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ArribaAbajo- VII -

El cuerpo humano en la obra de Galeno30


Heredero de todo el saber anatómico que hasta él habían conseguido los griegos, investigador original, escritor dotado de un poderoso talento para la exposición sistemática, Galeno fue el más antiguo creador de un conocimiento verdaderamente científico y total del cuerpo humano. En el sentido antes consignado, él es, en consecuencia, el iniciador de la ciencia anatomofísiológica stricto sensu, el autor del primero de los paradigmas que jalonan la historia de la morfología humana. De la obra anatomofísiológica de Galeno muy bien puede decirse lo que respecto del presente de los Estados Unidos dice una inscripción en la fachada de su Archivo Histórico Nacional: What is past is prologue, «Lo pasado es prólogo».

Apenas es posible exagerar, por otra parte, la importancia de la anatomía y la fisiología de Galeno en la ulterior historia de la cultura de Occidente. Con cuantas variantes se quiera, galénica fue en sus líneas generales y en la mayor parte de sus saberes concretos la ciencia anatómica y fisiológica de los bizantinos, los árabes y los cristianos medievales de Occidente. Sólo cuando en el siglo XVI aparezca la Fabrica de Vesalio, sólo entonces perderá su vigencia -y, para muchos, no más que parcialmente-, la descripción galénica del cuerpo humano. Anatomía galénico-moderna llamará a la suya, bien entrado ya el siglo XVIII, el español Manuel de Porras.

En las páginas subsiguientes intentaré ofrecer una exposición sistemática de la visión galénica de nuestro cuerpo. Pero hasta la plena madurez que alcanza en los dos grandes tratados anatomofísiológicos de su autor, De anatomicis administrationibus y De usu partium, la elaboración de ella fue un largo proceso de investigación y reflexión; por lo cual parece conveniente mostrar diacrónicamente, siquiera sea muy a grandes rasgos, cómo en la mente de Galeno fue configurándose esa ciencia.

En su excelente exposición del saber científico y la praxis médica de Galeno, García Ballester ha propuesto ordenar la biografía de éste, en lo que a la formación de su saber anatomofisiológico atañe, en tres grandes etapas, más o menos referibles a las que en la vida del docente suelen distinguir los alemanes: Lehrjahre o años de aprendizaje, Wanderjahre o años de peregrinación y Meisterjahre o años de madurez y magisterio.

La primera, que en el caso de Galeno tuvo carácter itinerante -aprendizaje y peregrinación se unieron en su curso-, transcurre en su Pérgamo natal, Esmirna, Corinto y Alejandría. Junto a su formación filosófica, en la cual predomina el legado platónico, aristotélico y estoico, y como fundamento de su varia y completa formación médica, Galeno aprendió anatomía y se adiestró en la disección de animales al lado de Sátiro, de Pelops, discípulo de Numisiano, y del propio Numisiano; y ya en Alejandría, donde residió cinco años, junto a Heracliano, hijo de Numisiano. Hacia el año 157, a los 27 de su edad, regresó a Pérgamo.

La segunda etapa tiene como escenarios Pérgamo, entre los años 157 y 162, y Roma, donde residirá hasta el año 166, en el que vuelve a Pérgamo. La peregrinación fue, como vemos, física, pero también, y aun sobre todo, mental. Durante esos años, Galeno, que está llegando a su madurez intelectual, se plantea con creciente precisión los problemas anatomofisiológicos que en su mente había suscitado su experiencia de disector -acción de los músculos intercostales, función del nervio recurrente y de la médula espinal-, y trata de darles solución original.

Desde Pérgamo regresa a Roma el año 169, y en Roma seguirá hasta su muerte, acaecida hacia el año 200. En Roma dará término a dos grandes tratados anatomofisiológicos antes mencionados y compondrá sus escritos De musculorum dissectione y De foetuum formatione. El paradigma anatomofisiológico de Galeno quedaba así definitivamente concluso.

Ordenaré la exposición de él en seis apartados: teoría general del cuerpo humano; conceptos morfológicos fundamentales; fuentes del saber morfológico y fisiológico; entre la anatomía y la fisiología; anatomofisiología especial; embriología.


ArribaAbajoA) Teoría general del cuerpo humano

¿Qué fue para Galeno el cuerpo del hombre? Más precisamente: por debajo de sus descripciones y sus reflexiones anatomofisíológicas, ¿hay en la obra de Galeno una teoría general de cuerpo humano?

Médico ante todo, Galeno vio el cuerpo del hombre como la realidad en la cual tiene su sede la enfermedad humana. Es cierto, pensaba, que causa externa de enfermedad (aitía prokatarktikē) puede ser un afecto del ánimo, una alteración desordenada de la psique. No sólo los venenos o la dieta inmoderada lo son. Pero la causa inmediata de la afección morbosa -en su lenguaje: la aitía synektikē, la causa continente o conjunta- es siempre una alteración local o general del cuerpo. De ahí que como médico y tratadista le interesase ante todo conocer la composición anatómica de él y enseñarla a los demás. Con gran energía ha subrayado García Ballester el carácter esencialmente iatrocéntrico de los escritos anatomofisiológicos de Galeno; la voluntad de ser buen médico y el deseo de que los demás médicos lo sean le mueven a saber y enseñar anatomía. Para que el médico sepa entender correctamente a Hipócrates dice haber escrito, valga como prueba este único texto, una parte de sus minuciosas consideraciones acerca de la anatomía funcional de los dedos de la mano (K. III, 23). No. Galeno no fue un morfólogo puro, como lo había sido su maestro Aristóteles y muchos siglos más tarde lo serán tantos anatomistas.

Mas no sólo iatrocentrismo hay en los escritos anatomofisiológicos de Galeno. A la vez que médico, él quiso ser y fue filósofo de la naturaleza, en el sentido helénico de esa expresión, y de ello dan fehaciente testimonio no pocas páginas de su amplia obra. Como tal, y no sólo para polemizar con Asclepíades de Bitinia y su atomismo, ha sentido «la necesidad de extender sus demostraciones y explicaciones a cosas que no sirven a la terapéutica, ni al pronóstico, ni al diagnóstico de las enfermedades» (K. IV, 351).

Con las modulaciones que en ella han introducido Aristóteles y los estoicos, la idea presocrática de la phýsis como principio y fundamento de la realidad es la base y el punto de partida de la filosofía natural del helenístico Galeno. Todas las notas esenciales de la phýsis que vimos al exponer la morfología presocrática e hipocrática presiden implícita o explícitamente sus descripciones anatomofisíológicas, y muy en primer término la divinidad, la racionalidad y la adecuación teleológica de sus operaciones.

Los términos phýsis (naturaleza), dēmiourgós (el demiurgo) y oi theoí (los dioses) son indistintamente usados para designar la causa de la maravillosa ordenación de las partes anatómicas al cumplimiento de sus respectivas funciones. Las dos notas esenciales que en su clásico ensayo atribuyó R. Otto a lo sagrado, su condición de tremendum, lo que causa temblor, y fascinans, lo que seduce con máxima fuerza, aparecen inequívocamente -como ya lo habían hecho en los escritos hipocráticos- en la consideración galénica de la naturaleza, tremenda cuando inexorablemente decreta la muerte de un enfermo o la incurabilidad de una enfermedad, fascinante cuando hace ver a quien la contempla la admirable sabiduría de su acción en la generación de las formas anatómicas y en el gobierno de su función -de su utilidad o khreía- en el todo del organismo. El sentimiento que mejor expresa la fascinación, la admiración venerativa de lo que se ve (el thaumazein; para Platón y Aristóteles, en él tiene su principio la verdadera sabiduría), es insistentemente nombrado en De usu partium. Precisamente por ser tan maravillosa su obra en la producción y la ordenación de las formas y los movimientos que la hacen perceptible, es bella la naturaleza; porque «la verdadera belleza no es otra cosa que la constitución óptima» (K. III, 24). El adverbio kalōs, «bellamente», se repite con significativa frecuencia en las descripciones anatomofisiológicas de Galeno.

Además de divina, y precisamente por serlo, la phýsis es racional. El lógos, la razón, el razonable sentido que según Heráclito hay en el seno de ella, sigue presente ante los ojos de Galeno; y en tanto que hombre que ve en las cosas todo lo que la inteligencia humana permite ver, que esto es ser sabio, él se siente llamado a mostrar a los demás hombres cómo se realiza esa en parte latente y en parte patente racionalidad. Tal es el designio último de tantas de sus descripciones anatomofisiológicas. Al modo griego, también ancilla rationis naturae y no sólo ancilla medicinae es la ciencia anatomofisiológica de Galeno.

Visto desde esta fundamental actitud de su mente, ¿qué fue para Galeno el cuerpo humano, cómo entendió él lo que el cuerpo humano es y significa en la totalidad del cosmos? La respuesta salta a las mientes: es retoño y visible forma suprema de aquello que constituye el principio y fundamento de toda la realidad cósmica, la divina «phýsis». Lo cual hace que la realidad de nuestro cuerpo posea para Galeno tres notas principales: sacralidad, racionalidad y moralidad.


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1. En primer término, la sacralidad. Puesto que la phýsis es «lo divino» y el hombre es retoño suyo, sacral será en su raíz misma el cuerpo humano; y puesto que en el cuerpo humano tiene su más alta y noble expresión visible la phýsis universal, como suprema epifanía de ella habrá de verse el cuerpo del hombre. Hasta el cadáver posee tal dignidad, cuando no es el de un facineroso o un esclavo; a los ojos de un griego antiguo tal fue el fundamento moral de la actitud de Antígona ante el cuerpo muerto de su hermano Polinices y el nervio de su derecho a incinerarlo. Según Bréal, la raíz del término sōma es saos-sōs, lo que se salva. En el mundo antiguo sólo entre los alejandrinos fue posible, como vimos, la disección de cadáveres humanos.

Desde el punto de vista de la descripción anatomofisiológica, la condición sacral del cuerpo humano se hizo patente a los ojos de Galeno -no contando lo que respecto de ella es fundamental, ser el cuerpo del hombre la epifanía suprema de la divina phýsis- en las dos más notorias peculiaridades de su conjunto: la bipedestación y el carácter microcósmico de su composición anatomofisiológica.

En tanto que peculiaridad específica del animal humano, en dos sentidos es sacral la bipedestación: le permite el ejercicio de la contemplación y le da la posibilidad de usar sus manos.

Era el templum, en el primitivo sentido que para los romanos tuvo esta palabra, el terreno acotado desde el que los augures, mirando al cielo estrellado -esto es: al lugar en que la divinidad primariamente se realiza y manifiesta-, leían sus augurios; con lo cual la contemplatio vino a ser la devota observación del cielo y, por extensión, la observación de las cosas visibles para conocer el sentido último de su realidad. En esa actividad veía un griego antiguo el camino de la mente hacia la theoría. Pues bien: la bipedestación es lo que permite al hombre el ejercicio de la contemplatio, y por tanto su comunicación directa con los dioses. Muy elocuentemente lo declaran dos versos de Ovidio: el opifex rerum o artífice de las cosas -el demiurgo, diría Galeno; en definitiva, la virtualidad genética y ordenadora de la phýsis,


os homini sublime dedit, caelumque videre
iussit, et erectos ad sidera tollere vultus,



«dio al hombre rostro elevado, y le ordenó mirar al cielo y levantar la atenta cara hacia los astros». Exactamente lo mismo que dice Galeno, cuando afirma que el hombre está en pie «para mirar prontamente al cielo y poder decir: Miro hacia el Olimpo con animoso rostro» (K. III, 182); y lo mismo que Platón, cuando, en un texto que el propio Galeno aduce, opina así: «Mirar hacia lo alto no es el acto de levantar la cabeza que lleva consigo el bostezo, sino el de contemplar con la mente la naturaleza de las cosas (tō nō tēn tōn ontōn phýsin episkomētai (K. III, 183).

Mas, como ya he dicho, no sólo por otorgar la posibilidad de mirar sin dificultad hacia el templum mundi es sacral la bipedestación humana; también lo es porque permite el empleo de las manos, órgano en el cual se realiza más inmediatamente, para Galeno, la condición de animal sabio (sophós) y divino (theios) que entre todos los animales distingue al hombre. Pronto reaparecerá este tema.

Tanto como la bipedestación es divina la condición microcósmica del hombre. Que el hombre es microcosmos, mundos minor, dirán los latinos, era doctrina en Grecia desde los presocráticos y los más antiguos textos del Corpus hippocraticum. Páginas atrás lo vimos. Mas, como también vimos, la correspondencia entre la realidad del macrocosmos y la del microcosmos no fue siempre concebida de igual manera; y la concepción entitativa que de esa correspondencia formuló Aristóteles -el hombre, realidad natural en la que armoniosamente se aunan los tres modos principales de la vida y del alma: el vegetal, el animal y el humano- es la que sirve de pauta fundamental a la antropología de Galeno.

La divina phýsis se realiza ordenada y bellamente en el cosmos, y dentro de él, de modo eminente, en la naturaleza del hombre. Y así el cuerpo humano viviente es microcosmos dando armoniosa realidad unitaria a las tres dynámeis en que la vida cósmica cobra realidad, la vegetativa, la vital stricto sensu y la anímica, operante esta última, en el caso del hombre, como potencia animadora de la sensación, el movimiento y la razón. Iremos viendo cómo tal idea se manifiesta en la obra anatomofisiológica de Galeno. Ahora quería limitarme a señalar el tácito, pero efectivo, carácter sacral que, así concebido, otorga al hombre su condición microcósmica.




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2. Además de sacral, la realidad del cuerpo humano es racional, ordenada secundum rationem; katà lógon, dirá helénicamente Galeno. Otro modo de hacerse evidente la condición divinamente ordenadora de la phýsis universal, principio y fundamento de todos los cuerpos del cosmos.

En el más universal sentido del término lógos, el cuerpo humano es en sí mismo racional porque, como Heráclito enseñó, lógos hay en la constitución misma de todas las cosas naturales. Galeno, que según sus propias palabras sigue a Hipócrates ōsper apò theou phonēs, «como si fuese la voz de la divinidad» (K. III, 22), más de una vez hace suyas dos expresiones hipocráticas de clara raigambre presocrática: que la phýsis es justa (díkaia), hace ajustada y concertadamente lo que tiene que hacer, y que lo hace todo sin maestro alguno, por sí misma, adídaktōs (K. III, 7). Lo cual se patentiza con entera evidencia en la exquisita adecuación con que todas las partes del cuerpo -no sólo el humano, también el animal- cumplen la función a que por naturaleza están ordenadas.

A la radical racionalidad del cuerpo humano se añade la que le otorga el hecho de ser instrumento ejecutor, órganon, del lógos que específicamente posee el hombre, zōon lógon ekhon, animal dotado de razón -y de habla-, según la tópica definición de Aristóteles, zōon logikón, en términos galénicos (K. III, 245); lógos que se hace operativamente patente en la ejecución de las artes, y por tanto en lo que somáticamente hace posible la práctica de ellas, la mano, e intelectivamente manifiesto en la actividad del sabio, cuando desvela el oculto lógos de las cosas. El cuerpo humano es, pues, racional en cuanto que orgánicamente hace efectivo el uso de la razón. Al estudiar en su detalle la anatomofisiología de Galeno, surgirá de nuevo esta idea de la intrínseca racionalidad del cuerpo.




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3. Consecuencia obligada de la sacralidad y la racionalidad del cuerpo humano es su constitutiva moralidad, el hecho de ser causa y término de imputación de la condición moral -de modo positivo, moralidad stricto sensu; de modo negativo, inmoralidad- inherente a las acciones humanas.

El básico naturalismo del pensamiento griego, radicalizado, si cabe, por la filosofía estoica, había de conducir a una crasa somatización de la moral, que en Galeno es concebida con arreglo a la concepción humoral de la fisiología humana. Muy claramente aparece tal doctrina en el escrito Quod animi mores corporis temperamenta sequantur, «Que los hábitos del alma son consecuencia de la complexión humoral del cuerpo». «Cuantos piensan que todos los hombres son capaces de virtud, como cuantos creen que ningún hombre podría ser justo por propia elección, lo cual equivale a afirmar que no existe un fin natural -dice en él Galeno-, sólo han visto la mitad de la naturaleza del hombre. Los hombres no nacen todos enemigos, ni todos amigos de la justicia; unos y otros llegan a ser lo que son a causa de la complexión humoral de su cuerpo» (K. IV, 814). El griego homérico y pindárico vio la kalokagathía, el enlace de la belleza física y la virtud moral, como patrimonio de la condición biológica de la aristocracia. Más democrático y más fisiológico, Galeno verá en ella la consecuencia de una adecuada mezcla -justa, la llamará, con Hipócrates- de los humores del organismo.

Esta visión fisiológica y humoral de la ética tiene como fundamento antropológico una concepción radicalmente corporalista de la realidad del hombre. Para Galeno, nada hay en el animal humano allende la krasis humoral que específica e individualmente le caracteriza, nada en él es en el rigor de los términos asōmaton, ajeno al sōma. Aunque localizada en el cerebro, la parte intelectiva del alma (tò logistikón) es asomática e inmortal, a diferencia de sus partes irascible (tò thymoeidés) y apetitiva (tò epithymē tikón), respectivamente localizadas en el corazón y el hígado, había afirmado Platón. El nous, enseñó Aristóteles, le viene al cuerpo «desde fuera», es lo más divino del hombre, y como nous poiētikós o intelecto agente sigue existiendo tras la muerte del cuerpo. Platónico y aristotélico en tantos aspectos de su pensamiento, Galeno deja de serlo cuando se ocupa de la realidad del alma. Ésta no sería otra cosa que la esencia (ousía) de la krasis humoral correspondiente al hombre (K. IV, 774); las potencias o facultades (dynámeis) y los actos (energéiai) que llamamos del alma no son, pues, sino movimientos de la krasis humoral del individuo en que se producen. Nada, en consecuencia, es inmortal en la realidad del hombre. En la plena madurez de su mente, y tras un proceso biográfico en el que se suceden actitudes menos tajantes (García Ballester), Galeno afirma clara y resueltamente que el cuerpo es toda la realidad del hombre. Con otras palabras: que en todas sus actividades, incluso en las llamadas anímicas o psíquicas, el ser humano es todo y sólo cuerpo.

De ahí que, como antes dije, el cuerpo sea para Galeno causa determinante y término de imputación de la constitutiva eticidad de las acciones humanas. El buen médico debe ser filósofo (Quod optimus mediáis sit quoque philosophus, K. I, 53-63), y conocer, por consiguiente, no sólo las enfermedades y su tratamiento, y no sólo la constitución del cuerpo humano, también la lógica, la física y la ética. Sostuvo el autor del escrito hipocrático De natura hominis que, antes que los filósofos, son los médicos los que con más autoridad pueden hablar acerca de la naturaleza humana; y sintiéndose a la vez médico y filósofo, con máxima autoridad quiso demostrarlo Galeno. En lo tocante a la naturaleza del hombre, eso se propuso hacer con De usu partium, De naturalibus facultatibus y Quod animi mores...; en lo relativo a la conducta, con sus trataditos De propriorum animi cuiusque affectuum dignotione et curatione, «Sobre el diagnóstico y la curación de las pasiones del alma de cada uno», y De cuius libet animi peccatorum dignotione atque medela, «Sobre el diagnóstico y el tratamiento de cualesquiera pecados del alma».

El primero de estos dos trataditos atañe a las pasiones del alma (páthē), el segundo a los pecados (hamartēmata), y en ambos es patente la intención diagnóstica y terapéutica con que fueron concebidos. Galeno se propone con ellos ser médico, filósofo y pedagogo de la vida moral, y tanto en lo tocante a la desmesura de las pasiones (la ira, el miedo, etc.), como en lo relativo a los desórdenes que con un término polisémico deliberadamente llama hamartēmata (hamártēma, en griego, significa a la vez error, pecado y -Platón, Gorg. 479 a- enfermedad). Poco importa que el texto del escrito sobre los pecados del alma (en tē psykhē hamartēmata) no se hable de la complexión humoral del «pecador»; esto es, que su autor quiera ante todo mostrarse como psicólogo, moralista y educador. Porque si a Galeno le hubiesen preguntado cuál era en la realidad del sujeto así diagnosticado y tratado la causa continente (aitía synektikē) de su «pecado» -lo que en ella habría como resultado de confluir el ocasional desorden de las sex res non naturales y la peculiaridad de las res naturales del «pecador»-, es seguro que la habría referido a la índole de la crasis humoral, y en definitiva a la doctrina del tratado Quod animi mores corporis temperamenta sequantur. Consecuente con su radical somaticismo, Galeno vio en el cuerpo el sujeto de la vida moral, y ante la realidad y la conducta del hombre fue siempre, aunque con más o menos visible predominio de una u otra de las varias orientaciones de su pensamiento, médico, filósofo natural, moralista y pedagogo. No serán pocos los neurofisiólogos y los psicólogos actuales que vean en Galeno un iniciador de su manera de entender la conducta del hombre31.






ArribaAbajoB) Conceptos morfológicos fundamentales

Veamos cómo esa teoría del cuerpo humano se concreta y expresa en las descripciones anatomofisiológicas que contienen los dos grandes tratados galénicos a ellas consagrados, De anatomicis administrationibus y De usu partium; primero en forma de conceptos morfológicos fundamentales, luego como descripción propiamente dicha.

Recuérdese lo expuesto. En el saber anatómico se integran dos órdenes de él: uno material, los datos positivos que el morfólogo conoce y expone, otro formal, el modo de saber, la forma en que aquéllos son reunidos y presentados; y en el modo de saber se articulan tres momentos conceptuales, la idea descriptiva, la conceptuación de la parte y el método de la descripción particular.


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1. Como sabemos, la idea descriptiva es la figura ideal que tácitamente preside y determina el orden de los datos positivos contenidos en un tratado anatómico; figura cuya expresión inmediata es el índice del tratado en cuestión.

¿Cuál es el índice de los tratados galénicos? En el capítulo final del libro I de De usu partium, el propio Galeno enumera el orden descriptivo del tratado entero: «En el primer libro he estudiado la composición y los movimientos de la mano. En el segundo expondré las partes restantes de toda la mano, el carpo, el antebrazo y el brazo. En el tercero mostraré el artificio de la naturaleza en la pierna. En el cuarto y el quinto los órganos de la nutrición. En los dos subsiguientes hablaré del pulmón (y del corazón). En el octavo y el noveno, de lo pertinente a la cabeza. En el décimo expondré la constitución de los ojos. En el que sigue, los órganos que componen la cara. El libro duodécimo mostrará lo concerniente a la espina dorsal. El decimotercero, todo lo restante, en lo tocante a ella. En los siguientes, trataré de las partes genitales y de las nalgas. El decimosexto hablará de los órganos comunes a la totalidad del animal, arterias, venas y nervios. Por fin, a manera de colofón después de todos los anteriores, el libro decimoséptimo mostrará y describirá la disposición y la magnitud propia de todas las partes, así como la utilidad de toda la obra» (K. III, 86-87).

A su vez, los quince libros del tratado De anatomicis administrationibus -de cuyo texto griego sólo se conservan los ocho primeros libros y los cinco capítulos iniciales del noveno; los restantes fueron conocidos el siglo pasado, a través de una traducción árabe del siglo IX- contienen sucesivamente la anatomofisiología y la disección de la mano y el brazo; del pie y la pierna; de la cubierta osteomuscular de la cabeza, el cuello y el tronco; de los órganos abdominales; de los órganos torácicos; del cerebro; de la boca y la faringe; de la laringe; de los órganos de la generación y la formación del feto; de las arterias y las venas; de los nervios craneales; de los nervios espinales.

Resumiendo los dos tratados, resulta evidente que el orden descriptivo de la anatomofisiología galénica es el siguiente, mano y brazo; pie y pierna; órganos de las cavidades abdominal, torácica y craneal; cubierta osteomuscular de la cabeza y del tronco; partes genitales; arterias, venas y nervios. Pues bien: respecto de la idea descriptiva de Galeno, ¿qué nos dice este peculiar orden de las descripciones?

Volvamos a la anatomía general y comparada esbozada en los dos primeros libros del tratado De usu partium. La soberana y providente phýsis hizo que la configuración anatómica de las distintas especies animales se adapte perfectamente a lo que por naturaleza es la psykhē de cada una, y por tanto a sus hábitos y facultades. Al caballo, animal veloz, soberbio y generoso, le dio fuertes pezuñas y hermosas crines; al león, animoso y feroz, dientes y uñas; al tímido ciervo, velocidad, y así a los demás. Pero al hombre, único animal, entre los terrenales, sabio y divino, sólo le dio las manos como instrumento idóneo para todas las artes, no menos para las de la paz que para las de la guerra. La espada y la lanza inciden y cortan mejor que el cuerno; y si el león es más veloz que el hombre, éste, con su sabiduría y sus manos, doma al caballo, animal más veloz que el león (K. III, 2-4). La coincidencia entre esta visión de las posibilidades operativas de la mano con la que Aristóteles ofrece en De partibus animalium, salta a la vista.

Nace el hombre con el cuerpo desnudo y con el alma carente de habilidades, de artes (tékhnai). Pues bien: para remediar su desnudez, la naturaleza le dio las manos, y para salir de su originaria carencia de artes (atekhnía), la razón (lógos), mediante la cual inventa las artes que le permiten vivir como tal hombre. Si acertó Aristóteles diciendo que la mano, capaz de adaptarse al manejo de todos los instrumentos, es «instrumento de instrumentos» (órganon pro orgánōn), no menos acierta el que, imitándole, dijo que la razón es en cierto modo «arte de las artes» (tékhnē tinà pro tekhnōn). «Con sus manos, el hombre -canta, más que dice, el texto galénico- teje sus vestidos, sus redes y sus velas, fabrica sus trampas. Con lo cual no sólo domina a los animales terrestres, también a los que viven en el mar y en el aire. Y como animal pacífico y político que es, con sus manos escribe sus leyes, erige altares a los dioses, construye naves, liras, escalpelos, tenazas y todos los restantes instrumentos de las artes, y deja escritos para la posteridad comentarios a sus especulaciones. Así, gracias a las letras y a las manos, es hoy posible conversar con Platón, Aristóteles, Hipócrates y otros antiguos» (K. III, 8 y 4).

Afirmó Anaxágoras que el hombre es sapientísimo porque tiene manos, y Aristóteles que tiene manos porque es sapientísimo. Con él está Galeno. No son las manos las que enseñaron las artes al hombre, sino la razón; las manos son órganos de las artes, como la lira lo es del músico y la tenaza del carpintero. Pero, sin las manos, la razón no podría dar efectiva realidad a las artes que ella inventa: la razón inventa y no ejecuta, la mano ejecuta y no inventa. La simple observación de la naturaleza, afirma Galeno, hace ver que Anaxágoras no tenía razón, porque los animales recién nacidos tienden a mover las partes que específicamente poseen mucho antes de que esas partes se configuren como órganos idóneos. Recién salido del huevo, el polluelo del águila intenta volar sin que nadie se lo haya enseñado. La acción va configurándose con el órgano y no es consecuencia de éste. Una y otra son lo que corresponda a la dýnamis específica de la particular phýsis en cuestión (K. III, 7). Así en el caso del hombre, a cuya phýsis pertenece específicamente la dýnamis o facultad de ser racional, y por consiguiente su innata capacidad para inventar artes en su relación con el mundo que le rodea, y -puesto que en la naturaleza nada es vano- la existencia en su cuerpo de órganos adecuados a tal fin; en este caso, las manos.

En suma: la nota más esencial de la phýsis humana es la posesión de lógos, el ser racional; ella es la que, mediante la invención de artes o tékhnai, permite al hombre actuar sobre la naturaleza que le rodea y ponerla a su servicio, y la que por añadidura le hace sabio y divino. Pero el hombre necesita que la composición anatómica de su cuerpo le haga idóneo para la ejecución de las artes -esto es: para hacer efectiva su racionalidad- y tal es la función primaria de la mano. Ésta es, en consecuencia, el órgano que primariamente manifiesta y realiza la condición racional del hombre. Y puesto que Galeno, en cuanto anatomofísiólogo, no pretende conocer y descubrir la textura de un cadáver, sino la realidad viviente y activa del cuerpo humano, tal es asimismo la razón por la cual comienza precisamente por la mano su descripción anatomofisiológica de ese cuerpo. «Comencé mi descripción por la mano -declara abiertamente-, porque ella es la parte más propia de la naturaleza del hombre» (K. III, 88); «órgano el más propio del hombre», la llama en otro lugar (K. IV, 352). Planteamiento este que determina el orden con que va a proseguir su empeño de anatomista y que revela con elocuencia cuál es el fundamento de su idea descriptiva.

Para que en el cuerpo humano exista una mano libre es preciso que el hombre sea bipedestante; por consiguiente, que sus piernas sean como de hecho son. La bipedestación es lo que le permite ser artífice, hacedor de artes, y lo que, por otro lado, le da la posibilidad de mirar hacia delante, para ver lo que hacia él viene, y hacia el cielo, para contemplar el firmamento. Es, pues, perfectamente comprensible que a la descripción anatomofisiológica de la mano y el brazo siga la del pie y la pierna.

Mano y brazo, pie y pierna han de nutrirse para poder cumplir las funciones de sentir y moverse que les son propias; por lo cual el anatomofísiólogo Galeno prosigue su descripción del cuerpo estudiando sucesivamente la anatomía y la fisiología de los órganos de la cavidad abdominal, mediante los cuales actúa la potencia vegetativa o dýnamis physikē, los de la cavidad torácica, instrumentos de la potencia vital (dýnamis zōtikē) o pulsífica (sphygmikē) y los de la cavidad craneal, sede de las partes que ponen en actividad la potencia anímica o animal (dýnamis psykhikē). La cubierta osteomuscular de la cabeza y el tronco, los órganos genitales y los conductos que ponen en comunicación todas las partes del cuerpo, arterias, venas y nervios, son los temas con que tanto De usu partium como De anatomicis administrationibus terminan su estudio del cuerpo humano.

La idea descriptiva de ambos tratados se nos muestra ahora con toda claridad. Galeno no quiere describir la textura de un cadáver como tantos manuales de anatomía hacen en los dos últimos siglos, sino el animal humano en la plenitud de su actividad vital; ejecutando, por tanto, todos los movimientos y funciones de que es capaz para que sus operaciones sean las que a su vida específicamente corresponden. A la manera griega, el Pergameno es el iniciador y el máximo representante de la que en nuestro siglo llamaremos «anatomía funcional».




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2. Consideremos ahora el segundo de los dos restantes conceptos fundamentales de la ciencia anatómica, la conceptuación de la parte.

Inicialmente, la conceptuación galénica de la parte es pura y exclusivamente visiva; tocante, pues, sólo a la forma. «Así como un animal cualquiera es llamado uno porque se nos muestra dotado de cierta circunscripción propia y no unido por parte alguna a las demás cosas -escribe al comienzo de De usu partium-, así también decimos que es parte lo que en el animal muestra tener circunscripción propia (perigraphē) como el ojo, la lengua, la nariz y el cerebro. Pero si cada parte no se hallase en conjunción con las partes próximas, sino enteramente separada de ellas, entonces no sería parte, sino simplemente uno». Lo cual indica que las partes de los animales son unas mayores, otras menores y otras no divisibles en porciones de aspecto distinto (K. III, 1-2).

Es evidente que la distinción aristotélica entre partes similares y partes disimilares u orgánicas perdura en Galeno; luego lo veremos. No menos evidente es que el criterio inicial para la conceptuación de la parte es puramente morfológico; es la vista lo que nos permite discernir si una porción del cuerpo tiene o no tiene contorno propio. Pero tan pronto como Galeno ha expuesto esa definición de la parte, se apresura a decirnos que las partes son como son porque en ellas y con ellas se realiza idóneamente la vida específica -por tanto, la psykhē, el alma- del animal a que pertenecen: «La utilidad (la función, el sentido vital de la actividad) de todas ellas es la psykhē; de ésta es órgano el cuerpo, y tal es la razón de que difieran tanto entre sí las partes de los animales, porque las almas de ellos (psykhaí) son diferentes» (K. III, 2). La figura general y la configuración de las partes del león, el caballo, el ciervo y el hombre son distintas entre sí en cuanto que convenientes a las actividades específicas de cada uno de ellos, a sus respectivas psykhaí.

Como para Aristóteles, la forma y la función del animal en su conjunto y de cada uno de sus órganos son dos realidades que metódicamente pueden ser consideradas por separado; pero entre ellas hay una anterior unidad fundamental. «Forma y función, todo es función», dirá Letamendi. No lo ve así Galeno. En su mente, la forma y la función no son sino dos aspectos metódicamente discernibles de la primaria actividad genética y ordenadora de la phýsis. Forma y función, todo es actividad vital de la phýsis, diría Galeno. Así, en tanto que descriptor, Galeno define la parte con arreglo a lo que ve. Y en tanto que filósofo de la naturaleza la entiende como realización somática y psíquica -también los animales tienen psykhē- de la phýsis universal. Lo cual, naturalmente, no excluye que la psykhē humana, para Galeno, no sea otra cosa que la ousía de la krásis humoral del hombre. Recuérdese lo dicho.




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3. Esta concepción de la parte condiciona el método galénico de la descripción particular. De nuevo va a ser Aristóteles el maestro. Una cosa es lo que es, enseñó el Estagirita, por su ousía, por su esencia; pero eso que por su esencia es se manifiesta en los accidentes o categorías (symbebēkóta), en los modos particulares en que cobra realidad concreta el ser las cosas. Es bien conocida la ordenación aristotélica del accidente en las nueve categorías que lo manifiestan o denuncian: cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, condición, acción y pasión. Pues bien: Galeno piensa que lo que por naturaleza es una parte orgánica se realiza concretamente en los modos de ser y aparecer de que son expresión las categorías aristotélicas, unas veces nombradas con las mismas palabras de Aristóteles y otras con términos procedentes de su experiencia de anatomista y fisiólogo.

En una página de De usu partium prescribe que para conocer una parte es preciso tener en cuenta la sustancia de ella (ousía), la posición, el tamaño, la composición (phoké), la configuración (diáplasis) y la acción (K. III, 26-27); en otra añade a esos accidentes el número y la conexión (symphysis) (K. III, 300); con frecuencia habla de la figura (eidos, skhēma) de la parte; y cuando considera cómo la parte puede enfermar, es evidente que en su mente tiene el accidente de la pasión (páthos). Nombrada cada una de un modo o de otro, íntegra o sólo parcialmente seguido su conjunto, el cuadro de las categorías aristotélicas preside el método galénico de la descripción particular. No podía ser de otro modo, puesto que básicamente aristotélica es la concepción galénica de la naturaleza de las partes. Pero, consecuente con su idea de lo que la parte es en tanto que realidad biológica, una y otra vez advertirá Galeno que, en la descripción de cada una de ellas, su acción (enérgeia) debe ser considerada antes que su utilidad (khreia) y su aspecto visible (K. III, 642 et passim).






ArribaAbajoC) Fuentes del saber morfológico y fisiológico

Antes de pasar a la exposición de las descripciones anatomofisiológicas de Galeno, parece necesario indicar brevemente cuáles fueron las fuentes de su saber anatómico y cuál el método de su personal investigación.

La tradición críticamente recibida, la disección, la experimentación y la reflexión fueron las principales fuentes de la ciencia anatómica de Galeno.

A través de sus maestros inmediatos en Pérgamo y Alejandría -Sátiro, Pelops, Numisiano, Heracliano-, el joven Galeno conoció la tradición oral de la anatomía griega y pudo leer los textos de los maestros precedentes: Marino, Herófilo, Erasístrato. Pero su recepción fue siempre crítica. La discusión de las opiniones de Erasístrato y Asclepíades, violentas en ocasiones, es frecuente en sus escritos. Fiel al principio metódico de la autopsía, Galeno no quiere atenerse a lo que le dicen, sino a lo que ve. La tradición debe ser contrastada con la experiencia de la disección, para aceptarla en unos casos y para rechazarla en otros.

La disección fue, en efecto, la más importante fuente de los conocimientos anatómicos de Galeno. ¿Disecó éste cadáveres humanos? Cuando el Pergameno estuvo en Alejandría ya no se disecaban cuerpos humanos, ni vivos ni muertos; es en consecuencia muy probable que Galeno tampoco lo hiciera, y ésta ha sido la opinión tradicional; pero, como hace observar Temkin, un examen atento de los pasajes galénicos en que se habla de disección (anatémnein) impide descartar de modo absoluto esa posibilidad. En todo caso, Galeno disecó con afán y buen método cerdos, ovejas, bueyes, gatos, perros, caballos, lobos, hasta un elefante, y de preferencia monos. Él era muy consciente de que entre la anatomía de estos animales y la del hombre existen diferencias, y en más de una ocasión atribuye a este hecho los errores descriptivos de algún autor. Su confianza en el conocimiento analógico -a igual función, igual o parecida forma- le lleva, sin embargo, a incurrir en el mismo vicio. Sólo parcial y defectuosamente supo Galeno recoger la idea aristotélica de la relación por analogía.

Es muy considerable, en cambio, la minucia con que enseña la práctica de la disección. «El animal -dice, por ejemplo, uno de sus textos- debe ser joven, para que se le pueda cortar con un escalpelo sin tener que recurrir a un cuchillo de carnicero. Debe colocársele de espaldas sobre un banco ancho y bajo, de dimensiones semejantes a las del animal que se va a disecar. Podéis ver muchos de estos bancos preparados para mí. El banco debe tener agujeros por los que puedan pasar no sólo cuerdas delgadas, también objetos más gruesos. Uno de los ayudantes estará preparado para atar al animal con cuatro cuerdas, una para cada pata, en cuanto se halle de espaldas sobre el banco. Debe pasar los extremos de las cuerdas por los agujeros y atarlos entre sí. Si el animal tiene mucho pelo en el pecho, hay que quitárselo» (K. II, 626). No menos detallado es el relato de la disección de algunos órganos. Habrá ocasión de comprobarlo.

A la disección unió Galeno el experimento fisiológico. A este respecto, sus limitaciones metódicas y conceptuales son evidentes. Los experimentos galénicos no pasaron de ser, en efecto, lo que desde su origen había sido el experimento griego: un artificio para que la naturaleza muestre ad oculos lo que en ella han visto los ojos y la razón del sabio; en definitiva, una epifanía de la naturaleza artificialmente provocada. Con esas limitaciones, en la obra de Galeno culmina la experimentación biológica de la Antigüedad clásica. A título de ejemplo, describiré el experimento con que cree demostrar que la causa del pulso es la contracción activa de las arterias, cuya dýnamis sphygmikē sería puesta en acto por los espíritus vitales que a lo largo de su pared les hace llegar el corazón. Por disección aísla en un animal de cierta talla la arteria femoral, la rodea con un hilo, practica una incisión longitudinal en la pared de la arteria, introduce en ella un tubito de caña y hace que el hilo, flojamente anudado, rodee la arteria sobre el tubito así introducido: la porción distal de la arteria sigue latiendo. A continuación tira de los dos cabos del hilo y comprime la pared arterial sobre el tubito que hay bajo ella: la porción distal de la arteria deja de latir. Conclusión: la arteria late porque su dýnamis sphygmikē o potencia pulsífica se pone en acto por obra del neuma que a lo largo de la pared envía el corazón al contraerse (K. IV, 733). El apresurado optimismo interpretativo de Galeno le impidió pensar que la desaparición del pulso en la porción distal de la arteria era debida a la formación de un trombo en el interior del tubito.

La enseñanza de sus maestros y la lectura de los textos tradicionales, comenzando por los hipocráticos, la disección y el experimento fueron las fuentes del saber anatómico y fisiológico de Galeno. Sobre ese copioso conjunto de datos positivos, ciertos muchos, erróneos no pocos, actuó reflexivamente su poderosa inteligencia, y así cobraron forma sus tres grandes tratados anatomofisiológicos, De usu partium y De naturalibus facultatibus, y los escritos menores que les sirvieron de complemento.




ArribaAbajoD) Entre la anatomía y la fisiología

Voy a exponer de modo sumario lo que Galeno supo y pensó acerca de la anatomía y la fisiología del cuerpo humano. Para lo cual es necesario mostrar en primer término cómo entendió él la animación del cuerpo, y por tanto los varios conceptos que le permitieron entender la esencial conexión que a sus ojos hay entre su forma, tal como la anatomía la describe, y la varia actividad de él a que nosotros damos el nombre de fisiología.

Concede especificidad a la phýsis del hombre el armonioso conjunto de las potencias (dynámeis) con cuya actualización (enérgeia) las partes del cuerpo ejercitan su acción (érgon) y manifiestan su utilidad (khreía) en la total actividad del animal humano. Los espíritus (pneúmata) correspondientes a cada una de ellas son los agentes de su respectiva operación; las espuelas, si vale decirlo así, que con su estímulo ponen en acto sus potencias.

En el libro primero del tratado De naturalibus facultatibus establece Galeno una tajante distinción entre las potencias naturales y las animales. Por obra de aquéllas, comunes al animal y a la planta, el animal se nutre y crece; en virtud de éstas siente y se mueve. Galeno se niega a hablar de dos almas, una vegetativa (physikē) y otra sensitiva (aisthētikē); él prefiere decir que las plantas son gobernadas sólo por la phýsis, y los animales simultáneamente por la phýsis y la psykhē, por la naturaleza y el alma; y así, concluye, «el crecimiento y la nutrición son obra de la naturaleza, no del alma» (K. II, 1-2)32.

Con esta distinción, ¿quiere decir Galeno que la psykhē del animal, y por extensión la del hombre, no cae dentro de la realidad que los physiológoi presocráticos habían llamado phýsis. En modo alguno; bien claramente nos ha dicho que la esencia de la psykhē humana consiste en la peculiaridad de la krásis humoral del individuo. No; Galeno está a cien leguas de admitir que el alma sea una realidad transnatural. Hay que pensar, pues, que la palabra phýsis tiene para él dos sentidos: uno restrictivo, más próximo a su significación etimológica, phýsis como naturaleza vegetativa33, y otro universal, phýsis como naturaleza in genere, como básica y principal realidad de todo lo que existe. Dentro de este marco conceptual se hallará cuando diga que los movimientos del alma pertenecen a las que luego serán llamadas sex res non naturales (K. I, 367).

En cualquier caso, algo fundamental unifica a la phýsis y a la psykhē, sea ésta la animal o la humana: el hecho de que en la actividad de una u otra se actualizan las potencias o facultades (dynámeis) de las partes que a una y otra sirven de órganos o instrumentos. Lo cual nos obliga a examinar con alguna precisión lo que la dýnamis fue en la fisiología galénica.


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1. Galeno hereda el concepto de dýnamis que sucesivamente habían elaborado los physiológoi presocráticos, los médicos hipocráticos y Aristóteles. De modo general, dýnamis (potencia, facultad) es en sus escritos la capacidad de una cosa para ser algo de lo que puede ser, y por tanto para hacer algo de lo que puede hacer, y enérgeia (acto, acción, actividad), lo que la cosa en cuestión está siendo y está haciendo cuando de hecho es eso que puede ser y hacer. El estómago, por ejemplo, tiene en potencia (dýnamis) la capacidad de digerir en acto (enérgeia). Pero nuestro fisiólogo no se queda ahí. Movido tanto por su lectura de Aristóteles como por su experiencia de médico, Galeno -para quien la conceptuación de la dýnamis fue, a lo largo de su vida, tema constante- introduce en esa básica idea varias importantes precisiones. Tres por lo menos:

  1. La dýnamis no es simple disposición pasiva, como la de la materia respecto de las causas eficiente y formal. En tanto que «principio del movimiento y del cambio» (Aristóteles, Metaf. 1019 a 15-16), la dýnamis es también causa eficiente de la acción a que da lugar; potencia, en el sentido actual de esta palabra. «Llamo acción (enérgeia) -dice Galeno- al movimiento activo, y potencia o facultad (dýnamis) a la causa de ese movimiento» (K. II, 7). Como la obra procede de la acción y la causa precede a ésta, así también, en cada una de las operaciones (érga) del organismo, la dýnamis correspondiente (K. II, 9-10). Lo que tiene dýnamis es, según Aristóteles, dynatón, potente, y es impotencia, carencia de dynámeis, la adynamía (Metaf. 1019 a 34 - b 22)34.
  2. La dýnamis, había dicho Aristóteles, es principio de un movimiento o un cambio «que está en otro (ente) o en el mismo (ente) en cuanto otro» (Metaf. 1010 a 16). Y Galeno, fiel en esto a su maestro, afirmará en consecuencia que la dýnamis es causa de operación por accidente (katà symbebékós), y verá en la categoría de relación (prós ti) el modo del accidente propio de ella. Así, dice, «puesto que ignoramos la esencia del agente causal, la llamamos dýnamis: sanguínea en las venas, digestiva en el estómago, pulsífica en el corazón» (K. II, 9; lo mismo en K. XV, 291-292). Las dynámeis, dirá Galeno en otro lugar, no son cosas que habitan en las sustancias, como nosotros en nuestras casas, sino potencias eficaces respecto de lo que las sustancias hacen (K. IV, 769).
  3. De lo cual se sigue que la forma de la acción en que se actualiza la dýnamis -con otras palabras: la índole de su efectiva operación- depende más de lo que se pone en movimiento que de ella misma. Por consiguiente, una cosa puede ser a la vez -en potencia, claro está, no en acto- algo y su contrario (Aristóteles, Metaf. 1009 a 35), y en consecuencia promover un cambio hacia lo mejor o hacia lo peor (Metaf. 1019 b 2-4). Tal es la razón por la cual dice Galeno que el áloe tiene en sí la dýnamis de purgar y tonificar el estómago, de coaptar las heridas sangrantes y cicatrizar las úlceras y de desecar los ojos (K. IV, 769-770).

La índole del movimiento en que las dynámeis se actualizan puede ser cualquiera de los modos de él que Aristóteles enseñó a distinguir: el cualitativo, el cuantitativo, el local y el sustancial o de generación y corrupción (K. 11, 3). En el cuerpo animal hay dynámeis para alterar la cualidad de algo, esto es, para transformarlo (alloiōsis), para crecer o decrecer, para el desplazamiento en el espacio y para engendrar o corromperse (lo que corrompe es potente para corromperse, dice Aristóteles); pero es sin duda la transformación, la alloiōsis, el modo del movimiento más propio de los cambios anatomofisiológicos que se dan en el organismo animal. Así lo muestra el cuadro de las potencias que Galeno ofrece.

A las dynámeis se las conoce por sus acciones (K. II, 9); para el fisiólogo, por tanto, en el organismo habrá tantas como acciones o actividades sean en él observables (K. IV, 769); y puesto que la sapientísima naturaleza hace que los instrumentos que ejecutan la acción sean como a ésta convienen (K. XV, 292), un metódico examen anatómicofuncional de las partes del cuerpo será lo que permita al sabio discernir y ordenar las dynámeis con que la vida del cuerpo se realiza.

Con Platón y Aristóteles, Galeno distingue en la vida del hombre -por tanto: en el movimiento del cuerpo humano- tres actividades fundamentales, a las que unas veces llama formas o especies (eidē) del alma, entendida ésta como antes vimos (K. IV, 772), y otras concibe como facultades o potencias, dynámeis: la que, mediante los órganos abdominales y genitales, ejecuta las actividades vegetativas, con su correlato concupiscible (dýnamis physikē o potencia vegetativa); la que pone en acto las funciones cardiorrespiratorias y es parte principal en la génesis de las pasiones irascibles (dýnámis zōtikē o potencial vital); y, en fin, la que en los órganos a ella correspondientes se actualiza como sensación, automoción y pensamiento (dýnámis psykhikē o potencia psíquica). El hígado es el órgano central de la potencia vegetativa, el corazón, el de la potencia vital, y el cerebro -aquí Galeno está con Alcmeón y Platón, no con Aristóteles- el de la potencia psíquica35.

Pero estas tres dynámeis principales no podrían ser realmente eficaces si en los órganos en que se actualizan no hubiese otras cuatro, por obra de las cuales cada uno de ellos cumple adecuadamente la función que le es propia: la potencia atractiva (dýnámis helktikē), en cuya virtud el órgano no atrae hacia sí lo que para su actividad necesita, la potencia retentiva (dýnámis kathektikē), cuya misión es retener lo atraído hasta su adecuada transformación, la potencia conversiva (dýnámis alloiōtikē), que capacita el órgano para realizar la transformación a que él está destinado, y la potencia expulsiva (dýnámis apokritikē), sin la cual no podrían ser expelidos hacia los respectivos emuntorios los residuos que resultan de la operación conversiva. Todo en la vida del organismo es actividad, enérgeia: el estómago atrae el bolo alimenticio, el riñón chupa la sangre que ha de purgar, las arterias pulsan activamente, el hígado absorbe la sangre de la vena porta, y la diástole del corazón derecho la de la vena cava. Otro tanto cabe decir de las acciones retentivas, conversivas (digestión del alimento, transformación de éste en sangre, etc.) y expulsivas. Naturalmente, todas las potencias nombradas se hallan constituidas por la varia composición de las cualidades cosmológicas elementales, las dynámeis que son el calor, el frío, la humedad y la sequedad.

No termina ahí el cuadro. Movido por el principio antes señalado -cuantas acciones, tantas potencias-, Galeno llamará dynámeis, facultades, a los varios modos de la actividad del alma raciocinante o intelectiva (psykhē logistikē), como la memoria y la inteligencia, y hablará (K. IV, 771) de una potencia visiva (dýnamis optikē), otra olfativa (dýnamis osphrantikē), otra auditiva (dýnamis akoustikē), otra gustativa (dýnamis geustikē) y otra táctil (dýnamis haptikē). O atribuirá una dýnamis oxyderkikē o virtud oxidércica (K. XI, 778-779) a los medicamentos que aumentan la agudeza de la vista. Más aún: puesto que para él hay modos de operación de ciertos cuerpos que no pueden ser explicados mediante la composición de sus dynámeis particulares, admitirá la existencia de dynámeis propias del cuerpo entero y abrirá así la vía hacia la futura admisión seudogalénica de virtutes occultae o virtualidades mágicas, y por tanto hacia la vigencia de creencias supersticiosas.




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2. Para que una dýnámis se ponga en acto -dicho de otro modo: para que un órgano entre en actividad, según lo que en potencia es- es necesario que un agente estimulante actúe sobre el órgano en cuestión: es el pneuma, soplo, hálito o aliento, término que los galenistas latinos tradujeron por spiritus. Con él hereda Galeno un concepto ya tradicional en la fisiología griega, principalmente desde Erasístrato, y sienta las bases de una doctrina que perdurará durante siglos. En la compleja historia de la neumatología, la de Galeno es, en efecto, pieza importante.

El pneuma galénico (en lo sucesivo, neuma) no es -como había de serlo el pneuma o espíritu de que desde el Nuevo Testamento hablan los textos cristianos; hágion pneuma, Espíritu Santo- una realidad inmaterial; es una materia sutilísima, capaz de desplazarse velozmente a lo largo de los nervios y de la pared arterial. Los estoicos habían afirmado que el neuma es el alma (K. IV, 783); Galeno, para quien la esencia del alma no pasa de ser un modo peculiar de la complexión y la dinámica de los humores, no cree admisible tal aserto, diferenciado en varias especies, el neuma no pasa de ser el agente que pone en actividad las dynámeis del organismo. El escrito hipocrático Epid. VI (L. V, 396) da el nombre genérico de tá hormonta, «lo que impulsa» al conjunto de los agentes que ponen en movimiento a un órgano, los impetum facientia de que en el siglo XVIII hablará A. Kaau-Boerhaave; y como fiel intérprete de Hipócrates, Galeno afirmará que esos agentes son los pneúmata (K. XIV, 697).

El galenismo medieval esquematizó la neumatología de acuerdo con la primaria ordenación galénica de las dynámeis. Habría un neuma natural o vegetativo (pneuma physikón o spiritus naturalis), con su sede central en el hígado, otro vital o pulsífico (pneuma zōtikón o spiritus vitalis), con el corazón como centro, y otro animal o psíquico (pneuma psykhikón o spiritus animalis), formado en el cerebro y agente de la sensación y el movimiento. Pero un examen atento de la obra galénica (M. Drabkin, O. Temkin, L. García Ballester) ha hecho ver que la neumatología de Galeno no es tan sencilla y esquemática; en ella hay evolución diacrónica y alguna vacilación doctrinal. Respecto de la existencia de un neuma vital y otro psíquico, los textos galénicos son tan numerosos como concluyentes. En cambio, la existencia de un neuma natural -claramente afirmada por «los antiguos», según el propio Galeno (K. XIV, 697 y 726)36- sólo a título de hipótesis es admitida: «Y si también existe un neuma natural...», se lee en De methodo medendi (K. X, 839). Por otra parte, la diferencia entre la sangre animal y la venosa es más de grado que de cualidad; no depende de que en aquélla haya neuma vital y neuma natural en ésta, sino de que la cantidad del neuma vital es distinta en una y otra. Sólo cuando el pensamiento de Galeno se haga sistema didáctico, galenismo -bizantino, arábigo, medieval-, sólo entonces será temática y rotundamente afirmada la existencia de un spiritus naturalis. En páginas ulteriores veremos cómo entiende Galeno la acción estimulante de cada uno de los pneúmata.




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3. En la estequiología anatomofisiológica de Galeno, tres son las realidades básicas: el elemento cosmológico o primario (stoikheion en sentido estricto), el elemento biológico o secundario (el humor como stoikheion) y la parte similar.

Prosiguiendo y afianzando una tradición de siglos (Empédocles, los hipocráticos, Platón, Aristóteles), Galeno piensa, y multitud de veces repite, que los elementos cosmológicos o primarios son cuatro, el aire, el agua, la tierra y el fuego, y que en ellos cobran concreta efectividad las cuatro dynámeis elementales o stoikheia dinámicos: lo caliente, lo frío, lo seco y lo húmedo (K. I, 492, II, 126 et passim). Stoikheia son reiteradamente llamados, en tantos lugares del opus galenicum, así los más sustanciales de Empédocles como los más dinámicos de Alcmeón, reducidos éstos a las dos contraposiciones canónicas.

Galeno, sin embargo, no se limita a mencionar y glosar las opiniones de los antiguos, muy en primer plano las contenidas en el Corpus hippocraticum y en los aristotélicos. En diversos lugares de su inmensa obra establece el concepto de elemento (K. I, 413 y sigs.; K. XIX, 356)37, defiende con buenas razones la no convertibilidad de uno en otro (K. I, 442 y sigs.), afirma la presencia de todos ellos en cada una de las complejas realidades que en nuestra experiencia cotidiana comúnmente llamamos agua, aire, tierra y fuego (K. I, 453), y expone originalmente cómo de ellos se forman los humores (K. XV, 226; XVI, 23) y cómo los elementos, a través de los humores, condicionan la peculiaridad de los temperamentos (K. I, 548). Bien puede decirse que el Pergameno es el gran clásico de la estequiología antigua.

Galeno, por otra parte, acepta, elabora y canoniza la noción hipocrática de humor (khymós). En cuanto que compuesto por los elementos cosmológicos de Empédocles, y como portador de las cualidades o potencias elementales -elementos primarios del cosmos-, el humor no es, en el rigor de los términos, elemento, realidad simplicísima, y por tanto irresoluble en otras (K. XIX, 356); pero en cuanto realidad que en los procesos orgánicos se mantiene constante -esto es, en cuanto que en la dinámica de la vida normal no se resuelve en los elementos cosmológicos que la componen-, el humor puede ser considerado como elemento secundario o biológico. Aristóteles, recuérdese, incluye a los humores hipocráticos entre las partes similares; el khymós es para él homoiomorēs mórion. Más hipocrático, en este caso, que aristotélico, Galeno hace del humor un elemento de la anatomía y la fisiología animales38; por lo menos, cuando habla como médico y para médicos. «A estos cuatro humores, los hijos de los médicos (paides iatrōn) los llaman elementos del cuerpo», dice en sus Definitiones (K. XIX, 363); «lo que en el cosmos el elemento, eso es el humor en los animales» afirmará De humoribus (K. XIX, 485); «otro género de elementos», llama a los humores en De elementis ex Hippocrate (K. I, 492).

Cuatro son para Galeno las cualidades elementales y cuatro los elementos cosmológicos; y como para el autor del escrito hipocrático De natura hominis, ampliamente comentado por Galeno (K. XV, 65-66), cuatro también son para él los humores fundamentales: la sangre, la pituita, la bilis amarilla y la bilis negra (K. V, 686 y sigs.). Los humores difieren entre sí por el color y la consistencia, en lo tocante a su aspecto; pero más radical y operativamente, por el elemento cosmológico -agua, tierra, etc.- y la cualidad elemental -calor, sequedad, etc.- que en su composición predomina (K. XV, 226 y 686; XIV, 696 y 726; XVI, 23; V, 686; XII, 275). Y por la condición fluida y miscible de todos ellos, en cada uno y en su conjunto tienen fundamento idóneo tanto el carácter cualitativo y sustancial de la fisiología galénica -los procesos orgánicos, transformación (alloiōsis) de sustancias-, como la esencial unidad funcional del organismo, el hecho de que en él todo actúe sobre todo. Gracias a su constitución humoral, «todo el cuerpo está animado por un mismo hálito (sýmpnoun) y es capaz de confluir unitariamente (sýrroun, es a la vez conspirabile y confluxibile, dirán los latinos (K. V, 157). La sentencia confluxio una, conspiratio una (mía sýmpnoia kai sýrroia, en el texto original: K. II, 196) será una de las máximas centrales de la fisiología y la fisiopatología hipocrático-galénicas.

Cumple el humor dos funciones complementarias: la fisiológica stricto sensu a que acabo de referirme -pronto veremos cómo se concreta en la actividad de los diversos órganos- y la cosmológica lato sensu de poner en armoniosa conexión la dinámica del organismo individual y la del cosmos en su conjunto; porque para Galeno, heredero una vez más del Corpus hippocraticum, el predominio de cada uno de los cuatro humores cardinales se halla en relación con cada una de las cuatro estaciones del año (K. XIX, 485).

Los humores tienen su origen inmediato en los alimentos (K. I, 478-479). La digestión descompone el alimento en los humores de que se halle compuesto o convierte en humor las sustancias que de esa transformación sean susceptibles; de tal modo, que el mismo alimento puede engendrar un mismo humor u otro distinto, según la índole del sujeto que la ingiere: la miel, por ejemplo, se hace bilis amarilla en los sujetos jóvenes, y sangre en los viejos (K. II, 115).

La varia mezcla de los cuatro humores da lugar por un lado a los distintos líquidos orgánicos en cuya composición un humor predomina sobre los restantes -en la sangre de las venas, por ejemplo, predomina el humor sangre, pero no deja de haber alguna cantidad de pituita y de bilis-, y por otro a las partes que con Aristóteles llama Galeno homoimerē, similares (K. I, 254-255)39. Con ello la estequiología pasa de ser elemental -elementos cosmológicos y elementos biológicos o humores- a ser netamente morfológica.

La mención de las partes similares es frecuente en los escritos galénicos; pero su enumeración no es la misma en todos ellos. En De elementis ex Hippocrate, por ejemplo, nombra Galeno la fibra, la membrana, la carne, la grasa, el hueso, el cartílago, el ligamento, el nervio y la médula ósea (K. I, 479); en Ars medica, en cambio, enumera el cartílago, el hueso, el ligamento, la membrana, la glándula y la carne simple (K. I, 319); y en su comentario al escrito hipocrático De alimento distingue en las partes similares tres géneros que no tienen sangre ni cavidad- las que proceden de los huesos, del cerebro y la médula espinal y de los músculos-, y a continuación el cartílago, el hueso, el nervio, la membrana, el ligamento, la arteria y la vena (K. XV, 252; lo mismo en los comentarios al libro VI de las Epidemias hipocráticas, K. XVII A, 803). En todo caso, la noción de parte similar -la aristotélica- es siempre la misma.

Las partes similares tienen las propiedades físicas -calor, humedad, consistencia, etc.- que derivan de su respectiva complexión humoral (K. VI, 384), y con ellas sirven adecuadamente a la función del órgano o de la región orgánica a cuya constitución pertenecen (K. VII, 677). La utilidad de las partes similares reviste en efecto, dos formas distintas, según sean componentes de la estructura de un órgano, o, como en la grasa subcutánea sucede, no se hallen mezcladas con otras.

La distinción erasistrática entre partes seminales o ex semine y partes parenquimatosas o ex sanguine es abiertamente aceptada por Galeno (K. I, 241 y XV, 252). Es más: movido por esa contraposición, discierne en la carne (sarx) dos especies diferentes, el músculo, parte seminal, y la parte blanda o parenquimatosa, parénkhyma (K. XV, 8).




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4. Compuestos de partes similares, capaces de acción por obra de las dynámeis que les son propias, puestos en actividad por los pneúmata o espíritus que específicamente les corresponden, los órganos actúan vitalmente sustentados por el más fundamental y dinámico de los principios constitutivos del organismo animal: el calor innato o nativo (sýmphyton thermón, émphytos thermasía).

El calor innato, que tiene su sede central en el corazón (K. III, 436; V, 582; XV, 293 y 362, et passim) es, en efecto, el agente primario de las transformaciones sustanciales que constituyen el proceso vital de los animales superiores (K. II, 89; V, 706); «instrumento primero del alma», cualquiera que sea la esencia de ésta, se le llama en una ocasión (K. XI, 731). No debe dársele el nombre de fuego (pyr), como hace Platón, sino el de calor (thermón o thermasía), como enseña Hipócrates (K. V, 702); llamarle fuego incitaría a desconocer la existencia de dos especies o géneros de calor, el exterior y el innato o ínsito; bien claramente la haría ver, aparte otros datos de observación y otros razonamientos, el hecho de que ciertos medicamentos disminuyen el calor febril, cuya naturaleza es comparable a la del calor exterior, y tonifican el calor innato (K. XVII B, 178). Es cierto, sí, que el calor innato se consume en la consunción necesaria e interna de la vejez y la muerte; pero ésta no debe ser equiparada a la consunción accidental y externa de la enfermedad (K. XV, 297, y VII, 674). Lo cual no excluye que una alimentación adecuada incremente y robore el calor innato (K. XV, 265), ni impide que éste sea instrumento principal en la transformación nutritiva de los alimentos, y por tanto en la acción calorífica de ellos (K. XV, 265). En suma: la actividad del calor innato es distinta de la actividad de la llama, porque ésta sólo existe cuando la alimenta un pábulo exterior, al paso que aquél es intrínseco y primigenio (K. VII, 616), pero uno y otra pueden ser comparados entre sí; de tal modo, que si conociéramos cómo y por qué la llama se produce y se extingue, entenderíamos mejor lo que el calor innato hace en los animales (K. XI, 514; IV, 487-488 y VII, 674 y sigs.).

El calor innato procede del semen masculino, más precisamente, del aire cálido y húmedo que el semen masculino contiene; siguiendo a Aristóteles, así lo piensa Galeno (K. XVII, B, 407); en consecuencia, es primigenio, automoviente (autokíneton) y sempermoviente (aeikíneton) (K. VII, 616); por lo cual, aunque se extinga en la muerte de cada individuo, eternamente perdura con la vida de la especie. Ya constituido en el individuo, tras el nacimiento del embrión, tiene consistencia material (es una sustancia sanguínea y aérea, se dice más de una vez: K. XI, 731, y XVII B, 407); y con el corazón como principio, por mediación de la sangre opera en todo el cuerpo (K. VII, 616, y XVI, 130) y le mantiene vivo. La refrigeración que le procura el aire inspirado mantiene en sus justos límites la intensidad del calor innato (IV, 466)4037.

Animado por el calor innato, el cuerpo animal -con sus dynámeis y sus pneúmata-, ejecuta las varias funciones que le son propias. Veamos ahora cómo las entiende y describe Galeno.






ArribaAbajoE) Anatomofisiología especial

En su necesaria y constante relación vital con el cosmos, el cuerpo humano actúa según dos líneas principales. Regida por la dýnamis psykhikē y el cerebro, la primera se endereza a la modificación racional del medio físico mediante la creación de artes o tékhnai; dualmente gobernada por el hígado, centro de la dýnamis physikē, y el corazón, sede de la dýnamis zōtikē, la segunda tiene por objeto la conservación de la vida (K. III, 435). Dos pautas descriptivas, por tanto: una en la cual tiene precedencia la mano y el aparato locomotor, la seguida por el propio Galeno, y la que sin ser infiel a Galeno -sin desconocer, por tanto, la idea descriptiva galénica y las razones en que se funda- tiende a seguir el expositor actual, habituado a

Es una de las tesis centrales de los escritos De causis respirationis y De utilitate respirationis. estudiar las funciones de la vida vegetativa antes que las de la vida de relación. Esta segunda pauta va a ser la adoptada por mí.

En consecuencia, mostraré en primer término cómo entiende Galeno la anatomofisiología de las funciones vegetativas y expondré a continuación sus ideas acerca de la morfología y las funciones de la vida de relación. La suma concisión es ahora mandamiento inexcusable.


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1. La transformación del alimento en la sustancia propia de cada órgano es para Galeno el término de un proceso integrado por tres fases o digestiones: una acontece en el tubo digestivo (khylōsis), otra en el hígado y el corazón (haimatōsis), y la tercera en la parte anatómica en que la nutrición (trepsis) acaba siendo asimilación (homōiosis) (K. III, 18-20). Y en cada una de esas tres fases, la digestión o cocción (pépsis) consta de tres operaciones sucesivas: transformación en sustancia nutritiva de la parte del alimento útil para la nutrición, separación y almacenamiento de la parte inútil (los residuos o perittómata, según el tecnicismo de Aristóteles) y expulsión de ésta bajo forma de excremento (K. II, 541 y sigs.). Las potencias conversiva, retentiva y excretiva del órgano en cuestión se van poniendo en acto para que la digestión sea completa. Lo cual presupone que ese órgano, mediante la actualización de su potencia atractiva, ha llevado hacia sí la sustancia que ha de transformar.

Todo en el cuerpo es como debe ser y está donde debe estar, nada es ocioso, nada está inmóvil (K. III, 268); así lo dispuso el demiurgo y así lo hacen ver los órganos de la digestión: el esófago (oisophágos o stómakhos), el estómago (gastēr), el hígado (hēpar) y los restantes, anatómica y funcionalmente formados como más conviene al régimen omnívoro -por tanto: entre carnívoro y herbívoro- del animal humano.

El estómago, que en ayunas siente bajo forma de hambre la indigencia de alimento (K. III, 276-277), atrae el bolo alimenticio, lo somete a una primera digestión -ayudado por el calor del hígado, cuyos lóbulos le rodean como los dedos de una mano (K. III, 284)- y, ya iniciada la conversión del alimento en quilo, lo envía por el píloro (pyloris) al duodeno (ékphysis o dodekadáktylon). En el intestino delgado (yeyuno, nestis, e íleo, íleon) se completa la quilificación o quilosis y son adecuadamente separados del quilo dos órdenes de residuos: el acuoso, que los riñones atraen hacia sí por las venas que les unen al tubo digestivo, y el fecal, expulsado al exterior a través del intestino ciego (typhlón énteron) y el colon (kólon). El esfínter anal (sphynteron) evita la salida inoportuna de las heces41.

La pared del estómago y la del intestino constan de dos túnicas, pero la contextura de ellas no es en uno y otro la misma (K. III, 282). Y Galeno, fiel a su expeditiva teleología, piensa, con Platón, que la longitud del tubo intestinal, la consiguiente duración del tránsito del quilo y las heces y la disposición del esfínter anal son las que son para que los nombres coman y defequen sólo de tarde en tarde y no vivan ajenos a las Musas (K. III, 328, 332 y 335). El peritoneo es descrito con bastante detalle, tanto en De usu partium (K. III, 285 y sigs.) como en De anatomicis administrationibus (K. II, 449 y sigs.). En él son precisamente distinguidos y nombrados el omento o epiplón (epiploón o epiploun) y el mesenterio (mesenterion o mesaraion).

Las venas mesaraicas conducen el quilo a la vena porta (pýlē hēpatos, porta hepatis), y en definitiva al hígado, lugar de la segunda digestión. El hígado, al que se atribuyen cuatro lóbulos, es descrito conforme a la pauta aristotélica antes indicada: situación, número y volumen, etc. En él tiene lugar la conversión del quilo en sangre (haimatōsis), proceso en el cual culmina la primera digestión. La actividad conversiva del hígado es para Galeno tan importante, que no vacila en llamarla poíēsis, neoproducción, y no sólo alloiōsis, transformación (K. III, 299). La estructura de la carne hepática -una apretada y tensa red de finos y serpeantes vasos venosos, con parénkhyma en torno a ellos- es la que mejor conviene a su función hematogenética, no sólo en la hematogénesis stricto sensu, también en la separación del agua y la bilis amarilla sobrantes en el quilo; humor este que se almacena en la vesícula biliar y por el conducto colédoco -doble en unos casos, único en otros (K. I, 631)- va al intestino delgado. La escasez de nervios patentiza el carácter predominantemente vegetativo del hígado.

La oscura y espesa sangre formada en el hígado es objeto de una primera depuración en el bazo (splēn). El bazo no es un órgano ocioso, contra lo que Erasístrato afirmó: se halla específicamente destinado a la formación de bilis negra a partir de las sustancias feculentas y terreas que todavía contiene la sangre elaborada en el hígado. La bilis negra así formada es distribuida desde el bazo y parcialmente eliminada por el tubo digestivo. En rigor, el bazo debería hallarse junto al hígado; y si no es así, es porque la naturaleza ha respetado la precedencia del estómago.

Ya depurada, la sangre venosa sale del hígado en dos direcciones: por las venas suprahepáticas hacia el corazón derecho; por un hipotético sistema venoso, hacia el resto del cuerpo. Veremos cómo entiende Galeno el destino de estos dos caudales hemáticos.

Cuatro son, pues, los emuntorios del hígado: la vesícula biliar, el bazo y los dos riñones (K. III, 382). Los riñones (néphros), cuya dual situación en el cuerpo recibe oportuna explicación teleológica, los uréteres y la vejiga urinaria son bastante bien descritos por Galeno. La desembocadura oblicua del uréter en la vejiga sirve de opérculo para evitar el reflujo de la orina. El páncreas (pánkreas) es descrito como cuerpo glanduloso en De venarum arteriarumque dissectione (K. II, 781) y en De usu partium (K. III, 344).

La segunda digestión se perfecciona con la conversión de la sangre venosa en sangre arterial; por tanto, con la actividad del corazón y los pulmones, órganos centrales de la dýnamis zōtikē o potencial vital. La descripción anatomofisiológica debe en consecuencia pasar de la cavidad abdominal a la cavidad torácica.

El corazón (kardías), principio y sede central del calor innato y del espíritu vital, tiene como funciones principales convertir la sangre venosa en sangre arterial -esto es: depurarla de materias inútiles y proveerla de espíritu vital-, para distribuirla a través de las arterias por todas las partes del cuerpo. Está situado donde naturalmente debe estar, y es un cuerpo mioide, aunque no muscular, carente de nervios, en cuyo interior hay dos ventrículos (koilíai), el izquierdo o neumático y el derecho o sanguíneo, y dos aurículas (óta), con los orificios venosos y arteriales que a su función corresponden. Las paredes del ventrículo izquierdo son más gruesas y densas que las del derecho, para que, por contener sangre más ligera que la venosa, no sea menor su peso (K. III, 487); pero la estructura es igual en los dos: fibras longitudinales, transversales y oblicuas, perfectamente adecuadas al ejercicio de la actividad diastólica y sistólica del corazón. Activas son, en efecto, la diástole y la sístole, aunque más aquélla, porque en ésta coopera la elasticidad de la pared cardíaca. Son expresamente nombradas las válvulas sigmoideas (hymēn sigmoeidés, por su semejanza con la letra sigma) y la válvula tricúspide o triglōkhinē (K. II, 477, y III, 617). Para Galeno, el ventrículo derecho se comunica con el izquierdo por un sistema de canales, que atraviesan el tabique interventricular42.

En su actividad diastólica, el corazón derecho atrae hacia sí la sangre hepática que le ofrece la vena cava, y el corazón izquierdo el aire que la respiración ha llevado a los pulmones y la mayor parte de la sangre contenida en el ventrículo derecho. En su actividad sistólica, el ventrículo derecho envía sangre venosa al pulmón, para que éste se nutra, y por los poros del septo interventricular al ventrículo izquierdo. En él, la sangre venosa se neumatiza -por obra del calor innato, el aire inspirado se convierte en espíritu vital- y como sangre arterial es enviada por la arteria aorta a todo el cuerpo, impulsada por la sístole ventricular. De ahí que sea llamada vena arteriosa (phleps arteriōdēs) el vaso que lleva sangre al pulmón (vena con pared arterial) y arteria venosa (artería phlebōdēs) al que lleva aire del pulmón al corazón izquierdo (arteria con pared venosa) (K. III, 445). Pero la sístole del ventrículo izquierdo no se limita a impulsar hacia el cuerpo sangre arterial; envía al mismo tiempo hacia el pulmón, para que la respiración los lance al exterior, los tenues residuos que resultan de la conversión de la sangre venosa en sangre arterial (humos u hollines, lignós). La arteria venosa, en consecuencia, nunca contiene sangre; en la inspiración lleva aire del pulmón al corazón izquierdo, y en la respiración conduce hacia el exterior los humos u hollines de que acabo de hablar. Todo lo cual hace ver que, contra lo que afirmaron algunos galenistas postharveyanos, Galeno desconoció totalmente las dos circulaciones, la pulmonar y la general.

Dos son, pues, según Galeno, los sistemas vasculares: uno venoso, con el hígado como centro, y otro arterial, procedente del corazón. La sangre se mueve centrífugamente en ambos, para ser consumida como alimento en las partes periféricas. La pared de las venas está compuesta por una sola túnica fibrosa, la de las arterias por dos (K. II, 181). No sabemos qué habría pensado Galeno acerca del movimiento de la sangre en las venas en el caso de haber conocido las válvulas venosas: pero, bien por no haberlas visto, bien porque su idea del movimiento hemático le impidiese dar razón de ellas, en ninguna parte de su obra las menciona. En cualquier caso, las venas no pulsan; la sangre se mueve en ellas atraída por los órganos a que ha de alimentar.

Mucha más atención dedicó Galeno al movimiento de la sangre arterial. Las arterias pulsan, nada más evidente. Pero ¿cuál es el mecanismo del pulso arterial? Polémica cuestión. Praxágoras, Asclepíades y Filótimo veían en el pulso un movimiento activo de la arteria, tanto en la sístole como en la diástole. Herófilo puso su origen en la actividad cardíaca. Erasístrato lo consideró movimiento pasivo, determinado por el impulso del neuma. Los neumáticos, como Ateneo, pensaban, en cambio, que la sístole arterial es un movimiento activo. Fiel a sus principios, Galeno afirmará: primero, que contra lo sostenido por Erasístrato, las arterias contienen sangre; segundo, que la pared arterial puede moverse activamente, posee en sí misma una dýnamis sphygmikē o potencia pulsífica; y tercero, que la actualización de esa dýnamis, la aparición del movimiento pulsátil de la arteria, requiere la acción de un estímulo, el neuma vital que el corazón envía a lo largo de la pared arterial. En páginas anteriores quedó sumariamente descrito uno de los experimentos con que Galeno intentó demostrar la verdad de su doctrina (K. IV, 733). «No se dilatan las arterias -dice en otro lugar- porque se llenen, como los odres, sino que se llenan porque se dilatan, como los fuelles de los herreros» (K. III, 512). Veremos cómo Harvey invierte esta doble afirmación.

No podría ejecutar el corazón las funciones que le son propias sin la colaboración de los pulmones. Del pulmón (pneúmon) son descritas la figura -dos lóbulos en el izquierdo, tres en el derecho-, la estructura -contrapuesta a la hepática- y la conexión vascular con el corazón. Cuatro son las utilidades de los pulmones: proteger al corazón -los lóbulos pulmonares le envuelven como al estómago los lóbulos hepáticos, esto es, como los dedos de una mano (K. III, 550)-, proveerle del aire que el ventrículo izquierdo transformará en espíritu vital, contribuir a la formación del calor innato, sostenerlo y atemperarlo. La mecánica de la respiración fue experimentalmente estudiada por Galeno: sección de los músculos intercostales o de sus nervios, resección de costillas, sección de la médula espinal (parálisis de los nervios frénicos). Asociando a los resultados de esos experimentos sus observaciones en heridas torácicas penetrantes, concluyó que en la respiración tranquila sólo actúa el diafragma (diáphragma, phrēnes), cuya anatomía describe con detalle (K. III, 597 y sigs., y K. II, 523 y sigs.), y que los músculos intercostales ayudan al diafragma en la respiración forzada. Experimentos mal interpretados le llevaron a afirmar que en la cavidad pleural hay normalmente aire, y que éste, con su elasticidad, ayuda a la dilatación y a la contracción del tórax en la respiración. La pleura y el pericardio son aceptablemente descritos (K. II, 592 y 595). Y también el timo, al cual, por su peculiar consistencia, es atribuida una función mecánica y protectora (K. III, 424).

Volvamos ahora a nuestro punto de partida. La primera digestión del alimento (la khylōsis) tiene lugar en el tubo digestivo; la segunda (haimatōsis) acontece en el hígado y es perfeccionada en el corazón; la tercera (asimilación, homoiōsis) se produce en las partes periféricas, y consiste en la conversión de la sangre en la sustancia propia de cada una de ellas. Pero a las partes periféricas llegan dos clases de sangre: la más pura y neumatizada que contienen las arterias y la menos pura y no neumatizada que aportan las venas. Es necesario, pues, que antes de la asimilación, y para hacerla más fácil, la sangre venosa se arterialice. A tal fin, la providente naturaleza ha establecido entre las ramificaciones últimas de las venas y de las arterias un sistema de comunicaciones (synanastomóseis), mediante las cuales una y otra sangre se mezclan y queda definitivamente arterializada la venosa (K. III, 492-495). Tal sangre terminal es la que se transforma en el parénkhyma propio de cada parte, en esto consiste la tercera digestión, y deja los residuos de que se forman el sudor, el sebo cutáneo, los pelos y las uñas. Así recibe Galeno y acomoda a su sistema anatomofisiológico el legado de Erasístrato, y así da acabamiento a su fisiología de la nutrición.




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2. Los órganos de las cavidades abdominal y torácica permiten que el medio exterior, bajo forma de alimento y de aire -en cierto modo, también alimento-, contribuya a conservar la vida; la vinculación dinámica entre el organismo y el medio va ahora desde éste hacia aquél. En cambio, esa vinculación se mueve desde el organismo hacia el medio por obra del órgano que aloja la cavidad craneal, el encéfalo, y de los que desde él llegan al resto del cuerpo, la médula espinal y los nervios. El encéfalo, la médula y los nervios constituyen el principio de la que por antonomasia solemos llamar nosotros vida de relación: la actividad del cuerpo en cuya virtud el medio es sentido y puede ser racionalmente modificado. Veamos cómo la entiende la anatomofisiología de Galeno.

Tradicionalmente viene siendo afirmada la originalidad y la valía de la descripción galénica del sistema nervioso. La observación atenta de sujetos sanos y enfermos, la disección de animales y la reiterada experimentación vivisectiva no impidieron a Galeno caer con frecuencia en el error, porque con frecuencia supeditó los datos de la experiencia al virtuosismo de la interpretación; pero sí le permitieron construir una neurofisiología que hasta bien avanzado el mundo moderno será pauta obligada para los médicos de Oriente y Occidente.

Dos son para Galeno las funciones principales del cerebro: producir el pneuma psykhikón -por tanto: ser el principio y la sede de la sensibilidad, la automoción y el pensamiento- y contribuir al equilibrio humoral y a la termorregulación del organismo. Su posición, su configuración y su complexión serán, en consecuencia, las más convenientes para la óptima ejecución de esa doble actividad. El cerebro, en efecto, está en el cuerpo donde está, porque precisamente donde están deben estar los ojos del animal bipedestante que es el hombre, y porque junto a ellos debe hallarse el órgano en que tiene su principio la actividad sensorial (K. III, 635-636). Otro tanto cabe decir de su consistencia y su estructura, las más idóneas para el ejercicio de la imaginación, el pensamiento y la memoria (K. III, 636 y 641).

Contra el parecer de Aristóteles, el cerebro no es tan sólo un órgano refrigerante; si fuera así, la naturaleza le habría dado forma de esponja, y no la complicada configuración que ostenta (K. III, 623-624). No; como el corazón es el principio del calor innato, el cerebro lo es de la sensación y el movimiento, y tiene como función principal la producción del agente que pone en actividad los órganos dotados de capacidad para sentir y moverse: el pneuma psykhikón o espíritu animal.

La génesis del espíritu animal tendría su primera etapa en el imaginario plexo arteriovenoso que Galeno sitúa en la base del cerebro: el plexo retiforme (plégma diktyoeidés), milagro (thauma) de la naturaleza, y por eso llamado luego rete mirabile, red maravillosa, por los galenistas latinos (K. III, 696, y IV, 323). Estaría formado por la coincidente ramificación y el múltiple entrecruzamiento de las arterias y las venas del cuello, y su función consistiría en demorar el tránsito de la sangre antes de que ésta, al llegar a los plexos coroideos de los ventrículos laterales, dé en ellos lugar a la definitiva formación del espíritu animal. Los residuos más sutiles de esta operación serían eliminados hacia el exterior por las suturas craneales, y los más crasos hacia la nariz y el paladar, a través de la lámina cribosa del etmoides. Un tenue movimiento rítmico del cerebro, semejante al del tórax en la respiración, facilitaría este proceso.

Así formado, el espíritu animal llena los ventrículos laterales y el ventrículo medio, pone en actividad las dynámeis propias de los nervios sensoriales y de los pares craneales, y por el conducto que luego llamaremos acueducto de Silvio pasa al cuarto ventrículo, y de éste a la médula espinal y a los nervios que de ella emanan, para a través de ellos dar sensibilidad y movimiento a las partes del cuerpo capaces de una y otro.

Todas las formaciones que Galeno conoce y describe en el cerebro y el cerebelo se hallarían óptimamente dispuestas para regular la dinámica del pneuma psykhikón: las meninges dura y blanda, el trígono cerebral (fórnix, psallioeidés sōma), los tubérculos cuadrigéminos (nates o glouta, testes o didymia), la glándula pineal (konarion), que cumple una función semejante a la del píloro en el estómago, el vermis cerebeloso (skōlōkoeidés epíphysis), el infundíbulo (pýelos o pelvis), la hipófisis.

La médula espinal sería una simple prolongación del cerebro, con el fin principal de evitar la excesiva longitud que tendrían los nervios del tronco si saliesen directamente de aquél. Procedentes del cerebro, de la médula espinal o de la médula oblongada, los nervios son respectivamente blandos o sensitivos, duros o motores, o de condición intermedia. Del cerebro salen siete pares de nervios:

  1. El óptico. Galeno menciona el quiasma, pero no ve en él entrecruzamiento, sino yuxtaposición de los nervios ópticos, con la misión de garantizar la visión binocular.
  2. El oculomotor (con el patético).
  3. La rama oftálmica del trigémino.
  4. Las ramas .maxilar superior y maxilar inferior del trigémino.
  5. El acústico y facial.
  6. El vago, con el nervio recurrente (descubierto por Galeno -hallazgo no menos maravilloso, dice, que los misterios eleusinos- y por él relacionado con la fonación).
  7. El «lingual» o glosofaríngeo.

La descripción del nervio óptico, con su terminación como retina, es muy cuidadosa; y el descubrimiento de la arteria oftálmica permite a Galeno rectificar un antiguo y tópico error: el tronco de ese nervio no es hueco. El acústico y facial son considerados como un solo nervio, aunque anatómica y funcionalmente se les distinga. El olfatorio no es para Galeno verdadero nervio, sino extensión continua del cerebro desde la parte anterior del ventrículo lateral. De los nervios espinales sólo los cervicales son aceptablemente descritos. El simpático, visto como una confusa unión de los nervios cerebrales y espinales, poseería la función de hacer sensibles los órganos contenidos en el peritoneo. Los ganglios, en fin, actúan como lugares en que se intensifica la actividad de los nervios.

En el cerebro tienen su sede la imaginación, el raciocinio y la memoria, las tres facultades hegemónicas de la vida humana (K. III, 641); ellas son las que permiten hablar de un alma raciocinadora, psykhē logistikē (K. III, 700). Y animados por el espíritu animal, desde el cerebro son puestos en actividad los nervios sensoriales, sensitivos y motores, y por tanto las funciones que a ellos respectivamente corresponden.

Especial atención dedica Galeno a la anatomofisiología de los órganos de los sentidos, sobre todo al de la visión. Si alguien estuviese en el lugar de Prometeo, ¿podría construirlos mejor? (K. III 773). En la descripción del ojo son mencionadas cuatro túnicas, la conjuntiva, la córnea, la coroidea y la retina (amphiblēstroeidēs khitōn), y distinguidos tres humores, el acuoso, el cristalino y el vítreo (K. XIX, 358, y VII, 86). El mecanismo de la visión viene explicado mediante la yuxtaposición de una elemental óptica geométrica y la apelación a la ineludible doctrina del neuma: el animal ve porque el neuma situado ente el iris y el cristalino recoge los rayos luminosos, y por los nervios ópticos y las formaciones cerebrales subsiguientes transmite al cerebro la impresión resultante. Más deficientes son los datos relativos al oído. El sonido, a cuya propagación, feliz ocurrencia, se la compara con la de una onda (K. III, 644), es transmitido al nervio acústico por las paredes óseas y cartilaginosas del órgano auditivo.

Los nervios craneales son sensitivos o motores, y a veces una y otra cosa; nervios exclusivamente motores son, en cambio, los que, procedentes de la médula espinal, llegan a los músculos del tronco y las extremidades, para que en su totalidad o en alguna de sus partes pueda desplazarse el cuerpo en el espacio. Puestos en actividad por los espíritus animales, y regida la distribución de éstos por las facultades superiores del alma, en definitiva por el lógos, esos nervios y esos movimientos son los que hacen racional la modificación del medio por el hombre y más visiblemente revelan, en consecuencia, la condición humana de nuestro cuerpo. La vida de relación -el intercambio racional del animal humano con su medio- alcanza así plenitud operativa, y en la actividad de los miembros superior e inferior -en los movimientos de la mano libre y en la bipedestación- tiene su manifestación más directa y patente.

El progreso de la fisiología galénica (De motu musculorum K. IV) respecto de la aristotélica es enorme. Voluntario o involuntario, el movimiento tiene su instrumento inmediato en la carne muscular (mys), su agente en el neuma psíquico que transmiten los nervios, de un modo semejante a la propagación de la luz, y su principio en el cerebro. La sección experimental de un nervio paraliza el músculo o los músculos a que llega; y la pasajera invalidez muscular que se observa cuando en las trepanaciones es protegida la meninge con el meningophýlax (valva interpuesta entre el cráneo y la meninge dura para proteger el cerebro), demuestra ad oculos el papel de éste como centro impulsor del movimiento de los miembros (K. V, 186). Por obra del nervio es el músculo órgano animal; por obra de la arteria, órgano natural.

Como Aristóteles, Galeno distingue el movimiento voluntario y el movimiento no voluntario, pero se aparta radicalmente de él en el modo de explicarlos. Fiel a su sistema, Aristóteles necesita admitir un motor inmóvil. Galeno, por el contrario, pone la causa del movimiento voluntario o psíquico en una hormē (término que toma de la filosofía estoica) ínsita en el organismo animal; por tanto, en el impetus originario a que alude la expresión tà hormonta del autor hipocrático de Epidemias VI. No constituye un azar que Starling llamase «hormonas» a los principios vivificantes del organismo. Si el movimiento voluntario es psíquico, dependiente de la psykhē, el involuntario -la respiración, por ejemplo- es natural, dependiente de la phýsis, en el sentido restricto de esta palabra. Pero ¿por qué el ebrio no guarda recuerdo de movimientos suyos pertenecientes a los que tenemos por psíquicos o voluntarios? ¿Y por qué los movimientos naturales y no voluntarios pueden ser voluntariamente modificados -voluntariamente puede uno respirar más rápida o más lentamente-, pero sólo en cierta medida? Son problemas oscuros, que Galeno ve, pero no resuelve.

Cuatro modos del movimiento muscular distingue Galeno: la contracción, la extensión, el movimiento pasivo o de abandono y el estado de tensión permanente que él -de nuevo con un término estoico- llama tonos, y nosotros llamamos tono postural. Sherrington y Fulton han subrayado el valor y la originalidad de este concepto galénico.

Es ahora cuando podemos volver a la fisiología especial del brazo y de la pierna, tal como Galeno la expone en De usu partium.

Vimos en páginas anteriores cómo el Galeno aristotélico entiende y valora la importantísima función de la mano en la vida del hombre, y cómo tal entendimiento y tal valoración son el fundamento de la idea descriptiva de su anatomofisiología. Veamos ahora cómo esta idea se resuelve en descripciones particulares.

Las actividades básicas de la mano son tocar, aprender y oprimir. Y puesto que en los seres vivientes la forma y la estructura sirven a su telos, a su finalidad, tanto la apariencia externa como la composición anatómica de sus partes -huesos, músculos, tendones, nervios, vasos- mostrarán al sabio que entre la figura (eidos), la contextura (diáplasis), la actividad (enérgeia) y la utilidad (khreía) de la mano existe la más perfecta adecuación.

Salvo en el tratadito didáctico De ossibus ad tirones, un prontuario para principiantes -más aún: para futuros reductores de fracturas y luxaciones (K. II, 732)-, Galeno no compuso una osteología sistemática; los huesos son descritos como parte similar del órgano -cabeza, mano o pie- a que anatómica y formalmente pertenecen. Es cierto, sí, que en el capítulo II del tratado De anatomicis administrationibus parece esbozar Galeno una teoría general de la función del hueso: «Lo que en las tiendas de campaña -escribe- hacen los palos que los griegos llaman kámakes, y en las casas las paredes, eso hace la sustancia de los huesos de los animales». Hasta aquí el texto sugiere la idea de que Galeno está ante todo pensando, como luego hará Vesalio, en la primaria función sustentadora del esqueleto; pero basta seguir leyendo para advertir que, a los ojos de Galeno, la función primaria del hueso no consiste en sustentar el conjunto anatómico en que está situado, sino en servir como agente rector en la configuración de las partes a que pertenece: «Si el cráneo es redondo, necesariamente lo será el cerebro, y si oblongo, también éste»; y así prosigue el texto, a propósito de la configuración del pie y de la mano (K. II, 218-219). No menos claro es el pensamiento de Galeno cuando en el libro I de De usu partium, tras haber puesto en esencial conexión la forma y la función de las partes, inmediatamente aplica esta idea a la descripción anatomofisiológica de la mano.

Para hacer lo que hace y para hacerlo del mejor modo posible, la mano tiene huesos, y éstos son como son; y así los músculos y los tendones que tiene, y los nervios, las arterias y las uñas de que está provista.

Iría más allá de los límites de esta exposición, necesariamente sinóptica, la descripción pormenorizada de cada una de las partes similares que componen la parte disimilar que llamamos mano. Me limitaré, en consecuencia, a formular tres breves asertos:

  1. Movido por su visión de la mano como «parte la más propia del hombre» (K. III, 88), Galeno dedica muy especial atención a describir los movimientos de ella, así los de su conjunto o de varios de sus dedos (prensión, palpación según el tamaño y la forma de la cosa explorada) como los correspondientes a cada dedo (cuatro: uno de flexión, otro de extensión y dos laterales). Naturalmente, el movimiento de oposición del pulgar humano es repetidamente mencionado y descrito.
  2. En consecuencia, se siente obligado a estudiar con detalle y atención, tanto en De anatomicis administrationibus como De usu partium, los músculos y los tendones de cuya actividad dependen todos esos movimientos. En modo alguno puede afirmarse con seguridad que Galeno disecara manos humanas. A mi modo de ver, disecó manos de monos diversos -en más de una ocasión alude a ellas, para ponderar lo diferentes que son de las manos de los hombres (K. III, 80)- y completó los resultados por esa vía obtenidos con una cuidadosa observación de los varios movimientos de la mano humana y de las contracciones musculares que en ellos tienen lugar.
  3. Pese a lo que viene diciendo una tradición que se remonta a Vesalio, Galeno -aunque con errores fácilmente comprensibles- conoció y nombró tanto el movimiento de oposición del pulgar como los músculos que lo determinan43. La anatomía y la fisiología de la mano, no hay duda, tienen en Galeno su primer clásico.

Obviamente, a la descripción de la mano sigue la del carpo, con sus huesos y tendones, y luego la del antebrazo, el codo y el brazo. Galeno llama «mano total» (holē kheir) al conjunto de la extremidad superior, y distingue en ella tres partes: el brazo, el codo con el antebrazo y la «mano extrema», o mano propiamente dicha (ákra kheir, tò akrókheiron); con lo cual hace patente una vez más su idea básica: la prelación natural y racional de la mano respecto del brazo entero (K. III, 90-92). Aunque con errores y deficiencias, los huesos, las articulaciones, los músculos, los nervios, las arterias, las venas y los movimientos del brazo son aceptablemente descritos.

Para que el hombre pudiera modificar racionalmente el mundo en torno y mirar humanamente al cielo, la bipedestación de su cuerpo era necesaria. «Para tener manos es el hombre, entre los animales con pies, el único bípedo erecto» (K. III, 168), dice Galeno. Más aún: lo óptimo para el animal humano es que los pies no sean sino dos y que sean como de hecho son. Como poeta, Píndaro pudo llamar «pueblo admirable» a los centauros; pero, además de ser naturalmente imposible su génesis, las cuatro patas y las pezuñas del centauro no permitirían a su poseedor una vida verdaderamente humana. Para ser hombre, el pie y la pierna de que el cuerpo humano está dotado son indudablemente lo mejor (K. III, 169-175).

El pie es descrito según sus semejanzas y sus diferencias con la mano. Aristotélicamente, Galeno habla de la analogía entre uno y otra (K. III, 234). El tarso, en consecuencia, es comparado con el carpo, y la pierna con el brazo. La tibia, el peroné, la rótula, el fémur, la cavidad cotiloidea, y con ellos los músculos, los tendones y los ligamentos del miembro inferior, son contemplados en función de los movimientos que naturalmente ejecutan. El pie y la pierna, en suma, son tan dignos de admiración como el cerebro y los ojos, e incluso tanto como los astros del cielo (K. III, 236-240). Páginas atrás indiqué cómo la concepción microcósmica del hombre, vigente en Galeno, otorga carácter sacral a su consideración del cuerpo humano. Con poética y religiosa vehemencia lo proclama el autor de De usu partium, y precisamente en el curso de su descripción del pie y la pierna. «¿Quién negará -escribe- que el cosmos sea la mayor y más hermosa de todas las cosas?44. Pero el animal (humano) es cosmos pequeño, microcosmos (mikrós Kósmos), nos dicen antiguos varones, doctos acerca de la naturaleza; en uno y en otro encontrarás la sabiduría del demiurgo». Así nos lo hace ver, tanto como el ojo, «órgano lucentísimo y el más semejante al sol» (K. III, 241-242)45, la admirable construcción del pie humano.




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3. Las vísceras abdominales y las torácicas conservan la vida; el cerebro y los nervios nos permiten percibir el mundo y, mediante los miembros, actuar racionalmente sobre él. Pero estas dos centrales de la dinámica humana no podrían subsistir sin una envoltura que las contenga y proteja. Tal es la función que cumplen el cráneo y la cara, y la espina dorsal, y las paredes del tórax y el abdomen, y tal la razón por la cual Galeno, tras haber descrito la extremidad superior, la extremidad inferior y los órganos abdominales, torácicos y cefálicos, pasa a estudiar anatómica y funcionalmente la cubierta osteomuscular de las cavidades cefálica, torácica y abdominal.

En la cabeza humana ve Galeno el receptáculo y la ciudadela del encéfalo y los órganos de los sentidos, el polo oral del tubo digestivo y la parte del cuerpo en que más ostensiblemente luce la belleza del cuerpo; y a la sombra de Aristóteles, la describe según la analogía y las diferencias entre ella y las de otras especies animales (K. III, 843 y 859).

Sucesivamente son descritos los músculos de la masticación (temporales, maseteros, descensores del maxilar inferior), los dientes, la lengua, la faringe, los labios con sus músculos, la nariz, los siete huesos del cráneo (con sus suturas y su hipotética función perspiratoria), el maxilar superior, el pómulo o zigoma y el maxilar inferior, éste, se dice «con por lo menos una división del mentón» (K. II, 755, y K. III, 937); frase alusiva, sin duda, al os incisivum u os intermaxillare del maxilar del macaco. Morosamente comenta Galeno la distinta belleza del rostro del varón y de la mujer; pero, como buen biólogo, piensa que la fabricación de tal belleza no es el designio principal de la naturaleza, sino un añadido secundario y lúdico; lo primero y principal es la utilidad de las partes (K. III, 898-899). Y como en tantas ocasiones, se enfrenta acremente con Epicuro y Asclepíades, que en la génesis y la disposición de los dientes sólo vieron el azar (tykhē) de los átomos, y no supieron percibir lo que es arte exquisito de la naturaleza en la consecución de sus fines (K. III, 873-874). No son las causas eficientes, es la causa final lo que rige la formación de las partes; no el autómaton, sino el télos.

Griego antiguo fue Galeno, así en Pérgamo como en Roma. Del modo más claro -y más pintoresco- lo manifiesta cuando polemiza con Moisés y con Epicuro acerca de la constitución y la perduración de las pestañas. Él está con Platón y con los griegos que rectamente escribieron peri phýseōs. Cuando Moisés «fisiologa» (ephysiológei) -escribe- piensa que Dios puede hacerlo todo, incluso si quisiera hacer de la ceniza un caballo o un buey. «Nosotros no pensamos así. Dios no puede hacer cosas imposibles por naturaleza; tan sólo elegir lo mejor entre las que pueden hacerse» (K. III, 905-906)46. La viejísima idea de una moira -un destino irrebasable- superior a los dioses sigue vigente en este griego helenístico. No poco tendrán que hacer los teólogos medievales para resolver cristianamente -no otro fue el propósito de la distinción entre la potentia Dei absoluta y la potentia Dei ordinata- la aporía teológica y cosmológica que contiene ese curioso texto galénico.

Tras la descripción de la cabeza, en cuanto envoltura del encéfalo y los órganos de los sentidos, Galeno emprende la de las partes comunes a la cabeza y el cuello y completa lo que acerca de éste ya había dicho al hablar de los órganos torácicos. Con especial morosidad describe las dos primeras vértebras cervicales, sus articulaciones, su vario movimiento y los músculos y ligamentos que en él intervienen: hasta veintiocho son los músculos que mueven la cabeza. Himnos de alabanza merece el demiurgo que con arte tan supremo acertó a disponer todo esto (K. IV, 13). Los médicos antiguos llamaron diente (odoús), y los modernos apófisis pirenoides (pyrēn, pepita de melón) a la apófisis odontoides del axis. En las vértebras -veintinueve en total: siete cervicales, doce dorsales, cinco lumbares, más el hueso sacro- distingue el cuerpo, las apófisis espinosas y las transversas, y señala la diversidad entre ellas. Discute ampliamente la razón de ser de la división de la espina dorsal en vértebras y atribuye a su conjunto dos funciones principales: servir a la integridad de la vida, en cuanto que el raquis contiene y protege la médula espinal, y permitir y configurar los movimientos del tronco. Los músculos del dorso y de los canales vertebrales son deficiente y confusamente descritos. Mejor lo son el omóplato, la articulación escápulo-humeral, los movimientos del brazo y los músculos que en ellos actúan, especialmente el deltoides (epōmis, músculo de hombro). Es comúnmente atribuida a Galeno la primera descripción del músculo cutáneo del cuello (platysma mioides).




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4. Aunque es la dýnamis physikē la que se hace activa en los órganos de la generación, la situación en parte extraabdominal de éstos, sobre todo en el varón, es sin duda lo que induce a Galeno a posponer su descripción a la de la cubierta osteomuscular de la cabeza y el tronco. Mas no porque su dignidad sea menor que la de las vísceras intraabdominales e intratorácicas. A los órganos de la generación corresponde, en efecto, la alta misión de, en lo posible, hacer inmortal (athánaton) la phýsis animal (K. IV, 143-144).

En la descripción de los órganos de la reproducción, basada en la disección de animales, son paralelamente considerados los masculinos y los femeninos. Aquéllos son externos, tanto porque así lo exige la función viril en el acto sexual, como por la complexión más caliente y seca del varón. Son internos, en cambio, los de la mujer, por ser mayores su frialdad y su humedad.

El útero es para Galeno bicorne, a fin de que los fetos masculinos sean alojados en la cavidad derecha, y los femeninos en la izquierda; y lo es porque, maravillosamente, en los animales mamíferos hay tantos cuernos uterinos como pares de mamas. Los ovarios son equiparados a los testículos, e incluso poseen un equivalente del escroto. Los testículos viriles, el epidídimo, el músculo cremáster, el conducto deferente y la vascularización arteriovenosa del saco testicular son más o menos aproximadamente descritos; así como la próstata, cuyo descubrimiento y cuyo nombre son expresamente atribuidos a Herófilo. Gran atención presta Galeno a la fisiología del coito.




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5. Del cerebro y la médula espinal proceden los nervios, del corazón las arterias, del hígado las venas. Naturalmente, algo sobre los nervios, las arterias y las venas ha tenido que decir Galeno al exponer la anatomofisiología de los órganos de que proceden y las etapas iniciales de su curso; pero el hecho de que luego se distribuyan por todo el cuerpo como órganos portadores de vida, juntos entre sí en no pocas ocasiones, le induce a estudiarlos conjuntamente, tanto en De anatomicis administrationibus como en De usu partium. Dos trataditos adicionales, De venarum arteriarumque dissectione y De nervorum dissectione completan monográficamente esa parte de los tratados mayores.

En pocos capítulos de la obra anatomofisiológica de Galeno brilla tanto como en éste su maestría sistematizadora y descriptiva. Hay en él, por supuesto, omisiones y errores, y la interpretación teleológica de la forma y la función es con harta frecuencia abusiva e ingenua. Pero la descripción sinóptica del curso y la distribución orgánica de nervios, arterias y venas, sin rival hasta Vesalio, y en algunos puntos no inferior a la suya, explica holgadamente que el prestigio del Pergameno se haya mantenido íntegro a lo largo de catorce siglos y cuatro grandes culturas: la bizantina, la arábiga, la cristiana medieval y la renacentista.




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6. Comenzó Galeno su estudio anatomofisiológico del cuerpo humano mostrando cómo la forma de todo él -y por consiguiente de todas sus partes- cobra sentido en la adecuada ejecución de la vida que en él se realiza, cuya más inmediata expresión es el manejo racional del mundo en torno; y, como para poner un acorde final de ese magno empeño, lo termina recapitulando en esencia la dilatada y minuciosa exposición que de tal pensamiento ha sido la descripción y la intelección de cada uno de sus órganos. No otra es la intención del libro XIII -el último- del tratado De usu partium; «Tercera y última parte (epōdós) del himno ante el altar de los dioses» (K. III, 87, y K. IV, 365-366) que cantan los poetas líricos.

Con la trompa del elefante como ejemplo, Galeno hace ver una vez más la sabiduría de la naturaleza. ¿Cómo afirmar que a la naturaleza la rige el azar, y no una razón ordenadora ínsita en ella, un arte a un tiempo oculto y patente? Si elogiamos como artístico el canon de Policleto, ¿cómo no admirar el arte de la naturaleza, creadora de ese canon en el cuerpo del hombre? Y si la gloria de Policleto no quedaría empañada por el hecho de que, entre mil estatuas suyas, una haya resultado defectuosa, ¿quedará menoscabada la providente sabiduría de la naturaleza porque entre miles de miles de cuerpos humanos uno sea deforme? ¿Y no es todavía más maravilloso que de ese montón de fango (bórboros) que son la carne, la sangre, la pituita y ambas bilis salgan mentes como las de Platón, Aristóteles, Hiparco y Arquímedes? Y puesto que la mente es lo astral y lo divino en el hombre, ¿cómo no ver que el estudio de las partes del cuerpo, cuya utilidad puede parecer exigua, es «el verdadero principio de la más perfecta teología, ya que la teología es más alta y más digna que la medicina»? Así, si el conocimiento de las partes del cuerpo es útil para el médico, mucho más lo será para el médico filósofo, que «estudia la ciencia de toda la naturaleza con el fin de poseerla, y con ella se inicia en las cosas sagradas» (K. IV, 360-361).

En cuanto humano, eso es el cuerpo del hombre en su conjunto. Pero entre eso que es el cuerpo in genere y lo que realmente es cada uno de los innumerables hombres, por tanto in individuo, se interponen una realidad y un concepto: la realidad y el concepto de krásis humoral típica, temperamentum para los latinos (modo de estar típica e individualmente atemperada la mezcla de los humores) y tipo constitucional en la biotipología contemporánea. Al temperamentum están especialmente consagrados dos escritos galénicos: De temperamentis, y el ya mencionado Quod animi mores corporis temperamento sequantur, más anatomofisiológico aquél y más eticopsicológico éste.

Galeno hereda y sistematiza la rica, pero no bien ordenada tipología de los médicos hipocráticos. La estequiología humoral y dinámica -las diversas propiedades de los humores según las enantiosis caliente-frío y húmedo-seco- da fundamento al concepto galénico de temperamento y sirve de pauta a la clasificación de sus variedades. Galeno distingue un temperamento equilibrado o bien temperado, aquel en que las cualidades elementales se mezclan equilibradamente, y ocho intemperados, cuatro simples (el húmedo, el seco, el cálido y el frío) y cuatro compuestos (el húmedo y cálido, el seco y cálido, el frío y húmedo y el frío y seco); y todos ellos se expresan en la totalidad del cuerpo y en la peculiaridad de cada una de las partes orgánicas (K. I, 559, y 598-604).

El temperamento es en parte hereditario y congénito y en parte adquirido -como ya había señalado el escrito hipocrático Sobre los aires, las aguas y los lugares-, por obra del lugar en que se habita y del régimen de vida que se practique. De él dependen la figura del cuerpo, su complexión, la distribución de la grasa y el pelo, el aspecto y las propiedades de la piel, la resistencia o la propensión a tales o cuales enfermedades y el modo de padecerlas, las peculiaridades y los hábitos de la vida anímica. Hasta bien entrado el mundo moderno perdurará la vigencia de la biotipología galénica.






ArribaAbajoF) Embriología

Expone Galeno sus ideas embriológicas en varios de sus escritos: De symptomatum causis, De usu partium (en el segundo de los libros consagrados a los órganos de la generación), De facultatibus naturalibus y De foetuum formatione. Y aunque añade algunos hallazgos al saber recibido de los hipocráticos y de Aristóteles, y aunque galeniza parte de ese saber, su embriología dista mucho de poseer la importancia de tantas otras partes de su obra.

En tanto que momento esencial de la vida del organismo humano, la génesis de éste -la embriogenia- es la actualización de la dýnamis que preside la alimentación y el crecimiento, la dýnamis physikē de la materia orgánica: formarse un embrión es actualizarse la potencia natural de la materia que lo constituye. Pero esa potencia genérica se especifica en el caso de la generación según las dos acciones que en el proceso generativo son necesarias, la transformación (alloiōsis) y la configuración (diáplasis); con lo cual las dynámeis correspondientes tienen que ser una genitriz (genētikē) y otra configurativa (diaplastikē). Activadas por el calor y el neuma del esperma viril, ellas son las que, mediante procesos tocantes al calor, al frío, a la sequedad y a la humedad, van configurando de modo osificante, cartilaginizante, nervificante, membranificante la materia embrionaria, y así se forma la carne del hígado, del bazo, de los riñones, del pulmón y del corazón (K. II, 11-13). La distinción erasistrática entre partes seminales y partes parenquimatosas rige la concepción galénica de la embriogénesis.

Más estrictamente anatómica es la descripción contenida en De foetuum formatione, basada en el legado hipocrático y en observaciones propias, entre las que descuella la disección de un feto de treinta y dos días. A partir de una primera fase, en la cual se mezclan de modo informe el esperma viril y el femenino, en el embrión aparece el esbozo del hígado; éste y no el corazón, como había afirmado Aristóteles, sería el primum vivens del animal humano47; luego van configurándose el corazón, el cerebro y las partes restantes. Así el embrión va pasando de una originaria vida vegetativa a otra incipientemente animal. A lo largo de los siglos -hasta Harvey, por lo menos- pugnarán entre sí galénicos y aristotélicos acerca de la prioridad genética del hígado o del corazón.

Galeno describe aceptablemente el amnios, el alantoides, la placenta, el corion, el cordón umbilical -raíz del feto-, el agujero oval, el conducto de Arancio y el de Botal. Pero, seducido por su idea de la respiración, cometerá el error de pensar que el latido cardíaco no comienza hasta el momento del nacimiento del feto.

Las varias potencias que en la génesis y la configuración del feto intervienen, ¿de qué son potencias? ¿De la materia informe que resulta de la fusión del esperma eficiente viril y el esperma material femenino? ¿De un alma que primero es nutricia (tò threptikón), como dice Aristóteles, o concupiscible (tò epithymetikón), como dice Platón, o simplemente naturaleza (phýsis), como afirman los seguidores de Crisipo? Galeno no quiere entrar en esa discusión. Se conforma con ver y describir «la sabiduría y la potencia» que manifiesta la configuración del feto. «Nunca osé definir -dice- la esencia del alma»48. Si el alma es corpórea o incorpórea, eterna o corruptible, Galeno no ha encontrado un modo de demostrarlo more geometrico (grammikos), declara solemnemente al término de sus consideraciones embriológicas (K. IV, 701-702).






ArribaAbajo- VIII -

El cuerpo humano en la cultura griega


Los poemas homéricos, el pensamiento presocrático, la medicina hipocrática, la antropología biológica de Platón y la de Aristóteles, la anatomía alejandrina y la obra galénica son partes esenciales de la cultura de la Antigüedad clásica. A esa cultura pertenece, por tanto, todo lo que acerca del cuerpo humano se ha dicho en las páginas precedentes. Pero no sólo ciencia del cuerpo humano -o camino hacia ella- hubo en la sociedad helénica, desde que el autor de la Ilíada describía las heridas de los combatientes en torno a Troya, hasta que Galeno, cientos de años después, compuso sus grandes tratados anatomofisiológicos; dándole fundamento, hubo en ella una actitud ante la vida del hombre, de la cual fue parte esencial la altísima estimación del cuerpo propia de quienes habían hecho de la phýsis, en cuanto propiedad de nacer y crecer, la idea básica de su concepción del mundo. ¿Y no son la pujanza y la perfección del cuerpo del hombre la más alta expresión visible de la naturaleza universal?

Por boca de Sócrates, Platón (Gorg. 451 e) nos recuerda la jaculatoria, atribuida al poeta Simónides (Scol. Att. 7 Diehl), con que los comensales de los banquetes solían expresar festivamente el orden de sus preferencias:


Tener salud es lo primero y mejor para un mortal;
lo segundo, haber nacido hermoso de cuerpo;
lo tercero, tener dinero ganado honestamente;
lo cuarto, disfrutar de la juventud con los amigos.



Para el griego clásico, la salud, la belleza y la juventud del cuerpo eran los bienes supremos. No puede extrañar que Aristóteles piense que «la enfermedad es una vejez adquirida, y la vejez una enfermedad natural» (De gen. an. 748 b 30). Y a esa misma actitud ante la vida humana da expresión fervorosa el himno a la salud que en el filo de los siglos v y IV a. de C. compuso el poeta Arifrón:


Salud, la más augusta de los bienaventurados,
¡ojalá contigo viviera el resto de mi vida
y compartieras, benévola conmigo, la morada!
Pues todo el encanto del dinero, de los hijos,
o del mando real que iguala a los dioses,
o de los deseos a que damos caza
con las secretas redes de Afrodita,
y de cualquier otro goce o descanso de fatigas
que, enviados por los dioses, se nos muestra a los hombres,
contigo, Salud bienaventurada, florece
y brilla en coloquio con las Gracias.
Sin ti nadie es feliz49.



No quiero ser prolijo en la aducción de textos literarios; mas tampoco puedo omitir el recuerdo de los que mejor expresan la entusiasta estimación del cuerpo humano entre los hombres de la Grecia clásica: los epinicios de Píndaro. Leyéndolos o escuchándolos, la glorificación de la arrogancia, la belleza y la destreza corporal de los vencedores en las olimpiadas -continuación deportiva de la competición bélica que habían sido las aristeíai o principalías de los héroes homéricos50- fue durante siglos patrimonio común del pueblo helénico.

Una genial y en cierto modo escandalosa excepción tuvo en Grecia tal estimación del cuerpo; la hostilidad que contra él mostró Platón en uno de sus más famosos diálogos. ¿Acaso no debe ser considerada escandalosa esa hostilidad en uno de los hombres que de modo más egregio han sido, a lo largo de los siglos, sumos exponentes de la helenidad? Mas no debo repetir aquí lo que en páginas anteriores quedó dicho. En este rápido examen de la estimación helénica del cuerpo humano quiero limitarme a estudiar -con intención, por supuesto, más comprensiva que erudita y expositiva- cómo la apariencia corporal del hombre fue sentida y magnificada por los artistas plásticos de la Grecia clásica.

Desde Micenas hasta la extinción del helenismo, la representación plástica del cuerpo humano es tema constante. Varía considerablemente, sin embargo, la actitud del artista ante la realidad contemplada; y con la del artista, la de los hombres que en la obra de arte veían expresado su propio y acaso inconsciente modo de ver y sentir su personal corporeidad y la corporeidad ajena. Yo la veo plasmada en cuatro actitudes, diversamente combinadas entre sí y con predominio diverso de una o de otra en el curso de los siglos: el cuerpo como realización visible del animal humano; el cuerpo como manifestación de un Dios hominizado; el cuerpo como testimonio de la plena dignidad de ser hombre; el cuerpo como expresión de la pasión corporalizada.


ArribaAbajoA) Animal humano

Realizado en su cuerpo -carne sensible y automoviente, posición bipedestante-, el hombre es ante todo, para quien ingenuamente le mira, un animal, un zōon especificado por la forma de su cuerpo y por la peculiaridad de su comportamiento, zōon anthropinon anthrōpinē. Así le vieron los dibujantes de las ánforas y los vasos dorios y de la cerámica geométrica del Dipylon ateniense. La analogía entre esta visión del cuerpo humano y la que revelan los versos del epos homérico -recuérdese: gyía kai mélea; miembros potentes, articulados y diversamente activos- salta a la vista. Poder moverse con fuerza y eficacia para ejecutar una acción bélica, deportiva, funeral o cinegética; esto es lo que muestran los guerreros dorios de los vasos del Dipylon conservados en el Museo Nacional de Copenhague, los acompañantes del cadáver de un jefe dorio en un ánfora del Museo Nacional de Atenas, los kuroi danzantes de una copa del Staatsmuseum, de Berlín, el atleta en bronce del Museo de Boston. Con su esquematismo, el cuerpo se limita a ser una realidad material y viviente, apta para la ejecución de un acto determinado o en pleno trance de ejecutarlo.

Más reducida aún es la capacidad expresiva de la mayoría de los xoana (plural de xoanon: talla de madera o de piedra), arcaicas representaciones de dioses -Afrodita, Apolo, Artemis, Deméter, Dioniso-, a las que se atribuían virtudes protectoras o sanadoras. Nada, sin embargo, expresa plásticamente la condición divina del cuerpo en ellas representado; vestido o desnudo, éste no pasa de ser imagen de un ser viviente al que la bipedestación y el rostro dan apariencia humana, cuerpo animal al que sólo la creencia diviniza. La tradición atribuye a un fabuloso personaje, Dédalo, el mérito de haber dado incipiente vida y movimiento a los xoana, abriendo o agrandando los ojos y haciendo avanzar una de sus piernas.

No dioses con figura de hombres, sino hombres, simples criaturas humanas, son las estatuas y estatuillas técnicamente designadas con los nombres de kuroi (plural de kouros, joven, mancebo, adaptado a nuestra fonética) y korai (plural de korē, muchacha joven, doncella).

Fueron los kuroi jóvenes atletas vencedores en los juegos olímpicos; y su triunfo, que les convertía en héroes semidivinos, se celebraba tallando en piedra o fundiendo en bronce una representación de su cuerpo en tamaño superior al natural, sin rasgos individuales cuando el atleta había vencido sólo en una o dos pruebas, con ellos cuando la victoria se repetía tres veces. Siempre en pie y en posición frontal, con los brazos lateral y verticalmente adosados al cuerpo y con la pierna izquierda ligeramente adelantada respecto de la derecha. Se les ha llamado «Apolos arcaicos»; mas no son Apolos, dioses, sino hombres descollantes por la fuerza, la belleza y la destreza de su cuerpo.

No puedo exponer aquí la controvertida y poco probable relación entre los kuroi griegos y las estatuas funerarias de los egipcios, ni tampoco estudiar su evolución plástica y estética, desde la rudeza de los más antiguos hasta la ya exquisita finura de los más recientes. El tamaño de los ojos, el apunte de un leve balanceo de los brazos y el esbozo de una sonrisa, animadora de la rígida y uniforme expresión facial de los modelos primitivos -la llamada «sonrisa arcaica»-, dan visible testimonio de ese progreso. Pero incluso en los kuroi más refinados, el cuerpo que se nos muestra es tan sólo el de un animal humano bipedestante, automoviente y sonriente.

Otro tanto debe decirse de las estatuillas y estatuas de doncellas (korai) que en tan gran número aparecieron en las primeras excavaciones de la acrópolis. Cualesquiera que fuesen los orígenes de este género de la estatuaria griega -jonios, según la opinión más general- y la función de las muchachas así representadas -oficiantes tal vez en el rito de la arreforía, entrega de ofrendas a Palas Atenea-, lo que aquí importa es la visión del cuerpo humano que en esas estatuas se manifiesta: en mi opinión, una variante femenina, graciosa y vestida -soberanamente elegantes son los pliegues de las túnicas y los mantos- de la que en los desnudos y visibles kuroi se manifestaba. Los ojos almendrados y la sugestiva expresividad de la sonrisa arcaica conceden más vida y más encanto a las korai, pero no enriquecen con notas nuevas la presentación del cuerpo humano que en la estatua se hace patente. Tanto en las korai como en los kuroi, la hominización del cuerpo es todavía elemental, rudimentaria, y de ahí tal vez el sutil deleite estético -el deleite del poder ser, de la promesa- que producen en el espectador actual.

En otro lugar he discernido dos etapas y dos modos en la primera sonrisa del niño: la inicial sonrisa rabelesiana, determinada por la satisfacción visceral de haber recibido el alimento, y la algo ulterior sonrisa virgiliana -nombre que rinde homenaje a un hermoso verso del gran poeta: Incipe, parve puer, risu cognoscere matrem (Ecl. IV)-, suscitada por una incipiente relación interpersonal. Con una genial intuición estética de tal hecho, sonrisa virgiliana es la sonrisa arcaica con que los kuroi y las korai representan el paso de la visión del cuerpo como forma a la visión del cuerpo como expresión. A los ojos del escultor griego, el cuerpo del hombre comienza a vivir humanamente.

A partir del siglo vi, y de modo ya muy notorio en las estatuas del templo de Afaia, en Egina, la capacidad de acción, así expresiva como operativa, del cuerpo humano cobra enérgicas y variadas notas nuevas. Energy es el epígrafe con que Kenneth Clark resume este ingente y perdurable descubrimiento del arte griego; energía tanto en el originario sentido helénico del término (enérgeia: fuerza en acción), como en el actual (energía-encada, poder o virtud para obrar). El cuerpo corre, lucha, triunfa, es vencido, salta, se encorva, muestra energía en acto, como en los frontones del templo de Egina y en las efigies de los tiranicidas Harmodio y Aristogitón, o serenamente revela energía contenida, energía como poder que todavía no actúa, como en el Auriga de Delfos o en la meditabunda, pero poderosa, Penélope de Cálamis. Con estas altas creaciones, el cuerpo representado pasa de ser el de un animal bipedestante que desde sí mismo actúa sobre su medio -nota primaria de la animalidad humana, según Galeno- a ser el de un hombre en pleno ejercicio de todo lo que por naturaleza puede ser. Veremos cómo lo consigue el artista, cuando la estatuaria griega llegue a su ápice.




ArribaAbajoB) Dios hominizado

La radical «naturalidad» de la religiosidad griega, el hecho de que el trato de los hombres con los dioses y de los dioses con los hombres fuese entre los helenos tan «natural» (B. Snell), se expresó del modo más ostensible en el antropomorfismo de la religión olímpica. Esa naturalidad y, con ella, la tan alta y honda estimación del cuerpo humano que dio nervio a la corriente central de la cultura helénica51, se hacen especialmente perceptibles cuando en los versos de la Ilíada o en el interior de los templos. Zeus, Hera, Apolo, Poseidón, Artemis y el resto de los dioses del Olimpo se muestran con figura humana a la imaginación o a los ojos de los mortales. Además de ser un poder sobrehumano inmortal y siempre joven, el dios, a su divina manera, está siendo un cuerpo vivo semejante al de los hombres. Así nos lo hace ver la estatuaria, a partir del momento en que Dédalo y sus sucesores comenzaron a dar vida a las toscas representaciones de dioses que fueron los primitivos xoana. La incompleta, pero hermosa Hera de Samos es uno de los más tempranos e insignes testimonios de este importante progreso. Las estatuas monumentales de Locros, con la Deméter del Museo de Berlín a su cabeza, la Afrodita (o acaso Perséfone), del trono Ludovisi, el Zeus de Itome, la Deméter y la Perséfone del relieve de Eleusis en que una y otra entregan a Triptolemo la espiga de trigo y las estatuas de dioses de los dii maiores de la escultura griega -Cálamis, Mirón, Fidias, Escopas, Praxíteles- nos permiten contemplar y admirar cómo el artista convierte en representación corpórea de un dios la imagen del cuerpo material y mortal de un hombre.

En cuatro líneas veo yo moverse la formidable empresa artística del genio griego, en su empeño de expresar la divinidad de los cuerpos humanos esculpidos en mármol, fundidos en bronce o construidos en oro y marfil: la majestad, la serenidad, la eviternidad y la proximidad.

La escultura que representa un dios debe ser ante todo majestuosa. La majestad, según nuestro diccionario oficial, es grandeza, superioridad y autoridad sobre otros. No meramente sobre otros, como acontece en la majestad del hombre que la posee, sino sobre todos los hombres poseen grandeza, superioridad y autoridad, cada uno a su modo, los dioses del Olimpo; y ante el reto de expresarlas plásticamente, el escultor apela a dos principales recursos, el tamaño y la expresión de poderío de la efigie.

Hubo en Grecia, por supuesto, estatuillas de dioses; pero cuando el escultor había de hacer máximamente perceptible la majestad del dios, el gran tamaño de la estatua era la primera de sus armas. Este fue el caso de Fidias cuando creó las tres Ateneas de la Acrópolis, y muy especialmente la llamada Athena Prómakhos, Atenea defensora. Era de bronce, y su altura, no inferior a 15 metros, permitía, según Pausanias, que los navegantes la vieran desde lejos, al acercarse a la ciudad por el lado del cabo Sunion. Y también cuando, refugiado en Olimpia, el genial escultor construyó un gigantesco Zeus -desaparecido hoy- para el templo de la ciudad. Con el gran tamaño de sus estatuas, aunque no sólo con él, Fidias, dice Quintiliano, logró dar mayor hondura y más religiosidad a la fuerte impresión que la imagen de los dioses producía en el espectador.

Así concebida y realizada, la estatua del dios irradiaba fuerza, poderío. El griego no atribuyó a sus dioses la omnipotencia; la moira, la inexorable e irrebasable fatalidad, ponía un límite al poder de los dioses. Ni el mismísimo Zeus puede quebrantar la moira de su hijo Heracles y hacerle inmortal (Il. XVIII, 117 y sigs.). Pero, aun así limitados, el poderío y la fuerza de los dioses -Zeus conmoviendo el Olimpo con sólo fruncir su ceño, Poseidón levantando tempestades en el mar, Atenea desbaratando el carro de Admeto en los funerales de Patroclo, Apolo haciendo enfermar a las mesnadas de Agamenón- son, a los ojos del hombre, enormes y terribles. Así lo hace ver la estatuaria, y de modo eminente la de Fidias.

Más de una vez se ha visto en los dioses de Fidias una intuición avant la lettre de la concepción platónica de las ideas: en la estatua de Zeus y en la de Atenea habría una expresiva prefiguración material de las ideas eternas de majestad, fuerza y belleza. Muy ingeniosamente, Pijoán ha sugerido que la estética del escultor Fidias pudo haber surgido en el espíritu del artista durante sus conversaciones con Anaxágoras, con quien es seguro que departió en torno a la mesa de Pericles; el nous del filósofo de Clazomenas, la mente que soberana y unitariamente gobierna y ordena la naturaleza de las cosas visibles, sería lo que se manifiesta, para vivificarlas, en las estatuas a lo divino del genial imaginero ateniense. Sea de ello lo que quiera, lo decisivo para nosotros es que la plasmación artística de la majestad, el poderío y la belleza es la vía regia para la divinización del cuerpo humano. Por obra del arte de Fidias, la materia broncínea, marmórea o crisoelefantina de las estatuas de los dioses era para el espectador griego, y en cierto modo sigue siendo para nosotros, el cuerpo de un dios hominizado.

Mas no sólo en las estatuas de Fidias acontece esto; poco antes, también en la Afrodita y el Apolo de Cálamis, por lo que de ellas cuentan los que las vieron, y en la Atenea de Mirón; poco después, en la Hera de Policleto. Más aún: pasado el siglo v, cuando la religiosidad tradicional va perdiendo vigor en el alma helénica, los escultores seguirán tallando o fundiendo estatuas de dioses en las que perdura casi intacta la severa e imponente majestad de las antiguas. ¿Acaso no es ésta la impresión que todavía hoy produce el Dioniso de Praxíteles? Y mucho más tarde, cuando la cultura helenística decline irresistiblemente y sus representantes polemicen con los cristianos acerca de quién es el dios que cura a los enfermos, si Asclepio o Cristo, ¿no sería ésa, ante la estatua del dios sanador, la emoción de los que acudían al templo de Epidauro en busca de alivio o curación de sus dolencias?

Mas no sólo el tamaño de la estatua y la expresión de poderío en su rostro hacían patente la majestad del dios efigiado; también la belleza del cuerpo a que el cincel daba figura y vida. Cuando parece haber llegado al límite de su perfección -cuando, como suele decirse, se hace sobrehumana-, la belleza, además de subyugar, sobrecoge. «Lo bello es terrible», ha escrito un gran poeta; y si no es terrible, sí por lo menos cautivador, en el sentido fuerte de esta palabra: algo que con su poder nos cautiva, nos hace cautivos. Más allá de la demostración ad oculos de la excelencia de su arte, esa intención latía, estoy seguro, en el alma de todos los escultores de Heras, Afroditas y Ateneas que con perfección creciente dieron figura humana a esas diosas. Es de rigor mencionar las célebres Afroditas de Cirene, de Milo y de Médicis, entre las estatuas de diosas, y el Hermes de Praxíteles, entre las de dioses.

A la majestad que irradiaba la estatua del dios se unía estrechamente una profunda impresión de serenidad. Puede haber, es cierto, una majestad irritada por tal o cual pasión ocasional, y por tanto nada serena; en la imaginación de Homero, ésa debió de ser la majestad de Zeus, cuando lanzaba su rayo mortífero. Pero los escultores de los siglos v y IV consideraron que no era un fugaz estado de ánimo del dios lo que con su arte debían mostrar a sus compatriotas, sino el semblante sereno de quien afirma la realidad y la magnitud de su fuerza siendo y mostrándose dueño de sí. Sólo más tarde, cuando se piense que la perfección del arte exige la expresión de una pasión extremada o de una situación-límite de la vida, perderán su majestuosa serenidad las efigies helénicas de los dioses.

A través de sus distintos niveles -el vegetal, el animal, el humano, el divino- la nota más esencial de la vida es la autoposesión, el dominio posesivo de la propia realidad; actividad vital que por necesidad debe ser analógicamente entendida. En cierto sentido, cada vegetal posee su realidad individual conservándola al nutrirse y crecer; cada animal, al nutrirse, sentir y automoverse; cada hombre, al nutrirse, sentir, automoverse, hacer suyo lo que siente y piensa y decidir acerca de sí mismo; un dios, siendo dueño consciente de su poder sobrehumano. Vivir es, entre otras cosas, ejercitar posesivamente, de modo consciente unas veces, de manera inconsciente otras, la condición de autos inherente a la vida (Zubiri). Así debieron de intuirlo los escultores de la Grecia clásica cuando daban figura al rostro y a la actitud corporal de sus dioses. Sirva como ejemplo la hermosa cabeza de Zeus, acaso tallada por Fidias, que se conserva en el Metropolitan Museum de Nueva York.

La autoposesión y la serenidad sólo llegan a ser perfectas cuando duran siempre, cuando poseen eviternidad; sólo el que es y se sabe imperecedero -más precisamente, inmortal- puede autoposeerse con plenitud y mostrarse plenamente sereno. «Posesión total y acabada de una vida interminable», dice de la bienaventuranza eterna la tan conocida definición de Boecio. A diferencia del Dios de los judíos y los cristianos, anterior al tiempo y creador de él, los dioses griegos comenzaron a existir, nacieron, con lo cual la teogonía tuvo que ser parte esencial de la religión helénica; pero, como el Dios judeo-cristiano, los dioses griegos eran inmortales, y por antonomasia así se les llamaba. No parece, pues, impertinente reservar el nombre de eternidad a la esencial condición supratempórea de ese Dios y llamar eviternidad -extensión a lo divino de la aevitas latina- a la interminable duración de estos dioses. Inmortales, eviternos e indeficientemente vigorosos los imaginaban los griegos; y con su arte, así se esforzaron por mostrarlo sus escultores, cuando llegaron a la plenitud de sus recursos estéticos y técnicos.

La majestad y la eviternidad sobrehumanas que para el griego tenían sus dioses no llevaban consigo, sin embargo, la existencia de un muro irrebasable entre él y los pobladores del Olimpo. Como todos saben, los dioses griegos bajan a la tierra llana, intervienen en la vida de los hombres, se mezclan con ellos, participan favorable y desfavorablemente, ayudándolas unas veces, impidiéndolas otras, en sus acciones y empresas. Apolo envía una mortífera peste a los aqueos de la Ilíada o se conduce como sanador, alexíkakos, quitamales, en tantas otras ocasiones. Zeus lanza su rayo y se compadece de los mortales. Y así Atenea, Hera, Hermes y los restantes dioses olímpicos. Con genial osadía y soberana belleza supo mostrar Fidias esta proximidad que los griegos atribuyeron a sus deidades, cuando éstas se les manifestaban como dioses hominizados, en los grupos de olímpicos que jovialmente departen entre sí, contentos con la religiosa obsequiosidad de sus fieles, a lo largo de los frisos del Partenón.




ArribaAbajoC) Plenamente hombre

Desde que los xoana comienzan a animarse y las korai, con su arcaica sonrisa, graciosamente hominizan la reproducción escultórica del cuerpo, la condición humana de éste va mostrándose de un modo cada vez más rico y expresivo; lo que en la estatua era simple animal bipedestante y sonriente, llega a ser hombre en plenitud, ser viviente cuyo cuerpo realiza y manifiesta todo lo que un hombre como tal hombre puede hacer: pensar, conmoverse, luchar, dominar racionalmente el mundo que le rodea. Porque así lo quiere y lo puede el artista, el cuerpo efigiado es ya plenamente hombre, nada menos que todo un hombre, y con entera evidencia muestra serlo a los ojos del espectador.

Comparemos el Auriga de Delfos con el Discóbolo de Mirón. La condición humana de aquél se nos hace patente -no contando, claro está, lo que de modo tan inmediato nos hacen ver la bipedestación y la clara hominidad del rostro- dándonos la seguridad de que puede dominar y conducir con humana razón y humana fuerza el ímpetu ciego de sus corceles. Dando un notable paso expresivo, el Discóbolo nos muestra su hominidad poniendo en acto -in actu exercito, diría un escolástico- todo lo que la mente y el cuerpo tienen que hacer para que el disco sea lanzado con máxima eficacia. El Auriga nos ofrece la tácita certidumbre de lo que puede hacer; el Discóbolo nos dice con total evidencia que efectivamente hace lo que podía hacer; uno está pudiendo, el otro está haciendo. Y puesto que el acto es la perfección de la potencia, el Discóbolo viene a ser más acabadamente hombre que el Auriga. Tal es, a mi juicio, el sentido más profundo de la frase con que Plinio define el poder artístico del autor del Discóbolo: Mirón, dice el crítico romano, «multiplica la verdad», hace máxima la verdad de aquello que esculpe; en este caso, el cuerpo activo de un hombre.

A esta luz debe entenderse el rasgo común de la copiosa y variada representación del cuerpo humano en la estatuaria griega de los siglos v y IV, cuando ese cuerpo es el de un hombre de carne y hueso y no el de un dios ocasional o ritualmente hominizado. Múltiple va a ser el modo de lograrlo.

En una primera instancia, la estatua es plenamente hombre por lo que hace: gozar elegantemente de su belleza, como el atleta de Cálamis llamado Apolo de Nápoles, mostrar firme sagacidad viril, como el jefe militar de Crésilas, caer herido luchando con el adversario, como los guerreros del templo de Afaia, danzar con refinada gracia, como las tres bailarinas de Calimaco, o despedir con dolor a un difunto amado, como las figuras de tantas y tantas estelas funerarias.

Pasando mentalmente de la acción y la expresión a la proporción, a la armonía numérica que como secreto lógos preside, a los ojos del artista filósofo, el orden interno de la naturaleza, Policleto mostrará la excelencia del cuerpo humano, su natural y humana manera de ser divino, haciendo ver al espectador que la clave de su belleza consiste en el cumplimiento de un canon aritmético y geométrico. Ejemplo sumo, el célebre Doríforo del genial escultor, seguido por el no menos hermoso que poco después tallará Alcamenes. Siglos más tarde, Galeno verá repetidamente en el canon de Policleto (K. I, 566; IV, 352; V, 449) la adivinación artística del buen orden que en sí mismo posee el cuerpo del hombre, forma cimera de la naturaleza visible52.

No acaba ahí la ambición del artista. Es el hombre lo que es y hace lo que hace de modos estilísticamente muy distintos, y entre ellos dos: el modo lírico, consistente en mostrar bella y contenidamente lo que se es, como peculiaridad psicológica anterior a la acción -lo que eran, y lo que sentían por ser lo que eran, nos dicen con sus versos los creadores de la poesía lírica: Alceo, Safo, Baquílides-, y, el modo trágico, surgente en la obra de arte o de pensamiento cuando su autor percibe la existencia de un abismo insalvable -insalvable para él y quizá para todos- entre lo que él es y lo que él quiere ser. Lírica, entrañablemente y soberanamente lírica llega a ser la belleza humana en el sfumato de las cabezas praxitélicas. Trágica, honda y calladamente trágica es la expresión con que el Meleagro de Escopas presiente el final desenlace de su desgraciada aventura cinegética.

Pero el hombre es hombre no sólo siendo y expresando lo que humanamente es capaz de ser y hacer; también, y en último término, realizando individual e intransferiblemente la genérica condición humana. «Yo soy hombre siendo el que soy y lo que soy, siendo yo», dice el retrato que le representa. Así sucede en la rica serie de los que, para perpetuar la figura individual de gobernantes y filósofos, tan abundantemente tallaron los escultores griegos de los siglos V, IV y m. Sirva de ejemplo, entre tantos posibles, la cabeza de Sócrates que se conserva en la Villa Albani, de Roma.

A la vez que el cuerpo del hombre, desde Dédalo hasta Escopas, va haciéndose plenamente humano, el cuerpo del dios va humanizándose más y más, perdiendo majestad y ganando gracia, en las esculturas religiosas de ese período, y muy especialmente en el caso de las deidades más próximas a la vida terrenal de los mortales: Apolo, Afrodita, Hermes. La Afrodita de los Jardines o Venus genitrix de Alcamenes y el Apolo Sauróctono de Praxíteles son, desde luego, dioses, y con esa intención fueron esculpidos por sus creadores; pero lo son con una apariencia que sólo por lo que la estatua quiere representar podemos llamar divina. ¿Hay algo más humano -más divinamente humano, en este caso- que la acción de matar un lagarto con que ese Apolo se manifiesta? «Hombre quiero parecer, y nada de lo humano puede serme ajeno», viene a decir, adelantándose, como dios que es, a Terencio, el Apolo que como cazador de lagartos aparece ahora ante nosotros. A fuerza de ser sublimes, los hombres y las mujeres que Fidias hizo vivir en las fronteras del Partenón se divinizan; a fuerza de ser accesibles y familiares, los dioses de Praxisteles se terrenalizan. Algo de común hay, en efecto, entre los héroes que aspiran a ser dioses y los dioses que quieren mostrarse como hombres.




ArribaD) Pasión corporalizada

Con todas las reservas y todas las excepciones a que la vida obliga, cuando se trata de someterla a reglas, regla parece ser, en lo tocante a la vida histórica, que la armonía y la contención de la figuración artística del hombre dominen en los momentos de madurez de una cultura, y que el dinamismo y la desmesura se impongan cuando esa cultura declina o pugna por conquistar una forma nueva. El eón de lo clásico, diría Ors, cede el paso al eón de lo barroco.

Dije antes que la hominidad de ciertas estatuas de Escopas es indudablemente trágica; pero lo es de un modo clásico. Como contraste, véase la incipiente desmesura y el notorio dinamismo con que una afección anímica, el terror, es efigiada -¿por Agorácrito, discípulo de Fidias?; ¿por un escultor helenístico?- en la Niobe fugitiva de las flechas de Apolo y Artemis que conserva el Museo degli Uffici, de Florencia. Entre dos modos de ver la danza de un mismo autor del siglo V, Calímaco, el casi quiescente de la tríada de bailarinas de Delfos y el tan dinámico del relieve de Berlín, ya es posible percibir esa intensificación de la expresividad plástica. Una tanagra de fines del siglo IV la llevará a su extremo.

Bajo los términos pathos y ecstasy, Kenneth Clark ha distinguido las dos líneas por las que avanza esa creciente expresividad. Siguiendo la primera, el escultor desmesura la apariencia expresiva de una pasión. El galo moribundo del Museo del Capitolio, de Roma, y la gigantomaquia del gran altar de Pérgamo, hoy en Berlín, son dos espléndidos ejemplos de la desmesura patética. El Galeno de la madurez ve el cuerpo que anatómica y fisiológicamente describe como el animal humano en la plenitud de su actividad vital. No parece ilícito pensar que, escribiendo De usu partium, más de una vez recordaría los que durante su mocedad tantas veces había contemplado en el templo de la ciudad en que nació. Pero acaso sea el famoso grupo de Laocoonte -el suplicio de Laocoonte, castigado por Apolo a morir, con sus hijos, entre los lazos opresores de varias serpientes- la más alta y célebre representación antigua de la desmesura en la expresión de la desesperación y el dolor.

La línea del éxtasis -el estado de divina enajenación a que conducía el culto orgiástico a Dioniso- tiene dos puntos de partida: el más clásico de Praxíteles y su escuela que tan maravillosamente representa un efebo del Museo de Boston, y el más dramático de las ménades de Escopas y de tantos otros escultores de la era helenística. De ser sugerido por la expresión del rostro, el trance dionisíaco pasa a ser declarado por la contorsión del cuerpo.

La pasión y el éxtasis, más animal aquélla, más divino éste, sacan al hombre de su vida normal, pero no le hacen perder su condición humana. Así lo patentiza la estatuaria griega. No se detendrá ahí, sin embargo, la imaginación helénica del cuerpo humano. Los sátiros, los faunos, los monstruos y las máscaras para la representación de la Nueva Comedia mostrarán cómo por la deformación metódica del cuerpo puede llegarse a la más llamativa y polimorfa infrahumanidad.