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     �Mirad ahora si tuve sobrada razón o no, después de recibidos los agravios que os he referido.

     Atónito y suspenso me quedé, por cierto, habiendo escuchado la relación de este cacique, que nunca juzgué fuese tan verdadera hasta que, después de conseguida mi libertad, me informé del caso por algunas personas antiguas y de crédito y comprobé lo que el cacique me había contado. Y aun más me agregaron.

     No supe qué responder a razones tan ciertas y agravios tan conocidos como los que me refirió este cacique, sino decirle que su indignación había sido justificada.

     -Muchas cosas pudiera referiros -me volvió a decir Ancanamón- de lo que los españoles hicieron con nosotros en sus principios, pues, por no haber podido nuestros antiguos antepasados tolerar las vejaciones y agravios que les hacían, los obligaron a coger las armas y sacudir el yugo de su servidumbre, que tal vez al más cobarde suele la desesperación dar valor y esforzado atrevimiento.

     -Decís muy bien -respondí al cacique- que esa verdad se ha experimentado en muchas ocasiones.

     En el tiempo que estuvimos cenando y en buena conversación entretenidos, se armó un gran baile y jovial entretenimiento en el rancho de mis compañeros, desde el cual yo salí para el de Ancanamón. Y como estaba tan vecino el uno del otro, se fueron a él todos los indios y muchachos y muy gran parte de las indias, por cuya causa me provocó el dueño a que siguiésemos a nuestros compañeros y fuésemos a bailar con ellos un rato. Por darle gusto, fui en su compañía, bien forzado, porque más se inclinaba mi deseo a buscar la quietud y mi descanso que al bullicio y las voces de sus cantes roncos.

     Entrome en medio de los que estaban en rueda dando vueltas y bailando, y luego que nos divisaron llegaron los unos y los otros a brindarnos con algunas bebidas fuertes y algo espesas, de las que bebí muy poco y aun sin gusto, por haber tenido con la cena y bebida del cacique. Éste parece que advirtió lo desganado que me hallaba, porque me dijo que si tenía deseo de irme a descansar, que lo hiciese con mis compañeros, pues me habían venido a buscar los dos muchachos nietecitos de nuestro viejo Llancareu. Agradecile el favor y regalo que en su casa me había hecho y más el haberme dado licencia para ir a buscar el sosiego que solicitaba el fatigado cuerpo. Salí de aquel confuso laberinto y me acomodé gustoso en un rincón donde estaba con su familia Maulicán y di infinitas gracias a Dios Nuestro Señor por los favores que cada día experimentaba de su bendita mano, hallando entre mis enemigos tan corteses acciones y amorosos agasajos como los de Ancanamón y otros caciques principales con que fue mi prisión dichosa como feliz el cautiverio.

     Salimos por la mañana con el gobernador Ancanamón los que habíamos dormido en sus ranchos, y nos llevó al lugar que el día antecedente habíamos tenido con mucho acompañamiento. Los que ayudaban al festejo nos llevaron de almorzar y que beber con abundancia para que los huéspedes se entretuviesen y alegrasen, porque la fiesta es comer, beber y bailar, cantando durante todo el día y toda la noche, como lo hicieron más de cuatro mil almas que se quedaron en los andamios con los cantores y en sus sitios y lugares otros. Llevaron a Ancanamón todos los caciques principales al centro del concurso, donde chicos y grandes, mujeres y hombres estaban bailando en rueda. Y cogiéndole en medio, lo recibieron con el romance que el día anterior cantaron en su alabanza. Después de esto salieron diez o doce mocetones desnudos y en carne, tiznados con carbón y barro hasta los rostros. Ya dije antes de esto que en medio del palenque estaba hincado o clavado un árbol de canelo muy crecido, y para que no se blandease o hiciese pedazos al tiempo que fuese más necesario, por ser madera vidriosa y delicada, le tenían liado a otros dos árboles gruesos y fornidos, de donde pendían unas maromas gruesas cuyos extremos llegaban a fijarse en otros postes firmes y robustos que servían de estribos a los bancos del baile y al palenque. Estos danzantes ridículos traían ceñidas a la cintura unas tripas de caballo bien llenas de lana y más de tres o cuatro varas a modo de cola, colgando, tendidas por el suelo. Entraban y salían por una y otra parte bailando al son de los tamboriles, dando coladas a las indias, chinas y muchachos; que se andaban tras ellos haciéndoles burlas y riéndose de su desnudez y desvergüenza. Después de haber andado de la suerte referida por entre todo el concurso de hombres y mujeres, subieron a las maronas que a modo de jarcias estaban puestas; subían a lo alto y volvían a bajar; otras veces se paraban sobre los estribos de los andamios de los cuales pendían las puntas de las maromas y se ataban de las partes vergonzosas un hilo de lana de un dedo de grueso, de donde les tiraban las mujeres y muchachos, bailado los unos y los otros al son de sus instrumentos.

     Ésta es la fiesta más solemne que entre estos bárbaros se acostumbra, imitando a la antigüedad, que usaban en sus convites bárbaros, para la solemnidad de sus banquetes, hacer otro tanto, emborrachando a algunos y poniéndoles en cueros para que sirviesen de risa y entretenimiento.

     Volvimos, por segunda vez, Llancareu, Maulicán y su familia a los ranchos de Ancanamón, donde alrededor de los fogones se armaron diferentes bailes y convites que duraron hasta el otro día. Por segunda vez me llamó a su rancho Ancanamón, y fue tanto el amor que me cobró, que lo manifestó con obras y agasajos, pues, además de ellos, me ofreció una nieta -que lo era también de la española que le llevó con las demás el fraudalento embajador-; propúsome y diome a entender con benévolo semblante la voluntad que me tenía y el gusto que recibiría si yo me quedara en su casa; que por mí daría a mi amo las pagas que quisiese y que me casaría con su nieta. Agradecile su oferta con extremo y le respondí muy a su satisfacción; lo primero, le signifiqué el amor que me tenía Maulicán, mi amo; los disgustos y pesadumbres que por mi culpa había tenido; los empeños en que se había puesto por defenderme, y que sin su gusto y beneplácito no parecía bien tratar de mis comodidades, que por tales juzgaba las que me ofrecía. Lo segundo que se me podía por delante era el que con brevedad aguardaba resolución de mi rescate, porque los caciques de la costa me habían remitido cartas de mi gobernador y enviado respuesta mía, con lo que tenía por sin duda que se efectuarían los tratos principales por aquella parte.

     -Es verdad -dijo Ancanamón- que con mi permiso pasaron estas cartas y han vuelto las vuestras y esperamos rescatar nuestros caciques presos por vuestra persona. Pero si en el entretanto quisiereis habitar conmigo, estaréis más cerca y será con gusto de Maulicán, a quien le daré aquí las pagas que quisiere.

     -No quisiera -le respondí- que entendiese que yo solicitaba el dejar su compañía y faltar de su obediencia, porque, aunque estoy conociendo que vuestra compañía fuera para mí en gran conveniencia y para mis mayores medras, así por estar amparado en vuestra casa, como para librarme de los riesgos de la vida en que por allá me veo, porque han principiado a perseguirme los caciques de la cordillera y algunos de nuestros vecinos y comarcanos. Con todo eso, quiero más asistirle y no faltar a su gusto, que no que se persuada a que falto a la obligación de agradecido y verdadero correspondiente. Si yo estuviese cierto haber de ser dilatada mi asistencia entre vosotros, sin que hubiese persona alguna que se acordase de mí para rescatarme, �qué mejor suerte podía tener que la que me ofrece vuestra gracia y benevolencia?... Mas tener por cierto que si este verano no se efectúa lo tratado y mis esperanzas se malogran, he de solicitar el venir a serviros.

     -Mucho gusto me han dado vuestra razones -me respondió-, que por todos los caminos manifestáis lo ilustre de vuestra sangre y la nobleza de vuestro pecho, ya que sabéis agradecer la voluntad de Maulicán y sus agasajos. Con todo eso, le daré una puntada, y le rogaré que os deje conmigo.

     Estando en estas demandas y respuestas, se allegaron a nuestro fogón a brindarnos dos mocetonas solteras conocidas de Ancanamón. Y como estaban alegres con la continuidad de las bebidas, con facilidad mostraron lo liviano y jocoso de sus naturales. Abrioles la puerta el cacique -que también tenía los espíritus calientes y alborotados los sentidos, aunque no privado totalmente del juicio- con algunas palabras amorosas y de chocarrería, y echando los brazos sobre los hombros de la una, dijo a la compañera que comunicase conmigo y se me arrimase.

     -Pues sí, al me allegaré a él -respondió la moza-, porque es para querer y de mi gusto.

     Luego que oí semejantes razones, como avergonzado, miré a Ancanamón y me arrimé más a su lado.

     -Bien puedes, capitán -me dijo-, dar gusto a esa �malguén�, que yo te haré espaldas.

     Esto era cerrada la noche y, aunque había luces en el rancho, algunos rincones estaban oscuros y tenebrosos, adonde se apartaban a comunicarse a solas los conocidos; además de que en aquellas ocasiones ninguno atiende más que a beber, a bailar y a cantar y también a encontrarse cada uno con la mujer que puede o desea. Yo juzgué que lo hacía el cacique por tentarme y por reconocer la inclinación que tenía al sensual apetito. Por esto le respondí, advertido, que estimaba en extremo la amorosa acción de la dama, pero que perdonase mi cortedad y el no poder servirla en correspondencia torpe y deshonesta, que aceptaba el brindis que me hacía y que a la voluntad que me mostraba quedaba bastante agradecido, porque nosotros los cristianos no podíamos ofender a Dios N. S. tan a las claras y más con mujeres infieles, porque era pecado doble y de mayor marca.

     -Si lo hacer de vergüenza o de temor -me replicó el cacique-, bien puedes no recelarte, porque esa moza no tiene marido que la mire y es dueña de su libertad; quédate con ella, que yo me voy a despachar a esta otra y luego vuelvo.

     Acercose la mocetona a mí y significome más despacio lo que el cacique me había dicho. Por no dejarla corrida, le dije que estimaba su voluntad y amor; que yo la solicitaría al descuido, cuando no nos viese ni pudiese notarlo persona alguna; ni tampoco tenía gusto de que el cacique supiese mi liviandad ni conociese mi flaqueza, y que así se fuese en buena, que después, en la bulla del baile, la solicitaría con cuidado. Bebí la chicha con que me brindó y le devolví la vasija. Con esto la eché de mí y quedé sosegado en compañía de mis dos camaradas, los muchachos, acabados de llegar en mi demanda para llevarme adonde estaba su abuelo Llancareu.

     Llegó Ancanamón, estando con mis compañeros asentados al fuego, gozando de sus apacibles llamas, y la otra moza con él, preguntando por su compañera. Le respondí que luego se había mudado a otro fogón.

     -Pues, para qué la dejasteis -me dijo el cacique-. No debió hallar buena correspondencia en vos y se iría corrida.

     -No fue sino es con mucho gusto que me pareció burlona y desenfadada, y no hay que hacer aprecio de sus palabras, ya que con todos debe hacer lo propio. Y aunque no fuesen fingidas sus razones, ya te he significado, Ancanamón, que no podemos los cristianos cometer semejante delito.

     -Pues �cómo otros españoles no reparan en esas cosas? Porque ha habido muchos entre nosotros muy demasiados y libres en solicitar mujeres ajenas, que de las que son sueltas y del trato no hay quien les pida cuentas.

     -Esos serían -le respondí- hombres sin obligaciones que no temían a Dios ni se avergonzaban de las gentes.

     -Decís muy bien, capitán. Y ahora os estimo, y quiero más porque sois atento y mirado en vuestras acciones.

     -Luego, si yo me hubiese sujetado a vuestro parecer y a la que me facilitabais, �hubierais hecho diferente concepto de mí, amigo Ancanamón?

     Claro está -me respondió- que no os tuviera por tan cuerdo, que en vuestros tiernos años es muy de notar vuestra prudencia. Pero en tales ocasiones como ésta de bailes y entretenimientos, antes se tiene por cortés y agradable al que se acomoda al tiempo y hace lo que ve hacer a los demás.

     -Eso se entenderá de los que son dueños de su libertad y no con los que somos cautivos y rendidos a obediencia.

     -Vos no os podéis tener por cautivo, capitán, pues vuestro amo os tiene como a hijo y yo de la propia suerte os estimo y amo, porque mi corazón se inclina a ello naturalmente.

     -Decía muy bien por cierto -le respondí- que a no conocer yo mi dicha y buena fortuna en la estimación de mi persona, fuera muy falto de entendimiento.

     Estando en nuestra conversación entretenidos, se levantaron los muchachos para irse retirando. Los demás de nuestra parcialidad estaban bebiendo y holgándose. Pedí licencia al cacique para ir a dar una vista a mi amo, la que me dio luego, diciendo que volviese después a visitarle y no le olvidase. Fuime en compañía de mis camaradas a donde estaban mis parciales y comarcanos, los cuales, fatigados ya de comer, beber y bailar, se habían echado a dormir. Por esta causa rogué a los muchachos que hiciéramos lo propio y sin repugnancia alguna vinieron en lo que les pedí, porque también lo deseaban ellos. Y al rumor y ruido de las voces de los danzarines y del agua que caía con precipitado viento nos quedamos dormidos.

     Amaneció con bien después de la tormenta, más humano el tiempo y apacible el día, por lo que se determinaron Llancareu y su hijo Maulicán a volverse conmigo a su habitación. Habiendo traído los caballos, fuimos a despedirnos del gobernador y toqui principal Ancanamón, que en su casa estaba bebiendo con una tropa de caciques. Allí nos hizo asentar y poner adelante tres o cuatro cántaros de chicha y nos dio de almorzar con mucho gusto y abundantemente. Y por prisa que quisieron darse, eran más de las dos de la tarde cuando vinieron a despedirse los unos de los otros. Aunque hizo el cacique algunos aprietos porque me dejase con él, no lo pudo alcanzar de mi amo por haberle antepuesto algunos inconvenientes. Despidiéronse amigablemente. Yo me llegué a abrazarle, y él lo hizo con notable amor y pesar de que no quedase en su compañía, advirtiéndome de que si no me rescataban tan presto como me presumía, me había de volver a su casa, aunque fuese contra el gusto de mi amo. Y quitándose una camiseta de las mejores que tenía puestas, me la echó encima para que me sirviese de abrigo y me acordase de él. A mi amo le encargó mucho mi persona, haciéndole presente la estimación que haría de que me defendiera de todos mis contrarios y que si para el efecto y para la seguridad de mi vida fuera necesario oponerse con su autoridad y ayuda, que le avisase luego; ya que por su camino y parcialidad se había dado principio a los tratos y rescate de sus compañeros, también le tocaba a él defenderme y asegurarme. Agradecieron mis amos en extremo la oferta y resolución de Ancanamón y se consolaron mucho por llevarle de su parte y empeñado en mi defensa. Yo le volví de nuevo a abrazar, agradeciéndole las finezas que conmigo había hecho.

     Salimos aquella tarde de las tierras del cacique nuestro bienhechor y amigo y volvimos al hacer noche al valle y estero donde el día de la borrachera llegamos a hacer tiempo los de nuestra parcialidad de Repocura. Llevamos por delante dos ovejas de la tierra, dos vacas mansas, tres terneras y veinte ovejas de Castilla y mucha carne cocida y cruda. Alojamos en aquel valle en diferentes chozas y ranchuelos que para el propósito hicimos con cuidado, porque nos amenazaba el tiempo con muestras de querer volver a continuar sus lluvias. Hiciéronse fogones muy copiosos con varios asadores de carne a la redonda, de los cuales cenamos en buena compañía y nos brindaron con algunos licores que las mujeres habían traído en su calabazos. Después nos acomodamos el viejo Llancareu, sus dos nietos y yo en una choza y los demás fueron haciendo lo propio en las que tenían dispuestas, con sus hijos y familias.

     Al acostarnos, los muchachos me notaron el descuido que había tenido aquellos días en enseñarles a rezar. Les respondí que yo no sabía si tendrían gusto de rezar o no, o se enfadarían si continuamente les tratase de ellos. Respondiéronme con alegría:

     -Pues, callad la boca, capitán. Ya veréis cómo os apuramos cada día porque no nos digáis otra vez eso.

     -Mucho gusto recibiré siempre que me solicitéis para ese efecto. Decid, pues, ahora la lección y veremos lo que sabéis.

     Y recitaron más de un tercio del Paternóster; de dos o tres veces que se los había repetido, tenían en la memoria gran parte de él, porque en la campaña, cuando salíamos por leña, ellos iban entre sí refiriendo las palabras que se acordaban y yo les corregía sus yerros y encaminaba sus palabras.

     Al otro día salimos de nuestro alojamiento con toda prisa por haber amanecido con señales ciertas de volver a descargar sobre nosotros las preñadas nubes sus helados partos (!). Y aunque procuramos apresurar el paso, no pudimos, porque era forzoso seguir nuestra marcha conforme la que llevaban los ganados y algunas indias mayores, que por no saber andar a caballo iban a pie, o porque es costumbre entre ellos que en tales ocasiones caminen de esa suerte las mujeres por delante y su maridos por detrás encabalgados. Por esta causa, llegamos a nuestros ranchos con buen rato de la noche, bien remojados y helados de frío. Entramos al abrigo de las chozas, donde con prevención tenían las viejas guardianas extremados fogones y copiosas llamas. Habiendo secado nuestras vestiduras, comido y bebido de lo que llevábamos, nos recogimos al rancho del viejo Llaneare mis compañeros y yo. (Allí) me pidieron que les repitiese la oración que les iba enseñando, lo cual hice con mucho gusto. Y habiéndoles repetido el Páter Néstor tres o cuatro veces y ellos imitado mis palabras, nos quedamos sin sentir dormidos, por haber llegado fatigados del camino.



     Pocos días después, cuando con más gusto me hallaba en varios entretenimientos y ejercicios, cazando pájaros, corriendo perdices y a ratos ayudando a sembrar y hacer chácara a las mujeres, me sobrevino una pesadumbre y disgusto repentino, que no puede faltar la parábola del sabio: �En medio del consuelo está el pesar mezclado y el llanto ocupa el lugar donde parece que hay más alegría�.

     Estando una tarde entretenido con los amigos y comarcanos de mi amo en una siembra de chacras; vino oculto un mensajero -como que pasaba a la costa a otros negocios- enviado de Calboche, aquel indio amigo en cuya casa quedó el soldado mi compañero. Con todo secreto habló con el toqui principal Llaneare y con Maulicán, hallándome yo presente, como a quien venía más encaminado el mensaje, significándonos la resolución con que estaban los caciques de la cordillera, nuestros enemigos, de venir a los ranchos de Maulicán una noche a maloquearlos por cogerme en ellos descuidado, llevarme resueltamente y poner en ejecución su intento a fuerza de armas. Para esto habían convocado más de doscientos indios con todo silencio y disimulación para que no se divulgara. Sin duda alguna, no pasarían cuatro noches sin que tuviese efecto lo que decía. Pero que no se diera por entendido ni se alborotara, sino que con toda brevedad procurase poner en cobro a su español, a quien, si no hallaban en su rancho ni en los demás comarcanos, habiéndolos registrado, se volverían sin intentar otra cosa en su daño. Esto era lo que se había dispuesto y consultado entre todos.

     Agradeció Maulicán el aviso con extremo y yo de la misma suerte quedé tan reconocido que di dos abrazos al mensajero y le rogué que se los diese en mi nombre a Calboche y que no se olvidara de favorecer a aquel pobre soldado que dejamos en su compañía. Después de esto, habiendo regalado a nuestro nuncio con lo que se acostumbra entre ellos, pasó adelante hacia la costa.

     Disimuló por entonces la embajada Maulicán, no dándolo a entender a ninguno de los suyos y encargándome a mí también el secreto. Con esto, nos volvimos donde los demás estaban cavando y sembrando las chacras.

     Con la noche, acabamos nuestra faena, y cuando se pusieron a beber en el rancho de mi amo y a bailar, como se acostumbra después del trabajo, salió Maulicán con su padre del concurso de los demás y comunicaron despacio el mensaje que nos habían traído y acordaron manifestarlo a los otros caciques y compañeros en la cava. Hicieron así y resolvieron entre todos convocar en secreto a todos sus sujetos, amigos, deudos y parientes; que Maulicán se ausentase de su rancho y se fuese a casa de uno de los caciques que se hallaban en aquella ocasión con él, y que a mí me dejaran en el monte bien escondido, en parte donde aunque me buscasen no diesen conmigo. Con esta resolución, prosiguieron su fiesta y entretenimiento.

     Gran consuelo recibí por haber reconocido en aquellos caciques natural afecto y con resolución valerosa, grande arresto en mi defensa, con lo que se aminoraron mis congojas.

     Al cabo de algunas horas después de la medianoche, cuando más enfervorecidos y alegres se hallaban los compañeros, me llamaron Maulicán y el viejo Llaneare, y sacándome fuera del rancho, me dijo:

     -Ya sabes, capitán, el aviso que hemos tenido de la resolución de los caciques de la cordillera y que sin duda alguna han de venir a maloquearnos sólo para matarte. Así, has de tener paciencia y sufrimiento, que quiero llevarte al monte, donde estés algunos días mientras pasa la furia de nuestros adversarios. Mis sobrinos irán de noche a dormir contigo y hacerte compañía y te llevarán de comer, sin que lo sepan ni entiendan más que los de mi casa. Vamos a la montaña, que aquí cerca te pondré, donde; si estuvieses muchos años y te solicitasen hallar con todo cuidado; no habrían de topar contigo.

     Yo le agradecí la prevención y el cuidado que ponía en asegurar mi vida y en defenderme de mis enemigos.

     Salimos a aquellas horas Maulicán y yo y, en nuestra compañía, los dos muchachos que llevaban la cama en que nos acomodábamos los tres y nos fuimos adentrando en la montaña, la cual estaría de los ranchos cerca de dos cuadras. En nuestro favor llevábamos la claridad y resplandor de la luna, que estaba en víspera de su lleno, porque de otra suerte habría sido imposible penetrar lo denso y escabroso de las ramas. Llegamos al sitio que estaría como media cuadra de la entrada del monte. Había allí una espesura grande de árboles muy crecidos y empinados, tan vecinos de la barranca del río, que parecía que estaban pendientes de ella. Y entre dos de los mayores y más poblados de hojas, que conservaban todo el año, estaba armado un rancho o chozuela, en el que cabían tres o cuatro personas con apretura. Para llegar a él era necesario subir por uno que al pie suyo estaba descombrado y algo raso del sitio. Y para que no se entendiera que por allí subían al emboscadero, fuimos de rama en rama y de árbol en árbol caminando; después de haber atravesado diez o doce de la suerte referida, llegamos al que tenía la choza en medio de sus frondosas hojas emboscada. Allí nos quedamos los dos muchachos y yo, y Maulicán se volvió a su habitación, sin dar a entender a persona alguna de dónde venía ni el sitio en que me dejaba. Este ranchuelo y otros de la misma forma tenían los más fronterizos en quebradas y montes ásperos e inexpugnables, a donde en tiempo de verano y de alborotos de armas se recogían a dormir, temerosos de las malocas continuas con que eran molestados.

     Allí, en aquel elevado emboscadero, estaba solo todo el día, porque los muchachos se retiraban al rancho. Al mediodía me traían de comer ellos y una chicuela, hija de mi amo, que me había cobrado gran amor y voluntad y solía buscar en diferentes ranchos legumbres de las de comer para llevarme. A veces, sin saber los de su casa, me llevaba de estos géneros cocidos y alguna poca de cecina que hallaba desmandada. La segunda vez que fue esta chica -que tendría cuando más doce o trece años- a llevarme de comer sola, le pregunté que quién la enviaba y me respondió que su voluntad y la compasión que le causaba el verme solo; que no dijese a su padre ni a persona alguna que ella continuaba el verme y tendría cuidado siempre de llevarme de comer lo que hallase. Le agradecí el amor que me mostraba y la lástima que me tenía, pero le rogué que viniese acompañada de mis compañeros y no sola cuando tuviese gusto de hacerme algún bien, porque no presumiesen que la llevaban otros fines.

     No obstante lo que le dije, venía sola y otras veces con los muchachos a traerme de comer. En ocasiones o en las más me hallaban abajo del árbol, donde me solía estar recostado, porque tal vez iba el viejo Llaneare o Maulicán a verme cuando entraban a la montaña por leña. Esto fue a los principios, porque al segundo día que estuve en mi retiro se fue Maulicán a casa de un amigo suyo, distante como una legua, por consejo y acuerdo de los demás caciques.

     A los cuatro días que estuve en aquel emboscadero y mi amo ausente, llegaron por la noche, al cuarto del alba, los caciques de la cordillera, mis adversarios, con tropa de más de doscientos indios armados. Unos enderezaron a los ranchos de Maulicán y Llaneare y otros encaminaron al monte a registrarlo. Los muchachos y yo estábamos durmiendo, y al gran ruido de los caballos y de sus voces recordamos afligidos cuando dieron el asalto. Dije a mis compañeros que no hiciesen movimiento alguno, porque sin duda era la gente de la cordillera que venía en mi demanda.

     -No deben ser sino los españoles que vienen a maloquearnos -dijo uno de ellos.

     -Es imposible -les respondí- porque no es tiempo de eso, que están los ríos muy crecidos y muy dilatadas nuestras armas. Callemos ahora y no hagamos ruido, que parece que andan cerca de nosotros.

     Con esto, nos sosegamos y oímos gran ruido de caballerías hacia los ranchos y en la montaña. Algunas voces y razones decían:

     -Aquí anda gente; venid por aquí y volved por allá.

     Otros en altas voces decían, como que divisaban algunas personas:

     -Salid acá, que os hemos visto. Venid acá antes que vamos por vosotros.

     Yo me quedé verdaderamente suspenso, juzgando que habían oído algún ruido desde nuestro bamboleo de los árboles. Con estos sustos y recelos nos estuvimos sin mover pie ni mano ni osar hablar una palabra, hasta que Dios fue servido que sosegase aquel tumulto y que al romper el día las oscuras cortinas de la noche viésemos pasar las cuadrillas y tropas enemigas por la otra banda. Se retiraban después de haber penetrado nuestro monte y registrado los ranchos de mi amo, a quien no hallaron (tampoco). Sólo hallaron al viejo Llaneare y las mujeres, quienes les dijeron que fuesen donde estaban Maulicán, que allí me tenían a mí; que bien cerca estaba; que fuesen a buscarlo, que él sabría defenderse y volver por sí y por su español. Y como no hallaron lo que deseaban, habiéndoles salido en vano su desvelo, al esclarecer el día se volvieron a sus tierras. Y con haberlos visto retirarse a toda prisa, no nos atrevimos a hacer ruido ni a hablar una palabra, hasta que salido el sol, al muy buen rato, vinieron Llaneare y un hermano suyo con su mujer y la chicuela que me solía traer de comer. Arrimándose al paso por donde subíamos al ranchuelo, nos llamaron repetidas veces. Conocidas las voces de los nuestros, bajaron mis compañeros y llamaron después, asegurándome del recelo y temor con que había quedado por el alboroto y tropel de aquella noche. Bajé con gusto de la garita, y como no estaba acostumbrado a descolgarme de las ramas como los muchachos mis compañeros, con tiento y recelo asegurándome venía por entre ellas como a gatas. De esto se originó grande risa y alborozo alegre entre los que me esperaban al pie de aquella escalera, a quienes ayudé a reír y a regocijar el gusto que tuvieron de verme atribulado y aferrado entre las ramas densas. Cuando bajé, ya habían comenzado a hacer buena candelada algo distante del árbol por donde bajábamos y subíamos. Allí nos sentamos al amor del fuego a almorzar muy despacio y a beber un cántaro de chicha que llevaron. Tratose de la maloca que nos habían hecho los serranos enemigos y de la importancia que tuvo el aviso que nos dio nuestro amigo Calboche, que a no haberlo traído, nos hubieran cogido sin duda descuidados y sin prevención alguna.

     Acabábamos de comer y de beber en buena compañía y despidiéronse el viejo y los demás de mí, dejándome de comer en una olla y de beber en un cántaro para cuando el apetito me brindase, mientras todos ellos se iban a cavar y sembrar una chacrilla, que era faena de todo el día.

     Quedeme recostado en una frazadilla que me dejaron, y a la sombra de aquellos árboles y la suavidad del fuego me quedé dormido y descansando, porque la noche antecedente me habían desvelado los cuidados y alborotos de mis contrarios y crueles enemigos, cuya determinación airada nunca juzgué por cierta hasta que los vi sobre nosotros.

     Estando dormido en la montaña de la suerte que he dicho, como a las tres o cuatro de la tarde llegó la chicuela hija del amo a despertarme: me traía una taleguilla de harina tostada, unas papas cocidas y un poco de mote de maíz y porotos. Luego que la vi, despertando de mi sueño algo despavorido y asustado del repente con que me llamó, se empezó a reír de verme alborotado. Díjela como enfadado qué era lo que buscaba; que se fuese con Dios, porque no la viesen venir tantas veces sola y que fuese causa de que me viniere algún daño por el bien que me deseaba, dando que pensar a su padre que no era leal en su casa. Por eso le suplicaba que no viniera más a verme sola; que advirtiese que por donde juzgaba hacerme algún favor y lisonja, me daba un gran pesar, porque siempre que la veía venir me temblaban las carnes, pensando que ya la veían entrar o salir de donde yo estaba; que si fuese vieja y no de tan buen parecer como lo era, sobre muchacha, no tuviera tantos recelos ni su vista me alborotara tanto.

     Estuvo a mis razones muy atenta la muchacha, y respondiome:

     -�Pues yo había de venir, capitán, de manera que me pudiesen ver y presumir que venía a donde tú estás? Créeme que cuando vengo, extravío el camino y aguardo a que todos estén en alguna ocupación embarazados, como lo está ahora en la chacra. Así, no tienes por qué recelarte.

     -Con todo eso, puedes venir tantas veces, que alguna entre otras no puedes excusar el que te vean. Anda, vete, por tu vida, y no vengas más acá, porque me he de esconder de ti si no vienes acompañada.

     Habiéndole dicho estas razones con algún desabrimiento, puso la taleguilla de harina y lo demás que traía junto a mí y me dijo:

     -Capitán, si no quieres que yo vuelva más acá y me echas de esa suerte, no volveré sola ni acompañada, que yo entendí que agradecieras lo que hago por ti más de lo que lo haces.

     Y esto fue volviendo las espaldas y retirándose a prisa.

     Yo no quise satisfacerla ni desenojarla por no darle ocasión a que continuase sus visitas, por el riesgo y peligro en que podían poner la conservación del cuerpo y la salud del alma, que es lo principal. Porque el que no huye del peligro y se arroja en él con arrogancia, continuando la comunicación de las mujeres, es imposible que salga triunfante. Por eso me pareció conveniente desabrir a aquella moza, por no volver a verla a solas, que el amor entra por los ojos y en la soledad imprime con más fuerza sus ardores.

     He narrado este amoroso suceso con todas circunstancias, por haber sido los informes que se hicieron en el Perú, a quien hizo una comedia de las cosas de Chile, muy a la contra del hecho, representándose estos amores, muy a lo poético, estrechando los afectos a lo que las obras no se desmandaron. Sólo pudo dar el motivo el haber cautivado a estar china después de mi rescate y, en presencia del gobernador, haber hecho llamar al capitán Pichi Álvaro, que así me llamaban en su tierra.

     Habiendo llegado donde estaba, en un concurso grande de capitanes y soldados que se había allegado a la tienda del gobernador por oír hablar tan desenvueltamente a la muchacha, al punto que no me vio llegar acompañado de algunos amigos y camaradas, me representó los servicios que me había hecho cuando estuve cautivo bajo la potestad de su padre y de ella. Me dijo que bien sabía yo las finezas que había hecho conmigo en el tiempo en que sin libertad me hallaba; el amor entrañable que me tuvo; la lástima y compasión con que me miraba cuando me tuvieron escondido en la montaña y cómo andaba de rancho en rancho solicitando las papas, porotos y maíces para que comiese y no me fatigara de hambre; que ahora que ella se veía sin su libertad, en poder de mis amigos, trocadas las suertes, mostrase ser quién era y la correspondencia que le debía, rescatándola luego, porque no había de estar con otra persona que conmigo.

     Dio mucho gusto al gobernador la resolución con que me habló la china, y le dijo que si quería estar con él, que la tendría en su compañía y la regalaría mucho. Respondió que no, de ninguna suerte, que pues ella había sido mi ama y señora, ahora le tocaba a ella estar bajo mi dominio y mando. Con esto, me fue forzoso el comprarla, dando por ella luego todo lo que me pidieron.

     Y ya que he tocado esta materia y el cambio de nuestras suertes, no será bien dejar en blanco la que esa moza feliz tuvo para su salvación conocida.

     Llevé a mi casa a esta china con deseos de volverla a su tierra y remitirla a su padre, por mostrarme agradecido a los favores que me hizo siendo su esclavo. Por esta causa excusé el hacerla cristiana, aunque en el poco tiempo que estuvo en mi casa sabía las oraciones principales, porque rezaba de noche con la gente del servicio. En esta sazón llegó a la ciudad de Chillán, donde yo tenía mi vecindad, un padre de la Compañía de Jesús, conocido y amigo, comisario del Santo Oficio, a ciertas diligencias de importancia. Alojose en mi casa, porque no había allí colegio ni fundación alguna de esta religión. Y dentro de tres o cuatro días se acercó la china al reverendo padre y le dijo que yo no quería que fuese cristiana, cuando ella lo estaba deseando en extremo. El religioso la examinó despacio y halló que sabía las oraciones necesarias para poder recibir el agua del santo bautismo y conoció en ella un fervoroso celo de admitirlo. Con esto, se acercó a mí, encargándome la conciencia y diciendo que no podía evitar que aquella chica fuese cristiana si ella lo deseaba con todo afecto. Díjele la causa que me movía, y que no me parecía que era cosa ajustada enviarla a su barbarismo prendada en los preceptos de nuestra religión cristiana, a lo que me respondió que no tenía ningún deseo de volverse a su tierra ni adonde estaba su padre. Hicimos llamar a la muchacha y dijo resueltamente que no tenía gusto de volverse a casa de su padre, sino de ser cristiana y conocer a Dios, pues ya tenía principios de ello.

     Con esta determinación, rogué al padre que la industriase nuestra santa fe y la cristianase. Hízolo así el día de la Natividad del señor y, como yo la tenía en lugar de hija, festejé su bautismo con algunos regocijos y un espléndido banquete. Y estando con muy entera salud, gorda y colorada, amaneció el segundo día con una calentura recia y con una hemorragia de sangre que en dos días la puso mortal. Al tercer día hizo llamar al reverendo padre y le dijo que la confesase, lo que hizo con notable gusto del confesor y mío, por haberme dicho que una persona muy ejercitada en aquel sacramento no podía haberse confesado como ella. Por esta causa, mandó el padre que al día siguiente se le diese el viático. Así se la llevó Dios N. S. la víspera de Año Nuevo, con tan grande premisa de su salvación que nos dejó a todos muy consolados. El día de la Circuncisión, Año Nuevo, fue enterrada con la solemnidad que su dichosa muerte merecía y mi obligación forzosa demandaba.

     Volvamos, pues, a nuestra historia.

     Despidiose de mí la muchacha algo disgustada, porque di de mano su favores. Y verdaderamente me admiraba que no me hubiese salido a la cara el desdén que le hice. Porque una mujer picada suele buscar su despique por varios modos, como me sucedió con otra en los distritos de La Imperial.

     Quedeme solo como antes. Y como el sol por aquella parte iba dando fin a su carrera y refrescaba la tarde, solicité algunos materiales que aumentasen el fuego que me acompañaba. Estando en este ejercicio gustosamente ocupado, llegaron mis compañeros con aviso de que mi amo había vuelto a su casa deseoso de verme y abrazarme, y que al echar la noche sus cortinas negras nos fuéramos al rancho, dejando nuestra cama en la garita como estaba, porque habíamos de volver a dormir en ella después de cenar, pues se hallaba Maulicán aun con recelos de la traición del cacique Lemullanca, que del ladrón de casa y del enemigo arrebozado es de quien se deben guardar los más leales.

     Salimos de la montaña con los vislumbres de la luna que asomaba, aunque por entre nublados, que con sus obscuridades prometía volver a continuar sus aguas. Llegamos a los ranchos como ocultos, donde hallamos a Maulicán con Llaneare y toda su familia. Recibiéronme gustosos, sentándome en medio padre e hijo, después de haberme abrazado. Maulicán me dijo con alegre semblante:

     -�Cómo te ha ido en la montaña y encima de aquellos árboles? �Cómo te acomodaste?

     Respondile que sin su abrigo y amparo, cómo me podía ir sino mal y a mi disgusto, y más cuando tuve sobre mí aquel tropel y gran ruido de las armas de nuestros enemigos.

     -Dígote de verdad -le repetí- que fue grande el aprieto en que me vi y lo más sensible en la ocasión fue el considerarte ausente y verme sin el abrigo de tu valerosa persona cuando me contemplé entre las ramas y garras de aquellas sangrientas fieras.

     -Pues, �yo te había de dejar �vochum� si no fuese en parte tan oculta y segura como aquélla?

     -Ahora me veo consolado en tu presencia -le dije- y fuera de los temores que me asustaban, estando debajo de tu sombra y de tu amparo.

     Sacaron de cenar de lo que tenían y acostumbraban, y la hija del viejo a quien me había encargado me puso delante un cántaro de chicha de frutillas secas, que para mí era el regalo mayor que se me hacía. Con ella brindé a mi amo y al viejo Llaneare.

     Acabamos de cenar con mucho gusto y volvimos a nuestra habitación mis compañeros y yo. Antes de acostarnos, me pidieron los muchachos que les enseñara otra oración, porque ya sabían el Padrenuestro. Las dije que lo repitiesen, que quería primero oírles y saber si lo tenían bien en la memoria. Recitolo cada uno de por sí escogidamente. Les alabé el cuidado y amor con que habían aprendido la lección y les di otra nueva del Ave María. Después de habérselas repetido tres o cuatro veces, les dije que tratásemos de dormir y desquitar el desvelo de la pasada noche. Con esta resolución, nos dimos con mucha brevedad al sueño.

     Al cuarto del alba, cuando más sepultados en el sueño nos hallábamos, nos despertó el ruido del agua y del viento grande, que la embocada por entre las ramas con tal fuerza, que atravesaba las pajas de nuestro pequeño albergue y limitada choza. Como continuaban con fuerza el viento y el bamboleo de los árboles, nos hizo estar en vela y asustados hasta que dio principio a esclarecer el día, pues los truenos, relámpagos y rayos que caían, más atemorizaban nuestros ánimos.

     Apenas descubrió la luz sus resplandores, nos descolgamos de las ramas con presteza, cargados de la cama en que dormíamos, y nos fuimos retirando a los ranchos. Como los de allí no habían experimentado tan de cerca como nosotros lo borrascoso de la noche, estaban en sus lechos durmiendo y sosegados. Cuando tan de madrugada nos vieron abrir las puertas y entrarnos, juzgó Maulicán que sin duda habíamos tenido algún alboroto del enemigo, pues asustado nos preguntó la causa de nuestro retiro tan al romper el día las tinieblas. Le respondimos que la borrasca grande de agua y viento, mezclada con granizos, truenos y relámpagos, y las goteras que atravesaban nuestro ranchuelo, sin haber parte alguna en que asegurarnos; nos habían desasosegado de tal suerte, que nos obligaron a desamparar el sitio apresuradamente.

     -Verdaderamente -dijo- que presumí obra cosa de vuestra apresuración y madrugada. Hagan fuego -dijo a las mujeres- para que se calienten los mancebos y háganles de almorzar alguna cosa.

     Se levantaron luego las más viejas y salieron al río por agua, de donde volvieron frescas y bañadas, como lo acostumbran de ordinario, y al punto se pusieron a hacernos de almorzar de lo que había.

     Fue entrando más el sol y con él amainando la tormenta. Estuvimos en los ranchos aquel día, y, consultando Maulicán con su padre y su amigos que le parecía más acertado quitarme del tropiezo del peligro, vinieron a resolver que convendría pasarme dos o tres leguas más adelante, a casa de un amigo suyo llamado Luancura, cacique de mucho respeto, poderoso, rico y muy inclinado a los españoles.

     Amaneció otro día y, como las cargas y aparatos que llevan se reducen solamente a un poncho o frazadilla, que es lo mismo, y ésta se lleva a la grupa o las ancas del caballo, no hicimos más que subir cada uno en el suyo y marchar a casa del cacique, que estaba a orillas del río Cholchol, que por otro nombre llaman Tavón. Llegamos allí a medio día y fuimos recibidos con sumo gusto y regalados con extremo, pues este cacique era españolado y muy ostentativo: tenía en su casa muchas aves, carne fresca, tocino, longanizas y pan de maíz y trigo, y lo principal entre ellos, mucha chicha de diferentes géneros.

     Después de haber comido muy a gusto, le significó Maulicán a lo que iba y las causas que le movían a llevarme a su casa. Dijo el buen Luancura que ya sabía y tenía noticias de lo que habían intentado y aun puesto en ejecución los de la parcialidad de la cordillera; y que le había pesado el que no le hubiera dado parte si llegó a tener antes algunas vislumbres del suceso, para que con sus amigos y comarcanos les hubiesen aguardado de emboscada, para que otro día no se atreviesen a maloquear parcialidades ajenas. Respondió Maulicán que el no haber hecho ruido ni avisado a sus amigos fue por excusar las controversias que se podían originar y por otros motivos que le movieron a ausentarse de su casa en ocasión semejante.

     Dejome en la parcialidad de aquel cacique, y por obviar, excuso lo más que comunicaron acerca de mi quedada. Despidiéronse amorosamente y mi amo me dijo que muy de ordinario iría a verme, pues estaba tan cerca, y que no debía darme cuidado su ausencia, porque me había de hallar muy a gusto con aquel cacique, que era amigo de españoles y de condición suave y apacible.

     Quedeme en aquella casa gustoso, porque el agrado del indio, no daba lugar a echar de menos los amores y agasajos de mi amo y porque era mayor el regalo que tenía.

     Aquella noche, después de haberme dado de un ave bien aderezada y otros compuestos de carne, me hicieron la cama con muchos pellejos de carneros limpios y peinados, cosidos los unos con los otros, que los hombres principales y ricos usan de este género de colchones. Por sábana echaron encima una manta blanda, y para cubrirme una frazada nueva, gruesa y grande, y para cabecera una almohadilla o costalejo de manta estofada con lana. Después de dispuesto el lecho como he dicho, me encaminó a él el cacique y me dijo que porque no durmiese solo, me daba su hijo querido para que me acompañase y le enseñara a rezar, pues ya sabía algo.

     Quedamos solos el muchacho y yo. Y era de tan buen natural como su padre: �agradable, apacible y amoroso. Al acostarnos le pregunté si quería saber rezar y me respondió que de muy buena gana, porque ya él sabía un poco que un español que había estado en su casa le solía enseñar.

     -Decid, pues, lo que sabéis y lo que os enseñaba ese soldado que decís.

     Principió a recitar el Padrenuestro en castellano y repitió hasta cerca del medio bien recitado. Preguntele si entendía algo y sabía lo que quería decir lo que había aprendido y me respondió que no.

     -Pues, yo os enseñaré en vuestro lenguaje las oraciones, para que entendiendo lo que contienen, las aprendáis con gusto.

     -Tendrelo muy grande, me respondió, por entender lo que dicen vuestras oraciones.

     -Decid, entonces, conmigo de esta suerte: �Inchi in ta inchao huenuneuta mileimi...�, y así fui prosiguiendo con el Padrenuestro, y él, respondiendo con alegre semblante, mostraba el regocijo que tenía por ir entendiendo lo que rezaba.

     Repetímoslo tres o cuatro veces, y por último refirió solo más de un tercio de él, diciéndome que al día siguiente le había de recitar entero si yo no me cansaba de enseñarle. Le respondí que me daba mucho gusto de ver la codicia y afición con que deseaba saber las oraciones, que en cualquier tiempo que tuviese gusto, me hallaría dispuesto a su doctrina y enseñanza.

     Con estas razones, cerramos nuestra conversación y dimos al sosiego nuestros sentidos.

     Apenas daba muestras de esparcir el sol sus rayos, cuando el muchacho me despertó rogándome con ansiosos deseos que repitiéramos la oración del Padrenuestro, porque toda la noche, dijo, había estado soñando con él. Concedí con su gusto por el que yo tuve de verle tan inclinado y con natural afecto a las cosas de nuestra santa fe católica. Después de habérselo repetido cuatro o cinco veces, refirió más de la mitad sin ayudarle y me encareció el consuelo que recibía con ir aprendiendo aquella oración en su lengua, porque iba entendiendo lo que rezaba.

     -�Cómo podéis entenderlo ni penetrar en el alma de estas razones? Entenderéis las palabras y no lo esencial de su contenido.

     -Sí, entiendo también, porque el que decís que es nuestro Padre, está arriba en los cielos; es Dios, �Vilpepilbue�, que todo lo hace y todo lo puede. Pues, �no es así capitán? ��Inchi ta inchao�, no quiere decir Padre nuestro? ��Huenuneu ta mileimi�, que estás en los cielos? ��Ubchigue pe tami igri�, sea reverenciado tu nombre?

     Lo demás que sabía lo fue refiriendo y explicando y verdaderamente me dejó el chicuelo suspenso y admirado, habiéndole preguntado si creía en Dios y en todo lo que decía el Padrenuestro. Y me respondió que sí, porque no podía ser menos de que hubiese un gran Pillán que sujetase a todos los demás pillanes y fuese su principio y estuviera sobre todos.

     -Decía muy bien -le dije- que ese Pillán que presumes es el Creador de todas las cosas. Y no digas Pillán, sino Dios, que así se llama. Yo os iré explicando las oraciones con todo cuidado y desvelo, por que he reconocido en vos más entendimiento y capacidad que la que os pudo comunicar la naturaleza, pues la tenéis acompañada de verdadera fe.

     Levanteme de la cama dando gracias a Nuestro Señor y salí afuera a continuar mis devociones. A poco rato llegó el muchacho en mi demanda, repitiendo lo que sabía de su lección y preguntando lo que no acertaba, de donde acabé de conocer su buena inclinación y natural afecto a nuestra santa fe católica. En ella le fui industriando con particular amor y le pregunté si quería ser cristiano e hijo de Dios por el bautismo. Dijo que de buena gana lo sería, porque con gusto aprendía las oraciones y deseaba con extremo hacerse capaz de las cosas de Dios.

     -Primero habéis de saber rezar -le dije.

     -Enseñadme, pues -me replicó-, que ya voy sabiendo el Padrenuestro y hoy lo tengo de saber sin errar.

     Se lo volví a repetir y él a seguir mis razones con gran atención. En esto salió su padre que iba al río a bañarse y nos llamó para que fuéramos a hacer lo propio en su compañía. Aunque a las principios llegué a sentir el imitarles en aquella acción y costumbre, después me hice tanto al baño de por la mañana, que era el primero que acudía a él sin repugnancia, porque real y verdaderamente conocí y experimenté ser saludable medicina para la salud. En todo el curso de mi vida me he hallado tan fuerte y vigoroso como después que continué aquel ejercicio. Y el haber vivido después acá con buena salud (a Dios las gracias principalmente) lo atribuyo al haber quedado acostumbrado a refrescarme de mañana; porque ya que no puedo ejecutar el baño -por no tener a mano cuando me levanto un cristalino arroyo a que arrojarme-, me hago echar en la cabeza y en el cerebro un cántaro de agua serenada, de buen porte, después de haberme lavado los brazos y la cara.

     Volvimos al rancho frescos y limpios, y al punto mandó el cacique que nos diesen de almorzar de unas longanizas sazonadas, mientras llegaba el mediodía, porque como los días eran más cortos de todo el año, muy presto llegaba la hora de comer.

     Después de haber almorzado nosotros, llegó un indio de tan mala figura, cuyo traje, perverso rostro y talle estaban significando lo que era. Lo habían mandado llamar el día antecedente para que curase a un indio enfermo que estaba en otro rancho muy al fin de su días.

     Jamás juzgan estos naturales que salen de esta vida por ser natural la muerte, sino por hechicerías y por bocados que se dan los unos a los otros con veneno. Por esta causa acostumbran consultar al demonio por estos curanderos �machis�, hechiceros y encantadores. Y en esto imitan también a los antiguos, que usaban de adivinos, los cuales por arte mágica resucitaban a los muertos.

     Éste parecía un Lucifer en sus facciones, talle y traje. Andaba sin calzones, porque era de los que llamaban �hueyes�, es decir, nefandos y de los que entre ellos se tienen por viles, por acomodarse al oficio de mujeres. Traía en lugar de calzones un �puño�, al modo de las indias, y unas camisetas largas encima; traía el cabello largo, siendo así que todos los demás andan trenzados; las uñas tan disformes, que parecían cucharas; feísimo de rostro y en un ojo una nube. Muy pequeño el cuerpo, algo espaldudo y rengo de una pierna; de sólo mirarle, causaba horror y espanto.

     Llegose la hora de comer, y lo primero, como se acostumbra entre ellos, le pusieron delante un cántaro de chicha, de la que fue brindando a los demás después de haber bebido. En medio de esto, fueron sacando de comer, y teniéndome el cacique a su lado, me decía:

     -De esto comen en tu tierra y no lo extrañarás.

     Y me pusieron por delante un guisado muy bien hecho de ave, con muchos huevos el caldo, un buen asado de cordero, longaniza, morcilla y tocino. Finalmente, una cazuela tan bien dispuesta y sazonada, que nuestras cocineras no podrían aventajarla.

     Acabamos de comer y tratamos de ir al rancho a curar al enfermo. Esto fue ya sobre tarde y mientras fueron por algunos adherentes de ramos de canelo, un carnero, cántaros y ollas, fue acercándose la noche, con la cual se juntaron las indias y los indios vecinos y parientes del enfermo. Por no dejarme solo, me llevó el cacique en su compañía, habiendo preguntado al �machi� si estorbaría mi asistencia a sus ceremonias y habiendo respondido éste que no, que bien podía asistir en un rincón de la casa.

     Entramos ya de noche al sacrificio del carnero que ofrecían al demonio. En medio tenían muchas luces y en un rincón del rancho al enfermo -parte entre clara y oscura-, rodeado de muchas indias con sus tamborilejos pequeños, cantando una lastimosa y triste tonada con voces muy delicadas. Los indios no cantaban porque sus voces gruesas debían ser contrarias al canto. Cerca de la cabecera del enfermo había un ternero liado de pies y manos, y entre unas ramas frondosas de laureles tenían puesto un ramo de canelo de buen porte, del cual pendía un tamboril mediano; sobre un banco grande, a modo de mesa, una quita de tabaco encendida, de la cual el �machi� sacaba a ratos humo que esparcía por entre las ramas y por donde estaban el doliente y la música. A todo esto, las indias cantaban lastimosamente, y yo, con el muchacho mi camarada, en un rincón algo oscuro estuve atento a todas las ceremonias del hechicero. Los indios y el cacique estaban en medio de la casa sentados en rueda, cabizbajos, pensativos y tristes, sin hablar ninguno una palabra. Al cabo de haber incensado las ramas tres veces y al carnero otras tantas, se encaminaron hacia el enfermo y le hizo descubrir el pecho y estómago, habiendo callado las cantoras. Con la mano llegó a atentarle y sahumarle con el humo de la quita que traía de ordinario en la boca. Después le tapó el estómago con una mantichuela y se volvió al carnero. Mandó que cantasen otra diferente tonada, más triste y confusa, y sacando un cuchillo, abrió el carnero por medio, sacó el corazón vivo y palpitando, y lo puso en una ramita que para el efecto había antes aguzado. Luego cogió la quita y empezó a sahumar el corazón, que aun se mostraba vivo. Y a ratos le chupaba la sangre que despedía. Después sahumó toda la casa; llegose luego al doliente y, con el propio cuchillo que había abierto el carnero, le abrió el pecho, en el que patentemente se mostraron los hígados y las tripas, y los chupaba con la boca. Todos juzgaban que con aquella acción echaba afuera el mal y lo arrancaba del estómago. Las indias, cantando tristemente, y las hijas y mujeres del paciente, llorando a la redonda y suspirando. Volvió a hacer que cerraba las heridas, que a mi ver eran apariencias del demonio; cubriole el pecho nuevamente y de allí se fue donde estaba atravesado el corazón del carnero, haciendo en frente de él nuevas ceremonias. Entre ellas descolgar el tamboril que estaba pendiente del canelo e ir a cantar con las indias, él parado, dando algunos paseos, y las mujeres sentadas como antes. Habiendo dado tres o cuatro vueltas de esta suerte, vimos de repente levantarse de entre las ramas una neblina oscura a modo de humareda, que nos la quitó de la vista por un rato, y al instante cayó el encantador por el suelo como muerto, dando saltos el cuerpo como si fuera una pelota. El tamboril, a su lado, saltando de la misma manera, a imitación de su dueño. Esto me causó grande horror y recogimiento, obligándome a encomendar a Dios.

     Callaron los cantores y cesaron los tamboriles y sosegose el endemoniado, pero de manera el rostro que parecía el mismo Lucifer, los ojos en blanco y vueltos al colodrillo, con una figura horrenda y espantosa. Estando de esta suerte, le preguntaron si el enfermo sanaría. Respondió que sí, aunque sería tarde, porque la enfermedad era grave y el bocado se había apoderado de aquel cuerpo, de manera que faltaba muy poco para que la ponzoña llegase al corazón y le quitase la vida. Volvieron a preguntarle en qué ocasión se lo dieron, quién y cómo, y dijo que en una borrachera un enemigo suyo con quien había tenido algunas diferencias. Aunque se lo preguntaron, no quiso nombrar la persona. Y esto fue con una voz tan delicada que parecía salir de alguna flauta.

     Con esto volvieron a cantar las mujeres sus tonadas tristes, y dentro de un buen rato fue volviendo en sí el hechicero. Se levantó, cogiendo el tamboril de su lado y lo volvió a colgar donde estaba antes; fue a la mesa donde estaba la quita de tabaco encendida; cogió humo en la boca e incensó o ahumó las ramas (por mejor decir) y el palo donde el corazón del carnero había estado clavado; del cual no supimos qué se hizo, porque no se lo vimos sacar ni apareció más. Después de esto, se acostó entre las ramas de canelo a dormir y descansar. Allí lo dejaron y nosotros nos fuimos con el cacique a nuestra habitación. Luego de haber cenado muy a gusto, me rogó el muchacho que le enseñara otra ración, porque ya sabía el Padrenuestro; le dije que lo repitiese, lo que hizo con primor, y como era tarde, le pedí que dejásemos para otro día el dar principio a otra oración.

     Amaneció otro día bien cubierto el campo de escarcha helada, y por encima de sus cándidos tapetes fuimos todos a echarnos al estero, que aun el decirlo puede causar pavor a quien no ha visto y a los que no saben ser costumbre antigua de estos naturales.

     Volvimos limpios y frescos a sentarnos al amor del fuego, donde las mujeres dispusieron de darnos de almorzar en breve rato, porque tenían que ir a resembrar una chacra en que se habían de ocupar hasta la noche.

     Después de haber salido el sol claro y sereno, a poco rato se levantó una niebla cerrada y bien tupida, y acercándose más al mediodía su curso, se cubrió el cielo de nublados densos. Estos indios llaman a estos nublados �pirapilín�, y de ordinario se convierten en agua. Las indias, habiendo reconocido el tiempo, se apresuraron en darnos de almorzar para salir luego a su faena, como lo hicieron, dejándonos en el rancho al cacique, a mí, al muchacho mi compañero y a otro pariente del caporal, casado, que alojaba también en la casa.

     Estuvimos en buena conversación entretenidos, y rodeándose la plática, me preguntó el cacique si los españoles que asistían en nuestras fronteras eran como los pasados que estuvieron en aquellas ciudades antiguas. Le respondí que sí porque los más eran descendientes de ellos, y claro está que habrían de ser parecidos los hijos y los nietos a sus padres.

     -Por ese camino habéis dicho muy bien -dijo el cacique-. No es eso lo que pregunto, sino es si son de tan malos naturales y de tan perversas obras como los que asistieron entre nosotros.

     -Eso no lo podré yo saber -le respondí- por no haber tenido noticias ciertas de lo que fueron ni de sus acciones.

     -�Pues no habéis oído decir las causas y motivos que hubo para la desolación de estas ciudades, capitán amigo?

     -Verdaderamente -le volví a decir-, que, como muchacho y de pocas experiencias, no he cuidado hasta ahora de saber nada de lo que en esos tiempos pasó.

     -Pues si no lo sabéis, no quiero que de mí sepas sus procederos. Sólo os quiero decir -repitió el cacique- que si los que gobiernan hoy nuestras fronteras y los que tienen indios a su cargo son como los que por acá experimentamos, no han de durar mucho los amigos y vasallos que tienen entre manos y están bajo su obediencia. Y acordaos para lo de adelante de estas razones que os digo.

     -Mucha siento, cacique Luancura, que habiéndose ofrecido hablar de esta materia, me hayáis dejado ayuno de ello.

     -De otros más antiguos que yo que lo experimentaron y trataron más de cerca tendréis ciertas noticias -dijo el cacique-, que yo tampoco he llegado a saber más de lo que nuestros antepasados nos han dicho, si bien en La Imperial hallaréis todavía algunos ancianos que refrescan las memorias a los otros, para que tengan siempre muy presentes los agravios, molestias y crueldades que hicieron con nuestros padres. De ello se originaron las ruinas de vuestras casas y el sosiego de las nuestras. Eso basta por ahora, capitán, y vamos donde están nuestras mujeres a ayudarlas en algo para que acaben presto su trabajo.

     No puedo dejar de ponderar las razones de este cacique prudente. Y haciendo memoria de los pasados tiempos en que he militado, en algunas ocasiones he hallado cumplida y verificada la profecía del cacique, pues en el discurso del tiempo que he continuado el servir a S. M. en esta guerra a Chile, he experimentado que algunos alborotos y alzamientos que ha habido en las fronteras se han originado todos por malos ministros y gobernadores codiciosos.

     Salimos con el cacique y nos encaminamos para donde estaban las mujeres, a quienes ayudamos con deseos de que se ajustase brevemente la tarea.

     A los últimos fines de la tarde dio principio el agua, aunque menuda, a dejarse caer sobre nosotros, por lo que abreviamos nuestra vuelta, llevando por delante nuestros hacesillos de leña seca, que es todo el ordinario ejercicio.

     Llegamos al abrigo de la casa a tiempo que la luz del día se ausentaba y las lluvias crecían con el viento. Al instante, las indias aliñaron sus fogones y en el que hicieron aparte para el cacique nos sentamos los que salimos en su compañía. Allí nos trajeron de cenar después de haber pasado un buen rato y con sumo gusto y alegría nos brindamos con chichas diferentes. Nos quedamos después conversando al fuego y mi compañero y amigo me pidió que le enseñase otra oración, porque ya sabía la del Padrenuestro; la recitó muy a mi gusto y el padre lo mostró grande de haberle escuchado, pues me dijo que se hallaba muy pagado de que enseñase a su hijo con buena voluntad las oraciones. Le dije que yo estimaba más el haber reconocido en el más intención piadosa y natural afecto a nuestra doctrina, que el amor y agasajo que me hacían.

     A esto se allegaron dos mujeres del cacique, las más queridas, a escuchar un rato lo que hablábamos, porque como las oraciones que enseñaba eran en su lengua, parece que gustaban todas de oírlas recitar al muchachuelo. Antes de dar principio a la oración del Avemaría, pregunté a mi discípulo si le habían parecido bien las hechicerías y ceremonias del �machi� de la pasada noche. Me respondió que de ninguna manera se inclinaba a mirarlos, porque les tenía miedo, y más a aquel que parecía demonio.

     Principiamos el Avemaría en su lengua: �Upchia cimi María�, Dios te salve, María, y con gran cuidado me preguntó que quién era María. Le respondí ser hija y madre de Dios. Y nació de ella por ser tan santa, tan pura, tan limpia como las estrellas, quedando pura, intacta y doncella y siempre virgen.

     �Cómo puede ser eso -replicó el muchacho- que la mujer que pare, quede virgen?

     Admirome la duda del muchacho y le respondí cuidadoso de satisfacérsela. Y aunque quise explicarle el sacramento con las palabras del santo rey, David, no me atreví y me valí de la explicación de algunos santos doctores.

     -Aunque habéis dicho muchas cosas -dijo el muchacho-, no os he entendido las más.

     Y el cacique, habiendo estado muy atento, me dijo lo propio.

     -Para que con más propiedad vengáis en este conocimiento -les dije-, os pondré un ejemplo a vuestro modo y veréis si sale mañana el sol en una batehuela de agua clara, penetrar con sus rayos los cristales y representarse en ellos de la misma suerte que están en el cielo.

     -�Y ahora no podréis, capitán, hacer la experiencia con la luz de la vela? Aquí os traeremos una batehuela de agua clara.

     -Venga en hora buena -les respondí-, y veréis lo que digo, aunque no con la propiedad que con los rayos del sol.

     Trajeron la batea de agua; dejela sosegar muy bien y puse luego la vela ardiendo a la vista del agua, y como en un espejo se representaba el resplandor. Estuvieron mirando con atención el misterio y confesaron que tenía razón, pues la vela estaba dentro del agua del mismo modo que la teníamos presente afuera.

     -Pues así habéis de considerar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios en las entrañas purísimas de María, Señora nuestra.

     Esto que he referido les expliqué con el mejor modo y estilo que pude, con razones vulgares y ejemplares.

     Proseguimos con el Avemaría, que repetí muchas veces en presencia de su padre y madre y de los demás que se habían agregado a nuestro fogón a escuchar las razones que al muchacho mi camarada refería, a las que todos estuvieron muy atentos. Después rogué al discípulo dejar para otro día la doctrina cristiana y que fuésemos a dar descanso a los cuerpos con el acostumbrado sueño, porque ya era tarde.

     -Vamos, pues, capitán, y en la cama me volveréis a enseñar otro rato.

     Con esto nos despedimos del padre y de los demás circunstantes. Fuimos a nuestro lecho, y después de habernos acostado y rezado yo mis devociones, repetí el Avemaría al compañero, a ruego suyo, tres o cuatro veces, porque no me dejaba sosegar un punto para que le enseñase a prisa.

     Después de la medianoche, habiendo dormido sólo un sueño, me recordó mi compañero, juzgando que no estaría dispuesto, cuando me hallaba con discursos varios desvelado, por ser las noches más crecidas del año. Al instante le respondí con deseos de saber lo que me quería. Y me dijo muy alegre que me había llamado para contarme lo que acababa de soñar.

     -Pues decid vuestro sueño -le dije-, que me alegraré escucharos en extremo.

     -Habéis de saber, Pichi Álvaro amigo, que estando durmiendo a pierna suelta, me puse a rezar las oraciones que me vais enseñando. Y cuando llegaba a decir �Ipchia cimi María� se acercaba a mí un negro grande a querer taparme la boca. Túvele miedo verdaderamente, y aunque quería hablar y llamarte, no podía. Estando en esta aflicción y atribulado, se me paró delante, en lugar del negro, un �pichigüinca�, muy blanco; muy hermoso y más rubio que el sol: cuando lo miraba me deslumbraban sus cabellos y su agraciado rostro. Púsose después de esto a jugar con el agua de una fuente clara y cristalina, cogiendo en un jarro de plata la que cabía y al punto la volvía a vaciar muy poco a poco. Llegaron otros niños a jugar con él, no tan blancos ni tan agraciados, que parecían indiecitos como yo. Subiose entonces el niño bonito (lo digo tal como él lo significó) a un árbol que estaba arrimado a la fuente. Y en medio de las ramas parece que estaba una señora, cuyo rostro era semejante al del niño. Y por encima de aquel árbol andaban muchos niños como volando, que me pareció que tenían alas. Cogió otra vez agua de la fuente, estando en lo alto, sobre las faldas de la señora, y empezó a rociar a los niños desde arriba, y ellos pasaban corriendo por debajo. Volvió a llenar otra vez el jarro y se lo dio a la señora, y ella fue echando poco a poco, de manera que caía el agua como la del chorrillo donde vamos a recoger la que tiene aquella canalcita de palo. Así caía. Y los niños iban pasando por debajo uno a uno y recibían el agua en la cabeza, y vi que luego que les caía sobre ella, se les ponía nevada. �No habéis visto la escarcha que amanece en los prados cuando hiela? De la misma suerte se les ponían las cabezas. Habiendo visto el entretenimiento que tenían, me fui a entrar entre ellos y pasé también por debajo, pero no caía agua sobre mí; levanté los ojos hacia arriba y entonces me cayó el agua en el rostro y bajando la cabeza me la bañaron toda. Recibí tanto gusto que no quise apartarme hasta ver si me volvían a echar más agua, y como se pasó algún tiempo, volví a levantar los ojos y no vi más lo que de antes. Con esto desperté, gustoso de haber visto tan lindas cosas, que me holgara de estarlas mirando hasta ahora. Éste es mi sueño, capitán. �Qué te parece? �No es muy bueno?

     Le respondí que era mejor de lo que pensaba.

     -�Cómo así? -me preguntó.

     -Yo os lo diré y explicaré: habéis de saber, amigo, que puede suceder lo que soñando se nos presenta eficazmente, y más cuando tiene fundamento en lo que honestamente deseamos... Así, vos habéis imaginado y deseado entre día ser cristiano y conocer a Dios y sus grandezas, por cuya causa aprendéis las oraciones con afecto, según habéis mostrado.

     -Es verdad, capitán -me respondió el muchacho- que he deseado con extremo ser cristiano y conocer a vuestro Dios y cada día estoy con mayores ansias y continuos deseos.

     -Pues ése es vuestro sueño, que como habéis tenido esos fervorosos designios, se os ha representado en sueños de la manera que lo habéis de ser bañándoos la cabeza con el agua que os echaré en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Con ella se pone blanca y resplandeciente como se os presentaron las cabezas de los niños del sueño. Y aquella señora que visteis sobre el árbol sentada, era la madre de aquel niño hermoso que es nuestra Redentor. Y porque alabais a su Madre Santísima con el Ave María, ahuyentó y apartó de vos aquel negro, que era el demonio, que os quería tapar la boca; porque es nuestro común adversario y está perturbando siempre nuestros buenos intentos y propósitos.

     -Decís muy bien, capitán, -me respondió el muchacho-, y me parece que habéis acertado con mi sueño; y así, por vuestra vida, os ruego que no dilatéis el cristianarme, pues habéis visto en mí sobrado afecto.

     -Será menester amigo y camarada -le dije- que pidáis licencia a vuestro padre, que no será razón que sin su gusto mudéis de religión y de vuestro estado.

     -�Ya no sabéis -respondió- que mi padre gusta que me enseñéis a rezar? Claro está que también ha de querer que sea cristiano.

     -Pues bien, podréis prevenirle y avisarle. Para mañana haremos una buena cruz y la pondremos cerca de aquel árbol copado que está en frente de nuestra casa, para que debajo de sus copiosas ramas recibáis el agua del Santo Bautismo.

     -Mucho me habéis consolado, capitán amigo; yo se lo diré a mi padre y veréis el regocijo que muestra con mi determinación y vuestra enseñanza.

     Apenas iba el sol dando principio al día, cuando mi compañero empezó a levantarse de la cama y a decirme que ya sus rayos estaban con nosotros; que nos levantásemos y fuésemos a hacer la cruz que había dicho pondríamos arrimada al árbol. Con ello me obligó a levantarme, dando infinitas gracias a Dios por las mercedes que me había hecho en dejarme salir con bien aquel día. Salimos llevando un hacha que le pedí, con la que nos encaminamos al monte. Escogimos una vara larga y gruesa, la más derecha que topar pudimos; la cortamos con mucho gusto, la sacamos de la montaña y la enderezamos, cortándole las ramas y gajos que de ella se esparcían. Con una azuelilla de las que ellos usan, hicimos las muescas o encajes para el travesaño y brazo de la cruz; a falta de barreno, la taladramos con un asador ardiendo y la clavamos con unos clavos de madera fuerte y entre los dos la llevamos al sitio frente al copado árbol referido. En este tiempo estaba ya el cacique Luancura, padre del muchacho, con otros dos mocetones casados, parientes suyos, a la resolana, arrimados a las espaldas del rancho. Luego que nos vieron llegar con la cruz a cuestas, se levantaron y fueron donde estábamos los dos cogiendo algún resuello y descansando, porque verdaderamente era de buen porte el madero, y no dejó de fatigarnos algo. Y lo que me maravilló fue que siendo un muchacho tierno y delicado, pudiese soportar con esfuerzo la carga que a mis hombros, aunque más vigorosos y robustos, agobiaba.

     Preguntonos el cacique nuestro intento y a qué se encaminaba nuestro trabajo. Respondió el muchacho que me había rogado varias veces que lo bautizase y que no había querido hacerlo sin su consentimiento y gusto. El cacique respondió con agrado y placentero que recibiría grande júbilo y alegría en verlo hacerse cristiano, porque él lo era antiguo y tuvo siempre buena voluntad a los españoles, aunque sus temeridades obligaron a aborrecer sus acciones.

     -Pues, esta cruz que traigo -repitió el muchacho- la hemos hecho para ese efecto y la queremos poner al pie de ese frondoso �pengu� para que al pie de ella me bautice el capitán.

     -Paréceme muy bien -dijo el cacique-; nosotros ayudaremos a levantarla, y se bautizarán todos los de la casa.

     -Haced unos �pales� -dijo dirigiéndose a sus compañeros.

     El muchacho estaba ya disponiendo uno de éstos con una azuela pequeña que había llevado al propósito, y los dos muchachones hicieron otras con las cuales se hizo el hoyo en que se había de poner la cruz; con la ayuda del cacique y de los demás que nos habíamos juntado la levantamos en alto y la pusimos clavada, derecha y bien proporcionada. Acabada de poner, nos hincamos de rodillas al pie de ella e hice a mi compañero que rezase las oraciones, que eran las del Paternóster y Avemaría, lo que hizo con mucho gusto. Y el cacique y los demás a nuestra imitación hicieron lo propio, poniendo las rodillas en el suelo, alegrándose de ver la cruz, que señoreaba toda la campaña, y de haber oído a su hijo recitar las oraciones. Yo quedé maravillado, cierto de la devota acción del cacique, de donde se puede colegir con evidencia que el dócil natural de esta bárbara gente no fue cultivado en sus principios con el azadón y reja del ejemplo eficaz que necesitaba un nuevo gentilismo, porque importaban poco las palabras a los que con cuidado atendían más a las acciones, que sin duda no debieron ser ajustadas pues tan breve se reconoció el fruto que se sacó de ellas con la destrucción y pérdida de sus vanas ciudades.

     En esto se nos fue la mañana, porque, como los días eran los más pequeños del año, con el ejercicio que habíamos tenido, se nos fue el tiempo deslizando y sin sentir se nos acercó el mediodía.

     Llevonos, después de esto, el cacique a su rancho, y comimos con él de lo que las mujeres tenían dispuesto y sazonado: nos brindamos con extremados licores de manzanas, de frutillas y de maíz crudo, que es fuerte y de mucho sustento, y en el discurso de nuestros brindis platicamos largamente de los cristianos antiguos, cuyos principios no debieron ser tan ajustados a la doctrina cristiana y enseñanza que era conveniente para una nación bárbara, pues el cacique me dijo como admirado:

     -Capitán, �sabéis lo que he reparado en vuestra doctrina y enseñanza? Que los antiguos españoles no siguieron en ella vuestro estilo: vos repetís muchas veces lo que enseñáis a mi hijo y así aprende con facilidad. Los �pateros� sólo una vez enseñaban las oraciones, de año en año y de prisa, a las mujeres y a las muchachas y muchachos, porque los indios tributarios, pocos o ningunos asistían a sus casas, por lo que eran muy raros los que sabían rezar.

     -Pero los muchachos y chinas que servíais dentro de las casas de vuestros amos, �no rezabais todas las noches? -le pregunté.

     -En algunas partes -contestó el cacique- oí decir que solían hacerlo así en vuestro lenguaje castellano, por lo que ninguna llegaba a entender lo que rezaba; esto lo hacían algunas buenas señoras, que los �huincas�, ya os lo he dicho, capitán, hacían algunas cosas no muy bien encaminadas, según las noticias que tuve de mis antepasados.

     Bien creo -dije- que había algunos de malos naturales, porque nuestra humana naturaleza siempre está sujeta a obrar mal antes que bien. Y habéis de advertir, amigo Luancura, que el mundo se compone de malos y buenos y que es mayor el número de los que se dejan llevar del licencioso apetito que los que se sujetan a la razón natural. Pero no me negaréis que entre los malos que decís habría algunos buenos también.

     -Muy pocos y muy contados -respondió el cacique- los que lo parecían; sólo decían los antiguos mucho bien de un �patero� o ermitaño que vivía solo en una ermita que tenía fuera del concurso de las gentes. Allí se sustentaba con yerbas del campo y con el pan que pedía de limosna, y lo más que traía lo repartía a los pobres indios y a los niños y muchachos que enseñaba a rezar; también oí decir que de noche se azotaba mucho dentro de su capilla. Así mismo tenían opinión de buenos religiosos los que llamaban �videpateros�, que quiere decir los que tenían vestiduras de color de perdiz. Éstos -repitió el cacique- no buscaban oro ni plata, como los demás, y no tenían chacras ni heredades y se sustentaban de limosnas, como el ermitaño; a su convento y casa acudían a comer todos los pobres y los desamparados indios hallaban en ellos grande abrigo y consuelo. Pero dejémonos ahora, capitán, de estas pláticas, que, como era yo pequeño entonces, no pude llegar a tener tanto conocimiento, y así, tratemos de cristianar a mi hijo y a mis hijas, que yo tengo mucho gusto de que lo hagáis.

     -Por la mañana, si os parece -le dije-, podremos bautizarlos. Y esta tarde rezaremos todo al pie de la cruz; enseñará tu hijo las oraciones que sabe y dejaremos el sitio bien enramado y limpio el suelo.

     -Está muy bien -respondió el cacique-; disponedlo, capitán, como es pareciere.

     Salimos con esta determinación afuera, a tiempo que llegaron otros muchachos de la vecindad, hijos de los comarcanos camaradas del cacique y sus sujetos, que tenían sus ranchos a dos cuadras, a cuatro y a cinco el que más. Comunicáronse con el muchacho mi compañero, quien los aficionó a que también se bautizasen. Con esto, cogiendo un hacha, en buena conformidad nos fuimos todos al monte, de donde trajimos muchas ramas de laurel, de canelo y de otros vistosos árboles que conservan la hoja todo el año y enramamos la cruz; a modo de claustro, hicimos un cercado con las propias ramas y dentro de él esparcimos algunas hierbas olorosas de yerbabuena, y toronjil. Después de esto dije a mi camarada que repitiese las oraciones que sabía y las enseñase a los demás muchachos, pues querían ser cristianos; hízolo así con sumo regocijo, y habiéndolas repetido y seguídole los demás, signifiqué a mi discípulo que era necesario, antes de bautizarse, llevar sabidas algunas razones del Credo, que era otra oración muy larga y muy especial para el verdadero conocimiento de Dios Nuestro Señor.

     -Pues no tenemos que hacer -me dijo el muchacho-, por vuestra vida que me enseñéis luego.

     Y aunque le aplacé para la noche, me hizo tantas súplicas e instancias, que le repetí gran parte del Credo, y hasta que supo seis u ocho palabras no me quiso dejar de la mano, porque era grande el ansia y la codicia que tenía de ser cristiano y conocer a Dios y sus misterios. Recogímonos al rancho, después de haberse puesto el sol, con los demás muchachos huéspedes y nos dieron de cenar y de beber muy a nuestro gusto; con que se fueron a sus casas los muchachos y quedaron aplazados para el siguiente día, que habían de volver, a ser cristianos.

     Después de haber estado un rato al fuego en buena conversación y plática, porque las noches necesitaban de algún divertimiento para poderlas llevar, nos recogimos mi compañero y yo a nuestro lecho, donde sin dejarme dar fin a mis oraciones acostumbradas, me instó a que le volviese a enseñar la oración del Credo, a cuyas súplicas y ruegos concedí lo que me pedía y estuve grande rato repitiéndole más de un tercio de la oración del Credo y explicándosela. Estaba admirado de ver su capacidad y entendimiento para comprender y penetrar los más altos misterios de nuestra religión cristiana, en que manifestaba el muchacho muy singular auxilio y gracia de Dios Nuestro Señor. Bien manifestaba este chicuelo la luz sobrenatural que le alumbraba con las demostraciones que hacía de sus afectos y del entrañable amor que tenía a los divinos misterios. Entretenidos buen rato con este ejercicio nos quedamos con la oración del Credo en los labios y con los sentidos suspensos hasta el alba.

     Apenas los resplandores y rayos de la luz del día penetraban los resquicios de la puerta y las ventanas del rancho, cuando mi compañero estaba recitando mucha parte de la oración del Credo en que habíamos estado entretenidos muy gran parte de la noche. Juzgándome dormido, me despertó con anhelos y ansias grandes de ser bautizado, manifestando con alegres razones el haber amanecido el sol sin los nublados que perturbaban de ordinario sus hermosos rayos.

     -Mirad, capitán -me dijo-, que el sol está ya sobre nosotros y será razón que nos levantemos.

     Muchas palabras trabamos sobre sus fervorosos deseos, y por no dilatarme en lo que no importa mucho, paso adelante con lo principal de nuestro intento. Salimos afuera y lo primero que hicimos fue encaminarnos a la cruz, hincándonos de rodillas al pie de ella, y rezamos las oraciones que sabía, y después le repetí todo el Credo. Salió en esta ocasión el cacique con toda la chusma de su casa a bañarse al estero, como lo tenían de costumbre y nosotros fuimos a hacer lo propio, porque yo ya me iba hallando escogidamente con los baños de mañana. Cuando nos volvimos hacia el rancho, mandó el cacique a sus mujeres que matasen tres gallinas y las aliñasen con los demás, para que comiésemos temprano.

     A este tiempo venían los dos muchachos aplazados la noche antes con otres tres o cuatro compañeros de su porte, reducidos también a ser cristianos, y en buena conformidad nos fuimos todos al claustro o cercado de la cruz e hincados de rodillas al pie de ella hice que mi compañero enseñase las oraciones que sabía a los demás; y habiéndolas repetido muy bien, se las fui explicando y dando a entender más por extenso.

     Estando en esta ocupación entretenidos, llegó el cacique con sus compañeros a preguntarme que cuándo había de bautizar a su hijo y a sus hijas, que también querían ser cristianas. Le respondí que luego lo haría, que para eso les estaba explicando las oraciones a todos aquellos muchachos; que no faltaba más que hiciese traer una mesita o banco con su sobrecama o manta, un cántaro moderado, nuevo y limpio lleno de agua y una botijuela en que cayese. Al punto mandó traer todo lo que le pedí y puse la mesita con su tapete o manta encima arrimada a la cruz y el cántaro de agua sobre la batea. Con esto se fueron juntando todos los del rancho, a tiempo que venía asomando a una vista mi amo Maulicán con mis dos primeros amigos y camaradas, los muchachos sus sobrinos. Aguardamos a que llegasen, y al apearse, salí a recibirle y abrazarle, como lo hice también con los muchachos. Llegó después el cacique dueño del rancho, y saludáronse con mucho amor y grande agasajo, y a las espaldas de la casa se asentaron a la resolana en unas esteras que para el efecto les pusieron. Después de haberle recibido a su usanza, con una cántara de buen porte de chicha, que se despachó con brevedad porque ayudamos todos al consumo, dijo el cacique Luancura a Maulicán que me había hallado ocupado en enseñar a los niños a rezar las oraciones y que estaba ya disponiendo el bautizarlos cuando le vimos venir.

     -Pues andad, capitán, con vuestros camaradas antiguos -dijo, mi amo-, que también les enseñasteis a rezar y querrán ser, como los demás, cristianos.

     A esto respondió el cacique Luancura:

     -Mejor que vamos allá todos y veremos cómo los bautizan.

     Se levantaron y fuimos en compañía a nuestro claustro, donde estaba la mesa con la batea y cántaro al pie de la cruz, todo muy limpio y aseado, lleno de yerbabuena, toronjil y otras olorosas yerbas. Llevaron las esteras al cercado, en las que se asentaron los caciques y algunas mujeres, y yo me arrimé a la mesa con los muchachos, a quienes hice hincar de rodillas y repetir las oraciones que sabían; después les pregunté si querían ser cristianos y respondieron todos que sí. Les expliqué lo esencial del Credo y llamé primeramente al que había sido el instrumento del festejo con que celebramos aquellos bautizos y quien con tanto fervor me había solicitado para ello: llegose a la mesa donde yo estaba e hice que se persignase y que rezase sólo las oraciones en voz alta, que era contento escucharle; acerquele a la mesa y en altas voces le pregunté tres veces si quería ser cristiano y seguir la ley de Dios, pues sabía lo que había de observar y guardar, según lo que le tenía enseñado; respondió de muy buena gana y que no faltaría a lo que yo le dijese, y de seguir mi doctrina; con que le hice bajar la cabeza, preguntándole cómo quería llamarse, habiéndole nombrado algunos santos, y advirtiéndole que era víspera del gran patriarca San Ignacio de Loyola, le dije, que pues le había cabido por suerte bautizarse en tal día, que se llamase Ignacio, porque era mañana su día (que fue esto a los 30 de Julio).

     -Sea así, pues: llamareme Ignacio -dijo muy alegre-, que me ha causado mucho gusto el saber que es mañana su día.

     Bajó la cabeza como se lo había ordenado y cogiendo el cántaro de agua en la mano le bauticé en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, bañándole la cabeza con el agua. Y después hizo una acción el muchacho que me dejó admirado, que fue llegar humillándose a abrazarme luego que se sacudió la cabeza, agradeciéndome la acción que con él había ejecutado, muestras patentes de su dócil natural y bien inclinado corazón. Llamé sucesivamente a mis antiguos y primeros compañeros y los hice recitar las oraciones que les había enseñado, el Paternóster, y el Avemaría, los que repitieron muy bien, y los bauticé poniendo al uno Diego, por haber pocos días que había pasado el del Señor Santiago, y al otro Francisco, porque dijo que había de tener mi nombre. A los demás chicuelos fui echando el agua de la misma suerte que a los otros. Llegáronse también los muchachones casados con sus mujeres, con quienes no hice más que la ceremonia, sin intención de bautizarlos, porque juzgué que no lo hacían más que por tener nombres de españoles, que era imposible poderles quitar el tener tres o cuatro y más mujeres, según su costumbre, y no ser capaces de la doctrina y enseñanza de los chicuelos, que ponían todo su cuidado en entender a mis razones y en admitir con gusto lo que les decía.

     Acabamos así esta fiesta, que fue de sumo gusto para el cacique y no de menos consuelo para mi amo Maulicán. Con esto se volvieron a las espaldas del rancho, a donde llevaron los tapetes o las esteras, en que se sentaron. Fuéronse los viejos adelante y quedamos los muchachos y yo en nuestro cercado, abrazándonos los unos a los otros y platicando amorosamente, mis antiguos compañeros me decían que se hallaban muy solos sin mi compañía y que su abuelo el viejo sentía mi ausencia en extremo. En ésta y otras razones ocupados nos hallábamos cuando nos llamó el cacique para que fuésemos a comer a donde él y mi amo estaban a la resolana conversando y dando fin a un cántaro de chicha que por principio les había traído. Sentámonos en ellos a tiempo que traían de comer. Comimos espléndidamente varios guisados de ave y baitucanes de carne a su usanza, y sacaron tres cántaros grandes de chicha con que nos brindamos a menudo y nos regocijamos grandemente.

     Acabado el convite, nos fuimos los muchachos y yo a jugar a la chueca, y dentro de una hora poco más o menos se despidió Maulicán del cacique, y a mí me llamó y me dijo en presencia de Luancura que de La Imperial le habían enviado a convidar para una gran fiesta que tenían y una solemne borrachera que se encaminaba solamente a ver al hijo de Álvaro y que así se hallaba obligado a llevarme consigo; que para ese día volvería por mí y me llevaría con licencia del cacique nuestro amigo y bienhechor. Éste le respondió que yo estaba siempre dispuesto a su orden y a su gusto. Con esto nos despedimos, enviando yo muchos recados al viejo Llaneare y a todas las mujeres de mi amo y a sus hijas; y llegando a abrazarme los muchachos, me dijeron que habían de volver con el viejo y Maulicán dentro de pocos días para pasar a la borrachera de La Imperial. Fuéronse con Dios y yo me quedé como antes con mi compañero Ignacio. Cada vez que le miraba me parecía otro en sus facciones: las tenía más hermosas y agraciadas, que con el agua del bautismo estaba resplandeciente como un cristal puro y limpio.

     A los dos días que estuvimos ocupados y entretenidos en diversos ejercicios de gusto y pasatiempo, no olvidando en medio de ellos mi discípulo y ahijado sus fervorosos deseos, solicitando por todos caminos el hacerse capaz de las oraciones y de la explicación del Credo, en que mostraba tener sumo consuelo, cayó enfermo de un dolor de cabeza excesivo, con un calenturón tan extraordinario, que le hizo perder el juicio desvariar grandemente. Causome notable dolor y pena ver al nuevo cristiano tan afligido y apurado y hablar algunos disparates, levantándose de la cama a ratos y tirando a los rincones lo que topaba, que fue necesario tenerle por fuerza echado. Acongojeme con notable sentimiento de ver a mi amigo y compañero de la suerte referida y de considerar el cuidado y disgusto con que se hallaban su padre, madre y parientes, juzgando que atribuirían a mi doctrina y enseñanza sus achaques. Fluctuando entre estos pensamientos mi discurso, manifestó el alma por los ojos su congoja, y estando asido de las manos del enfermo se las regué con lágrimas salidas de lo más íntimo del alma. Estúvome mirando de hito en hito un buen rato y al cabo de él cerró los ojos y se quedó dormido, habiendo estado una noche y un día sin sosegar un punto ni comer bocado. Yo, de la propia suerte, fui compañero de su ayuno y el más participante de sus achaques.

     -Dejémosle dormir -dijo el cacique- y ordenó a la madre que le pusiese algunas yerbas en las sienes para templar el ardor vigoroso de la calentura.

     Hicieron así, y mientras dormía, me llamó el cacique y me consoló grandemente con decirme:

     -Capitán, no lloréis de esa suerte, que me das más pesar con el que muestras que el que me causa la enfermedad de mi hijo, que ya es cristiano y se irá al cielo, como decís, si se muriese.

     -Muy gran consuelo me has dado -respondí al cacique- con haber escuchado esas razones tan de cristiano. Este muchacho nació para el cielo, y el accidente que le ha sobrevenida tan de repente y con tanto aprieto no es para que vuelva en sí ni viva entre nosotros, porque no he visto en toda mi vida tal inclinación a las oraciones y al conocimiento de Dios Nuestro Señor como el que este angelito muestra. Y así te puedes tener por dichoso que, sin llegar a tener conocimiento de las cosas de este mundo, se vaya a gozar de la eterna gloria y a tener debajo de sus pies al sol, y a la luna, y a las estrellas, y a tener por sitio y asiento esos cristalinos cielos. La muerte es natural, todos hemos de morir, y lo que debemos desear es una vida quieta, honesta y ajustada a la razón, como lo deseaba este muchacho.

     -Pues, �por qué lloras tanto -me replicó el cacique- si tienes por cierto el descanso y alivio de su alma?

     -Decís muy bien -dije al cacique Luancura-; pero habéis de considerar y entender que es una cosa el espíritu, que es el alma, y otra el cuerpo, que es la carne; ésta es opuesta al espíritu, y lo que ella apetece y abraza es contrario al otro; y así mi espíritu se consuela y regocija por la contemplación del gozo que ha de tener el alma de mi amigo en la eterna gloria, y la carne o el cuerpo muestra el pesar con que queda sin la compañía del que ama.

     -Pues tenéis razón, capitán -me respondió el cacique-, que por una parte parece que interiormente me hallo consolado y con gusto con las razones que me habéis dicho y por otra parte no dejo de sentir y lastimarme juzgándome sin la presencia y compañía de mi hijo; mas como vos decís es cierto, venid acá conmigo, que ha dos días que no os veo comer bocado y confortaréis el estómago mientras reposa mi hijo.

     Arrimeme al fogón, donde se había sentado el cacique, a quien rendí las gracias por los favores que me hacía, diciéndole que sólo me podía servir de consuelo en el trabajo de su hijo y de mi amado compañero haberle oído sus discretas razones, muy conformes a quien era y ajustadas a la ley divina. Con esto me alenté a comer un bocado de cordero y otras cosas que nos pusieron delante las mujeres del cacique con un buen cántaro de chicha. Y habiendo dejado reposando a nuestro enfermo, después de haber comido y bebido, se quedó nuestro huésped al amor del fuego medio dormitando.

     Dentro de breve rato despertó el enfermo quejándose dolorido y llamándome cuidadoso. Acudí al instante, con deseo de saber cómo se hallaba, y al punto que me vio, con notables ansias me pidió una cruz pequeña de madera curiosamente obrada que traía de ordinario conmigo pendiente al cuello, y habiéndosela puesto en las manos, la besó, como lo hacía otras veces cuando rezábamos. Consoleme grandemente de haberlo visto alentado y en su juicio y que con fervoroso afecto repetía las oraciones, abrazando la cruz y poniéndola en los labios y en los ojos, por haberme visto esta acción cuando me acostaba en la cama y al levantarme de ella. Cogí las manos con ternura al enfermo, dolorido de ver al amigo y compañero en aquel trance, y le hallé más fresco y aliviado del calenturón que le había privado de los sentidos; hícele traer una escudilla de caldo y por fuerza se la hice beber, sin haber podido pasar otra cosa en tres días que hacía que el achaque le tenía postrado. Sobre lo que padecía, se le recreció un humor corrupto de sangre, que se vaciaba muy a menudo y no le dejaba sosegar.

     En medio de estos trabajos era contento oírle alabar a Dios y con rostro alegre decirnos que había visto entre sueños a aquella señora que la vez pasada se le apareció con el niño bonito y muchos pajaritos blancos volando alrededor de ella. Estando despierto, decía que hacia el rincón de la casa se le aparecían unos perros negros y obscuros bultos que le causaban algún temor.

     -No os dé cuidado -dije al enfermo-, que teniendo esa cruz en las manos no os molestarán esas apariencias, que son ilusiones del demonio.

     Dejele un rato en compañía de su padre y salí afuera a rogar a Nuestro Señor le diese al muchacho aquello que más conviniese a su santo servicio y al descanso de su alma. En esto me ocupé un breve rato y en hacer dos cruces de madera del altor de media vara. Entré con ellas y puse una en el rincón donde el muchacho dijo haber visto las figuras negras y los perros, y la otra en su cabecera; habiéndolas visto, las abrazó con grande júbilo y alegría. Así pudimos obligarle a que comiese un bocado de ave que le tenían aderezada y forzado de nuestros ruegos comió algunas cosas y bebió un poco de chicha espesa y tibia. Después de esto rogó que le dejasen reposar un rato y a mí me pidió que no me apartase de su cabecera; lo hice así y con la ropa que tenía le abrigué muy bien el cuerpo. Habiendo quedado solos, cuando juzgué que quería reposar la comida, me dijo y rogó que le explicase el Credo, como lo había hecho las días antecedentes, que aquella oración no la había acabado de entender.

     -De muy buena gana haré lo que me pedís -le dije-, porque el pesar con que me tiene vuestro achaque me le aliviáis con veros tan generoso en la inteligencia y en las oraciones y conocimiento de las cosas de nuestra santa fe católica, y en la impenetración ordinaria de la salud del alma, que por medio de las oraciones solicitáis cuidadoso.

     -Con esto entretuve un rato al enfermo, y habiéndome escuchado muy atento, me dijo que rezásemos las oraciones. Con grande devoción dio principio al Padrenuestro y prosiguió con el Avemaría. Acabadas estas dos oraciones, me significó entenderlas bien, y que del Credo dudaba algunas cosas, y que estimaría se las fuese explicando. Fue repitiendo el Credo, y cuando llegó a Cristo Nuestro Señor que fue concebido por obra del Espíritu Santo, preguntome quién era el Espíritu Santo. Confieso que me vi confuso con la pregunta del muchacho y con verme obligado a significarle tan alto misterio; respondile que Dios era uno en esencia y trino en personas; que el Verbo Divino, hijo de Dios, procedía del Padre Eterno por el entendimiento; que lo que concibe, queda en su propia naturaleza, como la palabra inteligible, que sale de quien la dice y se queda en él: así lo enseña el angélico doctor. El Espíritu Santo procede de los dos, del amor del Padre al Hijo, a cuya causa en las divinas personas tiene nombre de amor el Espíritu Santo, como lo dijo San Gregorio; de la misma suerte, tiene nombre de Verbo el Hijo, que es nombre personal según San Agustín: con que en las personas divinas se dan dos procesiones, la una por el entendimiento, que es la procesión del Verbo, y la obra por la voluntad, que es la del amor, como lo resuelve Santo Tomás. Pero todo esto se viene a reducir (le dije a mi discípulo) a que hay un solo Dios en esencia y tres personas divinas, como os tengo dicho. Replicome el muchacho diciendo que si era Dios también el Hijo como el Padre Eterno, y el Espíritu Santo por lo consiguiente, que �cómo no había más que un Dios? A que le respondí que eso era lo que le acababa de explicar.

     -Esa razón me cuadra, capitán -dijo el muchacho- que Dios no ha de ser como nosotros, para que podamos comprender sus grandezas, y me reduzco a lo que me decís y a creer solamente lo que me enseñáis.

     Con esto me pidió la mano para levantarse, diciendo que le apretaban mucho los cursos de sangre que hacía, y al asentarse en la cama, se vació en ella; que por escucharme con atención, dijo había aguantado gran rato. Llegó la madre a mudarle mantas y frazadas, y en el entretanto salí afuera a que me diese el aire y sacudiese los vapores y anhelos del enfermo, que me tenían la cabeza tan desvanecida y dolorida, que juzgaba estar vestido ya del propio achaque. Encontré al salir por la puerta al cacique hablando con el �machi� o curandero, del que en otra ocasión manifesté sus ceremonias y encantos; lo habían llamado para que curase al muchacho, y luego que le vi, como si viese al demonio, se me alborotó la sangre y perturbaron los sentidos y por otra parte encaminé mis pasos. Habiéndome divisado el cacique, me llamó para decirme que aquel médico había venido a curar al enfermo y que cómo se hallaba. Respondile que la enfermedad que tenía no necesitaba de ceremonias ni de machitunes, como ellos dicen, sino era de algunas yerbas que le estancasen los ordinarios cursos, que le tenían debilitado.

     -Yo le curaré -dijo el �machi�- y veré lo que ha menester para que cobre salud.

     -Hagan traer un cántaro nuevo y una crecida rama de canelo y lo demás que sabéis -repitió el cacique.

     Yo no quise replicarle porque no juzgase que contradecía el intento y perturbaba las diligencias que se pretendían para la salud del muchacho.

     Entraron y yo me quedó afuera cogiendo el fresco, porque había salido medio mareado. Llegose a ver al enfermo el endiablado médico en compañía del cacique. El muchacho luego que le divisó le dijo que se fuese de su presencia, que no quería que le curase con aquellas ceremonias del demonio que acostumbraba; díjole su padre que por qué no quería dejarse curar, que cómo había de tener salud si no se sujetaba a las medicinas que querían aplicarle; respondió que no quería conseguir la salud por mano de aquel hechicero, que le tenía gran horror y miedo, y que de ninguna suerte lo quería ni aun mirar; y esto fue volviendo el rostro a otra parte y tapándose la cabeza; con ello obligó a su padre a decir al médico que no quería hacer cosa alguna contra el gusto de su hijo y que lo único que podía disponer era darle algún bebedizo para que se atajasen y minorasen los cursos, que era lo que le tenía debilitado fatigado.

     -Pues por la mañana le buscaré las yerbas -dijo el �machi�- y se las daremos a beber; puesto que no quiere que le curemos de otra suerte, dejaré dispuesto el bebedizo y acá lo podrán dar.

     En esto entré yo de afuera, y el cacique me llamó luego para decirme que mi camarada no había querido que le curase el médico y por no verlo se había tapado y vuéltole las espaldas; que procurase yo reducirle a que le hiciesen algunos remedios. Respondile que me parecía imposible, porque cuando vio curar al otro enfermo, me significó tener grande aborrecimiento al médico por las ceremonias mágicas que le vio hacer, y así tuviera por mejor darle algunas yerbas para que se le estancasen los cursos, que aun eso se le podía hacer beber.

     -Por la mañana las traeré -dijo el �machi�- y enseñaré de la suerte que se las han de dar.

     -Pues andad, capitán, a verle y a consolarle -me dijo el cacique-, porque quedó muy enojado y desabrido.

     Con esto fui a donde estaba mi amigo Ignacio, que aún tenía el rostro vuelto a la pared o tabique del rancho; llamele por su nombre, y al instante que me reconoció la voz, volvió el rostro para mí, quejándoseme de su padre porque le había llevado aquel mal médico, que lo tenía por demonio, y preguntome si se había ido o adónde estaba; díjele que sentado al fuego con su padre, que por ser ya tarde y de noche se había quedado y que por la mañana se iría.

     -Decidle, pues, a mi padre que no me lo traiga más acá porque yo no lo quiero ver.

     Dijo esto con algún enfado, porque la enfermedad le iba apretando, de manera que lo tenía impaciente. En medio de sus congojas y aflicciones parece que hallaba algún alivio y consuelo en repetir las oraciones e invocar los nombres de Jesús y María, que para mí era de grande júbilo y alegría el oírle.

     Finalmente, el muchacho se iba muy a prisa consumiendo y acabando con no comer y con la evacuación de sangre que cada día se le aumentaba. Al otro día fue el médico �machi� por la mañana a buscar las yerbas, y a medio día las trajo y dejó dispuesto el bebidizo, para que el siguiente día al alba se le diese de beber. En todo aquel día no le pudimos hacer que comiese bocado, sino fue un poco de caldo que bebió por fuerza. Aquella noche le velamos, porque ya no podía dormir ni sosegar, y sólo cuando rezaba parece que se hallaba más sosegado y estaba con el semblante más alegre, y lo más de la noche me tuvo entretenido en preguntarme de las cosas celestes, del sol, la luna y las estrellas y cómo se movían.

     En estas conversaciones y en repetir a ratos el Credo, que era lo que más dudaba, pasamos la noche, y en ayudar al pobre muchacho a levantarse al servicio. Al amanecer, poco antes, vino su madre con el remedio que el hechicero médico había dejado dispuesto, y no lo quería beber de ninguna manera, hasta que yo le rogué que lo hiciese, que parece que en todo me mostraba más amor y más respeto que a sus padres, por serlo espiritual de su alma y amigo verdadero en su enseñanza y doctrina a que estaba bastante reconocido, por estar fundada nuestra amistad en lo justo y honesto y encaminada al bien del alma.

     Luego que bebió el bebedizo que su madre le trajo, recrecieron unos dolores de estómago y del vientre al enfermo, y dando vueltas a menudo estuvo muy buen rato quejándose lastimosamente, lo que nos causó gran dolor y lástima, y en medio de sus aflicciones se nos quedó desmayado, o muerto por mejor decir, con un sudor frío que le cubrió todo el cuerpo. Lamentose la madre con descompuestas razones y desmedidos llantos; acudió el cacique, padre del enfermo, y aunque se enterneció de vernos a todos los circunstantes afligidos manifestando nuestro pesar y sentimiento con lastimosas voces, antes nos sirvieron de consuelo su valor, su prudencia y sus razones, pues dijo que de qué nos afligíamos y por qué llorábamos tan desmedidamente, siendo el morir natural en los vivientes; que antes era de envidiar la muerte que tenía su hijo.

     Quedósenos (como he dicho) sin sentido, acezando y sudando; todo el día y la noche estuvo de aquella suerte, abriendo a ratos los ojos; y al cuarto del alba, o al salir el sol, levantó la cabeza y me llamó muy alegre, diciendo:

     -Mirad, capitán, la señora tan linda, con su hijo en los brazos, y tantos pajaritos blancos que están volando por encima, y un hombre vestido de negro, blanco hasta la cabeza, hincado de rodillas.

     -�No lo veis? -y señalaba el techo de la casa.

     Díjele que ya los veía, que se animase mucho con tan buena vista. Volvió a decirme:

     -�No veis cómo llueve, amigo? �Cómo una escarchita blanca está cayendo muy menuda?

     Alegráronse todos de oír hablar al muchacho de aquella suerte y con tantos alientos, juzgando que se hallaba mejor con las yerbas que había bebido. Y en medio de estas palabras, dio principio al Avemaría, diciéndome que le ayudase, mirando con grande atención al techo y desmayando la voz. A los últimos fines de la oración le dio un fuerte hipo, y acabando con aquellas palabras que dicen: �Rogad por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte�, expiró con tres boqueadas y en ellas el nombre de Jesús y María, ayudándole yo con todo afecto. Fue a gozar de la eterna gloria, según nuestra fe católica, pues a los seis días de bautizado, sin haber hecho acción que no fuese encaminada al conocimiento de Dios y de sus mayores misterios, mostrando sobrenatural auxilio y habiendo estado todo un día y una noche sin hablar, habérsela dado Dios para que muriese con el Avemaría en los labios y saliese el alma de aquel cuerpo de día y al salir el sol, que es particularidad grande, según lo nota el gran padre San Gregorio, y que es prenuncio y señal de predestinación.

     Murió mi camarada y amigo, y faltome con su ausencia la alegría, y aun el alma toda me llevó consigo, porque el verdadero amigo es una misma cosa con el que ama.



     Después del fallecimiento de Ignacio, mi amado compañero, todos los asistentes en la casa, padre, hermanos y parientes, se pusieron a llorar sobre el cuerpo, como yo lo hacía lastimosamente sin haberme apartado de su cabecera; lamentáronse todos juntos con unos suspiros y unos ayes tan lastimosos, echándose sobre el cuerpo, que me obligaban a hacer lo mismo, imitando sus acciones lamentosas; en cuya ocasión se me vino a la memoria ser esta nación muy asemejada a los hebreos y a aquellos de la ley antigua, que en esta forma se congregaban a celebrar sus exequias.

     Pasó la palabra a los ranchos comarcanos, amigos y vecinos, de la aflicción con que se hallaba el principal cacique de la �regüe� y trajo cada uno su cántaro de chicha; entraron y nos hallaron con las acostumbradas ceremonias llorando sobre el difunto. Levantose el cacique a recibirlos, y acercándose al cadáver cuatro de los más ancianos y nobles, fueron cada uno de por sí echándole encima una camiseta y manta nueva, y las mujeres de éstos poniendo arrimadas al cuerpo frío las tinajas o cántaros de chicha que trajeron a cuestas, y como más tiernas y ceremoniáticas, las viejas dieron principio a dar tan tristes voces y alaridos, rasgándose las vestiduras y pelándose los cabellos, que obligaron a que los demás las acompañasen; con que chicos y grandes, con los gritos, sollozos y suspiros que daban, hacían tan gran ruido, que parecía más ceremonia acostumbrada que natural dolor por el difundo; en lo que se conoció hacerse más aquellos extremos par el fausto y honor de las exequias que por el pesar que les causaba la muerte de los suyos.

De esta suerte estuvimos toda el día y la noche, cantando a ratos unos como motes tristes, entre suspiros y llantos, y de cuando en cuando iban a encajarse sobre el cadáver helado y a cantar llorando sus acostumbrados versos, sin descubrirle el rostro, que tenía cubierto con las mantas y camisetas nuevas que le habían traído.

     Amaneció otro día entre nublado y claro el cielo, y dispusieron llevar el cuerpo a un cerro alto donde había otros entierros señalados, a la vista de la casa, que debía ser de sus antepasados. Consultolo su padre el cacique conmigo, y yo fui de parecer que le hiciésemos la sepultura al pie de la cruz donde había sido bautizado y que le tendríamos cerca de casa. Respondiome que hablaría a los demás caciques por ver lo que les parecía, por no faltar a lo acostumbrado entre ellos.

     -Mucho estimaré que lo reduzcáis -le dije- -a que lo enterremos aquí cerca de la casa, pues murió cristiano y como un angelito.

     -Pues voy a comunicarlo-dijo el cacique-, y veremos lo que me dicen, y conforme a sus pareceres dispondremos el entierro.

     Salió afuera, llamó a los amigos y parientes más graves, y consultó el caso, de manera que resolvieron llevarlo al entierro de sus pasados, por no faltar de la costumbre de los suyos, que aun en esto muestran asemejarse a aquellos antiguos padres. Después de su consulta me llamaron afuera y me significaron la resolución que habían tomado, porque no podían hacer otra cosa.

     -Pues ya que ha de ser así -les dije-, estimaré mucho que me permitáis que ponga una cruz grande al pie de su sepultura.

     -De muy buena gana -respondieron todos- y os ayudaremos a hacerla y levantarla adonde vos despusiereis y gustareis.

     Con esto fuimos todos adentro a tratar de llevar el cuerpo a su sepulcro, y hallamos descubierto el rostro del muchacho muerto, porque su madre y otros parientes suyos lo estaban vistiendo de nuevo con calzones colorados, camisetas listadas y una bolsa muy labrada pendiente de un cinturón ancho, a modo de tahalí, con sus flecos a la redonda. Hallamos a las indias muy admiradas cuando entramos, diciendo que no habían visto jamás en difunto lo que en aquel muchacho, que además de haberse puesto más hermoso y blanco de lo que era, lo que causaba mil gustos a sus padres y a los demás circunstantes que le asistían, tenía el cuerpo tan tratable y amoroso, que se dejaba doblegar a cualquiera parte que querían moverle. Llegamos todos a hacer la experiencia y lo atentamos como si estuviese vivo, doblándosele las brazos y las piernas a las partes que los querían encaminar. Y habiendo estado día y noche sin alma aquel cadáver frío, causoles notable novedad y a mí no menos, porque me pareció cosa que no sucedía jamás, y el verle tan hermoso, blanco y risueño como si estuviese en su cuerpo el alma. Preguntáronme la causa de la diferencia que hallaban en aquel cuerpo helado a los demás que habían visto difuntos, y respondiles que en eso echarían de ver la diferencia que había de los cristianos a los que no lo eran, que como iban a gozar de la presencia de Dios al cielo, participaba el cuerpo de la gloria y hermosura que se le comunicaba al alma.

     Arguyéronme diciendo que habían visto en otras ocasiones morir a otros españoles cristianos entre ellos y quedar como los demás difuntos, y no con la hermosura y suavidad en el cuerpo que habían experimentado en aquel muchacho; que así, no era buena razón la que les daba. A esto les satisface con decir que entre los cristianos había malos y buenos, como en todas las naciones; que también ellos no me podían negar que entre los suyos había unos bien intencionados, de buen corazón, generosos y ajustados a su ley natural, y otros perversos, de mala inclinación, inquietos, ladrones, maldicientes, envidiosos y crueles. Me respondieron que tenía razón.

     -Pues de esa suerte somos también los cristianos: algunos no tienen más que el nombre meramente, porque sus obras no son ajustadas a su profesión ni a la ley divina.

     -Ahora sí -dijo el cacique- que nos habéis sacado de esta duda con habernos significado la diferencia que hay del que muere como bueno al que muere como malo; con lo que me habéis dado a entender que mi hijo está en el cielo, gozando de Dios, y que su cuerpo helado y frío participa de la gloria y sumo bien que goza su alma; de que la mía se halla con grande regocijo, estimando y agradeciendo la enseñanza y doctrina que tuvo de vos, por cuyo beneficio me tendréis siempre muy propicio y dispuesto a todo lo que fuere de vuestro gusto.

     Yo estimé mucho las razones del cacique; y porque nos habemos dilatado ya bastante, proseguiremos con las demás ceremonias que usan en sus entierros.

     En el discurso de la conversación y plática que tuvimos, las mujeres se ocuparon en vestir al difunto con ropas nuevas, camisetas, mantas y calzones de diferentes colores y una bolsa muy curiosa (como tengo dicho) que sobre todo le pusieron, pendiente de una como faja ancha, a modo de tahalí, que no tuve curiosidad de saber lo que llevaba dentro, porque iba bien llena y cocida por la boca; después de haber salido del cautiverio, supe de algunos indios de los nuestros que lo que les ponían en la bolsa eran sus collares y �llancas�, y esto se acostumbra con los hombres principales y de suerte. Acabaron de vestirle y trajeron unas andas a su modo, muy enramadas de hojas de laureles y canelos, y a falta de flores -que en aquel tiempo no las había en el campo por ser la fuerza del invierno- le hice una guirnalda de hojas de laurel, toronjil y yerbabuena, y se la puse al muchacho difunto en la cabeza, que parecía con ella un angelito, porque se había puesto blanco y hermoso. Puisiéronle en las andas y los más principales las sacaron en hombros, yo entre ellos, porque me convidé para el efecto, y los caciques estimaron mi acción, especialmente el padre del muchacho. Salimos en procesión más de cincuenta indios, que se habían juntado de los comarcanos de una cava que llaman ellos �quiñe lob�, a más de otras cien almas de indios, chinuelos y muchachos, que llevaban de diestro más de diez caballos cargados de chicha, puestos en orden, marchando por delante. Salimos con el cuerpo por la puerta del rancho, y así como pusimos los pies fuera de los umbrales con las andas, se levantó un ruido de voces tan extraño, que por lo nunca acostumbrado en mis oídos me causó de repente algún pavor y espanto; porque las dolientes mujeres, la madre, hermana y muchachos lloraban sin medida y lastimados, rasgándose las cabezas y cabellos, y los demás, por ceremonia, se aventajaban a éstos con suspiros, sollozos y gemidos, y todos juntos despidiendo unos ayes lastimosos, acompañados con las lágrimas, gritos y voces de los niños, que penetraban los montes de tal suerte, que respondían tiernos a sus llantos. Parados estuvimos y suspensos mientras se sosegaron los clamores, que verdaderamente eran más encaminados al honor y fausto del entierro que a demostrar la pena que llevaban.

     Llegaron los regentes del entierro y mandaron que prosiguiésemos nuestro viaje, habiendo caminado ya la vanguardia y entonado un canto triste y lastimoso, cuyo estribillo era repetir llorando: �Ay!, �ay!, �ay!, �mi querido hijo!, �mi querido hermano!; y �mi querido amigo!; en llegando a este punto se hacía alto otro rato, a modo de posas entre nosotros, y se formaba otro grande llanto como el primero. A esta segunda suspensión llegaron otros caciques a mudarnos y cargaron las andas hasta el pie del cerro o cuesta donde se había de enterrar, que estaba a poca más de una cuadra de la casa. Lo más trabajoso era subir la cuesta. Prosiguieron con el mismo orden, cantando, como he dicho, lastimosos cantos, y cuando llegaron al pie de la loma, volvieron a hacer lo propio que en la primera posa. Para subir llegaron otros mocetones principales y forzudos y cogiendo las andas las subieron sin faltar del orden con que se dio principio a la procesión. Llegamos todos a la cumbre, donde algunos principiaron a hacer el hoyo con tridentes, palas y azadones; los tridentes son a modo de tenedor, de una madera pesada y fuerte, y en el cabo arriba les ponen una piedra agujereada al propósito, para que tenga más peso, y con éste van levantando la tierra para arriba, hincando fuertemente aquellas puntas en el suelo, y cargando a una parte las manos y el cuerpo, arrancan pedazos de tierra muy grandes con raíces y yerbas; tras éstos entran las �hueullos�, y con éstas van echando a una parte y a otra la tierra, para volverla a echar sobre la cara del difunto; y con los azadones ahondan todo lo que es menester, si bien no hacen más de ajustar unos tablones que sirven de ataúd. Llevaron hechos al propósito tres de estos para el plan y asiento del cuerpo que tendrían más de vara y media de ancho, que al propósito es el cajón espacioso y ancho por lo que le ponen dentro. Ajustaron los tablones en la tierra y pusieron al difunto dentro de la caja, y yo llegué a quitarle la cruz que le había puesto, que era la que me acompañaba de ordinario, y dentro del cajón me senté un rato a contemplar la dichosa muerte de aquel muchacho y el haberse puesto más hermoso, más blanco y agraciado que cuando estaba vivo. En el ínterin que hicieron el hoyo para ajustar las tablas, habían descargado la chicha, que llevaban más de veinte o treinta botijas y las tenían puestas en orden, unas por una parte y otras por otra, en hileras. Tras ellas estaban los caciques sentados, y las mujeres de la propia suerte tras de los varones, repartiendo algunas de ellas que andaban en pie, en medio de la calle que hacían las botijas, jarros de chicha a todos los sentados; y a los que habían trabajando en la sepultura les llevaron una botija antes que acabaran con su obra, la que despacharon en un instante, ayudados de otros muchos chicuelos y chinas. Avisaron al cacique que estaba ya el cuerpo en el sepulcro, y levantándose con los demás, llevó en la mano un cántaro pequeño lleno de chicha, y los otros caciques de la propia suerte, y arrimándose al cajón del difunto, llegó la madre a echarse sobre él y a pelarse los cabellos y echárselos encima. Esto con unas voces muy desacompasadas, mezcladas con suspiros y llantos, a cuya imitación se levantó un ruido lastimoso de sollozos, alaridos y lágrimas, porque como las de la madre eran verdaderas, obligaron a muchos a imitarla, como yo lo hacía, despidiendo las del alma por los ojos.

     Sosegáronse un rato los clamores, y todos los caciques brindaron al muchacho muerto, y cada uno le puso su jarro pequeño a la cabecera: su padre, el cantarillo que llevaba; la madre, su olla de papas, otro cántaro de chicha y un asador de carne de oveja de la tierra, que se me olvidó de decir que llevaron en medio de la procesión y la mataron antes de enterrar al difunto sobre el hoyo que habían hecho para el efecto; sus hermanos y parientes le fueron ofreciendo y llevando, los unos platillos de bollos de maíz, otros le ponían tortillas, otros mote, pescado y ají, y otras cosas a este modo. Finalmente, llenaron el cajón de todo lo referido y después trajeron otras tres tablas o tablones ajustados para poner encima y taparle. Después de haberlo hecho, el primero que echó tierra sobre el sepulcro fue su padre, con cuya acción se levantó otro alarido como los pasados, y entre todos los dolientes y convidados cubrieron el hoyo en un momento y sobre él formaron un cerro levantado en buena proporción, el cual se divisaba desde la casa muy a gusto y de algunas leguas se señoreaba mejor.

     Después de acabada esta acción, se sentaron a la redonda del cerrillo y pusieron todas las botijas de chicha de la propia suerte en orden, y como había más de doscientas almas, brevemente las despacharon. En el entretanto que bebían, me fui con cuatro amigos mocetones al monte; escogimos una vara gruesa de roble fuerte de las más derechas que hallamos, de la cual formamos una cruz de muy buen porte y la trajimos al sitio donde los demás estaban acabando de beber. Con toda brevedad se hizo un hoyo al pie de la sepultura, donde la pusimos entre todos, con mucho gusto del cacique y de los demás circunstantes.

     Con esto, fuimos bajando para los ranchos, todavía con algún sentimiento y tristeza; esta fue poco antes de ponerse el sol. Hallamos la casa del cacique con muy buenos fogones y en uno de ellos diversos asadores de carne, perdices, tocino, longanizas y muchas ollas con diferentes guisados de ave, para cenar, que como aquellos días de disgustos no se había comido bien, quisieron recuperar lo perdido. Luego que nos trajeron el asado, que aun. no habíamos empezado a cenar, llegó mi amo con su padre, el viejo Llaneare, sus nietos, mis primeros y antiguos compañeros y amigos, con algunos otros caciques, que serían hasta tres o cuatro principales, con sus compañeros o criados mocetones. Salí afuera luego que nos dieron el aviso, y el cacique conmigo, como dueño de casa salió a entrarle y a los demás sus compañeros. Diéronle el pésame de la muerte de su hijo, que ya había corrido la voz por los demás distritos comarcanos. Entramos todos, sentáronse los nuevos huéspedes por su orden, y cenaron con nosotros y bebieron muy a su gusto; porque el cacique doliente era muy ostentativo y siempre tenía mucha chicha, sobrada y abastecida la casa de todo lo necesario. Los caciques que se habían quedado a cenar y que tenían sus ranchos a dos y a cuatro cuadras, se fueron despidiendo con sus chusmas y nos dejaron solos con los recién venidos caciques.

     Aquella noche nos recogimos temprano a nuestros lechos, porque como las pasadas habían sido de desvelo, nos obligaron el sueño, el trabajo y la aflicción a solicitar al cuerpo algún descanso, como lo hice yo, acomodándome con mis camaradas antiguos; después de haber rezado las oraciones que sabían y yo mis devociones, con facilidad pusimos en silencio los sentidos.



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Tercera parte

     Al siguiente día que llegaron Maulicán y sus compañeros, salimos del rancho del cacique Luancura, quien repugnó mi salida con extremo por el amor y voluntad que me había cobrado y por la falta de su hijo, que parece que con mi asistencia la toleraba con algún alivio. Prometiole mi amo que de vuelta del convite, a que estaba obligado a llevarme forzosamente, me volvería a su obediencia, con cuya promesa consolado, y después de haber bebido y almorzado, cogimos la derrota para el festejo. Caminamos aquel día cerca de seis leguas, porque pasamos el río de La Imperial por la misma ciudad antigua y desolada, que cuando llegué a divisar sus muros abatidos, enternecidos el corazón, no pude dejar de decir lo que el gran profeta Jeremías dijo con dolorido ánimo, suspirando sobre los desiertos muros de Jerusalén: �Cómo están estos muros por el suelo, la ciudad desierta y solitaria! �Ésta que fue la principal señora de las gentes, cómo la miramos viuda y sin amparo! La que fue cabeza de las otras, hoy son sus habitadores tributarios.

     Pasamos el río en una canoa que hallamos de esta banda. En los ranchos estaban solamente las viejas y los niños, porque los habitadores habían ya caminado aquel día a la borrachera. Anochecionos dos leguas más adelante del río, a la vista de unos ranchos donde sólo habían quedado una vieja y un muchachuelo que guardaba el ganado, que divisamos dentro del corral que estaba arrimado al rancho. Alojamos a la vista de él como a distancia de seis cuadras, ya de noche, arrimados a un apacible estero y cristalino arroyo. Y habiendo hecho muy copiosas candelas y fogones, determinaron que fuésemos todos al corral de las ovejas y trajésemos cada uno la suya; como yo les replicara que para comer diez o doce personas que estábamos, bastarían tres o cuatro cabezas, que las demás, �qué habíamos de hacer de ellas?, me respondieron los mocetones que iban con los caciques, que cada uno de ellos se había de comer más de dos caneros. Y es verdad que al paso que saben ayunar y tolerar el hambre cuando es necesario, en hallando ocasión de desquitarse, como sea a costa ajena, es con tanto extremo lo que comen, que causa admiración al que los mira.

     -Vamos, pues, amigos -les dije- que también traeré yo la que me toca para el viejo Llaneare, mi abuelo (que así llamaban al padre de mi amo).

     Con esto salimos todos a la empresa, sin dejar más que al viejo y a los muchachos en guardia en nuestros fustes y caballos. Llegamos al corral de las ovejas, y al ruido y alboroto que hicieron, salió el muchachillo que cuidaba de ellas, a reconocer la causa del alboroto; y uno de los que iban con nosotros lo espantó con un amago, con lo que al instante se volvió a entrar; los demás en el ínterin cogimos cada uno una cabeza, la primera que topamos. Salió después la vieja dando voces y gritos desaforados, diciendo que quiénes eran los atrevidos desvergonzados que a la casa de su hijo fulano, que le nombró cacique principal, no tenían respeto, que él lo había de saber y castigar. A esto levantó la mano uno de los que se hallaron más cerca y le sacudió las narices con dos golpes, con lo que tuvo a bien entrarse y cerrar la puerta, aunque gruñendo entre dientes. En aquel tiempo juzgué a los indios fronterizos de la misma suerte que los soldados de nuestro ejército: cuando bajan a los distritos de la ciudad de Santiago, son dueños de todo cuanto topan. Cargamos cada uno con la oveja o carnero que nos cupo, según lo que encontramos, y nos fuimos retirando a nuestro alojamiento, donde con toda brevedad, a orillas de aquel estero montuoso, degollamos lo que trajimos y lo desollamos, que fueron hasta diez cabezas. Los muchachos mis compañeros me ayudaron con presteza y no dejaron cosa de los menudillos que no comiesen de la suerte que salían, echados sobre las brasas, medio crudos. Aumentáronse los fuegos con extremada leña seca de aquel monte, que la ofrecía a la mano dadivoso, y de cañas bravas hicimos nuestros asadores, que ensartaba cada uno media oveja, demás de otros pedazos que se echaban sobre las brasas, los hígados, los bofes y las panzas, que decían era lo más gustoso y saludable. Después de haber comido lo necesario me recogí a descansar al abrigo y reparo de unas ramas tupidas, y para tolerar el frío, que era muy conforme al tiempo de agosto, en que las travesías y hielos continuaban, hice otra candelada tan cerca de donde puse mi frazada, que me sirvió de abrigo y de consuelo. Luego que mis camaradas se hallaron satisfechos, me fueron a buscar y a acompañarme, y el viejo nuestro abuelo muy poco después fue a entrarse en medio de nosotros, obligado de la escarcha y el hielo que caía. Recordamos al alba mis compañeros y yo a socorrer el fogón de leña que nos abrigaba, y a aquellas horas aun estaban comiendo algunos de aquellos voraces avestruces, que menos que teniendo los estómagos semejantes a sus ardientes buches, era imposible haber podido dar fin a tanta carne. Amaneció a poco rato y fuimos en demanda de nuestros animales, que maneados habían pacido en el campo, el valle abajo, y antes que saliese el sol los teníamos ensillados para marchar en ellos. Habiéndoseme antojado almorzar un pedazo de carne después que llegamos de recoger las bestias, no hallé un bocado de que echar mano, porque toda se la habían comido aquella noche. Subimos a caballo a aquellas horas y fuimos en demanda del festejo que se hacía que nos aguardaba dos leguas adelante en donde nos alojamos, llegando antes del mediodía al sitio donde se iban agregando muchas parcialidades. Luego que llegamos a la vista de donde estaba el concurso, la plebe y mocetones dando principio a sus bailes y cantos, enviaron a Maulicán y Llaneare, su padre, a avisar al cacique Huirumanque, que era el dueño y �tuautem� de la fiesta y el que había enviado a convidarnos. Al instante envió el cacique cuatro embajadores, hombres principales y parientes suyos, a que nos allegasen a media cuadra del palenque y nos pusiésemos a vista de él para que no entrasen al sitio que nos tenía desocupados; nos acercamos con los embajadores, los cuales nos hicieron hacer alto a la vista de todo aquel concurso, que sería entonces, antes de haberse juntado otras parcialidades, de más de cuatro mil indios y más de seis mil mujeres, sin la chusma, que era grande. El distrito que ocupaban eran de más de dos cuadras a lo largo, cercado por dos lados en triángulo en unas ramadas a modo de galeras, cubiertas y cercadas, por la poca seguridad del tiempo. Estas galerías tenían sus divisiones y aposentos, donde los parientes y deudos del que hacía el festejo tenían las botijas de chicha, carneros, ovejas de la tierra, vacas y terneras con que ayudaban al cacique pariente al gasto de aquellos días; serían más de cuarenta divisiones, sin la muchedumbre de estos géneros que en su casa tenía el cacique para el gasto de aquellos días.

     Vamos ahora a nuestra entrada. Salió el cacique Huirumanque (que para tales días guardaba los antiguos vestidos de los españoles) con unos calzones de terciopelo morado tan anchos y largos que parecían costales, llamados gregüescos, guarnecidos con un franjón de oro muy ancho, y una camiseta muy labrada, con sus flecos a la redonda, lo que le servía de coleto; una bolsa colgaba con su cinchón, que parecía tahalí, y encima su capa de paño de Castilla azul oscuro que tiraba a morado, también con su franjón de oro por los cantos y por el cuello, y unas medias de seda amarillas puestas sin zapatos, pero con unas alpargatas a su modo y usanza. Otros que le acompañaron sacaron también sus vestidos antiguos de españoles, con sus sombreros largos de copa y cortos de falda, que parecían panes de azúcar. Algunos traían sus plumajes, y otros cintillos de oro a lo antiguo, y el cacique llevaba su collares de piedras que tienen por preciosas y de los propios cintillos; llevaban por delante diez o doce chinas muy bien vestidas a su usanza, cada una con su jarro de chicha. Llegaron al sitio donde estábamos aguardando; cogió el cacique un �malgue�, y brindó con él a mi amo y con otro a Llaneare, su padre; luego pidió un jarro de plata que traía aparte una hija suya, con un licor suavísimo y regalado de manzanas, que estando en su punto y no añejo es de las mejores bebidas que se hacen, con el cual me brindó diciéndome que por el deseo que tenían todos los de su distrito de La Imperial, su tierra, de ver al hijo de Álvaro, cuyo valor y nombre estaba tan temido y respetado, habían dispuesto aquel festejo y cagüín. Por esto habían enviado a convidar a Maulicán, a quien estimaban mucho el cuidado y puntualidad con que había acudido a su ruego, llevándome para satisfacer el gusto y el deseo de toda aquella muchedumbre que para el efecto se había congregado. Le agradecí el favor y honra que me hacía; y después de haber brindado a todas los demás caciques que venían en nuestra compañía, nos mandó apear, porque todo esto fue estando a caballo. Y aunque no acostumbran hacer guardar los caballos de los que acuden a tales festejos, por habernos él convidado y llevado de diferente parcialidad, mandó a los criados de su casa los llevasen a un potrero y mirasen por ellos con cuidado. Cogió la vanguardia el cacique, a quien fuimos siguiendo todos los de nuestra parcialidad en un cuerpo, y llegamos al lugar que nos tenían señalado, inmediato al palenque y andamio del baile. Poco antes de llegar al sitio, salieron más de otros setenta indios principales a darnos la bienvenida, que éstos eran los que ayudaban al gasto de la borrachera, cuñados y parientes del cacique Huirumanque, dueño de aquel lugar y principal motor de aquel convite. Pusiéronnos, en suma, en el lugar en donde habíamos de asistir todo el tiempo que durase aquel festejo; en él nos tenían seis o siete esteras o tapetes en que sentarnos y, por principio de fiesta, seis tinajones de chicha de diferentes géneros.

     Sentáronse todos a la vista de los que estaban cantando y bailando en las gradas y escaleras del andamio. Tenían por delante los seis tinajones referidos; y levantose el cacique con un criado y fuelos repartiendo a los recién venidos. Principiando por Maulicán y su padre, acabó por los demás caciques, habiendo hecho traer a una hija suya otro cántaro moderado para mí de chicha de frutillas, que es la que tiene el primer lugar en sus bebidas, de la cual me brindó amorosamente.

     Tras esto, fueron trayendo tantos platos de diferentes viandas, guisados de ave, de pescado y de marisco, con diversos asadores de corderos, perdices y terneras, que sólo con la vista podían satisfacer al más hambriento. A esto se allegaban otros continuos brindis de otros particulares caciques, que los más venían encaminados a mí por conocer y mirar despacio al hijo de Álvaro. Fuéronse agregando tantos indios y muchachos, indias, mocetonas y chicuelas con pretexto de brindarnos, que apenas podíamos rodearnos en nuestro sitio. El cacique Huirumanque, advertido de otros que le asistían, dijo a Maulicán que me rogara que subiese arriba, a la grada más alta del andamio, donde estaba el común de la plebe bailando y cantando en altas voces, para que de abajo me divisasen todos más a gusto, porque lo deseaban en extremo. Respondió mi amo que él era dueño de todo y que me hablase a mí para el efecto. Llegaron el cacique y otros cuatro de ellos a donde yo estaba con mis compañeros y el viejo Llaneare repartiendo la chicha que nos habían traído, y con amorosas razones y corteses súplicas me pidió que le hiciese el favor de subir a la última grada del andamio, para que puesto en alto fuese más bien admirado de las �ilchas� y �malguenes�, como si dejese de las damas, que como a muchacho sin pelo de barba, se inclinaban a verme con agrado.

     -Vamos muy en hora buena -respondí al cacique- si mi amo tiene gusto en eso.

     -En el vuestro lo ha dejado -me repitió el cacique- que ya lo tengo hablado para el caso.

     Con esto fuimos entrando por medio de aquellas muchedumbre de cantores y cantoras que estaban bailando al pie de los andamios. Luego que me divisaron, llegaron todos a darme muchos �mari maris�, que son salutaciones entre ellos. En particular se arrimó a mí una mocetona no de mal arte a brindarme con un jarro de chicha extremada. Dijéronme el cacique y los demás que iban en mi compañía que recibiese el favor de aquella dama, que como suelta y libre podía arrimarse a quien le diese gusto; que la pagase el amor que me mostraba con igual correspondencia, haciendo oficio de tercero él y los demás y diciendo a la moza que tenía buen gusto. Traía en la cabeza esta muchacha una �mañagua�, abierta la boca, manifestando los dientes y colmillos, y las orejas muy tiesas y levantadas para arriba, cubierta a trechos de muchas �liancas� y chaquiras de diferentes colores muy bien adornadas, que en tales festejos las tienen por gran gala las que entran a bailar entre las demás mozas. Yo traía puesto un sombrerillo viejo, y díjole al cacique la muchacha que había de bailar conmigo de las manos asida, como lo acostumbran, y que me pusiese aquella mañagua en la cabeza; díjola el cacique:

     -Deja que suba primero a lo alto de las gradas para que lo miren todos y lo vean, que para eso lo traemos aquí.

     -Pues ponedle esta zorrita en la cabeza, para que me la dé después cuando baje.

     Cogió el cacique la zorra o mañagua, quitándosela a la moza, y díjome:

     -Capitán, ponte la prenda de esta �ilcha� y estima el favor que te hace, que no lo hace a todos.

     -De muy buena gana, por cierto -respondí al cacique alegre y placentero- que por obedecerte haré todo lo que me mandares y corresponderé con buenas cortesías a la voluntad y amor que me muestre esa hermosa dama.

     Ésta, alentada de diferentes licores, había perdido el honesto velo que acompaña a las mujeres cuerdas.

     -Púseme en la cabeza la venérea insignia y entregué el sombrero a uno de los muchachos mis compañeros (que nunca me dejaron de la mano) para que le tuviese en tanto que devolvía a su dueña la mañagua. Luego que me la vieron puesta, fue tanto el gusto que les causó a todas las circunstantes mocetonas que con otras insignias semejantes estaban dando vueltas en el baile, que se llegaron a mirar muy despacio, diciendo las unas a las otras:

     -�Qué bien le está la zorrita al capitán!

     Y la que me la dio me dijo con encarecimiento que me asentaba bien su mañagua, que en bajando de arriba había de bailar con ella de la mano.

     En esto me puso el cacique en la primera grada, que estaría del suelo una vara; sobre ella había otras cinco gradas, a distancia de tres cuartas poco más o menos las unas de las otras. Fueron dándome la mano con notable gusto los que estaban bailando encima de ellas, hasta llegar a la última y más alta, donde me pusieron dos galanes mocetones en medio, que con grande agrado me saludaron corteses, y me rogaron que cantase con ellos y bailase. Les respondí que no sabía ni podría aprender aunque quisiese, porque como cautivo me faltaba lo principal, que era el gusto, y esto fue mostrándome algo afligido.

     -Pues no te desconsueles, capitán -me dijo uno de ellos-, que esto que hacen contigo es para que puedan gozar todos de tu vista, porque es tan grande el nombre de tu padre Álvaro, que por ver a su hijo y conocerle ha venido mucha gente de muchas leguas de aquí.

     Estando en esto, llegó el mensaje del cacique para que volviese el rostro hacia las espaldas, porque como el andamio y las gradas estaban en cuadro, no me podían divisar más que los que estaban dentro y en los andamios. Así, el mocetón que estaba a mi lado me volvió el rostro para que la muchedumbre que estaba a las espaldas de las gradas pudiesen divisarme y verme a su gusto. Dieron vuelta conmigo los dos acólitos que me tenían en medio a todo el distrito que cogía el andamio, bailando al son de los tamboriles, trompetas, flautas y cornetas, y cantando un romance a mi llegada, diciendo que allí estaba el hijo de Álvaro, que lo mirasen bien y lo conociesen, pues para ese efecto se habían juntado todos aquel día. Los circunstantes respondían afuera con el mismo romance, cantando y bailando, y puestos los ojos en mí con gran cuidado. Al cabo de muy buen rato -el sol se iba apartando de nosotros- me envió a llamar el cacique, que me estaba aguardando abajo de las gradas, y los dos compañeros que me habían tenido en medio no quisieron dejarme hasta entregarme a los caciques. Llegué a donde me estaban aguardando. Se levantaron luego a recibirme, y la moza con ellos, a brindarme y a decirme lo bien que parecía su prenda en mi cabeza.

     -Más bien sienta en la tuya -le respondí-, que sin ella no me pareces bien; y esto fue quitándomela y poniéndosela encima por eximirme de que me buscase después. Paguele el brindis con otro que me había hecho el cacique al apearme a quien rogué nos fuésemos a donde estaba mi amo; y a una vuelta que dio la muchacha bailando con sus compañeras, nos desaparecimos de donde estaban y llegamos al sitio de nuestros compañeros: ya estaban Maulicán y Llaneare, su padre, muy privados de juicio. El cacique anduvo tan bueno y cortesano, que nos llevó a todos los de nuestro ahillo a su rancho, porque pasásemos la noche con algún alivio y sin riesgo de mojarnos, porque verdaderamente el tiempo era vario y a ratos el viento helado y frío nos sacudía con unos aguaceros demandados y violentos, efectos propios del mes de agosto.

     Acomodamos a los dos viejos, Maulicán y Llaneare, en un rincón desocupado de la casa, para que durmiesen sosegados y quietos, y mis compañeros y yo nos sentamos al fuego un rato. Allí nos hizo el cacique dar de cenar y unos buñuelos bien hechos empapados con mucha miel de abejas. Después nos fuimos a descansar arrimados a nuestros viejos; y el rancho, como era tan capaz y espacioso, se ocupó con tres o cuatro tamboriles y bailes diferentes, a cuyo son nos quedamos suspensos y dormidos.

     Estando ya con mis compañeros entregados al sueño, a la media noche llegó el cacique a recordarme, acompañado de la moza de la mañagua, diciendo que me levantase a bailar con ella, pues había venido en mi demanda. Asentose junto a mí la muchachona, haciéndose más borracha de lo que estaba, pareciéndole que de aquella suerte disimularía su deshonesto descoco. Persuadiome el cacique a que comunicase a la moza y bailase con ella de la mano; repugnelo con algunas instancias, haciéndome más dormido de lo que estaba. Y aunque quiso hacer la moza otros extremos en presencia del cacique echándose a mi lado, me levanté luego de la cama como enfadado. El cacique, que servía de tercero, me dijo que por qué me excusaba de dar gusto a aquella moza y de bailar con ella, cuando los �huincas� y españoles antiguos acostumbraban en sus casas bailes y deshonestos festejos, como los que ellos tenían. Le respondí que aquellos estaban en su libertad y eran dueños de sus acciones, y que yo me hallaba sujeto y cautivo, con que no hallaba gusto ni placer en cosa, sino era en el temor de Dios, que era el que me había de conservar en su gracia. Con esto se levantó la moza medio enfadada y se fue al baile, y el cacique me dijo que me volviese a echar a dormir, que lo hice con mucho gusto por verme libre de tentación tan grande.

     Toda aquella noche estuvieron la plebe y el común cantando y bailando en el palenque y en diferentes fogones más copiosos, con abundancia de manjares para el sustento ordinario de aquella muchedumbre, porque con particular cuidado los dueños de la fiesta tenían dispuesto el gasto de aquellos días por sus turnos, dando de comer y de beber lo necesario cada día entre seis o siete caciques de los parientes y amigos del principal promotor de aquella fiesta con tal concierto y orden, que por las mañanas salían de los ranchos donde de noche se recogían los caciques principales y se iban a sus lugares y asientos señalados, y allí les llevaban de almorzar y de comer a cada parcialidad, de que participaban todos los de ella. A los que estaban sustentando el baile en los andamios y gradas del ordinario concurso les llevaban aparte sus ollas de guisados y gran suma de asadores de carne, los cuales, puestos al fogón que tenían en medio, iban comiendo todo lo que querían y cuando les parecía. Atrás de esto les llevaban más de cuatrocientos �menques� o tinajones de chicha, para que fuesen repartiendo a todos los que llegaban y a los danzantes y cantores, que siempre estaban con los jarros o �malgues� en las manos, brindándose los unos a los otros; lo propio hacían con las demás parcialidades, si bien con más concierto y más regalo, porque a los caciques les daban de comer espléndidamente, varios guisados de pescados, mariscos, aves, perdices, tocino, longanizas, pasteles, buñuelos, tomates, bollos de porotos y maíces y otras cosas, poniendo a cada parcialidad, conforme la gente que tenía, ciento o doscientas cántaras de chicha, porque cuando más se suelen juntar en ordinarias borracheras y festejos veinte o treinta, parcialidades, y en ésta se juntaron más de cincuenta, con lo que el gasto que había cada día de chicha era de más de cuatro mil botijas. Y no era mucho para más de doce o catorce mil almas que se hallaron a aquel festejo, indios, indias, chinas y muchachos.

     De esta suerte se continuaron seis días aquellos regocijos y fiestas, habiendo de ser ocho los dispuestos y señalados, porque el gasto fue grande. El tiempo, los dos últimos días fue tan riguroso, que fueron desamparados los andamios y recogiéndose a los ranchos y a los tabiques en que a los principios dije que estaban las botijas de chicha, el ganado muerto y todo lo demás necesario para el gasto de la fiesta.

     Vamos ahora a los regalos que en particular me hicieron todos aquellos caciques, pues a porfía me llevaban cada uno a su casa o habitación, unas veces acompañado de Maulicán, mi amo, y de Llangareu, su padre, y otras solo, porque muy de ordinario en aquellos días estaban divertidos todos en la chicha, con el baile y con las mocetonas soteras y libres. Así, mi amo pocas veces me acompañaba ni me veía. Cada cual de aquellos caciques principales se esmeraba en darme algún regalo de los que antiguamente habían aprendido las cocineras que aun duraban de aquellas ciudades antiguas. Unos me daban pasteles, empanadas, , y buñuelos, tortillas de huevos con mucha miel de abejas que la tenían sobrada, y otros muchos géneros de guisados; con que parece que fui cobrando algún posada y deseos de asistir en aquellos países, y con el agrado y buena voluntad de aquellos caciques, que uno me decía tendría mucho gusto de tenerme en su casa. Yo lo deseaba con extremo, por estar apartado de la frontera, donde no tenía seguridad ninguna de la da, por haber principiado a perseguirme los caciques de la parcialidad de la cordillera y otros comarcanos de mi amo y de su consejo y �regue�, por cuya causa me siempre en diversas partes escondido, como vi que algunos deseaban con extremo tenerme en su casa y compañía, y entre ellos el que más lo manifiestan en el cacique Huirumanque, quien nos había llevado a aquel festejo, le rogué que se lo preguntase a mi amo, que yo tendría sumo consuelo en quedarme a servirle, por el riesgo que corría mi vida en las fronteras de guerra.

     Acabada la fiesta los seis días, porque el tiempo no dio lugar a más, trataron Maulicán, su padre y los de su cuadrilla y comarca de irse retirando hacia sus tierras. Al despedirse, el cacique Huirumanque le pidió encarecidamente me dejase en su casa, que me tendría como a su hijo y miraría por mí con todo amor y cuidado; a cuya súplica se excusó mi amo poniendo algunos inconvenientes que le parecieron bastantes para no concederle lo que pedía. Despidiéronse del cacique a medio día, después de haber comido y bebido muy a su gusto, y cogimos el camino que nos pareció habíamos llevado. Pregunté a mi amo que por qué causa no había querido dejarme en casa de aquel cacique, cuando lo deseaba tanto y él me lo había prometido, por no llevarme a donde no tenía seguridad alguna, y era forzoso traerme oculto de rancho en rancho y a sombra de tejado, como dicen. Respondiome que le habían certificado que aquel cacique era muy celoso y que tenía en su casa algunas mujeres mozas y aviesas, y que yo era muchacho y me podían ocasionar, aunque yo no quisiera, a inquietarme de manera que el cacique me maltratase o me quitase la vida; excusando estos lances, le pareció por buen camino rechazar su súplica y ruegos, que otros muchos caciques habían deseado lo propio, y que antes de pasar el río de La Imperial hallaríamos ocasión en que se me cumpliese mi deseo, pues lo deseaba él tanto como yo.

     -Mucho estimo el cuidado -le dije- que ponéis en lo que me importa; aunque, mediante el favor divino, no le diera ocasión al cacique a que tuviese ningún recelo ni disgusto, si él es tan delicado, has dispuesto muy bien en no dejarme con quien pudiera ser que mis acciones, aunque fuesen encaminadas, las mirase con ojos de celoso.

     Con estas y otras pláticas entretuvimos el camino, y aun fue causa de extraviarnos del que habíamos menester, porque seguimos una vereda sin saber para dónde nos llevaba, porque ninguno de nuestros compañeros había continuado aquellos caminos. A pocos pasos que anduvimos, divisamos desde lo alto de una loma, en un valle muy ameno, donde un apacible estero ceñía por partes su contorno, un rancho de buen porte y espacioso, entre otros seis o siete que a distancia de una cuadra unos de otros se situaban a sus orillas. Llegamos con designio de saber el paraje o sitio en que nos hallábamos, para proseguir nuestro viaje, y al llegar a la casa del cacique, que era la mayor y más vistosa, al ruido de los caballos salieron los muchachos hijos y parientes suyos. Como habían asistido a la borrachera, me conocieron al instante, con lo que pasaron la voz y la palabra de que el hijo de Álvaro había llegado con su amo a sus puertas. A estas razones, salió el cacique a recibirnos; él también me había regalado en el convite y aun pedido a mi amo me dejase en casa, porque el viejo Llaneare, su padre, tenía amistad y comunicación antigua con este cacique, que se había vuelto a su rancho el día antecedente porque el tiempo fue riguroso los últimos días y los más cercanos se habían vuelto a sus casas.

     Luego que nos conoció el principal anciano, rogó a Maulicán y a Llaneare se apeasen un rato, porque su intención era pasar de largo, por lo cual se estaban reacios a caballo; y aunque lo repugnaron al principio por el respeto que se tienen los caciques unos a otros y por ser tan principal aquel como lo era y venerable por sus canas, nos apeamos todos por darle gusto; entrados a su casa, nos hizo sentar al fuego en unas esteras que tienen al propósito y al instante nos pusieron delante tres cántaros de chicha y de los asadores de carne que tenían al fuego nos fueron repartiendo, habiéndonos traído antes unos tamales muy bien hechos de maíz y porotos en lugar de pan. Comimos y bebimos muy a gusto, porque el dueño de la casa era muy agradable y jovial, y como era conocido del viejo Llaneare, porfiaron un rato sobre quién era más viejo de los dos, que hay pocos que no sientan este común achaque.

     Salió fuera del rancho en esta ocasión Maulicán con alguna necesidad forzosa, y en su seguimiento salí yo a significarle la oposición grande que hacía a mi espíritu el volver a la frontera, donde sabía que no podía tener hora segura mi vida. Viome salir en seguimiento de sus pisadas y me preguntó si se me ofrecía alguna cosa; con que tuve lugar de decirle que deseaba quedarme en aquellos distritos, y que si tenía gusto de verme libre de trabajos y seguro de sus enemigos, que me hiciese favor de dejarme en casa de aquel cacique, pues nuestra suerte nos había llevado a su casa, cuando también era de los que le habían pedido que me dejase en su compañía; a lo que me respondió que aquí me quedaría, porque era una persona de mucha estimación, venerable y de maduro consejo, y que ninguno se atrevería a perderle el respeto. Agradecí mucho a mi amo la promesa, y volvimos a entrarnos a concluir con los cántaros de chicha que nos habían puesto por delante. Estando a los últimos fines y en buena conversación entretenidos, dijo mi amo al cacique lo que le importaba no volver a su tierra a su español, y aunque se lo habían pedido muchos y rogado se lo dejasen en sus casas, por no tener la satisfacción que de él tenía no había concedido a ninguno lo que tanto le había pedido.

     -En esta conformidad os ruego -dijo al buen viejo-, que miréis con todo cuidado por éste; capitán, que le tengo en lugar de hijo y se ha de rescatar este verano, y aunque vengan por él en mi nombre (que puede usar de esta traza mis enemigos), no lo entreguéis de manera alguna si no es a mí o a algún pariente mío con la seña que yo os enviare o cartas que le traigan.

     -En mucho estimo vuestro favor -respondió el viejo cacique-, porque estoy enterado de que ha habido algunos que han deseado la asistencia de este capitán en sus casas por servirle y regalarle, que verdaderamente, como es niño, se lleva la voluntad de todos. Yo os agradezco la lisonja que me hacéis, prefiriéndome a tantos pretensores; lo que os podré asegurar es que lo tendré como a hijo y atenderé cuidadoso a su resguardo y seguridad.

     -Pues, por entenderlo así -dijo Maulicán-, no me pareció dejarlo en otra parte, porque quiero bien a este capitán y deseo con extremo su rescate y sus conveniencias, que se están ya tratando para este verano -y volviéndose a mí, que me tenía a su lado, enternecido me dijo con grande amor-: �Bochun�, aquí te puedes quedar hasta que sea tiempo de que te vuelvas a tu tierra, que harto siento el apartarte de mi lado; mas bien conoces que lo hago por tu seguridad y por tu bien: quédate en buena hora y procura servir a Tereupillán, nuestro amigo y patrón tuyo, con todas veras, dándole gusto en todo lo que te mandare.

     Levantose con esto diciendo que era tarde, que quería llegar a hacer noche al río de La Imperial, por poder otro día llegar a su casa temprano; despidiose del cacique, y al salir por la puerta me dio un abrazo tiernamente, y aunque el cacique le había rogado que se quedase aquella noche, se excusó, y saliendo afuera, salimos todos con él. El viejo Llaneare y sus nietos mis compañeros y amigos se pusieron a llorar conmigo muy de veras, ya que, aunque me quedaba de buena gana, no dejé de enternecerme, por el sentimiento que mostraban con mi ausencia. Abrazáronme con amor y ternura, y aunque pobres, me dejaron dos camisetas o tres de las que tenían y otra frazada nueva para mi abrigo, porque era el tiempo más riguroso de frío de todo el año. Dándonos muchos �mari maris� y abrazos, se fueron con Dios y yo me quedé adonde deseaba.

     Cogieron, pues, su derrota mis compañeros y dueños de mi voluntad para su tierra de Repocura, dejándome en la otra banda del río de La Imperial, en casa de Tureupillán, anciano al parecer de más de ochenta años, aunque estaba más ágil y alentado que el viejo Llaneare, padre de mi amo, que juzgué la diferencia que había entre los dos sería de un año, más o menos, por las memorias que hicieron, en la competencia de edad, de cosas antiquísimas. Y siendo iguales en el tiempo, parecía Llaneare padre de Tureupillán; en que se confirma que no son los años los que imposibilitan la naturaleza ni apresuran las canas, sino los trabajos, enfermedades y desasosiegos, con incomodidad de la vida humana.

     Al cabo de tres o cuatro días que me comunicaron sus hijos, me cobraron tan grande amor y voluntad, que no se hallaban sin mi compañía ni un punto. Eran cuatro hermanos, los dos muchachones ya casados, y los otros dos pequeños de diez a doce años, sin otros pequeñuelos de tres y de cuatro poco más o menos, y otros de teta que estaban mamando; por todos eran siete u ocho de diferentes madres, porque el cacique había tenido muchas mujeres si bien entonces no se hallaba más que con cuatro, dos de ellas ya viejas y las otras mocetonas. De estas últimas eran los dos muchachos medianos de diez a doce años, como dije. Eran éstos los que me acompañaban de ordinario y en la cama, que luego que llegué me dio el cacique un colchón de los que usan los principales, además de treinta pellejos muy limpios y encarmenados, cocidos los unos con los otros; una frazada nueva, que con las que yo tenía, cómodamente me reparaban de los hielos y fríos que en aquellos tiempos nos molestaban. Además de esto, me dio dos mantas, la una blanca, que me servía de sábana y cabecera, y a sus dos hijos medianos, para que durmiesen conmigo y me acompañasen, encargándome que les enseñase a rezar. En aquella parcialidad todos los más sabían alguna cosa de las oraciones, y estos dos muchachitos y compañeros míos tenían el Padrenuestro en la memoria, que de las mujeres españolas ancianas y cautivas habían aprendido; repetíanle muy bien cuando nos íbamos a acostar y por las mañanas al levantarnos.

     Estando una noche, al cabo de algunas, rezando en la cama, les dije que si entendían algo de lo que rezaban, y me respondieron que no.

     -�Pues, cómo -les dije- deseáis que os en enseñe las demás oraciones, si no las habéis de entender?

     -Con todo eso -me dijeron- tenemos gusto de saberlas, porque dicen los �huincas� y las señoras que son palabra de Dios, y por eso gustamos de saberlas y oírlas, aunque no las entendamos.

     -Está bien -les dije- mucho consuelo me han causado vuestras razones: yo os enseñaré de muy buena gana, y en vuestra lengua las habéis de aprender, para que con más facilidad y gusto os hagáis capaces de los misterios de Dios, entendiendo lo que rezáis.

     Alegráronse infinito de haberme oído decir les enseñaría las oraciones en su lengua, y con notable regocijo me dijeron, sentándose en la cama, que les enseñase luego, porque se les había aumentado el deseo de saber con haberles significado se las repetiría en su natural idioma.

     -Repitan, pues, conmigo -dije a mis compañeros, y con mucho gusto obedecieron, siguiendo con las suyas mis palabras.

     Después de haberlas recitado tres o cuatro veces la oración del Padrenuestro, me repitieron más de un tercio de ella, con notable alegría porque eran señores y dueños de lo que aprendían. Finalmente, en tres o cuatro días supieron el Padrenuestro y pasó la palabra a los demás muchachos que estaban en los ranchos vecinos. De este modo, todos los días se me agregaban más de catorce o quince chicuelos, cuyos padres los enviaban para que fuesen adoctrinados y bautizados, en lo que me ocupé muchos días. Y porque una india se vino a hacer cristiana y me trajo una gallina, todos los demás la fueron imitando. En breve tiempo me hallé con cantidad de gallinas que comer, muchos huevos, papas, bollos de maíz, rosquetes y otras cosas que me traían de regalo, que aunque yo lo repugnaba y les decía que no era menester nada de aquello para que yo les enseñase y bautizase, me respondían que ellos lo hacían por su gusto, por regalarme, y también porque los cristianase de buena gana. Y es de notar una cosa en estos bárbaros (que juzgo que la tengo en otra parte advertida): que cuando están en su libre albedrío y son dueños de su voluntad, sin hallarse señoreados de los españoles, muestran mayor afecto a nuestra santa fe católica.

     Ocurrían a mí para el efecto de muchas parcialidades, y reparé con cuidado que en algunas había españoles antiquísimo entre ellos y no los solicitaban para este sacramento. Inquiriendo la causa, me sacó de ésta duda un indio antiguo, y en nuestro lenguaje ladino, que me mostraba amor y buena voluntad. Me dijo que los españoles que habían quedado entre ellos no eran cautivos, sino de los que por su gusto entre ellos estaban viviendo a su usanza, y no como cristianos, gozando del vicio y del ocio como los demás infieles. Por esta causa no querían ser bautizados por sus manos, y por haber dicho algunos cautivos españoles que eran herejes los que asistían por su gusto entre ellos y que no éstos podían bautizar a ninguno. Y juzgaban bien estos naturales, que aquellos apóstatas de nuestra religión cristiana no podían hacer cosa bien encaminada a ella.

     En estos ejercicios virtuosos me entretuve, y en visitar los ranchos y casas comarcanos de los parientes y amigos del cacique, que los tenían a una cuadra y media; y estando un día en casa del indio que signifiqué me mostraba más afición y voluntad que otros ladinos de los antiguos, llamado Pedro, me causó gran compasión y lástima el ver a su mujer muy achacosa y afligida, y el marido más lastimado, porque la quería bien, por ser moza y de buen parecer, además de no tener otra que le acompañase ni quien le hiciese un bocado que comer. Preguntome el camarada Pedro, después de haberme mostrado el achaque de la mujer, que tenía un pecho apostemado, que si acaso sabía o tenía noticias de algunas yerbas para curar a su esposa y compañera, ya que entre nosotros había muchos médicos herbolarios que curaban con ellas y eran acertados. Le respondí, que era verdad que había personas entendidas en la materia y con conocimiento de yerbas medicinales; que yo conocía algunas para postemas, juzgando que sería alguna hinchazón que fácilmente pudiera curarle.

     -Mucho me huelgo, capitán amigo -dijo el indio-, que los españoles suelen ser acertados, y curaréis a mi mujer, pues me ha parecido que habéis de acertar con la cura.

     Volví a mirarle el pecho, que le tenía mayor que una botijuela, y tan endurecido que me causó admiración y espanto, de tal suerte que me pesó infinitas veces haberle dicho que conocía de yerbas medicinales; y aunque me quise eximir con decirle que aquella era enfermedad antigua y que me parecía incurable por ser en parte peligrosa y delicada, no pude salir del empeño en que me pusieron mi inadvertida razón y el deseo de dar gusto a quien me mostraba amor y natural afecto, porque me dijo el amigo con resolución, enternecido, que yo había de curar a su mujer y buscar las yerbas que conocía para el efecto.

     En suma, me vi apretado del doliente amigo y en obligación de buscar las yerbas que no conocía, con harto dolor y sentimiento de haberme ofrecido a hacer lo que no entendía.

     Finalmente me resolví a decir que saldría a buscar las yerbas y que me holgaría hallarlas por darle gusto, pero que me parecía dificultoso, porque de ordinario se hallaban arrimadas a la costa del mar.

     -Pues iremos a la costa-dijo el amigo- si por aquí cerca no las halláis mañana.

     Con esto me vi por todos caminos cercado y con la obligación de salir a buscar lo que no sabía ni conocía y traer las primeras que encontrase.

     Fuime desconsolado a casa del cacique aquella noche y encomendeme a Dios y a la Virgen Santísima del Pópulo, con todas veras y fervorosas súplicas, después de haber rezado con mis compañeros la oración del Padrenuestro (que ya sabían) echándonos en la cama. Apenas el sol rayaba entre confusos nublados, cuando estaba conmigo el indio Pedro solicitando el que saliésemos al campo en demanda de las yerbas. Todo esto con ruegos amorosos y ofertas grandes de agradecimiento.

     -Yo saldré a la tarde -dije al camarada- y me alargaré lo posible por ver si en alguna quebrada de éstas comarcanas me depara la dicha lo que habemos menester.

     -Pues, volveré a acompañaros -dijo el indio- si gustáis que nos vamos paseando.

     Le respondí que no faltase del lado de la enferma, porque podría ser me dilatase más de lo que quisiera; que los dos muchachos mis camaradas y compañeros bastaban para hacerme compañía.

     -Pues quedaos a Dios, amigo -me dijo Pedro-, que en vos tengo puesta mi esperanza y en vuestras manos la salud de aquella pobre enferma.

     Dichas estas razones me dejó en el rancho, más pesaroso que antes y con más cuidado e imaginaciones Salí a las orillas del estero a encomendarme a Dios y darle gracias por haberme dejado amanecer con bien aquel día, aunque con algún disgusto por el empeño en que me hallaba con aquel indio Pedro. Esto fue hincado de rodillas dentro de un bosque donde solía continuar mis devociones, diciendo con David: En ti tengo, Señor, puesta mi esperanza; por tu divina bondad me has de oír, Dios y Señor nuestro.

     Volví con esto al rancho, donde el cacique estaba esperándome para almorzar; los muchachos habían ido por otra parte en mi demanda, y antes de entrar me encontraron, preguntando por el lugar o sitio en que me había ocultado y escondido, porque no habían podido dar conmigo toda la mañana.

     -En el estero estuve -les dije- divertido un rato, rezando mis devociones, algo distante de la ordinaria vereda por donde solemos encaminarnos.

     -Por eso no pudimos encontrarnos con voz -me dijeron los chicuelos-; vamos adentro, que os está aguardando el viejo para comer.

     El almuerzo servía de comida entre las nueve y las diez. A este tiempo salió el viejo cacique a las espaldas del rancho a coger el sol y a comer a la resolana, en cuya compañía fuimos platicando hasta llegar al sitio reparado del aire y descubierto al sol; allí nos trajeron de comer y de beber muy a gusto, puesto que los más días me guisaban una ave de las que me habían ofrecido los ahijados y ahijadas, sin otros regalos que me hacían el cacique los comarcanos parientes suyos. Acabamos de comer, como el rancho de Pedro era el más cercano, al instante estuvo con nosotros y significó al cacique lo mucho que deseaba que yo saliese al campo en busca de unas yerbas que le había dicho que conocía para curar el achaque que padecía su mujer.

     Díjome el cacique mi huésped:

     -Capitán, mucho me huelgo que conozcáis yerbas medicinales, porque curarás nuestras enfermedades.

     -Yo no entiendo de eso -dije al cacique- que las yerbas que conozco son unas con que vi curar una postema, y no sé si han de ser a propósito para tan antigua enfermedad como la que tiene la mujer de mi amigo Pedro; con todo eso, saldré a buscarlas, y si las hallare, haré todo lo posible por sanarla.

     -Mucho estimaré de mi parte -me dijo el viejo- que pongáis todo cuidado en la salud de mi parienta, que ha muchos días y meses que la tiene afligida aquel penoso achaque, sin que haya habido persona que haya acertado a curarla, aunque se han hecho muchas y varias diligencias. Salid con esos muchachos a pasearos por esas campañas, que hace apacible tarde sin viento ni frío, y buscaréis con cuidado las yerbas que habéis dicho; lleven unos bollos de maíz para merendar allá, que de vuelta les tendremos de cenar muy bien.

     -Yo también quiero ir con el capitán -dijo Pedro-, por hacerle compañía y guiarle.

     -No es menester, amigo y camarada -le dije-, que estos muchachos solos son bastantes para acompañarme en este paseo, porque hemos de ir rezando las oraciones y a ratos cantándolas, que de esa suerte se aprenden más bien y con más facilidad.

     -�Ea, pues!, capitán amigo -dijo Pedro, apadrinado del viejo-, id en buena hora con vuestros compañeros, y quiera Dios que volváis con el despacho que deseamos.

     Salimos de la posada los muchachos y yo, y habiendo pasado el estero que nos ceñía la casa, cogimos el camino que se enderezaba al río de La Imperial; y preguntando a mis camaradas cuánto habría de adonde estábamos a él, respondieron los muchachos:

     -Allí tras aquella loma está no más, muy cerca es.

     El �cerca� de los indios suele ser de dos leguas, poco más o menos, si bien en esta ocasión no fue media legua la que había; y como la loma estaba a poca distancia de nosotros, díjeles:

     -Pues lleguemos a divisar el río de aquel alto.

     -Vamos, capitán -me respondieron-, y llegaremos a casa de mi tío que está a la orilla del río.

     Fuimos caminando poco a poco, rezando las oraciones y cantándolas a ratos, hasta que llegamos a la cima del cerro, de donde descubrimos un hermoso valle que hacía el río, y en frente de él, la otra banda, sobre una loma rasa que señoreaba a otro valle por aquella parte, se divisaban los paredones antiguos de la ciudad Imperial que como los más eran de piedra, estaban todavía muy enteros. Descubrimos también por aquellos llanos de tan apacible valle muchos ranchos fundados en sus orillas, con muchas sementeras y árboles frutales. Todo nos provocaba a bajar a verlos y a gozar de la amenidad de aquellos prados; los muchachos estaban con más deseos que yo de llegar al rancho de su tío, por lo que fue menester muy poco para conformarnos y bajarnos a la falda del cerro, donde nos sentamos a descansar un rato y a merendar los bollos de maíz que llevábamos. En esto, nos divisaron los muchachos que estaban entreteniéndose al juego de las chuecas como a dos cuadras de nosotros; llegaron a reconocernos, y aunque después de haber conocido a sus primos me rogaron que llegásemos al rancho y a donde su padre estaba, me excusé diciendo que habíamos salido a buscar unas yerbas y que era forzoso andar por aquellas montañas solicitándolas y no detenernos.

     Estando en esto, llegó un hijo mayor del cacique, de buena traza, con recaudo de su padre, en que rogaba que me llegase a su casa; que por aviso que le dieron de que estaba allí un �huinca�, coligió no podía ser otro que el que estaba en casa de su hermano. Obedecí al ruego y mandato del cacique y a los agasajos del mensajero. Llegamos al rancho del cacique Neucopillán, primo hermano de Tureupillán, con quien yo asistía.

     Nos sentamos a la resolana, donde él estaba cogiendo el sol sobre tarde, y al punto me pusieron delante un cántaro de chicha, que es la honra y agasajo que hacen a los huéspedes principales. Y como ya yo estaba diestro en lo que acostumbran, brindé luego al cacique. Bebió la mitad de lo que había en el jarro y me brindó con lo que quedaba:

     -�Llag paia cimi�, a la mitad habemos de beber.

     Fui luego repartiendo a los demás circunstantes, después de haber bebido lo que el cacique me dejó en el vaso; luego de haber hecho con los mayores y principales la ceremonia del brindis, pasé el cántaro al muchacho mayorcito que me acompañaba para que brindase a los demás muchachos. Sacáronme luego un plato de frutilla pasa, unos bollos de porotos y maíz mezclados con la semilla que en otra ocasión he dicho la calidad que tiene, que es el �madi�. Mientras comía me preguntó el cacique que para dónde iba encaminado; le respondí que por aquellas quebradas y vegas buscábamos unas yerbas que en mi tierra conocía y por acá no podía encontrar; que a ese efecto había salido de casa con aquellos muchachos, por orden y ruego del cacique mi huésped, y habiéndonos alargado hasta lo alto de este cerro, de donde se divisan las riberas apacibles de este río, pobladas de tan hermosos ranchos y vistosos jardines de olorosas flores, tuvieron gusto mis compañeros de que bajásemos a gozar de ellos y que de esta suerte nos habíamos acercado a su casa y habitación.

     -Mucho me huelgo que hayáis llegado a ella -dijo el cacique-, porque desde que os vi en la borrachera, donde nos juntamos todos los comarcanos sólo por ir a conoceros y a ver al hijo de Álvaro, naturalmente me incliné a quereros bien y a miraros con buenos ojos, pues llegué a brindaros algunas veces. Y ya que habéis llegado a mi casa, me habéis de hacer el favor de quedaros en ella esta noche, porque el cacique Aremcheo tiene grandes deseos de conoceros, que por estar tan viejo e impedido no pudo ir a la borrachera y tiene ya noticia de que estáis aquí cerca en casa de mi hermano; le enviaremos a llamar, que aquel de abajo es su rancho, y tendrá mucho gusto de conoceros.

     Yo le respondí que me holgara mucho ser dueño de mi voluntad para obedecerle al punto; que no pareciera bien, sin gusto del cacique que me tenía a su cargo, faltar de noche de su casa.

     No os dé cuidado eso -dijo Neucopillán-, que yo enviaré a mi hijo a avisarle, para que no esté con cuidado.

     Hízolo así, con que fue fuerza darle gusto, y en el entretanto que dábamos fin al cántaro de chicha que teníamos presente, se levantó y fue adentro a disponer el rancho y a mandar hacer de cenar espléndidamente, y a hacer traer el ganado, que por allí cerca paseaba el campo. Cogieron cuatro o seis corderos gordos y otros tantos carneros, gallinas, diez o doce pollos y capones; hicieron además muchos fogones en el rancho, porque ya refrescaba la tarde y necesitábamos de abrigo. Con esto envió a avisar al cacique viejo Aremcheo y a otros tres o cuatro comarcanos, parientes y amigos, de los que tenían sus casas más cercanas. Llegaron al ponerse el sol, y a un mismo tiempo el mensajero que había enviado el cacique a avisar a mi huésped.

     -El rancho era muy grande y anchuroso, con tres fogones, bien proveídos de ellas, asadores y sartenes en que freír buñuelos y rosquillas y sopaipillas de huevos y pescado fresco, regalos todos éstos que me hizo aquel cacique en este espléndido convite. Después de haberme saludado el cacique Aremcheo, el viejo, y regocijándose con mi vista, y los demás caciques que ya me habían visto en la borrachera, cenamos aquella noche abundante y regaladamente, y después se armó el baile, que es el complemento de la fiesta entre ellos, con la mujer y familia de aquel cacique viejo y con las de 1os otros que fueron convidados. Gastáronse muchos cántaros de chicha, con que los caciques y demás se fueron alegrando. Estando yo sentado al fuego con el viejo Aremcheo y otros dos caciques también ancianos platicando algunas cosas de los primeros conquistadores de este reino, llegaron a mí los hijos del cacique dueño de aquel festejo, acompañados de algunas muchachonas con sus jarros de chicha, a brindarnos y a rogarme a mí que fuese a bailar con ellas, pues a mi llegada era aquel convite y regocijo. Les respondí que no sabía sus romances, que cómo querían que fuese a estarme parado y mudo; entonces se levantaron los viejos y me dijeron que fuésemos a holgarnos, pues habían venido aquellas �ilchas� a convidarme. Por el respeto de los viejos y sus agasajos, me levanté con ellos y fuimos a la rueda en que estaban bailando, dando vueltas a la redonda del tamboril, y a su imitación hice lo propio; fue ésta la primera vez que me pudieron obligar con regalos, con cortesías y agrados a hacer lo que no sabía. Quedaron muy pagados de mi acción los caciques y los demás muchachos y muchachas, porque me mostraba con ellos alegre, placentero y agradable; aunque el corazón y el espíritu se hallaban repugnantes a aquel ejercicio, que por urbanidad y buen respeto ejercitaba, que es prudencia y cordura en ocasiones mostrar el rostro alegre teniendo sentimiento el alma.

     Al cabo de un buen rato que hubimos entretenido la noche con dar vueltas en el baile y brindarnos a menudo, y entreverando platos de mariscos, rosquillas fritas, sopaipillas con mucha miel de abeja y otros regalos (porque toda la noche los que bailan están comiendo y con eso no se les sube tan presto lo que beben a la cabeza; así, han menester mucho para que las bebidas los postren en el suelo), me dijeron los viejos que nos fuésemos a descansar a otro fogón que estaba separado del bullicio y del concurso entretenido. Retirámonos a él, y el cacique Neucopillán, que fomentaba la fiesta, nos hizo hacer las camas, para que los tres viejos se acomodasen, y yo con mis compañeros en otra; hízonos llevar después dos cántaros de chicha, para que con gusto el sueño nos rindiese.

     El cacique Aremcheo era muy viejo, criado entre españoles y ladino; tenía escogido natural, agradable y apacible, ajustado en su vivir a lo cristiano, sin haber querido tener más mujer que la legítima por la Iglesia (que, según el aspecto de ella, se debió de casar muchacha, siendo él ya mayor), quitado de ruidos de pleitos y disensiones; no salía de su casa, sino era tal vez a aquellos ranchos de sus vecinos y comarcanos que le servían de paseo; sabía este cacique rezar el Padrenuestro y Avemaría, y me certificó que todos los días rezaba aquellas oraciones. Finalmente, era un indio que se acordaba mucho de los españoles y principalmente de un ermitaño que asistía cerca de su casa. Éste fue quien le enseñó a rezar, y con su ejemplo y buena vida permaneció con buenas costumbres este indio; porque las acciones ajustadas y obras virtuosas son las que más bien encaminan a los ignorantes infieles, que las palabras y sermones aunque sean eficaces.

     En buena conversación estuvimos haciendo memoria de los pasados conquistadores.

     -Yo os contaré -dijo uno de ellos- una cosa que os causará mucha admiración.

     -Mucho me holgaré escucharos -respondí al cacique-, porque deseo grandemente enterarme de lo que hicieron y obraron los españoles antiguos a los principios de esta conquista.

     -El cacique Aremcheo -dijo este anciano- os podrá dar mejor noticia de la entrada de los españoles en nuestra tierra, que era mayor; nosotros éramos muy niños, y en estos tiempos no pienso que haya otro más antiguo.

     A esto respondió el buen viejo, muy conforme a su natural bueno y el amor que mostraba a los cristianos, que entre ellos también hay algunos de buenos corazones, sufridos y pacientes; que si todos fuesen de esta calidad, hubieran conservado la paz admitida en sus principios.

     -Yo tampoco me acuerdo bien de los principios -dijo Aremcheo-; sólo las noticias de mis padres tengo presente. Decían que cuando entraron los españoles, fue haciéndonos la guerra y peleando, y en las primeras batallas que tuvieron, como estaban los nuestros ignorantes de los efectos que causaban los arcabuces, murieron muchos, y atemorizados los demás, se sujetaron fácilmente y dieron la paz. Lo que sé deciros; es que a mí me parecieron bien los españoles después que fui abriendo los ojos y teniendo uso de razón, porque mi amo nos hacía buen tratamiento y los muchachos que servíamos en su casa éramos adoctrinados y enseñados con cuidado, bien vestidos, bien comidos y tratados.

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