Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoActo segundo


Escena primera

 

La escena representa la gran plaza de una magnífica ciudad oriental, ocupada, como los balcones y azoteas, por un pueblo inmenso, en que se vean distintas clases, edades y sexos. Tremolarán banderas de colores en las torres y obeliscos. Se oirán bandas de músicas militares. Sale una tropa de guerreros; detrás de ellos, trofeos de pendones y armas vencidas, y luego ARBOLÁN con los mismos seis caballeros que le acompañaban en la última escena del acto anterior. Después, un magnifico carro triunfal, tirado por cuatro reyes bárbaros encadenados, y rodeado de un toro de doncellas, vestidas de blanco, con guirnaldas y pebeteros que echan humo. En el carro sale sentado LISARDO con un rico y brillante capacete, coronado de vistosas plumas, y vestido de armas resplandecientes, y encima un manto de púrpura. Detrás del carro saldrán guerreros cautivos. La escena estará alumbrada con llama de bengala. El carro se parará en medio de ella, y en su rededor bailarán las doncellas. Y el pueblo se prosterna ante él. La gruta de Marcolán estará siempre inmutable.

 
UN GUERRERO:
¡Viva nuestro general,
el valeroso Lisardo!
UNO DEL PUEBLO:
Defendiéndonos gallardo
adquirió nombre inmortal.
TODOS:
¡Viva nuestro general!
UN GUERRERO:

 (Cantando acompañada por la orquesta.) 

Un rayo es su espada
que al bárbaro aterra,
y al dios de la guerra
causara pavor.
CORO:

 (Cantando acompañado por las bandas militares.) 

¡Viva el vencedor!
VOZ:
La patria salvada
por su esfuerzo vemos;
ufanos cantemos
su heroico valor.
CORO:
¡Viva el vencedor!
VOZ:
Glorioso su nombre,
que el orbe proclama,
alcance en la fama
eterno loor.
CORO:
¡Viva el vencedor!
VOZ:
Y aterre y asombre,
deshaga y confunda
la saña iracunda
de todo invasor.
CORO:
¡Viva el vencedor!
 

(Vuelven a bailar las Doncellas un momento, y se pone en movimiento lentamente el carro.)

 
UN GUERRERO:
¡Viva nuestro general,
el valeroso Lisardo!
UNO DEL PUEBLO:
Defendiéndonos gallardo
adquirió nombre inmortal.
TODOS:
¡Viva nuestro general!
 

(Sale el carro de la escena, y vanse por un lado y otro, con la rapidez posible, el pueblo y los coros.)

 


Escena II

 

Se alza por escotillón un magnífico trono, y en él sentados el REY y la REINA, con manto real y corona. Rápidamente se cambia la escena al mismo tiempo en un salón fantástico y magnífico. Salen por un lado y otro guardias, damas, pajes y cortesanos, todos vestidos de gala, y LISARDO con la cabeza descubierta, seguido de ARBOLÁN y de sus seis caballeros.

 
REY:
Valeroso Lisardo, en quien el mundo
ve arder un sol de gloria sempiterna,
defensor de mi reino y de mi trono,
ven, y a mis brazos, cual mereces, llega.
Ven a que ciñan tus gloriosas sienes
de laurel eternal mi mano regia.
Ven a ser el segundo de mi imperio,
y la joya mayor de mi diadema.
LISARDO:
Monarca generoso, cuyo nombre
postrado el mundo atónito respeta,
y a quien espero que mi fuerte lanza
haga dominador de la ancha tierra,
esas palabras que os dignáis hablarme
son premio suficiente y recompensa
de mis fatigas todas, y me ensalzan
de la inmortalidad a la alta esfera.
Logre la dicha, sí, de que mi frente
vuestra mano real hoy engrandezca
con el verde laurel. Mas permitidme
que, antes que goce las mercedes vuestras,
las reclame en favor de los valientes
que con esfuerzo heroico y fortaleza
a lograr la victoria me ayudaron
y a dar cima feliz a mis empresas.
El valiente Arbolán, y estos valientes,
que hoy ante vuestro solio se presentan,
a mi lado gloriosos combatieron,
arrollando las bárbaras enseñas
y sembrando el asombro y exterminio,
de la patria y de vos en la defensa.
Antes que a mí premiadlos, yo os lo ruego.
Dadles el galardón de sus proezas,
pues sin su esfuerzo y lanzas invencibles,
el término felice de la guerra
no hubiera, no, tan pronto coronado
nuestro noble valor con gloria eterna.
REY:
Con tu esfuerzo, Lisardo generoso,
que compita pretendes tu nobleza.
Ven, y el laurel recibe de mi mano;
y a tu gusto después corona y premia,
como dispensador de mis mercedes,
a los que han militado en tus banderas.
Tú, testigo ocular de sus hazañas;
tú, ejemplo de su arrojo y fortaleza;
tú, segundo en mi imperio, eres el solo
que en mi nombre ha de darles recompensa.
LISARDO:

 (Aparte.) 

¡Oh inefable placer!... Es imposible
que alcance un hombre superior esfera.
¡Ah!... Todos mis afanes se han cumplido.
No hay mortal más feliz que yo en la Tierra.

 (Al acercarse al trono clava los ojos en la REINA, y se turba. Aparte.) 

¡Cielos!... ¡Qué sol radiante de hermosura!
Merece ser del Universo reina.
 

(Llega al trono, hinca las rodillas delante del REY, y éste toma un laurel, que le presenta un Paje en una batea, y corona a LISARDO. Entre tanto suena bajo el tablado la VOZ DEL GENIO DEL MAL.)

 
VOZ DEL GENIO DEL MAL:
Lisardo, en el mundo hay más.
Tú de rodillas estás
delante de este dosel,
y un hombre sentado en él,
que no es, cual tú, vencedor.
¿Lo sufrirá tu valor?

 (Acaba el REY de coronar a LISARDO, y éste se levanta agitado y pensativo.) 

REY: La rodilla doblad también, Lisardo,
ante las plantas de mi esposa excelsa
para que por su mano galardone
el insigne valor que en vos alienta.
LISARDO:

 (Aparte, acercándose turbado.) 

¡Oh, qué prodigio de beldad!...Mi pecho
al ir a contemplarlo tan de cerca,
arde y se abrasa... ¡Oh, cuán venturoso
será el mortal que su atención merezca!
 

(Se hinca de rodillas delante de la REINA, y ésta se quita una rica banda bordada de oro, y la echa al cuello de LISARDO. Entre tanto suena bajo el tablado la VOZ DEL GENIO DEL MAL.)

 
VOZ DEL GENIO DEL MAL:
Esa divina mujer,
¿por qué tuya no ha de ser...?
Piensa el camino en que estás.
Lisardo, en el mundo hay más.
 

 (Se levanta LISARDO muy agitado, y dice aparte.) 

LISARDO:
¡Yo de rodillas, yo, y otro hombre en tanto
sentado en un dosel...! ¡Y una hermosura,
una celeste angélica criatura
siendo a mis ojos su amoroso encanto!
No sé qué pasa en mi abismado pecho.
Ni la gloria, ni el eco resonante
del popular aplauso, ni el triunfante
laurel me lo han dejado satisfecho.
REY:

 (Levantándose de su asiento.) 

¿Qué os suspende, Lisardo...? Ansioso espero
que premiéis en mi nombre los afanes
de esos esclarecidos capitanes,
y en mayor libertad dejaros quiero.

 (Baja del trono) 

REINA:

 (Con vehemencia bajando del trono acercándose a LISARDO.) 

Modelo de valor y gallardía,
eterna, cual será vuestra alta gloria,
en vuestro pecho reine la memoria
de que esa banda que os ceñís fué mía.
 

(Vanse el REY y la REINA y todo el acompañamiento, quedando solos LISARDO, ARBOLÁN y los seis Caballeros.)

 
LISARDO:

 (Aparte.) 

El todo su poder así me deja;
pero no me ha sentado, no, en su trono.
Y de ella, ¡cielos!, el semblante, el tono
No sé qué afán el corazón me aqueja.
Aún hay más, y ese más ha de ser mío.
¿Por qué me he de parar en la carrera
que ofrece la fortuna placentera
al raudo curso de mi ardiente brío?
ARBOLÁN:

 (Hincando una rodilla, y lo mismo hacen los seis Caballeros.) 

Valeroso general,
permítenos que postrados
tus favores señalados...
LISARDO:

 (Aparte, mirándolos con complacencia.) 

Puestos así no están mal.
ARBOLÁN:
... te paguemos...
LISARDO:

 (Levantándolos con afectada solicitud.) 

¡Qué locura! Alzad amigos leales,
pues somos todos iguales
en la gloria y la ventura.
ARBOLÁN:
No hay ninguno igual a ti.
LISARDO:

 (Aparte.) 

¡Ojalá!

 (Alto.) 

Todos lo fuimos
cuando en el campo vencimos,
y debemos serio aquí.
ARBOLÁN:
Nos honras, que fué tu espada
la sola que consiguió
el mayor triunfo que vió
la Tierra. Y es extremada
la bondad con que ante el rey
de elogios hoy nos colmaste
y premios solicitaste...
LISARDO:
Muy justos a toda ley.
Y pues que en mi mano está
el repartirlos, pedid,
que vuestro esfuerzo en la lid
galardonado será.
ARBOLÁN:
Eres generoso y justo;
a tu voluntad dejamos
el premio, y nos sujetamos
a lo que fuere tu gusto.
LISARDO:

 (A ARBOLÁN.) 

Tú senescal has de ser
del imperio, y del Tesoro
quinientos marcos de oro
puedes ir a recoger.

 (A los Caballeros.) 

A aquesto seis caballeros,
generales de frontera
los nombro, y tras su bandera
verán doce mil guerreros.
Y dos mil marcos de plata
cada cual ha de tomar.
ARBOLÁN:

 (Arrojándose con los seis Caballeros a los pies de LISARDO.) 

Déjanos tus pies besar.
Tuviéramos alma ingrata
a no demostrar así
que esclavos tuyos nos haces;
y hasta de morir capaces
somos, Lisardo, por ti.
LISARDO:
Alzad, amigos; alzad.
ARBOLÁN:

 (Levantándose.) 

¡Oh, qué bondad tan inmensa!
LISARDO:

 (Con énfasis.) 

Sólo quiero en recompensa
que me juréis amistad.
ARBOLÁN:

 (Con vehemencia.) 

¡Ojalá llegue ocasión
en que de ella reclaméis!...
LISARDO:
¿A todo me ayudaréis?
ARBOLÁN:

 (Resuelto) 

Nuestros brazos vuestros son.
LISARDO:
Está bien. ¿Y los soldados?
ARBOLÁN:
Os adoran, general.
No reconocen igual
en todos estos Estados.
LISARDO:

 (Satisfecho.) 

Está bien. Víveres, oro,
laureles les repartid,
y en mi nombre les decid
que su amor es mi tesoro.
ARBOLÁN:
Sois su numen tutelar;
confianza en ellos tened,
vuestro apoyo en ellos ved,
que a todo os han de ayudar.

 (Vase con los seis Caballeros.) 

LISARDO:

 (Después de meditar un momento.) 

Grandes mis dichas son.
Mucho le debo, mucho, a la fortuna.
Ya sólo un escalón
hay para una eminencia cual ninguna.

 (Mira al trono.) 

¿Y no lo he de subir...?
Fuerza, sí, para hollarlo hay en mi planta.
¿Quién me lo ha de impedir?...
Aunque es su altura grande, no me espanta.
¿Qué me detengo, pues?

 (Se dirige al trono, y se para como asombrado.) 

Ante mí, ¡cielos!, se alza una barrera...,
¡ay, que más alta es
de lo que mi delirio presumiera!
Pero qué..., ¿yo temblar?
¿Yo como un miserable retrocedo?
No, que allí he de llegar:
allí ha de colocarme mi denuedo.
Dadme la muerte hoy,
¡cielos!, o que ese puesto altivo escale.
¿Qué es la altura en que estoy,
si otra mayor encima sobresale?

 (Meditando.) 

Heroico vencedor
me pregonan los labios de la fama...
Por su libertador
un pueblo entero atónito me aclama.
¿Y no podrá tal vez
el público entusiasmo y ardimiento
coronar mi altivez,
dándome hoy mismo ese elevado asiento?

 (Despechado.) 

No quiero otro mortal
ver, de rodillas yo, cual vi sentado
en ese alto sitial,
que ha de ser mío aunque le pese al hado.

 (Corre hacia el trono resuelto y se detiene viendo venir a la REINA.) 

¡Cielos!... ¿Quién viene allí?
La reina, hermosa como sol luciente.
Nunca turbado vi
beldad más seductora y esplendente.

 (Sale la REINA.) 

REINA:

 (Cariñosa.) 

¿En esta cámara solo
aún estáis, noble Lisardo,
y, cual vuestra frente muestra,
pensativo y agitado?
¿Qué os altera y acongoja,
cuando habéis en lo más alto
la rueda de la fortuna
con firme planta fijado?
¿Qué inquietud turba los goces
que os deben dar esos lauros,
tan esclarecida gloria,
tan merecidos aplausos?
Si aun hay en el ancho mundo,
valiente guerrero, algo
que excite vuestros deseos,
al punto manifestadlo
sin temor a vuestra reina,
pues si pende de su mano,
al punto tendréis, lo juro,
cuanto apetezcáis, Lisardo.
LISARDO:

 (Perplejo.) 

Señora..., el interés grande
que me muestra vuestro labio,
mi más fervoroso anhelo
deja cumplido y colmado;
que merecer de ese modo
solícito sobresalto
a vuestro pecho es, señora,
una dicha, un bien tan alto,

 (Con vehemencia.) 

que por conseguirlo diera
gloria, laureles, aplausos,
mi sangre, toda mi vida...
REINA:

 (Complacida.) 

¿Estáis de veras hablando?
LISARDO:
Con el alma... Mas ¿qué os turba?
REINA:

 (Agitada.) 

Temor, ¡oh noble Lisardo!...
LISARDO:

 (Apasionado.) 

¿De qué?
REINA:

 (Tímida.) 

De que sorprendisteis
de mi pecho los arcanos.
LISARDO:
¡Oh reina!
REINA:
¡Ilustre guerrero!
LISARDO:

 (Turbado.) 

¡Señora...! ¿Llegará a tanto
mi dicha...? ¿Tan venturosa
mi suerte...?
REINA:

 (Apasionada.) 

¡Quién contemplaros
puede con esa aureola
brillante como los astros,
que vuestra frente circunda,
sin que os rinda..., ¡cielo santo!
¿Por qué la pasión del pecho
no sabe encubrirla el labio?,
sin que os rinda... Pero basta;
¡no puedo más..., no, Lisardo.
LISARDO:

 (Arrebatado.) 

Vuestras palabras, ¡oh reina!,
sol, diosa, prodigio, encanto,
me hacen más que hombre; me lanzan
a un cielo que el de los astros
deja atrás... Desde el momento
que os vi, los ardientes rayos
de vuestros divinos ojos
con tan poderoso encanto
mi corazón y mi mente
encendieron y alumbraron,
que ya no vi en todo el orbe
más que a vos, a vos, ansiando
sólo merecer dichoso
vuestra atención y cuidado.
Y la victoria, los triunfos,
los laureles, los aplausos,
ya nada para mí fueron,
que eran nada al compararlos
con la dicha de serviros,
con la gloria de agradaros.
REINA:
¡Cielos, qué escucho? ¿Merezco que
seáis vos...?
LISARDO:

 (Arrojándose a sus plantas.) 

Sí..., vuestro esclavo
soy, y en serlo venturoso.
REINA:

 (Levantándolo.) 

Alzad, mancebo gallardo,
que no está bien a mis plantas
quien debe estar en mis brazos.
Juráis secreto profundo,
impenetrable, de cuanto
mi confianza deposite
en vos...?
LISARDO:
¿Y podéis dudarlo?
REINA:

 (Recelosa.) 

¿Y con valeroso esfuerzo
y con decidido brazo me ayudaréis...?
LISARDO:
Hablad pronto,
que en impaciencia me abraso,
REINA:

 (Satisfecha.) 

Sí. Lo esperé desde el punto
que os vi, glorioso Lisardo.
Y tan ciega confianza
con el amor en que ardo
me inspirasteis, que resuelta
he venido aquí a buscaros,
porque de vos necesito.
LISARDO:

 (Resuelto.) 

Soy vuestro humilde vasallo.
REINA:

 (Con énfasis.) 

Sois más... Y seréis, lo juro,
mucho más.
LISARDO:

 (Enajenado.) 

¡Oh Cielo santo!
REINA:

 (Agitada y con reserva.) 

Oye. Bajo esta corona,
bajo este soberbio manto,
la mujer más infelice
soy del orbe. Y de ti aguardo
el fin de mis desventuras,
de mis zozobras descanso.
LISARDO:
Hablad... ¿Qué tardáis, señora?
REINA:
Ese trono es mío, Lisardo.
Lo heredé de mis abuelos,
y el rey que viste sentado
en él, es rey solamente
porque yo le di mi mano.
Y se la di. ¡desdichada,
en mis infantiles años
por políticas razones,
sin conocerlo ni amarlo.
Mas paga favor tan grande
detestándome inhumano,
y a mis pueblos oprimiendo,
cual si fuesen sus esclavos.
E incapaz de defenderlos
con valor y de ampararlos,
sin tu denodado esfuerzo,
sin el vigor de tu brazo,
presa mi reino sería,
y víctimas mis vasallos,
de esas huestes furibundas
que huyeron sólo al amago
de tu poderosa lanza
y de tu aliento bizarro.
El pueblo y yo, no te asombre,
ansioso necesitamos
quien nos liberte...
LISARDO:

 (Animoso.) 

Comprendo.
REINA:
Con esfuerzo...
LISARDO:
Estoy al cabo.
REINA:
Y que ocupar pueda el trono...
Y de mí pecho y mi mano...
LISARDO:

 (Con vehemencia.) 

Basta..., basta...; al punto sea.
REINA:
¿Y tendrás valor...? Dí.
LISARDO:

 (Resuelto.) 

Vamos.
REINA:
El Ejército te adora,
todo el pueblo entusiasmado
te proclama. Y yo, tu reina,
en amor por ti me abraso.
LISARDO:
Eso basta a darme brío
aun para escalar el alto
firmamento... Al punto, al punto.
¿Dó el rey está? ¿Qué tardamos?
REINA:
Aguarda, joven heroico;
pues cuento ya con tu brazo,
voy a preparar el golpe,
a sosegar el palacio,
a adormecer a las guardias,
a alejar los cortesanos,
y tornaré en busca tuya.
Espérame aquí, Lisardo.

 (Vase apresurada.) 

LISARDO:

 (Fuera de sí.) 

¡Cielos!... ¿Conque ya del solio
me dais el camino franco?
En él sabré colocarme.
Y al ver al mundo postrado,
como escabel de mi planta,
sabré, ¡vive Dios!, hollarlo.

 (Sale ZORA.) 

ZORA:

 (Cariñosa.) 

Esposo del alma mía,
mi amor, mi felicidad,
¡ay Dios, con cuánta ansiedad
te he seguido todo el día!
LISARDO:

 (Sorprendido y aparte.) 

¿Zora aquí?... ¡Oh fatalidad!
ZORA:

 (Con gran afán y ternura, arrojándose en brazos de LISARDO.) 

Dame tus brazos, Lisardo.
Ven y descansa en mi pecho,
que gozoso y satisfecho
te encuentra, al fin, tan gallardo.
LISARDO:

 (Aparte, abrazándola confuso) 

Todo mi plan se ha deshecho.
ZORA:
Entre turbas populares,
que tu nombre proclamaban,
y guerreros que ensalzaban
tus hazañas singulares
y ardientes vivas te daban;
y al fin en estas mansiones
de reyes y cortesanos,
que te dan a llenas manos
lauros, palmas y blasones,
y timbres y honores vanos,
afanosa te seguí,
sin saber cómo pudieras
horas ver tan lisonjeras,
sin que buscándome a mí
conmigo verlas quisieras.
LISARDO:

 (Turbado.) 

¡Oh Zora!
ZORA:
Y como hoy lo allana
todo tu nombre, alcanzar
con él pude el penetrar
hasta aquí, do logro ufana
todo mi anhelo encontrar.
Sí, te hallé, querido esposo.

 (Abrazándolo otra vez.) 

Torna al seno palpitante
de tu Zora, que anhelante
sin ti no encuentra reposo.

 (Notando la inquietud y desdén de LISARDO.) 

Mas ¿qué anubla tu semblante?
¿Qué miras en rededor...?
¿Por qué desdeñas los lazos
de mis cariñosos brazos?...
¿Olvidastes, ¡ay!, mi amor?...
Tengo el alma hecha pedazos.
LISARDO:

 (Muy agitado.) 

¡Zora!... ¡Zora!
ZORA:
¿Qué, cruel?...
LISARDO:

 (Perplejo.) 

En esta estancia sería
abrazarte demasía...
¿No miras allí un dosel?...
ZORA:

 (Apasionadísima y abrazándolo.) 

Sólo a ti ve el ansia mía.
LISARDO:

 (Separándose con inquietud.) 

¡Zora!... No es éste el momento...
La reina...
ZORA:

 (Asustada.) 

¡Lisardo mío! Tú tiemblas...; de sudor frío
bañado tu rostro siento...
¿Qué tienes?
LISARDO:

 (Despechado.) 

¡Destino impío!

 (Haciendo esfuerzos por disimular su agitación.) 

Zora..., ¿por qué abandonaste
nuestro palacio, y así
a la Corte, y hasta aquí
a venir te aventuraste?
ZORA:

 (Con vehemencia.) 

Vine buscándote a ti.
LISARDO:
Está bien... Mas es forzoso
que regreses al instante.
Es en extremo importante
a mi vida, a mi reposo...
ZORA:

 (Abatida.) 

Lisardo, ¿estás delirante?...
¿A tu reposo, a tu vida
importante puede ser
alejar a esta mujer,
a ti para siempre unida?...
LISARDO:

 (Turbadísimo.) 

No me puedes entender.
¡Zora!...
ZORA:

 (Desconsolada.) 

Sí, te entiendo, sí.
Has olvidado mi amor,
y sólo estorbo..., ¡oh dolor!,
es ya Zora para ti.
LISARDO:

 (Conmovido y aparte.) 

¡Cielos!... ¡Ah!... ¡Qué hermosa es!

 (Alto, yendo a abrazarla.) 

No, que mi pecho te adora...

 (Conteniéndose.) 

Mas, ¡ay!..., retírate ahora.
Ya nos veremos después.

 (Resuelto.) 

Déjame aquí solo, Zora.
ZORA:

 (Desconsolada.) 

Sí, Lisardo, ya me alejo;
pero tendrás entendido,
amante desconocido,
que para siempre te dejo.
Tengo el corazón partido.

 (Queda a un lado llorando y abatida.) 

LISARDO:

 (Aparte, enternecido y contemplándola.) 

¡Zora!... Tan pura..., tan bella...,
tan tierna y angelical...
¡Cielos, qué angustia mortal!...

 (Suena bajo el tablado la VOZ DEL GENIO DEL MAL.) 

VOZ DEL GENIO DEL MAL:
Lisardo, elige entre ella y la corona real.
LISARDO:

 (Resuelto y aparte.) 

Sacrificarla es preciso,
cueste lo que cueste, sí.

 (Alto.) 

Zora, al punto sal de aquí,
que es grande tu compromiso,
y en el que me has puesto a mí.
Si me amas, vete..., lo ordeno.
ZORA:

 (Confundida.) 

¡Ay de mí, desventurada!

 (Suplicante.) 

Lisardo...
LISARDO:
No escucho nada.
ZORA:
¡Qué mortífero veneno
das a mi alma desgarrada!
Sé, Lisardo, venturoso.
Y si es precisa mi muerte
para venturoso verte,
ingrato y feroz esposo,
completa será tu suerte.
LISARDO:

 (Enternecido.) 

¡Zora!

 (Desconcertado, viendo venir a la REINA.) 

Mas la reina aquí
llega apresurada, sí.

 (La ase del brazo y la arroja fuera de la escena.) 

¡Cielos! ¿Y no te confunde
la tierra, o te traga y hunde...?
Huye, mísera.
ZORA:

 (Cayendo detrás del bastidor.) 

¡Ay de mí!
 

(Queda LISARDO agitado y descompuesto, procurando esconder el sitio por donde arrojó a ZORA, y sale la REINA, La escena se oscurece.)

 
REINA:
¡Lisardo!
LISARDO:
¡Señora!
REINA:
Todo
nos es favorable.
LISARDO:
Vamos.
REINA:
¿Mas que turbación te agita?
LISARDO:

 (Esforzándose.) 

El ansia de libertaros
de un opresor.
REINA:

 (Observándolo.) 

Pero ¿tiemblas?
LISARDO:
¿Yo...? No.
REINA:

 (Asiéndole del brazo.) 

Sí, tiemblas. ¿Acaso
el valor te falta?
LISARDO:

 (Respuesto.) 

Nunca.
Pronto estoy a demostrarlo.
Mi inquietud es solamente
ansia de llevar a cabo
tu venganza y la del pueblo.
REINA:
Pues ni un momento perdamos.
El rey dormido...
LISARDO:
¡Dormido!
REINA:
Dormido. Y es necesario
que en la eternidad despierte.
LISARDO:

 (Retrocediendo, aparte.) 

Ahora tiemblo y me acobardo.
¿Ha de dar muerte a un dormido
con traidor golpe mi brazo?
Cuerpo a cuerpo mejor fuera.
REINA:
¿Qué pronuncias...? ¡Insensato!
Nunca empresa tal se fía
al capricho del acaso:
que en asegurar el golpe
están la gloria y el lauro.
Ese trono, esta corona,
mi tierno amor y mi mano,
merecen...
LISARDO:
Basta: ¡volemos!
 

(Se hunde el trono por el escotillón por donde salió, y se descubre, en el espacio que ocupaba, una ancha puerta, y dentro al REY dormido en un magnífico lecho de púrpura, a la luz de una lámpara. Toda la escena estará oscura, menos la alcoba.)

 
REINA:

 (Dándole un puñal y señalándole al REY.) 

Allí está todo, Lisardo.
 

(LISARDO titubea, horrorizado. La REINA le empuja, y él se arroja decidido, enarbolando el puñal, y cae el telón.)