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El doctor Centeno

Benito Pérez Galdós






ArribaAbajoTomo I

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ArribaAbajo- I -

Introducción a la Pedagogía



- I -

Con paso decidido acomete el héroe la empinada cuesta del Observatorio. Es, para decirlo pronto, un héroe chiquito, paliducho, mal dotado de carnes y peor de vestido con que cubrirlas; tan insignificante, que ningún transeúntes, de estos que llamamos personas, puede creer, al verle, que es de heroico linaje y de casta de inmortales, aunque no está destinado a arrojar un nombre más en el enorme y ya sofocante inventario de las celebridades humanas. Porque hay ciertamente héroes más o menos talludos que, mirados con los ojos que sirven para ver las cosas usuales, se confunden con la primer mosca que pasa o con el silencioso, común o incoloro insectillo que no molesta a nadie, ni siquiera merece que el buscador de alimañas lo coja para engalanar su colección entomológica... Es un héroe más   —6→   oscuro que las historias de sucesos que aún no se han derivado de la fermentación de los humanos propósitos; más inédito que las sabidurías de una Academia, cuyos cuarenta señores andan a gatas todavía, con el dedo en la boca, y cuyos sillones no han sido arrancados aún al tronco duro de las caobas americanas.

Esto no impide que ocupe ya sobre el regazo de la madre Naturaleza el lugar que le corresponde, y que respire, ande y desempeñe una y otra función vital con el alborozo y brío de todo ser que estrena sus órganos. Y así, al llegar al promedio de la cuesta, a trozos escalera, a trozos mal empedrada y herbosa senda, incitado sin duda por los estímulos del aire fresco y por el sabroso picor del sol, da un par de volteretas, poniendo las manos en el suelo, y luego media docena de saltos, agitando a compás los brazos como si quisiera levantar el vuelo. Desvíase pronto a la derecha y se mete por los altibajos del cerrillo de San Blas; vuelve a los pocos pasos, vacila, mira en redondo, compara, escoge sitio, se sienta...

Es un señor como de trece o catorce años, en cuyo rostro la miseria y la salud, la abstinencia y el apetito, la risa y el llanto han confundido de tal modo sus diversas marcas y cifras, que no se sabe a cuál de estos dueños pertenece. La nariz es de éstas que llaman socráticas, la boca no pequeña,   —7→   los ojos tirando a grandes, el conjunto de las facciones poco limpio, revelando escasas comodidades domésticas y ausencia completa de platos y manteles para comer; las manos son duras y ásperas como piedra. Ostenta chaqueta rota y ventilada por mil partes, coturno sin suela, calzón a la borgoñona todo lleno de cuchilladas, y sobre la cabeza greñosa, morrión o cimera sin forma, que es el más lastimoso desperdicio de sombrero que ha visto en sus tenderetes el Rastro.

De aquellos incomprensibles bolsillos del chaquetón saca mi hombre, a una mano y otra, diversas cosas. Por este agujero aparece un pedazo de chocolate; por aquella hendidura asoma un puro de estanco; por el otro repliegue déjanse ver sucesivamente dos zoquetes de empedernido pan; de aquel jirón, que el héroe sacude, caen o llueven seis bellotas y algunos ochavos y cuartos; más abajo se descubre un papelillo de fósforos; por entre hilachas salen tres plumas de acero, un trozo de lápiz, higos pasados, un periódico doblado y con los dobleces rotos y ennegrecidos... Aparta con diligente mano aquellos objetos que hasta ahora no, se consideran digestivos, desenvuelve y tiende sobre el suelo el periódico a modo de mantel, y sobre él va poniendo los varios artículos de comer y fumar. Se coloca bien, echando una pierna a cada lado del papel,   —8→   quita, pone, clasifica, ordena, se recrea en su banquete y lo despacha en dos credos.

No se meterá el historiador en la vida privada, inquiriendo y arrojando a la publicidad pormenores indiscretos. Si el héroe usa una de las plumas de acero, como tenedor, para pinchar un higo; si se lleva a la boca con gravedad el pedazo de pan, mordiendo en él con limpieza y buena crianza; si hay, en suma, en su alborozado espíritu un gracioso prurito de comer como los señores, ¿por qué se ha de perder el tiempo en tales niñerías? Más importante es que el historiador, con toda la tiesura, con toda la pompa intelectual que pide su oficio, se remonte ahora a los orígenes de aquella propiedad y escudriñe de dónde proceden las bellotas, de dónde el fiero cigarrote, los higos, el pan y demás provisiones, con lo cual, si sale airoso de su empresa y lo descubre todito, se acreditará de sabio averiguante, que es lo mejor para tener crédito y laureles sin fin. Llevado de su noble anhelo, baraja papeles, abofetea libros, estropea códices destripa legajos, y al fin ofrece a la admiración de sus colegas los siguientes datos, preciosa conquista de la sabiduría española.

A 10 de Febrero de 1863, entre diez y once de la mañana, en la Ronda de Embajadores, fue mi hombre obsequiado con bellotas por una vendedora de aquel artículo, de otro que llaman   —9→   cacahuet, de papelillos de fósforos y avellanas. Veintitrés mil razones se emplean para demostrar la probabilidad de que esta esplendidez fuera recompensa de uno o de varios servicios, quizás recados a la vecina, ir a comprar dos libras de jabón o traer un saco de ropa desde el lavadero de las Injurias. Y de igual modo aparecen sacadas de la oscuridad de los tiempos pretéritos la procedencia de las demás vituallas y del cigarro, si bien en esto último hay dos versiones, igualmente remachadas con poderosa lógica. ¿Se lo encontró en la calle? ¿Se lo dio Mateo del Olmo, sargento primero de artillería montada?... Basta. Esta sutil erudición no es para todos, por lo cual la suprimimos. Adelante.

Después de comer como los señores, piensa mi hombre que fumarse ricamente un puro es cosa también muy conforme con el señorío. ¡Lástima no tener fósforos de velita para echar al viento la llama y encender, a estilo de caballero, en el hueco de la mano! El héroe coge el cigarro, lo examina sonriendo, le da vueltas, observa la rígida consistencia de las venas de su capa, admira su dureza, el color verdoso de la retorcida yerba, toda llena de ráfagas negras y de costurones y cicatrices como piel de veterano. Parece, por partes, un pedazo de cobre oxidado, y por partes longaniza hecha con distintas sustancias y despojos vegetales. ¡Y cómo pesa! El héroe lo   —10→   balancea en la mano. Es soberbia pieza de a tres... ¡Fuego!

Un papelillo entero de misto se consume en la empresa incendiaria; pero al fin el héroe tiene el gusto de ver quemada y humeante la cola del monstruo. Este se defiende con ferocidad de las quijadas, que remedan los fuelles de Vulcano. Lucha desesperada, horrible, titánica. El fuego, penetrando por los huecos de la apretada tripa, abre largas minas y galerías, por donde el aire se escapa con imponentes bufidos. Otras partes del monstruo, carbonizadas lentamente, se retuercen, se esparrancan, se dividen en cortecillas foliáceas. Durísima vena negra se defiende de la combustión y asoma fiera por entre tantas cenizas y lavas... Pero el intrépido fumador no se acobarda y sus quijadas sudan, pero no se rinden. ¡Plaf! Allá te va una nube parda, asfixiante, cargada de mortíferos gases. Al insecto que coge me le deja en el sitio. Síguele otra que el héroe despide hacia el cielo como la humareda de un volcán; otra que manda con fuerza hacia el Este. El ocaso, el cierzo son infestados después. ¡Con qué viril orgullo mira el valiente las espirales que se retuercen en el aire limpio! Luego le cautiva y embelesa el fondo de país suburbano que se extiende ante su vista, el cual comprende el Hospital, la Estación, fábricas y talleres remotos y por fin los áridos oteros de los   —11→   términos de Getafe y Leganés. No lejos de las últimas construcciones se nota algo que brilla a trechos entre los pelados chopos, como pedazos de un espejillo que se acaba de romper en las manos de cualquier ninfa ribereña. Es el río que debe su celebridad a su pequeñez, y su existencia a una lágrima que derramó sin duda San Isidro al saber que estos arenales iban a ser Corte y cabeza de las Españas. El héroe mira todo con alegría, y después escupe.

Contempla la mole del Hospital. ¡Vaya que es grandote! La Estación se ve como un gran juguete de trenes de los que hay en los bazares para uso de los niños ricos. Los polvorosos muelles parece que no tienen término. Las negras máquinas maniobran sin cesar, trayendo y llevando largos rosarios de coches verdes con números dorados. Sale un tren. ¿A dónde irá? Puede que a la Rusia o al mesmo Santander... ¡Qué tié que ver esto con la estación de Villamojada! Allá va echando demonios por aquella encañada... Sin ponderancia, esto parece la gloria eterna. ¡Válgate Dios, Madrid! ¡Qué risa!... Al héroe lo entra una risa franca y ruidosa, y después vuelve a escupir.

¿Pues y la casona grande que está allí arriba con aquella rueda de colunas?... ¡Ah!, ya, ya lo sabe. Paquito el ciego se lo ha dicho. Ya se vadestruyendo. ¡Sabe más cosas...! En aquella casa   —12→   se ponen los que cuentan las estrellas y desaminan el sol para saber esto de los días que corren y si hay truenos y agua por arriba... Paquito lo ha dicho también que tienen aquellos señores unas antiparras tan grandes como cañones, con las cuales... Otra salivita.

¿Pero qué pasa? ¿Los orbes se desquician y ruedan sin concierto? El Hospital empieza a tambalearse, y por fin da graciosas volteretas poniendo las tejas en el suelo y echando al aire los cimientos descalzos. La Estación y sus máquinas se echan a volar, y el río salpica sus charcos por el cielo. Este se cae como un telón al que se le rompen las cuerdas, y el Observatorio se le pone por montera a nuestro sabio fumador, que siente malestar indecible, dolor agudísimo en las sienes, náuseas, desvanecimiento, repugnancia... El monstruo, vencedor y no quemado por entero, cae de sus manos; quiere el otro dominarse, lucha con su mal, se levanta, da vueltas, cae atontado, pierde el color, el conocimiento, y rueda al fin como cuerpo muerto por rápida pendiente como de tres varas, hasta dar en un hoyo.

Silencio: nadie pasa... Transcurren segundos, minutos...



  —13→  
- II -

Alejandro Miquis1 estudiante de leyes, natural del Toboso, de veintiún años, y Juan Antonio de Cienfuegos, médico en ciernes, alavés, subían al filo de mediodía por las rampas del Observatorio. Eran dos guapos chicos, alegría de las aulas, ornamento de los cafés, esperanza de la ciencia, martirio de las patronas. Llevaban capa y sombrero de copa, aquellas culminantes chisteras de hace veinte años, que parecían aparatos de calefacción o salida de los humos de la cabeza. Todavía no se habían generalizado los hongos, y la severidad de continente, heredada de la generación anterior, imponía a todo madrileño fino el deber de añadir a su cabeza a todas horas, el inconcebible tubo de fieltro, al cual la época presente, por dicha nuestra, ha quitado importancia, reduciendo su tamaño y limitando su uso. Cienfuegos llevaba en la mano el número de la edición pequeña de La Iberia (fijarse bien en la fecha, que era por Febrero de 1863), y a ratos leía, a ratos peroraba. Miquis, con la capa terciada, el brazo enfático, la mano expresiva, tan pronto cantaba como tiraba al sable sin sable. Cienfuegos leyó en voz alta una frase parlamentaria;   —14→   Miquis, sin oírle, dijo en tono de teatro aquellos afamados versos de Quevedo:


Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas...



Iba a seguir; pero, sorprendido, gritó:

«¡Un muerto!» -y fue corriendo hacia donde estaba el héroe.

-Quita, hombre, si es un chico... Duerme.

Ambos le tocaron con la punta del pie. Después Cienfuegos, arrodillándose, le observó de cerca. Le sacudieron, le incorporaron. Nada; como un saco.

«Parece desmayado... ¡Eh!, chico, despabílate. ¿Tienes hambre, frío?... A ver, Cienfuegos, mediquillo, lúcete. ¿Qué es esto?».

-¿Qué ha de ser? Borrachera... Es un pillete. Mira cómo abre los ojos... ¡Eh!, mequetrefe, ¿te estás burlando de nosotros? Si hubiera por ahí un jarro de agua se lo echaríamos por la cabeza... Eh, perdis, levántate.

-Hombre, no le pegues.

-Enséñale dos cuartos y verás como salta.

El héroe había abierto los ojos y les miraba... Pero como si la impresión de la luz renovara su mal, apretó los párpados, quedándose como muerto otra vez.

«¿Has bebido más de la cuenta? ¿Tienes frío? Si no respondes, te echamos a rodar por el cerrillo abajo».

  —15→  

Uno le cogió por los hombros, otro por los pies y le balancearon un rato. Se divertían de veras. Pusiéronle después en mejor sitio, y Miquis, con seriedad filantrópica, dijo a su compañero:

«Hay que ver lo que tiene. No seamos bárbaros. Si yo fuera médico... Porque se dan casos de muerte por hambre. ¿Qué se te ocurre, qué dices? Hombre, receta».

-Al momento. Pero para este mal, la botica es la panadería.

El héroe, sin abrir los ojos, empezó a temblar. ¡Pero qué temblor de agonía!

«Si lo que tiene es frío...».

-Puede ser. En tal caso no hay mejor boticario que un sastre.

Miquis se quitó al punto la capa. El otro, que le conocía bien, echose a reír.

«Bonita te la va a poner... Deja, hombre, deja. Ahora me acuerdo: tengo un gabán, que no me sirve, con más ventanas que la catedral de Toledo... Mequetrefe, despierta, abre los ojos, responde: ¿te pondrías tú mi gabán?».

Ni respuesta ni señales de haber oído dio el infeliz, que sólo parecía tener vida para sus violentos temblores. Miquis le echó encima su capa, y procuraba envolverle en ella, cosa no fácil estando el otro tendido en tierra. Fue preciso liarle dándole sucesivas vueltas sobre sí mismo. Cienfuegos se moría de risa viendo a su compañero   —16→   en aquella faena, no menos humanitaria que cómica. En aquel punto y ocasión pasó un señor, hombre respetable por su edad y figura, alto, afable, y que en todo se revelaba como persona de esa clase intermedia en que suavemente se verifica la transición del estado humilde al acomodado. Iba decentemente vestido. Según se mirase a esta o la otra parte de su empaque, debía de variar la calificación que de él se hiciera, pues por el gabán correcto y cepillado parecía más, por la gorra de paño menos de lo que realmente era. Por su corbata de seda negra, traspasada con alfiler de cabecita de oro y menudas perlas, figuraba más; menos por el cesto de provisiones que colgado del brazo llevaba. Los que no le conociesen como conserje del Observatorio, creeríanle algo a manera de caballero sirviente. Parose a ver la curiosa escena y a dar un palmetazo en el hombro de Cienfuegos, el cual se volvió y dijo con énfasis el nombre de aquel sujeto, cortándolo con la cadencia y número de un endecasílabo:

«Don Floren...cio Mora...les y Temprado».

-Se saluda a la pareja... ¿Vienen ustedes a tomar café con el señor de Ruiz? Estará haciendo la observación de las doce... Pasen ustedes... ¿Y qué es esto? Ya; un borrachillo. Se ven por aquí unos apuntes... El señor director trabaja para que el ministro nos mande cerrar estos terrenos   —17→   a ver si nos vemos libres de la gentuza que viene aquí a tomar el sol... o a tomar la luna; que de todo hay... ¡Oh!, Miquis, le ha puesto usted su capa. Vaya que usted...

-Lo que tiene este caballero es hambre.

-Pues por un pedazo de pan no ha de quedar.

-Allá iremos todos, Sr. de Morales y Temprado, -dijo Miquis, mientras el buen señor seguía con paso lento hacia su domicilio.

El héroe empezó a dar señales de vida. Agasajábase poco a poco en la pañosa, cogiendo por aquí un pliegue, por allí otro, y manifestando gran confortamiento y gozo con aquel inesperado abrigo.

«Como me la rompas... -le dijo Miquis amenazándole-. Vamos a cuentas. ¿Te tomarías tú un café?».

No parecía sino que estas palabras tenían la preciosa virtud de resucitar a los muertos, según se despabiló nuestro hombre.

«No le digas tal cosa, porque pega un brinco y te rompe la capa».

-«¿Te comerías tú una chuleta?».

El muchacho miraba con espanto a su favorecedor. Estaba atónito de puro incrédulo. Sin dada le parecía burla lo que oía.

«Si es idiota... ¿pero no lo ves?».

-Dime, ¿eres idiota?

El otro contestó con la cabeza negativamente.   —18→   La energía de su muda réplica quitaba toda duda.

«No, tú no eres memo; pero eres un grandísimo pillo».

Otra negativa del héroe, pero tan enérgica, que a poco más se le cae la cabeza de los hombros.

«Ya... lo que sí no tiene duda es que eres mudo».

El héroe sonrió un poco, y con trémula pero muy clara voz, dijo así:

«No hombre, que sé hablar».

Desde la puerta del Observatorio viejo, otro, joven, bastante menos joven que Miquis y Cienfuegos, dio dos o tres gritos de esta manera:

«¡Eh, perdidos! ¡Juan Antonio!... caballeros, ¡que estoy aquí!».

Cienfuegos corrió hacia arriba, y cuando estuvo junto a Ruiz, que así se llamaba el auxiliar de astrónomo, el primer saludo fue:

«Mira ese tonto de Miquis».

-¿Qué hace? ¿Con quién habla?

-Pero ¿has visto qué célebre...?

-¿Quién está ahí en el suelo?... ¿Una chica?

-Un gandul que hemos encontrado como muerto. Le ha dado su capa.

-¡Alejandro!... ¡Otro como este...!

Miquis subía paso a paso, frotándose las manos. Con zumba y chacota le acogieron sus dos amigos.

  —19→  

-Tú no aprendes nunca, -le dijo el registrador del firmamento-. Dale bola... que te vas a quedar sin capa... Y van dos.

-No lo creas. Es una persona honrada.

Ruiz se partía de risa.

«Este pobre Miquis es de lo más inocente...».

Los tres fueron hacia el Observatorio nuevo, donde está la gran ecuatorial y las habitaciones de los astrónomos. Entraron; pero al poco tiempo salió Alejandro y bajó hacia donde había dejado su capa. Conviene decir que el llamado héroe se hallaba muy bien dentro de su inesperado sayo, y empezaba a mirarlo como cosa propia. Poquito a poquito se fue acomodando en la sabrosa amplitud pegadiza del paño, y al fin como quien no hace nada, se embozó hasta los ojos. ¡Qué le gustaba aquello, y qué bien comprendía la felicidad de los escogidos mortales que poseen una capa! En la vida había probado él las delicias de prenda tan gustosa. Así, cuando se vio solo, aliviado del respeto que le imponía su favorecedor, se familiarizó más con la hermosa tela, y se envolvió mejor, y la apretó contra sí. Lentamente se desvanecía aquel horrible malestar que le había privado del conocimiento; pero el maldito frío no se le quitaba. Sus fuerzas eran escasas, y cuando probó a ponerse en pie tuvo que dejarse caer otra vez, porque las piernas no querían sostenerle. Como sabandija   —20→   herida, se fue arrastrando hasta un lugar más seco y abrigado. Buscando apoyo en el tronco de un árbol, se sentó en cuclillas, se colgó la capa sobre la cabeza y se tapó con ella todo, no dejando abierto más que un triángulo, por el cual le asomaban solamente ojos y nariz.

Era tan estrafalaria figura, que sería preciso buscarle semejante en las momias egipcias o en salvajes y feos ídolos africanos. Como había cambiado de sitio, Miquis no le encontró al tornar a la rampa. «¡Ah!, pillo» -murmuraba, volviendo a un lado y otro los ojos, hasta que llegó hasta él la voz débil del héroe con estas palabras:

«Señor... que no me he ido... que estoy aquí».

«Pues te vas haciendo confianzudo... ¡Qué fresco!... -le dijo el estudiante de leyes, sentándose frente a él-. Si creerás que te voy a dar la capa... No seas tonto, tápate, tápate más. Eso se llama cogerlo con gana. No, no te entrarán moscas».

«Señor, tengo mucho frío... Luego se la daré».

-Me gusta la franqueza... Parece que no eres corto de genio.

El otro se reía dando diente con diente. El frío y cierto gozo que cosquilleaba en su espíritu, se expresaban juntamente en un solo fenómeno.

«Vamos a ver. Has de responderme sin mentira...   —21→   porque tú eres muy mentiroso... ¿Cómo te llamas?».

-Celipe.

-¿Y que más?

-Celipe Centeno.

-¿De donde eres?

-De Socartes.

-¿Y donde está eso?

-Al lado de Villamojada... ya lo sabrá usted; donde están las minas...

-Pero ¿qué minas, hombre, qué minas?

-Las minas de Socartes... Aquí está el río, aquí Villamojada, aquí mis minas...

-Enterados... ¿Y tienes padre y madre?

-Sí señor. Pero como no querían que yo desaprendiese... me tomé la carretera y me vine acá.

-Anda, pillete... A buena cosa habrás venido tú... Con que a desaprender... ¿En qué has venido?, ¿en tren, en carromato...?

-Re-córch... A patita limpia, señor... Siete desemanas y dos días.

-¿Y qué haces aquí? Pedir limosna, vagabundear, merodear...

El héroe no entendía esta última palabra; que si la entendiera habría, protestado severamente. Tan sólo dijo:

«Busco un desacomodo».

No hay medio de averiguar de dónde había sacado el entendimiento de mi hombre aquel barbarismo   —22→   de anteponer a ciertas palabras la sílaba des. Sin duda creía que con ello ganaban en finura y expresión y que se acreditaba de esmerado pronunciador de vocablos.

«¿Buscas un des...? ¿Qué dices, muchacho?».

-Digo que estoy buscando... de ver cómo encuentro... de que poniéndome a servir a un señor, me deje tiempo para destruirme...

-Hombre, sí, destrúyete, porque eres el bárbaro mayor que he visto... Pero explícame, ¿cómo te las arreglas?, ¿cómo y dónde vives?, ¿quién te mantiene?

El héroe dio un gran suspiro, un suspirote que no cabía dentro de la rotonda del Observatorio.

«Una noche dormí en aquella casa».

Señalaba al Museo.

«¿En el Museo?... ¿dentro?».

-No señor. ¿Ha visto usted unos ujeros que hay por desalante, donde están unas figuras muy guapas?... Pues allí. Otra noche dormí en la puerta, de esa fráica...

-¿Qué?

-De esa fráica que hay allá... donde hacen el desalumbrado de las calles.

-El gas... ¿Y cómo hiciste el viaje?... ¿pidiendo limosna?

-¡Re-có...!, ¿no le digo?... Pues yo traía dinero... Cuando llegué a este pueblo no me quedaba   —23→   nada... El primer día me dieron medio pan... Yo gano también haciendo recados a las lavanderas, y en la estación un señor me dio a llevar el desequipaje...

-¿Y qué enfermedad tienes?... ¿Por qué estabas desmayado?

-Porque me fumé un cigarro que me dio ayer Mateo del Olmo, sargento de la desartillería. Es de mi pueblo, trabajó en mis minas, y fue novio de mi hermana Pepina... Desencendí mi cigarro, y cuando tan siquiera di seis chupadas, todo me daba vueltas.

-¿Y dónde vives ahora?

-En un tejar que hay allá abajo... ¿Ve usted aquella chimenea grande, grande? ¿Ve usted aquella pared blanca, muy blanca? Tiene unas letras que dicen: Calenturón.

-¿Cómo?

-Calenturón. Allí al lado, en un cobertizo, vivimos muchos pobres. Nos da de comer la mujer del guarda del almacén.

-¿De qué almacén?

-Del almacén de Calenturón.

-¿Qué es eso?

-Venden cal-en-terrón.

-¿Sabes leer?

-Cuando estuve en casa de la tía Soplada... Me tomó de criado para que le hiciera recados. Tiene puesto de ropas desusadas en el Rastro.   —24→   No me daba salario, sino la comida, y me puso en la escuela de la calle del Peñón. Estuve un mes y días. Desaprendí las letras, pegué al Cartón, y cuando iba a entrarle al Juanito, me salí de casa de la Soplada, porque tiene un hijo muy malo, que me zurraba. No he vuelto a la escuela; pero me leo todos los letreros de las tiendas, y cuando cojo en la calle un pedazo de Correspondencia, me lo paso todo.

-Bien, hombre, bien. Casi, casi eres un sabio.

-¿Quiere tomarme por criado? -dijo el rapaz prontamente.

-Yo no necesito criado.

-Sí, señor: tómeme, tómeme.

-Por de pronto, vete desprendiendo de la capa, que ya noto su falta, y todos somos de carne y hueso.

Como el caracol se asoma tímidamente al boquete de su choza calcárea, y luego poco a poco, halagado del sol, va saliendo y alargándose, así Felipe iba sacando, por sucesivos avances, primero una mano, luego el cuello, los brazos, y al fin medio cuerpo. Probó a levantarse; pero el mareo y lo mucho que había hablado, le tenían muy débil.

-¿Qué has comido hoy?

-Bellotas...

-¿Y ayer?

-Bellotas... pan...

  —25→  

-No sigas, hombre. Me da dolor de estómago oírte. ¿Comerías tú alguna cosita caliente?

Echando el alma por los ojos, contestó Felipe mejor que lo habría hecho con palabras.

«Ven conmigo. A ver si echas una carrera de aquí a aquella casa grande».

-Sí que podré, -repitió el héroe, midiendo con ansiosas miradas la distancia.

-Allí hay convitazo... ¿Viste aquel buen señor que pasó por aquí? Es el conserje. Celebra los días de su esposa. Le voy a decir que te convide. Verás. Anda, valiente... No, no te quites la capa. Embózate en ella... Vamos, hombre, con gracia, con aire.

El otro se reía, probando a embozarse y sin poderlo conseguir.

«Así, bien, así... a la macarena. Eres un zascandil... Me gusta ese garbo. Adelante, paso firme. Bien».

La risa que le entró al héroe impedíale andar, pues tan extremada era su debilidad.

«¡Cómo se ríe!... Vaya, que es usted tonto de veras, señor de Centeno».

Él, que se oyó llamar señor, tuvo una tan fuerte acometida de hilaridad, que se cayó al suelo, temblando de brazos y piernas como un epiléptico.

«¡Ay mi capa, ay mi capita de mi alma!».

-No, señor, no... no se la destropeo, -dijo   —26→   ahogadísimo Felipe, poniéndose primero de rodillas, luego a cuatro pies, y por último...

¡Aupa, hombre valiente! Ya estás en pie. ¡Gracias a Dios! Ni que fueras de algodón... Pues tú puedes andar. ¡Ah, chiquilicuatro!, lo que tú tienes es mucha marrullería.

-¿Yo?...

-Hipócrita.

Felipe no entendía; mas creyendo era cosa de gracia, siguió riendo. Miquis le daba empujones y pellizcos, le tiraba de un brazo...

«Que me hace cosquillas, señor».

-¡Pillo, granuja!

-¡Ay, ay!

-Si usted sigue con sus bromas, señor don Felipe, le doy a usted una puntera que, del salto, va usted a su pueblo, allí donde están sus minas.

Llegaron así a la puerta del Observatorio nuevo.

«Entra, hombre... No gastes cumplidos».

Es circular aquel vestíbulo, y con cierto aderezo arquitectónico a la griega. En el centro, cual decorativa estatua representando la vigilancia a la entrada del palacio del estudio, estaba don Florencio Mora...les y Temprado. No pudo contener una observación bondadosa, que salió de sus respetables labios en esta forma:

«Tan chiquillo es el uno como el otro».

-Sr. Morales, me tomo la libertad de...

  —27→  

-Es usted muy dueño, Sr. de Miquis, -dijo el bendito Morales, ocultando discretamente un bostezo de hambre tras la palma de la mano...

-De recomendarle a usted al Sr. de Centeno que no ha comido hoy nada caliente. Puesto que tiene usted convidados...

-Es verdad... y si usted gusta de honrarnos, Sr. de Miquis...

-Gracias... Yo voy arriba. Ruiz nos va a leer una comedia. Con que...

-Queda de mi cuenta... -dijo Morales disimulando otro bostezo-. Y la hora de comer se alarga... Entre paréntesis, amigo, como hoy tenemos algo extraordinario... ¡Qué tareas en esa cocina!...

De las cuatro puertas pequeñas que hay en el vestíbulo, una de las de la izquierda, entrando por el Mediodía, conducía a las habitaciones particulares de D. Florencio. Por allí entraron este y Felipe, mientras Alejandro Miquis subía solo por la escalera de la izquierda en busca de sus amigos que en lo más alto del edificio estaban.

«Ea, siéntate aquí, -dijo a Felipe, señalándole un banquillo, aquel buen sujeto, a quien el héroe conceptuaba dueño y manipulador de cuanto existía en aquellos edificios para andar en tratos con la luna y las estrellas-. Suelta la capa, que se la vas a poner perdida a D. Alejandro. Aquí no hace frío. ¿Qué tenías?».

  —28→  

Y sin esperar respuesta, luego que puso la capa bien doblada sobre una silla, empezó a pasearse por la habitación, golpeando duramente con uno y otro pie sobre la estera. Una voz de mujer dijo desde la estancia interna que con aquella se comunicaba:

«Florencio, ¿todavía no se te han calentado los pies?».

-Todavía... Vamos, vamos, prisita, prisita... ¡Qué horas de comer!...




- III -

Desde el ángulo en que Felipín estaba, quietecito, cohibido, con los pies colgando del alto banco y la gorra en la mano, no se veía sino un extremo de la pieza inmediata, que debía ser como salón o estancia principal del domicilio Florentino. Allí estaban reunidos los convidados, esperando el momento. Se oía grande y gozosa algazara: voces de muchachas, ruido de platos, risas de niños. Felipe veía una de las cabeceras de la mesa, y deliciosos olores de cocina le anunciaban lo que iba a pasar. El observaba todo, callado y circunspecto. Nada perdía su activa perspicacia; nada se escapaba a aquel su instintivo examen de las cosas. De todo, imágenes y olores, iba tomando acta, así como de la figura grande y paternal de D. Florencio, comedido,   —29→   solemne; de aquellas cejas negras y espesas que parecían dos tiras de terciopelo; de aquel bigote blanquecino, recortado y punzante como los pelos de un cepillo; de la gorra de seda que usaba para dentro de casa; de sus botas tan relucientes como grandes, de la exactitud de su andar y ademanes que le daba cierto parentesco con los péndulos de la casa. Tampoco perdía Felipe detalle alguno de los preparativos, aun sin verlos. Seguíalos con atención discreta, paso a paso, en su rápido progresar, y decía para sí: «ya ponen las sillas, ya traen la sopa, ya se sientan, ya echan agua en las copas, ya empiezan».

D. Florencio vio con marcada satisfacción que la comida empezaba, y dio su último paseo. Su mujer salió a recibirle.

«Todavía el izquierdo está como hielo, -dijo él dando una gran patada con la aludida extremidad-. ¿Vamos a la mesa? Gracias a Dios. Ya era hora».

Felipe notó entonces aumento y difusión de aquellos diversos vapores de comida. Tan pronto olía a cosas fritas, tan pronto a guisados, todo suculentísimo, delicado y confortativo. Él miraba, afectando cierta indiferencia mezclada de compostura, con disimulos muy trabajosos de su verdadero anhelo; y veía que D. Florencio, sentado en la cabecera de la mesa, que justamente caía delante de la puerta, le vigilaba desde   —30→   su asiento. A los otros comensales no les veía Felipe; pero les oía, y podía distinguir, por el metal de cada voz, las varias personas que estaban en la mesa. El habla de la señora con ninguna otra podía confundirse; había dos voces que parecían de señorita fina, dos o tres de niño, y a todas las dominaba una varonil, sonora, grave, al mismo tiempo decidora y chispeante, pues no pronunciaba palabra alguna que no fuera seguida de generales risas y alabanzas.

Lelo, embobado, como esos músicos fanáticos que cuelgan su alma de un hilo de notas, oía Felipe aquel enorme concierto de voces, sorbos y risas, cucheretazos, cuchilladas sobre la loza, toqueteo de platos, esgrima de tenedores, chocar de copas, y esos chupetones de labios que son los besos de la gula. Todas las conversaciones giraban sobre lo que bebía o dejaba de beber el de la voz hermosa, que era el gracioso de la mesa y seguramente el convidado más atendido. Felipe oyó hablar de Jerez, de empanadas de anguilas, de capones cebados, de escabechadas truchas, con infinitos comentarios y opiniones sobre cada una de estas cosas. Así pasó tiempo, tiempo, un lapso indefinido, y por fin los párpados le temblaban, la vista se le iba de puro débil, la piel se le enfriaba, las cavidades de su cuerpo parecían comprimirse y arrugarse, cual odres que nunca más se habían de volver a llenar.   —31→   ¡Cansancio infinito! Eran ya para él como un peso inútil sus propias miradas, y no sabiendo a dónde arrojarlas, las echó sobre una estampa de Cristo crucificado que delante de él estaba en la pared. Miró los chorros de sangre que al Señor le corrían por el santo cuerpo abajo, y la ferocidad del judiote que le daba el lanzazo, y las tinieblas y flamígeros celajes del fondo, todo lo cual puso espanto en su sensible corazón, llevándole hasta el absurdo convencimiento de que él (Felipito) era tan digno de lástima como nuestro, Redentor.

¡Súbito cambio en su situación! ¡En la mesa hablaban de él! Lo observó sin saber cómo, por la vibración de una palabra en el aire, por milagrosa adivinación de su amor propio. Estremeciose todo al ver que el señor de Morales, desde su asiento presidencial, lo miraba de una manera afectuosa. Después... ¡visión celeste! En el luminoso cuadro que la puerta formaba, apareció, saliendo de uno de los lados, una cara de mujer que más bien parecía de serafín. Era que una de las señoritas sentadas a la mesa alargaba el cuello y se inclinaba para poderle ver. El murmullo de compasión que del aposento venía, embriagó el espíritu del héroe, y hasta se turbó su cerebro como al influjo de fuerte y desusado aroma. No sabía cómo ponerse ni para dónde mirar. Si miraba al comedor creerían que pedía; si no   —32→   miraba, lo olvidarían otra vez... Cortó estas angustiosas dudas un niño gracioso y rubio que apareció... casi puede decirse que entre nubes, desnudillo y con rosadas alas... Apareció, como digo, el niño con un plato en la mano, y se lo puso delante diciéndole: «Pa ti».

Y el plato ¡ay!, contenía diversos manjares, bonitos, gustosos, calientes. Decir que el héroe hizo ceremonias o melindres para empezar a consumir el contenido del plato, sería contar patrañas. Se le alegró el alma de tal modo, que no sabía por donde empezar, y esto le parecía bien, aquello mejor y todo venido del cielo. Absorbido como estaba su ser enteramente por tan principal función, aun podía distraer el sentido de la vista para echar una mirada al Santísimo Crucifijo, fue ya, sin saber cómo, tenía rostro de contento. Era más bien el Señor Resucitado que volaba hacia el Cielo, rodeado de gloria. Lo más gracioso era que seguían aún hablando de él en la mesa. Quizás decían alguna broma inconveniente, quizás le comparaban a los gatos, cuando cogen un bocado sabroso y se van a un rincón a comérselo. En efecto... maquinalmente se había vuelto Felipe de cara hacia la pared, con el plato en las rodillas, y así despachaba su regalo. ¡Vaya unas cosas ricas!, ¡qué gran persona era D. Florencio! ¡Y el señor de la voz hermosa, qué gracioso!... Pues aquellas tajadas parecían gloria   —33→   o pedazos desprendidos de la bienaventuranza eterna. Sin duda eran de la misma carne de las mejillas de la niña bonita que alargaba el cuello para mirarle desde su asiento... ¡Buen queso, bueno! No había niña mejor que aquella doña tal. ¡Y el niño, qué bonito, y las aceitunas, qué sabrosas...! Desde el rincón, miraba él por el rabillo del ojo hacia la puerta sin atreverse a arrostrar la curiosidad de los comensales. Se reían, y la niña bonita se había levantado para verle mejor.

Por fin el plato se quedó vacío, y el mismo niño rubio le trajo pasas, almendras y una golosina amarilla, redonda, lustrosa como cristal, por de fuera dura y quebradiza como caramelo, por dentro blanda y más dulce y rica que todas las mieles posibles... Los de la mesa dejaron de fijar su atención en el héroe. Allí no se pensaba ya más que en beber. El de la voz hermosa debía de ser una humana bodega, según lo que podía almacenar dentro de su cuerpo; las niñas hacían melindres, el otro las llamaba cobardes y ñoñas. Risas y más risas, apremios, protestas, carcajadas, mucho de no por Dios; repetición incesante del vamos, Amparo, esta copita; luego otra voz ay, no, no, D. Pedro, por Díos. Y después, Jesús, qué melindrosa... Pero usted me quiere emborrachar... vamos... así, valiente... ¡Ay cómo pica!

D. Florencio, como fanático por las aguas de Madrid, apenas probaba el Valdepeñas. El héroe   —34→   le oyó abominar con sesudas razones del ardiente Jerez, y sobre todo, de los vinos compuestos, licores y demás brebajes extranjeros.

«¿Te gustan los oscuritos y manchados o los rubios y flojos? -le oyó decir Felipe aludiendo sin duda a los cigarros, que mostraba en una envoltura de papel-. Son de estanco, pero bien escogiditos».

-A ver este, qué le parece a usted, -dijo el otro sacando un manojo de brevas negras y olorosas.

-Hombre, eso es más fuerte que la pez. Yo, no salgo de mis coraceros. Gracias...

Restallaron las cerillas... Humo.

Y al poco rato vio Centeno asomar por la puerta un señor no muy alto, doblado y potente, todo, vestido de negro. El rostro hacía juego con el traje, pues era muy moreno. Bien afeitada la barba, los cañones negros sobre la cárdena piel, cruelmente tundida por la navaja, dábanle como aspecto de figura de bronce. Traía en la boca un desmedido puro, del cual debía de sacar mucho gusto, según la fe con que lo chupaba.

Bastaba mirarle una vez para ver cómo salía a la superficie de aquella constitución sanguínea, la conciencia fisiológica, el yo animal, que en aquel caso estaba recogido en sí mismo con indolencia, meditando en los términos de una digestión satisfactoria. Paso a paso llegó hasta   —35→   el héroe, y le miró de pies a cabeza sin decir nada. Felipe, sobrecogido de respeto, que casi rayaba en terror, se puso en pie y esperó... ¡Qué ojos los de aquel hombre!




- IV -

Aquella casa de recogimiento y estudio, aquel monasterio de la ciencia se parece a una casa de la vecindad de las más vulgares. Los que allí entran con el espíritu abrasado en esa fe de la Ciencia, que escala real y verdaderamente los cielos, creen percibir ecos misteriosos de las altas armonías sidéreas. (Es que la poesía se mete en todas partes, aun donde parece que no la llaman, y así, cuando se cree encontrarla en los arroyuelos, aparece en las matemáticas. ¡Cuántas veces, en un bosque de versos, no se encuentran ni rastros de ella, y se la ve callada, discreta, vestida con túnica de verdad, en la zarza luminosa de una fórmula, enteramente contraria a las formas del Arte!...) Pero los que entran en aquel recinto como se entra en la oficina del Estado donde se hace el Almanaque, no oyen cosa alguna, como no sea la voz casi sublime de don Florencio Mora...les y Temprado, ni ven más que la arquitectura pobre y sin majestad, las dos escaleras, en cuyos descansos se abren las puertas de las habitaciones de los astrónomos, los farolillos   —36→   de aceite destinados al alumbrado nocturno, verdes, con una montera corva que parece morrión de coracero.

Concluida la observación, Ruiz echó la llave a la sala de la ecuatorial y bajó a su habitación. Miquis y Cienfuegos le oyeron leer su comedia, y la encontraron muy buena, como pasa siempre en estas lecturas de familia. Parecerá extraño que un astrónomo haga comedias; pero ya se sabe que aquí servimos para todo. ¿No fue director del Observatorio un célebre poeta? Anda con Dios, que por algo son hermanas las Musas. Ruiz tenía imaginación, y volvía sus ojos, cansados de escudriñar el Cielo, hacia el aparatoso arte del teatro, único que da fama y provecho. Creía él que se puede sobresalir igualmente en labores tan distintas; su espíritu fluctuaba entre el Arte y la Ciencia, víctima de esa perplejidad puramente española, cuyo origen hay que buscar en las condiciones indecisas de nuestro organismo social, que es un organismo vacilante y como interino. El escaso sueldo, la inseguridad, el poco estímulo, entibiaban el ardor científico de Federico Ruiz. ¿Para qué se metía a descubrir asteroides, si nadie se lo había de agradecer como no fuera el asteroide mismo?... España es un país de romance. Todo sale conforme a la savia versificante que corre por las venas del cuerpo social. Se pone un hombre a cualquier trabajo duro y   —37→   prosaico, y sin saber cómo, le sale una comedia.

Después que Federico Ruiz leyó la suya, empezaron las disputas. Los tres se habían creído indignos de tener opinión, si no la manifestaran bien adornada de manotadas, aspavientos y porrazos sobre la mesa. Las ideas democráticas, que aún no habían perdido la timidez de la virginidad, el viejo romanticismo, la música clásica, recién venida, gemían en el yunque de aquella disputa, y la sintaxis lloraba lágrimas de solecismos al verse en tales trotes. La lógica, descoyuntada en potro, daba chillidos de sofismas y se vengaba de sus verdugos, aparentando probar las cosas más absurdas, y por último los conceptos convencionales, disfrazados de axiomas, salían por encima de todo, soberbios o insolentes, embozados en la mala fe. Pasó mucho tiempo en estas controversias ociosas, que eran como la esgrima de los entendimientos, ávidos de ensayarse para el presagiado combate. Hubo mucho de pues yo sostengo que hoy por hoy... y aquello dedígase lo que se quiera, la verdad es... Oyose más de una vez el porque yo soy muy lógico... y no faltó el yo tengo muy estudiada esa cuestión...

Los instantes volaban. Los minutos corrían con cierta familiaridad juguetona, que no está fuera de lugar en la casa del tiempo. De pronto vieron los disputadores que entraba en la habitación D. Florencio, con una bandeja de dulces,   —38→   copas y una botella. Recibiéronle con alegría, y él, gozoso y lleno de bondad, les dijo al ver su sorpresa:

«Pues qué, señores, ¿no sabían que hoy, 11 de Febrero, celebro los días de mi mujer, que se llama Saturna?».

-¡Qué gracioso...! -observó Miquis-. Por el nombre de su señora de usted, parece que es esposa de un astro.

-Se llama Saturnina, Sr. de Miquis.

-Por muchos años...

No estuvieron reacios los tres amigos en la aceptación del obsequio. D. Florencio, escanciando el Jerez, habló un poco de asuntos de la casa... El señor director volvería pronto de Alemania... Se iban a emprender algunas obras en la meridiana y en la biblioteca... Había llegado un gran cajón con el nuevo barometrógrafo encargado a Londres... Luego, volviéndose a Miquis, le dijo:

«¡Cuánto nos hemos reído con su amigo!».

-¿Qué amigo?

-El de la capa, ese infeliz... Le hemos dado de comer, y nos ha contado su historia... ¡Cómo se han reído las chicas!... ¡A Perico le ha caído tan en gracia...! Le hemos hecho mil preguntas. Dice que ha venido de su pueblo a patita para meterse de médico. ¡No, no reírse, señores! Hay casos, hay casos. Yo soy viejo y he conocido a D. Lorenzo   —39→   Arrazola, empollando las lecciones, de noche, a la luz de los portales de las casas... Este apenas sabe leer; pero tiene una viveza... Dice que estaba en unas minas, que es de la familia de las piedras, y que a él se le ha puesto en la cabeza curar. Todo su empeño es que le tomen de criado, y que le dejen aprender. ¡A mi primo le ha entrado por el ojo derecho...! Entre paréntesis, creo que conocen ustedes a D. Pedro Polo y Cortés, capellán de las monjas de San Fernando. Pero no sabrán que tiene una escuela muy bien montada en el hermoso local que le han cedido las señoras a espaldas del convento.

-Le conozco, dijo Miquis con malicia-. Es un cura muy guapetón. Le he visto muchas noches por esas calles embozado en su capa...

-Alto allá, niño. No haga usted suposiciones injuriosas...

-Le he visto en el café...

-Alto...

-Pero, D. Florencio, ¿esto es suponer mal? Esto significa que el padre Polo no es hipócrita.

-Como simpático, -dijo Cienfuegos usando un giro popular-, lo es.

-Hombre que no gasta remilgos; pero que sabe su obligación de sacerdote como pocos... Yo lo puedo asegurar así a los señores que me escuchan, -dijo con voz altisonante D. Florencio, que admiraba mucho a Olozaga y tenía de   —40→   cuando en cuando sus dejos y sonsonetes oratorios-. Es Pedro de la mejor pasta de hombres que conozco. Nada de hipocresías; no es él de esos que dicen una cosa y hacen otra. Lleva el corazón en la mano, y todo cuanto tiene es para los necesitados. Hay quien le critica porque gusta de vestir bien de paisano. ¿Y qué, señores? Para ser bueno, ¿es preciso andar cubierto de andrajos? Muchos conozco, señores, que andan por ahí como anacoretas, y luego en el hogar doméstico... me callo.

-He oído que el padre Polo es furibundo gastrónomo...

-Alto ahí... Sobre eso también hay pareceres, -añadió Morales tomando asiento-. ¿Que le gusta comer bien en días señalados? Y entre paréntesis, señores, mi mujer nos ha dado hoy una comida... francamente, creo que ni en Palacio. Volviendo al punto que se debate, diré que sí, ciertamente, a Perico le gustan los buenos platos... Y entre paréntesis, ¿saben ustedes que poquito a poco se ha ido haciendo predicador, y es hoy uno de los mejores que tiene Madrid? Yo soy viejo, he oído muchos oradores en las Cortes, en la Cátedra del Espíritu Santo, y cábeme la satisfacción...

-Muy bien, -clamaron los tres aplaudiendo-. Cábeme la satisfacción...

-No se corte usted a lo mejor... Adelante.

  —41→  

-Entre paréntesis, -dijo Cienfuegos con viveza-. También ha tenido usted hoy a su mesa dos chicas preciosas.

-Son hijas de un pariente, el conserje de la Escuela de Farmacia; Amparo y Refugio, dos ángeles, Sr. de Cienfuegos; trabajadorcitas, modestas. ¡Cómo se han reído con las cosas de Pedro! Porque Pedro es hombre de mucha sal... ¡Y qué corazón, señores! Un ejemplo: vio a ese chico, le encontró simpático y listo. A todos nos daba mucha lástima. Al instante Pedro se volvió a mí y me dijo: «Don Florencio, este es un hombre: le tomo por mi cuenta». Y yo le dije: «Llévale de criado y enséñale en tu escuela...». Entre paréntesis, señores, los hombres que, como Pedro Polo, se lo deben todo a sí mismos; los hombres que han trabajado para subir desde la nada de su origen al todo de su posición actual, los hombres, en una palabra...

Esta era ya demasiada oratoria para don Florencio. La plétora de sus ideas le congestionó y no pudo concluir bien aquel brillante rosario de conceptos,

«Quiero decir, -prosiguió-, que estos hombres son los que mejor pueden apreciar el mérito y las disposiciones... Volviendo al importante asunto que nos ocupa, diré a los señores que me escuchan que Pedro va a ser nombrado capellán honorario de Su Majestad. Esto no es paja...».

  —42→  

-¿Qué ha da ser?... Pues no faltaba más...

-Pastor Díaz me le tuvo entre ceja y ceja para una canonjía. El padre Cirilo no le deja vivir... siempre con recaditos. Y no es porque el primo de mi mujer sea de los aduladores de Su Eminencia Ilustrísima. Al contrario, Pedro tiene pocos amigos entre la gente eclesiástica. Entre paréntesis, no falta quien le critica por su, por su, por su...

D. Florencio no encontraba la palabra; mas la suplía con un vivo ademán que quería decir algo como franqueza, aires distinguidos, soltura...

«Y finalmente, señores, yo soy tan religioso como el primero; pero no me gustan curas retrógrados, sino que vivan con el siglo...».

-¡Que se resbala, D. Florencio!

Ruiz no podía contener la risa.

«¡Si es un progresistón como una casa!» -gritó Miquis, echando el brazo por los hombros al bendito conserje.

-Alto allá, señores, atención... -manifestó gallardamente-. Vamos por partes...

-Está suscrito a Las Novedades y a La Iberia, y es el gran amigote de Calvo Asensio.

-Alto, alto... Orden, señores, orden. Respétese el sagrado de las opiniones. Que Calvo y yo nos tuteemos, sólo quiere decir que ambos somos de la Mota del Marqués, y que le conocí tamañito así.

  —43→  

-Vamos que este Sr. Morales y Temprado, bajo su capita de santo, -dijo Miquis-, es el revolucionario más atroz que hay en Madrid.

-Sr. de Miquis...

-Va disfrazado a la Tertulia progresista.

-Señores, si no tuviera el convencimiento, -declamó D. Florencio, levantándose un poquito enojado-, si no tuviera el convencimiento deque las palabras dichas por mi particular amigo el Sr. D. Alejandro Miquis...

Era orador sin pensarlo aquel buen señor. Con qué majestad prosiguió la cláusula, después de un pausa de efecto, diciendo:

«...son pura broma, creería que ya la juventud española había perdido el respeto a las canas».

-No, D. Florencio... ¡Viva D. Florencio!

-Por Dios...

-Aquí entre amigos...

De pie, con la botella vacía en la mano, libre la otra para describir lentos y pomposos círculos en el aire, la gorra un poco echada hacia atrás, el bigote más tieso y las mejillas un tanto encendidas, el insigne D. Florencio fue soltando de sus autorizados labios estas palabras, que ni de los de Solón salieran con más gravedad:

«Porque vamos a ver, señores; establezcamosbajo seguras bases esta cuestión. De que a uno le guste la libertad, no se deduce, no se puede deducir... de ningún modo se deduce...»

  —44→  

-Pero ¿qué es lo que no se deduce?... -preguntó Alejandro impaciente.

-No interrumpir. ¡Silencio en las tribunas!

-Entre paréntesis, señores, los que hemos andado a tiros con los montemolinistas en Zaldivar y Estella... Pero no, no quiero tocar esta cuestión personal. Mis méritos son escasos, y los dejo aparte. Resumiendo: yo he sido siempre un hombre de orden, muy español, muy enemigo de lo extranjero y de la tiranía; pero... Entre paréntesis, ahora me acuerdo de cuando el pobre Bartolo Gallardo me decía: «Mientras haya curas no nos curaremos». Éramos muy amigos. Tenía la cabeza del revés... Yo no fui ni soy de su parecer, y por eso digo: «Mucha libertad, mucha religión, para que el mundo ande derecho». De otro modo no es posible, no señor, lo sostengo... ¡Libertad, religión!... Y no me sacan de ahí. Olózaga, en las Constituyentes del 55, pensaba lo mismo. ¿Para qué sirve la libertad de cultos? Absolutamente para nada. Para que los demagogos, señores, insulten a los ministros del altar... Veo que se ríen. Bueno, ríanse todo lo que quieran. Ustedes son unos polluelos que no tienen mundo. Leen muchos libros, que yo no leo; pero no crean que por eso saben más. ¡El mundo, la experiencia, los años! Esos, esos, Sr. de Miquis, esos son mis libros. Cuando uno tiene la cabeza llena de canas puede reírse de las ilusiones y desvaríos de la juventud...   —45→   Y veo que la juventud está hoy muy echada a perder. ¡Esas democracias extranjeras!... Si aquí tuviéramos juicio... Pero no, con eso de todo o nada nos están pervirtiendo... Yo conozco gente de Palacio que me ha asegurado que no hay tales obstáculos tradicionales... Aquí se habla más de la cuenta.

-Como que el mejor día me llaman al Duque.

-No digo yo que al Duque precisamente, -manifestó D. Florencio de una manera augusta-, pero...

-Más vale que no nos lo diga usted...

-Que lo diga...

D. Florencio dio algunos pasos hacia la puerta, y de improviso volvió acompañado de esta soberana idea:

«Yo digo que enla Europa hay tres hombres grandes, tres hombres de talento macho... y son: Napoleón III, el cardenal Antonelli y D. Salustiano de Olózaga».

Y sin esperar respuesta, cual hombre convencido de que no merecían escucharse los comentarios que se hicieran a su afirmación, dio otra vuelta a lo militar, y se fue diciendo:

«Señores, que haya salud, y que les aproveche».

Despareció. Los tres amigos tuvieron la consideración de esperar a que estuviera lejos para soltar la risa, y tras la risa las agudezas que a   —46→   competencia descargaron sobre el bendito señor, hasta que le dejaron bien acribillado... Era un progresista platónico y vergonzante que se iba callandito a la Tertulia algunas noches, y desde el rincón donde se sentaba no perdía sílaba de los discursos. Pero sólo gustaba de aquellos que fuesen templados y juiciosos, y si le seducía la sencillez elegante y la diplomática malicia de Olózaga, o la pedestre claridad de Madoz, desde que algún orador fogoso se salía con embozadas invectivas o con palabritas y donaires contrarios a la religión, ya estaba mi hombre desasosegado y fuera de su centro. Se escabullía con disimulo, y abandonaba el local, diciendo para sí:

Estos señores matarán al partido con su imprudencia... La exageración es causa de todos los contratiempos del partido... Nada, no conocen que todo se puede conciliar, el triunfo del partido y la religión de nuestros mayores.

Su inteligencia, según decía Ruiz, era una petrificación, en la cual se veían hasta tres ideas perfectamente conservadas, duras o inmutables como las formas fósiles que un tiempo fueron seres vivos. No tenía vanidad sino para suponerse amigo de célebres personajes, y decía: «Cuando Fermín Caballero y yo nos conocimos en Barajas de Melo...» o bien: «D. Martín me contó tal o cual cosa...», «D. Antonio González me quiso llevar a Londres cuando fue a la embajada»...

  —47→  

Era hombre de gran sobriedad, enemigo de las bebidas espirituosas y aun de la horchata de cepas; muy inteligente en aguas; de estos catadores de manantiales que distinguen con admirable paladar el agua de la fuente del Berro de la de Alcubilla, y encuentran diferencias notables entre la de la Encarnación y la del Retiro. Así, en días señalados, se le veía descender al Prado y tomar asiento en el banquillo de una aguadora, de quien era parroquiano, y allí hacerse servir un gran vaso de Cibeles o el Berro, el cual iba bebiendo a sorbos, paladeándolo y gustándolo con más chasqueteo de lengua que si fuera manzanilla de Sanlúcar o amontillado, de treinta años. Su pericia en esta materia, con doctas aplicaciones a la Geografía, se mostraba siempre que en su presencia se hablaba de viajes por pueblos o ciudades famosas. Él ilustraba las discusiones diciendo: «¡Oh, Bustarviejo!... ¡pueblo de muy buenas aguas!» y otras veces su desdén de todo lo extranjero encontraba ocasión de enaltecer la patria de este modo: «¡Bah, París!... pueblo donde no se puede beber un triste vaso de agua...».

Desde su edición pequeña de Las Novedades observaba el movimiento político, sin comprender de él más que la superficie bullanguera y la palabrería rutinaria. A veces hallaba en su diario alguna cosa ininteligible, algo que era como   —48→   los escalofríos y el amargor de boca del cuerpo social y síntoma de su escondida fiebre. Entonces se llevaba el dedo a la frente, afectaba penetración, y risueño, borracho de agua, decía a su consorte:

«Saturna: ¡qué cosas escriben estos haraganes para hacer reír a la gente!».




- V -

Las cuatro serían cuando Miquis bajó y con él sus amigos. Ya no estaba su protegido en el lugar donde le había dejado, sino junto al pórtico norte del edificio, viendo cómo discurrían con algazara, por entre los setos de evónyimus y aligustre, las dos niñas bonitas y el reverendo primo de la esposa de Morales. Esta y el propio Mora...les y Temprado gozaban de los últimos rayos del sol en la columnata del Observatorio viejo, dando palique a una señora mayor que les acompañaba. Dos niños jugaban en la explanada meridional, oprimiendo alternativamente los lomos de un caballo de palo.

«Mire, señor, -dijo Felipe a su protector, agarrándole de un faldón-; mire aquel caballero que allí está con esas señoritucas... Me va a desasnar».

-Buena falta tienes...

  —49→  

-Me toma de criado... tiene discuela... Mañana voy...

Ruiz y Cienfuegos se decían disimuladamente cosas picantes sobre las dos agradabilísimas niñas del conserje de la Escuela de Farmacia... Mas no se entienda que de esta murmuración saliese concepto alguno contrario a la buena fama de las tales, siendo todo referente a recuerdos de Ruiz, a la hermosura de ellas y al gusto que ambos tendrían en tratarlas con la mayor confianza. Cienfuegos las había visto en el paraíso del Real y casi había hablado algunas palabras con la menor, que era la menos bonita y tenía un defecto. Faltábale un diente. A la mayor se le podía decir, como a Dulcinea, alta de pechos y ademán brioso. Tenía lo que llaman ángel, expresión de dulzura y tristeza, y un hermosísimo pelo castaño, que podría figurar allá arriba, allá, en la constelación del León junto a la cabellera de Berenice.

¡Lástima grande que se notara en su cuerpo cierta tendencia a engrosar más de lo que pedían la justa proporción y repartimiento de las formas humanas! Era, no obstante, ágil y airosa. Pusiéranle túnica griega y bien podría pasar por Diana la cazadora, que, según dice Pausanias, era de formas redonditas, o por Cibeles, la que dio vida a tantísimos dioses. Luego, aquel cuello blanco, torneado...

  —50→  

¡Adiós!, desaparecieron las dos y D. Pedro tras aquellos arbolitos y ya no se les vio más. La tarde caía.

-«Vamos», -dijo Miquis, poniéndose su capa-, que le entregó Felipe.

Aún estuvieron mucho tiempo allí, porque D. Florencio pegó la hebra con Cienfuegos, y entre hablar de tal o cual cosa, y despedirse y volverse a despedir, y ofrecimiento por acá, congratulación por allá, se vino el crepúsculo encima quedamente. Fresquecillo picante convidaba a todos a marcharse. Ruiz se volvió a su casa. Cuando Cienfuegos y Miquis bajaban la cuesta, este se sintió detenido por una tímida fuerza que le atenazaba el borde de la capa; volviose y vio al más humilde de los héroes, que con gran consternación le dijo:

«Señor, ¿se va sin decirme nada?».

-Es verdad: ¡ya no me acordaba de ti! Ven con nosotros.

Ligerísimo, expresando su afecto con saltos, como un perrillo, emprendió Felipe la marcha al lado de su protector. No puede formarse idea de lo que padeció su dignidad al oír decir a Cienfuegos:

«¿Estás loco? ¿A dónde vas con ese espantajo?».

-A casa. Le voy a dar ropa.

-¡Ropa!... Mañana voy con aquel caballero...   —51→   A las ocho, a las ocho... Me toma de criado, y me enseña todo lo que sabe, -dijo Felipe brincando.

-¿Te pondrías tú unas botas mías?

-¿Qué hacer...?

-Pues yo le voy a regalar una corbata verde, -indicó Cienfuegos.

-Y tengo yo una levita, que se la podría poner un duque.

Oyendo tales cosas, veía el bueno de Felipe delante de sí mundo risueño de comodidades, glorias, grandezas y regalo. El cielo se abría plegando su azul, como las cortinas de un guardarropa, y mostraba una y otra prenda; esta para invierno, aquella para verano; y tras la ropa mil objetos de lujo y opulencia, como por ejemplo: varias cajas de cerillas, un bastoncito, un reloj con tres varas de cadena, anillos, una cartera con su lapicito para apuntar, paraguas, etc.

«Y dos camisas viejas, ¿qué tal te vendrían?».

-Vamos, que tengo yo un cinturón de gimnasia que no me sirve para nada...

-Y yo un sombrero número 3. ¿Te lo pondrás?

Felipe brincaba. Su gratitud no podía ser elocuente de otro modo.

«Es tarde, -dijo Cienfuegos avivando el paso-. Doña Virginia se va a poner furiosa porque tardamos».

-¡Valiente cuidado me da a mi Doña Virginia!   —52→   Di, Felipe, ¿dormirías tú en una cama de colchones si te pusieran en ella?

Felipe, atacado de un gozo convulsivo, echó a correr, desapareció. Al poco rato, Miquis le sintió a su espalda, imitando con donosura infantil el ladrar de un cachorrillo.

A trechos con prisa, a trechos lentamente, disputando en cada esquina y pasando repetidas veces de una acera a otra, llegaron los dos amigos y su protegido al centro de Madrid. Por cualquier motivo fútil, cuando no lo había de importancia, habían de estar siempre cuestionando y riñendo Miquis y Cienfuegos. En ellos la amistad no habría tenido goces, despojada de la irritación de la controversia, y de aquel dramático interés que provenía de las frecuentes embestidas entre uno y otro temperamento. Lo que hablaron, lo que argumentaron, lo que por aquella simpleza de ir a prisa o ir despacio dijeron, no se puede contar. A poco más pasan de las palabras a las obras.

«Es que no me gusta que esperen por mí».

-Mira no te vaya a comer Doña Virginia...

-No es sino que...

-No me vengas a mí con...

-Bruto, no es eso...

-Animal, no se puede tratar contigo...

Llegaron por fin a su casa, que era de las que llamamos de huéspedes, y estaba, según cuenta   —53→   quien lo sabe, en una mala calla situada en un barrio peor, la cual si llevara nombre de varón como lo lleva de hembra, se llamaría del Rinoceronte. Subieron al cuarto, que era segundo con entresuelo, por la mal pintada, peor barrida y mucho peor alumbrada escalera, y antes de que llamaran abrió con estruendo la puerta una hermosa harpía, que en tono iracundo les increpó de esta manera:

«¿Son éstas horas de venir a comer? ¡Qué señores estos! No se puede con ellos. Usted, D. Alejandro, tiene la culpa».

-Señora, ¿quiere usted irse a...?

-¿A dónde, a dónde?

-A donde usted quiera.

Acobardado Felipe por el destemplado lenguaje de aquella matrona, se detuvo en el último escalón, mirando con ansiedad a la puerta, que se iba a cerrar ante él. Retrocedió Alejandro para llamarle; mas cuando la señora, tan guapa como furiosa, oyó que Miquis decía: «entra, muchacho», se arrebató más, cerró de golpe, y he aquí sus dramáticos acentos, conservados por un erudito averiguador:

«Pero qué... ¿Habrase visto? ¿Otra vez me trae estafermos de la calle?... No faltaba más...».

-Señora, -dijo Miquis con zalamería-. Si no me deja usted hablar, no hay medio de entendernos. Yo sólo quería pedir a usted tuviese la   —54→   bondad de dejar dormir a ese chico en la buhardilla. Oír esto y volarse fue todo uno. Los demás huéspedes acudieron al ruido, curiosos de ver lo que pasaba.

«¿Qué les parece a ustedes este D. Alejandro?... -prosiguió la dueña de la casa, pasando ya del furor a las burlas-. Niño, ¿es esto una hermandad para recoger pobres?... El mes pasado me trajo un italiano de esos que tocan el arpa; hace días un viejo ciego con joroba y clarinete, y hoy... Vaya unos amigos que se echa el tal D. Alejandro. Y no pide nada... que les ponga cama en la buhardilla, que les dé de comer... Vaya, señores, a la mesa, a la mesa».

Entre tanto, Miquis acercaba su rostro al ventanillo y por el enrejado de cobre decía:

«Felipito, Felipito...».

-Señor...

-Espérese usted ahí un momentito...

Los compañeros de hospedaje se burlaban, y la misma doña Virginia, pasado aquel primer chispazo de ira, se reía también, diciendo:

«¡Pobre D. Alejandro!... Es un buenazo».

Y no paró en esto su desenojo, sino que, mientras se servía la sopa, fue adentro y sacó pedazos de pan, queso y golosinas, y poniéndolo todo en un papel salió a la escalera. Al poco rato volvió al comedor asustada, con las manos en la cabeza y riendo a todo reír.

  —55→  

«Pero ¡qué loco, Virgen madre, qué loco!... Allá está dándole ropa... Le ha dado el chaqué azul que no se ha puesto más que tres veces... y dos camisas y unas botas enteramente nuevas... ¡Jesús, Jesús!».

En el extremo de la mesa sonó una voz campanuda, dictatorial, que separando con pausa las sílabas, promulgó esta sesuda frase:

«Acabará en San Bernardino».





  —56→  

ArribaAbajo- II -

Pedagogía



- I -

Dice Clío, entre otras cosas de menor importancia quizás, que D. Pedro Polo y Cortés se levantaba al amanecer, bajaba a la iglesia de las monjas, decía su misa, se desayunaba en la sacristía, fumaba un cigarrillo, volvía después a su casa, charlaba con su madre por espacio de un cuarto de hora, cambiaba de ropa, daba un suspiro... Todo esto ocurría invariablemente día por día, sin que nada faltase, ni el chocolate, ni el suspiro. Esto último era como la señal para entrar en el local de la escuela, cuyas puertas se abrían a las ocho en verano y a las nueve en invierno.

Hemos dicho que se abrían las puertas. ¡María Santísima!, ¡qué ruido, qué pataditas, qué empujones! La vetusta casa temblaba como en amenaza de desplomarse. Y el estruendo duraba hasta que aparecía D. Pedro, no diré repartiendo bofetones, sino sembrándolos con gesto semejante   —57→   al del labrador que arroja en tierra la semilla. Luego daba una gran voz. ¡Vaya un silencio, camaradas! Creo que se podría oír el ruido que hiciera una mosca frotándose la trompa con las patas... Después, poquito a poquito, saltaba un murmullo, una sílaba, una palabra, y de esto se iba formando susurro hondo y creciente que no se sabe a dónde llegaría si D. Pedro con su potente quos ego no lo atajara.

Había un pasante a quien llamaban D. José Ido, hombre aplicadísimo a su deber, pálido como un cirio y con ciertos lóbulos o berrugones que parecían gotas de cera que le escurrían por la cara; de expresión llorosa y mística, flaco, exangüe, espiritado; manifestando en todo las congojas de una de esas vidas de abnegación y sacrificio heroicamente consagradas a la infancia. Tenía en la frente un mechón de negros y espeluznados cabellos que parecía un pábilo humeante, y en sus ojos, siempre mojados, chisporroteaban, con la humedad y el pestañeo, las más desgarradoras elegías. Era el mártir oscuro y sin fama de la instrucción, el padre de las generaciones, el fundamento de infinitas glorias, la piedra angular de tantas fortunas y de preclaros hechos. Políticos que habéis firmado sabias leyes; ministros que con un meneo de rúbrica lleváis diariamente la felicidad al corazón de vuestros amigos; negociantes que autorizáis un crédito; notarios   —58→   que dais fe; poetas que conmovéis la muchedumbre; jurisconsultos que lucháis por el derecho; médicos que curáis, y periodistas que escribís y amantes que fatigáis el correo, acordaos de D. José Ido, que al poner una pluma en vuestra mano torpe y al administraros el bautismo de tinta, iniciándoos en la religión de la escritura, os dio diploma y título de cristianos civilizados...

Porque el fuerte, o mejor dicho, el sacerdocio de nuestro D. José Ido, era la caligrafía. Enseñaba por el Evangelio de Iturzaeta una forma redonda, armónicamente compuesta de trazos gordos y finos, con cada rasgo para arriba y para abajo que daba gloria, y un golpe de mayúsculas que podría competir con lo mejor de los tiempos benedictinos. Cuando por encargo especial acometía un trabajo de felicitación o cosa semejante, para implorar por cuenta propia o ajena la benevolencia de cualquier magnate, eran de ver aquellas Emes iniciales con el cabello erizado de entusiasmo, aquellas Haches que arrastraban más cola que un pavo real, aquellas Erres que hacían cortesías, aquellas Efes con más peluca que Luis XIV, aquellas Eses minúsculas que parecían saltar de gozo, aquellas Eles a caballo sobre las Íes, aquellas Jotas con morrión, y otras infinitas maravillas que producían a la vista ilusión de pirotecnia, todo rematado con unas etcéteras que a la cola de esta procesión pendolística   —59→   iban con plumachos, blandiendo alabardas y banderolas. El resto lo hacían mil vaivenes de rúbrica como flechas disparadas o laberinto arácnido, en el centro del cual aparecía lánguido, indolente, cual si cayera mareado en medio de tanto círculo el claro nombre de José Ido del Sagrario.

La clase duraba horas y más horas. Era aquello la vida perdurable, un lapso secular, sueño del tiempo y embriaguez de las horas. Nunca se vio más antipática pesadilla, formada de horripilantes aberraciones de Aritmética, Gramática o Historia sagrada, de números ensartados, de cláusulas rotas. Sobre el eje del fastidio giraban los graves problemas de sintaxis, la regla de tres, los hijos de Jacob, todo confundido en el común matiz del dolor, todo teñido de repugnancias, trazando al modo de espirales, que corrían premiosas, ásperas, gemebundas. Era una rueda de tormento, máquina cruelísima, en la cual los bárbaros artífices arrancaban con tenazas una idea del cerebro, sujeto con cien tornillos, y metían obra a martillazos y estiraban conceptos o incrustaban reglas, todo con violencia, con golpe, espasmo y rechinar de dientes por una y otra parte.

En la cavidad ancha, triste, pesada, jaquecosa de la escuela, se veían cuadros terroríficos: allá un Nazareno puesto en cruz; aquí dos o tres mártires   —60→   de rodillas con los calzones rotos; a esta parte otro condenado pálido, cadavérico, todo lleno de congojas y trasudores, porque se le había atragantado una suma; más lejos otro con un cachirulo de papel en la cabeza y orejas de burro, porque sin querer se había comido una definición. Como el sol reverbera sobre el rocío, así, por toda la extensión de la clase, las sonrisas abrillantaban las lágrimas, cuando no las secaba el ardor de las mejillas. Los números y rayas trazadas en los encerados daban frío, y mareaban los grandes letreros y las máximas morales escritas en carteles. Las negras carpetas, al abrirse, bostezaban, y los tinteros, ávidos de manchar, hacían todo lo posible por encontrar ocasión de volcarse... Daba grima ver tanto dedo torpe y rígido agarrando una pluma para trazar palotes, que más se torcían cuanto mayor era el empeño en enderezarlos. Las bocas, nerviositas, hacían muecas con el difícil rasgueo de la pluma... A lo mejor un cráneo sonaba seco al golpe de un puño cerrado y duro. Restallaban mejillas sacudidas por carnosa mano. Los pellizcos no cesaban, y a cada segundo se oía un ¡ay! Se confundían las voces de bruto, acémila con los lamentos, las protestas y el lastimoso y terrorífico yo no he sido. La palmeta iba cayendo de mano en mano, incansable, celosa de su misión educatriz, aporreando sin piedad a todo el que cogía. La quemazón   —61→   de la sangre, el cosquilleo, el dolor agudísimo, daban entendimiento al torpe, mesura al travieso, diligencia al indolente, silencio al lenguaraz, reposo al inquieto. Y como auxiliares de aquel docto instrumento, una caña y a veces flexible vara de mimbres sacudían el polvo. Había nalgas como tomates, carrillos como pimientos, ojos con llamaradas, frentes mojadas de sudor de agonía, y todo era picazones, escozor, cosquilleo, latidos, ardor y suplicio de carnes y huesos.

Salvas las contadas ocasiones en que se veía cruzar por el aire una mosca con rabo de papel, sucediendo a esto la algazara propia del caso, el aburrimiento llenaba las horas de la clase, aquellas horas que avanzaban arrastrándose como las babosas sobre la peña. Los miembros se entumecían, y no había fuerza humana capaz de impedir las patadas, los desperezos, aquel acostar la cabeza sobre los brazos cruzados, el cuchicheo, la inquietud... Una autoridad férrea, despótica, a quien la conciencia del deber daba algo de la crueldad sublime que enalteció a Junio Bruto, Jefté y Guzmán el Bueno, recorría los bancos, desde que se notaban los primeros síntomas de la rebelión del fastidio. A la manera que el cómitre de una galera iba sacudiendo con duro látigo la pereza de los infelices condenados al remo, así D. Pedro ponía rápido correctivo con su   —62→   mano o su vara al arrastrar de suelas, a las pandiculaciones, al cuchicheo, al mirar, al reír. ¡Pobres orejas! ¡Cuántas veces se veía la mano del maestro levantar muy alto una cabeza sus pendida de una oreja o empujar otra sobre, la carpeta con tal fuerza, que a poco más se incrusta la nariz en la tabla!... Su máxima era: Siembra coscorrones y recogerás sabios.




- II -

D. Pedro Polo y Cortés era de Medellín; por lo tanto tenía con el conquistador de Méjico la doble conexión del apellido y de la cuna. ¿Había parentesco? Dice Clío que no sabe jota de esto. Doña Claudia, madre de nuestro extremeño, sostiene que sí; mas para probarlo se vale del sentimiento antes que de las razones. El padre, hombre que gozó la más pura y noble fama de honradez, murió desastrosamente en la cárcel veinte años antes de estos sucesos que ahora referimos. Perseguido con saña por graves delitos ajenos, de que su buena fe le hizo en apariencia responsable, fue mártir del honor; fue, como suele decirse, un carácter elevado y glorioso, de esos que, si no abundan, no faltan tampoco en cada edad, para que conste, conforme al plan del mundo, que este no es patrimonio de los males. Murió   —63→   como un santo, y muchos están con menos motivo en los altares.

La familia no había vivido nunca con holgura, y muerto el jefe de ella, quedó en triste miseria. A Pedro Polo le correspondía llevarla sobre sí, cosa en extremo difícil, pues se encontraba con veinticuatro años a la espalda, sin haber estudiado cosa alguna, sin oficio, carrera ni habilidad que pudiera serle provechosa. Sólo sabía leer, escribir, contar y un poco de latín más macarrónico que erudito. Había pasado la niñez y lo mejor de su juventud dedicado a divertimientos corporales y al saludable ejercicio de la caza. De su complexión atlética, ¿qué beneficio podía sacar como no fuera un jornal mísero? A las ciencias no les tenía maldita afición. La milicia le seducía, pero ya era tarde para pensar en ella. Ir a cualquier parte de las próvidas Américas en busca de fortuna cuadraba a su natural aventurero y a su atrevido espíritu; pero mientras parecía la fortuna, que allí como en todas partes no se alcanza sin trabajo y paciencia, ¿de qué vivirían su madre y su hermana? El comercio no le desagradaba; pero no tenía más capital que su escopeta y un poco de pólvora. Cualquier profesión, por breve y fácil que fuese, requería tiempo y libros, y la necesidad de la familia no tenía espera. Una sola carrera había, cuya posesión pudiera acometer y lograr en poco   —64→   tiempo el joven Polo. Le apretaba a seguirla un tío suyo materno en tercer grado, canónigo de la catedral de Coria; hubo lucha, sugestiones, lágrimas femeninas, dimes y diretes; el tío ofreció pensionar a la madre y hermana mientras durasen los breves estudios, y por fin todos estos estímulos y más que ninguno el agudísimo de la necesidad vencieron la repugnancia de Polo, le fingieron una vocación que no tenía y...

Cantó misa, y la familia tuvo un apoyo. Cinco años pasó Polo y Cortés en Medellín, viviendo con estrechez, pero viviendo. Con sus misas, sus funerales y bautizos, desempeñando la coadjutoría de la parroquia, pudo pagar deudas onerosas que abrumaban a la familia. Disentimientos y rivalidades de sacristía le obligaron a salir de su pueblo. Vivió algún tiempo en Trujillo; desempeñó más tarde un curato en Puente del Arzobispo, y luego residió seis años en Toledo, siempre con grandísima penuria, mortificado por la pena de no poder sacar a su madre y hermana de aquella triste vida, llena de incomodidades y pobreza. Esto tuvo feliz término cuando se estableció en Madrid. ¡Gracias a Dios que le sonreía la fortuna! Desde que una azafata de la Reina, extremeña, solicitó y obtuvo para Pedro Polo el capellanazgo de las monjas mercenarias calzadas de San Fernando, la vida de aquellas tres personas tomó cariz más risueño y un rumbo   —65→   enteramente dichoso. ¡Las monjas eran tan buenas, tan cariñosas, tan señoras...! Ellas mismas sugirieron a su bizarro capellán la idea de poner una escuela donde recibieran instrucción cristiana y yugo social los muchachos más díscolos, y para realizar este noble pensamiento le ofrecieron el local que tenían por el callejón de San Marcos en la casa del marquesado de Aquila Fuente, tronco de aquella piadosa fundación.

Era el edificio tan viejo, que por respeto a su origen glorioso se tenía en pie. La planta principal servía para habitación de D. Pedro y su familia, y la baja, que tenía espaciosas cuadras, para albergar la escuela y toda la chiquillería consiguiente. Hermoso plan, tan pronto pensado como hecho. Así como el tío canónigo (a quien D. Pedro en sus ratos de jovialidad solía llamar el bobo de Coria) había dicho hágote sacerdote, las monjas habían dicho a su vez hágote maestro. Para su sotana pensaba Polo así: ¿Clérigo dijiste?, pues a ello. ¿Profesor dijiste?, pues conforme. Dichosa edad esta en que el hombre recibe su destino hecho y ajustado como toma un vestido de manos del sastre, y en que lo más fácil y provechoso para él es bailar al son que le tocan. Música, música, y viva la Providencia.

El éxito de la escuela fue grande. Centenares de hijos del hombre acudieron de todas las partes del barrio, atraídos por la fama de docto,   —66→   paternal y juicioso que había adquirido Polo sin saber cómo. El caudal de la familia engrosaba lentamente, y vierais por fin cómo se dulcificaba la hasta entonces amarga vida de aquella buena gente; cómo podía gozar doña Claudia de comodidades que hasta entonces no conociera, y Marcelina Polo decorar su persona con severa compostura. No faltaban ya en la casa los alimentos sanos y abundantes, ni el abrigo en invierno, ni algunos honrados esparcimientos en verano. Aunque la mayor de las satisfacciones de D. Pedro Polo era el bienestar de su madre y hermana, por quienes sentía verdadera adoración, no le disgustaba tomar para sí una parte de los dones de la fortuna, y al año de establecida la escuela se le podía ver y admirar, vestido de paisano o de eclesiástico, según los casos, con la pulcritud y el lujo de los curas más distinguidos.

Aquel nobilísimo oficio le daba mucho que, hacer al principio, porque tenía que aprender por las noches lo que había de enseñar al día siguiente, trabajo penoso e ingrato que fatigaba su memoria sin recrear su entendimiento. Todo lo enseñaba Polo según el método que él empleara en aprenderlo; mejor dicho, Polo no enseñaba nada; lo que hacía era introducir en la mollera de sus alumnos, por una operación que podríamos llamar inyecto-cerebral, cantidad de fórmulas,   —67→   definiciones, reglas, generalidades y recetas científicas, que luego se quedaban dentro indigeridas y fosilizadas, embarazando la inteligencia sin darla un átomo de sustancia ni dejar fluir las ideas propias, bien así como las piedras que obstruyen el conducto de una fuente. De aquí viene que generaciones enteras padezcan enfermedad dolorosísima, que no es otra cosa que el mal de piedra del cerebro.




- III -

También dice la chismosa Clío que el temperamento de D. Pedro Polo era sanguíneo, tirando a bilioso, de donde los conocedores del cuerpo humano podrían sacar razones bastantes para suponerle hostigado de grandes ansias y ambicioso y emprendedor, como lo fueron César, Napoleón y Cromwell. Sobre esto de los temperamentos hay mucho que hablar, por lo cual mejor será no decir nada. Quédese para otros el fundar en el predominio de la acción del hígado el genio violentísimo de nuestro capellán, y en el desarrollo del sistema vascular, así como en la superioridad de las funciones de nutrición sobre las de relación, la intensidad de sus anhelos, su fuerza de voluntad incontrastable. Cierto es que si se hubiera dedicado,   —68→   como su paisano, a conquistar imperios, los habría ganado con rapidez. Habiéndose metido, por la fatalidad de los tiempos y de las circunstancias a instruir muchachos, los instruía por los modos y estilo que el otro empleó en domar naciones. Y no comprendía Polo la enseñanza de otra manera. Se le representaba el entendimiento de un niño como castillo que debía ser embestido y tomado a viva fuerza, y a veces por sorpresa. La máxima antigua de la letra con sangre entra, tenía dentro del magín de Polo la fijeza de uno de esos preceptos intuitivos y primordiales del genio militar, que en otro orden de cosas han producido hechos tan sublimes. Así, cuando movido de su convicción profundísima, descargaba los nudillos sobre el cráneo de un alumno rebelde, esta cruel enseñanza iba acompañada de la idea de abrir un agujero por donde a la fuerza había de entrar el tarugo intelectual que allí dentro faltaba. Los pellizcos de sus acerados dedos eran como puncturas por las cuales se hacían, al través de la piel, inyecciones de aquella sabiduría alcaloide de los libros de texto.

Gran auxilio prestaba a D. Pedro el pasante D. José Ido, mayormente en el arte de escribir. Polo escribía mal, y su ortografía era muy descuidada. Ido lo ayudaba también en las lecciones, y hacía leer a los pequeñuelos, mas con tan delgada voz y entonación tan embarazosa,   —69→   que para articular una sílaba parecía pedir prestado el aliento al que estaba más próximo. Los chicos, desde el mayor al más pequeño, respetaban y temían tanto a D. Pedro, que ni aun fuera de la clase se atrevían a hacer burla de él; pero al pobre Ido lo trataban con familiaridad casi irreverente. Las paredes del callejón de San Marcos estaban de punta a punta ilustradas con el retrato del señor de Ido, en diferentes actitudes y eran de ver lo parecido del semblante y la gracia de la expresión en aquellos toscos diseños. No faltaban explicaciones y leyendas que decían: Ido diendo a los toros; y por otro lado: Ido del Sagrario calléndosele los calzones. Porque este pobre calígrafo tenía las carnes tan flácidas, que toda su ropa parecía escurrirse, y que cada pieza, desde la corbata a los pantalones, estaba más baja del sitio que le correspondía. Otra cosa que daba motivo así a las cuchufletas como a las ilustraciones, era el cartílago laríngeo o nuez del pasante, el cual era grandísimo. Entre las pinturas murales, que representaban casi siempre escenas de toros, había una cuyo letrero decía: el toro, perdone ustez - me le enganchó de la nuez...

A este hombre probo, trabajador, honrado como los ángeles, inocente como los serafines, esclavo, mártir, héroe, santo, apóstol, pescador de hombres, padre de las generaciones, le trataba   —70→   D. Pedro delante de los chicos con frialdad y sequedad; mas cuando estaban solos le abrumaba a cortesanías y piropos, como este: «es usted más tonto que el cerato simple», dicho con desenfado y sin mala voluntad. O bien le saludaba así: «Cierre usted esa boca, hombre, que se le va por ella el alma». Y era verdad que parecía que el alma estaba acechando una ocasión para echársele fuera y correr en busca de mejor acomodo.

Los capones y pellizcos, los palmetazos y nalgadas, las ampliaciones de orejas, aplastamiento de carrillos, vapuleo de huesos y maceración de carnes no completaban el código penitenciario de Polo. Además de la pena infamante de las orejas de burro, había la de dejar sin comer, aplicada con tanta frecuencia, que si las familias no sacaban de ella grandes ahorros era porque no querían. Todos los días, al sonar las doce, se quedaban en la clase, con el libro delante y las piernas colgando, tres o cuatro individuos que se habían equivocado en una suma o confundido a Jeroboan con Abimelech, o levantado algún falso testimonio a los pronombres relativos. Los autores de estos crímenes no debían alcanzar de nuestro Eterno Padre el pan de cada día, que todos piden, pero que sólo se da a quien lo merece. Bostezos que parecían suspiros, suspiros como puños llenaban la grande y   —71→   trágica sala. Isaías no habría desdeñado llorar tan dolorosas penas, y hubiera hallado algún sublime acento con que pintar aquellos desperezos tan fuertes, que no parecía sino que cada brazo iba a caer por su lado. A menudo las páginas sucias, dobladas, rotas de los aborrecidos libros se veían visitadas por un lagrimón que resbalaba de línea en línea. Pero esta forma del luto infantil no era la más común. La inquietud, la rebeldía, el mareo, la invención de peregrinas diabluras eran lo frecuente y lo más propio de estómagos vacíos. Quien gastaba su poca saliva en mascar y amasar papel para tirarlo al techo; quien dibujaba más monos que vieron selvas africanas; quien se pintaba las manos de tinta a estilo de salvajes...

Cuando la clase concluía, allá a las cinco de la tarde, después de diez horas mortales de banco duro, de carpeta negra, de letras horribles, de encerado fúnebre, el enjambre salía con ardiente fiebre de actividad. Era como un ardor de batallas, cual voladura de todas las malicias, inspiración rápida y calorosa de hacer en un momento lo que no se había podido hacer en tantas lloras. Una tarde de Enero, un chico que había estado preso sin comer y sin moverse en todo el día, salió disparado, ebrio, con alegría furiosa. Sus carcajadas eran como un restallido de cohetes, sus saltos, de gato perseguido, sus contorsiones,   —72→   de epiléptico, la distensión de sus músculos, como el blandir de aceros toledanos, su carrera, como la de la saeta despedida del arco. Por la calle de San Bartolomé pasaba una mujer cargada con enorme cántaro de leche. El chico, ciego, la embistió con aquel movimiento de testuz que usan cuando juegan al toro. El piso estaba helado. La mujer cayó de golpe, dando con la sien en el mismo filo del encintado de la calle, y quedó muerta en el acto.




- IV -

Es forzoso repetir que la crueldad de D. Pedro era convicción y su barbarie fruto áspero pero madurísimo de la conciencia. No era un maestro severo, sino un honrado vándalo. Entraba a saco los entendimientos y arrasaba cuanto se le ponía delante. Era el evangelista de la aridez, que iba arrancando toda flor que encontrase, y asolando las amenidades que embelesan el campo de la infancia, para plantar luego las estacas de un saber disecado y sin jugo. Pisoteaba rosas y plantaba cañas. Su aliento de exterminio ponía la desolación allí donde estaban las gracias; destruía la vida propia de la inteligencia para erigir en su lugar muñecos vestidos de trapos pedantescos. Segaba impío la espontaneidad,   —73→   arrancaba cuanto retoño brotara de la savia natural y del sabio esfuerzo de la Naturaleza, y luego aquí y allí ponía flores de papel inodoras, pintorreadas, muertas. Por uno de esos errores que no se comprenden en hombre tan bueno, estaba muy satisfecho de su trabajo, y veía con gozo que sus discípulos se lucían en los Institutos, sacando a espuertas las notas de sobresaliente. D. Pedro decía: ellos llevan el cuerpo bien punteado de cardenales, pero bien sabidos van.

A los tres años de esta ordenada vida capellanesca, escolástica y cardenalicia, la familia se encontraba en un pie de comodidades que nunca había conocido. Doña Claudia Cortés se trataba con azafatas, alabarderas, tal cual camarista y otras personas bien puestas en Palacio. Marcelina Polo, que llevaba el peso de la casa, había logrado decorar esta con cierta elegancia relativa. En el reducido círculo de las relaciones de la familia pasaba ya por dogma que ningún cacareado colegio de Madrid ofrecía a los muchachos educación tan sólida, cristiana y de machaca-martillo como el del padre Polo. Llegó día en que eran necesarias las recomendaciones para admitir una nueva víctima en el presidio escolar. Desgraciadamente para la familia, los ingresos, aunque regularcitos, no correspondían a la fama, del llamado colegio, por tener don Pedro una cualidad excelsa en el terreno moral,   —74→   pero muy desastrosa en el económico, la cual era una extremada y nunca vista delicadeza en cuestiones de dinero. Aquella voluntad de hierro, aquel carácter duro se trocaban en timidez siempre que era preciso reclamar de algún chico o de sus padres el pago de los honorarios. Así es que muchos no le pagaban maldita cosa, y él antes se cortara una mano que despedirles. Este sublime desinterés lo tuvo también el padre de D. Pedro, de donde le vino, al decir de sus contemporáneos, que muriera en afrentosa cárcel. La economía política debe llamar a esta virtud voto de pobreza, y es evidente que estorba para todo negocio que no sea el importantísimo de la salvación.

Pero bueno es decir que los fallidos ocasionados en la caja por los efectos de esta santidad los compensaba Polo y Cortés con otros ingresos que le sobrevinieron cuando menos pensaba. Alentado por varios amigos, se metió a predicador. Hizo una tentativa; le salió regular; animose; fue entrando en calor, y al año se lo disputaban las cofradías. Él no era por sí elocuente; pero le favorecían su voz grave, llena, hermosa, a veces dulce, a veces patética, y su facilidad de dicción. En tres o cuatro leídas se apropiaba un sermón de cualquiera de las colecciones que existen. De su propia cosecha ponía muy poco. Había tenido también el talento de asimilarse el énfasis   —75→   declamatorio y la mímica del púlpito, que tan grande parte tienen en el éxito. Cada perorata le valía una onza, y a su madre le daba con cada sermón diez años de vida, porque, según ella, a los ángeles mismos no se les ocurrirían cosas tan sublimes y cristianas como las que su hijo echaba por aquella boca. No se desvanecía D. Pedro con estas lisonjas, flores preciosas del amor materno, y a solas con su conciencia literaria, cuando bajaba del púlpito, iba diciendo: «Dios me perdone las boberías que he dicho».

Muchas amistades cultivaba D. Pedro en Madrid. Eran las principales la de un empleado de Hacienda que conoció en Toledo, y la de un fotógrafo, excelente sujeto, extremeño, y que también era Cortés de nombre y genio. Las señoras de ambos visitaban mucho a Doña Claudia, y tomaban participación en sus jugadas de lotería. Porque es bueno saber que a la madre de D. Pedro le había entrado pasión tan ardiente por la Lotería Nacional, que en todas las extracciones echaba algo, y se pasaba la vida discurriendo y combinando números. Este era bonito, aquel feo, tal otro había sido afortunado, cual refractario a la suerte; pero la suya era con todos tan mala como incorregible su manía de probarla dos o tres veces al mes. El empleado de Hacienda paseaba con D. Pedro algunas tardes, y las de día de fiesta infaliblemente. Se ponían los dos muy   —76→   guapos, de guante y gabán, y se medían todo el Retiro, hablando de la cosa pública, del reconocimiento del reino de Italia y de la guerra de Santo Domingo. El fotógrafo no había encontrado manera mejor de corresponder a la amistad de los Polos que retratándolos a todos de todas las maneras posibles. Por esto se veían las paredes de la salita salpicadas de diferentes imágenes en cuantas formas se pueden idear: D. Pedro, de hábitos, sentado; D. Pedro, de paisano, con un libro en la mano; Marcelina, de mantilla, ante un fondo de ruinas y lago con barquilla; D. Pedro y su madre, sobre telón de selva con cascada, ella sentada y estupefacta, él en pie mirándola, y otros muchos más.

Dos parentescos tenían los Polos en Madrid, y los dos eran con venerables conserjes de establecimientos científicos. El de la escuela de Farmacia, padre de las dos guapas chicas que vimos aquel día en donde queda dicho, era pariente lejano de Polo. Su apellido era Sánchez y Emperador; pero a las niñas se las llamaba comúnmente las de o las del Emperador. Doña Saturna, esposa de aquel D. Florencio Morales que se emborrachaba con agua, era sobrina de doña Claudia. A estos parientes consideraban más que a nadie los Polos, no sólo por sus cualidades y virtudes, sino porque Doña Saturna poseía entre éstas una de grandísimo valor para D. Pedro.   —77→   Era aquella señora la más eminente cocinera que se ha visto, doctora por lo que sabía, genio por lo que inventaba, y artista por su exquisito gusto. Cuentan que en su juventud había vivido con monjas y servido después en casas de gran rumbo. Todo lo dominaba, la cocina rancia española y la extranjera, la confitería caliente y fría. De aquí que D. Pedro la trajera en palmitas, porque el buen señor, al pasar de su primitiva vida miserable a la regalona en que entonces estaba, se pasó también gradualmente y sin darse cuenta de ello, de la sobriedad del cazador a la glotonería del cortesano. Le acometían punzantes apetitos de paladar, y mientras más rarezas coquinarias probaba, más se encariñaba con todas y más deseaba las nuevas y aun no conocidas. Su gusto se refinó mucho, y sin aborrecer los platos nacionales, adoraba algunos de los extranjeros connaturalizados en España. Su madre alentaba esto mimándole y engolosinándolo sin tasa, discurriendo las cosas más aperitivas y confabulándose con Doña Saturna para proporcionarle un día y otro esta novedad, aquella sorpresa.

Siempre que los Polos invitaban a algún amigo a comer, Doña Saturna se personaba en la casa desde muy tempranito, y cuando Morales celebraba sus días o los de su mujer, el primer convidado era Polo. Las de Emperador iban a   —78→   una y otra parte, y en ambas eran muy agasajadas por sus méritos, por su índole modesta, por ser huérfanas de madre y por aquel ángel, aquella mansedumbre graciosa, aquel dejo y saborete de sentimentalismo que tenían.

Marcelina Polo las quería entrañablemente, y hacía para ellas laborcillas de gancho, corbatas y mil enredos y regalitos. Ya que hemos nombrado a la hermana del capellán, conviene decir que esta señora, de más edad que D. Pedro, era lo que en toda la amplitud de la palabra se llama una mujer fea. Su cara se salía ya de los términos de la estética y era verdaderamente una cara ilícita, esto es, que quedaba debajo del fuero del poder judicial. Debía, por consiguiente, recaer sobre ella la prohibición de mostrarse en público. Así lo conocía la dueña de aquel monumento azteca, y ni tenía en su habitación espejos que se lo reprodujeran, ni salía más que para ir a la iglesia o a visitar amigas de confianza. Era una persona insignificante, pero que tratada de cerca inspiraba algunas simpatías. Ocupábase de cuidar la casa, de hacer obras de mano, generalmente de poco mérito, y de rezar, escribir cartitas a las monjas o enredar un poco en la sacristía de la iglesia. Resumiendo todo lo que nos dice Clío respecto a estas tres personas, nos resulta que se avenían y ajustaban maravillosamente, viviendo bajo un mismo techo y   —79→   amándose con ardor, tres diferentes pasiones: Gula, Lotería, Religión.




- V -

«¡No, si no te he de pasar nada; si te he de brear y batanear y curtir, hasta que seas otro y no te parezcas a lo que fuiste!... Haz cuenta de que naces. ¿Dices que quieres aprender y ser hombre?, pues ahora te las verás conmigo».

Esto decía Polo a su nuevo alumno, recogido por caridad un domingo por la tarde, en momentos de satisfacción digestiva. Se vieron, se hablaron, se comprendieron, simpatizaron y de la simpatía salió el siguiente contrato: D. Pedro sería maestro de su criado y el criado sería discípulo de su amo. Perfectamente... A la familia le hacía falta un chiquillín que desempeñase recados, barriese casa y escuela, que a veces no podían con más polvo, y prestara además otros servicios. Doña Claudia se veía negra muchas veces para poder repartir a domicilio los papelitos en que hacía constar las participaciones que esta o la otra persona tenían en sus jugadas. Marcelina recibió a Felipe con benevolencia. ¡Cuántas veces había dejado de mandar un recado importante a las monjas por no temer quien lo llevara!   —80→   Agradó a todos el muchacho, y como llevaba la buena ropa que le había dado Miquis, casi casi parecía un paje, un caballerito... Señaláronle para su vivienda un cuarto, o más bien garita, en los deshabitados desvanes de la casa, los cuales, aunque llenos de trastos y polvo y telarañas, fueron para él mejores que cuantos palacios puede soñar la fantasía.

Hasta aquí muy bien. ¡Grande, inesperada fortuna del héroe, que decía gozoso: Ahora no hay quien me tosa. ¡Si la Nela me viera en medio de tantos santos, blandones, murumentos y animales!... Y era verdad que en compañía de todo esto se hallaba, porque los sotabancos del caserón de Aquila Fuente servían a las monjas para depósito de objetos inútiles o de otros que no tenían hueco en la sacristía, y allí había cantidad de imágenes, las unas rotas, las otras desnudas, aparejos de funeral y diversas piezas del monumento de Semana Santa en cartón y madera. Los animales eran los que acompañan y simbolizan a tres de los Evangelistas, piezas enormes y algo pavorosas, cuya vista daría miedo a quien no tuviera corazón tan esforzado como el de Felipe.

Los primeros días pasaron bien. En la escuela, la torpeza del neófito no causaba sorpresa al maestro ni a D. José Ido, por estar el chico en estado completamente primitivo o cerril. Ni en el servicio doméstico había tiempo aún de juzgarle,   —81→   porque su ignorancia de todas las cosas le disculpaba de su inhabilidad. Si no sabía el destino de los objetos más usuales, como una bandeja, la badila, el molinillo de café, ¿cómo se le podía inculpar equitativamente de no traer lo que se le pedía, de equivocarse casi siempre y aun de romper alguna cosa? Marcelina llevaba con cierta resignación sus desaliños, le aleccionaba con paciencia y le alentaba con discretos plácemes cuando era puntual. Menos tolerante Doña Claudia exageraba las faltas de él y ponía las manos a la altura de sus anteojos siempre que la criada, muerta de risa, venía a contar alguna fechoría o gansada del pobre Felipe. Porque Maritornes, preciso es decirlo para que cada cual tenga su verdadero puesto, lo había declarado guerra a muerte desde el principio, y muchas cosas que él hubiera hecho bien las hacía mal porque ella le confundía con sus gritos y le atropellaba con sus lenguarajos. No habían pasado tres semanas, cuando Doña Claudia decía a todo el que la quisiera oír: «¡Qué cosas tiene mi hijo!... Habernos traído aquí este... Lo que digo, es un número sin premio».

Una cualidad buena reconocían todos en Felipe, y era que jamás contestaba a las reprimendas, ni se daba por aludido de los pellizcos, coscorrones y demás argumentos en vivo que en la escuela y en la cocina se le hacían. Todo lo llevaba   —82→   con paciencia aquel estoico pequeño de cuerpo. Si no llegaba a decir, como el otro, que el dolor es bueno, en su interior lo diputaba justo y merecido, y a solas lloraba de rabia, encolerizado contra sí mismo, o se ponía de hoja de perejil, ponderándose su torpeza y brutalidad... ¡Si aquello parecía arte del demonio! Él procuraba salir airoso de todo, y todo le salía lo peor posible. ¿De qué le valía poner en cada faena sus cinco sentidos y aun alguno más? Notaba en sus manos una tosquedad que las hacía ineptas para todo lo que no fuera cargar espuertas de tierra. Mal o bien, ya se iba haciendo a manejar platos y tazas; pero cuando le ponían una pluma entre sus tiesos y duros dedos; cuando le sentaban delante de un papel rayado y le mandaban trazar... ¡Dios de los pequeños, Dios de los débiles!, ¡qué sudores, qué congojas, qué doloroso esfuerzo! La mano se le ponía rígida y trémula; era una mano de cartón que, en vez de sangre, estaba llena de cosquillas. Para someterla a la voluntad, el angustiado alumno alargaba el hocico, hacía trompeta de sus labios, distendía todos los músculos de su cuerpo, contraía los dedos de los pies... Ni por ésas; sólo conseguía mancharse de tinta hasta el codo, y en tanto el infame palote no salía. Daba grima ver aquel trazo curvo, erizado de púas como un cardo... Y cuando, al fin, parecía que iba saliendo   —83→   un poquito más derecho... ¡cataplúm!, un coscorrón del pasante le hacía soltar el papel para llevarse la mano a la parte dolorida y rascársela cuanto permitieran las iracundas miradas de D. Pedro... Nueva tentativa, nuevo fracaso, acompañado de esta lluvia de flores: «Burro, eso no es escribir, eso es dar coces...».

En lectura iba bien. Pero cuando, pasado algún tiempo, le pusieron a desflorar los elementos de las artes y ciencias... ¡Dios misericordioso, amparo de la ignorancia!... Nada, nada, Polo y D. José Ido convinieron unánimes en que carecía absolutamente de memoria y entendimiento. No había fuerza humana que pudiera hacerle decir bien ninguna de aquellas sabias definiciones que compendian la sabiduría de nuestros libros escolares. No son para contados los testimonios que levantaba y los trastrueques que hacía al intentar decir que el participio es una parte de la oración que participa de la índole del verbo y del adjetivo. En otras definiciones se trabucaba más por no conocer el valor y significado de las palabras. ¡Flojita cosa era para él saber lo que es Gramática! Re-córcholis, si no sabía lo que es arte... si no sabía lo que quiere decir correctamente... Por algo, sí, por algo, Dios de justicia, pensaba el pobre Centeno que fabricar ciertas definiciones y asar la manteca eran cosas harto parecidas.

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Luego venía la Historia Sagrada con sus cáfilas de nombres, sus genealogías, sus guerras, sus episodios patéticos y trágicos. Aquello era otra cosa. Aun en insulso extracto, la historia de Israel ofrece interés a la infancia. Pero el entendimiento del pobre Centeno no estaba hecho, no, para retener tanto y tanto nombre de individuos y pueblos. Deploraba la fecundidad de Jacob, y las tribus le traían a mal traer, porque confundía una con otra, o le colgaba un parentesco al más pintado. Él no sabía de linajes, ¡contra!, y lo mismo daba Juan que Pedro. Un día cometió un desliz bíblico-mitológico achacando a Nabucodonosor excesos y desmanes del Señor de Júpiter, y al ver que todos se reían, dijo con mucho desenfado: «o mismo da; tan pillo era el uno como el otro».

La algazara que produjo esta observación fue tan grande, que D. Pedro tuvo que dar zurribanda general para imponer silencio, aunque él mismo no contenía la risa.

Venía luego la Doctrina Cristiana. Al fin, al fin se iba a lucir. Como que ya sabía él algo, y aun algos de cosa tan buena, santa y admirable, de que se deriva la máquina toda del humano saber. Pero a las primeras de cambio, ¡Dios de los tontos!, empezó mi sabio a desbarrar. Érale imposible retener en la memoria las respuestas que comprenden y definen los altos principios   —85→   del Cristianismo. Cuando las cláusulas eran breves y sencillas, menos mal; mi hombre las espetaba de corrido; pero ¡ay!, cuando venía una de aquellas cosas hondas, largas, enrevesadas y oscuras que guardaba el librito en sus últimas hojas, ya era Felipe hombre perdido... Allá iban proposiciones que harían estremecer de espanto a los Santos Padres. ¡Risas, escándalo y patadas en la clase! No se ha visto ni verá más atrevido heresiarca. ¡Decir que la gracia es un ser divino que nos hace esclavos del demonio!... ¡Ciérrate, boca nefanda!

Un día, que fue de los más infelices que tuvo Centeno en la casa de D. Pedro, a los tres meses de haber entrado en ella; un día en que todo lo dijo mal y lo hizo peor, y echó por aquella boca los más horribles despropósitos que pueden oírse, D. Pedro tuvo una idea entre humorística y sanguinaria que al punto quiso poner por obra como saludable escarmiento y visible lección de sus alumnos. Porque cuando el tal D. Pedro, siempre tan serio y ceñudo, con aquella cara de juez inexorable y aquella expresión de patíbulo, tenía humoradas, eran éstas ferozmente irónicas, verdaderas caricias de puñal, como los epigramas de Shakespeare. Cogió a Felipe, me le puso de rodillas sobre un banco, le encasquetó en la cabeza el bochornoso y orejudo casco de papel que servía para la coronación de los desaplicados.   —86→   Luego, en el airoso pico de esta mitra colgó un cartel que decía con letras gordas, trazadas gallardamente por D. José Ido: EL DOCTOR CENTENO.

¡Dios de Dios, qué risa, qué estruendo, qué ovación! Aquel día tenía D. Pedro humor burlesco. Su alma de pedernal echaba chispas, y de su verbosidad chancera brotaban cuchillos. De sus chistes resultaba el escarnio. Paseándose delante de la víctima, con la palmeta en la mano, decía: «Este señor vino a Madrid para ser médico. Como es tan aprovechado, tan sabio, tan eminente, pronto le veremos con la borla en la cabeza... Ánimo, hombre, no llores... No hay carrera sin trabajos... Ya estás a medio camino. Si sabes más que ese tintero... Serás módico: tómale el pulso a la pata de la mesa».

¡Risas, confusión, aplausos, bramidos! D. Pedro era el maestro más gracioso...




- VI -

Por desgracia de Centeno, la antipatía que inspiró a Doña Claudia, en vez de disminuir con el tiempo, iba creciendo a causa del carácter seco y desabrido de aquella señora. Era la roca árida en que había nacido la negra encina que llamamos   —87→   D. Pedro Polo. Luego la maldita criada agravaba la situación de Felipe con sus enredosos chismes. De todo lo malo que en la casa pasaba había de tener la culpa el sin ventura hijo de Socartes. Si traía algo, lo traía tarde; si se lo confiaba cualquier faena de la cocina, echábala a perder; si redoblaba su esmero, resultaba que, por atropellar las cosas, salían mal; si al ir a comprar algo lo hacía con poco dinero, lo que había traído era detestable; si resultaba caro, era un sisón; si hablaba, era entrometido; si se callaba, sin duda estaba meditando picardías; si se limpiaba la ropa, era un presumido; si no, era un Adán. En resumidas cuentas, habría deseado el Doctor (pues dieron en llamarle de este modo, y también el Doctorcillo) tener la sabiduría de aquel señor tan despejado de que hablaba la Historia Sagrada, Salomón, para poder complacer a la doméstica y a la señora. Los regaños de esta, importunos y soeces, le ponían en tal tristeza, que le entraban deseos de marcharse de la casa. Viendo que sus leales esfuerzos no tenían estímulo ni recompensa, desmayaba su valeroso ánimo, y lo mismo le importaba cumplir que no. Así, cuando iba a recados, se detenía en las calles mirando los escaparates o añadiéndose al corro que por cualquier motivo se formara, o entablando sabroso palique con este o el otro amigo.

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En tanto, las horas de servicio crecían de lo lindo y las de enseñanza mermaban. Viéndole cada día más torpe, apenas se lo tomaba lección de aquellas condenadas materias que tan poca gracia le hacían, y el gran D. José Ido, al llegar a él, decía: -«Mira, Doctor, más vale que te vayas a subir agua, que estas cosas no son para ti».

Y él veía el cielo abierto, porque más le gustaba y más le instruía sacar agua del pozo y cargar una cuba que repetir aquello de que el artículo sirve para entresacar el nombre de la masa común de su especie.

De las enseñanzas de la escuela, lo único que le agradaba era la Geografía. Cierto día que estaba en la clase y tenía delante un mapa muy bonito, donde se veían los países pintados con rayas y masas de colores, y el mar azul y las islas de extraña forma, sintió una tentación que sin duda debía de ser mala. ¡Diablos de chicos; no hay cosa que no inventen!... Pues se le ocurrió nada menos que dejar a un lado los palotes, como se arroja fatigosa carga, y ponerse con toda su alma a retratar el mapa, imitando los contornos y perfiles que allí parecían el propio rostro de las naciones. ¡Qué lástima no tener caja de pinturas o al menos lápices de colores! Así, así debían ser enseñadas todas las cosas. ¿Por qué no se han de pintar la Gramática y la Doctrina?... Manos a la obra y venga papel. Sacó del   —89→   bolsillo un pedazo de lápiz y aquí te quiero ver, talento. Raya por allí, raya por allá; aquí un pico, más allá un hueco, todito iba saliendo a maravilla: la Inglaterra, que es una isluca con muchas púas; Suecia, que parece una gran pieza de bacalao; Franciota con luengas narices; Portugalito con la boca risueña, que es la del Tajo; Italia como una bota; Grecia cual manojo de pueblecitos, y Rusia grandísima, informe, esteparia, soñolienta sin fisonomía... Muy bien. La cosa prometía. El retrato estaba hablando, y aunque a algunas de las naciones no las conocería ni la mala mujer que las inventó, si el artista tuviera goma con que borrar para rehacer su trabajo... ¡re-contra!... Tan engolfado estaba en sus golfos, y tan aislado dentro de sus islas, que no vio venir a D. Pedro, el cual se acercó por detrás pasito a pasito... ¡Ay Dios mío! Del primer capón poco faltó para que los nudillos del maestro penetraran hasta la masa cerebral del geógrafo pintor, y detrás otro y otro, dados al compás de estas cariñosas frases:

«¡Animal, siempre de juego, pum!... ¡Si te voy a freír. ¿De esa manera, ¡pum!... correspondes al bien que te he hecho recogiéndote... ¡pum!, de las calles? No se puede... ¡pum!, sacar partido de ti. Anda, anda, arriba...».

El resto de tan cristiano discurso fue, más que pronunciado, escrito con las manos del maestro   —90→   sobre las mejillas rojas del criminal y sobre otras partes de su cuerpo. Cada lagrimón que le caía abultaba más que un garbanzo. La suerte es que se los iba bebiendo a medida que llegaban a la boca; que si los dejara rodar, seguramente le mojarían la ropa. Al subir, se tentaba el cráneo para indagar cuántos y de qué calibre eran los agujeros que en él, a su parecer, tenía.

Doña Claudia estaba de malísimo talante aquel día por tres motivos. Primeramente le dolía la cabeza, como atestiguaba la venda que se la oprimía, sujetando dos ruedas de patata sobre las sienes. Añadid a esto el disgusto que le ocasionaba la lista grande, que acababa de leer, en cuyo documento, por uno de esos descuidos tan propios de nuestra mala administración, no aparecía premiado ningún número de los que la señora tenía. Seguramente la lista estaba equivocada. Por último, doña Claudia había descubierto en la criada cosas de que no se podía echar la culpa a Felipe. Así, cuando este se presentó y le dijo llorando: «el señor me ha mandado que suba», Doña Claudia se puso en pie, dio al aire las dos aspas de sus brazos, y con voz desabrida le contestó: «Di a mi hijo que aquí no hacen falta monigotes». Felipe tornó al piso bajo; mas no tuvo ánimo para entrar en la clase, y sentose junto a la puerta de ella, esperando a que D. Pedro saliese y le dijera algo.

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Allí estuvo largo rato, oyendo el rumor hondo del aula, tan semejante al del mar, y como este, músico y peregrino. Lo compone un vagido constante de cláusulas que vienen y van, salpicar de letras, restallido de palmetazos y aquel fondo mugidor de la murmuración infantil, que es como el constante silbar de la brisa. Este fenómeno, sobre que entristecía el alma del buen Doctor, le convidaba a mecerse en meditaciones... ¡Qué desfallecimiento el suyo! No podía ya tener duda de que era el más bruto, el más torpe y necio de la escuela.

Él lo comprendía bien, por virtud de su propio entendimiento, en que cada esfuerzo era un fracaso, y además debía de ser cierto, porque lo aseguraban personas como Polo y D. José Ido, que eran dos templos de sabiduría. Verdaderamente, el Doctor Centeno no debía estar sino en Socartes, rodeado de sus iguales, las piedras, y de sus dignos prójimos, las mulas. ¿Por qué algunos chicos decían tan bien sus lecciones, y él no daba pie con bola?... ¡Qué cosa más triste! Toda la vida sería un animal... Sí, tan médico sería él como puede serlo una calabaza. ¡Qué desengaño! Y no era por falta de voluntad, que si la voluntad hiciera sabios, él se reiría del mismo Salomón. Era porque le faltaba algo en aquella condenada y cien veces maldita cabeza... Pero no, no lo podía remediar, ni estaba en su   —92→   mano corregir su natural barbarie. Había hecho fatigosos y titánicos esfuerzos por retener las sabias respuestas de los libros, y las palabras se le salían de la memoria como se saldrían las moscas si se las quisiera encerrar en una jaula de pájaros... El Doctor Centeno para nada servía, absolutamente para nada. ¡Malditos libros, y cómo los aborrecía! Y era tan bobo Felipe, que se le había ocurrido aprender muchas cosas, preguntándolas al pasante. Porque en los cansados libros no se mentaba nada de lo que a él le ponía tan pensativo, nada de tanto y tanto problema constantemente ofrecido a su curiosidad ansiosa. ¡Oh!, si el doctísimo D. José le respondiese él sus preguntas, cuánto aprendería! Adquiriría infinitos saberes, por ejemplo: por qué las cosas, cuando se sueltan en el aire, caen al suelo; por qué el agua corre y no se está quieta; qué es el llover; qué es el arder una cosa; qué virtud tiene una pajita para dejarse quemar, y por qué no la tiene un clavo; por qué se quita el frío cuando uno se abriga, y por qué el aceite nada sobre el agua; qué parentesco tiene el cristal con el hielo, que el uno se hace agua y el otro no; por qué una rueda da vueltas; qué es esto de echar agua por los ojos cuando uno llora; qué significa el morirse, etc., etc.

Pensando en estas simplezas, dieron las doce y terminó la clase de la mañana. ¡Momento feliz!   —93→   Creeríase que el día, perezoso, daba un salto y se ponía de pie... Iban saliendo los escolares a escape y atropelladamente; el último quería ser el primero. Todos, al pasar por donde Centeno estaba, le decían alguna cosa. Este le daba con el pie; el otro le incitaba a que saliera también para jugar en la calle, y unos con desvío, los más con afecto, todos tenían para él palabra, pellizco o arrechucho. D. Pedro le vio en la puerta, y ceñudo le dijo:

«Hoy estás sin comer».

Ni asombro ni pena causó esto a Felipe, por lo acostumbrado que estaba a tales penitencias. De los seis días de labor de cada semana, tres por lo menos se los pasaba a la buena de Dios. Es forzoso repetir que Polo hacía estas justiciadas a toda conciencia, creyendo poner en práctica el más juicioso y eficaz sistema docente; no lo hacía por ruindad, ni por la sórdida idea de ahorrar la comida de su doctor criado.

Los condenados a ayuno se quedaban en la clase. Se les obligaba a estudiar en aquella triste hora, vigilados por el pasante, a quien una mujer andrajosa llevaba la comida en dos cazuelillos. Mientras ellos leían o charlaban, él comía sus sopas y un guisote de salsa espesa. A veces, cuando les veía muy desconsolados les daba algo. Después hacía traer un café, y repartía el azúcar que sobraba, siendo tal su bondad, que generalmente   —94→   tomaba el brebaje muy amargo para que no faltara a los hambrientos la golosina. Alguno había tan mal agradecido, que cuando Ido se distraía reprendiendo a otro, echábale bonitamente dentro del vaso un pedazo de tiza de la que servía para escribir en el encerado.

Centeno, por estar privado de comida, no dejaba de servir la de sus amos en el comedor. Luego, cuando la criada ponía la mesa en la cocina, se le mandaba bajar a clase con el estómago más vacío que las arcas del Tesoro. Era tan desgraciado, que siempre llegaba después que el seráfico D. José había repartido los terroncillos. Pero algún alma tolerante y cristiana se acordaba de él, hay que decirlo claro; sí, Marcelina le guardaba siempre alguna cosita, para dársela al anochecer, a escondidas de su hermano y de doña Claudia, que decía: «¿Sabes lo que haces con esos mimos? Pues consentirle y echarle a perder más».

Y a pesar de tantos y tan variados rigores, Felipe tenía cariño a D. Pedro; le quería, le respetaba y se desvivía por agradarle. Las reprimendas que su amo le echaba heríanle en lo más vivo de su alma, y esta se le inundaba de contento cuando sorprendía en el semblante da él señales o vislumbres, por débiles que fueran, de aprobación. Le miraba como un ser eminente y escogido, cual instrumento de la Providencia,   —95→   grande y terrorífico como aquel Moisés que hacía tan vistoso papel en las Escrituras. Algunos domingos el terrible D. Pedro tenía un arranque de generosidad, digno de su alma varonil. Aquella rigidez se doblaba; aquella dureza se fundía; aquel bronce se hacía carne. Llamaba a Felipe, y echando mano al bolsillo, le daba un par de cuartos, diciéndole:

«Toma, hombre, vete por ahí de paseo y compra alguna golosina».




- VII -

Frente a la casa de D. Pedro, por el callejón de San Marcos, se veía, en muestra negra con letras blancas, el título de un periódico. Estaba en el piso bajo la redacción, y en el sótano la imprenta y máquinas del mismo. Felipe, siempre que salía, se paraba delante de las ventanas a ver por los cristales a los señores que escribían el diario, reunidos alrededor de una mesa con tapete verde, en la cual había muchos papeles cortados, manojos de cuartillas, grandes tijeras y obleas rojas. Los tales eran, según Felipe, los hombres más sabios de la tierra, porque inventaban todas aquellas cosas saladísimas   —96→   que salían en el papel al día siguiente. Les miraba él desde fuera con supersticioso respeto, y se admiraba de que siendo todos tan sabios no tuvieran mejor pelaje. Disputaban, reían, y mientras el uno escribía, otro daba grandes tijeretazos sin piedad en distintos papeles más largos que sábanas. De todos aquellos simpáticos señores el que más atraía la atención de Felipe era uno que siempre se sentaba frente a la ventana, y por eso se le veía mejor desde la calle. No era joven; tenía la cara redonda, la nariz muy chica y picuda, la expresión avinagrada, el mirar soberano, y grande, espaciosa y reluciente calva, por la cual se pasaba suavemente la mano, para acariciar sus ideas. Vaya, que si toda aquella cabezota estaba llena de talento, aquel debía de ser el hombre del siglo. ¡Con qué gravedad tomaba ora las tijeras, ora la pluma, y con qué aire se acomodaba a cada momento los anteojos sobre la nariz!... Observando estas cosas, Felipe se detenía en la calle más de lo regular; los recados tardaban eternidades, y luego Doña Claudia o Marcelina ponían el grito en el cielo y llovían bofetadas. Mayores fueron aún las distracciones de Centeno cuando se hizo amigo de otro chico de la misma edad, poco más o menos, que era hijo del mozo de la redacción y servía en esta y en la imprenta para hacer recados y llevar pruebas. No salía nunca el Doctor a un   —97→   mandado sin asomar las narices a la puerta de la redacción para ver si estaba su amigo. Este también le buscaba, y como se encontraran, ambos se pasaban las horas jugando, olvidados de su deber. Desde que se vieron simpatizaron, y desde que se hablaron su afecto apareció tan vivo como si fuera antiguo. El primer cambio de palabras fue para enterarse de los nombres.

«¿Cómo te llamas tú?».

-¿Yo? Felipe Centeno. ¿Y tú?

-Yo me llamo Juanito del Socorro.

En figura y en genio no tenían semejanza, pues Socorro representaba menos edad de la verdadera; era delgado, flexible y escurridizo como una lagartija. Parecía tener alas en los pies y porque no andaba sino a saltos, y hablaba haciendo mil contorsiones y monerías. Era más embustero que el inventor de las mentiras, que según parece, fue la serpiente del Paraíso, y además vanidoso y lleno de las más graciosas y ridículas presunciones. Se comía la mitad de las palabras, y dándose aires de protector, llamaba a su amigo hijito, con un retintín que habría hecho reír a la rueda de una noria. Por Socorro supo Felipe que el señor de la calva y de los espejuelos sobre la nariz chica era el que escribía los artículos y sueltos de Hacienda.

«¡De Hacienda!» -exclamó Centeno, abriendo la boca todo lo que se puede abrir.

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-Hijí... tú no sabes; es un señor que siempre está muy enfadado, y cuando escribe, dice que la Deuda... ¡bum!, la Hacienda, ¡bum!, el Porsupuestro, ¡bum!... y echa unas carretadas de números que te quedas vizco.

Felipe le oía con la boca abierta, lleno de admiración.

«¡Vaya un hombre!... ¡Cór...!».

-Pues mira, hijí... cuando no está en la casa, los otros relatores se ríen de él, y dicen que es más tonto que el cepillo de las ánimas. Voy a comprarle cigarros... Que se espere.

En estas conversaciones pasaban el tiempo, y se acompañaban el uno al otro en sus recados. A menudo Juanito hacía ponderaciones de su estado y familia, diciendo:

«Hijí, cuando menos lo pienses, te he de colocar... porque mira, mi padre tiene muchas haciendas, y aunque está sirviendo, es porque van a subir los de acá, y lo menos le hacen comendante... Yo como todos los días gallina y jamón, porque mamá tiene una amiga que es duquesa y le manda regalos... Un día de estos verás el caballo que me va a comprar papá. Lo van a traer de las haciendas, ¿estás?».

Otras veces, Juanito, que era listo y conservaba en su memoria lo que oía en la redacción, decía a su amigo con misterioso acento:

«Hijí... hijí... ¿no sabes? Esto se va... Vamos   —99→   al decir que viene revolución. Los señores lo dicen. Ya está la tropa apalabrada. Se arma, se arma».

Centeno, al oír esto, sentía en su espíritu el pasmo que ocasiona todo anuncio de cosas insólitas, sobrehumanas y jamás vistas ni comprendidas.

«Sí, hijí... cuando yo te lo digo... Esto anda mal, y los curas tienen la culpa de todo... Mi padre, que sabe mucho y es amigo de los pejes gordos, dice que cuando venga la cosa, hay que ahorcar a mucho pillo. A un hermano de papá le mataron en otra trifulca, y papá dice que se la han de pagar... porque cuando venga la cosa, habrá lo que llaman melicia».

-Pues algo va a pasar -manifestó Felipe, dándose importancia-, porque ayer D. Pedro, en la mesa, dijo que esto se pone feo... ¿oyes?, y habló del Gobierno, de la tropa, del Porsupuesto... Él también lee por las mañanas un papel, y el otro día contaba que... pues, no me acuerdo. Tú que sabes estas cosucas, di, ¿qué quiere decir las turbas?

-¿Las turbas?... pues las turbas... Hijí... eso está claro. Las turbas somos nosotros.

Alguna vez les sorprendía D. Pedro, al salir de noche, en estas conferencias, sentados en la puerta de la redacción o en otra más allá, fumándose entre los dos a turno un roto cigarrillo. El   —100→   maestro no se contentaba con reprender y castigar a Felipe, sino que a los dos les sacudía algunos pescozones diciéndoles: «Tunantes, id a vuestra obligación».

D. Pedro salía todas o las más de las noches. Aquel hombre, consagrado a rudo trabajo, necesitaba esparcimiento y ejercicio. En los primeros años de su vida escolástica, solía tertuliar con su madre y hermana después de la cena, hasta la hora de acostarse. Pero llegaron días de mayor cansancio, las digestiones no eran tan fáciles, y sobre este malestar vinieron unas melancolías tan negras que no era posible hacer salir de la boca del capellán una sola palabra. Se paseaba por el comedor mirando al suelo; luego se metía en su cuarto y se estaba allí larguísimo rato solo y a oscuras... De repente sentíasele revolviendo en la habitación, y al fin aparecía de paisano, envuelto en su capa.

«Sí -le decía en un bostezo Doña Claudia-, bueno es que hagas ejercicio».

Marcelina lo miraba sin decir nada; pero sus miradas traducían tímidamente esta observación: «Ya le entró a mi hermano la calentura».

D. Pedro decía: «voy a dar una vuelta», y se iba. Regresaba a las once, cuando ya su madre dormía. Su hermana le esperaba siempre, y le alumbraba hasta llegar a la alcoba. D. Pedro sólo decía alguna frase referente al tiempo.

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Vino después larga temporada en que parecía luchar consigo mismo para evitar la salida. Después de comer se entregaba a la lectura. Compró muchos libros, y otros se los prestaba el fotógrafo, que tenía gran copia de ellos. El leer más grato a su espíritu varonil era el de cosas heroicas y fuera de lo común, historias de bravas conquistas o descubrimientos. También se entretenía con novelas, prefiriendo las de mucho enredo, llenas de pasos y lances estupendos. Los viajes arriesgados por islas y tierras de bárbaros le deleitaban, y todo aquello en que hubiera lucha con feroces bestias o con los elementos; dificultades, trabajos y el siempre sublime sacrificio del hombre por la cruz y la civilización. Su temperamento se empapaba en esto y se condimentaba, dirémoslo así, como ciertos manjares se guisan en su propio jugo.

Jamás se le vio leer libro místico; y cuando tenía que preparar un sermón, cogía la Cadena de Oro de Predicadores, el Alivio de Párrocos, o bien el socorrido Troncoso, únicos libros religiosos que guardaba, y entresacando de aquí y de allí, esto quiero, esto no quiero, una de cal y otra de arena, componía sus enfáticas oraciones; y aprendidas de memoria, las soltaba como un seráfico papagayo, del mismo modo que sus venturosos discípulos decían las definiciones. ¡Y qué pico de oro!



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- VIII -

La mesa de D. Pedro había ido ganando, día por día, en variedad y riqueza. Modestísima en los comienzos de la vida capellanesca, era últimamente casi suntuosa. Sobre los regalos que le hacían las monjas, tenía los de sus discípulos, que no eran cualquier cosa. El 29 de Junio se renovaba allí el espectáculo eructante de las Bodas de Camacho. En tal día y en otros marcados, convidaban los Polos a algún amigo o pariente, no faltando nunca D. Florencio ni el fotógrafo. Doña Saturna iba puntual a hacer sus primores, y desde muy temprano, ella y Doña Claudia se metían en la cocina y estaban todo el día machacando especias, haciendo salsas y picadillos, revolviendo peroles. Generalmente, por ser casi todos los comensales extremeños, las dos señoras hacían elfrite, guiso de cordero a la extremeña, que era recibido en la mesa con aclamaciones patrióticas.

Cuando iban a comer las dos chicas de Sánchez Emperador, D. Pedro estaba en sus glorias, y se esmeraba en ser muy fino y galante con ellas, especialmente con la mayor, que era la hermosa.

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Profesaba Polo la teoría, por cierto muy razonable, de que se puede ser a un tiempo buen sacerdote y atendedor de las damas, con lo cual, se reverencia de dos maneras al Supremo Artífice de todas las cosas. Por esto, cuando las de Emperador eran convidadas, vierais al señor capellán y maestro salir de su cuarto muy almidonado, muy peinado y oloroso, en correcto y limpio traje de paisano. Luego, durante el curso de la comida, no cesaba de echar donaires por aquella boca, y galanas flores retóricas del mejor gusto y sin chispa de malicia. Todos lo alababan y reían, no siendo las dos chicas indiferentes a los elogios que se hacían de su mérito.

Después de uno de estos días de honesta jarana, solía estar D. Pedro muy taciturno y displicente. Notaban los alumnos en él refinamientos de rigor y exigencias inquisitoriales, al tomar la lección. No perdonaba ni una mota. Aun con la familia estaba el buen señor como enojado; economizaba avaramente las palabras; ponía defectos a la comida diaria; quejábase de inexactitudes en los servicios de su hermana; a cualquier descuido, como un botón por pegar o un cuello mal planchado, daba importancia extrema. Se paseaba silencioso de un ángulo a otro de su cuarto, y Felipe se asustaba oyéndole dar unos suspiros tan grandes, que eran como si por el resuello quisiera descargarse de un pesadísimo   —104→   tormento interior. Únicamente salía de sus labios la frase rutinaria «voy a dar una vuelta» en el momento de ponerse la capa.

Tal estado de misantropía se iba desvaneciendo lentamente, y el personaje, cual pieza forjada que se enfría y recobra su temple y dureza, volvía a sa carácter normal; pacífico y tierno con la familia, afable y cariñoso con todos menos con los alumnos.

Cuando D. Pedro se iba a dar la famosa vuelta, Doña Claudia, que cenaba sola y más tarde que su hijo, se comía el salpicón o la ensalada, con el cortadillo de vino, y luego se daba a la endiablada tarea de combinar sus números, y recorrer las listas pasadas para hacer un cálculo de probabilidades que no entenderían los matemáticos de más tino. El sueño la cogía de súbito en estos afanes y se dormía sobre sus laureles aritméticos. Después de dar mil cabezadas se iba a acostar, arrastrándose, y poco después sus ronquidos daban fe de la tranquilidad de su conciencia.

Marcelina y Felipe se quedaban en vela esperando a D. Pedro, junto a la lámpara del comedor, ella cosiendo o haciendo crochet, él estudiando las lecciones del día siguiente. Muy a menudo el Doctor inclinaba la cabeza sobre la Gramática y se quedaba dormido, como esos Niños Jesús a quienes pintan durmiendo sobre el   —105→   libro de los Evangelios. La fea de las feas tenía la bondad de respetar a veces aquel descanso, y no lo interrumpía en media hora. Cuando el chico estaba despierto, la señora lo sermoneaba, echándole en cara su poco amor al estudio, sus descuidos en el servicio, y principalmente su pícara afición a vagabundear por las calles y a detenerse las horas muertas siempre que iba a algún recado. Bien conocía Centeno la justicia de estas observaciones; pero en cuanto a su gusto de callejear, se sentía cobarde para condenarlo, porque la amistad de Juanito del Socorro, que le contaba cosas tan interesantes de política y revoluciones, era el único bálsamo de su vida miserable.

Triste era para él la casa; triste su habitación; tristísima la escuela y el pasante y los libros; más tristes aún Doña Claudia la cocinera y la cocina. La calle y Juanito eran todo lo contrario de aquel marco sombrío y de aquellas figuras regañonas y lúgubres, lo contrario de los coscorrones, de las bofetadas, de los gritos, del estirar de orejas, de la Gramática (¡el impío y bárbaro estudio!) de la bestial Maritornes, de aquel rudo trabajo sin recompensa moral ni estímulo. Sin un poquito de calle cada día, luz de su oscuridad, lenitivo de su pena y descanso de su entumecimiento físico y moral, la vida le habría sido imposible.

  —106→  

«Lee, hombre, lee -le decía por las noches Marcelina, sin quitar los ojos de su obra, cuando sorprendía a Felipe jugando con sus propios dedos o atendiendo a los ruidos de la calle-. Eres malo de veras. No aprenderás nunca palotada. Mi hermano dice que él ha conocido muchos brutos, pero que ninguno como tú... ¿No te da vergüenza, hombre, de ver a otros niños tan aplicaditos...?».

Reconociendo el Doctor que la señora hablaba como la misma sabiduría, no le hacía gran caso, y con el alma, más que con los ojos, miraba a la calle, porque sentía los silbidos con que lo llamara el del Socorro. ¡Inmenso dolor!... ¡No poder acudir a tan querido llamamiento! Sin duda tenía que contarle aquella noche cosas muy buenas, por ejemplo: que los regimientos se iban a echar a la calle, que la cosa estaba en un tris y los curas con el alma en un hilo... No había más remedio que tener paciencia y entretener de cualquier modo las pesadas horas, ya mirando los movimientos que con sus dedos hacía Marcelina metiendo y sacando el gancho, ya contando los hoyos que aquella excelente señora tenía en la nariz o los erizados cabellos de su berruga... porque pensar que él había de leer en la fementida Gramática era pensar en lo imposible.

Un sistema de distracción encontró, a fuerza de aburrirse, Centeno, y era observar los distintos   —107→   ruidos que hacían las puertas mohosas de la casa cuando las abría y cerraba la cocinera, la cual andaba trasteando, hasta más de las diez, de la cocina a la despensa y de la despensa al comedor. Las puertas, como toda la casa, tenían dos siglos de fecha, y en tan largo tiempo nadie se había tomado el trabajo de acariciar con aceite sus gastados, secos y polvorientos goznes. Así es que daban unos gemidos que parecían de seres vivientes, y su lamentar producía los más extraños efectos musicales. Felipe, en la soledad y hastío de su espíritu, no hallaba mejor entretenimiento que observar la diversa tesitura y acento de cada uno de aquellos ruidos. Tal puerta imitaba el mugido de un buey, tal otra el llanto de un niño; alguna sonaba como voz gangosa que pronunciara el principio del Padre nuestro; la de más allá parecía la matraca de Viernes Santo, y otra decía siempre: mira que te cojo. Amenizaba estas sonatas el lejano roncar de Doña Claudia, que a ratos era silbido tenue, a ratos favordón que decía con toda claridad: Sursum Cooor...da.

Cuando las puertas callaban, cual si se durmieran, Felipe buscaba impresiones del mismo orden en las vidrieras. Eran estas, como las ventanas, grandísimas, desvencijadas. Se componían de vidrios pequeños, verdosos, que retrasaban la luz y eran como aduaneros de ella, pues no le   —108→   permitían pasar sin cogerse una parte. La madera estaba pintada de azul, al temple, según el uso antiguo; el plomo era negro, y de puro viejo apenas sujetaba los vidrios. Estos, siempre que los pesados bastidores se abrían, bailaban en sus endebles junturas, cual si quisieran saltar y echarse fuera. Cuando pasaba un coche por la mal empedrada calle, era tanto el temblor y tanta la chillería de los vidrios, que las personas tenían que dar fuertes gritos pará hacerse oír.

Tal era la ocupación del Doctor: atender al paso de los coches. Desde que sentía su rodar lejano, ponía alerta el oído para observar cómo lentamente empezaba el retintín de los vidrios; cómo iba en rápido crescendo, hasta ser algarabía estruendosa. Antojábasele comparar la casa con un cuerpo humano al que se hacían cosquillas, y con las cosquillas se disparaba en convulsivas risas.

De todo esto era preciso tomar acta, y con su pedacito de lápiz iba marcando disimuladamente con rayas, en el margen del libro, los coches que pasaban. Pero algunas veces era vencedor de la atención el fastidio. Felipe hacía almohada de la gramática y se cuajaba dulcemente como un ángel. Viéraisle despertar pavorido a la entrada de D. Pedro, que, por tener llavín, no llamaba nunca. A veces, una mano vigorosa le extraía, suspendido de la oreja, de aquel seno placentero   —109→   de su sueño, y oía una voz de trompeta del Juicio Final, diciendo: «a acostarse».

Andaba dormido, tropezando, con los sentidos abotargados, sin enterarse de lo que charlaban el amo y su hermana antes de recogerse. A tientas subía por fin a sus elevados aposentos, y... A media noche todo dormía en la casa, las personas y los goznes y los vidrios. Sólo don Pedro, algunas veces, tenía el sueño tan difícil que el alba y aun el claro día le encontraban como un lince; y gracias que pudiera aletargarse y dar breve descanso a sus energías cerebrales a hora inoportuna, cuando ya el esquilón monjil le avisaba que era llegada la de la misa.




- IX -

En la calle de la Libertad, más allá de la esquina de la casa donde la redacción estaba, había un solar vacío, separado de la calle por una cerca de desiguales y viejas tablas. Dentro sólo se veían algunos montones de escombros, media docena de escobas y otras tantas carretillas que dejaban allí los encargados de la limpieza urbana. Tenía la tal valla una puerta que estaba cerrada casi siempre; pero Juanito del Socorro y otros chicos de la vecindad, asistentes   —110→   a la escuela de D. Pedro, habían hallado medio de colarse dentro, arrancando una tabla y apartando otra; y posesionados del terreno, lo dedicaron a plaza para hacer en él sus corridas.

Habiendo sido admitido un día Felipe a esta diversión infantil, halló tanto gusto en ella, que se hubiera estado todo el santo día en la plaza, sin acordarse para nada de sus deberes escolares y domésticos, ni de D. Pedro, ni del santo de su nombre. Mientras más el juego se repetía, más afición le cobraba, y los domingos por la tarde, si sus amos le permitían salir, entregábase con frenesí a las alegrías del toreo. Saltar, correr, montarse sobre otro, ser alternativamente picador, caballo, banderillero, mula, toro y diestro, era la delicia de las delicias, exigencia del cuerpo y del alma, prurito que declaraba perentorias necesidades de la naturaleza. Días enteros pasaba pensando en el ratito que podía dedicar a la función o representándose los entretenidos episodios y pasos de ella. Y tanto repitieron los chicos aquel juego, que llegaron a organizarlo convenientemente, para lo cual tenía especial tino el gran Juanito del Socorro, sujeto de mucho tacto y autoridad. Era empresario y presidente, acomodador y naranjero. Dirigía las suertes y asignaba a cada cual su papel, reservándose siempre el de primer espada. A Felipe le tocaba siempre ser toro.

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Quisieron proporcionarse una de esas cabezotas de mimbres que adornan las puertas de las cesterías; pero no lograron pasar del deseo al hecho, porque no había ningún rico en la cuadrilla, ni aunque se juntaran los capitales de todos, podrían llegar a la suma que se necesitaba. Se servían de una banasta, donde Felipe metía la cabeza. ¡Con qué furor salía él del toril, bramando, repartiendo testarazos, muertes y exterminio por donde quiera que pasaba! A este derribaba, a aquel lo metía el cuerno por la barriga, al otro levantaba en vilo. Víctimas de su arrojo, muchos caían por el suelo, hasta que Juanito del Socorro, alias Redator, lo remataba gallarda y valerosamente dejándole tendido con media lengua fuera de la boca.

Cada cual contribuía con sus recursos y con su inventiva a dar todo el esplendor y propiedad posibles a la hermosa fiesta. No había detalle que no tuvieran presente, ni oportunidad que se escapara a aquellas imaginaciones llenas de viveza y lozanía. Blas Torres, que era hijo de un prendero, se proporcionó una capa de seda con galoncillos de plata. Algunos llevaban capa de percal, y otros se equipaban con un pedazo de cualquier tela. Perico Sáez, que era hijo del carnicero, presentó a la cuadrilla una adquisición admirable y de grandísimo precio: un rabo, de buey, que Felipe se ataba en semejante parte   —112→   para imitar la trasera del feroz animal. Con aquello y la banasta en la cabeza y los bramidos que daba parecía acabadito de venir de la ganadería. Fuenmayor llevaba las banderillas de papel, y Gázquez, que era hijo del estanquero, llevaba una cosa muy necesaria en juego tan peligroso, a saber: tiras del papel engomado de los sellos para aplicarlo a las heridas, rozaduras y contusiones. El chico de la prestamista se había proporcionado una corneta para hacer las señales y algunos cascabeles para las mulas; y Alonso Pasarón, el de la tienda de ultramarinos, que era artista, pintor y tenía su caja de colores para hacer láminas, llevaba los carteles con una suerte pintada en verde y rojo, grandes letras y garabatos en que no faltaba palabra, ni fecha, ni detalle de los que en tales rótulos se usan. Pero de cuanto aquellos benditos inventaron para imitar al vivo las corridas, nada era tan ingenioso como lo que se le ocurrió a Nicomedes, hijo del dueño de una tienda de sedas de la calle de Hortaleza. Este condenado reunió en su casa muchas varas de cinta encarnada; con ellas hacía un revuelto lío, se lo metía en la camisa junto a la barriga, y cuando en lo mejor de la lidia desempeñaba con admirable verdad, vendado un ojo, el papel de caballo, y venía el toro y le daba el tremendo topetazo en el cuerpo, empezaba a soltar cinta y más cinta y a cojear y dar relinchos   —113→   y a hacer piruetas de dolor, con tal arte, que parecía que se le salían las tripas y que se las pisaba, como suele suceder a los caballos de verdad en la sangrienta arena de la plaza. Para que nada les faltara, también se habían adjudicado unos a otros sus alias en sustitución de los nombres verdaderos. A Nicomedes se le llamaba Lengüita, sin duda por lo mucho que hablaba. Blas Torres, ilustre hijo de una prendera, tenía por mote Trapillos. Felipe respondía por el Iscuelero, y Juanito del Socorro tenía un apodo a la vez popular y respetuoso, nombre peregrino, que declaraba en cierto modo su origen literario. Se le llamaba Redator.

En lo mejor de la pelea se presentaba un individuo de policía o el guarda del solar, y les echaba a la calle... Porque, verdaderamente, ¿qué cosa más contraria a la dignidad de una población que esta batahola de chicos en un solar cerrado, en día festivo, y cuando los mayores se entregan con delirio a las ardientes emociones del toreo verdadero? Los guindillas o polizontes municipales demostraban un celo digno de todo encomio en la corrección de estos abusos infantiles, y el guarda, enojadísimo porque profanaban la virginidad de su solar, la emprendía a escobazos con los lidiadores y... Dios nos libre de que alguno se le rebelara... Por la calle adelante salía corriendo la partida, perseguida activamente   —114→   por la fuerza pública, y al fin se disolvía, sin más consecuencias y sin ninguna desgracia personal.

Por lo mismo que Felipe no podía disfrutar de este juego sino en breves y angustiosos momentos, robados a cualquier obligación, sus goces eran grandísimos, inefables, y no los trocaría por la gloria eterna. Los sofiones que se llevó por su tardanza en un recado o por sus escapatorias cuando el deber le llamaba a la casa, no son para contados. Pero llegó a familiarizarse de tal modo con el sermoneo y los golpes, que ya no le hacían efecto. Estaba al fin como curtido, y el cuerpo parecía habérsele forrado de duras conchas como las del galápago. Moralmente, su atrofia corría parejas con la insensibilidad dérmica, y el convencimiento de que era malo, incorregible, llevábale a sentir cierto altivo desprecio de los mandamientos de todos los Polos nacidos y por nacer.

Cuando se retiraba de noche a su madriguera, renovaba en su mente con claridad y frescura las gratas sensaciones de la última corrida, y traía a la memoria los puyazos que le dieron, los jinetes que echó a rodar por el suelo, los caballos que destripó y los diestros que hizo pedazos. Oía la bélica trompeta y los gritos de la multitud. hasta el recuerdo del despejo final, hecho a escobazos por el guarda, y aquel desalado   —115→   correr por la calle, insultando desde la esquina al mismo guarda, tenía dejos gratísimos en su memoria. ¡Oh!, divinas horas, ¿por qué pasáis?

Pronto le ganaba el sueño, y se dormía profundamente, rendido de cansancio. No le permitían usar luz por temor a que prendiera fuego a los trastos almacenados en el desván, y cuando no había luna que le iluminara el paso por aquel tenebroso y fantástico recinto, buscaba a tientas su rincón, y ya se trompicaba en el cáliz de la Fe, ya iba a parar a los brazos de una Virgen o rodaba entre las columnas del monumento.

Si por acaso despertaba a media noche o de madrugada, y era tiempo de luna, le entraba miedo de verse entre tantos señores de cartón, los unos en pie, los otros arrumbados, casi todos muy barbudos y con luengos trajes blancos o negros. Por allí salía un brazo con dorada custodia por aquí la cabeza melenuda de un león; por allá judíos feroces con los brazos en alto y las manos armadas de disciplinas; caras lívidas y afligidas, y lienzos negros con calaveras pintadas y canillas en cruz. Las primeras noches pasó Felipe momentos de agonía, y los escalofríos y congojas no le dejaban dormir. El terror le hacía apretar los párpados, y la curiosidad le estimulaba a abrirlos. Abría un poquito, y luego al punto cerraba prontamente para no ver más.   —116→   Poco a poco se fue acostumbrando a ver sin miedo las figuras que poblaban su domicilio, y se connaturalizó al fin con ellas, de tal modo, que llegaron a parecerle individuos de la familia, algo como parientes mudos o callados amigos. No obstante, le desagradaba despertar a media noche en tiempo de luna, porque, o él era tonto y veía visiones, o la Fe soltaba el cáliz y se quitaba la venda de los ojos para mirarle a él, a Felipe, que no se atrevía a moverse ni el espacio de un dedo.

También le puso al principio en gran zozobra un ruido que sentía tras las paredes, así como roce y vibración de una soga, rumor seguido de lejanos tañidos de campana. No tardó en comprender que un tabique le separaba de la parte alta del convento y que por allí pendía la cuerda con que las señoras monjas tocaban a maitines a desusadas horas de la noche. Sentía también Felipe ruido de pasos. Eran las esposas de Jesucristo que bajaban al coro. Una de ellas debía de ser coja, porque claramente se sentía el acompasado toqueteo de dos muletas.

Tempranito despertaba nuestro Doctor. Generalmente no era preciso llamarle; pero a ve. ces, si su cansancio lo emperezaba un poco, subía la criada, y tirándole del cabello, le ponía más despabilado que una ardilla. Se levantaba mi hombre renegando de las criadas madrugadoras,   —117→   y antes de bajar se daba un paseo por entre sus inmóviles compañeros de domicilio observando las variaciones que el tiempo y el olvido ponían en la catadura de cada cual. A una santa le tenían los ratones medio comida la cabeza. Las telarañas que abrigaban como toquilla el vendado rostro de la Fe, crecían atrozmente, y rostros había lampiños que echaban barbas de polvo; torneados brazos rodaban por el suelo; alas de ángeles y manos de judíos que, aun desprendidas, no habían soltado el látigo. Había rostros apolillados que de tristes habíanse vuelto cómicos y alegres.

Pero lo más interesante para el gran Felipe era un San Lucas, tamaño como dos hombres bien conservado, y que estaba, no enteramente a plomo sino algo arrumbado sobre San Marcos, el cual, oprimido del peso de su compañero, tenía estropeadas y ajadísimas las ropas. A los pies del primero había un magnífico toro, del cual no se veían más que los cuartos delanteros y la cabeza, tan grande y hermosa como la de los que salen en la plaza. El escultor que tal pieza hizo había sabido imitar a la Naturaleza con tan exquisito arte, que al animal no le faltaba más que mugir. Tenía sus cuernos relucientes, corvos y agudísimos, los ojos negros y vivos, la piel oscura... en fin, daba gozo verle.

De cuanto en el desván había, esta cabeza taurina   —118→   era lo que principalmente merecía las simpatías, mejor dicho, los amores de Felipe. La quería con toda su alma. Todos los días le quitaba el polvo, y por fin la limpió con agua, dejándola tan reluciente, que era una maravilla de aseo. Un día, mientras la limpiaba, notó en el cuello del animal una grande y profunda hendidura. Sí, la cabeza estaba casi separada del tronco, y bastaba tirar un poco para desprenderla completamente. ¿Se atrevería? Sí; Felipe tiró cuidadosamente y con cierto respeto, y el apolillado cartón se rasgó como un papel.

La cabeza era hueca, cual muchas de carne y hueso puestas sobre humanos hombros. En la mente de Felipe nació una idea... ¡qué idea! Pronto fue luz y norte de su alma... ¡Qué soberbia pieza para jugar al toro! El Doctor metió su cabeza dentro de la del animal y vio que le venía como el mejor de los sombreros... Pero no veía nada. Los ojos no tenían agujeros... Tanto le dominó y subyugó su idea, que aquel mismo día hubo de subir con disimulo el cuchillo de la cocina, y le sacó los ojos al toro. Hizo dos agujeros, con los cuales la cabeza quedó convertida en la más admirable careta que se ha podido ver. ¡Bien, muy bien!

Si él se atreviera... pero no, no se atrevería. Pues si se atreviera, ¡qué golpe!... Si cuando estuviesen los chicos en lo mejor de la corrida se   —119→   presentara él de repente con su cabeza puesta...! De fijo creerían que habría entrado en la plaza un toro de verdad... ¡Qué sensación, que efecto, qué delirio! ¡Con qué envidia lo mirarían!... Porque él primero se dejaba desollar que ceder su cabeza a nadie... Pero no se atrevería, no...

Gran batalla surgió en su alma, teniéndola muchos días espantosamente turbada. La idea aquella tenía poder bastante para interrumpir su pesado sueño infantil, y se despertaba a media noche creyendo estar en la plaza, haciendo lo que por el día había pensado. De día y dando la lección soñaba también lo mismo, y no se volvía su espíritu a ninguna parte sin llevar consigo la idea tentadora, gozo y tormento de su existencia. Ya, en los breves ratos sustraídos a su obligación, no salía a la calle en busca de Juanito del Socorro (Redator), sino que en dos trancazos se encaramaba en el desván, y poniéndose la cabeza, arremetía al mismo San Lucas, a la Fe, a los rotos telones, y en todo ello, con las repetidas cornadas, abrió mil agujeros y desgarraduras. Por el boquete que el santo Evangelista tenía en su vientre, se le verían las entrañas si algunas hubiera.

Cuando se cansaba de este ejercicio, se divertía de otro modo. Tenía el desván un ventanillo alto que daba a los tejados y buhardillones de la vecindad. Con ayuda de un banco,   —120→   Felipe subía hasta alcanzar con su cabeza el hueco, se ponía la del toro y se asomaba para ofrecer inusitado espectáculo a los chicos y a las mujeres de la buharda frontera. Él se reía lo increíble, viendo por los agujeros, que eran los ojos del animal, el estupor y miedo de los espectadores, y para dar más carácter a la broma, lanzaba desde el interior de su máscara un prolongado y terrorífico muu... imitando el bramar de la fiera. Los chicos de la vecindad que tal veían se alborotaban, las vecinas se asomaban también, y todo era curiosidad, cuchicheos, asombro y dudas... De pronto desaparecía el toro... espectación. Volvía a presentarse, llenando el marco del ventanucho, y como no se viera rastro de persona, ni se tenía noticia de que allí habitase nadie, crecía la sorpresa de aquella gente y la felicidad del Iscuelero.

«Si se atreviera ¡ay!...» pero no, no se atrevería. D. Pedro le mataría.




- X -

En estas y otras cosas pasaba el verano, época dichosa para algunos de los alumnos del capellán; mas no para Felipe y las demás víctimas, porque D. José Ido siguió funcionando durante   —121→   la canícula y D. Pedro administrando coscorrones. A tantas diversidades de tormentos uníase la asfixia, porque el infierno de Polo tenía exposición meridional, y si por una ventana salían lamentos, por otra entraban llamaradas. Se podía decir que en aquel caldeado altar de la instrucción se ofrecían a la bárbara diosa entendimientos cochifritos... Pero esto se queda aquí, pues lo que nos importa ahora es hablar de aquella solemnísima fiesta religiosa que celebraron las monjas, no se sabe bien si el 15 de Agosto o el 8 de Setiembre, por haber cierta oscuridad en los documentos que de esto tratan. Mas como la fecha no es cosa esencial, y ambas festividades de la Virgen son igualmente grandes, queda libre este punto para que cada cual lo interprete o aplique a su gusto.

Consta, sin género alguno de duda, que ofició el obispo de Caupolicán, prelado de excelsa virtud y humildad, y que dijo el panegírico nuestro buen D. Pedro Polo, el cual supo salir muy airoso de su empeño, que consideraba el más arriesgado de su vida por ser alto y sutil el asunto, la función muy aparatosa, el auditorio escogidísimo. Su varonil presencia en la cátedra así como su hermosa voz, le aseguraban las tres cuartas partes del éxito. Gustó mucho el sermón, y de uno a otro confín de la iglesia, cuando don Pedro bajaba del púlpito, no se oían sino esos   —122→   murmullos de aprobación que equivalen a los aplausos que en otros sitios manifiestan el contento del público. Doña Claudia y Marcelina habían mojado entre las dos, de tanto llorar, una docena de pañuelos. No faltaba ninguno de los amigos de la casa, a saber: Morales y su esposa, D. José Ido, el fotógrafo, el empleado de Hacienda con sus señoras respectivas, y Sánchez Emperador con sus dos guapas niñas, Amparo y Refugio.

Felipe y Juanito del Socorro se habían subido al coro para ver mejor y estar al lado de la música y oírla de cerca. Pegados al que tocaba el contrabajo, estorbaban sus gallardos movimientos en tal manera, que el buen músico, que era un anciano de mucha paciencia y cortesía, les dijo alguna vez, apartándoles: «Si me hicieran ustedes el favor...». Felipe estaba lelo, mirando cómo vibraban las cuerdas de aquel formidable instrumento; luego observaba embelesado cómo abrían la boca los cantores; y él y Juanito agradecían mucho que se les mandara tener algún papel de música o traer un vaso de agua al señor director, el cual era un hombre con mucha hormiguilla en el cuerpo, según se movía y dislocaba para conducir la orquesta y aquella balumba de voces.

Durante el panegírico, ambos, aburridísimos, se fueron a la calle y se metieron en la redacción,   —123→   que estaba desierta por ser día festivo. Revolvieron los pupitres de los redactores, comieron obleas rojas, cortaron pedazos de periódico, escribieron en las cuartillas. En un momento de entusiasmo, Juanito se subió sobre la mesa, y empezó a repetir frases que antes oyera y que se habían grabado en su memoria. El condenado imitaba la voz y gesto de alguno de los periodistas ausentes, diciendo: «Señores, esto se va... los dioses se van... esto matará a aquello».

Después subieron al campanario del convento. Juanito, siempre fatuo y vanidoso, contaba a Felipe las grandezas de su casa. ¡Qué cosas le dijo! Su madre tenía una silla dorada y su padre era amigo de un marqués. Él iba a estudiar para redator, y su padre no esperaba sino que llegara la jarana para ponerse su uniforme de capitán de la milicia. Como en estas conversaciones siempre sacaba a relucir el del Socorro los términos que oía, habló a Felipe del pueblo soberano, de la revolución próxima, de los curas, de la tropa y de ahorcar mucha y diversa gente. Esto, dicho en las alturas del campanario y bajo los ardientes rayos del sol, le puso a mi Felipe la cabeza, toda exaltada y como en ebullición, llena de ideas sediciosas y disolventes. Cuando bajaban a saltos por la angosta escalera, la dijo Socorro:

«Aquel obispote que está en el altar mayor,   —124→   es el capitán general de los curas... Vaya un peje... Cuando se arme...».

Concluida la función, hubo en casa de D. Pedro refresco. Las monjas enviaron dulces y bartolillos, y el predicador laureado sacó de un misterioso armario de su cuarto botellas de añejo vino que le había regalado el padre de uno de sus alumnos. Brindó el fotógrafo por el primero de nuestros oradores sagrados, cuyo elogio recibió D. Pedro con carcajadas de modestia. El oficial de Hacienda, frotándose las manos, no cesaba de decir: «bien, Sr. de Polo, muy bien». Doña Claudia se reía como si no tuviera bien sentado el juicio, y el majestuosísimo D. Florencio Mora...les y Temprado daba fuertes palmadas en el hombro del héroe del día, promulgando estas observaciones que merecen ser entregadas a la posteridad:

«Vas a dejar atrás al célebre Troncoso y a ese que llaman Bordalúo... Estuviste muy propio. Así da gusto oír predicar. Esto es religión, porque francamente y entre paréntesis, querido, cuando suben a la cátedra del Espíritu Santo, o pongamos el caso, a la tribuna de un Congreso, algunos que...».

Amparo y Refugio miraban a Polo con cierta veneración. Refugio, que era algo desenvuelta, sin menoscabo de su inocencia y purísimas costumbres, dijo así con risa y donaire:

  —125→  

«D. Pedro, estaba usted muy guapo en el púlpito».

Amparo, que era muy callada, tendiendo siempre a la melancolía, no decía nada.

Obsequiaba Polo a sus amigos con exquisita urbanidad. Vestía, no sin elegancia, su negra sotana limpia, y más que rancio y descuidado cura español parecía uno de esos italianos de la Nunciatura, hechos al roce del mundo y al trato de gentes cortesanas. Cuando se suscitó aquella cuestión de si estaba más o menos guapo en el púlpito, echose a reír y dijo con mucha sorna:

«Pero Refugio, si tú no me has visto... Yo te vi, y me parece que te dormías».

-¡D. Pedro!

-¿No es verdad, Amparo? Esta lo va a decir. ¿Es cierto o no que Refugio estaba dando cabezadas?

-¡Quien las daba era ella! -clamó Refugio señalando a su hermana con vehemencia.

-¿Yo?... Si no quitaba los ojos de D. Pedro... Que lo diga él.

-Bien, bien. ¿Ésas tenemos? ¡D. Pedro!... ¡Amparo! -exclamó el fotógrafo, riendo y envolviéndose una mano en otra, pues era hombre que no sabía decir sus bromas sin amasarse las manos con tanta fuerza cual si de las dos quisiera hacer una sola.

-¿Y cuándo predicamos en Palacio? -preguntó   —126→   en tono de excelsitud el señor de Morales, ávido de cortar, con una proposición seria, aquel tema tan baladí.

D. Pedro dio media vuelta para contestar a Sánchez Emperador que le daba su parecer sobre el vino que bebían. Este señor y el empleado de Hacienda no gastaban cumplidos para aceptar copa tras copa, y se reían de Morales, considerándole el estómago lleno de ranas, sapos, anguilas y otras diversas alimañas acuáticas. Pero él, sin darse por vencido, antes bien orgulloso de su pasión por las aguas, gritaba cogiendo el vaso, lleno hasta los bordes, del licor del Lozoya:

«Estas son mis bodegas. Vaya una cosa rica... No me harto nunca».

Felipe bajaba a cada instante al torno de las monjas, para traer cestas llenas y llevarlas vacías.

Bizcochos, mojicones, bartolillos, pasteles mazapanes y otras menudencias ocupaban toda la mesa, pasando fugaces desde las bandejas a las tragaderas del fotógrafo, de Sánchez Emperador y del hacendista, que eran los principales consumidores. Bienaventuradas bocas, ¡para eso os cría Dios! En poco tiempo descubriose el fondo de las bandejas. Había, entre los felicitantes ropas polvoreadas, dedos untados de pegajoso caramelo y barbas con canela.

  —127→  

Doña Claudia, que estaba en todo, dijo a Felipe:

«Vete corriendo al locutorio y di a las señoras monjas que no se olviden de mandarnos el pebre para la salsa del cabrito».

Volviendo luego a la hermosa Amparo, que a su lado estaba, le dijo:

«Es el pebre picante de que hablábamos ayer, fuertecito, como a ti te gusta. ¡Verás qué cosa tan rica!».

D. Pedro, que no cesaba de mirar a todos lados repartiendo por igual sus finezas y ofrecimientos, alcanzó a ver allá junto a la puerta, lejos del animado grupo ¿a quién?, al propio D. José Ido, humilde y modestísimo en todas las ocasiones y más en aquella, pues tanta era su timidez que habiendo entrado de los primeros, hacía media hora que estaba allí sin que nadie reparase en él, y ni avanzar quería ni retirarse por miedo a llamar la atención. Estaba el pobre sin saber qué hacer, inmóvil y pestañeando, parado y atónito, cual si le estuvieran dando una mala noticia. D. Pedro, con aquella generosidad rumbosa que era la flor tardía pero lozana de un honrado carácter, llegose al pasante, le trajo por el brazo al círculo de amigos y con cariñoso modo le dijo:

«No tenga usted miedo, Ido. Tomará usted una copita».

  —128→  

Ido refunfuñó no se sabe qué excusas; pero negarse a recibir la copa y tomarla todo fue uno.

«Un bollito, D. José».

-Gracias... si acabo de comer...

Para aquel bendito, haber comido en Julio era acabar de comer. En un solo instante rechazaba el bollo y se lo engullía. El fotógrafo, que quieras que no, le hizo tomar otra copa; y después de beber, D. José sacó un pañuelo para limpiarse la boca y enjugarse las lágrimas, pues aquel hombre, más que hombre era una sensitiva. Cualquier incidente común le producía emoción vivísima, y cualquier emoción abría las exclusas de sus lágrimas. Balbuciendo gracias y dando un cordial apretón de manos a D. Pedro, se marchó veloz, bajando la escalera como si le fueran a prender.

«Este señor -dijo el fotógrafo- es más blando que la manteca».

Entre tanto, se oía ruido de almireces que alegraría el corazón menos sensible a los halagos de un buen comer. La cocina repicaba a convite con más armonía que la iglesia repicando a procesión. Allí estaba doña Saturna, afanada con tanto tráfago. La cocinera y Marcelina le ayudaban. Grandes palmadas y bravos resonaron en la sala, cuando Refugito, la del diente menos, se presentó poniéndose un delantal y diciendo: «Voy a ayudar también».

  —129→  

«¡Bien, bravo! ¡Viva la cocinera de la sal!».

-¿Qué nos va usted a hacer?

-La salsa picona.

-Háganos usted la olla gorda.

-¿Y usted, Amparito? -preguntó con urbanidad el empleado de Hacienda.

-Ésta no puede ir a la cocina -dijo D. Pedro-. Le dan vahídos.

-Y se pone las manos perdidas -añadió doña Claudia, haciendo observar y admirar a todos los presentes, las hermosas, blancas y finísimas manos de la joven.

-Que nos las sirvan estofadas -indicó el fotógrafo, riendo él su propia gracia antes de que la rieran los demás.

D. Pedro, que no olvidaba nada y sabía, en ocasiones como aquella, hacer caer sobre todos, grandes y pequeños, el rocío de su liberalidad, llamó a Felipe, que entraba y salía inquietísimo arrojando sobre las bandejas más miradas que echó Escipión sobre Cartago, y le dio dos bartolillos de los mayores, uno para él y otro para Juanito del Socorro, que estaba en el portal.

Cuando los dos amigos se sentaron en el primer peldaño de la escalera, a comerse los pasteles, el Doctor, lleno de orgullo por los triunfos oratorios de su amo y por los plácemes que le daban los amigos, empezó a enumerar las elevadas personas que había en la casa:

  —130→  

«Está aquel que saca los retratos, ¿oyes?, que no hace más que verte y te pone clavado. Está ese otro señor gordo, del gabán color de barquillo, que cuando entra da voces y respira como un fuelle. Doña Claudia dice que le hizo la boca un fraile, por lo mucho que come. Está también aquella señora guapa, ¿oyes?, aquella que parece una reina y que mira como las imágenes... Si la ves y te dice algo, te caes redondo. Una tarde me pasó la mano por la cara, ¿oyes?, y por poco me desmayo de gusto. Una noche estaba en la sala con D. Pedro; entré yo y oí que D. Pedro le decía que había bajado del cielo... ella, ella... Yo la llamo la Emperadora, y la otra noche soñé que estaba yo en la iglesia y ella bajando de un altar con una estrella en la frente y muchas flores, muchas flores, por aquí y por allí... Sus dedos eran azucenas».

-Hijí... no digas boberías.

-Cuando viene acá, y come en casa, me quedo un rato como bobo mirándola.

Juanito, que era la misma soberbia, no consentía que delante de él se hablase de las grandezas de otras casas sin sacar a relucir al instante las de la suya y las visitas que recibía su madre el día de su santo. En aquella ocasión solemne su madre se sentaba en la silla dorada, y empezaba a recibir gente. Iba un alabardero con su sombrero atravesado, un alférez, muchos señores   —131→   de sombrero de copa, y uno que va a caballo al lado de la Reina cuando esta sale de paseo.

«Tiene mi madre dos amigas tan guapas, tan guapas, pero tan guapas -indicó para concluir-, que cuando las ves te entra un frío... ¿estás? Son señoras de unos grandes pejes, y llevan vestidos de seda verde con mucho arrumaco. Una de ellas tiene los pechos así...».

Y hacía Juanito con los brazos un grande y bien arqueado círculo delante de su pecho para dar idea, siquiera fuese incompleta, de la delantera de aquella señora desconocida.

-Pues lo que es esta... -murmuró Felipe.

Agria y destemplada voz, gritando desde lo alto de la escalera pillo, tunante, llamó al Doctor a su obligación. Subió y entró en la sala a recoger copas y vasos y bandejas. Cuando los señores fumaban, Doña Claudia entró con varios papelitos en la mano, diciendo:

-En el 5.505 lleva dos reales Enriqueta. Señor de Lomo, guárdese usted el apuntito. ¡Qué número! Es el mío. Lo soñé hace dos años, y lo tengo una ley... Ya me lleva ganados más de mil reales. El que va a salir ahora es el de los tres patitos, el 222. En este te he puesto la peseta, Amparo. Toma la papeleta. Mira que si la pierdes, no pago. Hace cuarenta y tres extracciones que este número no sale. Ahora, ahora... A la cuarenta y cuatro le toca; es decir, al doble de   —132→   dos de sus tres números. Esto es claro como el agua.

D. Pedro, el fotógrafo y Morales convinieron en que era preciso dar un buen paseo para hacer ganas de comer, y salieron llevando consigo a Amparo. Los demás se fueron poco más tarde, dejando concertada la hora en que se habían de reunir por la noche para comer. Ninguno faltó a la cita; celebrose el festín; luciose Doña Saturna; dijo muchas agudezas algo libres el fotógrafo y oportunidades sin número, llenas de donaire y finura, el insigne D. Pedro; rieron mucho Amparo y Refugio; se le fue el santo al cielo al empleado de Hacienda, también a Sánchez Emperador, y aun hay ciertos indicios de que Doña Claudia no conservó en toda la comida la plenitud y claridad de su agudo entendimiento. Por último, D. Florencio se puso como una cuba, y no de vino, hasta el punto de que, al decir del fotógrafo, podía navegar una fragata dentro de su estómago.

Por la noche Felipe estuvo indigesto, D. Pedro ¡ay!, muy triste.



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- XI -

Algunos días después de aquel, por tantos conceptos memorable, Doña Claudia notaba con asombro y pena que su hijo había perdido el apetito. Era cosa de llamar al médico; pero don Pedro, con malísimo talante, se opuso a tan descabellada idea diciendo: «Si las ganas de comer están ahora de menos, váyase por cuando han estado de sobra». Por las noches, no obstante su inapetencia, daba prisa para que le sirvieran la cena; despachábala en un santiamén, picando con el tenedor en este y el otro plato, probando más bien que comiendo, y parecía que le faltaba tiempo para echarse a la calle.

«Estoy muy abotargado -decía-, y necesito mucho, mucho ejercicio».

Más que pletórico, estaba nuestro capellán desmedrado y flatulento, como quien padece desgana o insomnios. Y era verdad que dormía poco, no cuidándose él ciertamente de halagar el sueño, sino más bien espantándolo con sus lecturas a deshora, las cuales a veces duraban hasta el amanecer. Habíase impuesto con rigor de anacoreta la prohibición de leer historias de guerras y conquistas, novelas, viajes y demás cosas   —134→   incitativas de su espíritu activo; ayunaba de aquel pasto heroico, y para dominarse y flagelarse y someterse, apechugaba valeroso con los alimentos más desabridos de la literatura eclesiástica. Por desgracia suya, pronto le faltaron las fuerzas para esta cruelísima penitencia. Ni La Rosa mística desplegada, ni el Imán de la gracia, ni el Mes de San José, ni otras obras insípidas que tenía en su biblioteca, sin saber bien cómo habían ido a ella, privaron por mucho tiempo en su espíritu. Hastiadísimo, las confinó a un hueco de su estante, donde probablemente estarían intactas hasta la consumación de los siglos.

Los grandes místicos se acordaban mal con su viril temperamento hostigado de inclinaciones humanas. No les comprendía bien. Las sutilezas admirables de que tales libros están llenos no le cabían a él en su tosco cacumen, molde de resueltas acciones más bien que de alambicados pensamientos; ni tampoco tenía gusto literario bastante fino para poder saborear el gallardo y elegante estilo de aquellos buenos señores. Los poetas sagrados se le sentaban en el estómago (pase esta frase vulgar que él usaba con frecuencia), y los versos de monjas le daban náuseas. No hallando a dónde volver los ojos en el terreno de las lecturas, se amparó de la Biblia. El Antiguo Testamento, sobre ser cosa muy santa,   —135→   es poema, historia, geografía, novela, poesía, drama, y la riquísima serie de sus relatos sencillos enciende la imaginación, aviva el entusiasmo, embelesa, suspende y anonada. Para llenar aquellos tristes vacíos de sus insomnios, Polo cogía el Génesis, el Éxodo, los Números, los Jueces y se deleitaba con lo mucho que allí hay de trágico y sublime, con las guerras, las intrigas, las conspiraciones, las conquistas, las batallas, los grandes sacrificios, las violencias, los hechos inmensos, los colosales crímenes y virtudes que allí se cuentan. Aquel estilo sobrio en que la frase parece producto inmediato del hecho que la motiva, estaba en armonía preciosa con el genio esencialmente activo de Polo. Porque él tenía en su espíritu el germen de los hechos, lo que podríamos llamar impulso histórico, impulso y germen que, aunque comprimidos por las contingencias de tiempo y lugar, tenían cierta vida sofocada y dolorosa en el fondo de su alma.

Refiere Felipe Centeno que uno de aquellos días, hallándose en el comedor limpiando cubiertos, Doña Marcelina contaba con misterio a la señora del fotógrafo una cosa estupenda y un si es no es horripilante. A media noche, la señora había sentido la voz de su hermano, que gritaba con palabras descompuestas. Creyó al principio que hablaba dormido; mas como sintiera los pasos de él, sospechando que estaba enfermo,   —136→   se levantó. Despavorido, cual si se viera rodeado de fantasmas, salió el mísero capellán del cuarto, los ojos inyectados, el habla torpe, los brazos trémulos, inseguro y vacilante el pie. La vista de su hermana le serenó un tanto, volviendo al cauce normal su razón desbordada; dejose conducir al lecho, y al sentarse sobre él, después de un breve espasmo, durante el cual pareció resolverse la crisis, dio un suspiro, se pasó la mano por la frente, y entre fosco y risueño dijo estas palabras: «El león dormido cayó en la ratonera: despierta y al desperezarse rompe su cárcel de alambre». Marcelina contaba a su amiga estos disparates, vacilando entre reírlos como ocurrencias o condenarlos como señales de extravío mental. La digna esposa del fotógrafo, que tenía sus puntas y recortes de médica, tranquilizó a Marcelina con estas sesudas palabras:

«Eso no vale nada. Pero conviene prevenir... Créeme: tu hermano debe sangrarse».

Precisamente en la mañana que siguió a aquella noche, fue cuando el Doctor se espantó de ver a su amo; ¡tan desfigurado estaba! Era su rostro verde, como oxidado bronce. Sus ojos, que tenían matices amarillos y ráfagas rojas, recordaban a Centeno la bandera española, y sus labios eran del color de la tela con que se visten los obispos. Tuvo tanto miedo Felipe, que no se atrevió a ponérsele delante. Aquella mañana don   —137→   Pedro no quiso celebrar misa. Mandó un recado a las monjas diciendo que estaba malo, y malo debía de estar, pues no probó bocado en todo el día, desairando las fruslerías selectas que para engolosinarle inventó Doña Claudia.

Pero, no obstante su enfermedad, si alguna había, bajó a la clase y fue más cruel y exigente que nunca. ¡Día de luto, día de ira! Las lágrimas que corrieron fueron tantas, que con ellas se podrían haber llenado todos los tinteros, si alguien intentara escribir con llanto la historia de la desventurada escuela. Hasta los ojos de D. José Ido contribuyeron con algo al crecimiento de aquel caudal tristísimo. Los chichones que se levantaban en esta y la otra cabeza fueron tantos que era una erupción de cráneos. Las orejas crecían por pulgadas, y poco faltó para que hubiera piernas rotas y espinas dorsales quebradas por la mitad. D. Pedro, aquel constructor de jorobas intelectuales, quería desfigurar también los cuerpos. Tenía como un furor de odio y venganza. Creeríase que los muchachos le habían jugado una mala pasada teniéndolo por maestro. Doce o catorce se quedaron sin comer. Felipe estuvo aterradísimo todo el día, y evitaba el mirar a su amo y maestro. También él se quedó en ayunas, y en su mísero cuerpo no hubiera sido posible poner un cardenal más; tan bien ocupado y distribuido estaba todo.

  —138→  

Por la noche cuando se acostó, después de haber jugado un poco al toro, dando testarazos a las imágenes, soñó diversas cosas terroríficas. Primero: que D. Pedro era el león de San Marcos y se paseaba por la clase fiero, ardiente, melenudo, echando la zarpa a los niños y comiéndoselos crudos, con ropa, libros y todo; segundo: que D. Pedro, no ya león sino hombre, iba al convento y castigaba a las monjas cual hacía diariamente con los alumnos, dándoles palmetazos, pellizcos, nalgadas, sopapos, bofetones y porrazos, poniéndoles la coroza y arrastrándolas de rodillas.

Otra mañana, cuando limpiaba el cuarto del señor, vio en el suelo pedacillos de papel. Sin duda D. Pedro había pasado la noche escribiendo cartas. Alguna le había salido mal y la había roto, pero los trozos eran tan chiquirrititos que apenas contenían un par de sílabas. La vela estaba apurada, señal de haber pasado el señor capellán la noche de claro en claro... Para que todo fuera extraño, llegó también un día en que D. Pedro estuvo tolerantísimo y hasta afable con los muchachos. No solamente dejó de pegar y tuvo en paz las manos en aquel venturoso día, sino que a cada momento amenizaba las lecciones con chuscadas y agudezas. ¡Qué risas! Nunca fueron humanas gracias más aplaudidas, ni con mayor plenitud de corazón celebradas.   —139→   Aún no había abierto la boca el maestro, y ya estaban todos muertos de risa. Humanizada la fiera, perdonaba las faltas, alentaba con vocablos festivos a los más torpes, y los aplicados recibían de él sinceros plácemes. Hasta Don José Ido se permitió unir su delgada voz al coro de los chistes, diciendo algunos que no carecían de oportunidad.

Para que en todo fuera dichosa aquella fecha, D. Pedro comió vorazmente; pero estaba tan distraído en la mesa, que no contestaba con acierto a nada de lo que su madre y su hermana le decían. Cuando se levantó para fumar, puso bondadoso la mano sobre la despeinada cabeza de Felipe, y dijo estas palabras, que el Doctor oyó con arrobamiento:

«Es preciso hacer a Felipe algo de ropa blanca».

Centeno, que mejor que nadie sabía cuán grande era su necesidad en aquel ramo importante del vestir, no tuvo palabras para dar las gracias. ¡La gratitud le volvía mudo!

«¡Se le hará!» -afirmó Doña Claudia, mirando embobada a su hijo, pues desde que empezaron aquellos desórdenes orgánicos, la madre no cesaba de leer atentamente a todas horas en la fisonomía del capellán, buscando la cifra de sus misteriosos males.

-Es preciso que te sangres, Pedro -dijo Marcelina,   —140→   mirándole también con perspicaz cariño.

-Sí, hijo, sángrate, sángrate.




- XII -

De cuantos recados hacía Felipe, ninguno para él tan grato como ir a la Cava Baja a recoger los encargos que traía para Doña Claudia el ordinario de Trujillo. Esto se verificaba dos veces cada trimestre, y apenas la señora recibía la carta en que se le anunciaba la remesa de chacina, ya estaba mi Doctor pensando en los deliciosos paseos que iba a dar. Porque Doña Claudia era muy impaciente y le mandaba cuando aún no había llegado el ordinario; con lo que la caminata se repetía dos y hasta tres veces. Díjole, pues, una mañana: «Esta noche, después de cenar, te vas corriendito a la Cava Baja, ya sabes. Cuidado cómo tardas».

Lo de tardar sería lo que Dios quisiera. Pues a fe que la tal calle estaba a la vuelta de la esquina. Ya tenía Felipe para dos o tres horitas, porque la detención se justificaba con la enorme distancia y con una mentirilla que parecía la propia verdad, a saber: que el ordinario de Trujillo   —141→   estaba en la taberna; que tuvo que ir a buscarle, y volver y esperar...

Las nueve serían cuando partió, acompañado de Juanito del Socorro, que fiel le esperaba en la puerta. De la redacción le habían mandado a entregar unas pruebas en la calle de la Farmacia, recado urgentísimo que él se apresuraba a desempeñar dando antes la vuelta grande a Madrid. Lo que gozaban ambos en sus nocturnos paseos no es para referido. Empezaron aquella noche por pasar revista a los escaparates de la calle de la Montera, haciendo atinadas observaciones sobre cada objeto que veían. Mirando las joyerías, Felipe, cuyo espíritu generoso se inclinaba siempre al optimismo, sostenía que todo era de ley. Mas para Juanito (aliasRedator) que, cual hombre de mundo, se había contaminado del moderno pesimismo, todo era falso.

Esta diferencia de criterio revelábase a cada instante. Pasaban junto a un coche descubierto que llevaba hermosas señoras, y el Doctor, pasmado y respetuoso, decía:

«¡Buenas personas!... ¡gente grande!».

-Pillos, hijí... Tú no tienes mundo... Eso es gentecilla. ¿Crees que porque van bien vestidos...? Mamá, allí donde la ves, tiene vestidos muy majos, y no se los pone nunca para que no la tomen por esas... Cuando va a pasar el verano a las haciendas, se pone uno azul, ¿estás?...

  —142→  

Fueron por la calle del Arenal adelante, despacito para ver bien todo, estorbando el paso a las señoras y quitando la acera a todo transeúntes. El descarado Juanito no se privaba, cuando había oportunidad para ello, de echar un piropo a cualquier mujer hermosa que encontrase, ya fuera de clase humilde, ya de la más elevada.

«Hombre, que te van a pegar» -le decía el Doctor.

-Déjame a mí, hijí... que yo soy muy largo, -contestaba el otro-. Yo he corrido más... tú no entiendes... ¡Si vieras a papá! Es un buen peje para mujeres... En casa no hay criada que dure, porque les dice cosas y les hace el amor... Mi madre se pone volada y las despide. Cuando mi padre y mi madre riñen, sale aquello de que papá quiso a la señá marquesa. Porque cuando era soltero... tú no sabes... todas las marquesas se volvían locas por papá y por su hermano, que era torero, y lo mataron en una revolución. Mi tío era un gran hombre, un peje gordo... y se echó a la calle a matar tropa por la libertad; pero le vendieron, y ese pillo de O'Donnell le mató a él... Papá tiene su retrato en la sala, pintado de tamaño de las personas, y a tantos días de tal mes, que es el universario, ¿estás, hijí?, le pone dos velas encendidas y un letrero que dice: Imitaz a este mártir.

Absorto oía Felipe estas maravillosas historias,   —143→   no sin reírse interiormente de la fatuidad de su amigo. En cuanto al legendario tío de Juanito, torero, miliciano y mártir de la libertad, constábale ser cierto lo del retratode tamaño de las personas, porque lo había visto con el mencionado letrero... En estos dimes y diretes, pasaban junto al Palacio Real. Mudos contemplaron los dos un instante su mole oscura y misteriosa, tanto balcón cerrado, tanta pilastra robusta, las ingentes paredes, aquel aspecto de tallada montaña con la triple expresión de majestad, grandeza y pesadumbre. Felipe miraba aquello, en el imponente reposo de la noche, y como la primera observación que hace el espíritu humano en presencia de estos materiales símbolos del poder es siempre la observación egoísta, no desmintió él este fenómeno y dijo con toda su alma:

«Juanito: ¡si esto fuera mío!...».

El otro, siempre tocado de aquel escepticismo postizo, le contestó con desdén:

-Pues yo... para nada lo quería... Como no me lo dieran lleno de dinero...

-¡Lleno de dinero!

Felipe se mareaba.

-¿Pues qué crees tú? Los sótanos están todos llenos de sacos de oro y de barricas de billetes.

-¿Lo has visto tú?

-Lo ha visto papá... -afirmó el del Socorro, después de vacilar un rato-. Papá conoce al...   —144→   ¿cómo se llama?, al entendiente, y algunos días lo viene a ayudar a hacer cuentas.

-Yo quisiera ver esto por dentro, ¿oyes? Será bonito.

-Hijí... no tienes más que decírmelo el día que quieras. Mamá conoce a la gran zafata... ¿Estás?, la que gobierna todo, y cuida de la ropa blanca y tiene las llaves. Yo he venido más veces... ¿Que si es bonito dices?... Así, así... de todo hay... tiene un salón más grande que Madrid, con alfombras doradas, de tela como las de las casullas ¿estás?, y mucho candelero de plata por todos lados. El coche de la Reina sube hasta la propia alcoba... yo lo he visto. Aquí todo está lleno de resortes. Calcula tú, tocas un resorte y sale la mesa puesta; tocas otro y salen el altar y el cura que dice la misa a la Reina... tocas otro...

Felipe, riendo, daba a entender que si tocaba más resortes, las mentiras de su amigo no tendrían término. Pero no acobardado Redator por la incredulidad de Centeno, dejó correr sin tasa la inagotable vena de sus embustes. Pasando calles, llegaron por fin a la Cava Baja, donde Felipe no pudo cumplir su encargo, porque el ordinario de Trujillo no había parecido aún. Bien: ya tenía para otra noche. Era ya tan tarde, que los amigos sintieron un poquito de recogimiento y estrechura en las respectivas conciencias,   —145→   aunque la de Juanito del Socorro era más ancha que la puerta de Alcalá, y por ella cabían las más grandes faltas sin doblarse ni romperse. Emplear dos horas en un recado urgentísimo, para el cual lo habían señalado veinte minutos, era cosa muy adecuada a un carácter tan entero como el suyo. Ya sabía que cada minuto de más lo valía igual número de golpes de su papá; pero tenía la piel curtida y el espíritu fortificado por las contrariedades.

«Vamos, vamos -dijo Felipe inquieto-. Es muy tarde».

Apresuradamente corrieron hacia los barrios del Norte, y aunque Juanito quería detenerse aún a oír los cantos de Perico el ciego, el Doctor tiraba de él y le llevaba a prisa. Llegaron por fin a la calle de la Farmacia, donde Redator debía entregar su encargo, y mientras este subía al piso tercero del núm. 6, vivienda del infelicísimo escritor que desde las nueve estaba esperando sus pruebas, Felipe se paseó en la acera de enfrente, entre la escuela y la esquina de San Antón. Como en todo se fijaba, observó que junto a una de las rejas bajas del edificio había un bulto, un hombre con las solapas del negro gabán de verano levantadas... Al pasar, Felipe notó un cuchicheo, miró... Aunque la noche estaba oscura... ¡sí, sí, era él! Felipe se estremeció, embargado de grandísima sensación de   —146→   pavor y vergüenza. Sintió el ardor de la sangre en su cara hasta la raíz del cabello... ¡Era, era D. Pedro!

Siguió adelante, y pronto hubo de unírsele Juanito, a quien comunicó sus impresiones. Su amigo le dijo:

«Vamos a pasar otra vez».

Lleno de terror, Felipe se agarró al brazo de su amigo para detenerle, y le decía:

«¡No, no, no; pasar no!».

Pero más pudo la maliciosa sugestión del pícaro que el miedo del Doctor, y pasaron otra vez. En el momento mismo, el bulto se apartó de la reja. Felipe y él se encontraron frente a frente, y se vieron... ¡Era, era!

La vacilación de D. Pedro fue instantánea. Siguió su camino. Tras él, a mucha distancia, iban Felipe y su amigo; aquel, tan turbado, que no sabía por dónde caminaba; este haciendo comentarios sobre lo que habían visto.

«¿Te parece que le tiremos una piedra?» -propuso Socorro a su compañero, el cual, indignado, repuso:

-¡Si tiras, te pego... no es broma, te mato!

Y más adelante, dominado siempre por inexplicable vergüenza y terror, decía Centeno:

«¡Me ha visto, me ha visto!».

Cuando llegó a la casa, ya D. Pedro había entrado. Felipe pensaba de este modo: «ahora,   —147→   por lo que he visto y por lo que he tardado, me desuella vivo». Pero no fue así. Doña Claudia dormía ya, y Marcelina, que no quería alborotar la casa a deshora, tan sólo le dijo: «mañana, mañana te ajustará mamá las cuentas».

¡Siniestra y misteriosa figura! D. Pedro se paseaba en el comedor, meditabundo. Felipe deseaba que lo tragase la tierra, o que el señor se quedase ciego para que no le pudiese mirar. Fingiendo hacer alguna cosa, evitaba los ojos de su amo; pero al fin, en una vuelta que dio, encontrolos inesperadamente... ¿Qué expresión era aquella? ¿Qué decían aquellos ojos?

Felipe se turbó más observando que los ojos del capellán, al mirarle, no echaban llamas de ira. Expresaban algo que él no entendía, una perplejidad terrorífica, el estupor del calenturiento. ¡Ah!, Felipín era muy chico y no sabía leer en las fisonomías; apenas deletreaba. No podía entender bien aquella zozobra del grande ante el pequeño, aquel despecho formidable del vendido por el acaso, aquel temblor del león delante de la hormiga, aquella humillación trágica del poder ante la debilidad.

D. Pedro no dijo nada, y se metió en su cuarto.



  —148→  
- XIII -

En la clase, al día siguiente, Felipe temblaba más que de ordinario. Pero contra su creencia, Polo no le tomó lección, ni le aplicó ningún castigo. Podría creerse que se proponía no mirarlo y como figurarse que no existía. Estaba el señor triste, fosco, entenebrecido y como avergonzado. Lo poco que tenía que decir decíalo en voz baja, y desparramaba miradas sombrías y recelosas por toda el aula. De rato en rato veíasela apretar los dientes y juntar uno contra otro los labios, cual si quisiera hacer de los dos uno solo. Aun de lejos podían observarse en la piel de su cara movimientos y latidos enérgicos, ocasionados por la contracción de los músculos maxilares. Pensaría cualquiera que el buen capellán se mascaba a sí mismo.

Por último, llegó Felipe a sentirse lastimado del poco caso que su amo y maestro hacía de él. Aunque le tirase de las orejas y le diera alguna bofetada, habría preferido que D. Pedro la tomase lección, y que le mirara y atendiera. Aquel desdén era quizás una forma extraña y traicionera de la ira. Felipe tenía presentimientos, y sentía en su alma un desasosiego inexplicable.   —149→   Pero aún le quedaba mucho que ver, y ocurrirían casos con los cuales había de llegar al último grado su sorpresa. Por la noche, Doña Claudia, mientras se comía su salpicón, reprendíale por haber dejado de hacer una cosa. Él, callado, oía la terrible plática sin contradecirla. Considerad su asombro cuando vio que D. Pedro salía a su defensa. ¡Cosa fenomenal, inaudita y tan peregrina como la alteración de las órbitas celestiales!... D. Pedro, ya dispuesto para salir, bastón en mano, parose ante su madre, y dijo estas benévolas y santas palabras:

«¡Qué diantre!, si no lo ha hecho será porque no habrá tenido lugar».

Después le miró. ¿Era indulgencia, era temor lo que en el rayo de aquella mirada había? ¿Era el más terrible de los odios o traición, debilidad, cobardía, el agacharse de la fiera herida? Fuese lo que quiera, Felipe, inocente, lo interpretó como señal de amistad. Púsose muy contento, y le dieron ganas de contestar de mala manera a Doña Claudia, mandándola a paseo.

También aquella noche salió a la calle a traer de la botica aceite de beleño que la señora usaba para combatir el ruido de oídos. Dice Clío que por las noches le zumbaban a Doña Claudia en el órgano auditivo los números de la lotería, y que para aliviarse de esta molestia se ponía algodones mojados en cualquier droga narcótica.   —150→   Cuando Felipe salió y dijo la Cortés a su hija: «Parece chanza; pero lo podría jurar. En los oídos me suena el 222... créelo que me suena».

Felipe no pudo ver sino breves instantes a Juanito; pero este tuvo tiempo para hablarle del encuentro de la noche anterior, y añadió esta observación maligna:

«A mamá le conté lo que vimos. ¿Hijí, sabes lo que dice mamá? Que tu amo es un buen peje, y las chicas esas unas cursis».

Indignadísimo y avergonzado Felipe, sólo contestó a su amigo dándole un empujón hasta ponerle en medio del arroyo. Que no se pegaran aquella noche, fue prueba evidente de su cordial y sólida amistad. Felipe no podía pensar nada malo de su maestro, a quien tenía por el mejor y más completo de los hombres, sin que alteraran esta opinión la crueldad y saña de que eran víctimas los alumnos. Y tan gratamente impresionado estaba el ánimo del buen Doctor con las palabras que en su defensa había dicho don Pedro aquella noche, que subió al desván pensando en él y representándose una escena, un lance en que los dos, maestro y discípulo, eran muy amigos y se contaban cariñosamente sus respectivas cuitas y aventuras.

Antes de acostarse se puso la cabeza del toro y jugó larguísimo rato. Algunas figuras quedaron en disposición de ir a la enfermería... «¡Oh!   —151→   -pensaba él-. Si me atreviera... si me vieran entrar con mi cabeza de animal... ¡María Santísima!... ¡Pues sí me atreveré! D. Pedro no me dirá nada. Es mi amigo y me quiere mucho... Si sabe que llevo allá mi cabeza, se reirá y... porque hoy por ti y mañana por mí... Todos pecamos».

Al día siguiente Doña Claudia dio un grito ¡ay!, y con tanto énfasis señaló un punto de la Lista grande, que le hizo un agujero pasando su dedo a la otra parte. El 222 había tenido un premio pequeño, tan pequeño que no valía la pena de celebrarlo con grande algazara. No obstante, el feliz suceso era tan raro, que la señora alborotó la casa.

«Anda, corre, vuela -dijo a Felipe después de comer-. Lleva la lista a doña Enriqueta (la fotógrafa) y a Amparo. ¡Pobre Amparo!, ¡cuánto me alegro!, le han tocado seis pesetas. Diles que mañana se cobrará y que vengan a recoger su parte».

Aquella mañana en que debía cobrarse el capital ganado (obra de ciento sesenta reales) llegó con la puntualidad de todas las mañanas que se convierten en hoy, haya o no en ellas cantidades que ganar o perder. Era jueves, día de medio asueto en la temporada de verano. Por la tarde los chicos se iban de paseo, y D. José Ido descansaba de sus hercúleas tareas... Era   —152→   jueves, y Andrés Pasarón, el hijo del tendero de ultramarinos, había pegado en una tabla del solar el cartel risueño de azul y oro que decía: «Corría extralinaria a munificio de la Munificencia», con toda la relación de los toros, diestros, ganaderías, divisas, suertes y demás pormenores cornúpetos... Era jueves, y toda la clase se había dado cita en el solar. El día era espléndido, risueño como el cartel y también de azul y oro. El alma de Felipe despedía centelleos de esperanza, de temor, de miedo, de alegría. Andaba por la casa afanadísimo, desplegando una actividad febril para desempeñar en poco tiempo todos los servicios que le correspondían aquella tarde.

Había formado proposito de escaparse si no le dejaban salir. Estaba frenético. Su anhelo era más fuerte que su conciencia. ¡Ay!, tarde de aquel día, ¡qué hermosa eras! Eras un pedazo de día, rosado y nuevecito, lo más bello que se había visto hasta entonces salir de las manos laboriosas del tiempo... Creyó Felipe que se le abría el Cielo de par en par cuando D. Pedro llegó a él y le dijo, sin mirarle de frente:

«Felipe, ya has trabajado bastante. Toma dos cuartos y vete a dar un paseo».

¡Estupor!... Felipe creyó que el Ángel de la Guarda se encarnaba en la persona tremebunda y leonina del señor de Polo... Echó a correr, temiendo   —153→   que su maestro se arrepintiera de tanta benevolencia. Subió como un rayo al desván... ¡Oh, toro!, bendito sea el padre que te engendró, el escultor que te hizo y San Lucas divino que te tuvo a sus pies. ¡Pobre San Lucas!, por el boquete que tenías en tu cuerpo cabía ya todo el de Felipe. La Fe estaba acribillada. ¡Pobre Fe!, no contabas con las acometidas de este Doctor maldito, cuyos agudos y formidables cuernos podrían llamarse Martín Lutero el uno y Calvino el otro. Para ensayarse, Centeno hizo gran destrozo aquella tarde, derribó, apabulló, destripó, tendió, aplastó. No quedó títere con cabeza, como se dice comúnmente, ni barriga sana, ni cuerpo incólume, ni ojo en su sitio, ni boca de su natural tamaño y forma. Daba compasión mirar tanto estrago. Él, mientras más destrozo hacía más se encalabrinaba. Se volvía feroz, brutal. Después... ¡a la calle!

Bajó pasito a pasito a la casa a ver quién estaba allí y si podía salir sin que le notaran. Desde la puerta de la cocina vio a Doña Claudia y a Marcelina, ambas de manto, que hablaban con D. Pedro. ¡Iban a salir! Doña Claudia daba dinero a su hijo y le decía: «seis pesetas para Amparo, que vendrá a recogerlas; lo demás para Doña Enriqueta... Nos vamos a ver a las de Torres. Parece que la pobre Doña Asunción está expirando...». D. Pedro no decía nada, y dejaba   —154→   las pesetas sobre la mesa del comedor. Pausada y lúgubremente, cual sombras que se desvanecían, salieron la madre y la hija.

No se sabe la hora ni el momento preciso en que hizo su aparición en el redondel aquella cosa inesperada, admirable, verdadera. Imposibles de pintar el asombro, la suspensión, el alarido de salvaje y frenética alegría con que Felipe fue recibido... Hubo mucho y delirante juego, pasión, gozo infinito, vértigo... después, cuando menos se pensaba, policía, guarda, escoba, caídas, dispersión, persecución, golpes... Así acaban las humanas glorias. Viose una víctima por el suelo, hecha añicos, una cabeza partida en dos, en tres, en veinte fragmentos. Por aquí un cuerno, por allá un pedazo de cráneo, más lejos medio hocico. El guarda recogió los dispersos trozos en un pañuelo, y tomándolo cuidadosamente con la mano izquierda, con la derecha agarró al criminal y se dispuso a llevarle a la presencia del maestro para que este hiciera ejemplar justicia. La partida se dispersaba por la calle de la Libertad, dando gritos, silbidos y alilíes. Felipe, sobrecogido y aterrado, no podía con el peso de su conciencia.

Cuando el guarda llegó a la casa-escuela, encontró al fotógrafo en la puerta y le dijo:

«He llamado tres veces, y no abren. Parece que no hay nadie».

  —155→  

Enterado inmediatamente de la fechoría de Felipe, dijo aquel gran hombre las cosas más sesudas acerca de la moral pública y privada.

«Ahora recuerdo -añadió-, que te vi salir a las tres, con un bulto envuelto en un pañuelo, y dije para mí: 'si habrá robado algo ese perillán...'. Ahora, ahora, amiguito, te las verás con tu amo».

Subieron y llamaron. Transcurrido un largo rato, el mismo D. Pedro abrió la puerta... ¡Tremenda escena! Felipe rompió a llorar con vivísimo desconsuelo. El guarda hablaba, el fotógrafo hablaba, D. Pedro hablaba. Todos, todos, le abrumaban a gritos, apóstrofes y acusaciones; pero él no podía responder nada. El fotógrafo se permitió estirarle una oreja, diciendo:

«Principias mal... mal. ¿A dónde llegarás tú con estas mañas?»

Lo peor del caso fue que en éstas llegaron Doña Claudia y Marcelina. Pronto se informaron las dos del nefando suceso, y por poco me le descuartizan allí mismo, pues si esta le tiraba de un brazo, aquella le sacudía el otro con furor de justicia.

D. Pedro estaba serio y patético. No le decía injurias, pero no le disculpaba; no le llamaba «ladrón sacrílego» como Marcelina, pero tampoco profería una sílaba en su defensa.

Por último, se atrevió Felipe a balbucir alguna   —156→   excusa. Más que defenderse, lo que intentaba era pedir perdón. Pero aún no había abierto la boca, cuando las dos mujeres clamaron a una: «No se le puede creer nada de lo que diga; no abre la boca más que para decir mentiras».

Felipe se calló, y he aquí que D. Pedro afirmó con prontitud:

«Es cierto; no dice más que mentiras, y nada de lo que hable se le puede creer».

Parecía que el formidable maestro revolvía en su mente una determinación grave. De repente dijo con sequedad:

«Felipe, ahora mismo te vas de mi casa».

-¡Ahora mismo! -repitió Doña Claudia.

-¡Antes ahora que después! -regurgitó la fea de las feas, que habiendo subido al desván, volvía espantada de los destrozos que en las cosas santas hiciera Felipe.

Y más pronta que la vista volvió a subir y tornó a bajar con un lío de ropa, que entregó al criminal, diciéndole:

«Aquí tienes tus pingajos».

-Ni un momento más.

Felipe lloraba tanto, que las lágrimas le llegaban ya a la cintura. El retratista dijo estas atinadas palabras:

«Con las cosas santas no se juega».

Y se marchó. El Doctor salió a la antesala o recibimiento, donde estaba la puerta de la escalera   —157→   y se dejó caer en el suelo. No tenía fuerzas para tenerse en pie, pues con tantas lágrimas parecía que se le echaban fuera todas las energías de la vida. Desde allí veía parte de la sala donde estaban sus amos, enfurecidos contra él y haciendo comentarios sobre su horrible crimen. De pronto oyó una voz dulce, amorosa, celestial, voz que sin duda venía a la tierra por un hueco abierto en la mejor parte del Cielo. La voz decía:

-Don Pedro, D. Pedro, perdónele usted.

-No puede ser, no puede ser.

Protestas de las dos señoras, acusaciones y recargadas pinturas del feo delito... Pero la voz, constante y no vencida, repitió:

«Perdónele usted... cosas de chicos...».

Felipe estaba tan agradecido que hubiera adorado a la voz aquella, como se adora a las imágenes puestas en los altares. El condenado a muerte no mira al Crucifijo con más esperanza, con más unción, con más gratitud que miró él a la persona que palabras tan cristianas decía.

Polo, cuyo semblante expresaba inexplicable desasosiego, salió a donde él estaba y le dijo con estudiada entereza:

«No hay perdón, no puede haber perdón. Vete pronto».

Y se volvió adentro... Silencio. Felipe oyó un suspiro, expresión lacónica y hermosísima de   —158→   un alma que se sentía impotente para hacer el bien que deseaba... Otra gran pausa... Parecía que se retiraban todos a las habitaciones interiores. Desplomábase con lenta caída el día sobre la tarde, la tarde sobre la noche, y la casa se oscurecía gradualmente.

Esperó Centeno un rato. En la soledad era su pena más acerba, su contrición más grande. No tenía fuerzas para marcharse. Quería morir abrazado a aquel suelo y besando los ladrillos de la casa en que había hallado un asilo, sustento, y el pan del alma, que es la instrucción... Sintió pasos. Vio aparecer una hermosa y celestial figura, la Emperadora, la de la voz que pedía misericordia por él; y fuese o no la tal una beldad perfecta, a él, en tan crítico instante, se le representó como superior a cuanto en la tierra había visto, hermosura de mundos soñados y de regiones sobrenaturales. Por la ventana entraba la luz del crepúsculo. Sobre ella se destacaba la soberana belleza de aquella mujer, rodeada de rayos de oro, echando de su frente fulgores de estrellas. Su ropaje, que sin duda era de lo más vulgar, se le representaba a él compuesto de arreboles o centelleo de pedrerías, y teñido de tintas irisadas, todo sublime, imaginativo y propio de tan extraño y admirable caso. La Emperadora le miró sonriendo y le dijo con voz de serafines:

  —159→  

«No quieren perdonarte... ¡Pobrecito!... ¿En dónde pasarás la noche?... Hijo, ten paciencia, y Dios te amparará».

En sus manos blancas y hermosas traía manzanas, pedazos de pan, pasteles y otras cosas dulcísimas de comer.

«Toma esto -le dijo-. No llores tanto. Ten paciencia. ¿Qué le vamos a hacer?... Con esto puedes remediarte esta noche».

Después le pasó sus dedos finísimos y frescos por la barba. Él estaba tan ardoroso que aquellos dedos le parecían de mármol. Aún hizo ella más. Con su pañuelo, que olía a delicadas esencias, le limpió las lágrimas. Después...

Felipe la vio retroceder, mirar hacia la sala, como temerosa de que la espiaran. Volvió junto a él. Metió la mano en el bolsillo, sacó una cosa que relucía y sonaba. De sus dedos salían rayos de plata. Centeno estaba absorto, pasmado, y de su alma se amparaba lentamente un consuelo inefable, una paz deliciosa, una gratitud que, sobreponiéndose a los demás sentimientos, los sofocaban y al fin triunfaban de su honda pena.

La Emperadora dio un gran suspiro. Era un alma abrumada que no podía echar de sí esta idea: «¡Qué mal hacen en no perdonarte!».

Y luego le tomó una mano, que él tenía cerrada; se la abrió, no sin esfuerzo de sus delicados dedos; le puso en el hueco una cosa, cerrándosela   —160→   luego y apretando los dedos de él; y al concluir, le dijo:

«Con esas seis pesetas te arreglarás por ahora... No te puedo dar más».

Felipe se fue.





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