya tenía determinado que la española que se fuese a su tierra en asentando nuestro trato, admitimos de todo corazón y (por el que) salí a que se efectuase con los demás caciques de La Imperial y la cesta. Escuchad más adelante y veréis lo que hizo este hombre en mi casa. Salí otro día con el cacique mi compañero y mis criados y dejé al español en ella -a pesar de ir advertido de su mal trato- con orden de que lo regalase con lo que tenía y a un hermano mío que lo asistiese y acudiera a suplir mi falta. Así lo hizo, festejándolo con mucha chicha, perdices, corderos y terneras. Y en el tiempo que falté por estar haciendo la causa de los españoles y reduciendo a mi voluntad a los demás caciques de toda mi �regue� y parcialidad, el español mensajero estaba en mi casa haciéndome traición y disponiendo dejarla robada, como lo hizo. No habiéndose contentado con revolverse con 1a española, me inquietó dos muchachas a quienes quería bien, y tres o cuatro días antes que yo llegase previno sus caballos y una noche subió en ellos y me llevó la española y mis dos mujeres al fuerte de Palcaví.

     �Cuando llegué, habiéndome avisado del destrozo que había hecho aquel mal hombre en mi familia, �qué sentiría mi alma y qué aflicciones tendría en mi corazón? Lloré como una criatura la falta de mis mujeres y en este tiempo llegaron mis suegros, padres de las muchachas, y me pusieron de suerte que no faltó sino matarme, diciéndome que era traza mía el haber enviado mis mujeres por delante para irme yo tras ellas a vivir con los españoles. Me vi en tan notable aprieto, que fue menester valerme de mi prudencia, de mi valor y esfuerzo, para no hacer una locura y desesperada acción. Traté de ponerme en camino para ir en demanda de mis mujeres al fuerte de Palcaví, juzgando que los españoles, luego que yo llegase, me devolverían mis mujeres y castigarían al que hizo conmigo semejante maldad. Rogué a mis suegros que me asistiesen y acompañasen, que por mis razones echarían de ver y conocerían mi inocencia y cuán ajeno estaba de lo que me habían acumulado. Aceptaron luego el convite y vinieron en ir conmigo por el deseo que tenían de ver a sus hijas.

     �Salimos otro día por la mañana hasta veinte indios amigos y los caciques mis suegros y llegamos al fuerte de Paicaví a significar el agravio que aquel español me había hecho, diciéndoles que como permitían tan gran desafuero a quien iba a tratar medios de paces y conveniencias públicas; que los más y el común juzgarían haber sido trato doble fraguado entre todos ellos y que así estimaría grandemente que no frustrasen mis esperanzas, ni diesen lugar a que los caciques, mis compañeros y padres de las dos chinas que me habían robado, juzgasen en contra de los que le tenían informado, y asegurado de que volverían mis mujeres y castigarían severamente a quien en tan inhumano y mal correspondiente había procedido en mi casa. (Además les dije) que la española podía quedarse, pues se hallaba ya en su tierra y entre los suyos, que solamente pedía las dos hijas de aquellos caciques que se hallaban presentes para consuelo mío y alivio de sus padres. Estas y otras razones, salidas del corazón con todo sentimiento y pena les dije, sin que en ellos causasen efecto alguno. Me respondieron desabridamente que las chinas no querían volver a nuestro poder porque eran ya cristianas. Pues, �por qué las cristianasteis con tanta brevedad, me volvía a decirles, sabiendo de la suerte que ese mal hombre las había traído sin aguardar el fin de mi viaje, que claro está que sabríais que estaba fuera de mi casa en ejecución y complimiento de vuestra embajada? �Nunca yo la hubiera permitido, pues estoy experimentando vuestras traiciones y dobles tratos! Con negarme ahora mis mujeres nos habéis dado a entender que todos sois uno y sólo tratáis de destruirnos y acabarnos. Y luego decís que nosotros somos los traidores y los que vivimos con doblados pechos. Finalmente, nos volvimos desconsolados y tristes, mis suegros sin sus hijas y yo sin mis mujeres, rabioso de haber admitido aquel español en mi casa y deseoso de hallar ocasión de vengarme de aquel patero �apo� que nos envió a engañar y hacer burlas y chanzas de nosotros. En este tiempo, acabado de llegar a mi casa, tuve noticia cierta de que habían llegado al valle de Ilicura dos pateros o padres de la Compañía de Jesús enviados del propio padre que nos engañó. Y para que mis suegros entendiesen cuán lastimado volvía y para tener en alguna parte venganza de tamaña ofensa, convoqué hasta doscientos indios amigos y comarcanos, fui a donde ellos, estaban y los hice matar rabiosamente.

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