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ArribaAbajoCapítulo 5

El Testamento Mystico o el legado final de la voluntad


Consume, amor mio, en el fuego de tu caridad todos mis afectos, que todos quisiera se me convirtieran en amor tuyo, o fuessen nacidos y governados unicamente por amor. Consume, Dios mio, en mi toda tristeza por perdida de cosa material, y consume en mi toda alegria de cosa de la tierra.


(Nieremberg 1651a: fols. 443v-444r)                


El jesuita español tan admirado y citado por Antonio Núñez de Miranda, Juan Eusebio Nieremberg, en un tratado dedicado a religiosos, y bajo el rubro «Sacrificio de la voluntad», dice lo siguiente:

El es tu centro, no descanses sino en el, el es tu esfera, no te sossiegue fuera Del. Esfuerçate a buscarle, esfuerçate a amarle, esfuerçate a dexarte, esfuerçate a transformarte en el. No pongas tu aficion en cosa de la tierra, pues no es bastante toda tu voluntad para satisfazer a tu Señor (Nieremberg 1651 a: 442v).

Estas palabras parecen ser el rubro perfecto para el Testamento Mystico, impresión póstuma de un texto que Núñez de Miranda dejó a las religiosas y que es publicado por un «sacerdote congregante de la Purisima», después de la muerte de quien tantos años fungiera como prefecto de esta elitista corporación religiosa. A pesar de su brevedad, es un discurso tan poderoso e impactante como la Platica Doctrinal. Como señalábamos en la introducción, es un texto en el que se mezcla lo teológico-doctrinal con las fórmulas y el lenguaje jurídico propio de un documento legal.

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La versión que utilizamos es una reproducción incluida en la edición en facsímile del Segundo Tomo de las Obras de Sor Juana Inés de la Cruz, editada por Fredo Arias de la Canal. Está dispuesta en diciseiseavo de folio y no está numerada. por lo que citaremos con nuestra propia numeración. Debemos agregar, como nota técnico-bibliográfica, que en el Centro de Estudios de Historia de México CONDUMEX se encuentra una edición de 1707. Por el formato de ambas y el espacio dejado para que la religiosa que lo utilizaba pusiera sus datos, podemos concluir, en esta aclaración bibliográfica, que circuló profusamente entre las monjas que lo declaraban en cada aniversario de su profesión, como el mismo texto lo aconseja, o bien como disposición final de vida cuando pensaban que su muerte estaba cercana.

Cabe aclarar que éste es uno de los mayores puntos de interés del escrito: los niveles temporales, tanto el inmediato como el escatológico que en él se observan. La naturaleza, llamémosle «interdisciplinaria» (entre jurídica y teológica) que tiene este documento no nos debe extrañar, pues podemos constatar que lo poseen las Profesiones de Monjas, y también de esta sustancia dual comparte la impresionante Petición que en forma causídica escribe Sor Juana poco antes de su muerte.

Para reiterar lo anterior, el título mismo del escrito reúne dos campos semánticos que podrían parecer lejanos y antagónicos: «testamento» y «místico», pero vemos que se reconcilian por decretos del Derecho Canónico así como del Civil. Es obligación de todo cristiano legar como última voluntad un testamento. Es éste un documento particular pero de carácter público y validez oficial que se estructura en tres partes fundamentales: el protocolo inicial que tanto para los civiles como para los religiosos se centra en la invocación verbal: «En el nombre de la Santíssima Trinidad, Hijo y Espíritu Santo...» (f. 2r; la foliación es mía), común a testamentos civiles y eclesiásticos. En ambos, y por la unión de Iglesia y poder civil, se usa como juramento inviolable. Ya en el texto mismo se usa la segunda parte, la notificado, o sea, la célebre fórmula de notificación: «Sepan quantos esta carta vieren, de mi última voluntad» (loc. cit.). A continuación sigue la tercera parte, ya propiamente la dispositio del texto, que en este caso, justifica el nombre de «Mystico», o sea, este término tan plurisémico que, sin embargo, todos identificamos: «en el aspecto psicológico, desde el conocimiento intuitivo y cargado de afectividad, hasta el éxtasis [...] y a la doctrina sobre la elevación a   —127→   los grados más altos de la experiencia de Dios y a la unión última de Dios» (Fríes 1979: II, 76-77).

Miguel Godínez, jesuita irlandés avecindado en la Nueva España, es contemporáneo de Núñez de Miranda, y como él, profesor de teología en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo. También es confesor de la célebre monja carmelita Isabel de la Encarnación. Marie Cécile Bénass y llama a Godínez «uno de los mejores autores espirituales del siglo» (Bénassy-Berling 1983: 49). Godínez en su muy difundido libro de 1682, Practica de la Theologia Mystica, llama a esta parte de la teología «una sapiencia practica que trata de Dios en quanto es bueno, y amable» (Godínez 1682: 1). El Testamento, en efecto, declara este deseo de la religiosa de alcanzar la máxima unión con su Esposo por medio del cumplimiento canónico de todas sus obligaciones y juramentos. En este sentido, la finalidad mística se lograría, como ocurre en todos los que a ella acceden, por medio de una purificación perfecta, a través de la más rigurosa ascesis y observancia del estado religioso. La larga serie de declaraciones y juramentos canónicos de la religiosa serían esa etapa de preparación para llegar a la unión perfecta con su Esposo.

Antes de iniciar el corpus del documento, el anónimo editor pide a toda religiosa que lo haya de seguir que se acerque a esta declaración de conciencia y voluntad, «fervorosa y desengañada», términos antitéticos que contraponen el ámbito trascendente al terrenal, ya que el fervor es la afección profunda hacia la vida espiritual en religión, y el desengaño (vocablo de particular incidencia en el Barroco) designa la visión del mundo como engaño, como error. El desengañado es aquel que ve lo corpóreo como una apariencia desencantada.

En primer término, la profesa declara su dogma de fe a la «Santa Madre Iglesia Catholica Romana [a] todos sus artículos, verdades y tradiciones» (f. 2v). Como renovación de la Fe cristiana es importante que se aclare el significado doctrinal de la palabra «tradiciones». Según los teólogos se trata de: «La palabra de Dios revelada [que] se nos transmite por medio de la Sagrada Escritura del AT y del NT y por medio de la tradición oral» (Fríes 1979: II, 812).

El Concilio de Trento, en su Sesión IV de 1546, en el Decreto IV que habla de las Escrituras Canónicas, consigna lo siguiente:

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y considerando que toda esta verdad y esta disciplina [la palabra de Dios] están contenidas en los Libros escritos y en Tradiciones no escritas, que recibidas por los Apóstoles de boca del mismo Jesucristo, ó enseñadas por los mismos Apóstoles, dictándoselas el Espíritu Santo, han llegado hasta nosotros [...] como asimismo, las referidas Tradiciones relativas a la Fe y a las costumbres, como dimanadas de la boca de Jesucristo, y conservadas en la Iglesia Católica por una sucesión no interrumpida .


(Sacrosantos [ ...] Concilios: 30)                


Es interesante, pues, observar que la fe en la Tradición, como parte de la verdad revelada, es un integrante esencial del contenido doctrinal que un católico debe profesar. Así la conservan todavía los catecismos y doctrinas cristianas cu ando hablan de las fuentes dogmáticas de las que se alimenta el catolicismo. Las palabras «declaro», como apego a la esencia de la doctrina cristiana y el item latino, «por señal de adicion o repeticion de lo que se ha dicho» (DA, s. v.), forman parte de la reiteración que le da peso canónico y discursivo al texto. Es por ello que el Testamento se enfatiza con la enumeración de cada propuesta y de su disposición explicativa.

En lo que podríamos llamar el primer núcleo argumental, la religiosa menciona los tres objetos simbólicos del desposorio espiritual más importantes en la profesión: «mi Señor y Esposo. A quien de todo mi corazón me entregué toda: cuyo anillo, arras, y prendas paran en mi poder» (f. 3r). Asimismo, rememora los cuatro votos que marcan la vida monacal. El «ajuar» en lenguaje figurado consiste en «las Reglas, Constituciones y loables costumbres de este Santo Convento» (f. 4r). Al igual que Sor Juana en la Petición..., quien se encomienda: «a mi amado abogado San José, Santo Angel de mi Guarda» (1951-1957: t. IV, 520), la monja que suscribe el Testamento Mystico pide la intercesión «de mi dulcissimo Esposo, y favor de mi querido Padre, y demás Santos mis Abogados» (f. 4v). La declarante confiesa un profundo sentimiento de atrición al declarar: «profundissimo sentimiento, temor y temblor de mi corazón» (loc. cit.).

Observamos que en este escrito, al igual que en la mayoría de sus sermones, Núñez pone énfasis en sus enumeraciones y las organiza en tríadas de vocablos. Por ejemplo, la que suscribe declara creer el dogma eclesiástico en todos sus «artículos, verdades y tradiciones» (f. 2v). La fórmula de la Doctrina Cristiana, ceñida en «pensamientos, palabras y obras» (f. 5v). De la misma manera, la primera persona de la monja desea estar muerta al mundo,   —129→   a tal grado que «ni oyga, ni hable ni se acuerde de sus cosas» (f. 6v). En fin, los ejemplos podrían multiplicarse, como observamos en otras citas del texto que ya hemos asentado. Considero que las enumeraciones manifestadas en breves ciclos de tres elementos no sólo se deben a una función retórica y enfática, didáctica incluso; me parece que una razón profunda se encuentra en la significación numérica que proviene del saber bíblico. Esto se puede corroborar en lo que el investigador E. W. Bullinger dice en un muy interesante libro: Cómo entender y explicar los números en la Biblia Su origen sobrenatural y su significado espiritual. Al referirse al número tres, además de todos los atributos de la Divinidad que encierra esta cifra, el autor da la explicación que este signo matemático tiene como expresión verbal, semántica y discursiva:

Tres personas en gramática, expresan e incluyen a todas las relaciones de la humanidad. El pensamiento, la palabra y la acción llenan la medida de la capacidad humana. Tres grados de comparación llenan nuestro conocimiento de las cualidades. La más simple proposición requiere de tres cosas para completarla: esto es, el sujeto, el predicado y la cópula. Son necesarias tres proposiciones para completar la forma más simple de argumento: la premisa mayor, la menor y la conclusión.


(Bullinger 1990: 121)                


De la frecuencia en la enumeración triádica, parte medular del estilo de Núñez de Miranda y en general del discurso barroco, abundaremos en el capitulo referente a su poderosa palabra de orador sagrado.

Volviendo a nuestro texto, y después de esta observación acerca de tal característica de la escritura de Núñez, vemos que conforme se aproxima el final del Testamento Mystico, se entrelazan con mayor intensidad la intención de un juramento o de un propósito declarados durante la existencia terrena, a los que se obliga la monja en vida, con su legado, y aunado al deseo de que éste se cumpla en la eternidad. Ambos juramentos adquieren, así, el doble nivel de lo ético y lo metafísico. El sentido pragmático-jurídico y el espiritual designan nuevamente la perdurabilidad de lo temporal en lo eterno, cuando la profesa declara que deberá responder en el «Tribunal de cuentas en el día de la cuenta y juicio universal» (f. 5r). Es sabido que el dicho tribunal de cuentas era una instancia administrativa en la que se examinaba y censuraba la contabilidad de todas las dependencias del Estado.

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Sin expresarlo, queda sugerido que las acciones presentadas en este Juzgado simbólico-moral se declaran finalmente en el Tribunal de Dios, que es el juicio que el Creador hace de los hombres después de su muerte. En estas palabras observamos la alternancia de planos y tiempos en el texto: el cronológico-terrenal y el espiritual-eterno. La suscrita se declara, como es común ante su Creador, indigna, «vil e ingrata criatura» (loc. cit.). El propósito de abandonar todo lo temporal se cifra en la triple acción verbal: «mi entendimiento solo piense, juzgue y discurra de el Cielo, sin atender á la tierra» (f. 6r). Similar a la Platica Doctrinal, la religiosa declara:

Item, mando y es mi voluntad deliberada que mi cuerpo sea enterrado vico en las quatro paredes de el Convento de donde ni por imaginacion salga paso. Y como verdaderamente muerto al mundo, ni vea ni oyga ni hable ni se acuerde de sus cosas. Allá se lo aya el Siglo con sus maquinas.


(f. como 6v)                


A este propósito se sigue uno de los tópicos más frecuentes en los tratados de ascética y mística: la guarda de los sentidos y la sujeción de las potencias, en especial de la voluntad. El pasaje es en verdad expresivo:

Item, mando que todos mis sentidos sean con mi cuerpo enterrados, para que no atiendan ni cuiden cosa de tierra. Y qué todas mis potencias se encielen para que obren solo a lo celestial; teniendo allá todo su ahinco, donde está el tesoro de mi corazon, que es mi Esposo. Mando que mis ojos no se levanten de la tierra en publico [...] Item, mis oídos no oigan nuevas seglares, cuentos impertinentes; o palabras livianas [...] Y al fin como á sentidos de un cuerpo difunto: mando a los míos se abstraigan de todo entretenimiento, y se empleen en toda mortificacion.


(1717. 6v-7v)                


Dos grandes autoridades teológicas y literarias hablan sobre estos temas: Juan Eusebio Nieremberg y Luis de Granada. Al inicio de este capítulo aludimos a lo que el primero dice respecto a la voluntad. Veremos lo que en los enunciados «Sacrificio del Entendimiento y Sacrificio de la Memoria» le asigna a estas dos potencias del alma:

Celebrale con tu essencia y tu entendimiento, el qual sacrifica a su servicio y gloria. Bendize al que te dio una potencia capaz de conocerle, admirarle y reverenciarle [...] Bendize pues y alaba al que te hizo tan semejante a sí [...]   —131→   Bendize anima mía al Señor con quanto ay en ti, con todo tu entendimiento y toda tu memoria. Alaba y glorifica al Señor que te dio tal tesoro, en que conservas tantas imagenes de cosas y prendas de sus beneficios [...] Sirvele con ella, anegandote en su inmensidad [...] A El solo alabes, a el solo digas mil loores, a El solo engrandezcas [...] en El solo emplees toda tu memoria, todo tu entendimiento, toda tu voluntad.


(Nieremberg 1651a: f. 442v)                


Es manifiesta la similitud que este pasaje de Nieremberg tiene con los Salmos de alabanza al Señor, en especial con el número 66: 1-20. Si la admiración y constantes referencias a Nieremberg están presentes en casi todos los escritos de Núñez de Miranda, no menos influyente en él es la presencia del dominico fray Luis de Granada, a quien reiteradamente se dirige como «el maestro». Este gran personaje de la espiritualidad y oratoria cristiana hispánica de los siglos XVI y XVII en su muy difundido libro Guía de pecadores, todavía bastante editado como ejemplo de buena prosa, dice lo siguiente en su inciso «Guarda de los sentidos», perteneciente al capítulo X, «Para consigo»:

Entre los cuales ponga señaladamente recaudo en los ojos, que son como unas puertas donde se desembarcan todas las vanidades que entran en nuestra ánima; y muchas veces suelen ser ventanas de perdición [...] En los oídos también conviene también poner el mismo cobro que en los ojos; porque por estas puertas entran también muchas cosas en nuestra ánima, que la inquietan, distraen y ensucian [...] Del sentido del oler no hay que decir; porque traer olores, o ser amigo de ellos , demás de ser una cosa muy lasciva y sensual, es cosa infame, y no de hombres sino de mujeres, y aun no de buenas mujeres [...] Del gusto no hay más que decir; el cual conviene que sea mortificado con la memoria de la hiel y vinagre que el Señor en la cruz bebió.


(Luis de Granada 1966: 149-151)                


Como interesante contrapartida de los sentidos en los cuerpos que viven la existencia «de tránsito», Núñez, en Los Exercicios Espirituales de San Ignacio acomodados a [...] las Señoras Religiosas, eleva el tema de los sentidos corporales al escenario escatológico de la resurrección final de cuerpo y alma, y los exalta sin quitarles su función perceptiva sensorial, con la que se goza aún más la grandeza de la gloria:

Consiste pues esta [la gloria] en el gustoso empleo de los cinco Sentidos [...] Los ojos se recreara cõ los admirables espectaculos de aquellos vistosissimos   —132→   Palacios [...] Aquellos Elyseos campos y celestes Paraysos poblados de innumerables flores [...] El oydo se recreará con las suavissimas musicas de aquellas Capillas Angelicas [...] y para lleno del apetito de su gusto, respirarán [los resucitados en cuerpo y alma] un aire tan de ambrosía, y puro Maná, que les sepa a todas quätas suavidades pudieran sentir en las mas sazonadas viandas [...] El olfato se recreará cõ todas las fragancias suavissimamente intensas.


(Núñez 1695: ff. 156r y ss)                


Observamos nuevamente los niveles terrenal y trascendente que contiene el texto, y que Núñez, como teólogo consciente y didáctico, utiliza el mismo signo verbal. No obstante le confiere a la palabra «sentidos» dos cargas semánticas y hasta reveladoras distintas: el cuerpo tiene una «fisiología» culpable en su existencia temporal, y será glorioso y edénico en la vida eterna. Los sentidos se sumarán a la apoteosis de santos y ángeles para gozar de la «sensorialidad» de la Gloria.

La parte significativa que se le da a los sentidos en este breve texto tiene un desenlace concluyente: los sentidos corporales (por ser terrenos, es decir, efímeros) se comparan con los de un cuerpo difunto, como sugiere enfáticamente el propio Núñez en la Platica Doctrinal; en ambos escritos el cuerpo se transforma ascéticamente en «sentidos de un cuerpo difunto» (Núñez 1679: 21 ). Podemos observar que, como se declara en todo testamento, la palabra clave va a ser «mando», y el consecuente «item» en latín que denota «adicion o repeticion de lo que se ha dicho» (DA, s. v.). La acción determinante del verbo organiza el texto para desembocar en el efecto del desenlace en una forma por demás eficaz, ya que los subsecuentes deseos de la voz en primera persona de la religiosa se abocan a prescribir sus propios preceptos purificadores para lograr la meta de la fusión con Dios. Como ocurre siempre en un proceso unitivo, la renuncia de lo temporal, de aquello que se percibe y procesa por los sentidos corporales, se aniquila en la sabiduría del amor entre Dios y el alma. Esta forma del alma de remontarse a la interior fusión con Dios es característica de la práctica jesuita de «hacer» y «actuar» con la voluntad la larga lista de pruebas deseadas y ásperas para llegar al estado contemplativo:

Al final de los Ejercicios se encuentra la «Contemplación para alcanzar amor», que realmente es una descripción de la vida mística. Porque, empleando las   —133→   mismas palabras de Ignacio «el amor consiste en comunicación de las dos partes a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amante al amado al amante». Esta comunicación entre Dios y el hombre es la esencia de la unión mística [...] Este despertar y desarrollo de la vida de Cristo en el hombre [...] es la finalidad del total de los Ejercicios; pero el camino para llegar a ese fin es metódico, en correspondencia con el amanecer de la ciencia y la tecnología.


(Graef 1970: 288)                


Es por ello que el Testamento Mystico se concentra en la vía de la disciplina que organiza de manera ordenada los auto mandatos de la voluntad, el camino a la unión con Dios. De allí que sea indiscutible la obediencia a todas las normas señaladas por la vida monástica como «manda» insistente y reiteradamente la monja: «Mando que todos los preceptos divinos, votos religiosos, constituciones, reglas y costumbres se guarden y cumplan a la letra, sin glosa, interpretación ni epiqueya» (Núñez 1707: f. 7v).

Antonio Núñez, el maestro en los diversos sentidos del lenguaje -el convencional y el altamente significativo-, sabe que la estricta guarda de la disciplina religiosa no se puede dar con una «interpretación de la Ley moderada y prudente según las circunstancias del tiempo, lugar, ocasión y persona» (DA, s. v.). Esto es lo que quiere decir la palabra «epiqueya»: concesión circunstancial y causal de la norma. En el rigor de la observancia (lo repite Núñez en todos sus escritos) reside la especificidad del estado religioso. Ya lo había dicho su también admirado y muy frecuentado autor, el humilde hermano jesuita Alonso Rodríguez:

Pues esta es también la diferencia que hai de la perfección del seglar a la del Religioso. Bien puede ser que allá en el mundo uno sea más perfecto que un Religioso: pero con todo eso, aquél no está en estado de perfección, y el Religioso sí: porque aquella perfección del seglar no está confirmada con votos, como la del Religioso; y así no tiene aquella firmeza, y estabilidad en el bien que tiene el Religioso por razón de su estado.


(Rodríguez 1747: 471)                


Con la lectura de esta cita de Alonso Rodríguez queremos destacar su pertinencia, ya que el Testamento Mystico, como todos los escritos de Núñez dirigidos a religiosas, es, en esencia, la variante de un mismo discurso: la incitación a cumplir constante y concentradamente con las obligaciones que señala la elección de la vida monástica.

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Otro tema presente en todos sus escritos es el de la comunión. Podríamos llamar a Núñez un predicador de la Eucaristía por la forma en que reiteradamente argumenta y defiende la bondad espiritual y salvífica de este sacramento. En la obra que nos ocupa se refiere a él como «Viático»: «Con toda propiedad se llama el Sacramento del cuerpo de Cristo que se administra a los enfermos que están en peligro de muerte y como viage para la eternidad, congo verdadero sustento del alma» (DA, s. v.). En el texto se maneja la doble idea de la muerte y la comunión como «saludable vitualla» (Núñez 1707: f. 8r), es decir, como abastecimiento necesario para transitar de la vida temporal a la eterna. Núñez refuerza su creencia en la comunión frecuente como alimento de fortaleza espiritual. No obstante, como lección surgida de las enseñanzas del catecismo y ya como desenlace del texto -que concluye hábilmente en la consecución de la vida temporal-, aparece la necesidad canónica de la administración de sacramentos paralelos y complementarios a la comunión en el momento de la agonía: «la Confessiõ, Comunion y Extremauncion, con que la Santa Madre Iglesia arma a sus hijos en aquella hora» (ibid.: f. 8v).

Los términos jurídicos se reintegran en el documento para otorgarle en la conclusión el carácter legal que debe licitar y complementar al sentido místico. Así, aparecen como «Albazeas» San José y la Virgen; los santos de la devoción de la monja, que como Núñez mismo aconseja en la Cartilla M se deben a una espontánea y aparente libre elección de la fiel. No falta el «Ángel de la guarda», nombrado desde el Antiguo Testamento en el Libro de los Salmos como cerco espiritual incansable de los justos: «El ángel del Señor, el campo pone en derredor de aquellos que le temen y los salva» (Sal. 18: 10). Dentro de los múltiples temas del Salterio, está constantemente la protección del Señor en casos de peligro y tribulación. La tradición popular del cristianismo no ha perdido esa acepción protectora del ángel, que es uno de los personajes sobrenaturales por quien el creyente debe de dar sus más fervientes gracias al Creador.

Al final de la existencia terrena es común (curiosamente, sin apartarse de los lineamientos legales y también, por señalamiento de la palabra de Dios) que el cristiano ofrezca sus buenas obras y pida misericordia por ellas. En el cifrado Apocalipsis de San Juan, en el impresionante y dramático final de los tiempos, los ángeles mismos serán quienes se alíen de nuevo a aquellos   —135→   «Bienaventurados [...] que mueren en el Señor. Ya desde ahora dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos, puesto que sus obras los acompañan» (Apocalipsis, 14: 13). Estas referencias bíblicas nos conducen a corroborar nuevamente cuán apegada está la palabra del Núñez «autor» a la asimilación de la Escritura como argumento literario y canónico en sus obras. El efectismo que sabe imprimir el jesuita a sus desenlaces se hace presente en este brevísimo escrito con las siguientes espléndidas palabras:

Y con todas ellas [las obras] deposito mi alma en aquella arca abierta de su amoroso Costado, que es casa propia de sus Esposas donde como blanca paloma me defienda de el Milano infernal, y asegure por toda esta peregrinacion, hasta conducirme en la misma, como lo hizo con la de Santa Luthgarda, al talamo empireo de su eterno descanso.


(Núñez 1707: f. 10r)                


Estos últimos dicta acentúan y concluyen el sentido místico unitivo que se busca transmitir a lo largo de todo el texto. Como ocurre con el arrebatado lenguaje amoroso de la unión con el Amado, los términos se tiñen de un sugerente erotismo captado en una compenetrada fusión de intimidad en las palabras «Arca» y Costado». Las palabras a las que nos acabamos de referir se usan en sentido metafórico para designar la presencia y significación ritual del sacrificio de Cristo, sugerido en la sangre que mana del costado y que es guardada como supremo tesoro en el arca que rememora la de Moisés, en la que se depositó el magno símbolo de unión entre Yavé y su pueblo elegido (Éxodo, 18: 19). El lector no puede menos que captar una referencia textual proveniente del Cantar de los Cantares (2: 14) en la identificación igualmente metafórica de la religiosa con la «Paloma», mientras Cristo mismo se mimetiza con la vida religiosa, protección del alma contra el «Milano», monstruosa ave de rapiña que raya en lo diabólico y deforme: «tiene la cabeza llana y en la corona hacia la cerviz, una mancha blanca, el pico corto [...] los muslos desnudos, las uñas negras y torcidas y la cola de horquilla» (DA, s. v.). Al igual que la raposa que amenaza a la Amada en el Cantar «habita en lugares cóncavos y pedregosos» (2: 14). Lo que el autor desea demostrar con estas sugerencias simbólicas es la culminación textual en una forma de entrega mística. No en vano Nieremberg había dicho que la teología mística es:

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el camino de un corazón humilde, contrito y mortificado, lleno de santos afectos de amor a Dios, el qual llega a saber mas de su Criador que quanto se puede aprender por discurso o por estudio: «Sacrificio de amor y alabanza de la hermosura divina».


(Nieremberg 1651a: f. 442v)                


La referencia a Santa Lugarda se hace por la alusión al Costado, ya que esta santa del siglo XVI:

Tuvo la gracia de que se le permitiera compartir, místicamente, el sufrimiento de nuestro Salvador, cuando meditaba sobre Su Pasión, en esas ocasiones, aparecían sobre su frente y en sus cabellos minúsculas gotas de sangre.


(Butler 1969: t. II, 562)                


El escrito concluye con la mención de otros santas y santos, en especial de la maestra en la experiencia mística, Teresa de Ávila, y con la concreción legalista del tiempo y del lugar:

Y porque conste á todos ser esta mi voluntad, y testamento lo firmé de mi nombre en este convento de _______ en _______ del mes de _______ del año de _______ .


(Núñez 1707: f. 10v)                


Los espacios en los que se insertan los datos de la profesa nos ubican en la cara pragmática de la Iglesia como institución de poder que remite al gran control no sólo ideológico sino emocional que se ejerce, entreverando los dos rostros de Jano. Uno, el de la observancia obligada de la vida conventual, registrada en la regulada existencia transcurrida en la aceptación de la auto censura. Este aspecto de la vida monástica es un acto prolongado de la voluntad como potencia enajenada de la libertad. El otro rostro no es el pragmático sino el ilusorio, en el que también por acción de una voluntad idealizarla pero más heroica aún, el alma se eleva a los enrarecidos coloquios místicos en los cuales, por enseñanza de Teresa y en los otros grandes amantes a lo divino, se percibe la presencia del divino Amado.



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ArribaAbajoCapítulo 6

El prisma del tiempo: Núñez de Miranda y las miradas vicarias


En un curioso almanaque del siglo XIX, llamado Calendario de Cumplidos, al igual que en otras publicaciones de este tipo, aparecen algunas biografías de personajes ilustres que muestran la intención de los editores que desean darlas a conocer a sus lectores. En el correspondiente al año 1837 surgen, por ejemplo, entre otras, de Eguiara y Eguren, el mártir Bartolomé Gutiérrez y el gran humanista de la Compañía, Francisco Javier Alegre. En el mes de marzo se publica una biografía de Antonio Núñez de Miranda. Como era de esperarse, evidentemente el episodio de su vida que más se resalta es el de su relación con Sor Juana. De ahí que no sea desmedido aseverar que a partir de la muerte de ambos, en 1695, sus nombres, sus acciones y sus recuerdos, estarán vinculados casi irremediablemente. Es esta relación vicaria la que ha dado fama al jesuita. La posteridad lo conoce y lo rememora, en gran medida, asociado con la escritora. No obstante, Núñez fue -como es bien sabido- una de las grandes y más veneradas personalidades religiosas de su tiempo. Sin embargo, aun en su época o pocos años después de su muerte, para los autores que de él hablan, sigue siendo «el confesor de Sor Juana». Es claro que mientras las menciones están más cerca de su contexto temporal, los juicios sobre él emitidos conservan más autonomía de la monja que lo que se ha escrito desde principios del siglo XX hasta el momento actual. Considero que han llegado hasta nosotros dos formas de comunicación y de recepción de su personalidad: la que tuvieron sus contemporáneos y otros autores más cercanos a él en el tiempo, como pueden ser Gutiérrez Dávila y Eguiara y Eguren, y algunas menciones del siglo XIX hasta estudiosos actuales, quienes casi siempre lo presentan en una relación que invariablemente incluye a la autora del Primero Sueño. Son las imágenes modernas las que   —138→   no pueden evitar aprehenderlo por sí mismo, sino que, en términos generales, dan un juicio de valor acerca de él, siempre en función de la monja jerónima. Ejemplo inequívoco de esta aseveración son las palabras que Francisco de la Maza le dirige en una carta al autor del monumental Diccionario Bio-Bibliográfico de la Compañía de Jesús, Francisco Zambrano, a quien le pide datos sobre Núñez:

el fin de mi posible estudio del P. Núñez es indirecto, es decir, es por Sor Juana. Hay cosas del padre que no son muy de mi agrado, como su horror a las comedias, pero cada vez lo entiendo más en sus relaciones con Sor Juana y en sus separaciones, pues la que andaba errada por fortuna para las letras era la monja y no el jesuita. Me interesa la época y los contemporáneos de Sor Juana. A algunos habrá que censurar, pero en el caso del P. Núñez, como le decía, ha cambiado mi 'antigua' opinión radicalmente.


(Zambrano 1970: t. 10, 514)                


Las palabras del reconocido historiador del arte y la cultura son reveladoras de la apreciación vicaria que nuestro siglo ha tenido del jesuita. No es de menospreciar, sin embargo, la «rectificación» que de la Maza confiesa con respecto al prefecto de la Purísima, reconociendo la lógica del comportamiento de Núñez hacia Sor Juana, en su calidad de aleccionador de almas, dispuesto siempre a alejarla del ámbito de lo mundano. No obstante, resalta el interés que el jesuita ha despertado como uno de los eclesiásticos que, al final de su vida, aleja a la escritora de las letras profanas. La fascinación personal, casi mítica, que inspiran la escritora y su genio creador han opacado a todas las otras figuras que la rodearon, en especial a Núñez, a quien sólo se le identifica, muy parcialmente, como «el confesor de Sor Juana».

Esto se ha hecho inevitable para quienes estudiamos a Sor Juana, que es, finalmente, quien le ha otorgado una posteridad perdurable. A las dos representaciones de Núñez de Miranda (la de «los antiguos» y la de nuestros contemporáneos) añadiremos, no obstante, una tercera imagen del jesuita que nos parece más significativa: la que el propio Núñez revela de sí mismo en sus escritos, algunas primeras personas declaradas que arrojan mucho de la percepción que él tenía de sí mismo como miembro de la Compañía, como redentor de almas y como escritor. Su «yo» manifiesto en muchas ocasiones nos descubre varias facetas de lo que podríamos llamar «Núñez de Miranda par luí même».

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ArribaAbajo1. Las miradas de sus coetáneos y otras miradas cercanas a su tiempo

Dado lo anterior, deseamos iniciar la semblanza de este formidable personaje (como lo son tantos otros de sus contemporáneos) con lo que dice ese raro almanaque, el Calendario de cumplidos, al que antes nos hemos referido, localizado en la Colección Lafragua del Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional. Los juicios ahí vertidos están casi a medio camino en el tiempo, entre su época y la nuestra: a ciento cuarenta y dos años después de la muerte del venerable jesuita, y a ciento sesenta años de nuestro tiempo. El texto es anónimo y consta de, aproximadamente, una página a renglón seguido, que es el espacio que se da a las otras biografías que se publicaron mes con mes. Después de señalar la fecha y lugar de nacimiento, se dice: «Hablaremos de su sabiduría, prudencia y beneficencia»

(Calendario de Cumplidos: 6)                


.

Como era común en la época, estos conceptos y muchos otros se tomaban, aun cuando esto no se apunte, de la célebre biografía de Oviedo, que empezó a circular y a hacerse famosa casi inmediatamente después de publicada. El texto es una bien lograda mezcla de los datos de la hagiografía que el discípulo hace de su maestro, y de las opiniones personales del anónimo, pero indudablemente bien informado escritor. Cuando el autor habla de la «direccion espiritual» que el jesuita da a la jerónima dice lo siguiente:

Otro que no fuera el P. Núñez, habría violentado su inclinacion á las letras humanas, reduciendola al Kempis y a otros autores ascéticos; pero este Jesuita supo conciliar los santos carismas de un esposo sobrenatural y los entretenimientos del juicio con la imaginacion. La veia pasar del monte Oreb al Parnaso; y como no la encontraba pervertida con las ilusiones de la fabula, consentía que volviese á abastecerse de imagenes sublimes para esplicar [sic] sus pensamientos. Esta monja que renuncio á la corte del virey [sic] y que prefirio á Dios sobre los muchos personages que le ofrecían su mano, confirmo su vocacion con los mejores ejemplos con que edificó á sus hermanas, de cuya caridad fue víctima en una epidemia, y el buen juicio del padre Nuñez con las nobles producciones de su ingenio.


(ibid.: 6)                


Como podemos observar, el texto de 1837 glosa, en buena medida dulcificándolo, el juicio de Oviedo, y lo desvía de la acción coercitiva que Núñez ejerció sobre Sor Juana, para que se alejara del «Parnaso» y se adentrara en   —140→   el «Oreb» de la mortificación interior. También se establece la suposición (nunca realmente comprobada) de «los muchos personajes que le ofrecían su mano». No debemos olvidar que los almanaques eran textos de divulgación que no se distinguían por su rigor informativo y que sí, en cambio, pretendían captar el interés de sus lectores con noticias atractivas sobre los personajes mencionados.

Entre sus correligionarios, mencionan a su importante compañero Francisco de Florencia y al propio Juan Antonio de Oviedo, en su difundido libro: Menologio de los varones mas señalados en Perfección Religiosa de la Compañia de Jesus. En el mes de febrero, al dar el calendario-santoral (por supuesto no canonizado) de los jesuitas muertos en ese mes, ofrecen una amplia referencia de Núñez y resaltan, junto a su capacidad como orador, y su destreza en el conocimiento de la teología, su intuitiva penetración anímica y psicológica para con los demás, así como ciertos rasgos emblemáticos de perfección espiritual y de irrebatible santidad:

A esto juntaba el singular esmero en la observancia religiosa, en una profundíssima humildad, extremada pobreza, castidad Angélica, obediencia ciega, mortificacion heroica, y oración continua, en que Dios le ilustraba para penetrar los corazones, y conocer las cosas finuras, de que huyo pruebas muy calificadas. Murió con aclamación de Santo, de casi setenta y ocho años de edad, y una persona Eclesiástica de muy elevado, y probado espíritu vió su lecho al tiempo de morir cercado de Ángeles, y se le dió á entender que de la cama avia volado su dichoso espíritu al Cielo.


(Florencia y Oviedo 1747: 58)                


Curiosa resulta la apreciación que el propio Oviedo emite acerca de la imagen de la capilla de la Purísima, y en la que se ofrece una «atrevida» y casi inusitada faceta sobre una personalidad de la austeridad y rigidez moral que poseía Núñez. Lo que narra es un acto que, cuando menos, implica una clara desviación de las normas cristianas de las leyes naturales de comportamiento moral. En la ya muy difundida biografía, de la que él se auto cita, dice de la escultura que al principio adornó la capilla de la Purísima:

Lo primero que tratarõ de hacer fue la Imagen de bulto de la Cõcepcion, y por el poco posible, que huyo para su costo, salio tan fea, bronca y desaliñada, que por mucha razõ se tiene por cosa sobrenatural y milagrosa la hermosura y Magestad conque sin averle llegado mas mano de Escultor alguno, oy se hace   —141→   respectar, admirar y amar de quantos la miran, mudando poco á poco, aunque insensiblemente con el tiempo (y no de repente, como muchos han pensado) en belleza y gracia, la fealdad y tosquedad de su principio.


(Oviedo 1702: 66)                


De las palabras referidas vale la pena detenerse en las que relatan que la imagen se fue mudando, milagrosamente, «con el tiempo y no de repente». Oviedo parece jugar con sus lectores cuando en el Zodíaco Mariano, libro que escribe también en co-autoría con Florencia, nos da una versión sorpresiva de la hermosa imagen que presidía el altar mayor de la capilla de la Inmaculada Concepción, de la que Núñez de Miranda es protagonista esencial. El relato es en verdad delicioso y nos narra la siguiente anécdota. Oviedo refiere que en el ingenio de Malinalco existía una hermosísima imagen de la Concepción que era la patrona del lugar. Su perfección era además milagrosa, pues había vertido dos lágrimas que se le quedaron indelebles en el rostro.

El Padre Antonio Núñez de Miranda [...] solía ir por el tiempo de las vacaciones a dicho ingenio, y cautivo de la extraordinaria belleza de la imagen quisiera con piadoso atrevimiento robarla y colocarla en la capilla de su congregación, en donde estuviera con mucho más culto y veneración que en el ingenio.

(Florencia y Oviedo 1995: 150)                



Dice Oviedo que «todo se quedaba en buenos deseos» (loc. cit.). Al llegar a rector del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo se decide Núñez «a idear la traza [...] para la traslación de la imagen que tan grandemente deseaba [...] Para el efecto fue al ingenio, llevando consigo un escultor y en un cajón una estatua de la Concepción de la Virgen, pero sin cabeza ni manos, aunque en otro las llevaba ocultas» (ibid.: 150-151).

A continuación, el ascético director de almas pide al administrador dé a los «esclavos» una tarde de descanso «en donde les hizo prevenir música y buena merienda. Mientras ellos se divertían, sacó el escultor la cabeza y las manos que llevaba y no habia descubierto, las unió al cuerpo de la estatua, que todos habían visto, y se colocó en el altar de la capilla» (ibid.: 151). Por ser ya noche, nadie se percató de que la imagen no era la misma. Para lograr el éxito d e su empresa: «El P. Antonio Núñez procuró abreviar cuanto antes su vuelta para México, despachando por delante con mensajero muy seguro   —142→   el robado tesoro» (loc. cit.). Para disimular el hurto, vistió a la venerada imagen con los vestidos que antes tenía. Oviedo concluye el episodio así:

Con esta diligencia no se hizo reparo al principio ni se conoció la mudanza de imagen, hasta que los congregantes comenzaron a notar la extremada hermosura de que la antigua imagen carecía. De aquí tomaron fundamento para decir que la imagen de la Purísima se había renovado milagrosamente, y que siendo antes tosca, bronca y desaliñada, sin llegarle manos de escultor, se habia puesto hermosísima. En esta persuasión estuvieron muchos años. Y así lo escribi yo en la vida del Ven. P. Antonio Núñez que por obediencia y mandato de mis superiores se dio a la luz pública el año de 1702.


(ibid.: 151-152)                


Con este comentario, e indicando que por precepto escribió la biografía Núñez, concluye Oviedo el episodio. Es lógico y comprensible que en la Vida, como texto hagiográfico, no aparezca esta historia, que desdora la persona de Núñez, al convertirlo en un «piadoso» ladrón que despoja a los humildes habitantes del ingenio de su imagen para trasladarla a la suntuosa capilla de la Purísima. Tal vez la pregunta que se hace el lector es ¿por qué Oviedo cuenta la anécdota, y de alguna forma, opaca la rectitud intachable que le había conferido a Núñez en la Vida y virtudes? Las respuestas pueden ser diversas, nos quedaremos con la más literaria: exponer en el Zodiaco Mariano la mayor cantidad de historias de las imágenes de la Virgen a lo largo del territorio novohispano, en honor a la verosimilitud.

Allicara bien, de las «censuras» o «pareceres» con los que algunos de sus contemporáneos «califican» al jesuita, destacaremos sólo algunas. Es necesario recordar que estas aprobaciones eran convencionales y elogiosas; que precedían a todo impreso novohispano, que resaltaban la ejemplaridad del texto y su fidelidad a la ortodoxia; además son pequeñas opiniones literarias sobre la obra que el lector tenía en sus manos. El célebre Sariñana, después de alabar la calidad del Padre como orador, emite el siguiente juicio:

Si no me obsta la excepcion de Discipulo suyo, para presentar por testigo de esta verdad à mi experiencia, puedo dezir, que haviendole oydo desde mi juventud, ya Maestro en la Cathedra, ya orador en el Pulpito, nunca le oi sin desseo. En este dicho prevalece á la vergü_ça la ingenuidad, pues no puedo confessar la frecuencia de tanto Magisterio, sin sacarme colores al rostro, lo mal aprovechado.


(Sariñana, en Núñez 1678b: sin foliar)                


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En ese mismo sermón leemos el parecer del canónigo catedralicio Ignacio de Hoyos Santillana, uno de los más constantes censores de libros de la época, y quien aparece con frecuencia como calificador inquisitorial, junto con el propio Nuñez:

En tanto provecha [sic] entra la corteza de la reprehension aspera de este Pan, como en gusto, y suavidad la blandura del migajon: todo se come, y todo alimenta: por esso sin duda acuden todos buscando en el P. Antonio Núñez, sustento en sus necesidades.


(Hoyos Santillana, en Núñez 1678b: sin foliar)                


Convencional al máximo, escueta y apegada a las reglas mínimas de un dictamen formal es la aprobación de su compañero de orden, Francisco Vera, a los Exercicios Espirituales de San Ignacio acomodados a [...] las Señoras Virgenes, Esposas de Christo, de Núñez: «Y no solo no hallo en él [el libro] cosa alguna contra N. S. Fee, y buenas costumbres, sino que verdaderamente siento, ha de ser de mucho provecho espiritualissimo logro á las almas que lo leyeren» (Vera, en Núñez 1695: sin foliar).

Otro jesuita, Juan de Torres, de suyo un orador muy reconocido en su entorno, expresa el siguiente parecer a la Distribucion:

tengo visto en un pequeño volumen lo acendrado de un espíritu en la Distribucion [...) que para exercicio de Angeles Virgines, dispuso el Angel de el Rmo. P. M. Antonio Nuñez, de la Sagrada Compañia de Jesus, que en paz descante: y cierto, que al leer obra tan perfecta, y de Maestro tan caval, me llamó la atencion un Angel de la Escritura, que como Maestro de espíritu, es viva imagen de este Angel de la Compañía: porque assi en la mente de este, como en la cabeza de el otro, se divisa el iris con tantos colores de virtudes, quantos son los vivos de perfecciones, que pacifican los espíritus, y dan tranquilidad a las conciencias con tan sólidas doctrinas, que corren claras como el agua y lucidas como el Sol.


(Torres , en Núñez 1712: sin foliar)                


El elogio del censor llega a excesos laudatorios simbólicos, ya que equipara la infalible y poderosa palabra de Núñez de Miranda nada menos que con la de San Juan Evangelista, quien en el Apocalipsis aparece como un «ángel fuerte revestido de una nube, y sobre su cabeza el arco iris [...] Y tenía en su mano un librito abierto» (Apocalipsis, 10: 1 y 2).

Una relación que puede parecer sorprendente al lector moderno, y más aún a los críticos y estudiosos de Sor Juana, es la que existía entre Núñez de   —144→   Miranda y el célebre editor de la Fama Póstuma de la obra de la jerónima. Dentro de los muchos sermones de Castorena, localicé uno que afirmó una duda que me había surgido: ¿al ser originarios ambos de Zacatecas, criollos y religiosos, existiría algún nexo entre ellos? La información parecía más que nada una simple curiosidad. Yo sabía de la existencia de un misionero de principios del siglo XVII, Juan de Angulo y Miranda, de quien tenía cierta referencia de su parentesco con Núñez. Al rastrear más información acerca de este santificado personaje (de manera vicaria, siempre para localizar más información acerca del jesuita) encontré un sermón de Castorena, intitulado El minero mas Feliz, que halló el Thesoro escondido de la virtud [...] en la Religión, de 1728. En éste, el editor de la Fama..., ensalza el milagroso suceso de la translación del cuerpo incorrupto del evangelizador franciscano al templo de la orden seráfica, en Zacatecas. Uno de los censores, Clemente Sumpsin, también jesuita, declara:

Es la invención de un thesoro, el argumento de este docto acertado Panegyrico, y bastaba ser obra del feliz ingenio del Señor Doctor D. Juan Ignacio de Castorena y Vrsua, para que se mereciesse las estimaciones de un thesoro. Feliz invenciő! Pues desde luego se encuentra con el thesoro de Virtudes de aquel exemplar Observante, Religioso Lego del Orden Seraphico, Fr. Juan de Angulo su Venerable Tio.


(Castorena y Ursúa 1728: sin foliar)                


En la Salutación, Castorena aparece como amoroso criollo que revalora su tierra y la emblematiza como ámbito de santidad, llamándola: «Phenix de las Ciudades, esta mi Patria Amada [...] Muy Noble y Leal Ciudad de Zacatecas [...] por el dominio de su Concepcion Limpia, como la plata de toda ley» (ibid.: 2).

Más adelante, ya en el corpus del sermón, Castorena hace un encendido y admirativo elogio de Núñez de Miranda:

Por los buenos fructos se conocen los arboles: un arbol malo no puede dar buenos fructos. En el Arbol de la Genealogía se ingertaron los Angulos con los Mirandas, y dieron por estimable fructo al V. Padre Antonio Nuñez de Miranda, de la Sagrada Compañia de JESÚS [...] Calificador de la Santa Inquisicion, fue su oraculo; en las Escripturas otro Nicolao de Lyra Jesuita; en la Cathedra otro Alberto por lo Magno [...] en la Virtud y las Letras otro Fr. Luis de Granada, ó segundo Luis de la Puente. El Parentesco con este Siervo   —145→   de Dios, y esta noticia de sus Virtudes corre impresso en las Vidas de entrambos, con provecho de muchos, y admiración de todos.


(ibid.: 10)                


No deja de ser curioso constatar la relación que existió entre uno de los más fervientes admiradores de la Fénix de México y uno de los personajes que más persiguió su vocación hacia las letras profanas, y quien constantemente la acosó por ver en ella una religiosa que no cumplía cabalmente su observancia monástica.

Para concluir con algunos de los protagonistas de la cultura novohispana cercanos a Núñez en el tiempo, aludiré a dos grandes personalidades del siglo XVIII: Julián Gutiérrez Dávila y Juan José de Eguiara y Eguren. El primero, en su muy consultada Historia del Oratorio de San Felipe Neri de México, imprescindible para estudiar esa orden religiosa, relata lo siguiente al hablar del filipense Pedro de Arellano y Sousa, quien fue confesor de Sor Juana, después que ella se alejó del padre Núñez. Es bien conocida la humildad de Arellano, así como sus deliquios y arrobos místicos que se contraponían con el austero y concreto espíritu de Núñez. Gutiérrez Dávila relata el pasaje en el que el oratoriano busca al jesuita para que sea su confesor:

Tenialo muchas veces [Núñez a Arellano] y por largo tiempo fuera de el aposento sin quererle abrir la puerta; despedialo con asperas y desabridas razones: sin que el paciente don Pedro dexasse de instar en su pretension [...] y no faltaron ocasiones, en que aviendo ido bien temprano por la mañana, perseveró, como hemos dicho, hasta el medio dia, y vez huvo que hasta las tres de la tarde, volviendose sin comer á essa hora [...] á su casa [...] Y lo mas es que no sacaba otro fruto de su paciencia, que asperezas en el Padre Antonio, quando al salir de su aposento lo encontraba: despedíalo con amargura: y muchas veces hasta se valía de las manos para apartarlo de sí à rempujones sin que el humilde don Pedro, sino es callar, sufrir, y perseverar, executasse otra cosa, por muchos meses en que continuó el padre Antonio, y por varios modos, estas, y semejantes pruebas, que hallaría su discreción por convenientes, para hazer examen, probando en el rigor de este fuego lo rico de aquella piedra, que verdaderamente manifestó en esta ocasión su dureza en no ablandarse para desistir, como no desistió, de su intento.


(Gutiérrez Dávila 1736: 8)                


Inmediatamente salta a la vista un juicio de valor, al contraponer a los dos protagonistas del episodio narrado. Es obvio que la simpatía del autor se   —146→   encuentra del lado de su compañero de orden. La opinión sobre Núñez -en quien se patentiza una dureza que quiere ser prueba para la paciencia de Arellano- es adversa, pues en el texto no sólo se le presenta austero e inmisericorde sino que se anula en él una de las virtudes esenciales que enaltece y salva al cristiano: la caridad, que como sabemos, en la doctrina cristiana, es sinónimo de amor al prójimo. Las metáforas «piedra», en cuanto a la constancia de Arellano y «fuego», alusivo al poder avasallador y destructor de Núñez, ilustran la relación entre ambos. La narración termina con estas lapidarias palabras:

Recibiolo [Núñez] por uno de sus hijos espirituales; y le fue tan hijo Don Pedro, que no obstante, que siempre fue tratado con aspereza, y ensayada la plata, con que acudió esta piedra, en el fuego de muchas, y diversas mortificaciones, si_ pre vivió firme, obediente y constante debajo de el espiritual magisterio de el Venerable Padre Antonio, mientras a éste le duró la vida, que fue hasta el año de seiscientos noventa y cinco, en que le llamó Dios (como esperamos) para coronar sus virtudes.


(loc. cit.)                


La expresión ambigua, pero de intencionada duda, sobre la salvación segura de Núñez está cargada de persuasión moral, como lo está la defensa que siempre hace el autor del Padre Arellano, quien para Gutiérrez Dávila, es el verdadero depositario de las auténticas virtudes cristianas.

Eguiara y Eguren dedica un volumen a la biografía de Arellano: Vida Del Venerable Padre Don Pedro De Arellano y Sossa, Sacerdote, Y Primer Prepósito de la Congregación del Oratorio de México (1735). En ella, al referir el suceso de la conducción espiritual que Núñez ejerce sobre el oratoriano, hace primero una encarecida alabanza del jesuita, de quien dice con laudatoria expresión:

que él solo bastaría á llenar de honra á esta su Provincia Mexicana [...] y hazer dichoso el siglo passado en que florezió para tanta gloria de Dios, y bien de las Almas, como publica la Fama: cuya alentada voz dize tantos elogios de este Gran Siervo de Dios, que no pudiéramos estrecharlos, en un apunte, sin escribir más delicadamente, que el Notario que abrevió dentro de una nuez la Ilíada toda; no cabiendo ellos [los elogios] en la Historia del Venerable Padre, que, con tanto acierto compuso la doctissima pluma del Rmo. Padre Juan Antonio de Oviedo.


(Eguiara y Eguren 1735: 20-21)                


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La expresión panegírica que a Eguiara le merece la póstuma celebridad de Núñez lo inclina a exaltarlo como un auténtico héroe épico de santidad. No está exento su juicio de una exageración retórica en la que el descrito Núñez-tópico excede a la capacidad de cualquier pluma, incluyendo la del propio Oviedo. Cuando entra en materia, al contar la sujeción que durante «diez y nueve años» vivió Arellano bajo la autoridad de Núñez, la narración de Eguiara, quizá para suavizar la dureza del jesuita para con el otro confesor de Sor Juana, establece un eficaz contraste de personalidades y de formas de entender la experiencia espiritual. Así, ante los arrobos y visiones de Arellano, el autor manifiesta lo siguiente:

El V. Padre Antonio Núñez, su confesor. Hombre igualmente Sabio, y Prudente [que Arellano] y muy versado en el govierno de las Almas, no era fácil en aprobar este linage de beneficios celestiales, que à vezes suele contrahazer el Demonio [...] por lo qual repetía muchas vezes á la Reyna del Parayso, en su Soberana Imagen de la Puríssima: «Ha Señora! No quiero revelaciones o resvalaciones sino observancia de Reglas». Por consequencia, manejaba con gran tiento aquellas Almas, á quienes llevaba Dios por este illustre camino [...] Por esso tiraba fuertemente la rienda à estos espíritus remontados, y examinaba sus passos, y sus buelos, con repetidas, y proporcionadas mortificaciones.


(ibid.: 29)                


Como decíamos, es evidente la desemejanza entre estos dos espíritus a los cuales Eguiara confiere perfección y altura espiritual. Sin restarle admiración a Arellano, a quien considera alma de vuelos místicos, reconoce, sin embargo, la reserva de Núñez -personalidad fuertemente ascética y realista- para aceptar sin recelo ciertas actitudes espirituales, tan riesgosas de caer en posibles manifestaciones heterodoxas.

Del más célebre y completo texto escrito acerca de Núñez, la biografía del padre Juan Antonio de Oviedo, no hablaremos detenidamente por varias razones: en primer lugar, porque lo hemos intercalado y mencionado a lo largo de este trabajo; en segundo término, porque la hagiografía que escribe el discípulo sobre su maestro es ampliamente conocida y mencionada por los estudiosos actuales, a la que aluden frecuentemente y, por último -y más importante-, porque nos servirá de referencia constante para que Núñez hable con voz propia, basada en «los apuntes» que Oviedo utiliza para enfatizar su escrito sobre el padre.

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Para epilogar la visión que sus contemporáneos tuvieron de él, incluiremos la mirada y el juicio del personaje más célebre de su contexto, quien le ha otorgado buena parte de la «fama póstuma» de que hoy goza; es claro que nos referimos a la propia Sor Juana, que además servirá de «bisagra engazadora» (El Sueño, v. 659) entre su tiempo y el nuestro, ya que la mayoría de los juicios que de Núñez de Miranda se han manifestado, se relacionan con ella. Tomamos la ya muy famosa Carta al Padre Núñez, reconocida por la crítica como auténtica. Podemos decir que gracias a este texto revelador, Sor Juana desenmascara a un muy poco caritativo asceta, poseído por la envidia y por la incómoda rivalidad de la fama que gozaba la escritora. Es curioso constatar que en sus juicios se encuentra cierta similitud con Gutiérrez Dávila, ya que ambos lo despojan de la apariencia cristiana de un simulado amor al prójimo, y revelan en él una intolerancia recalcitrante. Usamos la edición de Aureliano Tapia Méndez, de 1993: Carta de Sor Juana Inés de la Cruz a su confesor. Autodefensa Espiritual, pues junto a la transcripción paleográfica, incluye el manuscrito original, lo cual otorga más fidelidad a la disposición numerada de cada una de las líneas y a los subrayados incluidos en el manuscrito. Es necesario tomar en cuenta que la misiva es sólo para su destinatario., y que la poeta seguramente nunca tuvo la intención de publicarla. En realidad es un largo y catártico discurso en el que expresa en «voz alta» lo que piensa de su receptor.

El escrito se intitula, como sabemos, Carta de la Madre Juana Inés de la Cruz escrita al Reverendo Padre Maestro Antonio Núñez de la Compañía de Jesús. Ya Antonio Alatorre (1987) ha hecho un análisis exhaustivo de este texto. Asimismo, Margo Glantz (1996) ofrece una interesante interpretación de este escrito, por lo que nos limitaremos a unos cuantos comentarios y a citar los pasajes que nos parecen más significativos.

La carta carece de una convención que era común en todas las epístolas de la época: una fórmula reverencial de salutación. Desde el inicio se percibe un acre tono de antagonismo entre la emisora y el receptor. Incluso, la escritora hace una severa acusación de la calidad moral de Núñez:

Aunque ha muchos tiempos que varias personas me han informado que soy la única reprensible en las conversaciones de Vuestra Reverencia, fiscalizando mis acciones con tan agria ponderación como llegarlas a escándalo   —149→   público y otros epítetos no menos horrorosos.


(Tapia Méndez 1993: sin paginar)                


Las palabras «soy la única reprensible» prueban no sólo la demostración que el jesuita hace de su hija de confesión, sino la obsesión que el sacerdote tiene hacia los que él considera desvíos de la religiosa. Resalta, también, la actitud de juicio público que Núñez da a la censura que emite hacia la monja. La reprobación del confesor se centra, esencialmente, en la posición que la poeta ha obtenido al escribir por encargo, y sobre todo, a la celebridad que con ello ha alcanzado. Sor Juana presume sin recato, incluso con gran delectación, la fama y los elogios de que es objeto. Creo que es necesario considerar que no sólo existe el antagonismo entre un guía espiritual y su hija de confesión, sino la oposición entre dos intelectuales que tienen una concepción diametralmente opuesta del acto de escribir y de la finalidad de la escritura. En la religiosa se percibe una concepción creadora y muy moderna de la literatura como fin en sí misma y como acto estético de creación, innato al genio y al que no se puede renunciar, como bien lo manifiesta en la Respuesta; para Núñez, por el contrario, todo lo que se escribe, y en especial si lo hace un eclesiástico, debe subordinarse a una finalidad superior, al servicio de Dios. Es la tradicional concepción de que todo conocimiento profano sirve a la teología como ciencia de revelación divina. Es indudable que en el jesuita existe, de manera soterrada, no sólo un acto de reprobación sino también de envidia hacia la intelectual más sobresaliente de su tiempo.

No abundaremos más en el contenido de esta carta que, como asentamos, se ha estudiado ampliamente, sólo queremos reiterar que marca la ruptura entre estas dos personalidades en quienes existe un antagonismo de actitudes, que los confrontó por un principio de autoridad implícito que como padre espiritual tenía Núñez sobre la religiosa, y la posición de Sor Juana como escritora, para quien la palabra, el acto de conocer y la libertad de creación eran los fines últimos.




ArribaAbajo 2. Núñez de Miranda en la mirada de nuestro tiempo

Como asentaba en la introducción, en nuestro siglo, Núñez de Miranda ha sido sujeto de múltiples predicados. La gran mayoría de autores en nuestro   —150→   tiempo (y es claro que no pretendemos agotar todas las percepciones que de él se han dado) lo hacen actor de una serie de acciones que tienen que ver, casi invariablemente, con Sor Juana. Así, el jesuita, surge -como señalamos en el título de este capítulo- a través de una óptica vicaria, en la que la posteridad lo ha señalado como uno de los poderosos eclesiásticos que acosan a la religiosa para que al final de su vida abandone las letras «profanas».

Una de las polémicas que inicia este debate es la que sostuvieron Genaro Fernández MacGregor y Ezequiel A. Chávez en torno a la relación Núñez-Sor Juana. El primero escribe un libro «ultramontano» y «raro», como lo llama Alatorre, y ofrece una óptica febrilmente conservadora, basada en su lectura de Oviedo, la cual le sirve para hacer una apología desmedida de Núñez. En la mayor parte de sus apreciaciones glosa al biógrafo y lo utiliza para sostener su postura conservadora. Entre otras cosas, su juicio sin matices sobre Núñez, dada su ideología católica, se resume en las siguientes palabras:

Quien no haya leído la vida de este santo varón escrita por su hermano de religión el P. Juan Antonio de Oviedo, debe leerla para admirar cómo se forja a golpes de voluntad una personalidad fuerte; a qué grado de grandeza puede llegar una alma que se fija a si misma su regla, su límite [...] El P. Núñez fue un sabio, un maestro, un caritativo, un humilde, un fundador, un justiciero, un asceta.


(Fernández MacGregor 1932: 54)                


La enumeración de virtudes que sin empacho ni mayor reflexión asienta Fernández MacGregor es una apología desmedida que pretende re-escribir, casi trescientos años después, una nueva hagiografía del padre Núñez (cfr. Bénassy 1983: 204).

El nombre del crítico está íntimamente ligado al de su antagonista, Ezequiel A. Chávez, quien es, entre los autores de este siglo, el primero que hace una seria reflexión acerca de la personalidad del jesuita. Maestro y psicólogo pionero de esta disciplina en los años treinta, Chávez, además, leyó sobre la relación entre ambos escritores criollos y religiosos del siglo XVII. De él dice Antonio Alatorre que acaba para siempre «con el cuadro color de rosa de la relación entre ambos» (Alatorre 1987: 595). Aunque los juicios que Chávez emite sobre Núñez se encuentran también en relación con la escritora, inciden asimismo en la personalidad del jesuita como un personaje que atrae su atención y merece sus cavilaciones, dada su austera   —151→   psicología. Chávez no toma muy en serio las objeciones que Fernández MacGregor hace a su trabajo. Su argumentación es más serena e inteligente que la apasionada adjetivación que a las virtudes de Núñez como redentor de almas concede el crítico ultramontano. Se limita a responderle entre otras cosas, en respuesta a la apología de Fernández MacGregor (1932: 54-64), lo siguiente:

No; yo no he dicho que el mal está en que el Padre Núñez haya sido asceta. ¿Cómo habría podido decir semejante cosa cuando -en los términos en que lo expreso en mi Ensayo- reconozco virtudes en el ascetismo [...] Tampoco pienso que sea justificado decir, como ha dicho Fernández MacGregor, que si le hubiera yo reconocido al Padre Antonio cualquier «asomo de justificación, no lograría» mi «intento de poner en la cabeza de la monja el halo simbólico de la santidad», porque no he tenido tal intento.


(Chávez 1968: 155-156)                


En su otro libro, Sor Juana Inés de la Cruz, ensayo de psicología, Chávez cala más hondo en la forma de ser del jesuita. Empieza por hacer una extensa glosa del texto de Oviedo y logra su modelo psicológico del prefecto de la Purísima, y, asimismo, consigue formular una interesante teoría de dos personalidades paradójicas y complementarias, la de Sor Juana y la de su confesor. Resalta su obsesión por la autodisciplina y el ejercicio férreo de su ministerio para salvar prójimos. No se le escapa el autoritarismo que implícitamente manifiesta toda figura eclesiástica de influencia conciencial, quienes la ejercen y buscan -como en el caso de Núñez- la auto inmolación del hijo espiritual. Definitivo y lapidario es el siguiente juicio de Chávez:

Admirable es aprender el difícil arte del gobierno de sí propio; mas ¿no es verdad que lanzado al límite al que hubo de llevarlo el padre Antonio, y en los términos a que él lo llevó, acaba por matar en el hombre, al hombre? ¿No es cierto que de humano tórnase éste de algún modo en inhumano, y que al cabo se convierte parte de su ser en muerta y seca yesca, que sólo pudiera servir si ardiera y se quemara?


(Chávez 1972: 474)                


Bien percibió don Ezequiel la posición espiritual y psicológica límite que un censor ejerce en sí mismo y en los demás para doblegar la voluntad y los sentidos a la obediencia del superior, enmascarada en la sujeción a Dios.

  —152→  

La biografía más completa y serena del jesuita, como asienta Elías Trabulse (cfr. Introducción a la Carta Atenagórica... 1995: 39), se debe indudablemente al también jesuita Francisco Zambrano, quien hace una loable labor de recopilación e investigación entre los autores y miembros de la Compañía que sobre el jesuita habían escrito. Zambrano recoge los datos de estudiosos que lo precedieron e incluso los enmienda y actualiza. A él se debe la primera cronología puntual, año por año, de la vida del jesuita. Asimismo, en su magna obra, Diccionario Bio-Bibliográfico de la Compañía de Jesús (t. 10, 513-556) registra la bibliografía más completa que de los escritos de Núñez se había consignado.

Otro erudito de la Compañía, Gerard Decorme (1941), se refiere a él como «doctísimo y piadosísimo» (163), y, junto con Francisco de Florencia, dice que: «Llenan toda la segunda mitad del siglo XVII» (ibid.: 182). De Núñez -siguiendo muy de cerca a Oviedo- expresa: «Sus virtudes realzadas por una rara inteligencia y una memoria fenomenal y sus escritos ascéticos, no pudieron menos de ejercer duradera influencia en los jóvenes del Colegio Máximo. donde pasó, como Rector, profesor y director espiritual, su larga vida» (ibid.: 387-388).

Núñez de Miranda es tildado de extrema severidad y austeridad por Octavio Paz, quien le presta considerable atención en Las trampas de la fe, aunque siempre y de nuevo en relación con Sor Juana. Tampoco se le escapa al ensayista la intolerancia proverbial del jesuita. Paz lo observa como figura de dominio espiritual y de primera magnitud en su tiempo. Retoma, nuevamente, la biografía de Oviedo y logra trazar un arquetipo de época encarnado en un padre espiritual, obseso por la sujeción de las almas y la regulación de los actos morales. Es reiterativo el adjetivo constante de «severo» con el que califica al prefecto de la Compañía (entre otras, Paz 1982: 341, 368, 541 y 576). En un acercamiento que trata de ser de lo más minucioso respecto a su personalidad, Paz concluye -como lo hace con la propia Sor Juana, y basado en su maestría como ensayista creativo- con varios juicios sumarios sobre el jesuita. Resumimos uno de ellos que pretende abarcarlo de una manera un tanto esquemática y discutible:

En la personalidad del padre Antonio son notables dos aspectos, en apariencia contrarios pero que en el fondo se completan: el hombre público entregado a   —153→   la acción y el asceta [...] Su ascetismo estaba al servicio de una moral exigente, una suerte de atletismo espiritual [...] Aunque fue profesor de filosofía y de teología, Núñez de Miranda no fue un verdadero intelectual: ni amaba a las ideas ni mostró pasión por el conocimiento.


(1982: 588-589; el subrayado es mío)                


Como ocurre con otras de sus aseveraciones, considero que el gran poeta a veces opta por decidir, más que por comprobar sus juicios. Entre otras cosas, creo que se habría beneficiado de la lectura de la obra de Núñez antes de emitir opiniones tan contundentes y lapidarias.

El descubridor de la Carta de Sor Juana a Núñez, Aureliano Tapia, quien la edita en 1993 -siempre viendo también al jesuita vicariamente en relación con Sor Juana-, exterioriza el siguiente parecer en defensa de la escritora y en detrimento del autoritarismo del jesuita:

Monseñor Octaviano Valdés [...] opinó que el caso del padre Núñez fue el de un verdadero director de almas que siente disipada la mente de la religiosa jerónima [...] y que le pide mayor consagración a su vida espiritual. Es también lo que dice Oviedo en su biografía de Núñez, y repiten otros sorjuanistas. Yo también lo creo. Pero veo la historia que está allí: repaso la biografía de Núñez de Miranda, oigo la enérgica Autodefensa Espiritual de Sor Juana, y sigo viendo la injusta esclavitud que le quiere imponer el confesor a la religiosa.


(Tapia Méndez 1993: 80)                


El destacado historiador Elías Trabulse, penetrante conocedor del contexto de Núñez y de Sor Juana, retoma nuevamente a Oviedo e interpreta y analiza lo más significativo de su biografía. Se basa, en especial, en «el memorial de apuntes» del propio Núñez como hace el biógrafo, y expone esta aguda percepción de su personalidad, una de las más atinadas y sustentadas dentro de la crítica moderna:

Como es de suponer, ahí [en los memoriales] están contenidas diversas sentencias morales y reflexiones espirituales a las que tan afecto era este jesuita novohispano. A lo largo de su biografía se percibe a un hombre de recia voluntad y profundamente intolerante, pero también a una inteligencia aguda y penetrante: Núñez fue un hombre de gran cultura teológica, filosófica, literaria e, incluso, científica, ávido lector, su memoria registraba los mínimos detalle s de lo que leía. Además, era un magnífico prosista, cualidad de la que se   —154→   sentía orgulloso, y un elocuente y célebre orador sagrado. Sus sermones eran muy concurridos y era famoso por las emociones que despertaba entre los fieles. Por otra parte, tenía el carisma del santo y del director de conciencias, lo que le dio un gran aliciente entre el alto clero, la nobleza gobernante y las monjas y clérigos de los que fue confesor [...] Su poder llegó a ser tan grande como su prestigio intelectual (Trabulse 1995: 40-41).

Otra notable investigadora, especialista en el acervo inquisitorial, es María Águeda Méndez, quien se ha dedicado a estudiar la presencia de Núñez en el Santo Oficio. De su labor como calificador inquisitorial -faceta que no podemos dejar a un lado por la importancia ideológica que reviste-, la ensayista señala estos interesantes y hasta hace muy poco inéditos datos acerca de la participación de Núñez en una de las más controvertidas «leyendas negras» de la cultura hispánica:

Los escritos [de Núñez] que hemos catalogado se dividen en once calificaciones, tres cartas, veintiocho censuras, un discurso, diez pareceres, una relación y trece sentires. En ellos se manejan varios temas que van desde calificaciones sobre pinturas, expurgación de libros, consideraciones sobre dichos y hechos blasfemos, pactos demoníacos, actos de idolatría, magia y adivinación, pasajes de libros con proposiciones calificadas de erróneas, sermones, pasquines, lunarios [...] hasta escritos infamatorios, de autoridades eclesiásticas, oraciones irreverentes y un supuesto milagro que tenía el sello de Jesús y la imagen de Santa Teresa.


(Méndez 19976: 400)                


No obstante, la aportación de la autora no se detiene en esta valiosa información sino que se adentra en un texto descubierto por el proyecto «Catálogo de textos marginados novohispanos», y aparentemente anónimo, que en realidad fue escrito por Núñez y censurado por el Tribunal: Familiar Prosopopeia. Epístola Estimativa, que desaprueba los trajes femeninos en las festividades de Semana Santa. Méndez reproduce la disculpa del jesuita ante los censores y termina su trabajo con esta interesante apreciación, al relacionar el juicio de Núñez con el que padeció Sor Juana a manos del provisor arzobispal:

En ambos casos la poca documentación que se produjo fue celosamente guardada y sólo la conocieron unos cuantos que estuvieron en el secreto y lo respetaron.   —155→   Tanto Núñez como Sor Juana tuvieron que acatar la decisión de las autoridades eclesiásticas e inquisitoriales, aunque el castigo por el error de omisión, por así llamarlo, del jesuita fue menos severo que el de la monja. Ambos fueron rigurosamente reprendidos. El connotado y poderoso jesuita siguió su vida normal, ya que sólo se había proscrito que su pequeña obra se divulgara. A Sor Juana, en cambio, se le prohibió continuar con su actividad literaria, pues como bien apuntó Paz, «el saber como transgresión implica el castigo del saber».


(Méndez 19976: 413)                


Antonio Alatorre -a quien ya hemos citado anteriormente y también «un imprescindible» en los estudios sorjunaninos- coincide con Paz en conceptuar al jesuita como un arquetipo confesional, como conductor de conciencias y como guía espiritual de los fieles católicos de su contexto. Alatorre se basa en Oviedo y en los más importantes bibliógrafos para reseñar la obra del jesuita. El ilustre filólogo, cimentado en Diego Calleja, también jesuita y primer biógrafo de Sor Juana, expresa estas reflexiones:

Lo básico es la fama de ciencia-santidad, que a Núñez se le reconoció en letra de molde ya en 1676: «Pater Antonius Núñez de Miranda, natione Mexicanus, virtute ac litteris insignis. Tenía toda la razón Calleja al decir que Núñez «era [...] en México, por virtuoso y sabio, veneración de todos».


(Alatorre 1987: 602-603)                


Para concluirlos pareceres que acerca de Núñez han emitido los estudiosos «modernos» (como los llama Alatorre), quisiera aludir a la original y convincente consideración de Margo Glantz que ubica a Núñez y a Sor Juana como integrantes y rivales de un ritual cortesano en el que ellos, como tantos más, luchaban por el mecenazgo y la protección de los poderosos. Glantz cita la Carta de Sor Juana a Núñez, en la que la monja se defiende de la acre censura de su confesor por haber dispuesto el arco triunfal de 1680, en honor de los condes de Paredes, marqueses de la Laguna, así como de su reiterada oposición por los saberes profanos:

Si se examina esta querella con atención, este agravio enconado de Núñez contra la monja, puede advertirse que la violencia del confesor contra su confesanda no fue causada por un asunto meramente religioso; su origen es cortesano, la obtención de los favores de los poderosos, cuyo resultado es el   —156→   prestigio. Y esto se deriva de la estructura tan peculiar de la corte constituida por altos funcionarios civiles y eclesiásticos, españoles y criollos, aristócratas y comerciantes recientemente ennoblecidos, criados aspirantes al favor virreinal, etc., sociedad regida por un severo código de etiqueta determinado de manera jerárquica por los rangos, y también, como lo he subrayado varias veces, por el prestigio (Glantz 1996: 98-99).

En la anterior referencia la investigadora no sólo contrapone al Padre y a Sor Juana como actores destacados de un «teatro barroco» cortesano, sino que les confiere su singularidad en la historia espiritual y cultural de su época. Ya Núñez deja de ser exclusivamente «el confesor de Sor Juana» y se vislumbra como un, sin duda, envidioso opositor más del genio de la luminaria más atrayente que giraba alrededor de los virreyes, soles centrales de la corte virreinal. La contraposición entre la poeta y el lector de su conciencia desata, finalmente, un soterrado sentimiento abrigado por Núñez y por los miembros de la más estratificada y perfecta de las jerarquías, la eclesiástica: emprender una lucha por sobresalir y por detentar influencia o sea, por obtener valimiento entre los grandes. Núñez, en su actitud hacia Sor Juana, lo que desea es ejercer dominio como lo hace con Arellano y con Barcia. La santa austeridad del jesuita, asienta Glantz, finalmente no resistió el canto de sirena de las altas esferas del poder.



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ArribaAbajo 3. Núñez de Miranda cifrado en su palabra, «Núñez par lui même»

nada soy, nada valgo, nada puedo, nada t go. Si vos Señor no me ayudáis, librais, y manteneis en lo bueno. Porque yo por mi soy un costal de podredumbre, hediondo, feo, horrible, abominable, y lo que peor es, que conociendo esto no soy humilde. Hacedme Señor humilde de corazon, de corazon. No humildad de garabato, como esta mía, sino una humildad verdadera, lisa, llana sin doblez, ni hipocresía; tal humildad, que desee ser pisado, despreciado, olvidado, y deshechado de los hombres, y sólo cuide de vos, y de conocerme â mi, Ha Señor conoscame à mi, y conoscate a ti, â mi para aborrecerme, y ponerme á los pies de todos, y á ti para alabarte, y amarte por los innumerables beneficios que has hecho à este miserable pecador que merecía estar en los calabosos infernales.


(Oviedo 1702: 147; cursivas en el original)                


Estas arrebatadas palabras pronunciadas por un convencido y arrepentido pecador que desea ser guiado por el camino de la auténtica conversión, no son excéntricas en el contexto de la vía del arrepentimiento y el perdón. Oviedo las extrae de Núñez, del valioso «memorial de sus apuntamientos», o «quadernillo de sus propósitos» o «apuntes», como llama indistintamente el biógrafo a la especie de diario íntimo que el prefecto de la Congregación de la Purísima escribe, y que el autor de su Vida tuvo la fortuna de tener y manejar en la hagiografía que del maestro y hermano de orden escribe. Esta exclamación fervorosa (no descuida en señalar Oviedo) la profiere su protagonista en presencia de su «compañero», un personaje llamado Ángel, que siempre acompañaba a Núñez y lo asistía en la desgracia de su casi total ceguera. La cita es asimismo frecuente como parte de la autodevaluación y denigración que el cristiano siente ante su Creador. En el catolicismo tradicional, el sentimiento de culpa es una de las entretelas espirituales, psicológicas y concienciales más socorridas para que el individuo comparezca ante la presencia de Dios.

  —158→  

No obstante, no se nos debe escapar el señalamiento del biógrafo cuando declara: «le oía exclamar a Dios su compañero», «Otras veces le oía decir» (1702: 147), o sea, la necesidad gestual y dramática que Núñez -como buen protagonista y figura pública de devoción- tenía de ser contemplado. De ahí que, en realidad, esta «voz» de Núñez que Oviedo nos deja oír nos diga más sobre su psicología que sobre su humildad.

Como contrapartida de este gesto arrebatado que citamos anteriormente, Oviedo nos presenta su comprensiva y auténtica faceta de un rol que ejerció por muchos años, el de maestro. A este respecto, el rector del colegio de San Pedro y San Pablo emite estas conmovedoras palabras que en su vocación de maestro lo acercan al de predicador, en cuanto a transmisor de la palabra verdadera:

Afectaré con los Discípulos toda apacibilidad, respődiendo con paciencia, y buen semblante á todas sus preg_tas, aunque parescan crasas o maliciossas, desentendiendome con total disimulo de su rusticidad; pues aunque unos preg_ten mal, aprovechará á otros lo que respondere bien [...] Compadecerme de su cortedad, y acomodarme á ella, porque con mi viveza, y aspereza no se arredren, ó corran de preguntar.

Paciencia, constancia, perseverancia en oír, responder, explicaré inculcar unas mismas cosas. Lo que á mi me parece facil, para los pobres Estudiantes es dificilisimo, y obscuro, y por dicha lo fue para mi, quando la primera vez lo leí, ó lo oi. Este es punto de summa importacia, en que he faltadó mucho [...] Aplaudir competentemente á todos, y estimar sus trabajos y actos con religiosa charidad y verdad, y mas en ausencia, que en presencia. .


(Oviedo 1702: 33, el subrayado es mío)                


Estas palabras de Núñez como profesor revisten gran importancia, pues la pedagogía es una de las funciones, apostolados y proyectos de convicción que privilegia la Compañía: una de sus mejores estrategias de persuasión. Una estudiosa del tema expresa lo siguiente:

El alma es lo más bello salido de las manos de Dios, es la parte divina del hombre, la que le asemeja y une a su Creador [...] Los jesuitas que aspiran a obtener un triunfo duradero, serán verdaderos forjadores de almas, y en su práctica educativa cuidarán de todas y cada una de sus facultades y crearán artilugios encaminados a fortalecerlas y desarrollarlas (Varela 1983: 127).

  —159→  

En la primera parte de su libro, Oviedo plasma al Núñez «exterior», al que ha realizado las acciones más sobresalientes de su vida apostólica; en la segunda, por el contrario -y en eso sigue el modelo y la estructura general de las hagiografías-, se interna en el poseedor de las virtudes espirituales, sobre las que debe recaer el peso de la santidad. De ahí que se pueda observar que la primera cita, tomada del capítulo «La profunda humildad del Padre Antonio Nuñes», ofrezca al lector un acercamiento interior más íntimo al alma del biografiado. Es en esta segunda parte en la que predomina lo que podemos llamar la «voz» de Núñez.

Una de las obsesiones no sólo de Núñez sino de cualquier cristiano de la época era la guarda de la castidad, considerada como una de las más perfectas «imitaciones de Cristo y de la Virgen», que debía conquistar un espíritu en vías de perfección. Oviedo retoma una vez más el valioso memorial del protagonista para ofrecer su percepción del ser femenino que no puede dejar de evocarnos a Aguiar y Seijas:

Con las Señoras gran cautela en los ojos, no dejarme tocar, ni besar la mano, ni mirarlas al rostro ó trage, no visitar a ninguna sino con calificado, é inevitable motivo, summa cautela, y circunspeccion. Y por cerrar la puerta del todo en este punto aprieta, y estrecha mas el proposito de no visitar Mugeres en otra parte con estas palabras: no he de tener amistad, ni correspondencias con Persona seglar, a que sea Varon santo, grave, etc. para tener mas cerrada la puerta á la familiaridad con mugeres; y de estas aunque mas santas y seguras, parescan huir cielo y tierra.


(Oviedo 1702: 153; cursivas en el original)                


Considero que esta referencia se puede enlazar con el miedo y la reserva que hacia Sor Juana siente: en el capítulo V del segundo libro, Oviedo consigna que Núñez pensaba «q. no podía Dios enviar asote mayor á aqueste Reyno, que si permitiesse, que Juana Ines se quedara en la publicidad del siglo» (ibid.: 133). También son relevantes las palabras del biógrafo cuando al describir el esmero que pone el confesor para la ceremonia de profesión de Sor Juana, menciona lo siguiente:

Porq decía el Padre no quería q tuviesse el diablo por dő de tener á Juana Ines, y porque todo lo jusgaba el Padre muy debido, á quien abandonando tan floridas esperanzas de valimiento, y estimacion en el mundo se ofrecía holocausto agradable á Dios en la ara de la Religion.


(ibid.: 134)                


  —160→  

Estas palabras confirman el temor que siempre sintió Núñez hacia Sor Juana, y comprueban la propuesta de Margo Glantz de querer tener alejada a la escritora del «valimiento» de la esfera cortesana. Además, creo que es necesario recordar no sólo su cercanía con virreyes y arzobispos sino su participación como prefecto de la Congregación de la Purísima, donde se relacionó y guió las conciencias de los miembros más poderosos e influyentes de la sociedad novohispana.

La entrega irrestricta a la pureza corporal se deja ver en su actitud como confesor, uno de sus «roles» a los que se entregó más fervorosamente. La confesión es en realidad la segunda fase del Sacramento de la Penitencia, después del arrepentimiento y verdadera contrición que el penitente profesa a causa de sus culpas. Como señala un célebre tratadista de la época: «La segunda parte de la penitencia es la confession, que es manifestacion de sus pecados al confessor, como a Juez en el fuero interior, acusandose de ellos» (Carta 1653: f. 3r). La tarea de Núñez como confesor se inscribe en lo que Oviedo llama «el aprovechamiento espiritual de los Proximos» (Oviedo 1702: 119). Su biógrafo nos da una imagen de él como juez benigno que parece apearse con verdadera vocación a su ministerio. Oviedo dice al respecto:

Tenia acerca del oír confessiones singulares dictamenes para hacer con fruto ministerio tan apostolico. Quiero ponerlos con sus mismas palabras, que pueden ser de mucho provecho para los que se dedican al Confessonario: En las Confessiones, dice en los apuntes: Lo primero la aplicacion cő grande aprecio. Lo segundo despacio, como quien no tiene otra cosa que hacer. Lo tercero la suavidad, y apacibilidad. Lo quarto la igualdad sin acceptacion, maximè de hombres. Lo quinto el recato, y priza en las materias venereas, modestia, etc. Lo sexto no hablar ni oir de cosas humanas.


(1702: 120; cursivas en el original)                


El autorretrato de un confesor perfecto, henchido de caridad al prójimo, se revela en las palabras del prefecto. Son de notar sobre todo dos aspectos: la habilidad para acercarse a la conciencia del pecador y el seguimiento puntual al Código de Derecho Canónico que determina las cualidades siguientes que debe tener un buen confesor:

Acuérdese el sacerdote de que, al oir confesiones, desempeña juntamente el oficio de juez y de médico, y de que ha sido constituido por Dios ministro de   —161→   la justicia divina y, al mismo tiempo, de su misericordia, para que procure el honor divino y la salvación de las almas. Guárdese en absoluto de tratar de averiguar el nombre del cómplice, o de entretener a alguien con cuestiones inútiles o de mera curiosidad. Especialmente acerca del sexto mandamiento del Decálogo.


(Código de Derecho Canónico: 342)                


Es indudable que la hagiografía de Oviedo resalta otras miradas introspectivas que Núñez ejerce sobre sí mismo. A ellas nos hemos referido en los capítulos pertinentes, al tratar de él como guía espiritual de religiosas y como predicador; bien como devoto de libros medulares de la vida espiritual, como la Imitación de Cristo, bien de su concepción sobre la Comunión, por lo que en otras partes del presente trabajo se vuelve a la mejor y más fidedigna fuente acerca de la personalidad del prefecto de la Purísima.

Otra «voz» de Núñez de Miranda, que creo pertinente incluir, es la de censor de libros; en ella se refleja una faceta importante de su ejercicio como presencia cultural, como intelectual connotado, al que se acudía como censor del virrey o del ordinario para que los textos llegaran a la imprenta. En cuanto a su presencia en el Santo Oficio, prefiero no hablar en este trabajo, pues, como asenté anteriormente, es la maestra María Águeda Méndez quien en su tesis doctoral la estudia a profundidad.

Los libros, para poder imprimirse en la época virreinal, deberían incluir dos aprobaciones imprescindibles: la del Virrey y la del Ordinario, o sea, la del Arzobispo, como cabeza del clero secular. Las dos magnas figuras de poder delegaban esta tarea en prestigiados teólogos, predicadores, profesores universitarios o de los colegios de enseñanza superior, en fin, en intelectuales reconocidos por su preparación humanista, dogmática, y por su profundo saber y competencia en las letras humanas y divinas. Este grupo de eruditos reconocidos, respetados y temidos aparecen constantemente dando sus «sentires», «aprobaciones» o «pareceres» -como se denominan indistintamente estas licencias de impresión-, ya sea a nombre del «Ilustrísimo y Reverendísimo Señor», es decir, el arzobispo, o bien con la encomienda directa del «Excelentísimo Señor», como se llamaba al virrey. Es interesante analizar la estructura y el propósito discursivo de estos breves textos que licitan la publicación de los escritos, en su mayoría religiosos. Aunque considero que las «aprobaciones» o «sentires» merecerían un ensayo aparte, por su carácter de imprescindibles en la producción novohispana, daré un breve acercamiento de sus   —162→   principales características. En primer término, según señalamos, debemos recordar que se escriben por mandato. En ellos constata el censor que no se atenta contra «nuestra Santa Fe y buenas costumbres». Son, también, una breve reseña del tema que desarrolla el texto aprobado, y se hace un reconocimiento a la calidad y erudición del autor; asimismo, se suele hablar de la excelencia retórica del escrito. El censor introduce y motiva al lector y le señala la influencia y beneficio que el discurso ejercerá sobre él.

Es curioso comprobar que los censores se repiten reiteradamente y que se califican unos a otros. Por ejemplo, en los sendos sermones que se predican en ocasión del milagro de los «Panecillos de Santa Teresa», y después del Auto emitido por fray Payo Enríquez de Ribera, en ese entonces arzobispo de México, Antonio Núñez aprueba el sermón de Isidro de Sariñana, y éste da su parecer para que el sermón del jesuita sea llevado a la imprenta. Tal práctica nos indica la existencia de un influyente grupo de religiosos eruditos que, como personajes doctos, gozaban de la confianza y del favor de las más altas figuras de autoridad. Este dato también nos revela que había una especie de «élite» influyente de intelectuales que casi «acaparaban» este ámbito de poder en la esfera de la palabra. Estas circunstancias inclinan a que el censor tenga, en un buen número de ocasiones, una actitud y una inclinación personal no sólo de simpatía sino de elogio al autor y al texto que se le encomienda aprobar. En el caso de Núñez de Miranda, hemos elegido varias aprobaciones en las que -como ocurre en todos estos escritos- se percibe un «yo» que aunque ejerce su oficio por mandato, no puede evitar manifestar su simpatía (o bien su indiferencia) por los autores a los que se le encarga calificar. Sus aprobaciones nos ofrecen la faceta reveladora de un intelectual que, inmerso en una sociedad corporativa y de ideales e intereses plenamente colectivos, entremezcla su individualidad en las esferas de lo público y de lo privado.

Los «sentires» de Núñez que voy a analizar a continuación están tomados sólo de algunos de los siete sermones localizados en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, y en ellos se puede observar la diferencia en las relaciones personales que el prefecto de la Purísima tenía hacia los predicadores que le competía calificar. La aprobación más breve consta de sólo catorce líneas y en ella el censor cumple con el elogio de rigor al autor:

  —163→  

Por mandato de V. Ex. he leydo este Sermon del M. R. P. M. Fr. Pedro del Castillo; y digo que le ley por obedecer solo y cumplir con esta obligacion: por q. para censurarlo se me pudiera juzgar ociosa la Aprobacion, trayendola tan calificada como de sus Reverendissimos Padres Maestros, Provinciales y Revisores.


(Núñez, en Castillo 1672: sin foliar)                


Se puede percibir que Núñez cumple con la aprobación basado, más que en el entusiasmo y convicción de su propio criterio, en la influencia de las autoridades de la orden del escritor.

Muy diferente es su actitud en la censura que realiza sobre un texto de su compañero de Orden, Joseph de Loyola, que tiene la extensión de un folio. Se trata de unas exequias funerales, en honor de don Juan García Palacios. El texto del censor se centra en un elogio eminentemente retórico al predicador:

No se me ofrece, cierto, en el immenso mar de laudables motivos en que me hallo cogido, y anegado, entre el Soberano argumento, y supremo Orador, que dezir de mas comprehensible, y amplificado elogio; sino que nunca jamas como aquí y ahora en esta Oracion he admirado guardada con suma exaccion, é igual esmero la proporcion del Orador al assumpto, del estilo al argum to, y de todas sus cualidades al auditorio.


(Núñez, en Loyola 1682: sin foliar)                


Sin embargo, en los pareceres que Núñez más refleja su emotividad, preferencia e incluso su cercanía personal hacia el orador son en los que emite dictamen al obispo de Antequera, discípulo favorito suyo, y quien es, indudablemente, otra de las grandes personalidades literarias eclesiásticas del siglo XVIII: Isidro de Sariñana. Ya el número de aprobaciones emitidas a escritos de este autores significativo: son tres textos de Sariñana los que Núñez va a licitar para su impresión. En el referido Sermón de los Panecillos, que consta de un folio, el jesuita exclama lo siguiente:

Y digo, que unicamente lo leí por obediencia, y gusto: porque los otros ordinarios fines, de censuras ó elogios, no hallan lugar en su eminencia, ni en mi insuficiencia; y mas quando el Orador no solo gozó la assistencia, sino mereció los agrados, y aceptacion de V. Exa.


(Núñez, en Sariñana 1678: sin foliar)                


Vemos que el recurso retórico de la inferioridad oratoria y de la falsa modestia son -además de una herramienta socorrida-, en este caso, un franco y   —164→   admirativo elogio a las dotes de predicador de Sariñana. Asimismo, es conmovedora la referencia que Núñez incluye, al nombrarse indigno maestro del todavía canónigo de la catedral de México y futuro obispo de Oaxaca:

porque mi corta esfera no alcança à la altissima de su eminencia: sino porque mi embaraçada felicidad se impide á si misma: acordãdome, que el que agora me asombra Maestro, y gran Maestro, tuvo en sus juveniles estudios el padraztro de discípulo mío; con que para consuelo de mis cortedades lo miro con singular complacencia como cosa mía ó otro yo, y temo se embilesca también por propria su alabança en mi boca.


(ibid.: sin foliar)                


La alabanza del censor no sólo alcanza a su destacado antiguo alumno, sino que es un mal velado autoelogio a su capacidad y entrega como auténtico maestro de maestros. Es indudable también el profundo afecto que siente el jesuita hacia el autor del Llanto de Occidente al Ocaso del más claro Sol de las Españas, ese soberbio túmulo que Sariñana dedica al monarca Felipe IV.

Otra censura hecha para Sariñana rebasa la extensión común de estos sucintos textos aprobatorios, ya que consta de tres folios; Núñez dictamina, en esta ocasión, otro sermón fúnebre en honor del franciscano Cristóbal Muñoz de la Concepción. Primeramente, el sacerdote rinde honores de jerárquica sumisión al prelado:

he admirado con el debido respecto, justissimo aprecio, y executiva admiracion esta funebre Oracion o Sermon Panegyrico, que el Ilustrissimo Señor Doctor Don Ysidro de Sariñana y Cuenca, dignissimo Obispo de Oaxaca, y aclamado para los mayores de su jerarchia, predicó.


(Núñez, en Sariñana 1689: sin foliar)                


Son interesantes y crípticas las palabras que refieren a Sariñana como «aclamado para los mayores [obispados] de su jerarchia». Núñez disimuladamente parece postularlo, con entusiasmo, para una prelacía de mayor importancia, ya que convencidamente lo juzga con suficientes méritos para ello. Con esto tenemos una prueba de que Núñez contaba con otro foco de influencia. Continúa con el tópico del desempeño apostólico del obispo y expresa las palabras siguientes, en relación con el respeto que Sariñana profesa a las órdenes religiosas:

  —165→  

honrandolas a todas tan de v_taja, y amandolas con tan ventajosa eminencia, que cada una piensa, y con razon, q. ella es la mas querida, y honrada de su Príncipe. Esta llamaba yo honra de ventaja, y amor de emin ncia, amar, y honrar á todas como á cada una.


(ibid.: sin foliar)                


La cita anterior vislumbra a un religioso que no puede menos que admirar y adherirse a una sabia y sagaz política eclesiástica de ser imparcial ante las órdenes religiosas; la descripción encomiástica de la forma que tiene Sariñana para manejar al clero regular de su diócesis deja asomar a dos personajes que no pueden olvidar el aspecto profundamente diplomático y terreno que conlleva la Iglesia como institución.

De Núñez como predicador hablaremos en el capítulo en el que nos centramos en este «rol» tan importante que desempeñó como emisario responsable de la palabra de verdad y de la vehemencia y compromiso que como orador sagrado llevó a cabo. Creo que el jesuita cumple a la perfección con el «retrato hablado» del perfecto predicador que el eminente Luis de Granada presenta, por citar sólo a uno de los más grandes autores de Retórica eclesiástica de los Siglos de Oro.

Si ante Sariñana Núñez ostenta admiración, obediencia y respeto al varón eminente y al superior en la jerarquía eclesiástica, ante las religiosas se percibe al seguro y muy aventajado guía espiritual cuya palabra es experiencia compartida pero preeminente en la vida del claustro. Su voz se erige sobre la actitud de natural dominio y prudente raciocinio que el varón ejerce sobre la mujer, ante una menor de edad perenne, de conciencia dúctil y de discurso limitado. Si bien ya en los capítulos anteriores he realzado algunas expresiones suyas como autor de puntual dirección y guía en la vida espiritual de las monjas, creo pertinente evocar al preceptor moral que está acostumbrado a tener a las religiosas como súbditas naturales, dispuestas siempre a seguir sus consideraciones como irrebatibles mandatos espirituales. Al aconsejar huir de cualquier ocasión que lesione la castidad de la monja, Núñez se expresa así sobre esta materia:

Mas ay Hijas queridas, que arrastrado de mi vano temor, y amedrentada experiencia, he ampliado sin tiempo esta delicadissima materia: que pensaba nunca tocaros, ni con recatadíssima cautela: porque es tal su vidriosidad, que mejor sale, no oír los remedios, por no enterarse de la enfermedad.


(Núñez 1712: 6)                


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Para concluir, quisiera anotar que en los capítulos referentes a sus textos «monjiles» he resaltado su palabra, su «yo» presente en los consejos o admoniciones que dirige a las religiosas. No obstante, la cita anterior refleja la perfección de su palabra y su preocupación por presentarse, en un hábil y ambiguo discurso, como el emisario de la verdad moral y como el más rotundo conocedor de la profundidad de la conciencia. Tal representación de personalidad escrita conlleva, claro está, su influyente posición como rector de almas, a la vez que trata de disfrazar su voz de mando. Esto es lo que su tiempo demandó de él y en esto cifró sus potencias y trazó el camino de perfección que significó su vida.





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