Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice




ArribaAbajo

Capítulo XVII

La enseñanza



§ I

Dos objetos de la enseñanza. -Diferentes clases de profesores


Distinguen comúnmente los dialécticos entre el método de enseñanza y el de invención. Sobre uno y otro voy a emitir algunas observaciones.

La enseñanza tiene dos objetos: primero, instruir a los alumnos en los elementos de la ciencia; segundo, desenvolver su talento para que al salir de la escuela puedan hacer los adelantos proporcionados a su capacidad.

Podría parecer que estos dos objetos no son más que uno sólo, sin embargo no es así. Al primero alcanzan todos los profesores que poseen medianamente la ciencia; al segundo no llegan sino los de un mérito sobresaliente. Para lo primero basta conocer el encadenamiento de algunos hechos y proposiciones cuyo conjunto forma el cuerpo de la ciencia; para lo segundo es preciso saber cómo se ha construido esa cadena que enlaza un extremo con otro; para lo primero bastan hombres que conozcan los libros; para lo segundo son necesarios hombres que conozcan las cosas.

Más diré: puede muy bien suceder que un profesor superficial sea más a propósito para la simple enseñanza de los elementos que otro muy profundo, pues que éste, sin advertirlo, se dejará llevar a discursos que complicarán la sencillez de las primeras nociones, y así dañará a la percepción, de los alumnos poco capaces.

La clara explicación de los términos, la exposición llana de los principios en que se funda la ciencia, la metódica coordinación de los teoremas y de sus corolarios, he aquí el objeto de quien no se propone más que instruir en los elementos.

Pero al que extienda más allá sus miradas y considere que los entendimientos de los jóvenes no son únicamente tablas donde se hayan de tirar algunas líneas que permanezcan allí inalterables para siempre, sino campos que se han de fecundar con preciosa, semilla, a éste le incumben tareas más elevadas y más difíciles. Conciliar la claridad con la profundidad, hermanar la sencillez con la combinación, conducir por camino llano y amaestrar al propio tiempo en andar por senderos escabrosos, mostrando las angostas y enmarañadas veredas por donde pasaron los primeros inventores, inspirar vivo entusiasmo, despertar en el talento la conciencia de las propias fuerzas, sin dañarle con temeraria presunción, he aquí las atribuciones del profesor que considera la enseñanza elemental no como fruto, sino como semilla.




§ II

Genios ignorados de los demás y de sí mismos


¡Cuán pocos son los profesores dotados de esta preciosa habilidad! Y ¿cómo es posible que los haya en el lastimoso abandono en que yace este ramo? ¿Quién cuida de aficionar a la enseñanza a los hombres de capacidad elevada? ¿Quién procura fijarlos en esta ocupación, si se deciden alguna vez a emprenderla? Las cátedras son miradas a lo más como un hincapié para subir más arriba; con las arduas tareas que ellas imponen se unen mil y mil de un orden diferente, y se desempeña corriendo y a manera de distracción lo que debería absorber al hombre entero.

Así, cuando entre los jóvenes se encuentra alguno en cuya frente chispea la llama del genio, nadie la advierte, nadie se lo avisa, nadie se lo hace sentir; y, encajonado entre los buenos talentos, prosigue su carrera sin que se le haya hecho experimentar el alcance de sus fuerzas. Porque es preciso saber que estas fuerzas no siempre las conoce el mismo que las posee, aun cuando sean con respecto a lo mismo que le ocupa. Podrá muy bien suceder que el fuego del genio permanezca toda la vida entre cenizas por no haber habido una mano que las sacudiera. ¿No vemos a cada paso que una ligereza extraordinaria, una singular flexibilidad de ciertos miembros una gran fuerza muscular y otras calidades corporales están ocultas, hasta que un ensayo casual viene a revelárselas al que las posee? Si Hércules no manejara más que un bastoncito, nunca creyera ser capaz de blandir la pesada clava.




§ III

Medios para descubrir los talentos ocultos y apreciarlos en su valor


Un profesor de matemáticas que explique a sus alumnos la teoría de las secciones cónicas les dará una idea clara y exacta de dichas curvas, presentándoles las ecuaciones que expresan su naturaleza y deduciendo las propiedades que de ésta se originan. Hasta aquí, el discípulo aprende bien los elementos, pero no se ejercita en el desarrollo de sus fuerzas intelectuales; nada se le ofrece que pueda hacerle sentir el talento de invención, si es que en realidad le posea. Pero si el profesor le hace notar que aquella ecuación fundamental, al parecer de mera convención, no es probable que se le haya establecido sin motivo, desde luego, el joven se halla mal seguro sobre la base que reputaba sólida y busca el medio de darle algún apoyo. Si el alumno no acierta en el principio generador de dichas curvas, se le puede hacer notar el nombre que llevan y recordarle que la sección, paralela a la base del coro es un círculo. Entonces, naturalmente, el alumno corta el cono con planos en diferentes posiciones, y a la primera ojeada advierte que si la sección es cerrada, y no paralela a la base, resultan curvas cuya figura se parece a la que se ha llamado elipse. Ya imagina la sección más cercana al paralalismo, ya más distante, y siempre nota que la figura es una elipse, con la única diferencia de su mayor aplanación por los lados o bien de la mayor diferencia de los ejes. ¿Será posible expresar por una ecuación la naturaleza de esta curva? ¿Hay algunos datos conocidos? ¿Tienen alguna relación con las propiedades del cono y de la sección paralela? ¿La mayor o menor inclinación del plano cambia la naturaleza de la sección? Dando al plano otras posiciones, de suerte que no salga cerrada la sección, ¿qué curvas resultan? ¿Hay alguna semejanza entre ellas y las parábolas e hipérbolas? Esta y otras cuestiones se ofrecen al discípulo dotado de capacidad; y si es de muy felices disposiciones, veréisle al instante tirar líneas dentro del cono, compararlas unas con otras, concebir triángulos, calcular sus relaciones y tantear mil caminos para llegar a la ecuación deseada. Entonces no aprende simplemente las primeras nociones de la teoría; se ha convertido ya en inventor; su talento encuentra pábulo en qué cebarse; y cuando, aislado en los procedimientos de primera enseñanza, contaba muchos iguales en la inteligencia de la doctrina explicada, ahora echaréis de ver que deja a sus compañeros muy atrás, que ellos no han dado un paso, mientras él o ha obtenido el resultado que se buscaba o adelantado en el verdadero camino. Entonces da a conocer sus fuerzas, y las conoce él mismo; entonces se palpa que su capacidad es superior a la rutina y que quizá, andando el tiempo, podrá ensanchar el dominio de la ciencia.

Un profesor de derecho natural explicará cumplidamente los derechos y deberes de la patria potestad y las obligaciones de los hijos con respecto a los padres, aduciendo las definiciones y razones que en tales casos se acostumbran. Hasta aquí llegan los elementos, pero nada se encuentra para desenvolver el genio filosófico de un alumno privilegiado, ni que pueda hacerle sobresalir entre el común de sus compañeros, dotados de una capacidad regular. El hábil profesor desea tomar la medida de los talentos que hay en la cátedra, y el tiempo que le sobra después de la explicación le emplea en hacer un experimento.

-Sobre estos deberes, ¿le parece a usted si nos dicen algo los sentimientos del corazón? Las luces de la filosofía, ¿están de acuerdo con las inspiraciones de la Naturaleza?- A esta pregunta responderán hasta los medianos, observando que los padres, naturalmente, quieren a los hijos, y éstos a los padres, y que así están enlazados nuestros deberes con nuestros afectos, instigándonos éstos al cumplimiento de aquéllos. Hasta aquí no hay diferencia entre los alumnos que se llaman de buen talento. Pero prosigue el profesor analizando la materia, y pregunta:

-¿Qué le parece a usted de los hijos que se portan mal con los padres y no corresponden con la debida gratitud al amor que éstos les prodigaron?

-Que faltan a un deber sagrado y desoyen la voz de la Naturaleza.

-¿Pero cómo es que vemos tan a menudo a los hijos no cumplir como deben con sus padres, mientras éstos, si en algo faltan, suele ser por sobreabundancia de amor y ternura?

-En esto hacen muy mal los hijos -dirá el uno.

-Los hombres se olvidan fácilmente de los beneficios recibidos, dirá el otro; quién alegará que los hijos, a medida que adelantan en edad, se hallan distraídos por mil atenciones diferentes; quién recordará que los nuevos afectos engendrados en sus ánimos, a causa de la familia de que se hacen cabezas, disminuyen el que deben a sus padres, y cada cual andará señalando razones más o menos adaptadas, más o menos sólidas, pero ninguna que satisfaga del todo. Si entre vuestros alumnos se encuentra alguno que haya de adquirir con el tiempo esclarecida nombradía dirigidle la misma pregunta, a ver si acierta a decir algo que la desentrañe y la ilustre.

-Es demasiado cierto, os responderá, que los hijos faltan con mucha frecuencia a sus deberes para con sus padres; pero, si no me engaño, la razón de esto se halla, en la misma naturaleza de las cosas. Cuando más necesario es para la conservación y buen orden de los seres el cumplimiento de un deber, el Criador ha procurado asegurar más dicho cumplimiento. El mundo se conserva más o menos bien, a pesar del mal comportamiento de los hijos; pero el día que los padres se portasen mal, y olvidasen el cuidar de sus hijos, el linaje humano caminaría a su ruina. Así, es de notar que los hijos, ni aun los mejores, no profesan a sus padres un afecto tan vivo y ardiente como los padres a los hijos. El Criador podía, sin duda, comunicar a los hijos un amor tan apasionado y tierno como lo es el de los padres, pero ésto no era necesario, y por lo mismo no lo ha hecho. Y es de notar que las madres, que han menester mayor grado de este amor y ternura, lo tienen llevado hasta los límites del frenesí, habiéndolas pertrechado el Criador contra el cansancio que pudieran producirles los primeros cuidados de la infancia. Resulta, pues, que la falta del cumplimiento de los deberes en los hijos no procede precisamente de que éstos sean peores, pues ellos, si llegan a ser padres, se portan como lo hicieron los suyos, sino de que el amor filial, es de suyo menos intenso que el paternal, ejerce mucho menos ascendiente y predominio sobre el corazón, y por lo mismo se amortigua con más facilidad; es menos fuertes para superar obstáculos y ejerce menor influencia sobre la totalidad de nuestras acciones.

En las primeras respuestas encontrabais discípulos aprovechados; en ésta descubrís al joven filósofo que empieza a descollar, como entre raquíticos arbustos se levanta la tierna encina, que, andando los años, se hará notar en el bosque por su corpulento tronco y soberbia copa.




§ IV

Necesidad de los estudios elementales


No se crea por lo dicho que juzgue conveniente emancipar a la juventud de la enseñanza de los elementos; muy al contrario; opino que quien ha de aprender una ciencia, por grandes que sean las fuerzas de que se sienta dotado, es preciso que se sujete a esta mortificación, que es como el noviciado de las letras. De esto procuran muchos eximirse, apelando a artículos de diccionario que contienen lo bastante para hablar de todo sin entender de nada; pero la razón y la experiencia manifiestan que semejante método no puede servir sino a formar lo que llamamos eruditos a la violeta.

En efecto; hay en toda ciencia y profesión un conjunto de nociones primordiales, voces y locuciones que le son propias, las cuales no se aprenden bien sino estudiando una obra elemental; de suerte que cuando no mediaran otras consideraciones, la presente bastaría a demostrar los inconvenientes de tomar otro camino. Estas nociones primordiales y esas voces y locuciones deben ser miradas con algún respeto por quien entra de nuevo en la carrera, pues ha de suponer que no en vano han trabajado hasta aquí los que a ella se dedicaron. Si el recién venido tiene desconfianza de sus predecesores, si espera poder reformar la ciencia o profesión y hasta variarla radicalmente al menos ha de reflexionar que es prudente enterarse de lo que han dicho los otros, que es temerario el empeño de crearlo todo por sí solo, y es exponerse a perder mucho tiempo el no quererse aprovechar en nada de las fatigas ajenas. El maquinista más extraordinario empieza quizá a dedicarse a su profesión en la tienda de un modesto artesano, y por grandes esperanzas que puedan fundarse en sus brillantes disposiciones no deja por esto de aprender los nombres y el manejo de los instrumentos y enseres del trabajo. Con el tiempo hará en ellos muchas variaciones, los tendrá de otra materia más adaptada, cambiará su forma y tal vez su nombre; mas por ahora es preciso que los tome tal como los encuentra, que se ejercite con ellos hasta que la reflexión y la experiencia le hayan demostrado los inconvenientes de que adolecen y las mejoras de que son susceptibles.

Puede aplicarse a todas las ciendas el consejo que se da a los que quieren aprender la historia: antes de comenzar su estudio es necesario leer un compendio. A este propósito son notables las palabras de Bossuet en la dedicatoria que precede a su Discurso sobre la historia universal. Asienta la necesidad de estudiar la historia en compendio para evitar confusión y ahorrar fatiga, y luego añade: «Esta manera de exponer la historia universal la compararemos a la descripción de los mapas geográficos: la historia universal es el mapa general comparado con las historias particulares de cada país y de cada pueblo. En los mapas particulares veis menudamente lo que es un reino o una provincia en sí misma; en los universales aprendéis a fijar estas partes del mundo en su todo; en una palabra: veis la parte que ocupa París o la isla de Francia en el reino, la que el reino ocupa en la Europa y la que la Europa ocupa en el universo». Pues bien: la oportuna y luminosa comparación entre el Mapamundi y los particulares se aplica a todos los ramos de conocimientos. En todos hay un conjunto de que es preciso hacerse cargo para comprender mejor las partes y no andar confuso y perdido en la manera de ordenarlas. Aun las ideas que se adquieren por este método son casi siempre incompletas, a menudo inexactas y algunas veces falsas; pero todos estos inconvenientes aún no pesan tanto como los que resultan de acometer a tientas, sin antecedentes ni guía, el estudio de una ciencia.

Las obras elementales, se nos dirá, no son más que un esqueleto; es verdad, pero, tal como es, ahorra muchísimo trabajo; hallándole formado ya, os será más fácil corregir sus defectos, cubrirle de nervios, músculos y carne; darle calor, movimiento y vida.

Entre los que han estudiado por principios una ciencia y los que, por decirlo así, han cogido sus nociones al vuelo en enciclopedias y diccionarios hay siempre una diferencia que no se escapa a un ojo ejercitado. Los primeros se distinguen por la precisión de ideas y propiedad de lenguaje; los otros se lucen tal vez con abundantes y selectas noticias, pero a la mejor ocasión dan un solemne tropiezo, que manifiesta su ignorante superficialidad17.






ArribaAbajo

Capítulo XVIII

La invención



§ I

Lo que debe hacer quien carezca del talento de invención


Creo haber dicho lo suficiente con respecto a los métodos de enseñar y aprender; paso a tratar del método de invención.

Conocidos todos los elementos de una ciencia, y llegado el hombre a edad y posición en que puede dedicarse a estudios de mayor extensión y profundidad, está en el caso de seguir senderos menos trillados y acometer empresas más osadas. Si la naturaleza no le ha dotado del talento de invención, preciso le será contentarse por toda su vida con el método elemental, bien que tomado en mayor escala. Necesita guías, y este servicio le prestarán las obras magistrales. Mas no se crea que deba entenderse condenado a ciego servilismo y no haya de atreverse a discordar nunca de la autoridad de sus maestros; en la milicia científica y literaria no es tan severa la disciplina que no sea lícito al soldado dirigir algunas observaciones a su jefe.




§ II

La autoridad científica


Los hombres capaces de alzar y llevar adelante una bandera son muy pocos, y mejor es alistarse en las filas de un general acreditado que no andar a manera de miserable guerrillero, afectando la importancia de insigne caudillo.

Diciendo esto no es mi ánimo predicar la autoridad en materias puramente científicas y literarias; en todo el decurso de la obra he dado bastante a entender que no adolezco de tal achaque; sólo me propongo indicar una necesidad de nuestro entendimiento, que, siendo por lo común muy flaco, ha menester un apoyo. La hiedra, entrelazándose con un árbol, se levanta a grande altura; si creciese sin arrimo yacería tendida por el suelo, pisoteada por los transeuntes. Además, que no por haber hecho esta observación se ha de cambiar el orden regular de las cosas, pues con ella más bien he consignado un hecho que ofrecido un consejo. Sí, un hecho, porque, a pesar de tanto como se blasona de independencia, es más claro que la luz del mediodía que esta independencia no existe, que gran parte de la humanidad anda guiada por algunos caudillos, y que éstos, a su talante, la llevan por el camino de la verdad o del error.

Este es un hecho de todos los países y de todos los siglos; hecho indestructible, porque está fundado en la misma naturaleza del hombre. El débil siente la superioridad del fuerte y se humilla en su presencia; el genio no es el patrimonio del linaje humano, es un privilegio a pocos concedido; quien lo posee ejerce sobre los demás un ascendiente irresistible. Se ha observado con mucha verdad que las masas tienen una tendencia al despotismo; esto dimana de que sienten su incapacidad para dirigirse, y, naturalmente, buscan un jefe; la que se experimenta en la guerra y la política se nota también en las ciencias. La generalidad de los que las profesan son también masas, son verdadero vulgo, que entregado a sí mismo no sabría qué hacerse; por lo mismo se arremolina, a manera de grupos populares, en torno de los que le hablan algo mejor de lo que él sabe y manifiestan conocimientos que él no posee. El entusiasmo penetra también en la plebe sabia, y lo mismo que la otra en sus asonadas, aplaude y grita: «¡Muy bien, muy bien...; tú lo entiendes mejor que nosotros; tú serás nuestro jefe...!».




§ III

Modificaciones que ha sufrido en nuestra época la autoridad científica


A medida que se han generalizado los conocimientos con el inmenso desarrollo de la prensa, se ha podido creer que el indicado fenómeno había desaparecido; pero no es así, lo que ha hecho ha sido modificarse. Cuando los caudillos eran pocos, cuando el mando estaba entre pocas escuelas, andaban los entendimientos a manera de ejércitos disciplinados, siendo tan patente la dependencia que no era posible equivocarse. Ahora sucede de otra manera: los caudillos y las escuelas son en mayor número; la disciplina se ha relajado; pasan los soldados de uno a otro campo; éstos se adelantan un poco, aquéllos se quedan rezagados, algunos se separan y se empeñan en escaramuzas sin instrucciones ni órdenes de sus jefes; diríase que los grandes ejércitos han dejado de existir y que cada cual marcha por su lado; pero no os hagáis ilusiones: los ejércitos existen, a pesar de ese desorden; todos saben bien a cuál pertenecen; si desertan del uno, se unirán al otro, y cuando se vean en aprieto, todos replegarán en la dirección donde saben que está el cuerpo principal para cubrir su retirada.

Y si entrar quisiéramos en minuciosas cuentas hallaríamos que no es tan exacto que los caudillos de ahora sean en mucho mayor número que los de tiempos anteriores. Formando un cuadro de clasificaciones científicas y literarias encontraríamos fácilmente que en cada género son muy pocos los que llevan la bandera y que sobre sus pasos se precipita la multitud ahora como siempre.

El teatro y la novela, ¿no tienen un pequeño número de notabilidades, cuyas obras se imitan hasta el fastidio? La política, la filosofía, la historia, ¿no cuentan también unos pocos adalides, cuyos nombres se pronuncian sin cesar y cuyas opiniones y lenguaje se adoptan sin discernimiento? La independiente Alemania, ¿no tiene sus escuelas filosóficas, tan marcadas y caracterizadas como serlo pudieron las de Santo Tomás, Escoto y Suárez? ¿Qué son en Francia la turba de filósofos universitarios sino humildes discípulos de Cousin? ¿Y qué ha sido Cousin a su vez sino un vicario de Hegel y de Schelling? Y su filosofía, que también forcejea por introducirse entre nosotros, ¿no comienza con tono magistral, exigiendo respeto y deferencia, a manera de ministerio sagrado que se dirige a la conversión de las gentes sencillas? La mayor parte de los que profesan la filosofía de la historia ¿hacen más que recitar trozos de las obras de Guizot o de otros escritores muy contados? Los que se complacen en declamaciones sobre elevados principios de legislación, ¿no son con frecuencia plagiarios de Becaria y Filangieri? Los utilitarios, ¿nos dicen, por ventura, otra cosa que lo que acaban de leer en Bentham? Los escritores sobre derecho constitucional, ¿no tienen siempre en la boca a Benjamín Constant?

Reconozcamos, pues, un hecho que tan de bulto se presenta, y no nos lisonjeemos de haber destruido lo que es más fuerte que nosotros, pero guardémonos de sus malos efectos en cuanto nos sea posible. Si a causa de la debilidad de nuestras luces estamos precisados a valernos de las ajenas, no las recibamos tampoco con innoble sumisión, no abdiquemos el derecho de examinar las cosas por nosotros mismos, no consintamos que nuestro entusiasmo por ningún hombre llegue a tan alto punto que, sin advertirlo, le reconozcamos como oráculo infalible. No atribuyamos a la criatura lo que es propio del Criador.




§ IV

El talento de invencián. -Carrera del genio


Si el entendimiento es tal que pueda conducirse a sí mismo; si al examinar las obras de los grandes escritores se siente con fuerza para imitarlos y se encuentra entre ellos no como pigmeo entre gigantes, sino como entre sus iguales, entonces el método de invención le conviene de una manera particular, entonces no debe limitarse a saber los libros, es preciso que conozca las cosas; no ha de contentarse con seguir el camino trillado, sino que ha de buscar veredas que le lleven mejor, más recto y, si es posible, a puntos más elevados. No admita idea sin analizar, ni proposición sin discutir, ni raciocinio sin examinir, ni regla sin comprobar; fórmese una ciencia propia, que le pertenezca como su sangre, que no sea una simple recitación de lo que ha leído, sino el fruto de lo que ha observado y pensado.

¿Qué reglas deberá tener presentes? Las que se han señalado más arriba para todo pensador. El entrar en pormenores sería inútil y tal vez imposible, que el empeño de trazar al genio una marcha fija es no menos temerario que el de sujetar las expresiones de animada fisonomía al mezquino círculo de compasados gestos. Cuando le veis abalanzarse brioso a su gigantesca carrera no le dirijáis palabras insulsas, ni consejos estériles, ni reglas que no ha de observar; decidle tan sólo: «Imagen de la divinidad, marcha a cumplir los destinos que te ha señalado el Criador; no te olvides de tu principio y de tu fin; tú levantas el vuelo y no sabes adónde vas. Alza los ojos al cielo y pregúntaselo a tu hacedor. Él te mostrará su voluntad; cúmplela fielmente, que en cumplirla están cifrados tu grandor y tu gloria»18.






ArribaAbajo

Capítulo XIX

El entendimiento, el corazón y la imaginación



§ I

Discreción en el uso de las facultades del alma. La reina Dido. Alejandro


He dicho (Cap. XII) que para conocer la verdad de ciertas materias era necesario desplegar a un mismo tiempo diferentes facultades del alma, y entre ellas he contado el sentimiento. Ahora añadiré que si bien esto es preciso cuando se trata de aquellas verdades, cuya naturaleza consiste en relaciones con dicho sentimiento, como todo lo bello o tierno, o melancólico o sublime, no lo es cuando la verdad pertenece a un orden distinto que nada tiene que ver con nuestra facultad de sentir.

Si quiero apreciar todo el mérito de Virgilio en el episodio de Dido es menester que no raciocine con sequedad, sino que imagine y sienta; pero si me propongo juzgar bajo el aspecto moral la conducta de la reina de Cartago es preciso que me despoje de todo sentimiento y que deje encomendado a la fría razón el fallar conforme a los eternos principios de la virtud.

Al leer a Quinto Curcio admiro al héroe macedón, y me complazco en verle cuando se arroja impávido al través del Gránico, vence en Arbela, persigue y anonada a Darío y señorea el Oriente. En todo esto hay grandeza, hay rasgos que no fueran debidamente apreciados si se cerrara el corazón a todo sentimiento. La sublime narración del sagrado Texto (Machab., lib. I, capítulo I) no será estimada en su justo valor por quien no haga más que analizar con frialdad. «Y sucedió que después que Alejandro Macedón, hijo de Filipo, que fue el primero que reinó en Grecia, salido de la tierra de Cethim, derrotó a Darío, rey de los persas y de los medos; dio muchas batallas y conquistó las fortalezas de todos, y mató a los reyes de la tierra. Y pasó hasta los confines del mundo, y se apoderá de los despojos de numerosas gentes, y la tierra calló en su presencia...». Cuando uno llega a esta expresión el libro se cae de las manos y el asombro se apodera del alma. En presencia de un hombre la tierra calló... Sintiendo con viveza la fuerza de esta imagen se forma la mayor idea que formarse pueda del héroe conquistador. Si para conocer esta verdad abstraigo, y discurro, y cavilo, y ahogo mis sentimientos, nada comprenderé; es preciso que me olvide de toda filosofía, que no sea más que hombre, y que, dejando la fantasía en libertad y el corazón abierto, mire al hijo de Filipo, saliendo de la tierra de Cethim, marchando con pasos de gigante hasta la extremidad del orbe y contemple la tierra que amedrentada calla. Pero si me propongo examinar la justicia y la utilidad de aquellas conquistas, entonces será preciso cortar el vuelo a la imaginación, amortiguar los sentimientos de admiración y entusiasmo; será preciso olvidar al joven monarca rodeado de sus falanges y descollando entre sus guerreros como el Júpiter de la fábula entre el cortejo de los dioses; será necesario no pensar más que en los eternos principios de la razón y en los intereses de la humanidad. Si al hacer este examen dejo campear la fantasía y dilatarse el corazón, erraré, porque la radiante aureola que orla las sienes del conquistador me deslumbrará, me quitará la osadía de condenarle, me inclinará a la indulgencia por tanto genio y heroísmo, y se lo perdonaré todo cuando vea que en la cumbre de su gloria, a la edad de treinta y tres años, se postra en un lecho y conoce que se muere. Et post hoe decidit in lectum, et cognovit quia moreretur. (Machab., lib. I, cap. I.)




§ II

Influencia del corazón sobre la cabeza. Causas y efectos


A cada paso se observa la mucha influencia que sobre nuestra conducta tienen las pasiones, y el insistir en probar esto sería demostrar una verdad demasiado conocida. Pero no se ha reparado tanto en los efectos de las pasiones sobre el entendimiento, aun con respecto a verdades que nada tienen que ver con nuestras acciones. Quizá sea éste uno de los puntos más importantes del arte de pensar, y por lo mismo lo expondré con algún detenimiento.

Si nuestra alma estuviese únicamente dotada de inteligencia, si pudiese contemplar los objetos sin ser afectada por ellos, sucedería que en no alterándose dichos objetos los veríamos siempre de una misma manera. Si el ojo es el mismo, la distancia la misma, el punto de vista el mismo, la cantidad y la dirección de la luz las mismas, la impresión que recibamos no podrá menos de ser siempre la misma. Pero cambiada una cualquiera de estas condiciones, cambiará la impresión, el objeto será más o menos grande, los colores más o menos vivos o quizá del todo diferentes: su figura sufrirá considerables modificaciones o tal vez se convertirá en otra nada semejante. La luna conserva siempre su misma figura, y, no obstante, nos presenta de continuo variedad de fases; una roca informe y desigual se nos ofrece a lo lejos como una cúpula que corona un soberbio edificio, y el monumento que mirado de cerca es una maravilla del arte, se divisa a larga distancia como una peña irregular, desgajada, caída a la ventura en las faldas del monte.

Lo propio sucede con el entendimiento: los objetos son a veces los mismos, y, no obstante, se ofrecen muy diferentes no sólo a distintas personas, sino a una misma, sin que para esta mudanza sea necesario mucho tiempo. Quizá un instante de intervalo es suficiente para cambiar la escena; nos hallamos ya en otra parte, se ha corrido un velo y todo ha variado, todo ha tomado otras formas y colores; diríase que los objetos han sido tocados con la varita de un mago.

¿Y cuál es la causa? Es que el corazón se ha puesto en juego, es que nosotros nos hemos mudado, nos parece que se han mudado los objetos. Así, al darse a la vela la embarcación que nos lleva, el puerto y las costas huyen a toda prisa; cuando en realidad nada se ha movido, sino la nave.

Y nótese que esta mudanza no se realiza tan sólo cuando el ánimo se conmueve profundamente y puede decirse que las pasiones están levantadas; en medio de una calma aparente sufrimos a menudo esta alteración en la manera de ver, alteración tanto más peligrosa cuanto menos se hacen sentir las causas que la producen. Se han dividido en ciertas clases las pasiones del corazón humano; pero sea que no se hayan comprendido todas en la clasificación filosófica, sea que cada una de ellas entrañe en su seno otras muchas que deben ser consideradas como sus hijas o como transformaciones de una misma, lo cierto es que quien observe con atención la variedad y graduación de nuestros sentimientos creerá estar asistiendo a las mudables ilusiones de una visión fantasmagórica. Hay momentos de calma, y de tempestad, de dulzura y de acritud, de suavidad y de dureza, de valor y de cobardía, de fortaleza y de abatimiento, de entusiasmo y de desprecio, de alegría y de tristeza, de orgullo y de anonadamiento, de esperanza y de desesperación, de paciencia y de ira, de postración y de actividad, de expansión y de estrechez, de generosidad y de codicia, de perdón y de venganza, de indulgencia y de severidad, de placer y de malestar, de saboreo y de tedio, de gravedad y de ligereza, de elevación y de frivolidad, de seriedad y de chiste, de...; pero ¿adónde vamos a parar enumerando la variedad de disposiciones que experimenta nuestra alma? No es más mudable e inconstante el mar azotado por los huracanes, mecido por el céfiro, rizado con el aliento de la aurora, inmóvil con el peso de una atmósfera de plomo, dorado con los rayos del sol naciente, blanqueado con la luz del astro de la noche, tachonado con las estrellas del firmamento, ceniciento como el semblante de un difunto, brillante con los fuegos del mediodía, tenebroso y negro como la boca de una tumba.




§ III

Eugenio: sus transformaciones en veinticuatro horas


Érase una hermosa mañana de abril; Eugenio se había levantado muy temprano, había extendido maquinalmente el brazo a su librería y con el tomito en la mano, pero sin abrir, se había asomado al balcón, que daba vista a una risueña campiña. ¡Qué día más bello! ¡Qué hora tan embelesante! El sol se levanta en el horizonte matizando las nubecillas con primorosos colores y desplegando en todas direcciones madejas de luz, como la dorada cabellera ondeante sobre la cabeza de un niño; la tierra ostenta su riqueza y sus galas; el ruiseñor gorjea y trina en la cercana arboleda; el labrador se encamina a su campo, saludando al luminar del día con cantares de dicha y de amor. Eugenio contempla aquella escena con un placer inexplicable. Su ánimo, tranquilo, sosegado, apacible, se presta fácilmente a emociones gratas y suaves. Goza de completa salud, disfruta de pingüe fortuna; los negocios de la familia andan con viento en popa, y cuantos le rodean se esmeran en complacerle. Su corazón no está agitado por ninguna pasión violenta; anoche concilió sin dificultad el sueño, que no se ha interrumpido hasta el rayar del alba, y espera que las horas se adelanten para entregarse al ordinario curso de sus tranquilas tareas.

Abre por fin el libro: es una novela romántica. Un desgraciado, a quien el mundo no ha podido comprender, maldice a la sociedad, a la humanidad entera; maldice a la tierra y al cielo; maldice lo pasado, lo presente y lo futuro; maldice al mismo Dios; se maldice a sí mismo, y, cansado de mirar un sol helado y sombrío, una tierra mustia y agostada, de arrastrar una existencia que pesa sobre su corazón, que le oprime, que le ahoga como los brazos del verdugo al infeliz ajusticiado, se propone dar fin a sus días. Miradle: ya está en el borde del precipicio fatal, ya vuelve en torno su cabeza desgreñada, su semblante pálido, sus ojos hundidos e inflamados, sus facciones alteradas, y antes de consumar el atentado se queda un momento en silencio y luego reflexiona sobre la Naturaleza, sobre los destinos del hombre, sobra la injusticia de la sociedad. «Esto es exagerado -dice con impaciencia Eugenio-; en el mundo hay mucho malo, pero no lo es todo. La virtud no está todavía desterrada de la tierra; yo conozco muchas personas que, sin atroz calumnia, no pueden ser contadas entre los criminales. Hay injusticias, es cierto; pero la injusticia no es la regla de la sociedad, y, si bien se observa, los grandes crímenes son excepciones monstruosas. La mayor parte de los actos que se cometen contra la virtud proceden de nuestra debilidad; nos dañan a nosotros mismos, pero no traen perjuicios a otros, no aterrorizan al mundo, y los más se consuman sin llegar a su noticia. Ni es verdad que el bienestar sea tan imposible; los infortunados son muchos, pero no todo dimana de injusticia y crueldad; en la misma naturaleza de las cosas se encuentra la razón de estos males, que además no son ni tantos ni tan negros como se nos pintan aquí. No sé qué modo de mirar los objetos tienen esos hombres; se quejan de todo, blasfeman de Dios, calumnian a la humanidad entera y cuando se elevan a consideraciones filosóficas llevan el alma por una región de tinieblas donde no encuentra más que un caos desesperante. Cuando vuelve de semejantes excursiones no sabe pronunciar otras palabras que maldición y crimen. Esto es insoportable, esto es tan falso en filosofía como feo en literatura». Así discurría Eugenio, y cerraba buenamente el libro, y apartaba de su mente aquellos tétricos recuerdos, entregándose de nuevo a la contemplación de la bella Naturaleza.

Pasan las horas, suena la de comenzar sus tareas; y aquel día parece el de las desgracias. Todo va mal; diríase que le han alcanzado a Eugenio las maldiciones del suicida. Muy de mañana corre por la casa un mal humor terrible; N ha pasado malísima noche; M se ha levantado indispuesto, y todos son más agrios que zumo de fruta verde. A Eugenio se le pega también algo de la malignidad atmosférica que le rodea, pero todavía conserva alguna cosa de las apacibles emociones de la salida del sol.

El día se va encapotando, el tiempo no será tan bueno como se prometía el espectador de la mañana. Sale Eugenio a sus diligencias, la lluvia comienza, el paraguas no basta para cubrir al viandante, y en una calle estrecha y atestada de lodo se encuentra Eugenio con un caballo que galopa, sin atender a que los chispazos de fango de sus cascos dejan al pobre pasajero pedestre hecho una lástima de pies a cabeza. Ya es preciso retroceder, volverse a casa, entre irritado y mohino, no maldiciendo tan alto como el romántico, pero sí haciendo no muy piadosa plegaria para el caballo y el jinete. La vida no es ya tan bella, pero todavía es soportable; la filosofía se va encapotando como el tiempo, pero el sol no ha desaparecido aún. Los destinos de la humanidad no son desesperantes, pero los lances de los hombres son algo pesados. Al fin siempre sería mejor que las caras domésticas no fueran de cuaresma, que las calles estuviesen limpias, o que, si estaban sucias, no galopasen los caballos a la inmediación de los transeúntes.

Sobre una desgracia viene otra. Reparado Eugenio del primer descalabro, vuelve a sus diligencias, dirigiéndose a casa de su amigo, quien le ha de comunicar noticias satisfactorias con respecto a un negocio de importancia. Por lo pronto es recibido con frialdad; el amigo procura eludir la conversación sobre el punto principal, y finge ocupaciones apremiadoras que le obligan a aplazar para otro día el tratar del asunto. Eugenio se despide algo desabrido y receloso, y se devana los sesos por adivinar el misterio; pero una feliz casualidad le hace encontrar con otro amigo, que le revela la trama del primero, y le avisa que no se duerma si no quiere ser víctima de la perfidia más infame. Marcha presuroso a tomar sus providencias, acude a otros que puedan informarle de la verdadera situación de las cosas, le explican la traición, se compadecen de su desgracia; pero todos convienen en que ya es tarde. La pérdida es crecida y además irreparable; el pérfido ha tomado sus medidas con tanta precaución que el desgraciado Eugenio no ha advertido la estratagema hasta que se ha visto enredado sin remedio. Acudir a los tribunales es imposible, porque el negocio no lo consiente; reprochar al pérfido la negrura de su acción es desahogo estéril; con tomar una venganza nada se remedia y se aumentan los males del vengador. No hay más que resignarse. Eugenio se retira a su casa, entra en su gabinete, se entrega a todo el dolor que consigo trae el frustrarse tantas esperanzas y un cambio inevitable en su posición social. El libro está todavía sobre la mesa, su vista le recuerda las reflexiones de la mañana y exclama en su interior: «¡Oh cuán miserablemente te engañabas cuando reputabas exageración las infernales pinturas que del mundo hacen esos hombres! No puede negarse, tienen razón; esto es horrible, desconsolador, desesperante, pero es la realidad. El hombre es un animal depravado; la sociedad es una cruel madrastra, mejor diré un verdugo, que se complace en atormentarnos, que nos insulta y se mofa de nuestras angustias al mismo tiempo que nos cubre de ignominia y nos da la muerte. No hay buena fe, no hay amistad, no hay gratitud, no hay generosidad, no hay virtud sobre la tierra: todo es egoísmo, miras interesadas, perfidias, traición, mentira. Para tanto padecer, ¿por qué se nos ha dado la vida? ¿Dónde está la Providencia, dónde la justicia de Dios, dónde...?».

Aquí llegaba Eugenio, y, como ven nuestros lectores, la dulce y apacible y juiciosa filosofía de la mañana se había trocado en pensamientos satánicos, en inspiraciones de Belzebub. Nada se había mudado en el mundo, todo proseguía en en ordinaria carrera, y ni el hombre ni la sociedad podían decirse peores, ni entregados a otros destinos, por haberle sucedido a Eugenio una desgracia improvista. Quien se ha mudado es él: sus sentimientos son otros; su corazón, lleno de amargura, derrama la hiel sobre el entendimiento, y éste, obedeciendo a las inspiraciones del dolor y de la desesperación, se venga del mundo pintándole con los colores más horribles. Y no se crea que Eugenio procede de mala fe: ve las cosas tal como las expresa, así como las expresaba por la mañana, tal como a la sazón las veía.

Dejando a Eugenio en el terrible dónde..., que, a no dudarlo habría abortado una blasfemia horripilante si no se interrumpiera el monólogo con la llegada de un caballero que, con la libertad de amigo, penetra en el gabinete sin detenerse en antesalas.

-Vamos, mi querido Eugenio, ya sé que te han jugado una mala partida.

-¡Cómo ha de ser!

-Es mucha perfidia.

-Así anda el mundo.

-Lo que importa es remediarlo.

-¿Remedio?... Es imposible...

-Muy sencillo.

-Me gusta la frescura.

-Todo está en aprontar más fondos, aprovechar el correo de hoy y ganarle por la mano.

-¿Pero cómo los apronto? Sus cálculos estriban sobre la imposibilidad en que me hallo de hacerlo, y como sabía el estado de mis negocios, efecto de los desembolsos hechos hasta aquí para el maldito objeto, está bien seguro que no podré tomarle la delantera.

-Y si esos fondos estuviesen ya prestos...

-No soñemos...

-Pues mira: estábamos reunidos varios amigos para el negocio que tú no ignoras, se nos ha referido lo que te acaba de suceder y el desastre que iba a ocasionarte. La profunda impresión que me ha producido puedes suponerla, y habiendo pedido permiso a los socios para abandonar por mi parte el proyecto y vecir a ofrecerte mis recursos, todos, instantáneamente, han seguido mi ejemplo; todos han dicho que arrostraban con gusto el riesgo de aplazar sus operaciones y de sacrificar su ganancia hasta que tú hubieses salido airoso del negocio.

-Pero yo no puedo consentir...

-Déjate...

-Pero y si esos caballeros, a quienes no conozco siquiera...

-Tu desconfianza estaba ya prevista; aprovecha el correo; yo me voy, y en esta cartera encontrarás todo lo que se necesita. Adiós, mi querido Eugenio.

La cartera ha caído al lado del libro fatal; Eugenio se avergüenza de haber anatematizado la humanidad sin excepciones; la hora del correo no le permito filosofar, pero siente que su filosofía toma un sesgo menos desesperante. A la mañana siguiente el sol asomará hermoso y radiante como hoy, el ruiseñor cantará en el ramaje, el labrador se dirigirá a sus faenas y Eugenio volverá a ver las cosas como las veía antes de sus fatales aventuras. En veinticuatro horas, que, por cierto, no han alterado nada ni en la naturaleza ni en la sociedad, la filosofía de Eugenio ha recorrido un espacio inmenso para volver como los astros al mismo punto de donde partiera.




§ IV

Don Marcelino: sus cambios políticos


Don Marcelino acaba de salir de unas elecciones en que los partidarios han luchado en tremenda batalla. La fuerza muscular ha tenido también su voto; se han blandido puñales, se han menudeado los garrotazos, la campanilla del presidente ha resonado entre el ruido de voces estentóreas y de pulmones de bronce. Don Mareelino pertenece al partido derrotado y ha tenido que salvarse a escape. Lo que es valor, ya se ve, no le faltaba; pero ha sido preciso no olvidar las consideraciones de prudencia y decoro.

La desagradable impresión no se le borrará en algunos días, y es notable que ella basta para echar a perder sus ideas liberales. «Desengáñense ustedes, señores -dice con el tono de la más profunda convicción-: esto es una farsa, un absurdo; nos hemos empeñado en una barbaridad; no hay más remedio que un brazo fuerte; el absolutismo tiene sus inconvenientes, pero del mal el menos. El gobierno representativo, el gobierno de la razón ilustrada y de la voluntad libre es muy hermoso en las páginas de las obras de derecho constitucional y en los artículos de periódicos, pero en la realidad no medran más que la intriga, la inmoralidad y, sobre todo, la impudencia, y la audacia. Yo ya estoy desengañado y he palpado bien aquello de: Otros vendrán que me abonarán».

A consecuencia de los disturbios, la autoridad militar toma una actitud imponente, declara el estado de sitio, la Constitución se suspende, los revoltosos se amedrentan y la ciudad recobra su calma. Don Marcelino, puede entregarse sin recelo a sus paseos ordinarios; reina la mayor seguridad de día como de noche, y así el cuitado elector va olvidando la escena de los campanillazos, gritos, garrotes y puñales.

Ocúrresele entretanto hacer un viaje y necesita su pasaporte. A la entrada de la casa de la policía hay numerosa guardia de tropa; D. Marcelino se va a entrar por la primera puerta que se le ofrece, y el granadero le dice: «Atrás». Encamínase a la otra, y el centinela le grita en alta y destemplada voz: «Paisano, la capa». Quítase el embozo, prosigue algo mohíno, y los esbirros que se resienten de la rigidez gubernativa le dicen en ademán descortés: «No vaya usted tan aprisa, aguarde usted su turno». Llegado a la mesa, el oficial le dirige mil preguntas investigadoras, le mira de pies a cabeza, como si sospechase que el pobre D. Marcelino es uno de los jefes del motín del otro día. Al fin le entrega el pasaporte con ademán desdeñoso, baja la cabeza y no se digna devolver el saludo que el viajero le dirige con afabilidad y cortesía.

El paciente se marcha muy disgustado, pero no piensa que aquella escena haya debido modificar sus opiniones políticas. Reúnese con sus amigos; la conversación gira sobre las últimas ocurrencias, y se eleva poco a poco hasta la región de las teorías de gobierno. Don Marcelino ya no será el absolutista del otro día.

-¡Qué -escándalo -dice uno de los circunstantes-; yo no puedo recordarlo sin detestar esas trampas!

-Ciertamente -responde D. Marcelino-, pero en todo hay inconvenientes; mire usted: el absolutismo proporciona quietud; pero, ¿qué sé yo?, también tiene sus cosas. A los hombres no conviene gobernarles con palo, y al fin es necesario no olvidar la dignidad propia.

-¿Pero la olvidan, por ventura, los que viven bajo un gobierno absoluto?

-Yo no digo eso, pero sí que es preciso no precipitarse en condenar las formas representativas, porque no puede negarse que las absolutas tienen cierta rigidez de que se resienten hasta las últimas ruedas del gobierno.

El lector conocerá que D. Marcelino, sin advertirlo siquiera, piensa en la escena del pasaporte; el rudo «atrás» del granadero; el grito del centinela: «Paisano, la capa»; la descortesía de los esbirros y del oficial han bastado para introducir en sus ideas políticas una reforma de alguna consideración.

Desgraciadamente, el oficial de la policía había llevado muy lejos sus sospechas. Librado el pasaporte, no pudo menos de indicar a su principal que se le había presentado un sujeto, de quien recelaba, según las señas, no fuese uno de los que buscaba la autoridad. Sin saber cómo, en el acto de subir D. Marcelino a la diligencia es detenido, conducido a la cárcel y allí se le fuerza a pasar algunos días, sin que basten a libertarle las vehementes presunciones que en su favor ofrecen un traje muy decente y cómodo, un cuerpo bien nutrido y un semblante pacato. No se necesitaba más para que acabasen de desplomarse con estrépito sus convicciones absolutistas, ya algo desmoronadas con el negocio del pasaporte. Lo brusco de la captura, lo incómodo de la cárcel, lo pesado y quisquilloso y ofensivo de los interrogatorios bastan y sobran para que salga D. Marcelino de la prisión con su liberalismo rejuvenecido, con su afición a la tabla de derechos, con su odio a la arbitrariedad, con su aversión al gobierno militar, con su vehemente deseo de que la seguridad personal y demás garantías constitucionales sean una verdad. Su fe política es en la actualidad muy viva; en cuanto a firmeza, aguardad que vengan otras elecciones o que un día de ruido le asusten las carreras y los gritos de la calle. Será difícil que las nuevas convicciones resistan a tan dura prueba.




§ V

Anselmo: sus variaciones sobre la pena de muerte


Anselmo, joven aficionado al estudio de las altas cuestiones de legislación, acaba de leer un elocuente discurso en contra de la pena de muerte. Lo irreparable de la condenación del inocente, lo repugnante y horroroso del suplicio, aun cuando lo sufra el verdadero culpable; la inutilidad de tal castigo para extirpar ni disminuir el crimen, todo está pintado con vivos colores, con pinceladas magníficas; todo realzado con descripciones patéticas, con anécdotas que hacen estremecer. El joven se halla profundamente conmovido, imagínase que medita, y no hace más que sentir; cree ser un filólofo que juzga, cuando no es más que un hombre que se compadece. En su concepto, la pena de muerte es inútil, y aun cuando no fuera injusta es bastante la inutilidad para hacer su aplicación altamente criminal. Este es un punto en que la sociedad debe reflexionar seriamente para libertarse de esa costumbre cruel que le han legado generaciones menos ilustradas. Las convicciones del nuevo adepto nada dejan que desear; en ellas se combinan razones sociales y humanitarias; al parecer, nada fuera capaz de conmoverlas.

El joven filósofo habla sobre el particular con un magistrado de profundo saber y dilatada experiencia, quien opina que la abolición de la pena de muerte es una ilusión irrealizable. Desenvuelve, en primer lugar, los principios de justicia en que se funda, pinta con vivos colores las fatales consecuencias que resultarían de semejante paso, retrata a los hombres desalmados, burlándose de toda otra pena que no sea el último suplicio, recuerda las obligaciones de la sociedad en la protección del débil y del inocente, refiere algunos casos desastrosos en que resaltan la crueldad del malvado y los padecimientos de la víctima; el corazón del joven ya experimenta impresiones nuevas; una santa indignación levanta su pecho, el celo de la justicia le inflama; su alma sensible se identifica y eleva con la del magistrado; se enorgullece de saber dominar los sentimientos de injusta compasión, de sacrificarlos en las aras de los grandes intereses de la humanidad, e imaginándose ya sentado en un tribunal, revestido con la toga de un magistrado, parece que el corazón le dice: «Sí, también sabrías ser justo, también sabrías vencerte a ti mismo; también sabrías, si necesario fuese, obedecer a los impulsos de tu conciencia, y con la mano en el corazón y la vista en Dios pronunciar la sentencia fatal en obsequio de la justicia».




§ VI

Algunas observaciones para precaverse del mal influjo del corazón


Nada más importante para pensar bien que el penetrarse de las alteraciones que produce en nuestro modo de ver la disposición de ánimo en que nos hallamos. Y aquí se encuentra la razón de que nos sea tan difícil sobreponernos a nuestra época, a nuestras circunstancias peculiares, a las preocupaciones de la educación, al influjo de nuestros intereses; de aquí procede que se nos haga tan duro el obrar y hasta el pensar conforme a las prescripciones de la ley eterna, el comprender lo que se eleva sobre la región del mundo material, el posponer lo presente a lo futuro. Lo que está delante de nuestros ojos, lo que afecta en la actualidad, he aquí lo que comúnmente decide de nuestros actos y aun de nuestras opiniones.

Quien desea pensar bien es preciso que se acostumbre a estar mucho sobre sí, recordando continuamente esta importantísima verdad; es necesario que se habitúe a concentrarse, a preguntarse con mucha frecuencia: «¿Tienes el ánimo bastante tranquilo? ¿No estás agitado por alguna pasión que te presenta las cosas diferentes de lo que son en sí? ¿Estás poseído de algún afecto secreto que sin sacudir con violencia tu corazón le domina suavemente, por medio de una fascinación que no adviertes? En lo que ahora piensas, juzgas, prevés, conjeturas, ¿obras quizá bajo el imperio de alguna impresión reciente que trastornando tus ideas te muestra trastornados los objetos? Pocos días, o pocos momentos antes, ¿pensabas de esta manera? ¿Desde cuándo has modificado tus opiniones? ¿No es desde que un suceso agradable o desagradable, favorable o adverso han cambiado tu situación? ¿Te has ilustrado más sobre la materia, has adquirido nuevos datos o tienes tan sólo nuevos intereses? ¿Qué es lo que ha sobrevenido, razones o deseos? Ahora que estás agitado por una pasión, señoreado por tus afectos, juzgas de esta manera y tu juicio te parece acertado; pero si con la imaginación te trasladas a una situación diferente, si supones que ha transcurrido algún tiempo, ¿conjeturas si las cosas se te presentarán bajo el mismo aspecto, con el mismo color?».

No se crea que esta práctica sea imposible; cada cual puede probarlo por experiencia propia, y echará de ver que le sirve admirablemente para dirigir el entendimiento y arreglar la conducta. No llega por común a tan alto grado la exaltación de nuestros afectos que nos prive completamente del uso de la razón; para semejantes casos no hay nada que prescribir, porque entonces hay la enajenación mental, sea duradera o momentánea. Lo que hacen ordinariamente las pasiones es ofuscar nuestro entendimiento, torcer el juicio, pero no cegar del todo aquél ni destituirnos de éste. Queda siempre en el fondo del alma una luz que se amortigua, mas no se apaga; y el que brille más o menos en las ocasiones críticas depende, en buena parte, del hábito de atender a ella, reflexionar sobre nuestra situación, de saber dudar de nuestra aptitud para pensar bien en el acto, de no tomar los chispazos de nuestro corazón por luz suficiente para guiarnos y de considerar que no son propios sino para deslumbrarnos.




§ VII

El amigo convertido en monstruo


Que las pasiones nos ciegan es una verdad tan trivial que nadie la desconoce. Lo que nos falta no es el principio abstracto y vago, sino una advertencia continuada de sus efectos, un conocimiento práctico, minucioso, de los trastornos que esta maligna influencia produce en nuestro entendimiento; lo que no se adquiere sin penoso trabajo, sin dilatado ejercicio. Los ejemplos aducidos más arriba manifiestan bastante la verdad cuya exposición me ocupa; no obstante, creo que no será inútil aclararla con algunos otros.

Tenemos un amigo cuyas bellas cualidades nos encantan, cuyo mérito nos apresuramos a encomiar siempre que la ocasión se nos brinda y de cuyo afecto hacia nosotros no podemos dudar. Niéganos un día un favor que le pedimos, no se interesa bastante por la persona que le recomendamos, recíbenos alguna vez con frialdad, nos responde con tono desabrido o nos da otro cualquier motivo de resentimiento. Desde aquel instante experimentamos un cambio notable en la opinión sobre nuestro amigo; tal vez una revolución completa. Ni su talento es tan claro, ni su voluntad tan recta, ni su índole tan suave, ni su corazón tan bueno, ni su trato tan dulce, ni su presencia tan afable, en todo hallamos que corregir, que enmendar; en todo nos habíamos equivocado; el lance que nos afecta ha descorrido el velo, nos ha sacado de la ilusión; y fortuna si el hombre modelo no se ha trocado de repente en un monstruo.

¿Es probable que fuera tanto nuestro engaño? No; lo es, sí, que nuestro afecto anterior no nos dejaba ver sus lunares y que nuestro actual resentimiento los exagera o los finge. Por ventura, ¿no creíamos posible que el amigo pudiese negarse a prestar un favor, o se portase mal en un negocio, o en un momento de mal humor se olvidase de su ordinaria afabilidad y cortesía? Ciertamente que esto no era imposible a nuestros ojos: si se nos hubiese preguntado sobre el particular hubiéramos respondido que era hombre y, por lo mismo, estaba sujeto a flaquezas, pero que esto nada rebajaba de sus excelentes prendas. Pues ahora, ¿por qué tanta exageración? El motivo está patente: nos sentimos heridos; y quien piensa, quien juzga, no es el entendimiento ilustrado con nuevos datos, sino el corazón, irritado, exasperado, quizá sediento de venganza.

¿Queremos apreciar lo que vale nuestro nuevo juicio? He aquí un medio muy sencillo. Imaginémonos que el lance desagradable no ha pasado con nosotros, sino con una persona que nos sea indiferente; aun cuando las circunstancias sean las mismas, aun cuando las relaciones entre el amigo ofensor y la persona ofendida sean tan afectuosas y estrechas como las que mediaban entre él y nosotros, ¿sacaremos del hecho las mismas consecuencias? Es seguro que no; conoceremos que ha obrado mal, se lo diremos quizá con libertad y entereza, habremos tal vez descubierto una mala cualidad de su índole que se nos había ocultado; pero no dejaremos por esto de reconocer las demás prendas que le adornan, no le juzgaremos indigno de nuestro aprecio, proseguiremos ligados con él con los mismos vínculos de amistad. Ya no será un hombre que nada tiene laudable, sino una persona que, dotada de mucho bueno, está sujeta a lo malo. Y estas variaciones de juicio sucederán aun suponiendo al amigo culpable en realidad, aun olvidado el ser muy fácil que nuestra pasión o interés nos hayan cegado lastimosamente, haciendo que no atendiésemos a los gravísimos y justos; motivos que le habrán impulsado a obrar de la manera que nosotros reprendemos, haciéndonos prescindir de antecedentes que conocíamos muy bien, de la conducta que nosotros hemos observado, y, en fin, trastornando de tal manera nuestro juicio, que un proceder muy justo y razonable nos haya parecido el colmo de la injusticia, de la perfidia, de la ingratitud. ¡Cuántas veces nos bastaría, para rectificar nuestro juicio, el mirar la cosa con ánimo sosegado, como negocio que no nos interesa!




§ VIII

Cavilosas variaciones de los juicios políticos


¿Están en el Poder nuestros amigos políticos o aquellos que más nos convienen, y dan algunas providencias contrarias a la ley? «Las circunstancias -decimos- pueden más que los hombres y las leyes; el gobierno no siempre puede ajustarse a estricta legalidad; a veces, lo más legal es lo más ilegítimo; y, además, así los individuos, como los pueblos, como los gobiernos, tienen un instinto de conservación que se sobrepone a todo, una necesidad a cuya presencia ceden todas las consideraciones y todos los derechos». La infracción de la ley, ¿se ha hecho con lisura, confesándola sin rodeos y excusándose con la necesidad? «Bien hecho -decimos-; la franqueza es una de las mejores prendas de todo gobierno; ¿de qué sirve engañar a los pueblos y empeñarse en gobernar con ficciones y mentiras?». ¿Se ha procurado no quebrantar la ley, pero se la ha aludido con una cavilación fútil, interpretándola en sentido abiertamente contrario a la mente del legislador? «La ocurrencia ha sido feliz -decimos-; al menos se muestra tan profundo respeto a la ley, que no se le desmiente ni en la última extremidad. La legalidad es cosa sagrada, contra la cual es preciso no atentar nunca; no hace poco el gobierno que, no pudiendo salvar el fondo, deja intactas las formas. Si algo hay de arbitrariedad, al menos no se presenta con la irritante férula del despotismo. Esto es preciso para la libertad de los pueblos».

Los hombres del poder, ¿son nuestros adversarios? El asunto es muy diferente. «La ilegalidad no era necesaria, y, además, aun cuando lo fuese, la ley es antes que todo. ¿Adónde vamos a parar si se concede a los gobiernos la facultad de quebrantarla cuando lo juzguen necesario? Esto equivale a autorizar el despotismo; ningún gobernante infringe las leyes sin decir que la infracción está justificada por necesidad urgente e indeclinable».

El gobierno, ¿ha confesado abiertamente la infracción de la ley? «Esto es intolerable -exclamamos-; esto es añadir a la infracción el insulto; siquiera se hubiese echado mano de algún ligero disfraz...; es el último extremo de la impudencia, es la ostentación de la arbitrariedad más repugnante. Está visto, en adelante no será menester andarse con rodeos; no hiciera más el autócrata de las Rusias».

El gobierno ¿ha procurado salvar las formas, guardando cierta apariencia de legalidad? «No hay peor despotismo -exclamamos- que el ejercido en nombre de la ley; la infracción no es menos negra por andar acompañada de pérfida hipocresía. Cuando un gobierno, en casos apurados, quebranta la ley y lo confiesa paladinamente, parece que con su confesión pide perdón al público y le da una garantía de que el exceso no será repetido; pero el cometer ilegalidades a la sombra de la misma ley es profanarla torpemente, es abusar de la buena fe de los pueblos, es abrir la puerta a todo linaje de desmanes. En no respetando la mente de la ley, todo se puede hacer con la ley en la mano; basta asirse de una palabra ambigua para contrariar abiertamente todas las miras del legislador».




§ IX

Peligro de la mucha sensibilidad. -Los grandes talentos. -Los poetas


Hay errores de tanto bulto, hay juicios que llevan tan manifiesto sello de la pasión, que no alucinan a quien no está cegado por ella. No está la principal dificultad en semejantes casos, sino en aquellos en que, por presentarse más disfrazados, no se conoce el motivo que habrá falseado el juicio. Desgraciadamente, los hombres de elevado talento adolecen muy a menudo del defecto que estamos censurando. Dotados por lo común de una sensibilidad exquisita, reciben impresiones muy vivas, que ejercen grande influencia sobre el curso de sus ideas y deciden de sus opiniones. Su entendimiento penetrante encuentra fácilmente razones en apoyo de lo que se propone defender, y sus palabras y escritos arrastran a los demás con ascendiente fascinador.

Esta será, sin duda, la causa de la volubilidad que se nota en hombres de genio reconocido; hoy ensalzan lo que mañana maldicen; es para ellos un dogma inconcuso lo que mañana es miserable preocupación. En una misma obra se contradicen, tal vez de una manera chocante, y os conducen a consecuencias que jamás hubierais sospechado fueran conciliables con sus principios. Os equivocaríais si siempre achacaseis a mala fe estas singulares anomalías; el autor habrá sostenido el sí y el no con profunda convicción, porque, sin que él lo advirtiese esta convicción sólo dimanaba de un sentimiento vivo, exaltado; cuando su entendimiento se explayaba con pensamientos admirables, por su belleza y brillantez, no era más que un esclavo del corazón, pero esclavo hábil, ingenioso, que correspondía a los caprichos de su dueño ofreciéndole exquisitas labores.

Los poetas, los verdaderos poetas, es decir, aquellos hombres a quienes ha otorgado el Criador elevada concepción, fantasía creadora y corazón de fuego, están más expuestos que los demás a dejarse llevar por las impresiones del momento. No les negaré la facultad de levantarse a las más altas regiones del pensamiento, ni diré que les sea imposible moderar el vuelo de su ingenio y adquirir el hábito de juzgar con acierto y tino; pero, a no dudarlo, habrán menester más caudal de reflexión y mayor fuerza de carácter que el común de los hombres.




§ X

El poeta y el monasterio


Un viajero poeta, atravesando una soledad, oye el tañido de una campana, que le distrae de las meditaciones en que estaba embelesado. En su alma no se albergaba la fe, pero no es inaccesible a las inspiraciones religiosas. Aquel sonido piadoso en el corazón del desierto cambia de repente la disposición de su espíritu y le lleva a saborearse en una melancolía grave y severa. Bien pronto descubre la silenciosa mansión donde buscan asilo, lejos del mundo, la inocencia y el arrepentimiento. Llega, apéase, llama, con una mezcla de respeto y de curiosidad; y al pisar los umbrales del monasterio se encuentra con un venerable anciano, de semblante sereno, de trato cortés y afable. El viajero es obsequiado con afectuosa cordialidad, es conducido a la iglesia, a los claustros, a la biblioteca, a todos los lugares donde hay algo que admirar o notar. El anciano monje no se aparta de su lado, sostiene la conversación con discernimiento y buen gusto, se muestra tolerante con las opiniones del recién venido, se presta a cuanto puede complacerle y no se separa de él sino cuando suena la hora del cumplimiento de sus deberes. El corazón del viajero está dulcemente conmovido; el silencio, interrumpido tan sólo por el canto de los salmos; la muchedumbre de objetos religiosos que inspiran recogimiento y piedad, unidos a las estimables cualidades y a la bondad y condescendencia del anciano cenobita, inspiran al corazón del viajero sentimientos de religión, de admiración y gratitud, que señorean vivamente su alma. Despidiéndose de su venerable huésped, se aleja meditabundo, llevándose aquellos gratos recuerdos que no olvidará en mucho tiempo. Si en semejante situación de espíritu le place a nuestro poeta intercalar en sus relaciones de viaje algunas reflexiones sobre los institutos religiosos, ¿qué os parece que dirá? Es bien claro. Para él la institución estará en aquel monasterio, y el monasterio estará personificado en el monje cuya memoria le embelesa. Contad, pues, con un elocuente trozo en favor de los institutos religiosos, un anatema contra los filósofos que los condenan, una imprecación contra los revolucionarios que los destruyen, un lágrima de dolor sobre las ruinas y las tumbas.

Pero ¡ay del monasterio y de todos los institutos monásticos si el viajero se hubiese encontrado con un huésped de mal talante, de conversación seca y desabrida, poco aficionado a bellezas literarias y artísticas y de humor nada bueno para acompañar curiosos! A los ojos del poeta, el monje desagradable habría sido la personificación del instituto, y en castigo del mal recibimiento hubiera sido condenado este género de vida, y acusado de abatir el espíritu, estrechar el corazón, apartar del trato de los hombres, formar modales ásperos y groseros y acarrear innumerables males sin producir ningún bien. Y, sin embargo, la realidad de las cosas habría permanecido la misma en uno y otro supuesto, mediando sólo la casualidad que depara al viajero acogida más o menos halagüeña.




§ XI

Necesidad de tener ideas fijas


Las reflexiones que preceden muestran la necesidad de tener ideas fijas y opiniones formadas sobre las principales materias; y cuando esto no sea dable, lo mucho que importa el abstenerse de improvisarlas, abandonándonos a inspiraciones repentinas. Se ha dicho que los grandes pensamientos nacen del corazón; y pudiera haberse añadido que del corazón nacen también los grandes errores. Si la experiencia no lo hiciese palpable, la razón bastaría a demostrarlo. El corazón no piensa ni juzga, no hace más que sentir; pero el sentimiento es un poderoso resorte que mueve el alma y despliega y multiplica sus facultades. Cuando el entendimiento va por el camino de la verdad y del bien, los sentimientos nobles y puros contribuyen a darle fuerza y brío; pero los sentimientos innobles o depravados pueden extraviar al entendimiento más recto. Hasta los sentimientos buenos, si se exaltan en demasía, son capaces de conducirnos a errores deplorables.




§ XII

Deberes de la oratoria, de la poesía y de las bellas artes


Nacen de aquí consideraciones muy graves sobre el buen uso de la oratoria y, en general, de todas las artes que o llegan al entendimiento por conducto del corazón o al menos se valen de él como de un auxiliar poderoso. La pintura, la escultura, la música, la poesía, la literatura en todas sus partes tienen deberes muy severos que se olvidan con demasiada frecuencia. La verdad y la virtud, he aquí los dos objetos a que se han de dirigir: la verdad para el entendimiento, la virtud para el corazón; he aquí lo que han de proporcionar al hombre por medio de las impresiones con que le embelesan. En desviándose de este blanco, en limitándose a la simple producción del placer, son estériles para el bien y fecundas para el mal.

El artista que sólo se propone halagar las pasiones, corrompiendo las costumbres, es un hombre que abusa de sus talentos y olvida la misión sublime que le ha encomendado el Criador al dotarle de facultades privilegiadas que le aseguran ascendiente sobre sus semejantes; el orador que sirviéndose de las galas de la dicción y de su habilidad para mover los afectos y hechizar la fantasía, procura hacer adoptar opiniones erradas, es un verdadero impostor, no menos culpable que quien emplea medios quizá más repugnantes, pero mucho menos peligrosos. No es lícito persuadir cuando no es lícito convencer; cuando la convicción es un engaño la persuasión es una perfidia. Esta doctrina es severa, pero indudable; los dictámenes de la razón no pueden menos de ser severos cuando se ajustan a las prescripciones de la ley eterna, que es severa también porque es justa e inmutable.

Inferiremos de lo dicho que los escritores u oradores dotados de grandes cualidades para interesar y seducir son una verdadera calamidad pública cuando las emplean en defensa del error. ¿Qué importa el brillo si sólo sirve a deslumbrar y perder? Las naciones modernas han olvidado estas verdades al resucitar entre ellas la elocuencia popular que tanto dañó a las antiguas repúblicas; en las asambleas deliberantes donde se ventilan los altos negocios del Estado, donde se falla sobre los grandes intereses de la sociedad, no debiera resonar otra voz que la de una razón clara, sesuda, austera. La verdad es la misma, la realidad de las cosas no se muda porque se haya excitado el entusiasmo de la asamblea y de los espectadores y se haya decidido una votación con los acentos de un orador fogoso. Es o no verdad lo que se sustenta, es o no útil lo que se propone: he aquí lo único a que se ha de atender; lo demás es extraviarse miserablemente, es olvidarse del fin de la deliberación, es jugar con los grandes intereses de la sociedad, es sacrificarlos al pueril prurito de ostentar dotes oratorias, a la mezquina vanidad de arrancar aplausos.

Ya se ha observado que todas las asambleas, y muy particularmente en el principio de las revoluciones, adolecen de espíritu de invasión y se distinguen por sus resoluciones desatinadas. La sesión comienza tal vez con felices auspicios, pero se retoma un sesgo peligroso; los ánimos se conmueven, la mente se ofusca, la exaltación sube de punto, llega a rayar en frenesí; y una reunión de hombres que por separado habrían sido razonable se convierten en una turba de insensatos y delirantes. La causa es obvia: la impresión, del momento es viva, prepondera sobre todo, lo señorea todo; con la simpatía natural al hombre se propaga como un fluido eléctrico, y corriendo adquiere velocidad y fuerza; lo que al principio era chispa es a pocos momentos una conflagración espantosa.

El tiempo, los desengaños y escarmientos amaestran algún tanto a las naciones, haciendo que se vaya embotando la sensibilidad y no sea tan peligrosa la fascinación oratoria; triste remedio para el mal la repetición de sus daños. Como quiera, ya que no es posible cambiar el corazón de los hombres, serán dignos de gloria y prez los oradores esclarecidos que emplean en defensa de la verdad y de la justicia las mismas armas que otros usan en pro del error y del crimen. Al lado del veneno la Providencia suele colocar el antídoto.




§ XIII

Ilusión causada por los pensamientos revestidos de imágenes


A más del peligro de errar que consigo trae la moción de los afectos hay otro, tal vez menos reparado y que, sin embargo, es de mucha trascendencia, cual es el de los pensamientos revestidos con una imagen brillante. Es indecible el efecto que este artificio produce; tal pensamiento, no más que superficial, pasa por profundo merced a su disfraz grave y filosófico; tal otro, que presentado desnudo fuera una vulgaridad, mostrándose con nobles atavíos oculta su origen plebeyo, y una proposición que enunciada con sequedad mostraría de bulto que es inexacta o falsa, o quizá un solemne despropósito, es contada entre las verdades que no consienten duda si anda cubierta con ingenioso velo.

He dicho que los daños en este punto son de mucha trascendencia, porque suelen adolecer de semejante defecto los autores profundos y sentenciosos; y como quiera que sus palabras se escuchan con tanto respeto y acatamiento cuanto es más fuerte el tono de convicción con que se expresan, resulta que el lector incauto recibe como axioma inconcuso o máxima de eterna verdad lo que a veces no es más que un sueño del pensador o un lazo tendido adrede a la buena fe de los poco avisados19.






ArribaAbajo

Capítulo XX

Filosofía de la Historia



§ I

En qué consiste la filosofía de la Historia. -Dificultad de adquirirla


No trato aquí de la Historia bajo el aspecto crítico, sino únicamente bajo el filosófico. Lo relativo a la simple investigación de los hechos está explicado en el Capítulo XI.

¿Cuál es el método más a propósito para comprender el espíritu de una época, formarse ideas claras y exactas sobre su carácter, penetrar las causas de los acontecimientos y señalar a cada cual sus propios resultados? Esto equivale a preguntar cuál es el método conveniente para adquirir la verdadera filosofía de la Historia.

¿Será con la elección de los buenos autores? ¿Pero cuáles son los buenos? ¿Quién nos asegura que no los ha guiado la pasión? ¿Quién sale fiador de su imparcialidad? ¿Cuántos son los que han escrito la Historia del modo que se necesita para enseñarnos la filosofía que le corresponde? Batallas, negociaciones, intrigas palaciegas, vidas y muertes de príncipes, cambios de dinastías, de formas políticas, a esto se reducen la mayor parte de las historias; nada que nos pinte al individuo con sus ideas, sus afectos, sus necesidades, sus gustos, sus caprichos, sus costumbres; nada que nos haga asistir a la vida íntima de las familias y de los pueblos; nada que en el estudio de la Historia nos haga comprender la marcha de la Humanidad. Siempre en la política, es decir, en la superficie; siempre en lo abultado y ruidoso, nunca en las entrañas de la sociedad, en la naturaleza de las cosas, en aquellos sucesos que, por recónditos y de poca apariencia, no dejan de ser de la mayor importancia.

En la actualidad se conoce ya este vacío y se trabaja por llenarle. No se escribe la Historia sin que se procure filosofar sobre ella. Esto, que en sí es bueno, tiene otro inconveniente, cual es que en lugar de la verdadera filosofía de la Historia se nos propina con frecuencia la filosofía del historiador. Más vale no filosofar que filosofar mal; si queriendo profundizar la Historia la trastorno, preferible sería que me atuviese al sistema de nombres y fechas.




§ II

Se indica un medio para adelantar en la filosofía de la Historia


Preciso es leer las historias, y, a falta de otras, debe uno atenerse a las que existen; sin embargo, yo me inclino a que este estudio no basta para aprender la filosofía de la Historia. Hay otro más a propósito y que, hecho con discernimiento, es de un efecto seguro: el estudio inmediato de los monumentos de la época. Digo inmediato, esto es, que conviene no atenerse a lo que nos dice de ellos el historiador, sino verlos con los propios ojos.

Pero este trabajo, se me dirá, es muy pesado, para muchoo imposible, difícil para todos. No niego la fuerza de esta observación, pero sostengo que en muchos casos el método que propongo ahorra tiempo y fatigas. La vista de un edificio, la lectura de un documento, un hecho, una palabra, al parecer insignificante y en que no ha reparado el historiador, nos dicen mucho más y más claro, y más verdadero y más exacto, que todas sus narraciones.

Un historiador se propone retratarme la sencillez de las costumbres patriarcales: recoge abundantes noticias sobre los tiempos más remotos y agota el caudal de su erudición, filosofía y elocuencia para hacerme comprender lo que eran aquellos tiempos y aquellos hombres y ofrecerme lo que se llama una descripción completa. A pesar de cuanto me dice, yo encuentro otro medio más sencillo, cual es el asistir a las escenas donde se me presenta en movimiento y vida lo que trato de conocer. Abro los escritores de aquellas épocas, que no son ni en tanto número ni tan voluminosos, y allí encuentro retratos fieles que enseñan y deleitan. La Biblia y Homero nada me dejan que desear.




§ III

Aplicación a la Historia del espíritu humano


La inteligencia humana tiene su historia, como la tienen los sucesos exteriores; historia tanto más preciosa cuanto nos retrata lo más íntimo del hombre y lo que ejerce sobre él poderosa influencia. Hállanse a cada paso descripciones de escuelas y del carácter y tendencia del pensamiento en esta o aquella época; es decir, que son muchos los historiadores del entendimiento; pero si se desea saber algo más que cuatro generalidades, siempre inexactas y a menudo totalmente falsas, es preciso aplicar la regla establecida: leer los autores de la época que se desea conocer. Y no se crea que es absolutamente necesario revolverlos todos, y que así este método se haga impracticable para el mayor número de los lectores, una sola página de un escritor nos pinta más al vivo su espíritu y su época que cuanto podrían decirnos los más minuciosos historiadores.




§ IV

Ejemplo sacado de las fisonomías que aclara lo dicho sobre el modo de adelantar en la filosofía de la Historia


Si el lector se contenta con lo que le dicen los otros, y no trata de examinarlo por sí mismo, logrará tal vez un conocimiento histórico, pero no intuitivo; sabrá lo que son los hombres y las cosas, pero no lo verá; dará razón de la cosa, pero no será capaz de pintarla. Una comparación aclarará mi pensamiento. Supongamos que se me habla de un sujeto importante que no puedo tratar ni ver, y, curioso yo de saber algo de su figura y modales, pregunto a los que le conocen personalmente. Me dirán, por ejemplo, que es de estatura más que mediana, de espaciosa y despejada frente, cabello negro y caído con cierto desorden, ojos grandes, mirada viva y penetrante, color pálido, facciones animadas y expresivas; que en sus labios asoma con frecuencia la sonrisa de la amabilidad, y que de vez en cuando anuncia algo de maligno; que su palabra es mesurada y grave, pero que con el calor de la conversación se hace rápida, incisiva y hasta fogosa, y así me irán ofreciendo un conjunto físico y moral para darme la idea más aproximada posible; si supongo que estas y otras noticias son exactas, que se me ha descrito con toda fidelidad el original, tengo una idea de lo que es la persona que llamaba mi curiosidad, y podré dar cuenta de ella a quien, como yo, estuviese deseoso de conocerla. Pero ¿es esto bastante para formar un concepto cabal de la misma, para que se me presente a la imaginación tal como es en sí? Ciertamente que no. ¿Queréis una prueba? Suponed que el que ha oído la relación es un retratista de mucho mérito: ¿será capaz de retratar a la persona descrita? Que lo intente, y, concluida la obra, preséntese de improviso el original; es bien seguro que no se le conocerá por la copia.

Todos habremos experimentado por nosotros mismos esta verdad: cien y cien veces habremos oído explicar la fisonomía de una persona; a nuestro modo, nos hemos formado en la imaginación una figura en la cual hemos procurado reunir las cualidades oídas; pues bien: cuando se presenta la persona encontramos tanta diferencia que nos es preciso retocar mucho el trabajo, si no destruirle totalmente. Y es que hay cosas de que es imposible formarse idea clara y exacta sin tenerlas delante, y las hay en gran número y sumamente delicadas, imperceptibles por separado y cuyo conjunto forma lo que llamamos la fisonomía. ¿Cómo explicaréis la diferencia de dos personas muy semejantes? No de otra manera que viéndolas; se parecen en todo, no sabríais decir en qué discrepan; pero hay alguna cosa que no las deja confundir: a la primera ojeada lo percibís, sin atinar lo que es.

He aquí todo mi pensamiento. En las obras críticas se nos ofrecen extensas y tal vez exactas descripciones del estado del entendimiento en tal o cuál época, y, a pesar de todo, no la conocemos aún; si se nos presentasen trozos de escritores de tiempos diferentes no acertaríamos a clasificarlos cual conviene, y nos fatigaríamos en recordar las cualidades de unos y de otros, pero esto no nos evitaría el caer en equivocaciones groseras, en disparatados anacronismos. Con mucho menos trabajo saliéramos airosos del empeño si hubiésemos leído los autores de que se trata, quizá no disertaríamos con tanto aparato de erudición y crítica, pero juzgaríamos con harto más acierto. «El giro del pensamiento -diríamos-, el estilo el lenguaje revelan un escritor de tal época; este trozo es apócrifo; aquí se descubre la mano de tal otro tiempo», y así andaríamos clasificando sin temor de equivocarnos, por más que no pudiésemos hacernos comprender bien de aquellos que, como nosotros, no conociesen de vista a aquellos personajes. Si entonces se nos dijera: «¿Y tal cualidad?, ¿cómo es que no se encuentra aquí?, ¿por qué otra se halla en mayor grado?, ¿por qué...?». «Imposible será -replicaríamos quizá nosotros- satisfacer todos los escrúpulos de usted; lo que puedo asegurar es que los personajes que figuran aquí los tengo bien conocidos y que no puedo equivocarme sobre los rasgos de su fisonomía, porque los he visto muchas veces20».






ArribaAbajo

Capítulo XXI

Religión



§ I

Insensato discurrir de los indiferentes en materia de religión


Impropio fuera de este lugar un tratado de religión, pero no lo serán algunas reflexiones para dirigir el pensamiento en esta importantísima materia. De ella resultará que los indiferentes o incrédulos son pésimos pensadores.

La vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que disfruta de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá por experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, mis invectivas, mis sátiras, mi indiferencia, mi orgullo insensato no destruyen la realidad de los hechos; si existe otro mundo donde se reservan premios al bueno y castigos al malo, no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, y, además, esta caprichosa negativa no mejorará el destino que, según las leyes eternas, me haya de caber. Cuando suene la última hora será preciso morir y encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio es exclusivamente mío, tan mío como si yo existiera solo en el mundo; nadie morirá por mí, nadie se pondrá en mi lugar en la otra vida privándome del bien o librándome del mal. Estas consideraciones me muestran con toda evidencia la alta importancia de la religión, la necesidad que tengo de saber lo qué hay de verdad en ella, y que si digo: «Sea lo que fuere de la religión, ni quiero pensar en ella», hablo como el más insensato de los hombres.

Un viajero encuentra en su camino un río caudaloso; le es preciso atravesarle, ignora si hay algún peligro en este o aquel vado, y está oyendo que muchos que se hallan como él a la orilla ponderan la profundidad del agua en determinados lugares y la imposibilidad de salvarse el temerario que a tantearlos se atreviese. El insensato dice: «¿Qué me importan a mí esas cuestiones?» y se arroja al río sin mirar por dónde. He aquí el indiferente en materias de religión.




§ II

El indiferente y el género humano


La humanidad entera se ha ocupado y se está ocupando de la religión; los legisladores la han mirado como el objeto de la más alta importancia; los sabios la han tomado por materia de sus más profundas meditaciones; los monumentos, los códigos, los escritos de las épocas que nos han precedido nos muestran de bulto este hecho que la experiencia cuida de confirmar; se ha discurrido y disputado inmensamente sobre la religión; las bibliotecas están atestadas de obras relativas a ella, y hasta en nuestros días la Prensa va dando otras a luz en número muy crecido; cuando, pues, viene el indiferente y dice: «Todo esto no merece la pena de ser examinado; yo juzgo sin oír: estos sabios son todos unos mentecatos; éstos legisladores, unos necios; la humanidad entera es una miserable ilusa; todos pierden lastimosamente el tiempo en cuestiones que nada importan», ¿no es digno de que esa humanidad, y esos sabios, y esos legisladores se levanten contra él, arrojen sobre su frente el borrón que él les ha echado y le digan a su vez: «¿Quién eres tú, que así nos insultas, que así desprecias los sentimientos más íntimos del corazón y todas las tradiciones de la humanidad; que así declaras frívolos lo que en toda la redondez de la tierra se reputa grave e importante? ¿Quién eres tú? ¿Has descubierto, por ventura, el secreto de no morir? Miserable montón de polvo, ¿olvidas que bien pronto te dispersará el viento? Débil criatura, ¿cuentas acaso con medios para cambiar tu destino en esa región que desconoces? La dicha o la desdicha, ¿son para ti indiferentes? Si existe ese juez, de quien no quieres ocuparte, ¿esperas que se dará por satisfecho si al llamarte a juicio le respondes: «¿Y a mi qué me importaban vuestros mandatos ni vuestra misma existencia?». Antes de desatar tu lengua con tan insensatos discursos date una mirada a ti mismo, piensa, en esa débil organización que el más leve accidente, es capaz de trastornar, y que brevísimo tiempo ha de bastar a consumir, y entonces siéntate sobre una tumba, recógete y medita».




§ III

Tránsito del indiferentismo al examen. -Existencia de Dios


Curado el buen pensador de achaque del indiferentismo, convencido profundamente de que la religión es el asunto de más elevada importancia, debiera pasar más adelante y discurrir de esta manera: «¿Es probable que todas las religiones no sean más que un cúmulo de errores y que la doctrina que las rechaza a todas sea verdadera?».

Lo primero que las religiones establecen o suponen es la existencia de Dios. ¿Existe Dios? ¿Existe algún Hacedor del Universo? Levanta los ojos al firmamento, tiéndelos por la faz de la tierra, mira lo que tú mismo eres, y viendo por todas partes grandor y orden di, si te atreves: «El acaso es quien ha hecho el mundo; el acaso me ha hecho a mí; el edificio es admirable, pero no hay arquitecto; el mecanismo es asombroso, pero no hay artífice; el orden existe sin ordenador, sin sabiduría para concebir el plan, sin poder para ejecutarle». Este raciocinio, que tratándose de los más insignificantes artefactos sería despreciable y hasta contrario al sentido común, ¿se podrá aplicar al universo? Lo que es insensato con respecto a lo pequeño, ¿será cuerdo con relación a lo grande?




§ IV

No es posible que todas las religiones sean verdaderas


Son muchas y muy varias las religiones que dominan en los diferentes puntos de la tierra; ¿sería posible que todas fuesen verdaderas? El sí y el no, con respecto a una misma cosa, no puede ser verdadero a un mismo tiempo. Los judíos dicen que el Mesías no ha venido; los cristianos, que sí; los musulmanes respetan a Mahoma como insigne profeta; los cristianos le miran como solemne impostor; los católicos sostienen que la Iglesia es infalible en puntos de dogma y de moral; los protestantes lo niegan; la verdad no puede estar por ambas partes, unos u otros se engañan. Luego es un absurdo el decir que todas las religiones son verdaderas.

Además, toda religión se dice bajada del cielo; la que lo sea será la verdadera, las restantes no serán otra cosa que ilusión o impostura.




§ V

Es imposible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios


¿Es posible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios y que se dé igualmente por satisfecho con todo linaje de cultos? No. A la verdad infinita no puede serle acepto el error, a la bondad infinita no puede serle grato el mal; luego, al afirmar que todas las religiones son igualmente buenas, que con todos los cultos el hombre llena bien sus deberes para con Dios, es blasfemar de la verdad y bondad del Criador.




§ VI

Es imposible que todas las religiones sean una invención humana


¿No sería lícito pensar que no hay ninguna religión verdadera, que todas son inventadas por el hombre? No. ¿Quién fue el inventor? El origen de las religiones se pierde en la noche de los tiempos: allí donde hay hombres, allí hay sacerdote, altar y culto. ¿Quién será ese inventor, cuyo nombre se habría olvidado, y cuya invención se habría difundido por toda la tierra, comunicándose a todas las generaciones? Si la invención tuvo lugar entre pueblos cultos, ¿cómo se logró que la adoptasen los bárbaros y hasta los salvajes? Si nació entre bárbaros, ¿cómo no la rechazaron las naciones cultas? Diréis que fue una necesidad social y que su origen está en la misma cuna de la sociedad. Pero entonces se puede preguntar: ¿Quién conoció esta necesidad, quién discurrió los medios de satisfacerla, quién excogitó un sistema tan a propósito para enfrenar y regir a los hombres? Y una vez hecho el descubrimiento, ¿quién tuvo en su mano todos los entendimientos y todos los corazones para comunicarles esas ideas y sentimientos que han hecho de la religión una verdadera necesidad y, por decirlo así, una segunda naturaleza?

Vemos a cada paso que los descubrimientos más útiles, más provechosos, más necesarios permanecen limitados a esta o aquella nación, sin extenderse a las otras durante mucho tiempo y no propagándose sino con suma lentitud a las más inmediatas o relacionadas; ¿cómo es que no haya sucedido lo mismo en lo tocante a la religión? ¿Cómo es que en la invención maravillosa hayan tenido conocimiento todos los pueblos de la tierra, sea cual fuere su país, lengua, costumbres, barbarie o civilización, grosería o cultura?

Aquí no hay medio: o la religión procede de una revelación primitiva o de una inspiración de la naturaleza; en uno y otro caso, hallamos su origen divino; si hay revelación, Dios ha hablado al hombre; si no la hay, Dios ha escrito la religión en el fondo de nuestra alma. Es indudable que la religión no puede ser invención humana, y que, a pesar de lo desfigurada y adulterada que la vemos en diferentes tiempos y países, se descubre en el fondo del corazón humano un sentimiento descendido de lo alto; al través de las monstruosidades que nos presenta la Historia columbramos la huella de una revelación primitiva.




§ VII

La revelación es posible


¿Es posible que Dios haya revelado algunas cosas al hombre? Sí. Él, que nos ha dado la palabra, no estará privado de ella; si nosotros poseemos un medio de comunicarnos recíprocamente nuestros pensamientos y afectos, Dios, todopoderoso e infinitamente sabio, no carecerá seguramente de medios para transmitirnos lo que fuere de su agrado. Ha criado la inteligencia, ¿y no podría ilustrarla?




§ VIII

Solución de una dificultad contra la revelación


Pero Dios, objetará el incrédulo, es demasiado grande para humillarse a conversar con su criatura; mas entonces también deberíamos decir que Dios es demasiado grande para haberse ocupado en criarnos. Criándonos nos sacó de la nada; revelándonos alguna verdad perfecciona su obra; ¿y cuándo se ha visto que un artífice desmereciese por mejorar su artefacto? Todos los conocimientos que tenemos nos vienen de Dios, porque Él es quien os ha dado la facultad de conocer, y Él es quien o ha grabado en nuestro entendimiento las ideas o ha hecho que pudiéramos adquirirlas por medios que todavía se nos ocultan. Si Dios nos ha comunicado un cierto orden de ideas, sin que nada haya perdido de su grandor, es un absurdo el decir que se rebajaría si nos transmitiese otros conocimientos por conducto distinto del de la naturaleza. Luego la revelación es posible, luego quien dudare de esta posibilidad ha de dudar al mismo tiempo de la omnipotencia, hasta de la existencia de Dios.




§ IX

Consecuencia de los párrafos anteriores


Importa muchísimo el encontrar la verdad en materias de religión (§§ I y II); todas las religiones no pueden ser verdaderas (§ IV); si hubiese una revelada por Dios, aquélla sería la verdadera (§ V); la religión no ha podido ser invención humana (§ VI); la revelación es posible (§ VII); lo que falta, pues, averiguar es si esta revelación existe y dónde se halla.




§ X

Existencia de la revelación


¿Existe la revelación? Por el pronto salta a los ojos un hecho que da motivo a pensar que sí. Todos los pueblos de la tierra hablan de una revelación, y la humanidad no se concierta para tramar una impostura. Esto prueba una tradición primitiva, cuya noticia ha pasado de padres a hijos, y que, si bien ofuscada y adulterada, no ha podido borrarse de la memoria de los hombres.

Se objetará que la imaginación ha convertido en voces el ruido del viento y en apariciones misteriosas los fenómenos de la Naturaleza, y así el débil mortal se ha creído rodeado de seres desconocidos que le dirigían la palabra, y le descubrían los arcanos de otros mundos. No puede negarse que la objeción es especiosa; sin embargo, no será difícil manifestar que es del todo insubsistente y fútil.

Es cierto que cuando el hombre tiene idea de la existencia de seres desconocidos, y está convencido de que éstos se ponen en relación con él, fácilmente se inclina a imaginar que ha oído acentos fatídicos y se han ofrecido a sus ojos espectros venidos del otro mundo. Mas no sucede ni puede suceder así en no abrigando el hombre semejante convicción, y mucho menos si ni aun llega a tener noticia de que existen dichos seres, pues entonces no es dable conjeturar de dónde procedería una ilusión tan extravagante. Si bien se observa, todas las creaciones de nuestra fantasía, hasta las más incoherentes y monstruosas, se forman de un conjunto de imágenes de objetos que otras veces hemos visto y que a la sazón reunimos del modo que place a nuestro capricho o nos sugiere nuestra cabeza enfermiza. Los castillos encantados de los libros de caballería, con sus damas enanos, salones, subterráneos, hechizos y todas sus locuras, son un informe agregado de partes muy reales que la imaginación del escritor componía a su manera, sacando al fin un todo que sólo cambia en los sueños de un delirante. Lo propio sucede en lo demás; la razón y la experiencia están acordes en atestiguarnos este fenómeno ideológico. Si suponemos, pues, que no se tiene idea alguna de otra vida distinta de la presente, ni de otro mundo que el que está a nuestra vista, ni de otros vivientes que los que moran con nosotros en la tierra, el hombre fingirá gigantes, fieras monstruosas y otras extravagancias por este estilo, mas no seres invisibles, no revelaciones de un cielo que no conoce, no dioses que le ilustren y dirijan. Ese mundo nuevo, ideal, puramente fantástico, no le ocurrirá siquiera, porque semejante ocurrencia no tendrá, por decirlo así, punto de partida, carecerá de antecedentes que puedan motivarla. Y aun suponiendo que este orden de ideas se hubiese ofrecido a algún individuo, ¿cómo era posible que de ello participase la humanidad entera? ¿Cuándo se habrá visto semejante contagio intelectual y moral?

Sea lo que fuere del valor de estas reflexiones, pasemos a los hechos; dejemos lo que haya podido ser y examinemos lo que ha sido.




§ XI

Pruebas históricas de la existencia de la revelación


Existe una sociedad que pretende ser la única depositaria e intérprete de las revelaciones con que Dios se ha dignado favorecer al linaje humano; esta pretensión debe llamar la atención del filósofo que se proponga investigar la verdad.

¿Qué sociedad es ésa? ¿Ha nacido de poco tiempo a esta parte? Cuenta dieciocho siglos de duración, y estos siglos no los mira sino como un periodo de su existencia, pues subiendo más arriba va explicando su no interrumpida genealogía y se remonta hasta el principio del mundo. Que lleva dieciocho siglos de duración, que su historia se enlaza con la de un pueblo cuyo origen se pierde en la antigüedad más remota es tan cierto como que han existido las repúblicas de Grecia y Roma.

¿Qué títulos presenta en apoyo de su doctrina? En primer lugar, está en posesión de un libro que es, sin disputa, el más antiguo que se conoce, y que además encierra la moral más pura, un sistema de legislación admirable y contiene una narración de prodigios. Hasta ahora nadie ha puesto en duda el mérito, eminente, de este libro, siendo esto tanto más de extrañar cuanto una gran parte de él nos ha venido de manos de un pueblo cuya cultura no alcanzó ni con mucho a la de otros pueblos de la antigüedad.

¿Ofrece la dicha sociedad algunos otros títulos que justifiquen sus pretensiones? A más de los muchos, a cuál más graves e imponentes, he aquí uno que por sí solo basta. Ella dice que se hizo la transición de la sociedad vieja a la nueva del modo que estaba pronosticado en el libro misterioso; que llegada la plenitud de los tiempos apareció sobre la tierra un Hombre-Dios, quien fue a la vez el cumplimiento de la ley antigua y el autor de la nueva; que todo lo antiguo era una sombra y figura, que este Hombre-Dios fue la realidad; que Él fundó la sociedad que apellidamos Iglesia católica, le prometió su asistencia hasta la consumación de los siglos, selló su doctrina con su sangre, resucitó al tercer día de su crucifixión y muerte, subió a los cielos, envió al Espíritu Santo, y que al fin del mundo ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

¿Es verdad que en este Hombre se cumpliesen las antiguas profecías? Es innegable; leyendo algunas de ellas parece que uno está leyendo la historia evangélica.

¿Dio algunas pruebas de la divinidad de su misión? Hizo milagros en abundancia, y cuanto él profetizó o se ha cumplido exactamente o se va cumpliendo con puntualidad asombrosa.

¿Cuál fue su vida? Sin tacha en su conducta, sin límite para hacer el bien. Desprecio las riquezas y el poder mundano, arrostró con serenidad las privaciones, los insultos, los tormentos y, por fin, una muerte afrentosa.

¿Cuál es su doctrina? Sublime cual no cupiera jamás en mente humana; tan pura en su moral, que le han hecho justicia sus más violentos enemigos.

¿Qué cambio social produjo este Hombre? Recordad lo que era el mundo romano y ved lo que es el mundo actual; mirad lo que son los pueblos donde no ha penetrado el cristianismo y lo que son aquellos que han estado siglos bajo su enseñanza y la conservan todavía, aunque algunos alterada y desfigurada.

¿De qué medios dispuso? No tenía donde reclinar su cabeza. Envió a doce hombres salidos de la ínfima clase del pueblo; se esparcieron por los cuatro ángulos de la tierra, y la tierra los oyó y creyó.

Esta religión, ¿ha pasado por el crisol de la desgracia? ¿No ha sufrido contrariedad de ninguna clase? Ahí está la sangre de infinitos mártires, ahí los escritos de numerosos filósofos que la han examinado, ahí los muchos monumentos que atestiguan las tremendas luchas que ha sostenido con los príncipes, con los sabios, con las pasiones, con los intereses, con las preocupaciones, con todos cuantos elementos de resistencia pueden combinarse sobre la tierra.

¿Dé qué medios se valieron los propagadores del cristianismo? De la predicación y del ejemplo, confirmados por los milagros. Estos milagros la crítica más escrupulosa no puede rechazarlos, que si los rechaza poco importa, pues entonces confiesa el mayor de los milagros, que es la conversión del mundo sin milagros.

El cristianismo ha contado entre sus hijos a los hombres más esclarecidos por su virtud y sabiduría; ningún pueblo antiguo ni moderno se ha elevado, a tan alto grado de civilización y cultura como los que le han profesado; sobre ninguna religión se ha disputado ni escrito tanto como sobre la cristiana; las bibliotecas están llenas de obras maestras de crítica y filosofía debidas a hombres que sometieron humildemente su entendimiento en obsequio de la fe; luego esa religión está a cubierto de los ataques que se pueden dirigir contra las que han nacido y prosperado entre pueblos groseros e ignorantes. Ella tiene, pues, todos los caracteres de verdadera, de divina.




§ XII

Los protestantes y la Iglesia católica


En los últimos siglos los cristianos se han dividido: unos han permanecido adictos a la Iglesia católica, otros han conservado del cristianismo lo que les ha parecido bien, y a consecuencia del principio fundamental que han asentado y que entrega la fe a discreción de cada creyente se han fraccionado en innumerables sectas.

¿Dónde estará la verdad? Los fundadores de las nuevas sectas son de ayer; la Iglesia católica señala la sucesión de sus pastores, que sube hasta Jesucristo; ellos han enseñado diferentes doctrinas, y una misma secta las ha variado repetidas veces; la Iglesia católica ha conservado intacta la fe que le transmitieron los apóstoles; la novedad y la variedad se hallan, pues, en presencia de la antigüedad y de la unidad; el fallo no puede ser dudoso.

Además, los católicos sostienen que fuera de la Iglesia no hay salvación; los protestantes afirman que los católicos también pueden salvarse, y así ellos mismos reconocen que entre nosotros nada se cree ni practica que pueda acarrearnos la condenación eterna. Ellos, en favor de su salvación, no tienen sino un voto; nosotros, en pro de la nuestra, tenemos el suyo y el nuestro; aun cuando juzgáramos solamente por motivos de prudencia humana, ésta nos aconseja que no abandonásemos la fe de nuestros padres.

En esta breve reseña se contiene el hilo del discurso de un católico, que, conforme a lo que dice San Pedro, quiera estar preparado para dar cuenta de su fe, y manifestar que, ateniéndose a la católica, no se desvía de las reglas de bien pensar. Ahora añadiré algunas observaciones que sirvan a prevenir peligros en que zozobra con harta frecuencia la fe de los incautos.




§ XIII

Errado método de algunos impugnadores de la religión


En el examen de las materias religiosas siguen muchos un camino errado. Toman por objeto de sus investigaciones un dogma, y las dificultades que contra él levantan las creen suficientes para destruir la verdad de la religión o, al menos, para ponerla en duda. Eso es proceder de un modo que atestigua cuán poco se ha meditado sobre el estado de la cuestión.

En efecto; no se trata de saber si los dogmas están al alcance de nuestra inteligencia, ni si damos completa solución a todas las dificultades que contra este o aquel puedan objetarse; la religión misma es la primera en decirnos que estos dogmas no podemos comprenderlos con la sola luz de la razón; que mientras estamos en esta vida es necesario que nos resignemos a ver los secretos de Dios al través de sombras y enigmas, y por esto nos exige la fe. El decir, pues, «yo no quiero creer porque no comprendo» es enunciar una contradicción; si lo comprendieses todo, claro es que no se te hablaría de fe. El argumento contra la religión fundándose en la incomprensibilidad de sus dogmas es hacerle un cargo de una verdad que ella misma reconoce, que acepta, y sobre la cual, en cierto modo, hace estribar su edificio. Lo que se ha de examinar es si ella ofrece garantías de veracidad y de que no se engaña en lo que propone; asentado el principio de su infalibilidad, todo lo demás se allana por sí mismo, pero si éste nos falta es imposible dar un paso adelante. Cuando un viajero de cuya inteligencia y veracidad no podemos dudar nos refiere cosas que no comprendemos, ¿por ventura le negaremos nuestra fe? No, ciertamente. Luego, una vez asegurados de que la Iglesia no nos engaña, poco importa que su enseñanza sea superior a nuestra inteligencia.

Ninguna verdad podría subsistir si bastasen a hacernos dudar de ella algunas dificultades que no alcanzásemos a desvanecer. De esto se seguiría que un hombre de talento esparciría la incertidumbre sobre todas las materias cuando se encontrase con otros que no le igualasen en capacidad, porque es bien sabido que en mediando esta indiferencia no le es dado al inferior deshacerse de los lazos con que le enreda el que le aventaja.

En las ciencias, en las artes, en los negocios comunes de la vida hallamos a cada paso dificultades que nos hacen incomprensible una cosa de cuya existencia no nos es permitido dudar. Sucede a veces que la cosa no comprendida nos parece rayar en lo imposible; mas si por otra parte sabemos que existe, nos guardamos de declararla tal, y, conservando la convicción de su existencia, recordamos el poco alcance de nuestro entendimiento. Nada más común que oír: «No comprendo lo que ha contado fulano, me parece imposible; pero, en fin, es hombre veraz y que sabe lo que dice; si otro lo refiriera no lo creería, pero ahora no pongo duda en que la cosa es tal como él la afirma».




§ XIV

La más alta filosofía, acorde con la fe


Imagínanse algunos que se acreditan de altos pensadores cuando no quieren creer lo que no comprenden, y éstos justifican el famoso dicho de Bacon: «Poca filosofía aparta de la religión; mucha filosofía conduce a ella». Y a la verdad, si se hubiesen internado en las profundidades de las ciencias, conocieran que un denso velo encubre a nuestros ojos la mayor parte de los objetos, que sabemos poquísimo de los secretos de la Naturaleza, que hasta de las cosas en apariencia más fáciles de comprender se nos ocultan por lo común los principios constitutivos, su esencia; conocieran que ignoramos lo que es este universo que nos asombra, que ignoramos lo que es nuestro cuerpo, que ignoramos lo que es nuestro espíritu, que nosotros somos un arcano a nuestros propios ojos, y que hasta ahora todos los esfuerzos de la ciencia han sido impotentes para explicar los fenómenos que constituyen nuestra vida, que nos hacen sentir nuestra existencia; conocieran que el más precioso fruto que se recoge en las regiones filosóficas más elevadas es una profunda convicción de nuestra debilidad e ignorancia. Entonces infirieran que esa sobriedad en el saber recomendada por la religión cristiana, esa prudente desconfianza de las fuerzas de nuestro entendimiento están de acuerdo, con las lecciones de la más alta filosofía, y que así el Catecismo nos hace llegar desde nuestra infancia al punto más culminante que señalara a la ciencia la sabiduría humana.




§ XV

Quien abandona la religión católica no sabe dónde refugiarse


Hemos seguido el camino que puede conducir a la religión católica; echemos una ojeada sobre el que se presenta si nos apartamos de ella. Al abandonar la fe de la Iglesia, ¿dónde nos refugiamos? Si en el protestantismo, ¿en cuál de sus sectas? ¿Qué motivos de preferencia nos ofrece la una sobre la otra? Discernirlo será imposible, abrazar a ciegas una cualquiera nos lo será todavía más, y, por otra parte, esto equivaldría a no profesar ninguna. Si en el filosofismo, ¿qué es el filosofisino incrédulo? Es una negación de todo, las tinieblas, la desesperación. ¿Andaremos en busca de otras religiones? Ciertamente que ni el islamismo ni la idolatría no nos contarán entre sus adeptos.

Abandonar, pues, la religión católica será abjurarlas todas, será tomar el partido de vivir sin ninguna; dejar que corran los años, que nuestra vida se acerque a su término fatal, sin guía para lo presente, sin luz para el porvenir; será taparse los ojos, bajar la cabeza y arrojarse a un abismo sin fondo.

La religión católica nos ofrece cuantas garantías de verdad podemos desear. Ella, además, nos impone una ley suave, pero recta, justa, benéfica; cumpliéndola nos asemejamos a los ángeles, nos acercamos a la belleza ideal que para la Humanidad puede excogitar la más elevada poesía. Ella nos consuela en nuestros infortunios y cierra nuestros ojos en paz; se nos presenta tanto más verdadera y cierta cuanto más nos aproximamos al sepulcro. ¡Ah, la bondadosa Providencia habrá colocado al borde de la tumba aquellas santas inspiraciones, como heraldos que nos avisaran de que íbamos a pisar los umbrales de la eternidad!...21.






ArribaAbajo

Capítulo XXII

El entendimiento práctico



§ I

Una clasificación de acciones


Los actos prácticos del entendimiento son los que nos dirigen para obrar; lo que envuelve dos cuestiones: cuál es el fin que nos proponemos, y cuál es el mejor medio para alcanzarle.

Nuestras acciones pueden ejercerse o sobre los objetos de la Naturaleza sometidos a la ley de necesidad, y aquí se comprenden todas las artes, o sobre lo que cae bajo el libre albedrío, y esto comprende el arreglo de nuestra conducta con respecto a nosotros mismos y a los demás, abarcando la moral, la urbanidad, la administración doméstica y la política.

Lo dicho hasta aquí sobre el modo de pensar en todas materias me ahorra el trabajo de extenderme sobre estos puntos, porque quien se haya penetrado de las reglas y observaciones precedentes no ignora cómo debe proponerse un fin ni cómo ha de encontrar los medios más adaptados para alcanzarle. No obstante, creo que no será inútil añadir algunas reflexiones que, sin salir de los límites fijados por el género de esta obra, suministren luz para guiarse cada cual en sus diferentes operaciones.




§ II

Dificultad de proponerse el debido fin


No hablo aquí del fin último; éste es la felicidad en la otra vida y a él nos conduce la religión. Trato únicamente de los secundarios, como alcanzar la conveniente posición en la sociedad, llevar a buen término un negocio, salir airosamente de una situación difícil, granjearse la amistad de una persona, guardarse de los tiros de un adversario, deshacer una intriga que nos amenaza, construir un artefacto que acredite, plantear un sistema de política, de hacienda o administración, derribar alguna institución que se crea dañosa, y otras cosas semejantes.

A primera vista, parece que siempre que el hombre obra debe tener presente el fin que se propone, y no como quiera, sino de un modo bien claro, determinado, fijo. Sin embargo, la observación enseña que no ces así; y que son muchos, muchísimos, aun entre los activos y enérgicos, los que andan poco menos que al acaso.

Sucede mil veces que atribuimos a los hombres más plan del que han tenido. En viéndolos ocupar posición muy elevada, sea por reputación, sea por las funciones que ejercen, nos inclinamos naturalmente a suponerles en todo un objeto fijo, con premeditación detenida, con vasta combinación en los designios, con larga previsión de los obstáculos, con sagaz conocimiento de la verdadera naturaleza del fin y de sus relaciones con los medios que a él conduzcan. ¡Oh, y cuánto engaño! El hombre en todas las condiciones sociales, en todas las circunstancias de la vida, es siempre hombre, es decir, una cosa muy pequeña. Poco conocedor de sí mismo, sin formarse por lo común ideas bastante claras ni de la cualidad ni del alcance de sus fuerzas, creyéndose a veces más poderoso, a veces más débil de lo que es en realidad, encuéntrase con mucha frecuencia dudoso, perplejo, sin saber ni adónde va ni adónde ha de ir. Además, para él es a menudo un misterio qué es lo que le conviene; por manera que las dudas sobre sus fuerzas se aumentan con las dudas sobre su interés propio.




§ III

Examen del proverbio «Cada cual es hijo de sus obras»


No es verdad lo que suele decirse de que el interés particular sea una guía segura y que con respecto a él raras veces el hombre se equivoque. En esto, como en todo lo demás, andamos inciertos, y en prueba de ello tenemos la triste experiencia de que tantas y tantas veces nos labramos nuestro infortunio.

Lo que sí no admite duda es que, así por lo tocante a la dicha como a la desgracia, se verifica el proverbio de que «El hombre es hijo de sus obras». En el mundo físico como en el moral, la casualidad no significa nada. Es cierto que en la instabilidad de las cosas humanas ocurren con frecuencia sucesos imprevistos que desbaratan los planes mejor concertados, que no dejan recoger el fruto de atinadas combinaciones y pesadas fatigas, y que, por el contrario, favorecen a otros que, atendido lo que habían puesto de su parte, estaban lejos de merecerlo; pero tampoco cabe duda en que esto no es tan común como vulgarmente se dice y se cree. El trato de la sociedad, acompañado de la conveniente observación, rectifica muchos juicios que se habían formado ligeramente sobre las causal de la buena o mala fortuna que cabe a diferentes personas.

¿Cuál es el desgraciado que lo sea por su culpa, si nos atenemos a lo que nos dice él? Ninguno o casi ninguno. Y, no obstante, si nos es dable conocer a fondo su índole, su carácter, sus costumbres, su modo de ver las cosas, su sistema en el manejo de los negocios, su trato, su conversación, sus modales, sus relaciones de amistad o de familia, raro será que no descubramos muchas de las causas, si no todas, de las que contribuyeron a hacerle infeliz.

Las equivocaciones sobre esta materia, suelen nacer de que se fija la atención en un solo suceso que ha decidido la suerte de la persona, sin reflexionar que aquel suceso o estaba ya preparado por muchos otros o que sólo ha podido tener tan funesta influencia a causa de la situación particular en que se hallaba la persona por sus errores, defectos o faltas.

La suerte próspera o adversa rarísima vez depende de una causa sola; complícanse por lo común varias, y de orden muy diverso; pero como no es fácil seguir el hilo de los acontecimientos al través de semejante complicación, se señala como causa principal, o única, lo que quizá no es otra cosa que un suceso determinante o una simple ocasión.




§ IV

El aborrecido


¿Veis a ese hombre a quien miran con desvio o indiferencia sus antiguos amigos, a quien profesan odio sus abogados y que no encuentra en la sociedad quien se interese por él? Si oís la explicación en que él señale las causas, éstas no son otras que la injusticia de los hombres, la envidia que no puede sufrir el resplandor del mérito ajeno, el egoísmo universal que no consiente el menor sacrificio ni aun a los que más obligación tenían de hacerle, por parentesco, por amistad, por gratitud; en una palabra, el infeliz es una víctima contra quien se ha conjurado el humano linaje, obstinado en no reconocer el alto mérito, las virtudes, la bella índole del infortunado. ¿Qué habrá de verdad en la relación? Quizá no será difícil descubrirlo en la misma apología; quiza no sea difícil notar la vanidad insufrible, el carácter áspero, la petulancia, la maledicencia, que le habrán atraído el odio de los unos, el desvío de los otros, y que habrán acabado por dejarle en el aislamiento de que injustamente se lamenta.




§ V

El arruinado


¿Habéis oído a ese otro cuya fortuna han arruinado la excesiva bondad propia, o la infidelidad de un amigo, o una desgracia imprevista, echándole a perder combinaciones sumamente acertadas, proyectos llenos de previsión y sagacidad? Pues si alcanzáis a procuraros noticias sobre su conducta, no será extraño que descubráis las verdaderas causas, por cierto muy distantes de lo que él se imagina.

En efecto; podrá suceder muy bien que haya mediado la infidelidad de un amigo, que haya ocurrido la desgracia imprevista; podrá ser mucha verdad que su corazón sea excesivamente bueno; es decir, que será muy posible que en su relación no haya mentido; pero no será extraño que en esa misma relación se os presenten de bulto las causas de su desgracia; que en su concepción, tan superficial como rápida, en su juicio, extremadamente ligero, en su discurrir especioso y sofístico, en su prurito de proyectar a la aventura, en la excesiva confianza de sí mismo, en el menosprecio de las observaciones ajenas, en la precipitación y osadía de su proceder, halléis más que suficiente causa para haberse arruinado, sin la bondad de su corazón, sin la infidelidad del amigo, sin la desgracia imprevista. Esta desgracia, lejos de ser puramente casual, habrá dependido quizá de un orden de causas que estaban obrando hace largo tiempo, y la infidelidad del amigo no hubiera sido difícil preverla y evitar sus tristes consecuencias si el interesado hubiese procedido con más tiento en depositar su confianza y en observar el uso que se hacia de ella.




§ VI

El instruido quebrado y el ignorante rico


¿Cómo es posible que ese hombre tan despejado, tan penetrante, tan instruido, no haya podido mejorar su fortuna, o haya perdido la que tenía, cuando ese otro tan encogido, tan torpe, tan rudo, ha hecho inconcebibles progresos en la suya? ¿No debe esto atribuirse a la casualidad, a fatalidades, a mala estrella? Así se habla muchas veces, sin reflexionar que se confunden lastimosamente las ideas, y se quieren enlazar con íntima dependencia causas y efectos que no tienen ninguna relación.

Es verdad que el uno es despejado y el otro encogido, que el uno parece penetrante y el otro torpe, que el uno es instruido y el otro rudo; pero ¿de qué sirven ni ese despejo, ni esa aparente penetración, ni esa instrucción para el efecto de que se trata? Es cierto que si se ofrece figurar en sociedad, el primero se presentará con más garbo y soltura que el segundo; que si es necesario sostener una conversación aquél brillará mucho más que éste; que su palabra será más fácil, sus ideas más variadas, sus observaciones más picantes, sus réplicas más prontas y agudas; que el y rico en cuestión no entenderá quizá una palabra del mérito de tal o cual novela, de tal o cual drama; que conocerá poco la Historia y se quedará estupefacto al oír al comerciante quebrado explicarse como un portento de erudición y de saber; de cierto que no sabrá tanto de política, ni de administración, ni de hacienda; que no poseerá tantos idiomas; pero ¿se trataba, por ventura, de nada de eso cuando se ofrecía dar buena dirección a los negocios? No, ciertamente. Cuando, pues, se pondera el mérito del uno y se manifiesta extrañeza porque la suerte no le ha sido favorable se pasa de un orden a otro muy diferente, se quiere que ciertos efectos procedan de causas con las que nada tienen que ver.

Observad atentamente a estos dos hombres tan desiguales en su fortuna; reflexionad sobre las cualidades de ambos; ved, sobre todo, si podéis hacer la experiencia en vista de un negocio que incumba a los dos, y no os será difícil inferir que así la prosperidad del uno como la ruina del otro nacen de causas sumamente naturales.

El uno, habla, escribe, proyecta, calcula, da mil vueltas a los objetos; todo lo prueba, a todo contesta; se hace cargo de mil ventajas, inconvenientes, esperanzas, peligros; en una palabra, agota la materia; nada deja en ella ni que decir ni que pensar. ¿Y qué hace el otro? ¿Es capaz de sostener la disputa con su adversario? No. ¿Deshace todos los cálculos que el primero acaba de amontonar? No. ¿Satisface a todas las dificultades con que su dictamen se ve combatido por el contrincante? No. En pro de su opinión, ¿aduce tanta copia de razones como su adversario? No. Para lograr el objeto, ¿presenta proyectos tan varios e ingeniosos? No. ¿Qué hace, pues, el malaventurado ignorante, combatido, hostigado, acosado por su temible antagonista?

-¿Qué me contesta usted a esto? -dice el hombre de los proyectos y del saber.

-Nada; pero ¿qué sé yo?...

-Mas ¿no le parecen a usted concluyentes mis razones?

-No del todo.

-Veamos: ¿tiene usted algo que oponer a este cálculo? Es cuestión de números; aquí no hay más.

-Ya se ve; lo que es en el papel, sale bien; la dificultad que yo tengo es que en la práctica suceda lo mismo. Cuenta usted con muchas partidas de que no estoy bien seguro; ¡estoy tan escarmentado!...

-¿Pero duda usted de los datos que se nos han proporcionado? ¿Qué interés habrá habido en engañarnos? Si hay pérdida, no seremos sólo nosotros, y participarán de ella los que nos suministran las noticias. Son personas entendidas, honradas, versadas en negocios, y además tienen interés en ello. ¿Qué más se quiere? ¿Qué motivo hay de duda?

-Yo no dudo de nada; yo creo lo que usted dice de esos señores; pero, ¿qué quiere usted?, el negocio no me gusta. Además, ¡hay tantas eventualidades que usted no lleva en cuenta!

-Pero ¿qué eventualidades, señor? Si nos atenemos a un simple puede ser nada llevaremos adelante; todos los negocios tienen sus riesgos; pero repito que aquí no alcanzo a ver ninguno con visos de probabilidad.

-Usted lo entiende más que yo -dice el rudo, encogiéndose de hombros; y luego, meneando cuerdamente la cabeza, añade-: No, señor; repito que el negocio no me gusta; yo, por mi parte, no entro en él; usted se empeña en que ha de ser provechosa la especulación, enhorabuena; allá veremos. Yo no aventuro mis fondos.

La victoria en la discusión queda, sin duda, por el proyectista; pero ¿quién acierta? La experiencia lo dirá. El rico, al parecer tan torpe, tiene la mirada menos vivaz que su antagonista; pero, en cambio, ve más claro, más hondo, de un modo más seguro, más perspicaz, más certero. No puede, es verdad, oponer datos a datos, reflexiones a reflexiones, cálculos a cálculos; pero el discernimiento, el tacto que le caracteriza, desenvueltos por la observación y por la experiencia, le están diciendo con toda certeza que muchos datos son imaginarios, que el cálculo es inexacto, que no se llevan en cuenta muchas eventualidades desgraciadas, no sólo posibles, sino muy probables; su ojeada perspicaz ha descubierto indicios de mala fe en algunos que intervienen en el negocio; su memoria, bien provista de noticias sobre el comportamiento en otros asuntos anteriores, le guía para apreciar en su justo valor la inteligencia y la probidad, que tanto le ponderaba el proyectista.

¿Qué le importa el no ver tanto, si ve mejor, con más claridad, distinción y exactitud? ¿Qué le importa el carecer de esa facilidad de pensar y hablar, muy a propósito para lucirse, pero muy estéril en buen resultado, como inconducente para el objeto de que se trata?




§ VII

Observaciones. -La cavilación y el buen sentido


La vivacidad no es la penetración; la abundancia de ideas no siempre lleva consigo la claridad y exactitud del pensamiento; la prontitud del juicio suele ser sospechosa de error; una larga serie de raciocinios demasiado ingeniosos suele adolecer de sofismas que rompen el hilo de la ilación y extravían al que se fía en ellos.

No siempre es fácil tarea el señalar a punto fijo esos defectos; mayormente, cuando el que los padece es un hablador fecundo y brillante que desenvuelve sus ideas en un raudal de hermosas palabras. La razón humana es de suyo tan cavilosa, poseen ciertos hombres cualidades tan a propósito para deslumbrar, para presentar los objetos desde el punto de vista que les conviene o los preocupa, que no es raro ver a la experiencia, al buen juicio, al tino, no poder contestar a una nube de argumentos especiosos otra cosa que: «Esto no irá bien; estos raciocinios no son concluyentes; aquí hay ilusión; el tiempo lo manifestará».

Y es que hay cosas que más bien se sienten que no se conocen; las hay que se ven, pero no se prueban; porque hay relaciones delicadas, hay minuciosidades casi imperceptibles que no es posible demostrar con el discurso a quien no las descubre a la primera ojeada; hay puntos de vista sumamente fugaces, que en vano se buscan por quien no ha sabido colocarse en ellos en el momento oportuno.




§ VIII

Delicadeza de ciertos fenómenos intelectuales en sus relaciones con la práctica


En el ejercicio de la inteligencia y demás facultades del hombre hay muchos fenómenos que no se expresan con ninguna palabra, con ninguna frase, con ningún discurso; para comprender al que los experimenta es necesario experimentarlos también, y, a veces, es tan perdido el tiempo que se emplea para darse a entender como si un hombre con vista quisiese, a fuerza de explicación, dar idea de los colores a un ciego de nacimiento.

Esta delicadeza de fenómenos abunda en todos los actos de nuestra inteligencia, pero se nota de una manera particular en lo que tiene relación con la práctica. Entonces no puede abandonarse el espíritu a vanas abstracciones, no pueden formarse sistemas fantásticos, puramente convencionales; preciso es que tome las cosas no como él las imagina o desea, sino como son; de lo contrario, cuando haga el tránsito de la idea a los objetos se encontrará en desacuerdo con la realidad y verá desconcertados todos sus planes.

Añádase a esto que en tratándose de la práctica, sobre todo en las relaciones de unos hombres con otros, no influye sólo el entendimiento, sino que se desenvuelven simultáneamente las demás facultades. No hay tan sólo la comunicación de entendimiento con entendimiento, sino de corazón, con corazón; a más de la influencia recíproca de las ideas hay también la de los sentimientos.




§ IX

Los despropósitos


El que está más ventajosamente dotado en las facultades del alma, si se encuentra con otros que o carezcan de alguna de ellas o las posean en grado inferior, se halla en el mismo caso que quien tiene completos los sentidos con respecto al que está privado de alguno.

Si se recuerdan estas observaciones se ahorrarán mucho tiempo y trabajo, y aun disgustos en el trato de los hombres. Risa causa a veces el observar cómo forcejean inútilmente ciertas personas por apartar a otras de un juicio errado o hacerles comprender alguna verdad, óyese quizá en la conversación un solemne desatino, dicho con la mayor serenidad, y buena fe del mundo. Está presente una persona de buen sentido y se escandaliza, y replica, y aguza su discurso, y esfuerza mil argumentos para que el desatinado comprenda su sinrazón, y éste, a pesar de todo, no se convence y permanece tan satisfecho, tan contento; las reflexiones de su adversario no hacen mella en su ánimo impasible. Y esto ¿por qué? ¿Le faltan noticias? No, lo que falta en aquel punto es sentido común. Su disposición natural, o sus hábitos, le han formado así, y el que se empeña en convencerle debiera reflexionar que quien ha sido capaz de verter un desatino tan completo no es capaz de comprender la fuerza de la impugnación.




§ X

Entendimientos torcidos


Hay ciertos entendimientos que parecen naturalmente defectuosos, pues tienen la desgracia de verlo todo desde el punto de vista falso o inexacto o extravagante. En tal caso, no hay locura ni monomanía; la razón no puede decirse trastornada, y el buen sentido no considera a dichos hombres como faltos de juicio. Suelen distinguirse por su insufrible locuacidad, efecto de la rapidez de percepción y de la facilidad de hilvanar raciocinios. Apenas juzgan de nada con acierto; y si alguna vez entran en el buem camino, bien pronto se apartan de él arrastrados por sus propios discursos. Sucede con frecuencia ver en sus razonamientos una hermosa perspectiva, que ellos toman por un verdadero y sólido edificio; el secreto está en que han dado por incontestable un hecho incierto, o dudoso, o inexacto, o enteramente falso, o han asentado como principio de eterna verdad una proposición gratuita, o tomado por realidad una hipótesis, y así han levantado un castillo, que no tiene otro defecto que estar en el aire. Impetuosos, precipitados, no haciendo caso de las reflexiones de cuantos los oyen, sin más guía que su torcida razón, llevados por su prurito de discurrir y hablar, arrastrados, por decirlo así, en la turbia corriente de sus propias ideas y palabras, se olvidan completamente del punto de partida, no advirtiendo que todo cuanto edifican es puramente fantástico, por carecer de cimiento.




§ XI

Inhabilidad de dichos hombres para los negocios


No hay peores hombres para los negocios; desgraciado el asunto en que ellos ponen la mano, y desgraciados muchas veces ellos mismos si en sus cosas se hallan abandonados a su propia y exclusiva dirección. Las principales dotes de un buen entendimiento práctico son la madurez del juicio, el buen sentido, el tacto, y estas cualidades les faltan a ellos. Cuando se trata de llegar a la realidad es preciso no fijarse sólo en las ideas, sino pensar en los objetos; y esos hombres se olvidan casi siempre de los objetos y sólo se ocupan de sus ideas. En la práctica es necesario pensar, no en lo que las cosas debieran o pudieran ser, sino en lo que son; y ellos suelen pararse menos en lo que son que en lo que pudieran o debieran ser.

Cuando un hombre de entendimiento claro y de juicio recto se encuentra tratando un asunto con uno que adolezca de los defectos que acabo de describir, se halla en la mayor perplejidad. Lo que aquél ve claro, éste le encuentra obscuro; lo que el primero consideraba fuera de duda, el segundo lo mira como muy disputable. El juicioso plantea la cuestión de un modo que le parece muy natural y sencillo; el caviloso la mira de una manera diferente; diríase que son dos hombres de los cuales el uno padece una especie de estrabismo intelectual, que desconcierta y confunde al que ve y mira bien.




§ XII

Este defecto intelectual suele nacer de una causa moral


Reflexionando sobre la causa de semejantes aberraciones no es difícil advertir que el origen está más bien en el corazón que en la cabeza. Estos hombres suelen ser extremadamente vanos; un amor propio mal entendido les inspira el deseo de singularizarse en todo, y al fin llegan a contraer un hábito de apartarse de lo que piensan y dicen los demás; esto es, de ponerse en contradicción con el sentido común.

La prueba de que entregados con naturalidad a su propio entendimiento no verían tan erradamente los objetos, y de que el caer en ridículas aberraciones procede más bien de un deseo de singularizarse convertido en hábito, está en que suelen distinguirse por un espíritu de constante oposición. Si el defecto estuviese en la cabeza no habría ninguna razón para que en casi todas las cuestiones ellos sostuvieran el no cuando los demás sostienen el , y ellos estuviesen por el cuando los otros están por el no, siendo de notar que a veces hay un medio seguro para llevarlos a la verdad, y es el sostener el error.

Convengo en que a menudo ellos no advierten lo mismo que hacen; que no tienen una conciencia bien clara de esa inspiración de la vanidad que los dirige y sojuzga; pero la funesta inspiración no deja de existir, ni deja de ser remediable si hay quien se lo avise; mayormente si la edad, la posición social y las lisonjas no han llevado el mal hasta el último extremo. Y no es raro que se presenten ocasiones favorables para amonestar con algún fruto; porque esos hombres, con su imprudencia, suelen atraer sobre sí amargos disgustos, cuando no desgracias; y entonces, abatidos por la adversidad y enseñados por experiencia dolorosa, suelen tener lúcidos intervalos, de que puede aprovecharse un amigo sincero para hacerles oír los consejos de una razón juiciosa.

Por lo demás, cuando una realidad cruel no ha venido todavía a desengañarles, cuando en sus accesos de sinrazón se entregan sin medida a la vanidad de sus proyectos, no suele haber otro medio para resistirles que callar, y con los brazos cruzados y meneando la cabeza, sufrir con estoica impasibilidad la impetuosa avenida de sus proposiciones aventuradas, de sus raciocinios incoherentes, de sus planes descabellados.

Y por cierto que esa impasibilidad no deja de producir de vez en cuando saludables efectos, porque el deseo de disputar cesa cuando no hay quien replique; no cabe oposición cuando nadie sostiene nada; no hay defensa cuando nadie ataca. Así, no es raro ver a esos hombres volver en sí a poco rato de abrumar con su locuacidad a quien no les contesta; y, amonestados por la elocuencia del silencio, excusarse de su molesta petulancia. Son almas inquietas y ardientes, que viven de contradecir y que, a su vez, necesitan contradicción; cuando no la hay, cesa la pugna; y si se empeñan en comprenderla, bien pronto se fastidian cuando notan que, lejos de habérselas con un enemigo resuelto a pelear, se ceban en quien se ha entregado como víctima en las aras de una verbosidad importuna.




§ XIII

La humildad cristiana en sus relaciones con los negocios mundanos


La humildad cristiana, esa virtud que nos hace conocer el límite de nuestras fuerzas, que nos revela nuestros propios defectos, que no nos permite exagerar nuestro mérito ni ensalzarnos sobre los demás, que no nos consiente despreciar a nadie, que nos inclina a aprovecharnos del consejo y ejemplo de todos, aun de los inferiores; que nos hace mirar como frivolidades indignas de un espíritu serio el andar en busca de aplausos, el saborearse en el humo de la lisonja; que no nos deja creer jamás que hemos llegado a la cumbre de la perfección en ningún sentido ni cegarnos hasta el punto de no ver lo mucho que nos queda por adelantar y la ventaja que nos llevan otros; esa virtud, que, bien entendida, es la verdad, pero la verdad aplicada al conocimiento de lo que somos, de nuestras, relaciones con Dios y con los hombres, la verdad guiando nuestra conducta para que no nos extravíen las exageraciones del amor propio, esa virtud, repito, es de suma utilidad en todo cuanto concierne a la práctica, aun en las cosas puramente mundanas.

Sí; la humildad cristiana, en cambio de algunos sacrificios, produce grandes ventajas hasta en los asuntos más distantes de la devoción. El soberbio compra muy caro su satisfacción propia, y no advierte que la víctima que inmola a ese ídolo que ha levantado en su corazón son a veces sus intereses más caros, es la misma gloria en pos de la cual tan desalado corre.




§ XIV

Daños acarreados por la vanidad y la soberbia


¡Cuántas reputaciones se ajan, cuando no se destruyen, por la miserable vanidad! ¡Cómo se disipa la ilusión que inspirara un gran nombre si al acercársele os encontráis con una persona que sólo habla de sí misma! ¡Cuántos hombres, por otra parte recomendabilísimos, se deslustran y hasta se hacen objeto de burla por un tono de superioridad que choca e irrita o atrae los envenenados dardos de la sátira! ¡Cuántos se empeñan en negocios funestos, dan pasos desastrosos, se desacreditan o se pierden sólo por haberse entregado a su propio pensamiento de una manera exclusiva, sin dar ninguna importancia a los consejos, a las reflexiones o indicaciones de los que veían más claro, pero que tenían la desgracia de ser mirados de arriba abajo, a una distancia inmensa, por ese dios mentido que, habitando allá en el fantástico empíreo fabricado por su vanidad, no se dignaba descender a la ínfima región donde mora el vulgo de los modestos mortales!

¿Y para qué necesitaba él de consultar a nadie? La elevación de su entendimiento, la seguridad y acierto de su juicio, la fuerza de su penetración, el alcance de su previsión, la sagacidad de sus combinaciones, ¿no son ya cosas proverbiales? El buen resultado de todos los negocios en que ha intervenido, a quién se debe sino a él? Si se han superado gravísimas dificultades, ¿quién las ha superado sino él? Si todo lo han echado a perder sus compañeros, ¿qúién lo ha evitado sino él? ¿Qué pensamiento se ha concebido de alguna importancia que no le haya concebido él? ¿Qué ocurrencia habrán tenido los otros que con mucha anticipación no la hubiese tenido él? ¿De qué hubiera servido cuanto hayan excogitado los demás si no lo hubiese rectificado, enmendado, ilustrado, agrandado, dirigido él?

Contempladle; su frente altiva parece amenazar al cielo; su mirada imperiosa exige sumisión y acatamiento; en sus labios asoma el desdén hacia cuanto le rodea, en toda su fisonomía veréis que rebosa la complacencia en sí propio; la afectación de sus gestos y modales os presenta un hombre lleno de sí mismo, que procede con excesiva compostura como si temiese derramarse. Toma la palabra, resignaos a callar. ¿Replicáis? No escucha vuestras réplicas y sigue su camino. ¿Insistís otra vez? El mismo desdén, acompañado de una mirada que exige atención e impone silencio. Está fatigado de hablar, y descansa; entretanto, aprovecháis la ocasión de exponer lo que intentabais hace largo rato; ¡vanos esfuerzos!; el semidiós no se digna prestaros atención, os interrumpe cuando se le antoja, dirigiendo a otros la palabra, si es que no estaba absorto en sus profundas meditaciones, arqueando las cejas y preparándose a desplegar nuevamente sus labios con la majestuosa solemnidad de un oráculo.

¿Cómo podía menos de cometer grandes yerros un hombre tan fatuo? Y de esa clase hay muchos, por más que no siempre llegue la fatuidad a una exageración tan repugnante. Desgraciado el que desde sus primeros años no se acostumbra a rechazar la lisonja, a dar a los elogios que se le tributan el debido valor; que no se concentra repetidas veces para preguntarse si el orgullo le ciega, si la vanidad le hace ridículo, si la excesiva confianza en su propio dictamen le extravía y le pierde. En llegando a la edad de los negocios, cuando ocupa ya en la sociedad una posición independiente, cuando ha adquirido cierta reputación merecida o inmerecida, cuando se ve rodeado de consideración, cuando ya tiene inferiores, las lisonjas se multiplican y agrandan, los amigos son menes francos y menos sinceros, y el hombre abandonado a la vanidad que dejó desarrollarse en su corazón sigue cada día con más ceguedad el peligroso sendero, hundiéndose más y más en ese ensimismamiento, en ese goce de sí mismo, en que el amor propio se exagera hasta un punto lamentable, degenerando, por decirlo así, en egolatría.




§ XV

El orgullo


La exageración del amor propio, la soberbia, no siempre se presenta con un mismo carácter. En los hombres de temple fuerte y de entendimiento, sagaz es orgullo; en los flojos y poco avisados es vanidad. Ambos tienen un mismo objeto, pero emplean medios diferentes. El orgullo sin vanidad tiene la hipocresía de la virtud; el vanidoso tiene la franqueza de su debilidad. Lisonjead al orgulloso y rechazará la lisonja, temeroso de dañar a su reputación haciéndose ridículo; de él se ha dicho, con mucha verdad, que es demasiado orgulloso para ser vano. En el fondo de su corazón siente viva complacencia en la alabanza; pero sabe muy bien que este es un incienso honroso mientras el ídolo no manifiesta deleitarse en el perfume; por esto no os pondrá jamás el incensario en la mano, ni consentirá que le hagáis undular demasiado cerca. Es un dios a quien agrada un templo magnífico y un culto esplendoroso, pero manteniéndose el ídolo escondido en la misteriosa obscuridad del santuario.

Esto probablemente es más culpable a los ojos de Dios, pero no atrae con tanta frecuencia: el ridículo de los hombres. Con tanta frecuencia digo, porque difícilmente se alberga en el corazón el orgullo, sin que, a pesar de todas las precauciones, degenere en vanidad. Aquella violencia no puede ser duradera; la ficción no es para continuada por mucho tiempo. Saborearse en la alabanza y mostrar desdén hacia ella, proponerse por objeto principal el placer de la gloria y aparentar que no se piensa en ella es demasiado fingir para que, al través de los más tupidos velos, no se descubra la verdad. El orgulloso a quien he descrito más arriba no podía llamarse propiamente vano, y, no obstante, su conducta inspiraba algo peor que la vanidad misma; sobre la indignación provocaba también la burla.




§ XVI

La vanidad


El simplemente vano no irrita; excita a compasión, presta pábulo a la sátira. El infeliz no desprecia a los demás hombres; los respeta, quizá los admira y teme. Pero padece una verdadera sed de alabanza, y no como quiera, sino que necesita oírla él mismo, asegurarse de que, en efecto, se le alaba; complacerse en ella con delectación morosa y corresponder a las buenas almas que le favorecen, expresando con una inocente sonrisita su íntimo goce, su dicha, su gratitud.

¿Ha hecho alguna cosa buena? ¡Ah! Habladle de ella, por piedad, no le hagáis padecer. ¿No veis que se muere por dirigir la conversación hacia sus glorias? ¡Cruel!, que os desentendéis de sus indicaciones, que con vuestra distracción, con vuestra dureza, le obligaréis a aclararlas más y más, hasta convertirlas en súplicas.

En efecto; ¿ha gustado lo que él ha dicho, o escrito, o hecho? ¡Qué felicidad!; y es necesario que se advierta que fue sin preparación, que todo se debió a la fecundidad de su vena, a una de sus felices ocurrencias. ¿No habéis notado cuántas bellezas, cuántos golpes afortunados? Por piedad, no apartéis la vista de tantas maravillas, no introduzcáis en la conversación especies inconducentes; dejadle gozar de su beatitud.

Nada de la altivez satánica del orgulloso; nada de hipocresía; un inexplicable candor se retrata en su semblante; su fisonomía se dilata agradablemente; su mirada es afable, es dulce; sus modales, atentos; su conducta, complaciente; el desgraciado está en actitud de suplicante; teme que una imprudencia le arrebate su dicha suprema. No es duro, no es insultante, no es ni siquiera exclusivo; no se opone a que otros sean alabados: sólo quiere participar.

¡Con qué ingenua complacencia refiere sus trabajos y aventuras! En pudiendo hablar de sí mismo, su palabra es inextinguible. A sus alucinados ojos, su vida es poco menos que una epopeya. Los hechos más insignificantes se convierten en episodios de sumo interés; las vulgaridades, en golpes de ingenio; los desenlaces, más naturales, en resultado de combinaciones estupendas. Todo converge hacia él; la misma historia de su país no es más que un gran drama, cuyo héroe es él; todo es insípido si no lleva su nombre.




§ XVII

La influencia del orgullo es peor para los negocios que la de la vanidad


Este defecto, aunque más ridículo que el orgullo, no tiene, sin embargo, tantos inconvenientes para la práctica. Como es una complacencia en la alabanza más bien que un sentimiento fuerte de superioridad, no ejerce sobre el entendimiento un influjo tan maléfico. Estos hombres son, por lo común, de un carácter flojo, como lo manifiesta la misma debilidad con que se dejan arrastrar por su inclinación. Así es que no suelen desechar, como los orgullosos, el consejo ajeno, y aun muchas, veces se adelantan a pedirle. No son tan altivos que no quieran recibir nada de nadie, y además se reservan el derecho de explotar después el negocio para formar su pomito de olor de vanagloria en que se puedan deleitar. ¿Es poco, por ventura, si el asunto sale bien, el gusto de referir todo lo que pensó el que le condujo, y la sagacidad con que conoció las dificultades, y el tino con que procedió para vencerlas, y la prudencia con que tomó consejo de personas entendidas, y lo mucho que el aconsejado ilustró el juicio del consejero? No deja de haber en esto una mina abundante, que a su debido tiempo será explotada cual conviene.




§ XVIII

Cotejo entre el orgullo y la vanidad


El orgullo tiene más malicia, la vanidad más flaqueza; el orgullo irrita, la vanidad inspira compasión; el orgullo concentra, la vanidad disipa; el orgullo sugiere quizá grandes crímenes, la vanidad ridículas miserias; el orgullo está acompañado de un fuerte sentimiento de superioridad e independencia, la vanidad se aviene con la desconfianza de sí mismo, hasta con la humillación; el orgullo tiende los resortes del alma, la vanidad los afloja; el orgullo es violento, la vanidad es blanda; el orgullo quiere la gloria, pero con cierta dignidad, con cierto predominio, con altivez, sin degradarse; la vanidad la quiere también, pero con lánguida pasión, con abandono, con molicie; podría llamarse la afeminación del orgullo. Así, la vanidad es más propia de las mujeres, el orgullo de los hombres, y, por la misma razón, la infancia tiene más vanidad que orgullo, y éste no suele desarrollarse sino en la edad adulta.

Si bien es verdad que en teoría estos dos vicios se distinguen por las cualidades expresadas, no siempre se encuentran en la práctica con señales tan características. Lo más común es hallarse mezclados en el corazón humano, teniendo cada cual no sólo sus épocas, sino sus días, sus horas, sus momentos. No hay una línea divisoria que separe perfectamente los dos colores; hay una gradación de matices, hay irregularidad en los rasgos, hay ondas, aguas, que sólo descubre quien está acostumbrado a desenvolver y contemplar los complicados y delicados pliegues del humano corazón. Y aun si bien se mira, el orgullo y la vanidad son una misma cosa con distintas formas; es un mismo fondo que ofrece diversos cambiantes, según el modo con que le da la luz. Este fondo es la exageración del amor propio, el culto de sí mismo. El ídolo está cubierto con tupido velo o se presenta a los adoradores con faz atractiva y risueña; mas por esto no varía; es el hombre que se ha levantado a sí propio un altar en su corazón y se tributa incienso y desea que se lo tributen los demás.




§ XIX

Cuán general es dicha pasión


Puede asegurarse, sin temor a errar, que esta es la pasión más general, aparte las almas privilegiadas, sumergidas en la purísima llama de un amor celeste. La soberbia ciega al ignorante como al sabio, al pobre como al rico, al débil como al poderoso, al desventurado como al infeliz, a la infancia como a la vejez; domina al libertino, no perdona al austero; campea en el gran mundo y penetra en el retiro de los claustros; rebosa en el semblante de la altiva señora que reina en los salones por la nobleza de su linaje, por sus talentos y hermosura, pero se trasluce también en la tímida palabra de la humilde religiosa que, salida de familia obscura, se ha encerrado en el monasterio, desconocida de los hombres, sin más porvenir en la tierra que una sepultura ignorada.

Encuéntranse personas exentas de liviandad, de codicia, de envidia, de odio, de espíritu de venganza; pero libre de esa exageración del amor propio que, según es su forma, se llama orgullo o vanidad, no se halla casi nadie, bien podría decirse que nadie. El sabio se complace en la narración de los prodigios de su saber, el ignorante se saborea en sus necedades, el valiente cuenta sus hazañas, el galán sus aventuras; el avariento ensalza sus talentos económicos, el pródigo su generosidad; el ligero pondera su viveza, el tardío su aplomo; el libertino se envanece por sus desórdenes y el austero se deleita en que su semblante muestre a los hombres la mortificación y el ayuno.

Este es, sin duda, el defecto más general; esta es la pasión más insaciable cuando se le da rienda suelta, la más insidiosa, más sagaz para sobreponerse cuando se la intenta sujetar. Si se la domina un tanto a fuerza de elevación de ideas, de seriedad de espíritu y firmeza de carácter, bien pronto trabaja por explotar sus nobles cualidades, dirigiendo el ánimo hacia la contemplación de ellas; y si se la resiste con el arma verdaderamente poderosa y única eficaz, que es la humildad cristiana, a esta misma procura envanecerla, poniéndole asechanzas para hacerla perecer. Es un reptil que si le arrojamos de nuestro pecho se arrastra y enrosca a nuestros pies, y cuando pisamos un extremo de su flexible cuerpo, se vuelve y nos hiere con emponzoñada picadura.




§ XX

Necesidad de una lucha continua


Siendo ésta una de las miserias de la flaca humanidad, preciso es resignarse a luchar con ella toda la vida; pero es necesario tener siempre fija la vista sobre el mal, limitarle al menor círculo posible; y ya que no sea dado a nuestra debilidad remediarlo del todo, al menos no dejarle que progrese, evitar que cause los estragos que acostumbra. El hombre que en este punto sabe dominarse a sí mismo tiene mucho adelantado para conducirse bien; posee una cualidad rara que luego producirá sus buenos resultados, perfeccionando y madurando el juicio, haciendo adelantar en el conocimiento de las cosas y de los hombres y adquiriendo esa misma alabanza que tanto más se merece cuanto menos se busca.

Removido el óbice, es más fádil entrar en el buen camino; y libre la vista de esa tiniebla que la ofusca, no es tan peligroso extraviarse.




§ XXI

No es sólo la soberbia lo que nos induce a error al proponernos un fin


Para proponerse acertadamente un fin es necesario prender perfectamente la posición del que le ha de alcanzar. Y aquí repetiré lo que llevo indicado más arriba, y es que son muchos los hombres que marchan a la ventura, ya sea no fijándose en un fin bien determinado, ya no calculando la relación que éste tiene con los medios de que se puede disponer. En la vida privada como en la pública es tarea harto difícil el comprender bien la posición propia; el hombre se forma mil ilusiones, que le hacen equivocar sobre el alcance de sus fuerzas y la oportunidad de desplegarlas. Sucede con mucha frecuencia que la vanidad las exagera; pero como el corazón humano es un abismo de contradicciones, tampoco, es raro el ver que la pusilanimidad las disminuye más de lo justo. Los hombres levantan con demasiada facilidad encumbradas torres de Babel, con la insensata esperanza de que la cima podrá tocar al cielo; pero también les acontece desistir, pusilánimes, hasta de la construcción de una modesta vivienda. Verdaderos niños que ora creen poder tocar el cielo con la mano en subiendo a una colina, ora toman por estrellas que brillan a inmensa distancia, en lo más elevado del firmamento, bajas y pasajeras exhalaciones de la atmósfera sublunar. Quizá se atreven a más de lo que pueden; pero, a veces, no pueden porque no se atreven.

¿Cuál será en estos casos el verdadero criterio? Pregunta a que es difícil contestar y sobre la cual sólo caben reflexiones muy vagas. El primer obstáculo que se encuentra es que el hombre se conoce poco a sí mismo, y entonces, ¿cómo sabrá lo que puede y lo que no puede? Se dirá que con la experiencia, es cierto; pero el mal está en que esa experiencia es larga y que a veces da su fruto cuando la vida toca a su término.

No digo que ese criterio sea imposible, muy al contrario; en varias partes de esta misma obra indico los medios para adquirirle. Señalo la dificultad, pero no afirmo la imposibilidad: la dificultad debe inspirarnos diligencia, mas no producirnos abatimiento.




§ XXII

Desarrollo de fuerzas latentes


Hay en el espíritu humano muchas fuerzas que permanecen en estado de latentes hasta que la ocasión las despierta y aviva; el que las posee no lo sospecha siquiera; quizá baja al sepulcro sin haber tenido conciencia de aquel precioso tesoro, sin que un rayo de luz reflejara en aquel diamante que hubiera podido embellecer la más esplendente diadema.

¡Cuántas veces una escena, una lectura, una palabra, una indicación remueve el fondo del alma y hace brotar de ella inspiraciones misteriosas! Fría, endurecida, inerte ahora, y un momento después surge de ella un raudal de fuego que nadie sospechara oculto en sus entrañas. ¿Qué ha sucedido? Se ha removido un pequeño obstáculo que impedía la comunicación con el aire libre, se ha presentado a la masa eléctrica un punto atrayente y el fluido se ha comunicado y dilatado con la celeridad del pensamiento.

El espíritu se desenvuelve con el trato, con la lectura, con los viajes, con la presencia de grandes espectáculos, no tanto por lo que recibe de fuera como por lo que descubre dentro de sí. ¿Qué le importa el haber olvidado lo visto u oído o leído si se mantiene viva la facultad que el afortunado encuentro le revelara? El fuego prendió, arde sin extinguirse, poco importa que se haya perdido la tea.

Las facultades intelectuales y morales se excitan también como las pasiones. A veces un corazón inexperto duerme tranquilamente el sueño de la inocencia; sus pensamientos son puros como los de un ángel, sus ilusiones cándidas como el copo de nieve que cubre de blanquísima alfombra la dilatada llanura; pasó un instante, se ha corrido un velo misterioso: el mundo de la inocencia y de la calma desapareció y el horizonte se ha convertido en un mar de fuego y de borrascas. ¿Qué ha sucedido? Ha mediado una lectura, una conversación imprudente, la presencia de un objeto seductor. He aquí la historia del despertar de muchas facultades del alma. Criada para estar unida con el cuerpo con lazo incomprensible y para ponerse en relación con sus semejantes, tiene como ligadas algunas de sus facultades hasta que una impresión exterior viene a desenvolverlas.

Si supiéramos de qué disposiciones nos ha dotado el Autor de la Naturaleza, no sería difícil ponerlas en acción, ofreciéndoles el objeto que más se les adapta y que por lo mismo las excita y desarrolla; pero como al encontrarse el hombre engolfado en la carrera de la vida ya le es muchas veces imposible volver atrás, deshaciendo todo el camino que la educación y la profesión escogida o impuesta le han hecho andar, es necesario que acepte las cosas tal como son, aprovechándose de lo bueno y evitando lo malo en lo que le sea posible.




§ XXIII

Al proponernos un fin debemos guardarnos de la presunción y de la excesiva desconfianza


Sea cual fuere su carrera, su posición en la sociedad, sus talentos, inclinaciones e índole, nunca el hombre debe prescindir de emplear su razón, ya sea para prefijarse con acierto el fin, ya para echar mano de los medios más a propósito para llegar a él.

El fin ha de ser proporcionado a los medios, y éstos son las fuerzas intelectuales, morales o físicas y demás recursos de que se puede disponer. Proponerse un blanco fuera del alcance es gastar inútilmente las fuerzas, así como es desperdiciarlas, exponiéndolas a disminuirse, por falta de ejercicio, el no aspirar a lo que la razón y la experiencia dicen que se puede llegar.




§ XXIV

La pereza


Si bien es cierto que la prudencia aconseja ser más bien desconfiado que presuntuoso, y que por lo mismo no conviene entregarse con facilidad a empresas arduas, también importa no olvidar que la resistencia a las sugestiones del orgullo o de la vanidad puede muy bien explotarla la pereza.

La soberbia es, sin duda, un mal consejero no sólo por el objeto a que nos conduce, sino también por la dificultad que hay en guardarse de sus insidiosos amaños; pero es seguro que poco falta si no encuentra en la pereza una digna competidora. El hombre ama las riquezas, la gloria, los placeres, pero también ama mucho el no hacer nada; esto es para él un verdadero goce, al que sacrifica a menudo su reputación y bienestar. Dios conocía bien la naturaleza humana cuando la castigó con el trabajo; el comer el pan con el sudor de su rostro es para el hombre pena continua y frecuentemente muy dura.




§ XXV

Una ventaja de la pereza sobre las demás pasiones


La pereza, es decir, la pasión de la inacción, tiene para triunfar una ventaja sobre las demás pasiones y es el que no exige nada; su objeto es de una pura negación. Para conquistar un alto puesto es preciso mucha actividad, constancia, esfuerzos; para granjearse brillante nombradía es necesario presentar títulos que la merezcan, y éstos no se adquieren sin largas y penosas fatigas; para acumular riquezas es indispensable atinada combinación y perseverante trabajo; hasta los placeres más muelles no se disfrutan si no se anda en busca de ellos y no se emplean los medios conducentes. Todas las pasiones para el logro de su objeto exigen algo; sólo la pereza no exige nada. Mejor la contentáis sentado que en pie, mejor echado que sentado, mejor soñoliento que bien despierto. Parece ser la tendencia a la misma nada; la nada es, al menos, su solo límite; cuanto más se acerca a ella el perezoso, en su modo de ser, mejor está.




§ XXVI

Origen de la pereza


El origen de la pereza se halla en nuestra misma organización y en el modo con que se ejercen nuestras funciones. En todo acto hay un gasto de fuerza, hay, pues, un principio de cansancio y, por consiguiente, de sufrimiento. Cuando la pérdida es insignificante y sólo ha transcurrido el tiempo necesario para desplegar la acción de los órganos o miembros no hay sufrimiento todavía y hasta puede sentirse placer; más bien pronto la pérdida se hace sensible y el cansancio empieza. Por esta causa no hay perezoso que no emprenda repetidas veces y con gusto algunos trabajos, y quizá por la misma razón también los más vivos no son los más laboriosos. La intensidad con que ponen en ejercicio sus fuerzas debe de excitar en ellos más pronto que en otros la sensación de cansancio, por cuyo motivo se acostumbrarán más fácilmente a mirar el trabajo con aversión.




§ XXVII

Pereza del espíritu


Como el ejercicio de las facultades intelectuales y morales necesita la concomitancia de ciertas funciones orgánicas, la pereza tiene lugar en los actos del espíritu como en los del cuerpo. No es el espíritu quien se cansa, sino los órganos corporales que le sirven, pero el resultado viene a ser el mismo. Así es que hay a veces una pereza de pensar y aun de querer tan poderosa como la de hacer cualquier trabajo corpóreo. Y es de notar que estas dos clases de pereza no siempre son simultáneas, pudiendo existir la una sin la otra. La experiencia atestigua que la fatiga puramente corporal o del sistema muscular no siempre produce postración intelectual y moral, y no es raro estar sumamente fatigado de cuerpo y sentir muy activas las facultades del espíritu. Al contrario, después de largos e intensos trabajos mentales, a veces se experimenta un verdadero placer en ejercitar las fuerzas físicas cuando las intelectuales han llegado ya a un estado de completa postración. Estos fenómenos no son difíciles de explicar si se advierte que las alteraciones del sistema muscular distan mucho de guardar proporción con las del sistema nervioso.




§ XXVIII

Razones que confirman lo dicho sobre el origen de la pereza


En prueba de que la pereza es un instinto de precaución contra el sufrimiento que nace del ejercicio de las facultades se puede observar: Primero, que cuando este ejercicio produce placer no sólo no hay repugnancia a la acción, sino que hay inclinación hacia ella. Segundo, que la repugnancia al trabajo es más poderosa antes de empezarle, porque entonces es necesario un fuerzo para poner en acción los órganos o miembros. Tercero, que la repugnancia es nula cuando, desplegado ya el movimiento, no ha transcurrido aún el tiempo suficiente para hacer sentir el cansancio que nace del quebranto de las fuerzas. Cuarto, que la repugnancia renace y se aumenta a medida que este quebranto se verifica. Quinto, que los más vivos adolecen más de este mal porque experimentan antes el sufrimiento. Sexto, que los de índole versátil y ligera suelen tener el mismo defecto por la sencilla razón de que a más del esfuerzo que exige el trabajo han menester otro para sujetarse a sí mismos, venciendo su propensión a variar de objeto.




§ XXIX

La inconstancia: su naturaleza y origen


La inconstancia, que en apariencia no es más que un exceso de actividad, pues que nos lleva continuamente a ocuparnos de cosas diferentes, no es más que la pereza bajo un velo hipócrita. El inconstante substituye un trabajo a otro porque así se evita la molestia que experimenta con la necesidad de sujetar su atención y acción a un objeto determinado. Así es que todos los perezosos suelen ser grandes proyectistas, porque el excogitar proyectos es cosa que ofrece campo a vastas divagaciones que no exigen esfuerzo para sujetar el espíritu; también suelen ser amigos de emprender muchas cosas, sucesiva o simultáneamente, siempre con el bien entendido de no llevar a cabo ninguna.




§ XXX

Pruebas y aplicaciones


Vemos a cada paso hombres cuyos intereses y deberes reclaman ciertos trabajos no más pesados que los que ellos mismos se imponen, y, no obstante, dejan aquéllas por éstos, sacrificando a su gusto el interés y el deber. Han de despachar un expediente y le dejan intacto, a pesar de que no habían de emplear en él ni la mitad del tiempo que han gastado en correspondencias insignificantes.

Han de avistarse con una persona para tratar un negocio, no lo hacen y andan más camino y consumen más tiempo y más palabras hablando de cosas indiferentes. Han de acudir a una reunión donde se han de ventilar asuntos de intereses, no ignoran lo que se ha de tratar y no habrían de hacer gran esfuerzo, para enterarse de lo que ocurra y dar con acierto su dictamen, pues no importa: aquellas horas reclamadas por sus intereses las consumirán quizá disputando de política, de guerra, de ciencias, de literatura, de cualquier cosa con tal que no sea aquello a que están obligados. El pasear, el hablar, el disputar son, sin duda, ejercicio de facultades del espíritu y del cuerpo, y, no obstante, en el mundo abundan los amigos de pasear, los habladores y disputadores y escasean los verdaderamente laboriosos. Y esto ¿por qué? Porque el pasear y hablar y disputar son compatibles con la inconsciencia, no exigen esfuerzo, consienten variedad continua, llevan consigo naturales alternativas de trabajo descanso enteramente sujetas a la voluntad y al capricho.




§ XXXI

El justo medio entre dichos extremos


Evitar la pusilanimidad sin fomentar la presunción, sostener y alentar la actividad sin inspirar la vanidad, hacer sentir al espíritu sus fuerzas sin cegarle con el orgullo; he aquí una tarea difícil en la dirección de los hombres y más todavía en la dirección de sí mismo. Esto es lo que el Evangelio enseña esto es lo que la razón aplaude y admira. Entre dichos escollos debemos caminar siempre no con la esperanza de no dar jamás en ninguno de ellos, pero sí con la mira, con el deseo y la esperanza también de no estrellarnos hasta el punto de perecer.

La virtud es difícil, mas no imposible; el hombre no la alcanza aquí en la tierra sin mezcla de muchas debilidades que la deslustran, pero no carece de los medios suficientes para poseerla y perfeccionarla. La razón es un monarca condenado a luchar de continuo con las pasiones sublevadas, pero Dios la ha provisto de lo necesario para pelear y vencer. Lucha terrible, lucha penosa, lucha llena de azares y peligros; mas, por lo mismo, tanto más digna de ser ansiada por las almas generosas.

En vano se intenta en nuestro siglo proclamar la omnipotencia de las pasiones y lo irresistible de su fuerza para triunfar de la razón; el alma humana, sublime destello de la divinidad, no ha sido abandonada por su Hacedor. No hay fuerzas que basten a apagar la antorcha de la moral ni en el individuo ni en la sociedad; en el individuo sobreviene a todos los crímenes, en la sociedad resplandece aun después de los mayores trastornos; en el individuo culpable reclama sus derechos con la voz del remordimiento, en la sociedad por medio de elocuentes protestas y de ejemplos heroicos.




§ XXXII

La moral es la mejor guía del entendimiento práctico


La mejor guía del entendimiento práctico es la moral. En el gobierno de las naciones la política pequeña es la política de los intereses bastardos, de las intrigas, de la corrupción; la política grande es la política de la conveniencia pública, de la razón, del derecho. En la vida privada la conducta pequeña es la de los manejos innobles, de las miras mezquinas, del vicio; la conducta grande es la que inspiran la generosidad y la virtud.

Lo recto y lo útil a veces parecen andar separados, pero no suelen estarlo sino por un corto trecho; llevan caminos opuestos en apariencia, y, sin embargo, el punto a que se dirigen es el mismo. Dios quiere por estos medios probar la fortaleza del hombre, y el premio de la constancia no siempre se hace esperar todo en la otra vida. Que si esto sucede una que otra vez, ¿es acaso ligera recompensa el descender al sepulcro con el alma tranquila, sin remordimiento, y con el corazón embriagado de esperanza?

No lo dudemos: el arte de gobernar no es más que la razón y la moral aplicadas al gobierno de las naciones; el arte de conducirse bien en la vida privada no es más que el Evangelio en práctica.

Ni la sociedad ni el individuo olvidan impunemente los eternos principios de la moral; cuando lo intentan por el aliciente del interés, tarde o temprano se pierden, perecen, en sus propias combinaciones. El interés que se erigiera en ídolo se convierte en víctima. La experiencia de todos los días es una prueba de esta verdad, en la historia de todos los tiempos la vemos escrita con caracteres de sangre.




§ XXXIII

La armonía del universo defendida con el castigo


No hay falta sin castigo; el universo está sujeto a una ley de armonía; quien la perturba sufre. Al abuso de nuestras facultades físicas sucede el dolor, a los extravíos del espíritu siguen el pesar y el remordimiento. Quien busca con excesivo afán la gloria se atrae la burla; quien intenta exaltarse sobre los demás con orgullo destemplado, provoca contra sí la indignación, la resistencia, el insulto, las humillaciones. El perezoso goza en su inacción, pero bien pronto su desidia disminuye sus recursos y la precisión de atender a sus necesidades le obliga a un exceso de actividad y de trabajo. El pródigo disipa sus riquezas en los placeres y en la ostentación, pero no tarda en encontrar un vengador de sus desvaríos en la pobreza andrajosa y hambrienta que le impone, en vez de goce, privaciones; en vez de lujosa ostentación, escasez vergonzosa. El avaro acumula tesoros temiendo la pobreza, y en medio de sus riquezas sufre los rigores de esa misma pobreza que tanto le espanta; él se condena a sí mismo, a todos ellos con su alimento limitado y grosero, su traje sucio y raído, su habitación pequeña, incómoda y desaseada. No aventura nada por no perder nada; desconfía hasta de las personas que más le aman; en el silencio y tinieblas de la noche visita sus arcas enterradas en lugares misteriosos para asegurarse que el tesoro está allí y aumentarle todavía más, y entre tanto le acecha uno de sus sirvientes o vecinos, y el tesoro con tanto afán acumulado, con tanta precaución escondido, desaparece.

En el trato, en la literatura, en las artes, el excesivo deseo de agradar produce desagrado; el afán por ofrecer cosas demasiado exquisitas fastidia; lo ridículo está junto a lo sublime; lo delicado no dista de lo empalagoso; el prurito de ofrecer cuadros simétricos suele conducir a contrastes disparatados.

En el gobierno de la sociedad el abuso del poder acarrea su ruina; el abuso de la libertad da origen a la esclavitud. El pueblo que quiere extender demasiado sus fronteras suele verse más estrechado de lo que exigen las naturales; el conquistador que se empeña en acumular coronas sobre su cabeza acaba por perderlas todas; quien no se satisface con el dominio de vastos imperios va a consumirse en una roca solitaria en la inmensidad del Océano. De los que ambicionan el poder supremo, la mayor parte encuentra la proscripción o el cadalso. Codician el alcázar de un monarca y pierden el hogar doméstico; sueñan en un trono y encuentran un patíbulo.




§ XXXIV

Observaciones sobre las ventajas y desventajas de la virtud en los negocios


Dios no ha dejado indefensas sus leyes: a todas las ha escudado con el justo castigo; castigo que por lo común se experimenta ya en esta vida. Por esta razón los cálculos basados sobre el interés en oposición con la moral están muy expuestos a salir fallidos, enredándose la inmoralidad con sus propios lazos. Mas no se crea que con esto quiera yo negar que el hombre virtuoso se halle muchas veces en posición sumamente desventajosa para competir con un adversario inmoral. No desconozco que en un caso dado tiene más probabilidad de alcanzar un fin el que puede emplear cualquier medio por no reparar en ninguno, como le sucede al hombre malo, y que no dejará de ser un obstáculo gravísimo el tener que valerse de muy pocos medios o quizá solamente de uno, como le acontece al virtuoso, a causa de que los inmorales son para él como si no existiesen, pero si bien esto es verdad considerando un negocio aislado, no lo es menos que, andando el tiempo, los inconvenientes de la virtud se compensan con las ventajas, así como las ventajas del vicio se compensan con los inconvenientes, y que, en último resultado, un hombre verdaderamente recto llegará a lograr el fruto de su rectitud alcanzando el fin que discretamente se proponga, y que el inmoral expiará tarde o temprano sus iniquidades, encontrando la perdición en la extremidad de sus malos y tortuosos caminos.




§ XXXV

Defensa de la virtud contra una inculpación injusta


Los hombres virtuosos y desgraciados tienen cierta propensión a señalar sus virtudes como el origen de sus desgracias, pues que a esto los inclinan de consuno el deseo de ostentar su virtud y el de ocultar sus imprudencias, que imprudencias muy grandes se cometen también con la intención más recta y más pura. La virtud no es responsable de los males acarreados por nuestra imprevisión o ligereza, pero el hombre suele achacárselos a ella con demasiada facilidad. «Mi buena fe me ha perdido», exclama el hombre honrado víctima de una impostura, cuando lo que le ha perdido no es su buena fe, sino su torpe confianza en quien le ofrecía demasiados motivos para prudentes sospechas. ¿Acaso los malos no son también con mucha frecuencia víctimas de otras malos y los pérfidos de otros pérfidos? La virtud nos enseña el camino que debemos seguir, mas no se encarga de descubrirnos todos los lazos que en él podemos encontrar; esto es obra de la penetración, de la previsión, del buen juicio, es decir, de un entendimiento claro y atinado. Con estas dotes no está reñida la virtud, mas no siempre las lleva por compañeras. Como fiel amiga de la humanidad, se alberga sin repugnancia en el corazón de toda clase de hombres, ora brille en ellos esplendente y puro el sol de la inteligencia, ora esté obscurecido con espesa niebla.




§ XXXVI

Defensa de la sabiduría contra una inculpación infundada


Creen algunos que los grandes talentos y el mucho saber propenden de suyo al mal; esto es una especie de blasfemia contra la bondad del Criador. ¿La virtud necesita acaso las tinieblas? Los conocimientos y virtudes de la criatura, ¿no emanan acaso de un mismo origen, del piélago de luz y santidad, que es Dios? Si la elevación de la inteligencia condujese al mal, la maldad de los seres estaría en proporción con su altura; ¿adivináis la consecuencia?, ¿por qué no sacarla? La sabiduría infinita sería la maldad infinita, y heos aquí en el error de los maniqueos, encontrando en la extremidad de la escala de los seres un principio malo. Pero ¿qué digo?, peor fuera este error que el de Manes, pues que en él no se podría admitir un principio bueno. El genio del mal presidiría sin rival, enteramente solo, a los destinos del mundo; el rey del Averno debiera colocar su trono de negra lava en las esplendentes regiones del empíreo.

No, no debe el hombre huir de la luz por temor de caer en el mal; la verdad no teme la luz, y el bien moral es una gran verdad. Cuanto más ilustrado esté el entendimiento mejor conocerá la inefable belleza de la virtud y, conociéndola mejor, tendrá menos dificultades en practicarla. Rara vez hay mucha elevación en las ideas sin que de ella participen los sentimientos, y los sentimientos elevados o nacen de la misma virtud o son una disposición muy a propósito para alcanzarla.

Hasta hay en favor del talento y del saber una razón fundada en la naturaleza de las facultades del alma. Nadie ignora que, por lo común, el mucho desarrollo de la una es con algún perjuicio de la otra; por consiguiente, cuando en el hombre se desenvuelvan de una manera particular las facultades superiores, menguarán en su fuerza las pasiones groseras, origen de los vicios.

La historia del espíritu humano confirma esta verdad: generalmente hablando, los hombres de entendimiento muy elevado no han sido perversos, muchos se han distinguido por sus eminentes virtudes, otros han sido débiles como hombres, mas no malvados, y si uno que otro ha llegado a este extremo debe mirarse como excepción, no como regla.

¿Sabéis por qué un malvado de gran talento compromete, por decirlo así, la reputación de los demás, prestando ocasión a que de algunos casos particulares se saquen deducciones generales? Porque en un malvado de gran talento todos piensan, de un malvado necio nadie se acuerda; porque forman un vivo contraste la iniquidad y el gran saber, y este contraste hace más notable el extremo feo, por la misma razón que se repara más en la relajación de un sacerdote que en la de un seglar. Nadie nota una mancha más en un cristal muy sucio, pero en otro muy limpio y brillante se presenta, desde luego, a los ojos el más pequeño lunar.




§ XXXVII

Las pasiones son buenos instrumentos, pero malos consejeros


Ya vimos (Cap. XIX) cuán pernicioso era el influjo de las pasiones para impedirnos el conocimiento de la verdad, aun la especulativa; pero lo que allí se dijo en general tiene muchísima más aplicación en refiriéndose a la práctica. Cuando tratamos de ejecutar alguna cosa, las pasiones son a veces un auxiliar excelente; mas para prepararla en nuestro entendimiento son consejeros muy peligrosos.

El hombre sin pasiones sería frío, tendría algo de inerte, por carecer de uno de los principias más poderosos de acción que Dios ha concedido a la humana naturaleza; pero, en cambio, el hombre dominado por las pasiones es ciego y se abalanza a los objetos a la manera de los brutos.

Examinando atentamente el modo de obrar de nuestras facultades se echa de ver que la razón es a propósito para dirigir y las pasiones para ejecutar, y así es que aquélla atiende no sólo a lo presente, sino también a lo pasado y a lo venidero cuando éstas miran el objeto sólo por lo que es en el momento actual y por el modo con que nos afecta. Y es que la razón, como verdadera directora, se hace cargo de todo lo que puede dañar o favorecer no sólo ahora, sino también en el porvenir; pero las pasiones, como encargadas únicamente de ejecutar, sólo se cuidan del instante y de la impresión actuales. La razón no se para sólo en el placer, sino en la utilidad, en la moralidad, en el decoro; las pasiones prescinden del decoro, de la moralidad, de la utilidad, de todo lo que no sea la impresión agradable o ingrata que en el acto se experimenta.




§ XXXVIII

La hipocresía de las pasiones


Cuando hablo de pasiones no me refiero únicamente a las inclinaciones fuertes, violentas, tempestuosas que agitan nuestro corazón como los vientos el océano; trato también de aquellas más suaves, más espirituales, por decirlo así, porque, al parecer, están más cerca de las altas regiones del espíritu, y que suelen apellidarse sentimientos. Las pasiones son las mismas, sólo varían por su forma, o más bien, por la graduación de intensidad y por el modo de dirigirse a su objeto. Son entonces más delicadas, pero no menos temibles, pues que esa misma delicadeza contribuye a que con más facilidad nos seduzcan y extravíen.

Cuando la pasión se presenta en toda su deformidad y violencia, sacudiendo brutalmente el espíritu y empeñándose en arrastrale por malos caminos, el espíritu se precave contra el adversario, se prepara a luchar, resultando tal vez que la misma impetuosidad del ataque provoca una heroica defensa. Pero si la pasión depone sus maneras violentas, si se despoja, por decirlo así, de sus groseras vestiduras, cubriéndose con el manto de la razón, si sus gestiones se llaman conocimiento y sus inclinaciones voluntad, ilustrada pero decidida, entonces toma por traición una plaza que no hubiera tomado por asalto.




§ XXIX

Ejemplo: la venganza bajo dos formas


Un hombre que ha irrogado una ofensa está con una pretensión en cuyo éxito puede influir decisivamente el ofendido. Tan pronto como éste lo sabe, recuerda la ofensa recibida; el resentimiento se despierta en su corazón, al resentimiento sucede la cólera y la cólera engendra un vivo deseo de venganza. ¿Y por qué dejará de vengarse? ¿No se le ofrece ahora una excelente oportunidad? ¿No será para él un placer el presenciar la desesperación de su adversario burlado en sus esperanzas y quizá sumido en la obscuridad, en la desgracia, en la miseria? «Véngate, véngate -le dice en alta voz su corazón-, véngate, y que él sepa que te has vengado; dáñale, ya que él te dañó; humíllale, ya que él te humilló; goza tú el cruel pero vivo placer de su desgracia, ya que él se gozó en la tuya. La víctima está en tus manos, no la sueltes, cébate en ella, sacia en ella tu sed de venganza. Tiene hijos y perecerán..., no importa..., que perezcan; tiene padres y morirán de pesar..., no importa..., que mueran, así será herido en más puntos su infame corazón, así sangrará con más abundancia, así no habrá consuelo para él, así se llenará la medida de su aflicción, así derramarás en su villano pecho toda la hiel y amargura que él un día derramara en el tuyo. Véngate, véngate; ríete de una generosidad que él no practicó contigo, no tengas piedad de quien no la tuvo de ti; él es indigno de tus favores, indigno de compasión, indigno de perdón; véngate, véngate».

Así habla el odio exaltado por la ira; pero este lenguaje es demasiado duro y cruel para no ofender a un corazón generoso. Tanta crueldad despierta un sentimiento contrario: «Este comportamiento sería innoble, sería infame -se dice el hombre a sí mismo-; esto repugna hasta el amor propio. Pues qué, ¿yo he de gozarme en el abatimiento, en el perpetuo infortunio de una familia? ¿No sería para mí un remordimiento inextinguible la memoria de que con mis manejos he sumido en la miseria a sus hijos inocentes y hundido en el sepulcro a sus ancianos padres? Esto no lo puedo hacer, esto no lo haré, es más honroso no vengarme; sepa mi adversario que si él fue bajo, yo soy noble; si él fue inhumano, yo soy generoso; no quiero buscar otra venganza que la de triunfar de él a fuerza de generosidad; cuando su mirada se encuentre con mi mirada sus ojos se abatirán, el rubor encenderá sus mejillas, su corazón sentirá un remordimiento y me hará justicia».

El espíritu de venganza ha sucumbido por su imprudencia; lo quería todo, lo exigía todo, y con urgencia, con imperiosidad, sin consideraciones de ninguna clase, y el corazón se ha ofendido de semejante desmán, ha creído que se trataba de envilecerle, ha llamado en su auxilio a los sentimientos nobles, que han acudido presto y han decidido la victoria en favor de la razón. Otro quizá hubiera sido el resultado si el espíritu de venganza hubiese tomado otra forma menos dura, si cubriendo su faz con mentida máscara no hubiese mostrado sus facciones feroces. No debía dar destemplados gritos, aullidos horribles; era menester que envuelto y replegado en el seno más oculto del corazón hubiese destilado desde allí su veneno mortal. «Por cierto -debía decir- que el ofensor no es nada digno de obtener lo que pretende, y sólo por este motivo conviene oponerse a que lo obtenga, hizo una injuria, es verdad; pero ahora no es ocasión de acordarse de ella. No ha de ser el resentimiento quien presida a tu conducta, sino la razón, el deseo de que una cosa de tanta entidad no vaya a parar a malas manos. El pretendiente no carece de algunas buenas disposiciones para el desempeño; ¿por qué no hacerle justicia? Pero, en cambio, adolece de defectos imperdonables. La ofensa que te hizo a ti lo manifiesta bien; de ella no debes acordarte para la venganza, pero si para formar un juicio acertado. Sientes un secreto y vivo placer en contrariarle, en abatirle, en perderle; mas este sentimiento no te domina, sólo te impulsa el deseo del bien; y en verdad que si no mediase otro motivo que el resentimiento no opondrías ningún obstáculo a sus designios. Hasta quizá harías el sacrificio de favorecerle, y en verdad que sería doloroso, muy doloroso, pero quizá te resignarías a ello. Mas no te hallas en este caso; afortunadamente, la razón, la prudencia, la justicia están de acuerdo con las inclinaciones de tu corazón, y, bien considerado, ni las atiendes siquiera; experimentas un placer en dañar a tu enemigo, mas este placer es una expansión natural que tú no alcanzas a destruir, pero que tienes bastante sujeta para no dejarla que te domine. No hay inconveniente, pues, en tomar las providencias oportunas. Lo que importa es proceder con calma para que vean todos que no hay parcialidad, que no hay odio, que no hay espíritu de venganza, que usas de un derecho y hasta obedeces a un deber». La venganza impetuosa, violenta, francamente injusta, no ha podido alcanzar un triunfo que ha obtenido sin dificultad la venganza pacífica, insidiosa, disfrazada hipócritamente con el velo de la razón, de la justicia, del deber.

Por este motivo es tan temible la venganza cuando obra en nombre del celo por la justicia. Cuando el corazón, poseído del odio, llega a engañarse a sí mismo, creyendo obrar a impulsos del buen deseo, quizá de la misma caridad, se halla como sujeto a la fascinación de un reptil a quien no ve y cuya existencia ni aun sospecha. Entonces la envidia destroza las reputaciones más puras y esclarecidas, el rencor persigue inexorable la venganza se goza en las convulsiones y congojas de la infortunada víctima, haciéndole agotar hasta las heces el dolor y la amargura. El insigne protomártir brillaba por sus eminentes virtudes y aterraba a los judíos con su elocuencia divina. ¿Qué nombre creéis que tomarán la envidia y la venganza, que les seca los corazones y hace rechinar sus dientes? ¿Creéis que se apellidarán con el nombre que les es propio? No, de ninguna manera. Aquellos hombres dan un grito como llenos de escándalo, se tapan los oídos y sacrifican al inocente Diácono en nombre de Dios. El Salvador del mundo admira a cuantos le oyen con la divina hermosura de su moral, con el maravilloso raudal de sabiduría y de amor que fluye de sus labios augustos; los pueblos se agolpan para verle y él pasa haciendo bien; afable con los pequeños, compasivo con los desgraciados, indulgente con los culpables, derrama a manos llenas los tesoros de su omnipotencia y de su amor; sólo pronuncia palabras de dulzura y perdón; diríase que reserva el lenguaje de una indignación santa y terrible para confundir a los hipócritas. Estos han encontrado en él una mirada majestuosa y severa y ellos la han correspondido con una mirada de víbora. La envidia les destroza el corazón, sienten una abrasadora sed de venganza. Pero ¿obrarán, hablarán como vengativos? No, este hombre es un blasfemo, dirán; seduce las turbas, es enemigo del César; la fidelidad, pues, la tranquilidad pública, la religión exigen que se le quite de en medio, y se aceptará la traición de un discípulo, y el inocente Cordero será llevado a los tribunales y será interrogado, y al responder palabras de verdad, el príncipe de los sacerdotes se sentirá devorado de celo y rasgará sus vestiduras y dirá: Blasfemó, y los circunstantes dirán: «Es reo de muerte».




§ XL

Precauciones


Jamás el hombre medita demasiado sobre los secretos de su corazón, jamás despliega demasiada vigilancia para guardar las mil puertas por donde se introduce la iniquidad, jamás se precave contra las innumerables asechanzas con que él se combate a sí propio. No son las pasiones tan temibles cuando se presentan como son en sí, dirigiéndose abiertamente a su objeto, y atropellando con impetuosidad cuanto se les pone delante. En tal caso, por poco que se conserve en el espíritu el amor de la virtud, si el hombre no ha llegado todavía hasta el fondo de la corrupción o de la perversidad, siente levantarse en su alma un grito de espanto e indignación tan pronto como se le ofrece el vicio con su aspecto asqueroso; pero ¿qué peligros no corre si, trocados los hombres y cambiados los trajes, todo se le ofrece disfrazado, trastornado?; ¿si sus ojos miran al través de engañosos prismas, que pintan con galanos colores y apacibles formas la negrura y la monstruosidad?

Los mayores peligros de un corazón puro no están en el brutal aliciente de las pasiones groseras, sino en aquellos sentimientos que encantan por su delicadeza y seducen con su ternura; el miedo no entra en las almas nobles sino con el dictado de prudencia; la codicia no se introduce en los pechos generosos sino con el título de economía previsora; el orgullo se cobija bajo la sombra del amor de la propia dignidad y del respeto debido a la posición que se ocupa; la vanidad se proporciona sus pequeños goces engañando al vanidoso con la urgente necesidad de conocer el juicio de los demás para aprovecharse de la crítica; la venganza, se disfraza con el manto de la justicia; el furor se apellida santa indignación; la pereza invoca en su auxilio la necesidad del descanso, y la roedora envidia, al destrozar reputaciones, al empeñarse en ofuscar con su aliento impuro los resplandores de un mérito eminente, habla de amor a la verdad, de imparcialidad, de lo mucho que conviene precaverse contra una admiración ignorante o un entusiasmo infantil.




§ XLI

Hipocresía del hombre consigo mismo


El hombre emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo, acaso más que para engañar a los otros. Rara vez se da a sí propio exacta cuenta del móvil de sus acciones, y por esto aun en las virtudes más acendradas hay algo de escoria. El oro enteramente puro no se obtiene sino con el crisol de un perfecto amor divino, y este amor, en toda su perfección, está reservado para las regiones celestiales. Mientras vivimos aquí en la tierra llevamos en nuestro corazón un germen maligno que o mata, o enflaquece, o deslustra las acciones virtuosas, y no es poco si se llega a evitar que ese germen se desarrolle y nos pierda. Pero, a pesar de tamaña debilidad, no deja de brillar en el fondo de nuestra alma aquella luz inextinguible, encendida en ella por la mano del Criador, y esa luz nos hace distinguir entre el bien y el mal, sirviéndonos de guía en nuestros pasos y de remordimiento en nuestros extravíos. Por esta causa nos esforzamos a engañarnos a nosotros mismos para no ponernos en contradicción demasiado patente con el dictamen de la conciencia; nos tapamos los oídos para no oír lo que ella nos dice, cerramos los ojos para no ver lo que ella nos muestra, procuramos hacernos la ilusión de que el principio que nos inculca no es aplicable al caso presente. Para esto sirven lastimosamente las pasiones, sugiriéndonos insidiosamente discursos sofísticos. Cuéstale mucho al hombre parecer malo ni a sus propios ojos; no se atreve, se hace hipócrita.




§ XLII

El conocimiento de sí mismo


El defecto indicado en el párrafo anterior tiene diferente carácter en las diferentes personas, por cuyo motivo conviene sobremanera no perder jamás de vista aquella regla de los antiguos tan profundamente sabia: Conócete a ti mismo; Nosce te ipsum. Si bien hay ciertas cualidades comunes a todos los hombres, éstas toman un carácter particular en cada uno de ellos; cada cual tiene, por decirlo así, un resorte que conviene conocer y saber manejar. Este resorte es necesario descubrir cuál es en los demás para acertar a conducirse bien con ellos; pero es más necesario todavía descubrirle cada cual en sí mismo. Porque allí suele estar el secreto de las grandes cosas, así buenas como malas, a causa de que ese resorte no es más que una propensión fuerte que llega a dominar a las demás, subordinándolas todas a un objeto. De esta pasión dominante se resienten todas las otras; ella se mezcla en todos los actos de la vida, ella constituye lo que se llama el carácter.




§ XLIII

El hombre huye de sí mismo


Si no tuviésemos la funesta inclinación de huir de nosotros mismos, si la contemplación de nuestro interior no nos repugnase en tal grado, no nos sería difícil descubrir cuál es la pasión que en nosotros predomina. Desgraciadamente, de nadie huimos tanto como de nosotros mismos, nada estudiamos menos que lo que tenemos más inmediato y que más nos interesa. La generalidad de los hombres descienden al sepulcro no sólo sin haberse conocido a sí propios, sino también sin haberlo intentado. Debiéramos tener continuamente la vista fija sobre nuestro corazón para conocer sus inclinaciones, penetrar sus secretos, refrenar sus ímpetus, corregir sus vicios, evitar sus extravíos; debiéramos vivir con esa vida íntima en que el hombre se da cuenta de sus pensamientos y afectos y no se pone en relación con los objetos exteriores sino después de haber consultado su razón y dado a su voluntad la dirección conveniente. Mas esto no se hace; el hombre se abalanza, se pega a los objetos que le incitan, viviendo tan sólo con esa vida exterior que no le deja tiempo para pensar en sí mismo. Vense entendimientos claros, corazones bellísimos, que no guardan para sí ninguna de las preciosidades con que los ha enriquecido el Criador, que derraman, por decirlo así, en calles y plazas el aroma exquisito que, guardado en el fondo de su interior, podría servirles de confortación y regalo.

Se refiere de Pascal que, habiéndose dedicado con grande ahínco a las matemáticas y ciencias naturales, se cansó de dicho estudio a causa de hallar pocas personas con quienes conversar sobre el objeto de sus ocupaciones favoritas. Deseoso de encontrar una materia que no tuviera este inconveniente, se dedicó al estudio del hombre; pero bien pronto conoció, por experiencia, que los que se ocupaban en estudiar al hombre eran todavía en menor número que los aficionados a las matemáticas. Esto se verifica ahora como en tiempo de Pascal; hasta observar al común de los hombres para echar de ver cuán pocos son los que gustan de semejante tare, mayormente tratándose de sí mismos.




§ XLIV

Buenos resultados del reflexionar sobre las pasiones


Cuando se ha adquirido el hábito de reflexionar sobre las inclinaciones propias, distinguiendo el carácter y la intensidad de cada una de ellas, aun cuando arrastren una que otra vez al espíritu, no lo hacen sin que éste conozca la violencia. Ciegan quizá el entendimiento, pero esta ceguera no se oculta del todo al que la padece; se dice a sí mismo: «Crees que ves, mas en realidad no ves; estás ciego». Pero si el hombre no fija nunca su mirada en su interior, si obra según le impelen las pasiones, sin cuidarse de averiguar de dónde nace el impulso, para él llegan a ser una misma cosa pasión y voluntad, dictamen del entendimiento e instinto de las pasiones. Así la razón no es señora, sino esclava; en vez de dirigir, moderar y corregir con sus consejos y mandatos las inclinaciones del corazón, se ve reducida a vil instrumento de ellas y obligada a emplear todos los recursos de su sagacidad para proporcionarles goces que las satisfagan.




§ XLV

Sabiduría de la religión cristiana en la dirección de la conducta


La religión cristiana, al llevarnos a esa vida moral, íntima, reflexiva sobre nuestras inclinaciones, ha hecho una obra altamente conforme a la más sana filosofía y que descubre un profundo conocimiento del corazón humano. La experiencia enseña que lo que le falta al hombre para obrar bien no es conocimiento especulativo y general, sino práctico, detallado, con aplicación a todos los actos de la vida. ¿Quién no sabe y no repite mil veces que las pasiones nos extravían y nos pierden? La dificultad no está en eso, sino en saber cuál es la pasión que influye en este o aquel caso, cuál es la que por lo común predomina en las acciones, bajo qué forma, bajo qué disfraz se presenta al espíritu y de qué modo se deben rechazar sus ataques o precaver sus estratagemas. Y todo esto no como quiera, sino con un conocimiento claro, vivo y que, por tanto, se ofrezca naturalmente al entendimiento siempre que se haya de tomar alguna resolución, aun en los negocios más comunes.

La diferencia que en las ciencias especulativas media entre un hombre vulgar y otro sobresaliente no consiste a menudo sino en que éste conoce con claridad, distinción y exactitud lo que aquél sólo conoce de una manera inexacta, confusa y obscura; no consiste en el número de las ideas, sino en la calidad; nada dice éste sobre un punto, de que también no tenga noticia aquél; ambos miran al mismo objeto, sólo que la vista del uno es mucho más perfecta que la del otro. Lo propio sucede en lo relativo a la práctica. Hombres profundamente inmorales hablarán de la moral de tal suerte que manifiesten no desconocer sus reglas; pero estas reglas las saben ellos en general, sin haberse cuidado de hacer aplicaciones, sin haber reparado en los obstáculos que impiden el ponerlas en planta en tal o cual ocasión, sin que se les ocurran de una manera clara y viva cuando se ofrece oportunidad de hacer uso de ellas. Quien está en posesión de su entendimiento, de la voluntad, del hombre entero, son las pasiones; estas reglas morales las conservan, por decirlo así, archivadas en lo más recóndito de su conciencia; ni aun gustan de mirarlas como objeto de curiosidad, temerosos de encontrar en ellas el gusano del remordimiento. Por el contrario, cuando la virtud está arraigada en el alma, las reglas morales llegan a ser una idea familiar que acompaña todos los pensamientos y acciones, que se aviva y se agita al menor peligro, que impera y apremia antes de obrar, que remuerde incesantemente si se la ha desatendido. La virtud causa esa continua presencia intelectual de las reglas morales, y esta presencia, a su vez, contribuye a fortalecer la virtud; así es que la religión no cesa de inculcarlas, segura de que son preciosa semilla, que tarde o temprano dará algún fruto.




§ XLVI

Los sentimientos morales auxilian la virtud


En ayuda de las ideas morales vienen los sentimientos, que también los hay morales, y poderosos, y bellísimos; porque Dios, al permitir que sacudan y conturben nuestro espíritu violentas y aciagas tempestades, también ha querido proporcionarnos el blando mecimiento de céfiros apacibles. El hábito de atender a las reglas morales y de obedecer sus prescripciones desenvuelve y aviva estos sentimientos; y entonces el hombre, para seguir el camino de la virtud, combate las inclinaciones malas con las inclinaciones buenas; las luchas no son de tanto peligro y, sobre todo, no son tan dolorosas; porque un sentimiento lucha con otro sentimiento; lo que se padece con el sacrificio del uno se compensa con el placer causado por el triunfo del otro, y no hay aquellos sufrimientos desgarradores que se experimentan cuando la razón pelea con el corazón enteramente sola.

Ese desarrollo de los sentimientos morales, ese llamar en auxilio de la virtud las mismas pasiones es un recurso poderoso para obrar bien e ilustrar el entendimiento cuando le ofuscan otras pasiones. Hay en esta oposición mucha variedad de combinaciones, que dan excelentes resultados. El amor de los placeres se neutraliza con el amor de la propia dignidad; el exceso del orgullo se templa con el temor de hacerse aborrecible; la vanidad se modera por el miedo al ridículo; la pereza se estimula con el deseo de la gloria; la ira se enfrena por no parecer descompuesto; la sed de venganza se mitiga o extingue con la dicha y la honra que resultan de ser generoso. Con esta combinación, con la sagaz oposición de los sentimientos buenos a los sentimientos malos, se debilitan suave y eficazmente muchos de los gérmenes de mal que abriga el corazón humano, y el hombre es virtuoso sin dejar de ser sensible.




§ XLVII

Una regla para los juicios prácticos


Conocido el principal resorte del propio corazón, y desarrollados tanto como sea posible los sentimientos generosos y morales, es necesario saber cómo se ha de dirigir el entendimiento para que acierte en sus juicios prácticos.

La primera regla que se ha de tener presente es no juzgar ni deliberar con respecto a ningún objeto mientras el espíritu está bajo la influencia de una pasión relativa al mismo objeto. ¡Cuán ofensivo no parece un hecho, una palabra, un gesto que acaba de irritar! «La intención del ofensor -se dice a sí mismo el ofendido- no podía ser más maligna; se ha propuesto no sólo dañar, sino ultrajar; los circunstantes deben de estar escandalizados; si no se tomase una pronta y completa venganza, la sonrisa burlona que asomaba a los labios de todos se convertiría irremisiblemente en profundo desprecio por quien ha tolerado que de tal modo se le cubriera de afrentosa ignominia. Es preciso no ser descompuesto, es verdad; pero ¿hay acaso mayor descompostura que el abandono del honor?; es necesario tener prudencia; pero esta prudencia, ¿debe llegar hasta el punto de dejarse pisotear por cualquiera?». ¿Quién hace este discurso? ¿Es la razón? No, ciertamente; es la ira. Pero la ira, se dirá, no discurre tanto. Sí, discurre; porque toma a su servicio al entendimiento y éste le proporciona todo lo que necesita. Y en este servicio no deja de auxiliarle a su vez la misma ira; porque las pasiones, en sus momentos de exaltación, fecundizan admirablemente el ingenio con las inspiraciones que les convienen.

¿Queremos una prueba de que quien así discurría y hablaba no era la razón, sino la ira? Hela aquí evidente. Si en lo que piensa el hombre encolerizado hubiese algo de verdad no la desconocerían del todo los circunstantes. Tampoco carecen ellos de sentimientos de honor; también estiman en mucho su propia dignidad; saben distinguir entre una palabra dicha con designio de zaherir y otra escapada sin intención ofensiva, y, sin embargo, ellos no ven nada de lo que el encolerizado ve con tan claridad; y si se sonríen, esa sonrisa es causada no por la humillación que él se imagina haber sufrido, sino por esa terrible explosión de furor que no tiene motivo alguno. Más todavía: no es necesario acudir a los circunstantes para encontrar la verdad; basta apoyar al mismo encolerizado cuando haya desaparecido la ira. ¿Juzgará entonces como ahora? Es bien seguro que no; él será tal vez el primero que se reirá de su enojo y que pedirá se le disimule su arrebato.




§ XLVIII

Otra regla


De estas observaciones nace otra regla, y es que al sentirnos bajo la influencia de una pasión hemos de hacer un esfuerzo para suponernos, por un momento siquiera, en el estado en que su influencia no exista. Una reflexión semejante, por más rápida que sea, contribuye mucho a calmar la pasión y a excitar en el ánimo ideas diferentes de las sugeridas por la inclinación ciega. La fuerza de las pasiones se quebranta desde el momento que se encuentra en oposición con un pensamiento que se agita en la cabeza; el secreto de su victoria suele consistir en apagar todos los contrarios a ellas y avivar los favorables. Pero tan pronto como la atención se ha dirigido hacia otro orden de ideas viene la comparación y, por consiguiente, cesa el exclusivismo. Entretanto, se desenvuelven otras fuerzas intelectuales y morales no subordinadas a la pasión, y ésta pierde de su primitiva energía por haber de compartir con otras facultades la vida que antes disfrutara sola.

Aconseja estos medios no sólo la experiencia de su buen resultado, sino también una razón fundada en la naturaleza de nuestra organización. Las facultades intelectuales y morales nunca se ejercitan sin que funcionen algunos de los órganos materiales. Ahora bien: entre los órganos corpóreos está distribuida una cierta cantidad de fuerzas vitales de que disfrutan alternativamente en mayor o menor proporción y, por consiguiente, con decremento en los unos cuando hay incremento en los otros. De lo que resulta que ha de producir un efecto saludable el esforzarse en poner en acción los órganos de la inteligencia en contraposición con los de las pasiones y que la energía de éstas ha de menguar a medida que ejerzan sus funciones los órganos de la inteligencia.

Pero es de advertir que este fenómeno se verificará dirigiendo la atención de la inteligencia en un sentido contrario al de las pasiones, la que se obtiene trasladándola por un momento al orden de ideas que tendrá cuando no esté bajo un influjo apasionado; pues que si, por el contrario, la inteligencia se dirige a favorecer la pasión, entonces ésta se fomenta más y más con el auxilio; y lo que pudiese perder en energía, por decirlo así, puramente orgánica, lo recobra en energía moral, en la mayor abundancia de recursos para alcanzar el objeto y en esa especie de bill de indemnidad con que se cree libre de acusaciones cuando ve que el entendimiento, lejos de combatirla, la apoya.

Este trabajo sobre las pasiones no es una mera teoría; cualquiera puede convencerse por sí mismo de que es muy practicable y de que se sienten sus buenos efectos tan pronto como se le aplica. Es verdad que no siempre se acierta en el medio más a propósito para ahogar, templar o dirigir la pasión levantada, o que, aun encontrado, no se le emplea como es debido; pero la sola costumbre de buscarle basta para que el hombre esté más sobre sí, no se abandone con demasiada facilidad a los primeros 'movimientos y tenga en sus juicios prácticos un criterio que falta a los que proceden de otra manera.




§ XLIX

El hombre riéndose de sí mismo


Cuando el hombre se acostumbra a observar mucho sus pasiones hasta llega a emplear en su interior el ridículo contra sí mismo; el ridículo, esa sal que se encuentra en el corazón y en el labio de los mortales como uno de tantos preservativos contra la corrupción intelectual y moral; el ridículo, que no sólo se emplea con fruto con los demás, sino también contra nosotros mismos, viendo nuestros defectos por el lado que se prestan a la sátira. El hombre se dice entonces a sí propio lo que decirle pudieran los demás; asiste a la escena que se representarla si el lance cayera en manos de un adversario de chiste y buen humor. Que contra otro se emplea también en cierto modo la sátira, cuando la empleamos contra nosotros mismos; porque, si bien se observa, hay en nuestro interior dos hombres que disputan, que luchan, que no están nunca en paz, y así como el hombre inteligente, moral, previsor, emplea contra el torpe, el inmoral, el ciego, la firmeza de la voluntad y el imperio de la razón, así también, a veces, le combate y le humilla con los punzantes dardos de la sátira. Sátira que puede ser tanto más graciosa y libre cuanto carece de testigos, no hiere la reputación, nada hace perder en la opinión de los demás, pues que no llega a ser expresada con palabras, y la sonrisa burlona que hace asomar a los labios se extingue en el momento de nacer.

Un pensamiento de esta clase, ocurriendo en la agitación causada por las pasiones, produce un efecto semejante al de una palabra juiciosa, incisiva y penetrante, lanzada en medio de una asamblea turbulenta. ¡Cuántas veces se nota que una mirada expresiva cambia el estado del espíritu de uno de los circunstantes, moderando o ahogando una pasión enardecida! ¿Y qué ha expresado aquella mirada? Nada más que un recuerdo del decoro, una consideración al lugar o a las personas, una reconvención amistosa, una delicada ironía; nada más que una apelación al buen sentido del mismo que era juguete de la pasión, y esto ha sido suficiente para que la pasión se amortiguase. El efecto que otro nos produce, ¿por qué no podríamos producírnoslo nosotros mismos, si no con igualdad, al menos con aproximación?




§ L

Perpetua niñez del hombre


Poco basta para extraviar al hombre, pero tampoco se necesita mucho para corregirle algunos defectos. Es más débil que malo, dista mucho de aquella terquedad satánica que no se aparta jamás del mal una vez abrazado; por el contrario, tanto el bien como el mal los abraza y los abandona con suma facilidad. Es niño hasta la vejez; preséntase a los demás con toda la seriedad posible; mas en el fondo se encuentra a sí propio pueril en muchas cosas y se avergüenza. Se ha dicho que ningún grande hombre le parecía grande a su ayuda de cámara; esto encierra mucha verdad. Y es que, visto el hombre de cerca, se descubren las pequeñeces que le rebajan. Pero más cosas sabe él de sí mismo que su ayuda de cámara, y por esto es todavía menos grande a sus propios ojos; por esto, aun en sus mejores años, necesita cubrir con un velo la puerilidad que se abriga en su corazón.

Los niños ríen y juguetean y retozan, y luego gimen y rabian y lloran, sin saber muchos veces por qué; ¿no hace lo mismo, a su modo, el adulto? Los niños ceden a un impulso de su organización, al buen o mal estado de su salud, a la disposición atmosférica, que los afecta agradable o desagradablemente; en desapareciendo estas causas, se cambia el estado de sus espíritus; no se acuerdan del momento anterior ni piensan en el venidero; sólo se rigen por la impresión que actualmente experimentan. ¿No hace esto mismo millares de veces el hombre más serio, más grave y sesudo?




§ LI

Mudanza de D. Nicasio en breves horas


Don Nicasio es un varón de edad provecta, de juicio sosegado y maduro, lleno de conocimientos, de experiencia, y que rara vez se deja llevar de la impresión del momento. Todo lo pesa en la balanza de una sana razón, y en este peso no consiente que influyan por un adarme las pasiones de ningún género. Se le habla de una empresa de mucha gravedad, para la cual se cuenta con su práctica de mundo y su inteligencia particular en aquella clase de negocios. Don Nicasio está a disposición del proponente; no tiene ninguna dificultad en entrar de lleno en la empresa y hasta en comprometer en ella una parte de su fortuna. Está bien seguro de no perderla; si hay obstáculos, no le dan cuidado; él sabe el modo de removerlos; si hay rivales poderosos, a D. Nicasio no le hacen mella. Otras hazañas de más monta ha llevado a cabo; negocios mucho más espinosos ha tenido que manejar; más poderosos rivales ha tenido que vencer. Embebido en la idea que le halaga, se expresa con facilidad y rapidez, gesticula con viveza, su mirada es sumamente expresiva, su fisonomía juvenil diríase que ha vuelto a sus veinticinco abriles si algunas canas, asomando por un lado del postizo, no revelasen traidoramente los trofeos de los años.

El negocio está concluido; faltan algunos pormenores; quedáis emplazado para redondearlos en otra entrevista, ¿Mañana? No, señor; nada de dilaciones, no las consiente la actividad de D. Nicasio; es preciso acabar con todo hoy mismo, por la tarde. Don Nicasio, se ha retirado a su casa, y ni a su persona, ni a su familia, ni a ninguna de sus cosas ha ocurrido ningún accidente desagradable.

Es la hora señalada; acudís con puntualidad, y os halláis en presencia del héroe de la mañana. Don Nicasio está algo descompuesto en su vestido, merced a un calor que le ahoga. Medio tendido en el sofá os devuelve el saludo con un esfuerzo afectuoso, pero con evidentes señales de fastidiosa laxitud.

-Vamos a ver, Sr. D. Nicasio, si quedamos convenidos definitivamente.

-Tiempo tenemos de hablar... -contesta D. Nicasio; y su fisonomía se contrae con muestras de tedio.

-Como usted me ha citado para esta tarde...

-Sí; pero...

-Como usted guste.

-Ya se ve; pero es menester pensarlo mucho; ¡qué sé yo!...

-Lo que es dificultades conozco que hay; sólo que viéndole a usted tan animoso esta mañana, lo confieso, todo se me hacía ya camino llano.

-Animoso, y lo estoy aún...; pero, sin embargo, sin embargo, conviene no llevar demasiada prisa... En fin, ya hablaremos -añade con expresión de quien desea que no le comprometan.

Don Nicasio es otro, expresa lo que siente; nada de la audacia, de la actividad de la mañana; nada de los proyectos tan fáciles de ejecutar; entonces los obstáculos importaban poco, ahora son casi insuperables; los rivales no significaban nada, ahora son invencibles. ¿Qué ha sucedido? ¿Le han dado a D. Nicasio otras noticias? No ha visto a nadie. ¿Ha meditado sobre el negocio? No se había acordado más de él. ¿Qué ha sucedido, pues, para causar tamaña revolución en su espíritu, alterando su modo de ver las cosas y quebrantando tan lastimosamente sus ímpetus juveniles? Nada; la explicación del fenómeno es muy sencilla; no busquéis grandes causas, son muy pequeñas. En primer lugar, ahora hace un calor atroz, lo que por cierto, dista mucho del oreo de una fresca brisa como sucedía por la mañana; D. Nicasio está sumamente abatido, la hora es pesada, el cielo se encapota y parece amenaza tempestad. La comida era además algo indigesta; el sueño de la siesta ha sido demasiado breve y no sin alguna pesadilla. ¿Se quiere más? ¿No son estos motivos bastante poderosos para trastornar el espíritu de un hombre grave y modificar sus opiniones? A pesar de todas las citas, ¿quién os ha llevado a su casa bajo una constelación tan infausta?

Tal es el hombre; la menor cosa le desconcierta, le hace otro. Unido su espíritu a un cuerpo sujeto a mil impresiones diferentes, que se suceden con tanta rapidez y se reciben con igual facilidad que los movimientos de la hoja de un árbol, participa en cierto modo de esa inconsciencia y variedad, trasladando con harta frecuencia a los objetos las mudanzas que sólo él ha experimentado.




§ LII

Los sentimientos, por sí solos, son mala regla de conducta


Lo dicho manifiesta la imposibilidad de dirigir la conducta del hombre por sólo el sentimiento; y la literatura de nuestra época, que tan poco se ocupa de comunicar ideas de razón y de moral y que, al parecer, no se propone sino excitar sentimientos, olvida la naturaleza del hombre y causa un mal de inmensa trascendencia.

El entregar al hombre a merced del solo sentimiento es arrojar un navío sin piloto en medio de las olas. Esto equivale a proclamar la infalibilidad de las pasiones a decir: «Obra siempre por instinto, obedeciendo ciegamente a todos los movimientos de tu corazón»; esto equivale a despojar al hombre de su entendimiento, de su libre albedrío, a convertirle en simple instrumento de su sensibilidad.

Se ha dicho que los grandes pensamientos salen del corazón; también pudiera añadirse que del corazón salen grandes errores, grandes delirios, grandes extravagancias, grandes crímenes. Del corazón sale todo; es un arpa soberbia que despide toda clase de sonidos, desde el horrendo estrépito de las cavernas infernales hasta la más delicada armonía de las regiones celestes.

El hombre que no tiene más guía que su corazón es el juguete de mil inclinaciones diversas y a menudo contradictorias; una ligerísima pluma, en medio de una campiña donde reinan los vientos, ¿no lleva las direcciones más variadas e irregulares? ¿Quién es capaz de contar ni clasificar la infinidad de sentimientos que se suceden en nuestro pecho en brevísimas horas? ¿Quién no ha reparado en la asombrosa facilidad con que se basa de la viva afición a un trabajo, a una repugnancia casi insuperable? ¿Quién no ha sentido simpatía o antipatía a la simple presencia de una persona, sin que pueda señalarse ninguna razón de ella y sin que los hechos ofrezcan en lo sucesivo motivo alguno que justifique aquella impresión? ¿Quién no se ha admirado repetidas veces de encontrarse transformado en pocos instantes, pasando del brío al abatimiento, de la osadía a la timidez, o viceversa, sin que hubiese mediado ninguna causa ostensible? ¿Quién ignora las mudanzas que los sentimientos sufren con la edad, con la diferencia de estado, de posición social, de relaciones familiares, de salud, de clima, de estación; de atmósfera? Todo cuanto afecta a nuestras ideas, nuestros sentidos; nuestro cuerpo, de cualquier modo que sea, todo modifica nuestros sentimientos; y de aquí la asombrosa inconstancia que se nota en los que se abandonan a todos los impulsos de las pasiones; de aquí esa volubilidad de las organizaciones demasiado sensibles si no han hecho grandes esfuerzos para dominarse.

Las pasiones han sido dadas al hombre como medios para despertarle y ponerle en movimiento, como instrumentos para servirle en sus acciones; mas no como directoras de su espíritu, no como guías de su conducta. Se dice a veces que el corazón no engaña; ¡lamentable error! ¿Qué es nuestra vida sino un tejido de ilusiones con que el corazón nos engaña? Si alguna vez acertamos, entregándonos ciegamente a lo que él nos inspira, ¡cuántas y cuántas nos hace extraviar! ¿Sabéis por qué se atribuye al corazón ese acierto instintivo? Porque nos llama extremadamente la atención uno de sus aciertos cuando nos consta que son tantos sus desaciertos; porque nos causa extraña sorpresa el verle adivinar en medio de su ceguera cuando son tantas las veces que le encontramos desatinado. Por esto recordamos su acierto excepcional; en gracia de éste le perdonamos todos sus yerros y le honramos con una previsión y un tino que no posee ni puede poseer.

El fundar la moral sobre el sentimiento es destruirla; el arreglar su conducta a las inspiraciones del sentimiento es condenarse a no seguir ninguna fija y a tenerla frecuentemente muy inmoral y funesta. La tendencia de la literatura que actualmente está en boga en Francia, y que, desgraciadamente, se introduce también en nuestra España, es divinizar las pasiones; y las pasiones divinizadas son extravagancia, inmoralidad, corrupción, crimen.




§ LIII

No impresiones sensibles, sino moral y razón


La conducta del hombre, así con respecto a lo moral como a lo útil, no debe gobernarse por impresiones, sino por reglas constantes; en lo moral, por las máximas de eterna verdad; en lo útil, por los consejos de la sana razón. El hombre no es un Dios en quien todo se santifique por sólo hallarse en él; las impresiones que recibe son modificaciones de su naturaleza, que en nada alteran las leyes eternas; una cosa justa no pierde la justicia por serle desagradable; una cosa injusta, por serle agradable, no se lava de la injusticia. El enemigo implacable que hunde el puñal vengador en las entrañas de su víctima siente en su corazón un placer feroz, y su acción no deja de ser un crimen; la hermana de la caridad que asiste al enfermo, que le alivia y consuela, sufre más de una vez tormentos atroces, mas por esto su acción no deja de ser heroicamente virtuosa.

Prescindiendo de lo moral y atendiendo a lo útil, es necesario tratar las cosas con arreglo a lo que son, no a lo que nos afectan; la verdad no está esencialmente en nuestras impresiones, sino en los objetos; cuando aquéllas nos ponen en desacuerdo con éstos, nos extravían. El mundo real no es el mundo de los poetas y novelistas; es preciso considerarle y tratarle tal como es en sí, no sentimental, no fantástico, no soñador, sino positivo, práctico, prosaico.




§ LIV

Un sentimiento bueno, la exageración lo hace malo


La religión no sofoca los sentimientos, sólo los modela y los dirige; la prudencia no desecha el auxilio de las pasiones templadas, sólo se guarda de su predominio. La armonía no se ha de producir en el hombre con el simultáneo desarrollo de las pasiones, sino con su represión; el contrapeso de las que se dejen funcionando no son sólo las otras pasiones, sino principalmente la razón y la moral.

La oposición misma de las inclinaciones buenas a las malas deja de ser saludable cuando en ella no preside como señor la razón; porque las inclinaciones buenas no son buenas sino en cuanto la razón las dirige y modera; abandonadas a sí mismas, se exageran, se hacen malas.

Un valiente está encargado de un puesto peligroso; el riesgo crece por momentos; a su alrededor van cayendo sus camaradas; los enemigos se aproximan cada vez más; apenas hay esperanza de sostenerse, y la orden para retirarse no llega. El desaliento entra por un instante en el corazón del valiente; ¿a qué morir sin ningún fruto? El deber de la disciplina y del honor, ¿se extenderá hasta un sacrificio inútil? ¿No sería mejor abandonar el puesto, excusarse a los ojos del jefe con lo imperioso de la necesidad? «No -responde su corazón generoso-; esto es cobardía que se cubre con el nombre de prudencia. ¿Qué dirán tus compañeros, qué tu jefe, qué cuantos te conocen? ¿La ignominia o la muerte? Pues la muerte, sin vacilar, la muerte».

¿Se puede culpar esa reflexión con que el bravo oficial ha procurado sostenerse a sí mismo contra la tentación de cobardía? Ese deseo del honor, ese horror a la ignominia de pasar por cobarde, ¿no ha sido en él un sentimiento? Pero un sentimiento noble, generoso, con cuya fuerza y ascendiente se ha fortalecido contra la asechanza del miedo y ha cumplido su deber. Esa pasión, pues, dirigida a un objeto bueno, ha producido un resultado excelente, que tal vez sin ella no se hubiera conseguido; en aquellos momentos críticos, terribles, en que el estruendo del cañón, la gritería del enemigo cercano y los ayes de los camaradas moribundos comenzaban a introducir el espanto en su pecho, la razón enteramente sola tal vez hubiera sucumbido; pero ha llamado en su ayuda a una pasión más poderosa que el temor de la muerte: el sentimiento del honor, la vergüenza de parecer cobarde; y la razón ha triunfado, el deber se ha cumplido.

Llegada la orden de replegarse, el oficial se reúne a su cuerpo, habiendo perdido en el puesto fatal a casi todos sus soldados. «Ya le teníamos a usted por muerto -le dice chanceándose uno de sus amigos-; no se habrá usted olvidado del parapeto». El oficial se cree ultrajado, pide con calor una satisfacción, y a las pocas horas el burlón imprudente ha dejado de existir. El mismo sentimiento que poco antes impulsara a una acción heroica acaba de causar un asesinato. El honor, la vergüenza de pasar por cobarde, habían sostenido al valiente hasta el punto de hacerle despreciar su vida; el honor, la vergüenza de pasar por cobarde han teñido sus manos con la sangre de un amigo imprudente. La pasión dirigida por la razón se elevó hasta el heroísmo; entregada a su ímpetu ciego, se ha degradado hasta el crimen.

La emulación es un sentimiento poderoso, excelente preservativo contra la pereza, contra la cobardía y contra cuantas pasiones se oponen al ejercicio útil de nuestras facultades. De ella se aprovecha el maestro para estimular a los alumnos; de ella se sirve el padre de familia para refrenar las malas inclinaciones de alguno de sus hijos; de ella se vale un capitán para obtener de sus subordinados constancia, valor, hazañas heroicas. El deseo de adelantar, de cumplir con el deber, de llevar a cabo grandes empresas; el doloroso pesar de no haber hecho de nuestra parte todo lo que podíamos y debíamos; el rubor de vernos excedidos por aquellos a quienes hubiéramos podido superar son sentimientos muy justos, muy nobles, excelentes para hacernos avanzar en el camino del bien. En ellos no hay nada reprensible; ellos son el manantial de muchas acciones virtuosas, de resoluciones sublimes, de hazañas sorprendentes.

Pero si ese mismo sentimiento se exagera, el néctar aromático, dulce, confortador, se trueca en el humor mortífero que fluye de la boca de un reptil ponzoñoso, la emulación se hace envidia. El sentimiento en el fondo es el mismo, pero se ha llevado a un punto demasiado alto; el deseo de adelantar ha pasado a ser una sed abrasadora; el pesar de verse superado es ya un rencor contra el que supera; ya no hay aquella rivalidad que se hermanaba muy bien con la amistad más íntima, que procuraba suavizar la humillación del vencido prodigándole muestras de cariño y sinceras alabanzas por sus esfuerzos; que, contenta con haber conquistado el lauro, le escondía para no lastimar el amor propio de los demás; hay, sí, un verdadero despecho, hay una rabia no por la falta de los adelantos propios, sino por la vista de los ajenos; hay un verdadero odio al que se aventaja, hay un vivo anhelo por rebajar el mérito de sus obras, hay maledicencia, hay el desdén con que se encubre un furor mal comprimido, hay la sonrisa sardónica que apenas alcanza a disimular los tormentos del alma.

Nada más conforme a razón que aquel sentimiento de la propia dignidad, que se exalta santamente cuando las pasiones brutales excitan a una acción vergonzosa; que recuerda al hombre lo sagrado de sus deberes y no le consiente deshonrarse faltando a ellos; aquel sentimiento que le inspira la actitud que le conviene tomar según la posición que ocupa; aquel sentimiento que llena de majestad el semblante y modales del monarca; que da al rostro y maneras de un pontífice santa gravedad y unción augusta; que brilla en la mirada de fuego de un gran capitán y en su ademán resuelto, osado, imponente; aquel sentimiento que a la dicha no le permite alegría descompuesta ni al infortunio abatimiento innoble; que señala la oportunidad de un prudente silencio o sugiere una palabra decorosa y firme; que deslinda la afabilidad de la nimia familiaridad, la franqueza del abandono, la naturalidad de los modales de una libertad grosera; aquel sentimiento, en fin, que vigoriza al hombre sin endurecerle, que le suaviza sin relajarle, que le hace flexible sin inconstancia y constante sin terquedad. Pero ese mismo sentimiento, si no está moderado y dirigido por la razón, se hace orgullo; el orgullo que hincha el corazón, enhiesta la frente, da a la fisonomía un aspecto ofensivo y a los modales una afectación entre irritante y ridícula; el orgullo que desvanece, que imposibilita para adelantar, que se suscita a sí propio obstáculos en la ejecución, que inspira grandes maldades, que provoca el aborrecimiento y el desprecio, que hace insufrible.

¡Qué sentimiento más razonable que el deseo de adquirir o conservar lo necesario para las atenciones propias y de aquellas personas de cuyo cuidado encargan el deber o el afecto! Él previene contra la prodigalidad, aparta de los excesos, preserva de una vida licenciosa, inspira amor a la sobriedad, templanza en todos los deseos, afición al trabajo. Pero este mismo sentimiento, llevado a la exageración, impone ayunos que Dios no acepta, frío en el invierno y calor en el verano, mal cuidado de la salud, abandono en las enfermedades, mortifica con privaciones a la familia, niega todo favor a los amigos, cierra la mano para los pobres, endurece cruelmente el corazón para toda clase de infortunios, atormenta con sospechas, temores, zozobras, prolonga las vigilias, engendra el insomnio, persigue y agita con la aparición de espectros robadores los breves momentos de sueño, haciendo que no pueda lograr descanso


el rico avaro en el angosto lecho,
y que sudando con terror despierte

Véase, pues, con cuánta verdad he dicho que los mismos sentimientos buenos la exageración los hace malos; que el sentimiento por sí solo es una guía mal segura y a menudo peligrosa. La razón es quien debe dirigirle conforme a los eternos principios de la moral; la razón es quien debe encaminarle hasta en el terreno de la utilidad. Pero jamás el hombre se ocupa demasiado del conocimiento de sí mismo; ningún esfuerzo está de más para adquirir aquel criterio moral y acertado que nos enseña la verdad práctica, la verdad que debe presidir a todos los actos de nuestra vida. Proceder a la aventura, abandonarse ciegamente a las inspiraciones del corazón es exponerse a mancharse con la inmoralidad y a cometer una serie de yerros que acaban por acarrear terribles infortunios.




§ LV

La ciencia es muy útil a la práctica


En todo lo concerniente a objetos sometidos a leyes necesarias claro es que el conocimiento de éstas ha de ser utilísimo, cuando no indispensable. De cuyo principio infiero que discurren muy mal los que, en tratándose de ejecutar, descuidan la ciencia y sólo se atienen a la práctica. La ciencia, si es verdaderamente digna de este nombre, se ocupa en el descubrimiento de las leyes que rigen la Naturaleza, y así su ayuda ha de ser de la mayor importancia. Tenemos de esta verdad una irrefragable prueba en lo que ha sucedido en Europa de tres siglos a esta parte. Desde que se han cúltivado las matemáticas y las ciencias naturales el progreso de las artes ha sido asombroso. En el siglo actual, se están haciendo continuamente ingeniosos descubrimientos; y ¿qué son éstos sino otras tantas aplicaciones de la ciencia?

La rutina que desdeña a la ciencia muestra con semejante desdén un orgullo necio, hijo de la ignorancia. El hombre se distingue de los brutos animales por la razón con que le ha dotado el Autor de la Naturaleza; y no querer emplear las luces del entendimiento para la dirección de las operaciones, aun las más sencillas, es mostrarse ingrato a la bondad del Criador. ¿Para qué se nos ha dado esa antorcha sino para aprovecharnos de ella en cuanto sea posible? Y si a ella se deben tan grandes concepciones científicas, ¿por qué no la hemos de consultar para que nos suministre reglas que nos guíen en la práctica?

Véase el atraso en que se encuentra la España en cuanto a desarrollo material, merced al descuido con que han sido miradas durante largo tiempo las ciencias naturales y exactas; comparémonos con las naciones que no han caído en este error y nos será fácil palpar la diferencia. Verdad es que hay en las ciencias una parte meramente especulativa y que difícilmente puede conducir a resultados prácticos; sin embargo, es preciso no olvidar que aun esta parte, al parecer inútil y como si dijéramos de mero lujo, se liga muchas veces con otras que tienen inmediata relación con las artes. Por manera que su inutilidad es sólo aparente, pues andando el tiempo se descubren consecuencias en que no se había reparado. La historia de las ciencias naturales y exactas nos ofrece abundantes pruebas de esta verdad. ¿Qué cosa más puramente especulativa, y al parecer más estéril, que las fracciones continuas? Y, no obstante, ellas sirvieron a Huygens para determinar las dimensiones de las ruedas dentadas en la construcción de su autómata planetario.

La práctica sin la teoría permanece estacionaria o no adelanta sino con muchísima lentitud; pero, a su vez, la teoría sin la práctica fuera también infructuosa. La teoría no progresa ni se solida sin la observación, y la observación estriba en la práctica. ¿Qué sería la ciencia agrícola sin la experiencia del labrador?

Los que se destinan a la profesión de un arte deben, si es posible, estar preparados con los principios de la ciencia en que aquélla se funda. Los carpinteros, albañiles, maquinistas, saldrían sin duda más hábiles maestros si poseyesen los elementos de geometría y de mecánica; y los barnizadores, tintoreros y de otros oficios no andarían tan a tientas en sus operaciones si no careciesen de las luces de la química. Si una gran parte del tiempo que se pierde miserablemente en la escuela y en casa, ocupándose en estudios inconducentes, se emplease en adquirir los conocimientos preparatorios, acomodados a la carrera que se quiere emprender, los individuos, las familias y la sociedad reportarían, por cierto, mayor fruto de sus tareas y dispendios.

Bueno es que un joven sea literato; ¿pero de qué le servirá un brillante trozo de Walter Scott o de Víctor Hugo cuando, colocado al frente de un establecimiento, sea preciso conocer los defectos de una máquina, las ventajas o inconvenientes de un procedimiento, o adivinar el secreto con que en los países extranjeros se ha llegado a la perfección de un tinte? Al arquitecto, al ingeniero, ¿serán los artículos de política los que les enseñarán a construir un edificio con solidez, elegancia, aptitud y buen gusto; a formar atinadamente el plan de una carretera o canal, a dirigir las obras con inteligencia; a levantar una calzada o suspender un puente?




§ LVI

Inconvenientes de la universalidad


El saber es muy costoso y la vida muy breve, y, sin embargo, vemos con dolor que se desparraman las facultades del hombre hacia mil objetos diferentes, halagando a un tiempo la vanidad, porque de esta suerte se adquiere la reputación de sabio; la pereza, porque es harto más trabajoso el fijarse sobre una materia y dominarla que no el adquirir cuatro nociones generales sobre todos los ramos.

Se ponderan de continuo las ventajas de la división del trabajo en la industria, y no se advierte que este principio es también aplicable a la ciencia. Son pocos los hombres nacidos con felices disposiciones para todo. Muchos que podrían ser una excelente especialidad, dedicándose principal o exclusivamente a un ramo, se inutilizan miserablemente aspirando a la universalidad. Son incalculables los daños que de esto resultan la sociedad y a los individuos, pues que se consumen estérilmente muchas fuerzas que, bien aprovechadas y dirigidas, habrían podido producir grandes bienes; Vaucanson y Watt hicieron prodigios en la mecánica, y es muy probable que se hubieran distinguido muy poco en las bellas artes y en la poesía; Lafontaine se inmortalizó con sus Fábulas, y, metido a hombre de negocios, hubiera sido de los más torpes. Sabido es que en el trato de la sociedad parecía a veces estar falto de sentido común.

No negaré que unos conocimientos presten a otros grande auxilio, ni las ventajas que reporta una ciencia de las luces que le suministran otras, quizá de un orden totalmente distinto; pero repito que esto es para pocos y que la generalidad de los hombres debe dedicarse especialmente a un ramo.

Así, en las ciencias como en las artes, lo que conviene es elegir con acierto la profesión; pero, una vez escogida, es preciso aplicarse a ella o principal o exclusivamente.

La abundancia de libros, de periódicos, de manuales, de enciclopedias convida a estudiar un poco de todo; esta abundancia indica el gran caudal de conocimientos atesorados con el curso de los siglos y de lo que disfruta la edad presente; pero, en cambio, acarrea un mal muy grave, y es que hace perder a muchos en intensidad lo que adquieren en extensión, y a no pocos les proporciona aparentar que saben de todo cuando en realidad no saben nada.

Si la España ha de progresar de una manera real y positiva, es preciso que se acuda a remediar este abuso; que se encajonen, por decirlo así, los ingenios en sus respectivas carreras, y que sin impedir la universalidad de conocimientos, en los que de tanto sean capaces, se cuide que no falte en algunos la profundidad y en todos la suficiencia. La mayor parte de las profesiones demandan un hombre entero para ser desempeñadas cual conviene; si se olvida esta verdad, las fuerzas intelectuales se consumen lastimosamente, sin producir resultado, como en una máquina mal construida se pierde gran parte del impulso par falta de buenos conductos que le dirijan y apliquen.

A quien reflexione sobre el movimiento intelectual de nuestra patria en la época presente se le ofrece de bulto la causa de esa esterilidad que nos aflige, a pesar de una actividad siempre creciente. Las fuerzas se disipan, se pierden, porque no hay dirección; los ingenios marchan a la ventura, sin pensar adónde van; los que profesan con fruto una carrera, la abandonan a la vista de otra que brinda con más ventajas, y la revolución, trastornando todos los papeles, haciendo del abogado un diplomático, del militar un político, del comerciante un hombre de gobierno, del juez un economista, de nada todo, aumenta el vértigo de las ideas y opone gravísimos obstáculos a todos los progresos.




§ LVII

Fuerza de la voluntad


El hombre retiene siempre un gran caudal de fuerzas sin emplear, y el secreto de hacer mucho es acertar a explotarse a sí mismo. Para convencerse de esta verdad basta considerar cuánto se multiplican las fuerzas del hombre que se halla en aprieto; su entendimiento es más capaz y penetrante, su corazón más osado y emprendedor, su cuerpo más vigoroso, y esto ¿por qué? ¿Se crean acaso nuevas fuerzas? No, ciertamente; sólo se despiertan, se ponen en acción, se aplican a un objeto determinado. ¿Y cómo se logra esto? El aprieto aguijonea la voluntad y ésta despliega, por decirlo así, toda la plenitud de su poder; quiere el fin con intensidad y viveza, manda con energía a todas las facultades que trabajen por encontrar los medios a propósito y por emplearlos una vez encontrados, y el hombre se asombra de sentirse otro, de ser capaz de llevar a cabo lo que en circunstancias ordinarias le parecería del todo imposible.

Lo que sucede en extremos apurados debe enseñarnos el modo de aprovechar y multiplicar nuestras fuerzas en el curso de los negocios comunes; regularmente, para lograr un fin, lo que se necesita es voluntad, voluntad decidida, resuelta, firme, que marche a su objeto sin arredrarse por obstáculos ni fatigas. Las más de las veces no tenemos verdadera voluntad, sino veleidad; quisiéramos, mas no queremos; quisiéramos, si no fuese preciso salir de nuestra habitual pereza, arrostrar tal trabajo, superar tales obstáculos, pero no queremos alcanzar el fin a tanta costa; empleamos con flojedad nuestras facultades y desfallecemos a la mitad del camino.




§ LVIII

Firmeza de voluntad


La firmeza de voluntad es el secreto de llevar a cabo las empresas arduas; con esta firmeza comenzamos por dominarnos a nosotros mismos; primera condición para dominar los negocios. Todos experimentamos que en nosotros hay dos hombres: uno inteligente, activo, de pensamientos elevados, de deseos nobles, conformes a la razón, de proyectos arduos y grandiosos; otro torpe, soñoliento, de miras mezquinas, que se arrastra por el polvo cual inmundo reptil, que suda de angustia al pensar que se le hace preciso levantar la cabeza del suelo. Para el segundo no hay recuerdo de ayer, ni la previsión de mañana; no hay más que lo presente, el goce de ahora, lo demás no existe; para el primero hay la enseñanza de lo pasado y la vista del porvenir; hay otros intereses que los del momento, hay una vida demasiado anchurosa para limitarla a lo que afecta en este instante; para el segundo el hombre es un ser que siente y goza; para el primero el hombre es una criatura racional, a imagen y semejanza de Dios, que se desdeña de hundir su frente en el polvo, que la levanta con generosa altivez hacia el firmamento, que conoce toda su dignidad, que se penetra de la nobleza de su origen y destino, que alza su pensamiento sobre la región de las sensaciones, que prefiere al goce el deber.

Para todo adelanto sólido y estable conviene desarrollar al hombre noble y sujetar y dirigir al innoble con la firmeza de la voluntad. Quien se ha dominado a sí mismo domina fácilmente el negocio y a los demás que en él toman parte. Porque es cierto que una voluntad firme, y constante, ya por sí sola y prescindiendo de las otras cualidades de quien la posea, ejerce poderoso ascendiente sobre los ánimos y los sojuzga y avasalla.

La terquedad es, sin duda, un mal gravísimo, porque nos lleva a desechar los consejos ajenos, aferrándonos en nuestro dictamen y resolución contra las consideraciones de prudencia y justicia. De ella debemos precavernos cuidadosamente, porque, teniendo su raíz en el orgullo, es planta que fácilmente se desarrolla. Sin embargo, tal vez podría asegurarse que la terquedad no es tan común ni acarrea tantos daños como la inconstancia. Ésta nos hace incapaces de llevar a cabo las empresas arduas y esteriliza nuestras facultades, dejándolas ociosas o aplicándolas sin cesar a objetos diferentes y no permitiendo que llegue a sazón el fruto de las tareas; ella nos pone a la merced de todas nuestras pasiones, de todos los sucesos, de todas las personas que nos rodean; ella nos hace también tercos en el prurito de mudanza y nos hace desoír los consejos de la justicia, de la prudencia y hasta de nuestros más caros intereses.

Para lograr esta firmeza de voluntad y precaverse contra la inconstancia conviene formarse convicciones fijas, prescribirse un sistema de conducta, no obrar al acaso. Es cierto que la variedad de acontecimientos y circunstancias y la escasez de nuestra previsión nos obligan con frecuencia a modificar los planes concebidos; pero esto no impide que podamos formarlos, no autoriza para entregarse ciegamente al curso de las cosas y marchar a la ventura. ¿Para qué se nos ha dado la razón sino para valernos de ella y emplearla como guía en nuestras acciones?

Téngase por cierto que quien recuerde estas observaciones, quien proceda con sistema, quien obre con premeditado designio llevará siempre notable ventaja sobre los que se conduzcan de otra manera; si son sus auxiliares, naturalmente se los hallará puestos bajo sus órdenes y se verá constituido su caudillo, sin que ellos lo piensen ni él propio lo pretenda; si son sus adversarios o enemigos, los desbaratará, aun contando con menos recursos.

Conciencia tranquila, designio premeditado, voluntad firme: he aquí las condiciones para llevar a cabo las empresas. Esto exige sacrificios, es verdad; esto demanda que el hombre se venza a sí mismo, es cierto; esto supone mucho trabajo interior, no cabe duda; pero en lo intelectual, como en lo moral, como en lo físico; en lo temporal, como en lo eterno, está ordenado que no alcanza la corona quien no arrostra la lucha.




§ LIX

Firmeza, energía, ímpetu


Voluntad firme no es lo mismo que voluntad enérgica y mucho menos que voluntad impetuosa. Estas tres cualidades son muy diversas, no siempre se hallan reunidas, y no es raro que se excluyan recíprocamente. El ímpetu es producido por un acceso de pasión, es el movimiento de la voluntad arrastrada por la pasión, es casi la pasión misma. Para la energía no basta un acceso momentáneo, es necesaria una pasión fuerte pero sostenida por algún tiempo. En el ímpetu hay explosión, el tiro sale, mas el proyectil cae a poca distancia; en la energía hay explosión también, quizá no tan ruidosa; pero, en cambio, el proyectil silba gran trecho por los aires y alcanza un blanco muy distante. La firmeza no requiere ni uno ni otro, admite también pasión, frecuentemente la necesita; pero es una pasión constante, con dirección fija, sometida a regularidad. El ímpetu o destruye en un momento todos los obstáculos o se quebranta; la energía sostiene algo más la lucha, pero se quebranta también; la firmeza los remueve si puede, cuando no los salva da un rodeo y si ni uno ni otro le es posible se para y espera.

Mas no debe creerse que esta firmeza no pueda tener en ciertos casos energía, ímpetu irresistible; después de esperar mucho también se impacienta, y una resolución extrema es tanto más temible cuanto es más premeditada, más calculada. Estos hombres en apariencia fríos, pero que en realidad abrigan un fuego concentrado y comprimido, son formidables cuando llega el momento fatal y dicen «ahora»... Entonces clavan en el objeto su mirada encendida y se lanzan a él rápidos como el rayo, certeros como una flecha.

Las fuerzas morales son como las físicas: necesitan ser economizadas; los que a cada paso las prodigan las pierden; los que las reservan con prudente economía las tienen mayores en el momento oportuno. No son las voluntades más firmes las que chocan continuamente con todo; por el contrario, los muy impetuosos ceden cuando se les resiste, atacan cuando se cede. Los hombres de voluntad más firme no suelen serlo para las cosas pequeñas; las miran con lástima, no las consideran dignas de un combate. Así, en el trato común son condescendientes, flexibles, desisten con facilidad, se prestan a lo que se quiere. Pero llegada la ocasión, sea por presentarse un negocio grande en que convenga desplegar las fuerzas, sea porque alguno de los pequeños haya sido llevado a un extremo tal en que no se pueda condescender más y sea necesario decir basta, entonces no es más impetuoso el león si trata de atacar; no es más firme la roca si se trata de resistir.

Esa fuerza de voluntad, que da valor en el combate y fortaleza en el sufrimiento, que triunfa de todas las resistencias, que no retrocede por ningún obstáculo, que no se desalienta con el mal éxito ni se quebranta con los choques más rudos; esa voluntad, que, según la oportunidad del momento, es fuego abrasador o frialdad aterradora; que, según conviene, pinta en el rostro formidable tempestad o una serenidad todavía más formidable; esa gran fuerza de voluntad, que es hoy lo que era ayer, que será mañana lo que es hoy; esa gran fuerza de voluntad, sin la que no es posible llevar a cabo arduas empresas que exijan dilatado tiempo, que es uno de los caracteres distintivos de los hombres que más se han señalado en los fastos de la humanidad, de los hombres que viven en los monumentos que han levantado o en las instituciones que han establecido, en las revoluciones que han hecho o en los diques con que las han contenido; esa gran fuerza de voluntad que poseían los grandes conquistadores, los jefes de sectas, los descubridores de nuevos mundos, los inventores que consumieron su vida en busca de su invento, los políticos que con mano de hierro amoldaron la sociedad a una nueva forma, imprimiéndole un sello que después de largos siglos no se ha cerrado aún; esa fuerza de voluntad que hace de un humilde fraile un gran papa en Sixto V, un gran regente en Cisneros; esa fuerza de voluntad que, cual muro de bronce, detiene el protestantismo en la cumbre del Pirineo, que arroja sobre la Inglaterra una armada gigantesca y escucha impasible la nueva de su pérdida, que somete el Portugal, vence en San Quintín, levanta El Escorial y que en el sombrío ángulo del monasterio contempla con ojos serenos la muerte cercana mientras


extraña agitación, tristes clamores
en el palacio de Felipe cunden,
que por el claustro y población a un tiempo
con angustiados ayes se difunden;

esa fuerza de voluntad, repito, necesita dos condiciones, o más bien resulta de la acción combinada de dos causas: una idea y un sentimiento. Una idea clara, viva, fija, poderosa, que absorba el entendimiento, ocupándole todo, llenándole todo. Un sentimiento fuerte, enérgico, dueño exclusivo del corazón y completamente subordinado a la idea. Si alguna de estas circunstancias falta, la voluntad flaquea, vacila.

Cuando la idea no tiene en su apoyo el sentimiento, la voluntad es floja; cuando el sentimiento no tiene en su apoyo la idea, la voluntad vacila, es inconstante. La idea es la luz que señala el camino; es más: es el punto luminoso que fascina, que atrae, que arrastra; el sentimiento es el impulso, es la fuerza que mueve, que lanza.

Cuando la idea no es viva, la atracción disminuye, la incertidumbre comienza, la voluntad es irresoluta: cuando la idea no es fija, cuando el punto luminoso muda de lugar, la voluntad anda mal segura; cuando la idea se deja ofuscar o reemplazar por otras la voluntad muda de objetos, es voluble, y cuando el sentimiento no es bastante poderoso, cuando no está en proporción con la idea, el entendimiento la contempla con placer, con amor, quizá con entusiasmo, pero el alma no se halla con fuerzas para tanto; el vuelo no puede llegar allá; la voluntad no intenta nada y si intenta se desanima y desfallece.

Es increíble lo que pueden esas fuerzas reunidas, y lo extraño es que su poder no es sólo con respecto al que las tiene, sino que obra eficazmente sobre los que le rodean. El ascendiente que llega a ejercer sobre los demás un hombre de esta clase es superior a todo encarecimiento. Esa fuerza de voluntad, sostenida y dirigida por la fuerza de una idea, tiene algo de misterioso, que parece revestir al hombre de un carácter superior y le da derecho al mando de sus semejantes; inspira una confianza sin límites, una obediencia ciega a todos los mandatos del héroe. Aun cuando sean desacertados no se los cree tales se considera que hay un plan secreto que no se concibe: «Él sabe bien lo que hace», decían los soldados de Napoleón y se arrojaban a la muerte.

Para los usos comunes de la vida no se necesitan estas cualidades en grado tan eminente; pero el poseerlas del modo que se adapte al talento, índole y posición del individuo es siempre muy útil y en algunos casos necesario. De esto dependen en gran parte las ventajas que unos llevan a otros en la buena dirección y acertado manejo de los asuntos, pudiendo asegurarse que quien está enteramente falto de dichas cualidades será hombre de poco valer, incapaz de llevar a cabo ningún negocio importante. Para las grandes cosas es necesaria gran fuerza, para las pequeñas basta pequeña; pero todas han menester alguna. La diferencia está en la intensidad y en los objetos, mas no en la naturaleza de las facultades ni de su desarrollo. El hombre grande, como el vulgar, se dirigen por el pensamiento y se mueven por la voluntad y las pasiones. En ambos la fijeza de la idea y la fuerza del sentimiento son los dos principios que dan a la voluntad energía y firmeza. Las piedrezuelas que arrebata el viento están sometidas a las mismas leyes que la masa de un planeta.




§ LX

Conclusión y resumen


Criterio es un medio para conocer la verdad. La verdad en las cosas, en la realidad. La verdad en el entendimiento es conocer las cosas tal como son. La verdad en la voluntad es quererlas como es debido, conforme a las reglas de la sana moral. La verdad en la conducta es obrar por impulso de esta buena voluntad. La verdad en proponerse un fin es proponerse el fin conveniente y debido, según las circunstancias. La verdad en la elección de los medios es elegir los que son conformes a la moral y mejor conducen al fin. Hay verdades de muchas clases porque hay realidad de muchas clases; hay también muchos modos de conocer la verdad. No todas las cosas se han de mirar de la misma manera, sino del modo que cada una de ellas se ve mejor. Al hombre le han sido dadas muchas facultades. Ninguna es inútil. Ninguna es intrínsecamente mala. La esterilidad o la malicia les vienen de nosotros, que las empleamos mal. Una buena lógica debiera comprender al hombre entero, porque la verdad está en relación con todas las facultades del hombre. Cuidar de la una y no de la otra es a veces esterilizar la segunda y malograr la primera. El hombre es un mundo pequeño, sus facultades son muchas y muy diversas; necesita armonía, y no hay armonía sin atinada combinación, y no hay combinación atinada si cada cosa no está en su lugar, si no ejerce sus funciones o las suspende en el tiempo oportuno. Cuando el hombre deja sin acción alguna de sus facultades es un instrumento al que lo faltan cuerdas; cuando las emplea mal es un instrumento destemplado. La razón es fría, pero ve claro; darle calor y no ofuscar su claridad; las pasiones son ciegas, pero dan fuerza; darles dirección y aprovecharse de su fuerza. El entendimiento sometido a la verdad, la voluntad sometida a la moral, las pasiones sometidas al entendimiento y a la voluntad, y todo ilustrado, dirigido, elevado por la religión: he aquí el hombre completo, el hombre por excelencia. En él la razón da luz, la imaginación pinta, el corazón vivifica, la religión diviniza.







  Arriba
Anterior Indice