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ArribaAbajoSegunda jornada, miércoles, 3 de noviembre

Homenaje a Paulino Masip (1899-1963) en el centenario de su nacimiento


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ArribaAbajoPaulino Masip y la novela popular: Historias de amor

Manuel de las Rivas



Logroño

De la obra de creación que Paulino Masip cultivara antes de la guerra civil, dos géneros literarios merecerían un recordatorio: el periodístico y el dramático. El primero de ellos, vocacional desde los años juveniles logroñeses, se abre en 1924, con la fundación de El Heraldo de La Rioja, y alcanza un primer momento de madurez en las colaboraciones de Estampa, que ha analizado María Teresa González de Garay en su conjunto en la «Introducción» a El gafe, o la necesidad de un responsable, y otras Historias, y desde una perspectiva más concreta y específica, en la «Introducción» y «Apéndices» de Seis estampas riojanas. La producción dramática conocida es más tardía, y se vincula a la etapa madrileña del autor, entre el 29 de diciembre de 1928, fecha del estreno de su comedia breve Dúo, y el 7 de enero de 1936, cuando en el madrileño Teatro de la Zarzuela se puso en escena El báculo y el paraguas.

No tenemos intención de abordar el desarrollo de esa doble faceta creativa del autor riojano -no de donde naces, mas de donde paces-, salvo en lo estrictamente indispensable para nuestros objetivos. Subrayaremos, eso sí, por anticipado, que en uno y otro campo, en el periodístico y en el dramatúrgico, Paulino Masip trató siempre de alcanzar el éxito, de lectores o de espectadores, propio de ambas dedicaciones, y que lo hizo desde una perspectiva que hoy calificaríamos de «comercial», en el más baqueteado sentido de la palabra, que es, naturalmente, peyorativo, porque quienes la utilizan, o la utilizaron en los últimos cien años, trataban de compensar la falta de éxito o de popularidad con una carismática exigencia pseudoestética o metafísico-comprometida, para uso de minorías impolutas. Efectivamente, el teatro de Masip era un teatro comercial, en una línea de comedia de caracteres y de humor lírico que se correspondía con los hallazgos y las búsquedas de su generación, desde Mihura a López Rubio o Ruiz Iriarte. Y el periodismo de Masip era, en sus años madrileños, entre 1928 y 1935, un periodismo de lectores y lectoras de la burguesía, una pequeña y mediana burguesía que avizoraba caminos de libertad y de curiosidad histórica a la sombra de la bandera tricolor de la Segunda República y a los sones del Himno de Riego. Ni siquiera tuvo inconveniente Paulino Masip en probar suerte con la novela por entregas, con el viejo y querido folletón de urdimbre decimonónica, pero atravesado ya por las luces y las sombras de la novela erótica de los años 10 y 20, y por los   —198→   zarpazos de la narrativa rosa, que confirmaría su validez lectora prácticamente hasta nuestros días. Angélica o un corazón de mujer se llamaba esa narración folletinesca que comenzó a publicarse en Estampa el 16 de abril de 1932, número 223 de la citada revista, y que continuó en 74 entregas, hasta el número 296, 9 de septiembre de 1933. «¿Pro pane lucrando?». Claro, como las novelas contemporáneas de Don Benito, las Memorias de un hombre de acción de Baroja o La cruz de San Andrés de Camilo José Cela. No estriba el problema en si se escribe para el éxito, sino en si el éxito destruye, o rebaja, o desmorona, la escritura. Lo que en cualquier caso se perfila con nitidez es el compromiso de Masip con una literatura de corte popular, pongamos o no popular entre comillas, tanto si ese pueblo es el que acude al teatro, como si es el que se decide por la lectura.

Naturalmente, la ruptura que para las dos profesiones básicas de Masip -el periodismo y la dramaturgia- supuso la guerra civil, resultó ser una piedra de toque decisiva en su devenir vital, como ocurriera en tantos y tantos exiliados del 39, o del 38, o del 41. Pero cuando el logroñés de cuna ilerdense equilibra al fin sus humores, y descubre un pasadizo aceptable donde verter su capacidad creativa y ofrecerse a sí mismo y a su familia un medio de subsistencia, lo encuentra, en su nueva patria mexicana, en el arte mayor del siglo XX; popular por antonomasia y sin fisuras, en el cine. Masip conecta así con sus instintos más profundos y no duda en mantener contra viento y marea el compromiso a que hicimos alusión en el párrafo precedente. Ya el año 1941-había llegado a México en 1939- inicia su colaboración como guionista en el cine nacional mexicano. Y hasta principios de los sesenta, cuando la enfermedad le obliga a abandonar sus actividades laborales, la nómina de sus guiones, entre adaptaciones y películas originales, sobrepasa el número de 70. Es en el terreno fílmico, por tanto, donde hay que encuadrar, con sus luces y sus sombras, la obra de Paulino Masip en el exilio, la aportación del creador riojano a la cultura mexicana de los cuarenta y los cincuenta.

¿Significa este postrer capítulo de la actividad artística de Paulino Masip un abandono de la literatura en sus diversas vertientes? Por supuesto que no. Pero sí una manifestación cardinal de prioridades que cualquier análisis de su figura debería tomar en consideración. Parece indudable que el nuevo rumbo de la obra de Masip es una consecuencia del marco de exigencias proporcionado por el exilio. Y buena prueba de ello es que en la etapa inicial mexicana Masip trata de ofrecer una síntesis de sus experiencias creadoras en el terreno de la literatura, a través de cuatro obras originales y una sugestiva traducción. El periodo se abre en 1939 con la publicación de Cartas a un español emigrado, un ensayo derivado de su traumática experiencia de la guerra civil. En 1940 fuma en México D.F., aunque no se publique hasta 1944, la obra dramática El hombre que hizo un milagro, que más tarde adaptaría para el cine. Del mismo año 40 es la traducción del estudio de Georges Weill, profesor de la Universidad de Caen, El diario. Historia y función de la prensa periódica, que pone de manifiesto su vinculación con el universo periodístico, que ha sido desde 1929 al menos su verdadero nervio vital. De 1943 data la edición de Historias de amor, un engarce subterráneo con los años de Estampa, y un intento, sin duda frustrado, de transplantar a México las fórmulas que le habían dado juego en la España, o en el Madrid al   —199→   menos, de los años 30. De estas Historias trataremos con algún detalle en nuestro trabajo. Por último, en 1944 Paulino Masip edita la que sin duda será su obra cumbre, El diario de Hamlet García, la incursión feliz del autor en el mundo de la novela reflexiva, ideológica y bañada en las aguas de la tragedia española del 36, la que le ha dado el derecho a formar parte del grupo selecto de novelistas del exilio, tras las referencias, primero de Marra López, y posteriormente, de Eugenio de Nora. Estas varias tentativas de Masip, que abarcan el abanico amplio de sus intereses literarios, son imprescindibles en la evaluación de su figura y de su obra, pero son además, para el buen entendedor, y a la vista de los magros frutos crematísticos, el marco en el que se legitiman y se aclaran sus trabajo y sus días en el ámbito del mundo cinematográfico, consagrado a la labor de guionista, que en esos mismos años alcanzaba en USA uno de sus momentos estelares.

Pero nuestra intención es, en concreto, detenernos en ese momento en el que Masip busca rumbos propicios que le permitan rehacer su vida, y analizar esa veta de autor popular que manifestó en sus años madrileños, y que en el pórtico del exilio trató de beneficiar con la publicación de sus Historias de amor, cuyos primeros capítulos habían formado parte de las páginas de Estampa, la revista que abrió a Paulino las puertas del periodismo de batalla y de masas.


Historias de amor

Sánchez Aranda y Barrera del Barrio, en sus Lecciones de Historia del periodismo español, Pamplona, 1988, perfilaron perfectamente las características de la revista Estampa, lanzada al mercado de la letra impresa el día 3 de enero de 1928. Fue Antonio González de Linares, redactor de Prensa Gráfica, quien, a imitación de las revistas francesas de la primera posguerra, intentó convencer a los dirigentes de su empresa para que dieran un vuelco a la presentación y contenidos de sus productos editoriales. ¿En qué sentido? ¿Desde qué perspectivas? Lo resume así González de Garay: «Su proyecto era el de editar un semanario popular, como objetivo prioritario, barato y en huecograbado». Surge de nuevo el término, «popular», con su función periodística determinante. Y sin entrar ahora a rastrear a qué tipo de pueblo fueron a parar las páginas de Estampa, sí conviene insistir en que, desde el año fundacional, 1928, es en esas páginas donde Paulino Masip afila sus armas y se va creando un prestigio profesional.

Estamos ante una revista que conecta con el denominado periodismo industrial, atenta a las tecnologías más avanzadas del momento. Y además, estamos también ante una revista que busca en el reportaje curioso, en la entrevista llamativa, en la noticia con gancho, en el complemento gráfico indispensable, la conexión con el público lector. Hay un aire evidente de modernidad en la confección y en la selección de temas y enfoques, y una búsqueda de fórmulas, tradicionales en su caso, de ruptura cuando se tercia, para ampliar el caudal de suscriptores o de simples compradores del último número aparecido. Y, como es natural, como lo era desde el Romanticismo, el relato ficcionable o ficticio, la serie con ribetes históricos, legendarios o de actualidad, es uno de los pivotes sobre los que gravita   —200→   la actividad de Estampa, desde sus primeros momentos. La tercera colaboración de Paulino Masip en la revista se enmarca en una de esas series que tratan de llegar al mórbido lector en potencia: «La mujer en el hogar de los hombres célebres». Masip redactará dos de esas entrevistas-reportajes que secretean sobre mitos y minucias, la dedicada a la familia de Luis Bello, que es a la que hicimos mención, en el número 46 del 13 de noviembre de 1928, y la del número 48, «En el hogar de Valle Inclán», correspondiente al 27 de noviembre del mismo año.

Los llamados «cuadros de costumbres» y las denominadas «leyendas», surgieron a través de la prensa decimonónica, la primera prensa literaria creativa que funcionó en España. Larra y Bécquer, por citar dos figuras señeras, estuvieron presentes en esa simbiosis entre literatura y periodismo, cuando aún el periodismo literario era cosa de una élite. Después vinieron, importados de Francia, el folletín, la novela por entregas, y se asentaron la novela histórica y la novela de tesis. Nunca más se separarían ya periodismo y ficción. Con diversos enfoques, desde perspectivas varias, el periodismo, diario, semanal, quincenal o mensual, sostuvo su propia batalla literaria, la del cuento, la del relato breve, la de los capítulos encadenados o sin encadenar, del folletón o de la serie, y en esta larga trayectoria es donde hay que situar los relatos que Paulino Masip preparara para Estampa, en solitario o con otros compañeros de profesión. Así se originó la serie titulada Historias de amor, que comenzara Masip a editar en la revista el 16 de enero de 1932, en el número 210. Desde esa fecha hasta el 25 de noviembre de 1933, aparecen en la revista tres relatos que responden taxativamente al titular genérico de la serie. Los dos primeros, el ya citado de 16 de enero del 32, «Luis XIV y la Condesa virtuosa», y el de 2 de julio del mismo año, número 234, «Lucrecia Borgia y sus tres maridos», aparecen con la firma de Paulino Masip, eliminando así cualquier duda respecto a su autoría. El tercero, en cambio, el de noviembre del 33, «El hijo del Emperador de Austria mata a su novia», no está firmado por Masip sino por N. Tassis, un evidente pseudónimo, ¿de quién? Paulino había utilizado en Estampa para fumar ciertos reportajes y para su novela-folletín, Angélica, o un corazón de mujer la firma supuesta J. Ardebol, o J. B. Ardebol, fácilmente detectable, porque Ardebol era el segundo apellido de su padre y Juan su segundo nombre. ¿Era este también el caso de N. Tassis? Hay una marcada diferencia en la extensión de los dos relatos iniciales citados y el referido a la tragedia de Mayerling, con el Archiduque Rodolfo y María Vetsera como protagonistas. Da la impresión, comparando estos textos, de que el artículo de Tassis es un simple esbozo, apenas un esquema básico, preparado para desarrollos posteriores. Y eso dificulta la fijación del estilo, especialmente como consecuencia de la desaparición de los diálogos, tan característicos en el trabajo de Masip. No obstante, convendría recordar el dato de que en las Historias de amor editadas en México el año 1943, no está presente el texto que comentamos, lo que podría abogar por su pertenencia a otro autor. Como sugerencia, por el contrario, favorable a la adjudicación, estaría el hecho de que entre los textos que se publicaron en México estaba el de «Isabel de Borbón y el Conde de Villamediana», cuyo desarrollo supone un conocimiento por parte de Masip relativamente minucioso de la vida y obra del Conde, y un personal acercamiento a la pasión humana y   —201→   lírica del autor barroco, que no en vano se llamaba Don Juan de Tassis. Por otra parte, en ese mismo volumen mexicano que sirve de base a nuestros análisis, se incluye otro texto, procedente asimismo de Estampa, del número 266, fechado a once de febrero de 1933, texto que no se incluyó en la revista bajo el epígrafe genérico Historias de amor, pero que sí firmaba Paulino Masip, y que se titulaba «El suicidio de Fígaro». La relación, estrecha sin duda, entre lo publicado en los treinta en la revista y lo que se editara en México D.F. en los cuarenta, no nos obliga a creer que el relato firmado por Tassis no perteneciera a Masip, ni tampoco nos asegura cuándo y de qué modo se compusieron el resto de las Historias. Sólo tres, de las diez que componen el volumen, proceden de Estampa. Pero indudablemente, el proyecto debió abarcar desde el comienzo una serie más amplia y sólida que la que se desarrolló en la revista, y que, sin causa aparente, se interrumpe a partir del mes de noviembre de 1933. ¿Sin causa aparente? Desde nuestra perspectiva actual, tal vez, porque la vida profesional de Masip es absolutamente desconocida para el lector de hoy. Pero para los seguidores de Estampa y del mundillo periodístico que le rodeaba, nada tan natural como que Paulino Masip abandonara la serie de Historias de amor, e incluso cualquier clase de colaboraciones en la revista, como así ocurre a partir de 1934. Y es que Masip es director de La Voz desde 1933, y lo será después de El Sol en los años 1935 y 1936, hasta meses después del estallido de la guerra; en que se producirá su traslado a Barcelona. Con la responsabilidad que supuso este ascenso fundamental en su carrera, parece lógico suponer que se viera forzado a dejar en el telar sus trabajos de colaboración en Estampa, entre ellos esas Historias de amor. Cuando los avatares del exilio, tras el largo paréntesis, casi una década, de «sangre, sudor y lágrimas», le permitan el retorno a la escritura de creación, Masip reencontrará tal vez entre sus papeles los relatos de amor, galantería y pasión que formaron parte de su ejercicio periodístico. Y desde la nostalgia de los tiempos de Estampa reconstruirá el edificio de esas Historias, que tienen un pie en la España del pretérito, fugada entre estertores, y el otro en el Nuevo Mundo mexicano, en el que hay que edificar el presente y preparar la siembra del futuro.

Lo que está claro es que Paulino Masip había salvado del desastre los originales de las Historias, por lo menos los de las tres publicadas en España en 1932 y 1933, y, probablemente, los que estaban destinados a formar parte de la serie primitiva, al menos en esencia. De ahí que antes de meterse en aventuras narrativas de nuevo cuño tratase de sacarle partido a una aventura de esa índole que estaba ya madura y en condiciones de aprovecharse con eficacia.

«Empresas Editoriales» se denomina la firma que edita el volumen, y en el colofón lleva el siguiente texto: «Este libro se terminó de imprimir en México D. F. el día 28 de agosto de 1943, en los Talleres Linotipográficos de la Editorial Stylo, bajo la dirección de Antonio Caso jr». Y es casi seguro que fuera el propio Antonio Caso, según el recuerdo familiar, quien compusiera el prólogo, que aparece sin firma. Lo que se corrobora con el epígrafe de dicho prólogo, denominado «Nota del editor». Esta «Nota» tiene interés por varios motivos. En ella se traza una síntesis biográfica de Paulino Masip, cara sin duda a los lectores mexicanos, pero asimismo desde la perspectiva del nutrido grupo de escritores   —202→   del exilio, que comenzaban su andadura en el país azteca. Se hace mención expresa de que «vivió buena parte de la infancia y el despuntar de la juventud en Logroño», (habría que concretar un poco más, dado que la vivencia logroñesa de Paulino abarca desde 1905 hasta 1928, desde los seis hasta los 29 años, ya que nació el 11 de marzo de 1899 en la Granadella. Paulino Masip hizo todos sus estudios en Logroño, se casó en Logroño, y en Logroño nacieron sus dos hijas, Dolores y Carmen, la segunda de las cuales todavía sigue viviendo en el país de adopción), se recuerda la publicación de las Cartas a un español emigrado, de 1939, coincidiendo con su desembarco en México, se hace hincapié en su trayectoria como periodista, y en su obra, tanto lírica como dramática, y se apunta que «aquí (es decir, en México) ha terminado, entre otras cosas, estas Historias de amor, que ahora salen al público». Dada la procedencia fidedigna de todas estas noticias, ofrecidas por el propio Masip a su editor como carta de presentación, resulta reveladora la afirmación de que «ha terminado», precisa y concluyente, frente al posible «ha compuesto», o «ha elaborado», como términos alternativos. Está presente la conciencia autorial de que las Historias de amor ya estaban en marcha, publicadas parcialmente, avanzada su gestación, y que tan sólo necesitaban la última mano, la del repaso, la de la puesta a punto para ser entregadas a la imprenta como un todo. Sería necesario recordar que las tres editadas en Estampa se mantienen prácticamente idénticas en la publicación mexicana. El que el editor concluya su «Nota» con la afirmación: «Aunque Historias de amor es un libro nuevo...», responde, por tanto, a una parcial verdad, porque nunca las Historias se habían convertido en libro, pero no disminuye el valor ni el sentido del «ha terminado». Lo que, ponderativamente, predica asimismo el editor: «Pero Masip es también novelista de gran talento, y en este género quizá le espera el más resonante de sus triunfos», es una lógica consecuencia de que El diario de Hamlet García, la obra señera de Masip, está ya en la imprenta, a pique de publicarse. La edición del Hamlet es de 1944, y el manuscrito se firmaba en marzo de 1941. Lástima que, en cambio, el editor no acertara respecto a lo del «más resonante de sus triunfos». Pero de estas injusticias flagrantes está atiborrada la historia de la literatura española.




¿Historia o ficción?

Diez son, por tanto, las Historias de amor publicadas en México D.F. en agosto de 1943. Malos tiempos para la lírica. Entre Stalingrado y el desembarco de Normandía. Las enunciaremos en el mismo orden de publicación:

1.-El suicidio de Larra.

2.-Luis XIV y la Condesa virtuosa.

3.-La Princesa de Éboli y Felipe II.

4.-Los tres maridos de Lucrecia Borgia.

5.-La reina María Luisa y el guardia de Corps.

6.-Teresa Cabarrús y Tallien el convencional.

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7.-Isabel de Borbón y el Conde de Villamediana.

8.-Napoleón y la Condesa Walewska.

9.-Las mujeres de Goethe.

10.-El matrimonio blanco del filósofo Condorcet.

Las tres que procedían directamente de la revista Estampa ocupan en el listado los números l, 2 y 4. Se ha colocado por delante de las otras dos el relato del suicidio de Larra, que abre vigorosamente el volumen, y se ha intercalado entre Luis XIV y Lucrecia Borgia la historia de la Princesa de Éboli, pequeños cambios debidos, sin duda, a razones de estética y de intuición comercial. Convenía introducir el capítulo hispano de un personaje sugestivo, la princesa de Éboli, entre dos relatos de temática no española, el francés del Rey Sol y el italiano, aunque con resonancias levantinas, de la más antonomásica representación de la familia Borgia. Estamos, por tanto, ante la decena completa y justa. Monda y lironda, como diría con humor el periodista Paulino Masip. El diez no es ningún número esotérico. Es el componente base de la razón y la modernidad en el arte de contar y medir. Es sistema métrico decimal neto. Lo mismo que el título, Historias de amor, carece de arrequives y filigranas, y de subjetivizaciones provocantes, el número 10 es la manifestación indudable del equilibrio aritmético.

La serie en su totalidad representa vertientes sentimentales del pasado histórico. Nada hay en ellas que huela, ni de lejos, a contemporaneidad. Pero está también claro que trata de seleccionar áreas donde la historia puede adoptar el carácter de lo perenne. Al fin y al cabo, el amor sugiere connotaciones de eternidad. El relato más antiguo se remonta a la última década del siglo XV, coincidiendo con los años del descubrimiento del Nuevo Mundo, 1492 y siguientes, y con el desarrollo de la Roma renacentista. Es la historia de los tres matrimonios de Lucrecia Borgia, uno de los mitos característicos de la maldad femenina. Ocupa en el volumen el cuarto lugar. Al siglo XVI se remonta el relato de Felipe II, Antonio Pérez y la de Éboli, Doña Ana de Mendoza y de la Cerda, entre 1553 y 1591, el tercero de la serie. Del siglo XVII, primera y segunda mitad respectivamente, son las aventuras del Conde de Villamediana, entre 1621 y 1622, y las de Luis XIV, el rey francés, sin que aquí se especifiquen los años al tratarse de una secreta relación nunca consumada. Lo único que concreta el narrador es esa genérica «segunda mitad», en el turno de Madame de Montespan como amante del monarca. Son las narraciones 7 y 2 del volumen. Vinculadas al periodo revolucionario francés, finales del XVIII y comienzos del XIX, están los amores de Teresa Cabarrús, los del filósofo Condorcet y Sofía de Grouchy y los de Napoleón Bonaparte y la Condesa Walewska, que hacen los números 6, 10 y 8. Se encuadran entre la toma de La Bastilla, año 1789, pasando por el periodo de la Convención en 1793, que desemboca en el 9 de Termidor, hasta la batalla de Waterloo el año 1815. Cabalgando asimismo entre el XVIII y el XIX, aunque con más amplia elongación, nos encontramos con los amores de Goethe (1749-1832) y con las varias relaciones entre Manuel Godoy y la Reina María Luisa de Parma, esposa del rey español Carlos IV, que se prolongan entre 1788 y 1818, desde la corte española hasta la napolitana, con un lento epílogo hasta el año   —204→   1851, cuando al fin fallece el antiguo guardia de corps en su exilio parisién. Son los relatos números 9 y 5. Y el más cercano a la actualidad de la vida y milagros de Paulino Masip es el que abre el volumen, el vinculado al suicidio de Mariano José de Lana, a sus amores y amoríos con Dolores Armijo. Se remonta esta vez al 13 de febrero de 1837. Y si otras Historias incluidas en el texto se prolongan más en el tiempo, ninguna de ellas, indudablemente, tiene la inquietante modernidad que confiere a la de Larra la visión por parte del ácido articulista madrileño de la España decimonónica, y el oscuro prestigio de su perfil tormentoso y pasional.

Dos momentos históricos parecen tener preferencia en el ánimo del escritor riojano, el de la España del Siglo de Oro y el de la Revolución Francesa. Felipe II y Felipe IV son los dos Austrias elegidos, en el ápice y en la decadencia del dominio español en la política europea, buscando los recovecos de la «leyenda negra» cuando aparece «el rey prudente», que es en Masip el rey «frío, hermético, enlutado y grave», herencia directa de la novela por entregas de la segunda mitad del XIX español, desde Manuel Fernández y González hasta Ramón Ortega y Frías, y con cierto sentido de la distancia en el caso de Felipe IV, siempre mejor tratado que su abuelo por las cancillerías europeas y por los narradores del postromanticismo. Respecto a la Revolución Francesa, Masip parece tenerle especial predilección, marcando así la deuda política con la ideología republicana, y la deuda cultural con el país frontero, en cuya capital, París, deambuló y fraternizó el escritor durante parte de los años 1920-1921. Este contacto clave con la vida francesa, y con su lengua y literatura, aclara algunos aspectos de su trayectoria literaria, desde luego las traducciones de relatos de Charles Nodier, que firmó en España en 1924, cuatro años antes de su desembarco en Madrid, pero también determinadas referencias, semejanzas o transparencias, que sobrevuelan su teatro, o en estas Historias de amor, la insistencia en los fastos históricos revolucionarios de 1789, el tratamiento ligeramente stendheliano de la figura de Napoleón, o la vis admirabilis con la que se hace eco de la figura de Luis XIV. Una simple comparación entre el Felipe II del relato número 3 y el Luis XIV del número 2, el de «La Condesa virtuosa», nos exime de un análisis detenido. Yo me atrevería a ir más lejos, a suponer un acercamiento admirativo de Paulino Masip, en general, como estudioso y aficionado a la historia, a la Francia de los siglos XVII al XIX, frente a una consideración crítica negativa y doliente de la España de idéntico periodo. El noventayochismo pertinaz es patrimonio de Masip, aunque sea desde la bonhomía y una sana dosis de optimismo. Y al ir des granando los amores maltrechos de reyes, condes y guardias de corps, no puede por menos que aparecer. Esos matices alumbran la historia de Manuel Godoy, el rey Carlos IV y María Luisa de Parma, y con mayor intensidad aún las soledades y resquemores de Mariano José de Larra, que empeñado en «casarse pronto y mal», como él mismo ironizará en uno de sus artículos denominados «de costumbres», se casaría, en efecto, pronto y mal con Pepita Wetoret, para sentirse después arrastrado al abismo por los desdenes y los atractivos de Dolores Armijo. Francia está, por lo tanto, muy presente en la pluma de Masip, como modelo unas veces, como ilusión otras, incluso como norma de aprendizaje y como posibilidad imitativa. Y en este terreno tampoco se aleja nuestro autor de sus veleidades por la   —205→   literatura popular. La de la novela francesa del XIX, especialmente centrada, a mi entender, en Dumas padre (no olvidemos las relaciones personales y afectivas entre Nodier y Dumas), y la del teatro boulevardier.

Juan Ignacio Ferreras, en sus Estudios sobre la novela española del siglo XIX, distinguía, tras la novela histórica propiamente dicha del decenio romántico, 1834-1844, dos etapas de deterioro, vinculadas al relato por entregas o folletinesco, que denominó, «novela histórica de aventuras» y «novela de aventuras históricas». En la primera de ellas, todavía el elemento histórico mantenía una cierta ligazón con la realidad, servía de contrapunto a la inventiva más o menos desaforada y a la intención melodramática del autor. En esa línea trabajaría un autor como Don Manuel Fernández y González, al menos en sus momentos mejores. Con el segundo momento, el pasado se convertía en una excusa, en un falso señuelo, sin las mínimas exigencias de veracidad y documentación, como un simple telón de fondo para justificar lo inverosímil. Un buen ejemplo de esta tendencia lo tendríamos en Florencio Luis Parreño, cuya popularidad, hacía constar Ferreras, se mantuvo tanto como la de Fernández y González, como lo prueba el hecho de que todavía en 1942 se publicara en Madrid la vigésima edición de su obra Pedro el Temerario. Hay, sin duda, una degradación de los materiales históricos utilizados por este género, considerado como subliterario o infraliterario, y una degradación de la historia misma en sus relaciones con la ficción, conforme avanza el siglo XIX y se inserta en el XX. Pero el grupo realista, capitaneado por Galdós, a través de sus Episodios Nacionales, y los escritores del 98, con el Baroja de las Memorias de un hombre de acción, con el Unamuno de Paz en la guerra, y con el Valle Inclán, autor predilecto de Masip, de El ruedo ibérico, dan un vuelco definitivo al uso del material historiable dentro del relato, y colocan en el lugar que le corresponde el serio conocimiento por parte del escritor de los hechos pretéritos que trata de aprovechar. No significa esto de ningún modo que no siga vivo el folletín, intensamente vivo, tanto en los senderos del melodrama rosa o negro, como en aquellos otros que utilizan la historia a su capricho. Pero sí supone, para un escritor riguroso y con un nivel de exigencia, la necesidad de cohonestar lo popular en sentido amplio con una labor de investigación y un buceo en los acontecimientos del pasado, que se atempera a los cánones del verdadero historiador.

Tal va a ser el sentido de lo histórico que predomine en las Historias de amor de Paulino Masip. Masip rescata del folletín histórico de aventuras el carácter de varios de sus protagonistas, hombres públicos de resonancia universal -Felipe II, Napoleón, Goethe, Luis XIV-, extrae del pozo insondable de la leyenda, nunca comprobable, aunque sí latente, sucesos y excesos fruto de las pasiones de amor y de poder, tan gratos al lector común y al escritor de masas, y, muy especialmente, fija su mirada en personajes femeninos de tradición romántica, ya sentimental, ya tenebrosa, para insertarlos con extrema habilidad en un ámbito de comedia burguesa, merced al dominio del diálogo teatral, una de las virtudes cardinales en la escritura masipiana. Así, mujeres como la de Éboli, la reina Isabel de Borbón, Sofía de Grouchy, María Teresa de Austria, la esposa de Luis XIV, etc., consiguen llegar a los lectores con el halo preciso de sugestión erótica, o de debilidad moral, o   —206→   de lacrimosa virtud, o de delicada perversión. Todo un programa de conexión del mundo moderno y tecnológico en el que se está moviendo Masip, con las elementales fórmulas de seducción propias de la novela por entregas.

Pero Masip, al mismo tiempo, se preocupa de la historicidad. Por de pronto, con un uso concreto y perfilado de la cronología. No sólo esgrime los años, sino, con cierta frecuencia, los meses y los días. Años, meses y días, exactos, coincidentes con los que pregonan los textos históricos o las biografías documentadas al detalle. Tal vez, de las diez Historias de amor que contiene el volumen, la única en la que predomina la imprecisión cronológica sea la de «Luis XIV y la Condesa virtuosa», porque es, característicamente, la que no está basada en hechos comprobados, sino en secretas y oscuras «Memorias» de algún cortesano curioso, en leyendas y anécdotas de la época del Rey Sol. Ni siquiera llegaremos a conocer el nombre de la protagonista, mantenido discretamente por el galante escritor en el baúl de los misterios. Todo un programa que esta vez se evade de la historia, para recalar en el análisis psicológico de la mujer, primero perseguida y acosada, al fin enamorada, que no está dispuesta a traicionar a su marido, aunque el que pretende ser su amante sea el rey más poderoso de la cristiandad. El relato, aunque con características propias, está muy cerca de la última novela de la trilogía dumasiana de Los tres mosqueteros, la menos conocida por el lector español, que se titula El vizconde de Bragelonne. En ella, entre otras muchas cosas, -la novela sobrepasa las dos mil páginas de impresión ordinaria- se nos cuentan los amores de Luis XIV con Luisa de la Valliére y con la Montespan, que también forman parte del entramado del relato masipiano. Entre Dumas y las Memorias de Saint Simon, Paulino Masip engarza su pequeña perla para el collar de la literatura por entregas, aunque la ocasión no favorezca precisamente las exigencias históricas. Pero piezas como la del Ministro Godoy, como la del suicidio de Larra, o la de Teresa Cabarrús y Tallien, siguen los meandros históricos temporales con auténtica devoción. Y consigue en ellas el escritor asegurarse frente a los lectores el marchamo de la veracidad.

La compulsa de textos biográficos, o de documentación de la época descrita, también forma parte del trabajo de Masip en estas Historias de amor. Destaca, por ejemplo, el capítulo dedicado al Conde de Villamediana, Don Juan de Tassis, y la Reina Isabel de Borbón. El asesinato del Conde en las calles madrileñas nos es ofrecido a través de tres textos, el de uno de los cronistas de sucesos de la época, el de Francisco de Quevedo en sus Anales de quince días, y el del escribano del Rey Felipe IV, Don Manuel de Persia. Este acercamiento a la escritura coetánea es una habilísima maniobra para que quede en el corazón del lector la sospecha sobre los móviles del crimen, confirmando así lo que la historia de amor tenía de legendario, huidizo y volátil. Lo mismo que los textos poéticos del propio Conde, o a él atribuidos, que jalonan el relato. Legítima astucia del narrador, y uso inteligente del dato histórico. A veces, Paulino Masip se limita a decorar la historia, seleccionando los motivos que le interesa subrayar, como ocurre en el caso de Lucrecia Borgia. Otras, hace hipótesis concretas alrededor de noticias vaporosas, como en el caso de los embozados deseos de Felipe II en relación con la Princesa de Éboli. En ciertos casos poetiza felizmente relaciones ignotas, como la del filósofo Condorcet y Sofía de   —207→   Grouchy, apoyándose en datos históricos incontrovertibles, como el asalto y toma de La Bastilla, o la propia biografía del Marqués. La historia es un apasionado telón de fondo en los amores napoleónicos con la Walewska, y un magnífico taller de trabajo cuando se nos cuentan las relaciones entre Tallien y Teresa Cabarrús, tal vez, a mi entender, el relato donde con más exactitud y precisión se imbrican la ficción y la verdad en los fastos, o quizás nefastos, del 9 Termidor. En definitiva, Paulino Masip ha investigado siempre los periodos y los personajes que novela, ha procurado no alejarse nunca de las coordenadas de lo verdadero, aunque de ellas extraiga numerosas posibilidades ficticias, y ha usado discretamente, nunca a mi juicio abusado, del don de la interpretación y de la extrapolación, al producirse el salto de lo público y conocido a lo íntimo y desconocido. Porque era en lo íntimo donde el autor pretendía penetrar, o si no jamás de le hubiera ocurrido escribir precisamente Historias de amor.

Claro que los «amores» desarrollados por Masip apenas se iluminan desde el ventanal de la inocencia, o desde el rosetón goticista de la pasión oculta. Los amores que Masip relata están inmersos en el atractivo mito del «fruto prohibido». Nueve de las diez Historias se construyen sobre el adulterio de, al menos, uno de los amantes, cuando no de los dos. El adulterio, en el marco de la sociedad burguesa de los años treinta, es todavía el picante matrimonial por antonomasia, y la moneda de cambio para excitar el interés del lector aburrido. Acaba de llegar a España por primera vez, en la erupción republicana, la ley del divorcio. La mujer sale del cascarón histórico que le oprimía, las elecciones de 1933 son las que inauguran el voto femenino. Son datos que hay que poner en relación con la temática de nuestras Historias, donde las tormentas políticas del pasado, el carácter todopoderoso de algunos de sus protagonistas, Papas, Reyes y Reinas, Emperadores o nobles, las costumbres libertinas de siglos menos victorianos o más tolerantes, favorecen el plus de rentabilidad erótica y la presencia de mujeres dispuestas a romper las reglas, entregarse sin reticencias, o hacer alarde de sus complacencias sentimentales. El manejo de la historia desde perspectivas melodramáticas y folletinescas ha contribuido permanentemente, pero en especial a partir del romanticismo, a estos juegos narrativos, donde el amor cuenta siempre con una carga de revolución pendiente, de subversión y de peligro. Pero si el adulterio es procedimiento básico, no conseguiría sus objetivos si no estuviese acompañado por la violencia y el horror. Se ha dicho siempre que amor y muerte son las dos caras de la misma moneda. Eso lo corrobora Masip en sus Historias, con el asesinato, el suicidio, las ejecuciones, el terror. Asesinatos del Conde de Villamediana, del hermano y uno de los maridos de Lucrecia Borgia, de Escobedo, suicidio de Larra, ejecuciones de 1794, culminadas con la de Maximilien Robespierre y su hermano Robespierre el joven, terror del Terror por excelencia, violencia de las guerras napoleónicas, del asalto a La Bastilla, del motín de Aranjuez contra Godoy, del ambiente global humano y político en que se desarrollan los acontecimientos que jalonan las diversas Historias. Siempre hay excepciones, como en la historia de los amores goethianos, donde se ha huido voluntariamente de alusiones al marco histórico general, para centrarse en el alma del protagonista y en su itinerario sentimental, o como en el noventa por ciento del caso Condorcet, expresamente dedicado a la   —208→   profundización psicopatológica en dos almas gemelas, que pretenden huir de la fisicidad del amor, empeñados en convertirlo en un extraño jardín del intelecto. Pero lo que da cuerpo al volumen se engendra en el deseo, en la fuerza de la pasión y en la violación de la norma. Sin ese ingrediente, las Historias de amor no tendrían sentido. Y eso que Paulino Masip es un escritor entonado, elegante, delicado hasta el límite. No hay en todo el volumen una sola insinuación de las que en su época podrían considerarse de mal gusto, ni una sola concesión a la literatura erótica, tan en el ambiente de la novela, corta o larga, de los veinte y los treinta, en toda la generación que abarca desde Felipe Trigo hasta Zamacois, Insúa u Hoyos y Vinent. Masip es insobornable en ese terreno, se detiene en la frontera justa, sin que la dramaturgia ritual del contenido amoroso vaya más allá de lo que una convencional doncella de la mesocracia madrileña hubiera podido aceptar con el consentimiento de sus padres. Ejemplo destacado de dicho tratamiento lo tenemos en «Los tres maridos de Lucrecia Borgia», donde el tema del incesto, aspecto este el más turbio y sugerente de la protagonista, queda apenas delineado, apenas entrevisto, como una pincelada sin subrayar. Podría incluso dudarse de su presencia en el relato, según el modo interpretativo del curioso lector. Nos recuerda, por cierto, a otra presentación del incesto en uno de los textos famosos de Alejandro Dumas padre, el correspondiente a La Reina Margot, en el que las relaciones entre Margarita y su hermano Francisco de Alençon también quedan marcadas por la ambigüedad. Yo diría que incluso en Masip todavía resultan más evanescentes esas posibles alusiones. Aunque tal vez este tratamiento del personaje Borgia esté vinculado a la perspectiva del narrador a lo largo y ancho de todo el volumen. Punto este del que trataré sucintamente en el próximo apartado.




Estructura, narradores y punto de vista

El periodismo plantea ineludibles exigencias. Por ejemplo, la de la extensión de los textos. Claro que en el ámbito de la narrativa el problema se había solucionado con «la entrega», diaria, o semanal, según las características propias de la publicación, que también podía ser, por ejemplo, quincenal o mensual. Se iba dividiendo la novela en partes, y esto atraía la atención del lector hacia el inmediato capítulo, obligando de facto al escritor a medir el «suspense» imprescindible en cada uno de los retazos. Vieja astucia que condiciona la estructura; y que sigue plenamente al día en los «culebrones» televisivos, como lo estuvo en los cincuenta en los seriales radiofónicos, o en los treinta en las películas de serie o por sesiones. De sobra conocida es la historia del «folletín» como fórmula editorial, desde su creación por Geoffroy en 1800, dedicando a la crítica literaria un espacio en la parte inferior del diario («rez-de-chaussée»), hasta que Emile de Girardin, tras fundar el periódico La Presse, cuyo primer número aparece el 1 de julio de 1836, decide insertar en dichos espacios, separados del resto de la página por una banda negra, y que ya son conocidos como «folletín» o «folletón», relatos, narraciones largas, que se van publicando por números, condicionando el método de escritura del creador, y excitando en los lectores cotidianos la emoción del «continuará» (la «suite au prochain numéro»). La premisa que hará posible   —209→   el sistema es la misma que abre el avance tecnológico hacia la «literatura industrial», que está en la base precisamente de la «novela popular». J. C. Vareille, en Le roman populaire Français (1789-1914), Idéologies et pratiques. Le Trompette de la Bérésina, editado en 1994, se hace eco de las tres etapas que marcan el desarrollo del folletín entre 1836 y 1870. La primera, desde 1836 hasta 1838, los inicios, cuenta con la decisiva aportación de Balzac, que publica todas sus novelas de este periodo utilizando la nueva fórmula. Entre 1838 y 1850, el folletín alcanza su máxima difusión y su punto culminante, con las colaboraciones de Dumas padre y Eugenio Sue, las dos grandes estrellas del firmamento folletinesco. La Ley Riancey de julio de 1850, obligando a los diarios a pagar un céntimo por cada entrega publicada, limitó la demanda de novelas, y abrió una crisis en el sistema, inauguran do la tercera etapa, que se extiende entre 1850 y 1871. Desde 1871 en adelante, la crisis se acentúa lentamente, y se empiezan a buscar nuevas fórmulas, aunque manteniéndose el folletón hasta bien entrado el siglo XX.

No hay diferencias sustanciales, al menos externamente, para el caso español. Ha sido estudiado por Juan Ignacio Ferreras en La novela por entregas. 1840-1900, volumen editado el año 1972. Ferreras distingue, por su parte, una «edad de oro» de la novela por entregas en España, entre 1840-1860, donde las traducciones del francés forman uno de los capítulos destacados, pero donde, asimismo, se desarrolla la actividad de Manuel Fernández y González, como personalidad clave del género, y una segunda etapa, que el crítico denomina «de decadencia», y que abarcaría hasta 1900, donde se inscriben las aportaciones de Pérez Escrich, Parreño o Vicente Blasco Ibáñez. La fórmula no desaparece con el siglo. Folletones, como los de Blanco y Negro, famosos en determinados ámbitos de la clase media conservadora, o autores de novela rosa, como Rafael Pérez y Pérez, mantienen vigorosamente el género. Si en Francia puede decirse que la Gran Guerra (1914-1918) marcó el final de un ciclo, respecto a España habría que hablar de la guerra civil (1936-1939) como frontera de la práctica desaparición de la novela por entregas. Tal vez porque para el nuevo régimen represor, eso del folletín presentaba connotaciones inmorales o políticamente liberales, cuando no obreristas.

Pero, si hablamos del folletín, deberemos diferenciar con claridad entre los autores que son folletinistas, no sólo como método de editar su trabajo, sino como fórmula narrativa estricta, es decir, los propiamente novelistas por entregas, y aquellos otros que, al conjuro del éxito crematístico de la fórmula, la emplean en sus publicaciones para llegar al mayor número posible de lectores. En el caso español, una cosa es Torcuato Tárrago o Wenceslao Aiguals de Izco, y otra algo distinta, algo, quede claro, no dualicemos sin más, don Benito Pérez Galdós, cuando publica por entregas su Doña Perfecta, o don Juan Valera, publicando con el mismo método Pepita Jiménez, o Pío Baroja, iniciado ya el siglo XX, cuando edita La casa de Aizgorri, o Ramiro de Maeztu y don Ramón del Valle Inclán disponiéndose a mejorar sus rentas literarias publicando anónimamente una novela folletín, la famosa La cara de Dios, o la menos famosa La guerra del Transvaal o los misterios de la Banca de Londres, que editara Maeztu por el sistema de entregas entre 1900 y 1901. Es modélico el ejemplo de Vicente Blasco Ibáñez, que trabaja en los dos escenarios, en el del   —210→   folletín estricto, y en el de la novela naturalista de temple poderosamente personal. Si en uno de los apartados nos ofrece La araña negra, por citar un título famoso, en el segundo nos encontraremos con La barraca. El escritor levantino repudiará más adelante sus escritos folletinistas, prohibiendo su reedición mientras vivió, delimitando así fronteras. Claro que otro tanto hiciera Balzac en Francia, y por análogas razones. Lo que ocurre es que en el caso de Blasco la prohibición, absurda en sí misma, se mantuvo durante el franquismo por motivaciones de índole ideológica, en una campaña permanente contra el autor, que ha estudiado J. L. Alborg en el último volumen, por ahora, de su Historia de la Literatura. La cuestión es que la novela extensa por entregas permanece viva en España entrado el siglo XX, y el mismo Paulino Masip, del que estamos analizando en estas páginas las Historias de amor, ya hemos podido comprobar que hizo una interesante incursión en el género, Angélica o un corazón de mujer, dentro del área rosa, que no la de aventuras, porque era la primera la que modulaba los éxitos lectores al filo de los treinta. Como vimos en su momento, la novela por entregas de Masip se publicó en la propia revista Estampa, donde se insertaron también las Historias de amor que el escritor dio a conocer antes de la guerra. Y es que Estampa mantuvo el folletón desde 1928 hasta 1935 como sección fija, corroborando así la contemporaneidad de un género ya tradicional, junto a otros esfuerzos novedosos y pioneros.

El espacio, por tanto, era una limitación, un condicionamiento con el que había que contar, y se prestaba de modo singular al uso del relato breve, como también al del cuento. Mariano Baquero Goyanes puso ya de relieve en su clásico trabajo El cuento español del romanticismo al realismo, lo que significó el periodismo para cualquier linaje de relatos breves, por la fácil cabida que tenían en las páginas de revistas y periódicos este tipo de trabajos. Pero, por si el periodismo no bastara, los años 1900 a 1930 constituyeron el momento feliz de las colecciones independientes de narraciones caracterizadas por su brevedad. Títulos como La novela semanal o La novela de hoy invadieron el mercado y dieron lustre a las plumas de esa «generación de la novela corta», que analizara Federico Carlos Sáinz de Robles, y que vivió en todo su esplendor Rafael Cansinos Assens. No era imprescindible, pues, el desarrollo extenso narrativo. El público pedía bocetos, pinceladas y relámpagos novelescos. O, en su caso, se apuntaba a las series, que, con un «leit motiv» único podían prolongarse durante semanas o meses, dando pábulo a Historias completas para cada ocasión, pero con un marco temático global. Vieja fórmula con variaciones, por cierto. Nihil novum sub role. Y en ese terreno los sajones se llevaban la palma. No sólo por que, en el campo de la narración extensa, también sus mejores creadores, como Charles Dickens, utilizaran la fórmula de la entrega, sino porque desarrollaron al máximo la «short history», a través de revistas especialmente, y la trasladaron asimismo a USA, contribuyendo al nacimiento y desarrollo de géneros a ambos lados del Atlántico, como el de terror, el de la novela detectivesca y negra, o el de la ciencia-ficción. Series de éxito universal, como la de Sherlock Holmes, obra de Sir Arthur Conan Doyle, pueden servir de muestra para marcar el impacto de un género, el del relato breve por capítulos, con un personaje común, o un motivo básico, que todavía alienta con fuerza, que no ha perdido, en los albores   —211→   del siglo XXI, su atractivo y su carácter, ni su éxito, que es lo que les importa a los editores. Está claro que las Historias de amor cumplen a la perfección las exigencias que venimos analizando. La revista Estampa utilizó las series con profusión y sin reticencias, desde su nacimiento hasta su desaparición, y en ese marco hay que inscribir la idea inicial de Masip respecto al volumen que nos ocupa.

La extensión de cada historia independiente, que se publica completa, dependerá, como es lógico, de las posibilidades distributivas de la publicación, del montaje y confección de los números. Precisamente, la confección empieza a tomar carácter, no sólo práctico, sino estético, a partir de estas publicaciones gráficas del primer tercio del siglo XX. Estamos ante un periodismo exigente, que busca deslumbrar al lector, no sólo a través de los contenidos, sino de su estructuración formal. Por lo que respecta en concreto a Estampa, las Historias de amor que llegaron a publicarse, con ese nombre o sin él, en la revista, y de las que fue responsable, con absoluta seguridad, Paulino Masip, presentan una extensión notable, propia de la época, notable si comparamos tales relatos con los propios del periodismo de hoy día. En la edición mexicana, las diez Historias de amor ocupan 328 páginas, lo que supone, sobre un total de 10, un promedio de 32,8 por relato, casi 33, para dejarlo en número redondo. Las tres que editó Estampa, 32, 30 y 32 páginas respectivamente, manteniendo el equilibrio perfecto en su extensión, tal y como lo exigía el formato de la revista. Pocas variaciones de paginación supone la parte que se imprimió en México, si exceptuamos el relato de Napoleón Bonaparte y la Condesa Walewska, que alcanza tan sólo las 22 páginas, y ocupa en la definitiva edición el puesto 8.º, y la última de las Historias, la de Condorcet y Sofía de Grouchy, que alcanza la inusitada extensión de 47 páginas. También la de los amores goethianos se sale ligeramente del promedio, con 34 páginas, en el lugar número 9. Y la coincidencia, sin duda nada fortuita, de que sean los tres últimos capítulos del volumen los que rompan el equilibrio espacial, nos invita a suponer que Masip gozó, en la preparación última del texto, de libertad amplia, aunque no omnímoda, en cuanto a las paginaciones de sus relatos. Y que fueron los tres últimos precisamente los que necesitaron una elaboración más seria en cuando a su escritura y desarrollo.

Más interesante, en cuanto a las premisas estructurales, es el modo en que se distribuye cada «Historia» externamente. El uso de lo que en el argot periodístico se denominan «ladillos» es una constante en los diez relatos. Y estos ladillos, titulares parciales, que avanzan el contenido de las páginas inmediatas, están siempre sin numerar, lo mismo que sucedería en un reportaje de actualidad. Cumplen, por tanto, dichos titulares una función explicativa aclaratoria previa, pero también y sobre todo un objetivo de construcción y selección del material ofrecido por el autor. En un reportaje, se trata de fijar los elementos claves en el desarrollo de los datos. En un relato de ficción histórica, como son las Historias de amor, lo que se obtiene es una sucesión de momentos elegidos, en el tiempo y en el espacio, los que considera el escritor precisos para que los lectores enderecen su interés hacia el meollo, o los meollos, del tema. Todo ello supone, en realidad, una dependencia de la estructuración interna respecto a la externa, porque cada secuencia titulada y aislada oficia como los escalones que llevan al corazón de la vivienda del personaje, escalones   —212→   absolutamente imprescindibles para llegar a la puerta del piso. Y, desde otro ángulo, los «ladillos» van conformando la sucesión de «escenas dramáticas», que acercarían la estructura del relato a la de una obra teatral de la época de Masip, cuando en efecto la división en escenas era el patrón del teatro impreso. Si recordamos que Masip, en los año 30, inició una interesante carrera como dramaturgo, frustrada por la guerra civil, entenderemos tal vez mejor el método de construcción de sus relatos de amor.

A estas alturas temporales, de gozne entre los siglos XX y XXI, no sería ocioso recordar que la narratividad cinematográfica ofrece idénticas soluciones a los problemas constructivos de los filmes. Resultaría fácil advertir que las divisiones estructurales tituladas de nuestras Historias de amor adoptan el aire de secuencias cinematográficas, con saltos en el espacio y en el tiempo que podrían trasladarse tal cual a la película de turno. El oficio de guionista, como hemos observado en nuestro trabajo, no fue ajeno a Masip durante sus años mexicanos, sino todo lo contrario, se convirtió en su modus vivendi. Y es que si el cine nos ha ofrecido una revolucionaria exploración de la realidad a través de la imagen, apenas ha inventado nada en el terreno de la narración, sigue viviendo de los principios narrativos que desvelaron los escritores de los siglos XVII al XIX, desde Cervantes hasta Henry James. Por otra parte, quien haya mantenido una relación relativamente seria con la épica culta de los siglos XVI y XVII, habrá podido observar cómo el desarrollo secuencial de los poemas más significativos de este género, tan injustamente denostado hoy día, y, como consecuencia, tan olvidado, poemas como el Orlando Furioso de Ariosto, la Jerusalén Libertada de Torcuato Tasso, Las lágrimas de Angélica de Barahona de Soto, o La Araucana de Ercilla, por citar dos ejemplos famosos de la épica italiana y otros dos de la española, cómo su desarrollo secuencial, repito, es el prototipo anticipado de la estructura cinematográfica, no sólo en clave de las citadas secuencias, sino incluso en la planificación. Planos generales, medios, primeros planos, insertos y planos de detalle, se alternan con habilidad exquisita en la descripción de las batallas o de las escenas de amor, de un modo que sorprendería al aficionado al séptimo arte. La estructura narrativa, insistimos, no es una creación cinematográfica, sino una ancestral e instintiva actividad del ser humano en sus relaciones sociales, desde el primigenio arte de contar. Y quienes la han poseído en grado excelso, pese a los santones del estilo culto, han sido los escritores señeros de la novela popular.

Respecto a esas divisiones formales de cada «Historia», su cuantía oscila entre 10 y 15, de acuerdo con esta enumeración: 14, 10, 14, 10, 15, 13, 10, 11 y 11. Se mantiene, en conjunto, una tendencia a reducir al máximo la atención continuada del lector, ya que cada una de las secuencias abarca un promedio de dos a tres páginas, que en el caso excepcional del relato sobre el filósofo Condorcet, aumentaría a cuatro, y, por el otro extremo, no llegaría a dos en la «Historia» de Godoy y la Reina María Luisa, ya que sus 28 páginas de extensión abarcaban un total de 15 secuencias narrativas En el desarrollo concreto de cada uno de los textos, Masip utiliza casi siempre la vieja fórmula de presentación in medias res, para ofrecer a continuación el «salto atrás», que facilita los datos iniciales del modo más sintético posible. No rompe Masip en ningún momento las vinculaciones con el   —213→   estricto modo decimonónico de construir narraciones. La herencia de la novela realista pesa con fuerza. Observemos con más detalle el bagaje estructural de «El suicidio de Larra», el primero de los relatos incluidos en el volumen mexicano, que procedía, como vimos, de Estampa, en el número correspondiente al 11 de febrero de 1933, conmemorando sin duda el aniversario del suicidio, 13 de febrero de 1837, muy cerca ya de la fecha centenaria, cuando Luis Cernuda ofrecería su hermosísimo poema «A Larra con unas violetas». Las 14 secuencias del relato sobre Larra se suceden de esta manera: Se abre con «Un niño en Corella», cuando el padre del escritor, Don Mariano de Larra y Langelot, ejerce la medicina en el pueblo de Corella, en la Rioja navarra, como médico titular, tras haber solicitado el puesto, cansado de su vida en la Corte de Madrid. Se aprovecha esta circunstancia del año 1822, durante el trienio liberal, en el reinado de Fernando VII, para presentarnos a Larra con trece años, todavía un niño, pero con vislumbres de genio, solitario, imaginativo y singular. Esta presentación obliga a la inmediata presencia de los «Antecedentes», que forman la segunda secuencia, donde se nos indican los acontecimientos excepcionales de la infancia de Larra. Las dos primeras etapas del relato son el cimiento sobre el que descansa el futuro edificio vital del escritor. Pero falta todavía una pieza clave, el desengaño prematuro y cruel en el terreno sentimental. A relatarnos ese primer momento trágico dedica Masip tres secuencias, perfectamente orquestadas: el «Vislumbre de adolescencia», donde Larra siente los primeros atisbos del deseo adulto, la necesidad de ser hombre, o al menos de parecerlo. El «Primer amor», entre los 15 y los 16 años del escritor, cuando estudia primer curso de Filosofía en la Universidad de Valladolid, y se enamora de Elvira, amiga de la familia, y que luego resultará ser amante de su padre, enlazando así con «La catástrofe», cuando se descubren las relaciones ilícitas, y padre e hijo se enfrentan en una muda manifestación de desconcierto, por parte del padre, y de odio y decepción por parte del hijo. Saltamos, inevitablemente, del desastre a «La boda», un casamiento prematuro, el 13 de agosto de 1829, con el que Larra pretende compensar, en la narración de Masip, su resentimiento amoroso. Aquí tenemos, engranados, dos momentos bien diversos del periplo vital del protagonista, engranados por el uso de las secuencias narrativas, y por su «dispositio» en el desarrollo estructural. Es ahí donde se aprecia la importancia decisiva de esta construcción en minicapítulos titulados, donde podemos vislumbrar las habilidades del urdidor de tramas. ¿Tuvieron realmente algo que ver en la vida real de Larra, la historia de Elvira, su primer amor, y la boda, cinco años más tarde, con Pepita Wetoret y Martínez? En el relato de Paulino Masip, por supuesto, sí. El enlace es paradigmático y profundo. No sólo eso, sino que, como consecuencia de tal enlace, surgirán las «tomas» posteriores, «Sensibilidad en carne viva», con el fracaso matrimonial a la vista, y «Fígaro, el escritor», caminando hacia la fama como articulista, crítico y dramaturgo, entre las espinas de una vida conyugal en crisis permanente. Es decir, la selección de motivos argumentales conectados hábilmente por el narrador, que deja en la sombra otros aspectos que no funcionarían en su relato con la debida eficacia, alcanza el ineludible blanco, al que apuntara el arco de Masip desde la secuencia corellana: «La muerte en escena», donde, como advierte el narrador, «Entre tanto Larra topa con la gran pasión». Con Dolores Armijo   —214→   y Cambronero, que va a ser, páginas adelante, el desencadenante del suicidio. «Ruptura y viajes», «Regreso» y «El último día» son las tres secuencias sucesivas que marcan el destino de Larra hasta el 13 de febrero de 1837. Hasta que el disparo de una pistola en la sien pone fin a su vida. Aún quedará un doble epílogo, el de las reacciones ante la noticia de su muerte, «Por la noche», y el de su entierro, el «15 de febrero de 1837», imprescindible en una narración sobre la vida y muerte de Larra, porque su entierro pesa todavía como un símbolo desde que la generación del 98, o algunos de sus miembros, convirtieron la tumba de Larra y su muerte voluntaria en trampolín de su discurso crítico frente a la España decadente y caciquil. Y en el ideario de Paulino Masip, ese 98 es todavía una referencia decisiva. El escritor riojano utiliza, pues, las fórmulas estructurales como plataforma de su perspectiva sobre el personaje cuya vida narra, y va orientando las emociones y la comprensión del lector, paso a paso, a través del desarrollo secuencial, hasta llegar al resultado previsto. En el caso que nos ocupa, hasta convencer a ese lector interesado de que Dolores Armijo y Mariano José de Larra son los dos polos de la tragedia, y que el déficit sentimental de la adolescencia gravitó inexorable sobre el destino de Larra como una maldición. No hay que extrañarse, por otro lado, de que Masip trabaje de este modo la construcción de sus relatos de ficción histórica. Ese ha sido el método constante de los novelistas populares. Arrastrar al lector hacia sus páginas dosificando los datos, abriendo cauces al suspense y manipulando con maestría el material de sus Historias.

Intentaremos, como cierre de este apartado, un brevísimo apunte sobre el modo en que Masip trabaja con los narradores, qué tipo de narrador predomina en los textos que estamos analizando, y el punto de vista desde el que se organiza la narración. En cuanto al carácter del narrador, Masip seguirá, una vez más, los cánones consagrados del relato decimonónico, narrador omnisciente a la hora de penetrar en el interior de sus personajes, tamizado, eso sí, por la máxima cautela en el uso de las intervenciones del autor explícito, y por una tendencia expresa al grado cero de narratividad. El narrador estrictamente necesario, prudente, casi fantasmal, que procura no intervenir con subjetividades llamativas en el desarrollo de los acontecimientos o en la pintura de los caracteres. Un narrador, pues, de tendencias naturalistas, embozado siempre que es posible tras la directa expresión de los personajes a través del diálogo, que es, a mi entender, como ya lo he indicado en páginas anteriores, el punto fuerte de Masip, como buen dramaturgo. La sustitución frecuente del relato en tercera persona por el diálogo, recuerda las maneras de Dumas padre, que también fue dramaturgo, y excelente, antes de ser novelista. El acercamiento vital a las pasiones íntimas sólo puede afrontarse desde las palabras mismas que pronuncian los que desean, los que sufren, o los que aman. En esos momentos, el aspecto histórico se diluye hasta desaparecer, pero lo que se pierde en exactitud documental, o en dato biográfico de investigación, se gana en atractivo humano. Son los diálogos de estas Historias de amor los que, a mi juicio, hacen posible que hablemos de relatos, de novela corta, de literatura de creación, más allá de la verdad histórica o de periodismo efímero. Y esto es así de tal manera que, cuando en la «Historia» dedicada a Goethe y sus amores, el número de aventuras sentimentales impide ir más allá de la pura presentación biográfica   —215→   y de la exposición de los datos básicos, el relato disminuye en calidad y en interés humano para el lector, y se acerca fríamente al recordatorio histórico para eruditos. Diez mujeres jalonan la narración goethiana, Kathen Schoenkopf, Federica Bryon, Carlota Buff, Lilí Schonemann, la desconocida de Weimar, Carlota de Stein, Cristina Vulpius, Minna Herzlieb, Mariana Villemor y Ulrika de Marienbad. Demasiadas piezas para un puzzle sentimental, donde ha de imperar la brevedad. Salvando el caso de Ulrika, donde la penetración psicológica del autor obtiene en un par de páginas tan sólo excelentes resultados, el resto de la «Historia» se queda en una correcta enumeración perfectamente documentada. Han desaparecido los seres humanos, ha desaparecido el diálogo, no existe el acercamiento virtual al alma de los personajes. Naturalmente, es una correcta síntesis biográfico-amatoria, pero no sobrepasa tales límites. Preferimos, en tal caso, a Stefan Zweig investigando los amores y amoríos de Honorato de Balzac. Pero cuando Masip presenta «en escena» a María Luisa de Parma y Manuel Godoy, o al Conde de Villamediana y sus amigos, o a Luis XIV y la «Condesa virtuosa», o a Doña Ana de la Cerda y Antonio Pérez, entonces penetra sin tapujos en el mundo de la creación de caracteres, y, dando de lado a las frialdades históricas de legajo, nos permite observar desde dentro los efectos y las verdades de la pasión. Tal vez con un sentido teatral de comedia de los treinta y los cuarenta del ya pasado siglo, pero también, en los mejores momentos, con maestría y autenticidad. Después de todo, ese esfuerzo por acercarse a la carne y sangre de los personajes históricos a través del diálogo, es el mismo que los historiadores grecolatinos realizaban en su contexto cultural poniendo en boca de los protagonistas, personajes que nada tenían que ver con la ficción, discursos y proclamas que jamás pronunciaron. La ética del discurso en Jenofonte es idéntica a la ética del diálogo en Masip.

Si atendemos, por último, al punto de vista sugerido por la lectura y análisis de Historias de amar, llama la atención la clara tendencia a inclinarse el narrador por el punto de vista femenino. No feminista, desde luego, porque esa perspectiva femenina a que nos referimos va unida a las connotaciones burguesas, de la pequeña burguesía de la época, con todas sus limitaciones, e incluso con la concreta carga de machismo soterrado. Pero sí hay una disposición narrativa en la que la mujer, su mundo y sus intereses, su capacidad de amar y su libertad de enamoramiento, parecen guiar en multitud de ocasiones los puntos de la pluma del narrador. En cualquier caso, no conviene olvidar que la mayor parte de las protagonistas femeninas de estas Historias pertenecen a altos, incluso a altísimos estratos de la sociedad de sus épocas respectivas -varias son Reinas o cercanas al trono-, únicos lugares donde le era posible a la mujer hacer uso de un margen de libertad sentimental e incluso física, que les estaba vedado a la abrumadora mayoría de las personas de su sexo. La distorsión resulta evidente. Y por eso, es en los casos en que el protagonismo femenino se centra en mujeres de la clase media, caso de Dolores Armijo o de alguna de las mujeres goethianas, cuando convendría explorar atentamente la situación. Y es precisamente en esos dos casos donde el narrador ha preferido el punto de vista masculino con absoluta claridad. La consecuencia no ofrece dudas para el lector neutral: las mujeres goethianas hacen el papel de mariposas que se queman en la llama del genio, un papel de subordinación y   —216→   debilidad, entre romántica y feudal, mientras que Dolores Armijo asume el rol de vampiresa cinematográfica, de «femme fatale», explotando los viejos traumas infantiles y adolescentes del solitario Larra, y dejándolo después junto al negro cañón de la pistola, cuando suena la hora de recuperar la relación con su marido. Cierto que también Teresa Cabarrús, o Madama Tallien, inicia su vida en un ámbito de funcionariado mesocrático, pero los éxitos de su padre en la Corte de Carlos III y su temprano matrimonio con el marqués de Fontenay, le permiten gozar de las libertades que la aristocracia francesa de la época de María Antonieta ejercitaba sin trabas. Y a ello se añadirán las excepcionales oportunidades del periodo revolucionario, que consagrará a la Cabarrús como «Nuestra Señora de Termidor». Y si en el relato sobré el Conde Villamediana, Don Juan de Tassis, el punto de vista masculino parece triunfar a lo largo de la acción, no olvidemos que la Reina Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV, arrastra hacia sí la perspectiva y el enfoque en cuanto aparece en escena. Hay en esta «Historia» un equilibrio inestable entre las dos figuras y la posición del narrador frente a ellas. Pero no existe, por el contrario, duda alguna en cuanto a la feminización de las Historias que protagonizan la Condesa virtuosa, la Princesa de Éboli, Lucrecia Borgia, la reina María Luisa, la Condesa Walewska e Isabel de Grouchy, a pesar, en este último caso de la preeminencia en el título de Condorcet, como hipotético protagonista absoluto. Sofía le va robando ese protagonismo hipotético a Condorcet hasta erigirse en la clave psicológica de la narración, a través de la cual estamos en condiciones de entender el secreto de dos almas gemelas.

Nada tan propio del periodo republicano español de los treinta como esa preocupación intelectual por lo femenino, por la obtención para la mujer de condiciones de vida que le permitan independizarse y conquistar una parcela de poder económico y sentimental. Son tan sólo los principios de un movimiento que, setenta años después, todavía no ha alcanzado muchas de sus metas. Y es en el marco periodístico donde nos encontramos con un selecto grupo de mujeres que se abren camino profesionalmente y aspiran al reconocimiento social. En el marco periodístico de modo perceptible y destacado. Ya María Teresa González de Garay, en su estudio preliminar a la edición de Seis estampas riojanas, observó el dato en relación con la revista Estampa, donde, como hemos podido comprobar, Paulino Masip inició su carrera profesional. Estampa, en efecto, dio entrada en sus páginas a secciones específicamente femeninas desde una perspectiva inédita en España, y puso al frente de esas páginas especializadas a Magda Donato, una de las mujeres significativas del periodo. Magda Donato, para quien no acierte a localizarla, era el pseudónimo de Carmen Eva Nelken, hermana de la más famosa desde el ángulo político Margarita Nelken. Magda Donato, autora y actriz de teatro, además de narradora, exiliada en México junto a Paulino Masip, ha recibido al fin parte del reconocimiento que merecía en nuestro país, a través del estudio que le dedicó recientemente Antonina Rodrigo en el volumen Mujer y exilio. 1939, editado en Madrid en 1999. En Cuentos de mujeres. Doce relatos de escritoras finiseculares, editado el año 2000 por Amelina Correa aparece un cuento suyo «La carabina», precedido de una nota biográfica. Pero lo interesante es que en el ámbito laboral de Paulino Masip hay un ambiente propicio a la lucha por la igualdad   —217→   y los derechos de la mujer, una visión entonces perturbadoramente moderna respecto al papel que la mujer debiera jugar en el marco de la sociedad española de los años treinta del siglo XX. Y que ese caldo de cultivo ejerce su influjo sobre el escritor y marca, sin duda, determinadas apreciaciones y puntos de vista narrativos en el desarrollo de las Historias de amor.




La fórmula viva

No podemos, desgraciadamente, realizar un estudio comparativo entre el éxito lector de las Historias de amor publicadas en Estampa, y el que tuviera el año 1943 en México el volumen conjunto. Carecemos de datos respecto a la revista y no sería justo hurgar en el taller literario de los exiliados durante el primer lustro de su destierro, cuando las circunstancias eran las menos propicias para la difusión de su obra. Ni en el primer lustro, ni en los que le siguieron, para ser exactos. De mala manera sobrevivieron como escritores Max Aub o Ramón J. Sender, a pesar de su extensa, polifacética y perdurable creación narrativa. Cerrado prácticamente el mercado español por las circunstancias políticas, apenas si fue posible mantener las aspiraciones y la vocación de escritor de un buen número de españoles sin patria, que bastante tuvieron con encontrar los medios básicos para la supervivencia. La literatura que se hizo o se intentó entre dos mundos, dos épocas y dos vidas separadas por el trágico espectro de la guerra civil, nunca, ni siquiera ahora mismo, llegó a ser conocida y valorada como en tantos casos lo merecía por su calidad. Y si no fue valorada la literatura de compromiso, de desgarro y de alto voltaje creador, ¿cómo lo iba a ser la literatura de consumo medio, la que pretende el entretenimiento inteligente del lector, sin aspirar en principio a percepciones de eternidad? Pasó sin pena ni gloria la penetrante y considerable novela de Paulino Masip, El diario de Hamlet García, de 1944, y se diluyó en la niebla de las aquiescencias amigables el volumen Historias de amor, de 1943. Cuando ahora, casi sesenta años después, recuperamos esta literatura de sonrisa y suspense, o de efímera página de revista, o de difusión mesocrática para el hombre de la calle, no se trata, natural mente, de subvertir la escala crítica de valores y hallar el tesoro de los galeones de Indias. Se trata, honestamente, de situar en el planeta de nuestra literatura histórica, junto a los largos olvidos del exilio, la realidad y el empuje de una literatura popular que estuvo a la altura de su época, la realidad y los trazos de un autor, Paulino Masip, que sufrió las consecuencias de la derrota literaria del 39, porque también fue una derrota literaria, no sólo política y militar, y que, en sus reportajes, en sus ficciones históricas, en sus comedias, prometía formar parte, con dignidad y con humor ático, de la nómina de escritores que cada día, o cada semana, o cada quincena, o cada mes, ponen al alcance del lector medio el fruto de su ingenio creador.

Porque lo que sí es cierto es que la fórmula continúa viva. La fórmula de la ficción histórica, más o menos novelada, que se apoya en personajes famosos del pasado próximo o remoto, y que se sirve de las páginas del periódico o de la revista para atraer la atención del mucho menos apasionado lector que hace sesenta años, aunque sólo sea   —218→   por las alternativas con que cuenta para trascender el tedium vitae, está presente en las publicaciones de hoy mismo, con idéntica intensidad, por lo menos, de lo que lo estuviera en las publicaciones de 1932. Tengo en las manos el volumen Pasiones, con el subtítulo explicativo y ponderativo: Amores y desamores que han cambiado la historia, que firma Rosa Montero, y que procede casi en su totalidad de la serie del mismo título que fue publicándose en el suplemento dominical de El País a lo largo de los años 1997 y 1998. El volumen, que reunía todas las colaboraciones de Rosa Montero, a las que se añaden una justificación previa, una Introducción, con el epígrafe «Amar el amor», y un Epílogo, con otro epígrafe, esta vez irónico, «y al final, la felicidad», se editó por El País en septiembre de 1999, dos meses antes de que se conmemorara el centenario del nacimiento de Paulino Masip, y de que se elaborara esta ponencia alrededor de las Historias de amor. Casualidad, sin duda, pero nada casual. Rosa Montero repetía, en cierta medida, para el semanal de un periódico de amplia difusión, la experiencia de Masip en la revista Estampa. Rosa Montero tuvo más fortuna que Paulino Masip. Acabó la serie y, todavía con el regusto de su lectura en los hogares de la clase media del 2000, pudo permitirse el lujo de editar el conjunto de sus Pasiones con indudable éxito de venta.

No es el momento de realizar un análisis comparativo minucioso. Pero convendrá al menos subrayar determinados aspectos. Empezando por la titulación de la serie, Historias de amor frente a Pasiones, un manifiesto de caracterología diferencial. La tranquilidad sin aspavientos de Masip y el aldabonazo firme de Rosa Montero. Por si lo de «pasiones» resultara todavía poco clarificador, la periodista clasifica esas pasiones entre «las que han cambiado la historia». Hipérbole pura. Díganme ustedes lo que cambió la historia el duetto entre John Lennon y Yoko Ono, o las malhadadas relaciones entre Oscar Wilde y lord Alfred Douglas, por citar dos de las «pasiones» que desarrolla Rosa Montero en su texto. Masip alcanza la decena de Historias en su obra, mientras Rosa Montero duplica el material, con 20 síntesis biográficas, sin contar las referencias varias, casi relampagueantes, de la Introducción y el Epílogo. Significa esta duplicación de las Historias, una inevitable disminución del espacio concedido a cada una de ellas, lo que está plenamente de acuerdo con las necesidades y exigencias del periodismo actual, devorador de escritura y entusiasta de lo invisible. Rosa Montero reduce al máximo, concentra sin tregua los rasgos de sus personajes. No hay que invitarle al comprador de periódicos a la lectura morosa. La lectura morosa es un mito del pasado. Por otra parte, la escritora y columnista no está dis puesta en ningún momento a quedarse fuera del texto elaborado. «Intento vivirme en el interior de los biografiados y entenderlos», afirma Rosa Montero en la justificación inicial, y hasta ahí todos podríamos estar de acuerdo, aunque en el modo de expresarlo hay ya una tendencia a incluirse en esas vidas y tomarlas como algo personalísimo. Pero la autora va mucho más lejos, al indicar a continuación que «el resultado es, pues, abiertamente emocional». La autora, en efecto, toma partido, no escatima puntos de vista «emocionales» propios cuando retrata a los personajes cuyos datos ha investigado con rigor, pero también con «pasión». Y es que a veces, uno pensaría que las pasiones, más que de   —219→   los protagonistas son las pasiones de Rosa Montero frente a ellos. Para muestra, basta un botón. Hablando de Larra, afirma la autora: «Larra, que debía de ser un pardillo con poquísimos conocimientos amorosos, quedó prendado de ella» (se refiere, naturalmente, a Dolores Armijo). Y unas páginas más adelante: «¿Puede un hombre inteligente, digno y conmovedor, comportarse como un necio en lo que atañe a los sentimientos amorosos? Sí puede: según todos los indicios, Larra fue un perfecto mentecato». Escojamos un segundo ejemplo, para que no parezca que la elección es interesada. Ahora Rosa Montero habla de los Windsor, Eduardo VIII, el rey que abdicó por amor, y Wallis Simpson, la divorciada americana causa de la abdicación. Refiriéndose al momento de la abdicación, advierte Rosa Montero: «Aunque la obcecación que Eduardo sentía por Wallis resulta enfermiza, estas palabras (se refiere a una frase, transcrita literalmente, donde pone de relieve el Monarca recién llegado al trono su inquebrantable pasión por Wallis), y todo lo que el hombre se jugaba con ellas, son sin lugar a dudas conmovedoras. Y es que a menudo la estupidez raya con el heroísmo y la patología con la grandeza». Epiloguemos estas referencias con el foral del capítulo correspondiente a Cleopatra y Marco Antonio: «Ella, grandiosa y terrible, supo morir con dignidad; en cuanto a él, tuvo el raro destino de ocupar el centro de una vorágine de guerras y enormidades épicas, siendo como era un mequetrefe». Nos ha recordado al Baroja de, por ejemplo, El árbol de la ciencia, opinando con su característica acidez de los personajes de ficción. Lo que ocurre es que Rosa Montero no opina sobre personajes de ficción, sino sobre personajes históricos reales. Y no es que ello nos parezca desorbitado o injusto. Por el contrario, sospechamos que este es uno de los aspectos más atractivos de la serie de Rosa Montero. Pero nos interesa el dato para que comprendamos mejor la distancia que media entre la Montero y Masip. Lo que Paulino Masip trata de reflejar en sus Historias de amor lo hace desde el silencio y el ocultamiento de un narrador que lucha por no presentarse ante los lectores. Masip convierte o intenta convertir los datos históricos fehacientes en narración, en narrativa, en novela, en relato creativo. Rosa Montero, no. Rosa Montero hace biografía histórica apasionada y perturbadora, sin un ápice de ficción. Subjetiviza al máximo, opera desde sus propias conclusiones, que no duda en ofrecer a los lectores que la siguen y comulgan con su estilo y su tensión. Por eso en los textos de la Montero no hay ni un sólo diálogo de invención ficticia. Por eso apela a los biógrafos conocidos, a los amigos o familiares de los protagonistas, a las noticias de prensa, a los análisis de la personalidad que realizaron psicoanalistas, psicólogos o psiquiatras. Pero, ¿se acerca por todo ello a «la verdad» más profundamente Rosa Montero que Paulino Masip? Permítasenos dudarlo. Cada escritor es hijo de su época y esclavo, en última instancia, de sus objetivos y de sus intencionalidades. A mí me gustan las Pasiones de Rosa Montero, en el ámbito del periodismo de batalla de 1998, y me encanta el periodismo narrativo-histórico de Paulino Masip, en el marco de la literatura de 1931. Y lo que más me atrae es el hecho de que Rosa Montero repita en sus textos la aventura amorosa de Larra, y la de Lucrecia Borgia ya tratadas por Masip, demostrando que los temas permanecen vivos, y que la fórmula, con todas las variantes que se quiera, también permanece viva.



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Coda

La curiosidad por las viejas, y nuevas, Historias de amor, ha superado los condicionamientos tecnológicos y sociológicos del siglo XX. También están en pleno vigor editorial las novelas históricas en todas sus variantes. Incluso el subgénero de la que denominara Ferreras «novela histórica de aventuras» goza de excelente salud. El viejo folletín «por entregas» se despereza y se adapta a las circunstancias del momento. ¿Qué otra cosa es, si no, la serie que Pérez Reverte está dedicando al Capitán Alatriste, y que acaba de alcanzar la cuarta entrega con rotundo éxito de ventas? Y todo ello, naturalmente, no se hace sin discusiones, sin debates, sin pequeños escándalos de toma y daca. La eterna polémica entre lo exquisito y lo vulgar, entre la exigencia y el éxito, entre «la novela popular» y el novelista del «intelecto». El juego entre lo popular como opuesto a culto, que supone para el concepto, el triunfo de la simplicidad, la pureza y la tradición colectiva, y lo popular como sinónimo de masificado, vulgar y subliterario, está servido aún sobre el tapete.

Recuerda Susana Ónega, en el estudio introductorio que dedica a John Fowles, al editar recientemente en Cátedra, el año 1999, su novela El coleccionista, cómo este autor británico ha sufrido en sus propias carnes creadoras el impacto de la popularidad, a partir de la publicación de El mago el año 1966, popularidad acrecentada desde 1969, tras el éxito internacional de La mujer del teniente francés. El fenómeno ha repercutido en el propio Fowles, en primer término, obligándole a insistir en que no se han entendido sus novelas. Por lo visto, para Fowles, la popularidad constituyó una desgracia, una manifestación de que los entresijos profundos de sus textos no han llegado al gran público, y un grave deterioro de sus objetivos como autor de novelas. Y es que, según asegura Susana Ónega, El coleccionista fue clasificada en el Reino Unido como thriller y Fowles etiquetado como «escritor popular, de misterio e intriga». Etiqueta que se afianzó en su país de origen tras la publicación de La mujer del teniente francés, a pesar de haber sido calificada esta última novela como «anacrónica narración victoriana», lo que suponía unas intenciones metanarrativas en el autor, alejadas de los cánones del novelista estrictamente popular. Pero es que también repercutió esa popularidad en el ámbito de la crítica y en el de la consideración universitaria académica, hasta el punto de que la Universidad de Oxford, donde cursara estudios John Fowles, no ha reconocido explícitamente la valía de su exalumno nada menos que hasta 1997, cuando le concedió un doctorado «honoris causa». Y todo ello le sucede a un autor, cuyo ensayo cumbre, síntesis ideológica y proyecto vital, llevaría por título en su primera edición, el año 1964, The Aristos, reeditado el año 1980 con el epígrafe añadido A Self Portrait in Ideas, y un Prefacio, redactado el año 1979, donde Fowles subraya la incomprensión de la crítica respecto a su obra, argumentando con los prejuicios en contra de la filosofía heraclitiana, en la que Fowles basa su distinción doctrinal entre «hoi aristoi», los aristócratas, los selectos, que son también los pocos de Góngora y «la inmensa minoría» de Juan Ramón, y «hoi polloi», las masas, los muchos, en otras palabras, los lectores del folletín, el melodrama o la novela por entregas.

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Son los propios autores, por tanto, quienes en ocasiones se sienten heridos por el triunfo. El escritor trata de diferenciarse del atleta del estadio, aclamado por las muchedumbres, del artista del séptimo arte, de la famosa de la pasarela. Y lo que a Fowles le ocupa y preocupa, les ocupa y preocupa a un buen número de autores, que tienen a veces que defenderse de la popularidad, como Fowles se defendiera en sus escritos líricos o metafísicos.

Si aplicamos esta batalla de las letras y la pureza escrituraria a nuestro país, encontraremos idénticos ingredientes, no porque aquí, como se ha dicho, hagamos oficio del cainismo troglodita, mito inconsistente de la izquierda divina, sino porque precisamente constituimos en el marco de las letras occidentales un apartado especular, que reitera, con variaciones, los leit motiv del entorno. No fue cosa distinta el polémico dardo de Juan Benet contra Luis Martín Santos, calificando de barato melodrama el núcleo de Tiempo de silencio, ni tenían otros moldes los principios defendidos por el propio Benet en La inspiración y el estilo, aunque el punto de partida no se aliara con Heráclito. Tampoco las invectivas de Pérez Reverte contra sus críticos tienen otra sustancia, ni las boutades de Francisco Umbral en sus especulaciones literarias pre y post cervantinas. Impera entre algunos creadores narrativos la opinión vertida por Luciano González Egido, autor, entre otros textos, de El cuarzo rojo de Salamanca y El corazón inmóvil, de que «prefiere no pasar de 20.000 libros vendidos: hay que ser minoritario». Lo que explicaría la persecución emprendida por anónimos depredadores contra Javier Marías, indudablemente porque vendía más de 20.000 ejemplares de sus novelas, y, además, le traducían a otras lenguas y le premiaban en el extranjero.

Parecería que hemos dejado en el trastero a Paulino Masip, empujados por la ola conceptual y pragmática de la ficción novelesca y sus teorizaciones varias. En absoluto. Estamos, por el contrario, en el mismo vórtice del maëlstrom. Cuando, como nos relata en nota María Teresa González de Garay, en sus «Apéndices» a Seis estampas riojanas, la hija mayor del escritor, Dolores Masip, recientemente fallecida, hablando de la novela por entregas publicada por su padre en Estampa, «recuerda los olvidos de su padre, y las llamadas de atención, siempre irónicas, por parte de personas próximas, que le refrescaban «la gripe» con la que había dejado en la cama a su heroína la semana anterior», está insinuando la hija de Paulino Masip que aquella novela folletinesca que constituyó durante 74 números de la revista la colaboración esencial del escritor, es algo secundario, «alimenticio», como se dijera de abundantes películas de Luis Buñuel durante su etapa mexicana, que conviene «no meneallo», y que los lectores, algunos al menos, se lo tomaban irónicamente «a beneficio de inventario», aunque con cierta comprensión. En el fondo, quien así trata de eludir pronunciamientos críticos, o de correr un tupido velo de afecto, está contribuyendo involuntariamente a la vieja ceremonia de la confusión. No hay motivo para avergonzarse, ni por el éxito, ni por contribuir a la historia de la novela por entregas, tan digna literariamente como cualquier otro género. Y si ahí estuvo, al pie de los suscriptores y lectores pertinaces, desde el 16 de abril de 1932 hasta el 9 de septiembre de 1933, es, sin duda, porque los editores comprobaron que el público no la rechazaba, que mantenía la atención y el interés, que cubría sin problemas los objetivos de rentabilidad del producto. ¿O es también pecaminosa esta comunión con el público lector? En resumidas cuentas, Angélica o   —222→   un corazón de mujer habrá de ser recuperada también para la historia literaria de Paulino Masip, y entonces podremos juzgar de sus méritos y deméritos, de sus defectos y virtudes, sin entrar con la lanceta del prejuicio en el terreno de una forma de novelar, que ha alfombrado con decenas de miles de páginas el santuario de la literatura para exquisitos.

Y si hemos convenido en la modernidad del empeño que supuso la publicación en serie periodística de las Historias de amor, estaremos asimismo de acuerdo en que los valores de los textos de Masip editados en México en 1943 pueden parangonarse con los que presentan los editados en España por Rosa Montero en 1999 bajo el título Pasiones. Sin que eso suponga, ni desdoro para la ficción histórica estructurada desde el periodismo efímero, ni tampoco medallas para esa misma ficción, cuando adopta el aire de la creación exigente y desnuda. En marzo del mismo año 1999 en que publicaba Rosa Montero sus Pasiones, con la síntesis biográfico-amatoria de Mariano José de Larra, Eduardo Zúñiga daba a luz una novela corta poemática y trágica, Flores de plomo, donde desarrollaba con melancólica cadencia las actividades del escritor decimonónico a lo largo del día de su muerte, el 13 de febrero de 1837. Desde otras premisas literarias, Zúñiga volvía a escenificar el drama que el año 1977 Antonio Buero Vallejo ofrecía bajo el título La detonación. Por lo visto, el personaje no había perdido actualidad. Masip seguía una pista excelente.

Un escritor popular perdido, por causa de la guerra, como tantos otros escritores, populares o no, que no se conformaba con esa pérdida. El último esfuerzo narrativo de Paulino Masip, en el marco de la novela extensa, La aventura de Marta Abril, que data de 1953, sigue en la brecha. En la brecha de la novela ligera, sugestiva, sentimental, incluso rosa, con unos fogonazos de vaudeville y su poco de suspense. Y tras el volumen de relatos La trampa, del año 1954, en que Paulino tuvo que crear su propia editorial para poder lanzarlo al mercado, el silencio y el trabajo de guionista. Esta es la pequeña historia.

Alain Verjat, en su Introducción a Los miserables, que hace el número 18 de los Clásicos Universales Planeta, edición de junio del 2000, afirma que «antes de juzgar esta novela por lo que parece ser, conviene tratar de discernir lo que es, y declarar sin rubor que no sólo son geniales las novelas aburridas de la modernez, que este es un excelente folletín, en el que el lector de a pie disfrutará porque tiene todas las gracias del género, aunque tenga también todos sus inconvenientes». Añadiremos a esto, por cuenta nuestra, que hay muchos, muchísimos, excelentes folletines, y que ya va siendo hora de arriar la bandera de las exclusiones. Hay también un impertinente racismo literario, y ha habido siempre un escasísimo, casi homeopático, elenco de lectores que no seamos lectores de a pie.



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ArribaAbajoPaulino Masip y el cine mexicano

Juan Rodríguez



Universitat Autónoma de Barcelona

«Si el cine no se lo traga, Masip puede llegar a ser un claro exponente de la novela de nuestros días.»


(Max Aub, Discurso sobre la novela española contemporánea).                


El augurio de Max Aub, expresado poco después de la publicación del Diario de Hamlet García, era ya en esas fechas, 1945, casi una realidad. Aunque Paulino Masip todavía había de dar a la imprenta la mayor parte de su obra narrativa, su dedicación al cine mexicano, una forma de subsistencia compartida por muchos otros escritores exiliados, pasaba por uno de sus momentos más intensos, pues tan solo es ese año se rodarían seis películas en cuyos guiones, de una forma o de otra, había participado el escritor. Pero el condicional de Aub no era del todo justo. Atribuir al cine la responsabilidad de que Paulino Masip no publicara más libros puede resultar excesivo. Como demuestra una mirada a su producción anterior a la guerra, Masip no fue nunca un escritor demasiado prolífico -si no tenemos en cuenta, claro está, su dedicación periodística-, si bien su obra literaria, a pesar de su brevedad, sí ha llegado a ser «un claro exponente» de la literatura de nuestro siglo.

La respuesta del escritor a su amigo Aub hubiera podido ser la misma que suele dar Gonzalo Suárez cuando le preguntan acerca de la disyuntiva cine o literatura: «yo nunca he dejado de escribir». Porque, al fin y al cabo, la escritura cinematográfica, aunque destinada a convertirse en imagen, no deja de ser creación y, por lo tanto, literatura, del mismo modo que no dudamos en considerar como tal un texto dramático, cuya finalidad es también convertirse en un espectáculo visual. Sin embargo es quizás la escritura cinematográfica el género literario con más servidumbres, no sólo porque forma parte de un proceso de creación colectivo, sino porque dicho proceso va asociado a un modo de producción industrial que, en demasiadas ocasiones, entra en fricción con la libertad creativa.

Estas premisas me parecen importantes a la hora de entrar a analizar la obra que Masip concibió para el cine mexicano. Porque si, por un lado, es cierto, como ha señalado Bernardo Sánchez Salas291, que es necesario combatir el prejuicio con que se ha considerado generalmente esa tarea algo más que alimenticia, también lo es, a mi juicio,   —228→   que la capacidad creativa de estos escritores se vio en demasiadas ocasiones cercenada por las exigencias de una industria que hizo excesivas concesiones a la comercialidad. Por ese motivo, con frecuencia resulta tarea harto complicada rastrear el imaginario de Masip en aquellas películas que contaron con la participación literaria del escritor, con excepción, claro está, de El barbero prodigioso (Fernando Soler, 1941) y algún que otro título.

En cualquier caso, esa dedicación a un tiempo alimenticia y vocacional a la escritura cinematográfica testimonia un aspecto de la obra literaria de Masip que ya he señalado en otra ocasión292: el proceso de asimilación a la realidad mexicana, hecho hasta cierto punto insólito en una literatura que, como la exiliada, tiene una comprensible propensión a la nostalgia. Una integración que se hará patente en relatos como «Erostratismo» (De quince llevo una, 1949) o «Un ladrón» (La trampa, 1954), de ambientación mexicana, y que tuvo probablemente su aprendizaje en esa escritura para una industria y un público mexicanos que no entendían de nostalgias ni de derrotas ajenas293. Qué mejor prueba de asimilación que convertirse -aunque fuera en un principio a través de sus hijas, como ha explicado Carmen Masip294- en la palabra de los símbolos cinematográficos de la mexicanidad más tópica, como los charros interpretados por Jorge Negrete o Pedro Infante.


Estado de la cuestión y problemas metodológicos

Hasta hace bien poco no contábamos con un listado más o menos completo de las películas mexicanas en las que, de una manera o de otra, había colaborado Paulino Masip. Uno de los pioneros en el estudio del cine hecho por los republicanos exiliados, Romà Gubern, mencionaba en sus trabajos tan sólo algunos de esos títulos, que han sido repetidos una y   —229→   otra vez por quienes nos hemos dedicado al tema295. Hace apenas un par de años, el profesor Sánchez Salas vino a poner las cosas en su sitio al cuestionar la, a todas luces, desmesurada cifra de «más de setenta películas»296 y a establecer, a través de una minuciosa documentación, el computo en cuarenta y dos cintas297. A esa cifra se aproximan, con pequeñas variantes Esteve Riambau y Casimiro Torreiro en su reciente estudio sobre los guionistas españoles298.

Sin embargo, ese listado no está necesariamente cerrado. A él habría que añadir, por lo menos, otra película. ¡Viva mi desgracia! (1943), una producción de Rodríguez Hermanos, dirigida por Roberto Rodríguez y protagonizada por Pedro Infante, y en cuyos créditos figura Paulino Masip -junto con Elvira de la Mora y A. Sotelo Inclán- como autor de los diálogos299. Por otra parte, en ocasiones las diferentes fuentes no se ponen de acuerdo a la hora de atribuir determinados guiones a Masip. Es el caso, por ejemplo, de La loca de la casa (Juan Bustillo Oro, 1950), adaptación de la novela homónima de Galdós, y de Médico de guardia (Adolfo Fernández Bustamante, 1950), ambas recogidas en los listados de Sánchez Salas y Riambau-Torreiro, o de Se le pasó la mano (Julián Soler, 1952), que Ayala Blanco atribuye al escritor; y, sin embargo, en las fichas de García Riera, no aparece, en ninguna de las tres, el nombre de Masip entre los autores del guión300». En otras ocasiones,   —230→   simplemente el nombre del escritor, aun reconocido por todas las fuentes, no aparece en los títulos de crédito de la cinta, y Carmen Masip ha explicado que su padre participó esporádicamente en la escritura de algunas películas en cuyos créditos no figura301.

Ello quiere decir que, probablemente, el futuro nos depare aún algunas sorpresas en lo que respecta al catálogo de colaboraciones cinematográficas del escritor, sobre todo si tenemos en cuenta que, ante la dificultad de conseguir buena parte de esa filmografía -la mayoría de esas películas ni siquiera tienen edición en vídeo- la única fuente fiable para llegar a saber algo de ellas han sido las historias del cine mexicano, fundamentalmente la de Ayala Blanco, La aventura del cine mexicano y la Historia documental de Emilio García Riera, también un exilado republicano; pero el propio García Riera ha reconocido las deficiencias de la primera edición de su monumental obra -no he podido ver la segunda edición de 1996, convenientemente corregida y aumentada-, cuya información se basa muchas veces en testimonios de segunda mano o en una enorme, aunque no infalible, memoria302.

Otros de los problemas que se plantea a la hora de abordar la participación de Masip en el cine y que también señala Sánchez Salas es el del tipo de colaboración que tuvo el escritor en cada película. Dado que cada crítico utiliza una terminología diferente (guión, argumento, historia) para la labor de escritura cinematográfica y dado que en muchos casos se produce una clara repartición de tareas entre las diferentes personas que participan en la elaboración del guión cinematográfico, resulta muy difícil precisar cuánto puso Masip de su parte en cada película.

Deberemos, pues, en primer lugar, hacer un paquete aparte con aquellas cintas que, como El verdugo de Sevilla (Fernando Soler, 1942, sobre una obra de Pedro Muñoz Seca y Enrique García Álvarez), La barraca (Roberto Gavaldón, 1944, adaptación de la novela homónima de Blasco Ibáñez) o Crimen y castigo (Fernando de Fuentes, 1950, adaptación de la obra de Dostoievsky), entre otras303, son adaptación de una obra literaria preexistente   —231→   -con excepción, por supuesto, de El barbero prodigioso- en las que la aportación de Masip consistió en traducir de un lenguaje narrativo o dramático a otro cinematográfico.

En el otro extremo, hay que intentar dilucidar cuáles fueron las películas basadas en argumentos o historias originales de Masip, independientemente de si fue el propio escritor quien escribió totalmente el guión o tan solo colaboró en él. Sánchez Salas, siguiendo la catalogación de Emilio García Riera, destaca doce películas de cuyos argumentos originales sería autor Masip en solitario304. De éstas, Masip fue responsable absoluto del guión -es decir, del argumento y de la adaptación, según la terminología de García Riera- en tan solo seis: El barbero prodigioso, Hasta que perdió Jalisco, Los maderos de San Juan, Conozco a los dos, El seminarista y Las tres Elenas305. Pero tampoco deben desdeñarse aquellas películas cuya creación compartió con otros guionistas y en las que la participación de Masip, aunque más diluida, pudo ser también importante306. En todas estas debería centrarse el análisis de la aportación de Paulino Masip al cine mexicano, pues en el resto de su tarea como adaptador -esto es, como autor del guión a partir de una historia previa-, muchas veces compartida, a pesar de aprovechar su gran capacidad como dialoguista y dramaturgo, será difícil encontrar siquiera los rescoldos de su mundo creativo307.



  —232→  
La llegada de Masip al cine mexicano

En dos cartas fechadas en 1943 y que se conservan en el Archivo de la Fundación Max Aub de Segorbe (v. Apéndice), Masip explica a su amigo de modo pormenorizado cómo comenzó su dedicación al cine. Las cartas están motivadas por una queja de Eduardo Ugarte, quien, al parecer, había reprochado a Masip haber sido el causante de su despido de la productora Films Mundiales. La protesta debió de llegar a Aub -aunque no se conserva en el mencionado archivo ninguna carta de Ugarte308»- y éste se dirigió a Masip para pedirle una explicación al respecto. Masip, notoriamente molesto por el rumor, se defiende explicando con todo detalle las circunstancias que le llevaron a trabajar para la productora y su relación con Ugarte.

Al parecer, en el mes de noviembre de 1940, esto es, pocos meses después de su llegada a México, fue Elena Palacios a casa del escritor para comunicarle que la gran dama de la escena mexicana, Esperanza Iris, andaba buscando un escritor español que le hiciera un argumento cinematográfico y que le había recomendado. Debido a esa propuesta, Masip entró en contacto con el productor Agustín J. Fink, cuya amistad se acrecentó en los meses siguientes, hasta el punto de que, en un viaje que el productor hizo a Hollywood, llevó con él un par de historias de Masip, entre ellas la adaptación de El hombre que hizo un milagro.

Al regresar de Hollywood, allá por el mes de abril de 1941, Fink se hizo cargo de la productora Films Mundiales, de la que formaría parte Masip, después de realizar para Fernando Soler la adaptación de El hombre que hizo un milagro que luego se convertiría en El barbero prodigioso. Por ese argumento cobraría el escritor tres mil pesos -un precio relativamente bajo, según le reprocharía más tarde el propio Fink- que, junto a la colaboración semanal en una revista309 y los diversos proyectos que había puesto en marcha con Fernando   —233→   Soler, daban un vuelco a la penuria económica en la que había vivido desde su llegada a México y abrían la posibilidad de una dedicación profesional en la industria del cine. Todavía colaboraría Masip con Fernando Soler en otras tres películas entre 1941 y 1945310.

Pero en seguida iba el escritor a diversificar su dedicación al cine mexicano. A forales de julio de 1941, una vez terminado el guión de El barbero prodigioso, Masip es contratado por Films Mundiales «como adaptador y autor de asuntos cinematográficos». Dicho fichaje supuso su primer trabajo como escritor fijo de una productora cinematográfica. Sin embargo, y sin que se sepa muy bien el porqué, su colaboración con la compañía que dirigía Agustín J. Fink no fue demasiado prolongada. De hecho tan sólo escribió para ella dos películas: Cuando viajan las estrellas (Alberto Gout, 1942), de la que fue autor de la adaptación y los diálogos; y El verdugo de Sevilla (Fernando Soler, 1942), en la que adaptó una pieza homónima de Pedro Muñoz Seca.

Debemos suponer que en mayo de 1943, cuando Masip escribe a Max Aub, todavía está en nómina de Films Mundiales, pues no hay nada en esas cartas que haga referencia a una ruptura. Y, sin embargo, en septiembre de 1943 -fecha en que empieza su rodaje- ya habría trabajado en el guión de ¡Viva mi desgracia! (Roberto Rodríguez, 1943), producida por Rodríguez Hermanos; y en diciembre de ese mismo año, colabora también en Fantasía ranchera (Juan José Segura, 1943), una producción de Interamericana Films. Aunque es posible que esos trabajos no fueran incompatibles con su vinculación contractual a Films Mundiales, no deja de ser significativa esa alternancia. Cabe considerar, a demás, la posibilidad de que, a lo largo del año 1943, Masip trabajara en otros guiones para Films Mundiales que no llegarían a rodarse dada la temprana muerte del productor Agustín J. Fink, fallecido el 1 de mayo de 1944, y del proceso de fusión de la productora que éste dirigía con CLASA, que se consuma a principios de 1946.

Después de escribir un par de trabajos para Interamericana Films -la ya mencionada Fantasía ranchera, de Juan José Segura en 1943 y la muy premiada La barraca, de Roberto Gavaldón, en 1944-, Masip empezará una larga colaboración con el productor Jesús Grovas, primero en la firma Producciones Grovas -«los amos de la taquilla», según se leía en las cabeceras de las películas- y, a partir de 1945, en Producciones Diana, compañía creada por Grovas y en la que tenían también intereses los directores Miguel Zacarías, Fernando de Fuentes y Juan Bustillo Oro -con los que nuestro escritor trabajará a menudo-; para esas dos productoras escribiría Masip, entre 1945 y 1955, casi la mitad de su filmografía, que alternará con trabajos puntuales para otras firmas311.



  —234→  
Primera aproximación a la filmografía de Masip

En el momento en que Paulino Masip inicia su carrera como escritor cinematográfico, se inicia lo que los críticos han considerado la Edad de Oro del cine mexicano, así llamada, fundamentalmente, porque serán éstos los años de crecimiento y consolidación de una industria que se situará a la cabeza en el mundo de habla hispana. El crecimiento continuado de la producción mexicana a lo largo de la década de los cuarenta se vio favorecido por la parálisis prácticamente absoluta que la Segunda Guerra Mundial impuso a la industria norteamericana, principal competidora en el continente, que incluso desviará una parte de su capital hacia México.

Pero ese florecimiento de la industria no siempre llevó aparejada la calidad de las cintas. Casi todos los críticos coinciden en presentar el cine mexicano de los años cuarenta y cincuenta como un cine en busca de su propia identidad, excesivamente entregado a la comercialidad y en el que no abundan las obras innovadoras y arriesgadas. Si, por un lado, durante los años de la guerra, la adaptación de obras de la literatura universal se aprovecha de la falta de control sobre los derechos de autor y da lugar a un cine ajeno a la idiosincrasia mexicana y que no siempre estuvo a la altura de las obras que adaptaba312, por el otro, dicha idiosincrasia sólo había hallado refugio, desde el éxito de Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936), en su faceta más tópica, el género ranchero; y junto a éste, la comedia y el melodrama burgueses dominaban las carteleras mexicanas durante los años cuarenta y buena parte de los cincuenta. Es decir, el desarrollo capitalista de la industria, con algunos problemas añadidos como el monopolio de la exhibición en manos de capital norteamericano, provocó un aumento en el volumen de negocios (México pasa de las 37 las   —235→   cintas producidas en 1941 a las 124 de 1950), pero casi siempre coartó la libertad creativa y la capacidad de innovación de sus guionistas y directores.

Ante ese desalentador panorama, en noviembre de 1944, el también exiliado Álvaro Custodio, que acababa de trasladar su domicilio de Cuba a México, reflexionaba en las páginas de la revista Cinema Reporter acerca de las carencias del cine mexicano:

«Ante todo -y en su conjunto-, la falta más grave de la producción cinematográfica nacional es su debilísima preocupación artística. (...) priman [sobre los verdaderos artistas] los hábiles hombres de negocios, los intuitivos de la taquilla, los escasamente preparados y los directores y actores al servicio de las intenciones puramente comerciales de aquéllos. (...)

En la producción nacional se descubre fácilmente un supersticioso horror a la originalidad. Me decía uno de los directores mexicanos más inteligentes (...) que hasta ahora no se ha filmado más que un solo argumento en los años que este cine tiene de vida, al que se siguen dando vueltas y revueltas para que parezca distinto.»



En cuanto a «lo que le sobra al cine mexicano», continuaba el mencionado crítico:

«En primer lugar, le sobra falsedad en el tratamiento de sus temas, en lo que coincide en buena parte con el cine norteamericano. Ese ambiente ficticio que suele presentar, como si la vida no tuviera más que un aspecto sentimentaloide y ramplón, o excesivamente grotesco, huyendo deliberadamente de la realidad, lo hace caer la mayoría de las veces en mojigatería o en una comicidad barata. (...)

Y le sobra al cine mexicano cierta inclinación, acentuada a medida que parece adquirir importancia, al exclusivismo, como si ya pudiera bastarse a sí mismo con los elementos que ahora posee. La necesidad de renovación y progreso exige una constante búsqueda de valores nuevos (...). Encerrarse en sí mismo, poniendo todo obstáculo al que quiere llegar a él con ideas originales y frescas, es venir a caer en el conocido cuento de la gallina de los huevos de oro. A ello contribuye el exceso de directores que se cuecen malamente sus propios argumentos.»313



No estaba, pues, el panorama como para que Paulino Masip anduviera con veleidades intelectuales. De las cuarenta y tres cintas catalogadas, dieciséis pueden considerarse comedias pertenecientes al género ranchero en sus múltiples variantes; trece son comedias urbanas y otras trece melodramas. Mención aparte merece la adaptación de La barraca (1944) que, por su calidad, ostentaría en solitario la categoría de drama. Como puede apreciarse fácilmente, apenas se aparta Masip de esa senda trillada por las exigencias de la   —236→   industria y del público, algo comprensible si tenemos en cuenta su profesionalización, lo que no implica que el escritor no realizara con rigor su trabajo y no aportara en más de una ocasión algo de calidad a esos géneros gastados.

Además, como apuntaba el propio Álvaro Custodio en sus últimas palabras, el tradicional «amurallamiento» -como lo ha denominado García Riera314- del cine mexicano había impedido a muchos refugiados republicanos -tanto escritores como directores, actores o técnicos- integrarse normalmente en la industria. Desde mediados de los años cuarenta los sindicatos impusieron la política de puertas cerradas a los numerosos inmigrantes -no sólo a los republicanos españoles- que intentaban abrirse camino en el medio. En marzo de 1945, en una carta abierta a Mario Moreno «Cantinflas» -a la sazón secretario general del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC)-, se lamentaba León Felipe de los vetos impuestos a los recién llegados:

«Por la justicia y la libertad he caminado yo también mucho por el mundo y he querido dar por ellas hasta mi pobre sangre de juglar. Porque yo también soy un clown, un pobre clown que ha llegado a México en esta época para sentir por primera vez en mi vida que no tengo libertad, que no puedo trabajar en mi oficio, que no puedo hacer aquello para lo que he nacido, porque los sindicatos me cierran las puertas de la justicia más elemental, (...) Todo se lo ha llevado el cine -usted lo sabe mejor que yo- el teatro o la pista. Y el clown lo mismo que el poeta, no tiene ya más escenario que la pantalla.

A mí esto no me molesta ni me inquieta, me gusta la pantalla más que el anillo de arena y que el proscenio, porque sé que todo el quid del arte está en contar bien un cuento y en lograr que ese cuento llegue al mayor número de personas. El cine no es más que una máquina de contar cuentos y de llevar ese cuento a todas las latitudes de la tierra (...).

Yo necesito la pantalla para hacer mi número... un pequeño cuento que he inventado, y quiero que lo oigan en todos los rincones del planeta. (...) Lo tengo todo, todo... y no me falta más que la pantalla. ¡La pantalla!... Y no la tendré nunca, porque no pertenezco al sindicato315.



Bastantes años después, el director Alejandro Galindo todavía atribuía a la «concurrencia de los refugiados» la pérdida de rumbo del cine mexicano:

«Hacer de un infante -el cine mexicano-, prácticamente recién nacido, un ente que pudiera y supiera expresarse. Esa finalidad no se logró ni se ha logrado aún, puesto que cuando el infante empezaba a gatear llegaron por el oriente unos hombres blancos y barbados -barba crecida por la larga travesía-, y aunque no vestían armadura ni venían como refuerzos para un conquistador, llegaban sí armados con ideas y costumbres muy diferentes a las que aquí apenas empezaban a tomar forma, las traídas por la reciente revolución, la que todavía estaba en marcha.»

  —237→  

«Los de España venían con el recuerdo fresco de tres años de sangre y lucha, siglos de gran teatro e historia, imágenes de fiestas, manolas, chulos y bailaores, «chatos» de manzanilla, batir de palmas y alegría. (...) Los refugiados españoles en México cargaban sobre sus espaldas varios siglos de historia y de cultura europea; en consecuencia su mirada, sus sentimientos y corazón estaban vueltos hacia la península, en tanto nosotros aquí en México con una cultura rota y desaparecida y otra, la de la Colonia, cuya herencia fue, bien vista, muy pobre. Una lengua hermosa pero todavía balbucearte y una religión que predica la tolerancia y la sumisión.»316



Claro que no fue ese exactamente el caso de Paulino Masip. Su temprana llegada a México y su inserción profesional en 1941, justo cuando la puerta se estaba cerrando, permitieron que, convenientemente sindicado, el escritor pudiera realizar y firmar sus trabajos sin demasiados problemas. Por otra parte, su enorme capacidad de adaptación al medio, apoyada en un excelente oído para el habla cotidiana, facilitó que Masip escribiera, ya desde el primer momento, películas que no desentonaban en nada con los tópicos imperantes en el cine mexicano de la época, como lo demuestra su dedicación a un buen número de comedias rancheras que protagonizaron Jorge Negrete o Pedro Infante, por citar tan sólo a dos de los charros más famosos.

Aun así, su nombre nunca ha figurado en la nómina de los Premios Ariel, pese a haber recibido La barraca (Roberto Gavaldón, 1944) el galardón a la mejor adaptación y pese a ser públicamente reconocida su participación en el guión de la película.

A tenor de todo lo expuesto anteriormente se comprenderá la dificultad de dar al amplio catálogo de guiones que Paulino Masip escribió para el cine mexicano una coherencia y un sentido. Las circunstancias en las que dicha obra fue escrita, unidas a la dificultad de conseguir copias de las películas317, hacen que este trabajo sea solamente una primera aproximación que deberá ser completada en el futuro tanto por el que esto suscribe como por todos aquellos que en algún momento se han interesado por la tarea cinematográfica de Masip. Por ese motivo, he optado por realizar una aproximación a algunos de los trabajos realizados por el escritor, como muestra de su aportación a un arte y a una industria en los que supo encontrar acomodo.


El barbero prodigioso (1941)

Probablemente la más personal de cuantas películas escribiera Masip para el cine mexicano fue El barbero prodigioso, no sólo porque tanto el argumento como el guión corrieron   —238→   a cargo del propio Masip, sino fundamentalmente porque estaba basada en una pieza teatral del escritor, El hombre que hizo un milagro (1944)318, y eso implicaba el necesario respeto hacia un texto que había sido concebido al margen de las exigencias comerciales de la industria cinematográfica aunque, como veremos, esas exigencias dejaron también su huella en la película.

El debut cinematográfico de Masip no pudo ser mejor, pues la cinta, al parecer, fue bastante bien acogida por la crítica. Xavier Villaurrutia, que atribuía todos los defectos de la misma a la dirección, destacó en su momento la tarea de Masip como dramaturgo y adaptador:

«Tiene este film, desde luego, una ventaja sobre la gran mayoría de los que se producen en México; la de contar con un argumento; con un argumento pensado y distribuido y desarrollado por un autor que conoce la técnica dramática. Y esto es -aunque no todos los productores mexicanos lo admiten- la piedra de toque de la cinematografía. El autor de la farsa que en su adaptación cinematográfica lleva el título de El barbero prodigioso es Paulino Masip que hace, en México, sus primeras armas como autor cinematográfico.

(...) Teatralmente, El hombre que hizo un milagro es una obra considerable y aún esperamos verla en escena. La adaptación cinematográfica prolonga, necesariamente, algunas líneas y escenas de la obra teatral, pero conserva, felizmente, la médula del asunto. Maliciosa, irónica, intencionada, la farsa de Paulino Masip divierte y entretiene, y, puesto que se trata de una sátira que no sólo se queda en la superficie sino que se adentra, a veces, en el alma oculta del personaje central, hace pensar seriamente en algunos de sus tópicos.

(...) Añádase a esto que la obra está dialogada con soltura y gracia y tendremos, al menos para el autor, un saldo muy favorable.»319



El argumento que tanto gustó a Villaurrutia contaba la historia de Benedito Sánchez (Fernando Soler), barbero del pueblo de San Ramón, que vive tranquilamente despreciado por su esposa, por su suegra y por la mayor parte del pueblo porque evidencia una sensibilidad especial y tiene algunas veleidades filosóficas y poéticas. El único que lo entiende es su amigo Tomás, el poeta local, quien lo considera «un hombre extraordinario», «la única persona con quien se puede hablar en este pueblo». Pero cierto día entra en la barbería un ciego (Miguel Inclán, quien también haría el papel de ciego en Los olvidados de Luis Buñuel) y al lavarle Benedito la cabeza el hombre recupera la vista. Rápidamente corre la voz del «milagro» realizado por el barbero y éste empieza a provocar entre sus conciudadanos   —239→   una mezcla de miedo y de respeto. El pueblo acude a él para que continúe haciendo milagros, pero Benedito se resiste y sus palabras empiezan a despertar sospechas de ser subversivas entre las fuerzas vivas de San Ramón. Cuando la fama de Benedito sale de los límites del pueblo, acudirán a visitarle los personajes más extraños movidos por oscuros intereses. Entre ellos Fanny, una turista norteamericana amante de las sensaciones fuertes, que busca el contacto de Benedito con una mezcla de terror y superstición y quiere llevárselo a la ciudad. También acude un prestigioso oculista que explica científicamente lo que todos habían tomado por «milagro», circunstancia que tranquiliza notablemente al barbero. Pero como el pueblo le sigue presionando para que haga milagros, Benedito, animado por Tomás, acaba fugándose con Fanny. Ya en la ciudad, el protagonista se integra en la vida lujosa de la gringa; pero la fortuna de la muchacha está a punto de irse a pique porque ha sido invertida en una explotación minera que no acaba de dar sus frutos. Ante el riesgo de que los inversores se retiren, Fanny utilizará la fama de milagrero que tiene Benedito para tranquilizarles y ganar tiempo: pone ante el barbero una serie de piedras procedentes de distintos yacimientos para que éste determine cuál es el más productivo. El barbero escoge una piedra al azar y acierta, con lo que la fortuna de Fanny se incrementa considerablemente y Benedito es nombrado presidente de la compañía. Pero cierto día Benedito encuentra a Fanny con Octavio y ésta le confiesa que es su novio; ante los celos de aquél, Fanny se burla del barbero y éste, que se percata de que ha sido utilizado por la muchacha, maniobrará con los inversores de la compañía para hacerse con las acciones de aquélla. Dos años después, Benedito regresa triunfal a San Ramón para inaugurar el centro oftalmológico que ha donado al pueblo y se reconcilia con su esposa.

Indudablemente en este argumento -y, por supuesto, en la pieza teatral que lo sustenta- resulta fácil encontrar algunos de los temas que interesan a Masip en esos años. Quizás uno de los más llamativos sea la misma configuración del protagonista. Benedito se reconoce a sí mismo como un hombre abúlico, sin voluntad, con escasa ambición social, que vive «abrumado y empequeñecido» -como dice Tomás-, por su mujer y su suegra. Benedito confiesa a su amigo que le falta «algo por dentro», un «resorte» y eso le impide hacer muchas cosas; «la máquina del mundo -afirma- se mueve sin mi permiso, y yo no puedo evitarlo», hecho que -añade- le causa una angustia paralizadora.

Ni que decir tiene que la configuración de este personaje recuerda extraordinariamente, salvando las distancias, a Hamlet García, otro personaje abúlico y sometido a la tiranía doméstica de su esposa Ofelia, quien también le reprocha su falta de ambición. He dicho salvando las distancias porque el carácter intelectual de Hamlet y el hecho de que el protagonista sea al mismo tiempo el narrador de la novela lo convierte en un personaje mucho más complejo. En la película que nos ocupa -y en la pieza teatral que la inspira- predomina el tono farsesco y de comedia, que se sustenta en el contraste entre la profesión y formación del personaje y su sensibilidad y aspiraciones intelectuales.

Pero, como también le sucede a Hamlet García, Benedito verá alterada su tranquila y cómoda vida cotidiana con un acontecimiento inusual, en este caso el «milagro», que extraerá de su personalidad registros insólitos y desconocidos. «El mundo ha perdido el   —240→   equilibrio, se ha puesto patas arriba», dice Benedito abrumado por la responsabilidad de haber hecho un milagro; e inmediatamente confiesa su temor: «tengo miedo de mí» a lo que Tomás le responderá animándole a reconocerse en su nueva identidad: «Ya no estás solo, Benedito, estás contigo».

Efectivamente, algo ha cambiado en la existencia de Benedito pues a partir de ese momento se enfrenta a todos aquellos que lo habían tenido subyugado y oprimido; se enfrenta a su mujer y a su suegra, se enfrenta a los golfos del pueblo que atemorizados ante el cambio huyen despavoridos, e incluso empieza a despertar en las fuerzas vivas -el alcalde le ha puesto una multa «por transgredir las leyes naturales que rigen en este distrito sin permiso de las autoridades»- un cierto temor ante la posibilidad de que pueda presentarse a las elecciones y ganarles; como algunas de las palabras que Benedito ha pronunciado ante el pueblo pueden tener una lectura política, Don Hermógenes y Don Zenón, rivales políticos hasta ese momento, se unen para combatir a quien amenaza el sistema: «Benedito trae a la vida pacífica de este pueblo el desorden y la demagogia», dice don Hermógenes; «un hombre que hace un milagro es un peligro, es un rebelde», contesta el alcalde.

El «milagro» ha reafirmado la personalidad y la voluntad del antes débil Benedito, del mismo modo que la guerra obliga a Hamlet García a actuar. O, mejor dicho, el milagro no reside ya únicamente en la curación del ciego, sino que el verdadero milagro es la transformación sufrida por Benedito, la aparición de ese «resorte» -la voluntad- que faltaba al barbero. Antes del «milagro», explica éste a su madre, hubiera vendido su alma al diablo por ese resorte que le faltaba; ahora ya lo tiene, un «extraño poder» que ha sometido a su mujer y a su suegra.

Esa transformación no tendrá ya marcha atrás; aun cuando el oculista demuestra que, en realidad, no ha habido curación milagrosa, la recién adquirida voluntad de Benedito va a ser tan firme que no perderá la seguridad en sí mismo. «Ya estoy de vuelta», afama el barbero tras conocer el diagnóstico, pero cuando su mujer y su suegra pretenden volver al equilibrio anterior, Benedito las vuelve a poner en su sitio, pues no ha perdido el «resorte». Las palabras del barbero adquieren en este momento una dimensión social, casi mesiánica:

«Esta energía me la han fabricado ellos, todos los que estos días me han hecho sufrir asqueado de tanta codicia. Mientras el misterio estuvo presente, yo hubiera querido salvarlos de su miseria. Ahora no, ahora es distinto. Ahora vamos a jugar todos con cartas iguales, el misterio arriba, lejos, y aquí un pleito de hombres y mujeres. He aprendido mucho en estos días.»



Quizás por ese motivo choca aún más el diferente desenlace que Masip concibió para la película. Como ya señaló en su momento la profesora González de Garay, la fidelidad al texto dramático mantenida en toda la cinta -más allá de la necesaria mexicanización320 y   —241→   de la supresión de muchos de los elementos poéticos y simbólicos de la obra- se rompe al final de la misma con ese episodio en la ciudad, el regreso de Benedito a su pueblo y la «inverosímil» reconciliación con su esposa321. Se trata, sin duda, de una concesión a la comercialidad esas secuencias que añaden un toque de comedia galante, al modo de Hollywood; que en la ambientación rural del argumento original no cabía.

Pero más preocupante todavía que esa concesión a la industria me parece la transformación que padece el personaje de Fanny. La huida final de Benedito con la norteamericana en la obra de teatro tenía ese talante liberador de la vida sometida que, hasta ese momento, había llevado el abúlico barbero. Fanny, como Marta Abril algunos años después, representa la mujer libre -aunque un tanto frívola-, que conjuga inteligencia y belleza y que no se somete a los convencionalismos sociales. Pero el giro que da la película la convierte en un ser hipócrita e interesado, cruel incluso con el pobre Benedito, que regresará escarmentado a la ortodoxia de su matrimonio. No me parece descabellado afirmar que ahí empiezan las restricciones que la industria cinematográfica mexicana impondrá en lo sucesivo a la tarea creativa de Masip hasta casi ocultarla en la maraña de los tópicos y las convenciones.




Una cata en el melodrama: La devoradora (1946)

Con esta producción de Jesús Grovas dirigida por Fernando de Fuentes, puso Masip su granito de arena en la fama de María Félix como femme fatale. La película, cuyo argumento y guión literario es obra del escritor; desarrolla una historia de pasiones desatadas, concebida especialmente para el lucimiento de la actriz que encamará una susurrante Diana de Arellano, «la devoradora»322.

A su regreso de Nueva York, donde ha estado ampliando sus estudios de medicina, Miguel Iturbe (Luis Aldás) se encuentra con la noticia de que su tío, don Adolfo (Julio Villarreal) -prácticamente, su padre, pues Miguel es huérfano- tiene intención de casarse   —242→   con una mujer mucho más joven que él, Diana (María Félix), Ernesto, el secretario de su tío, le comenta la situación y que, probablemente, Diana busca el dinero de su tío, pues su padre ha muerto dejándole un montón de deudas y ella está acostumbrada al lujo. Don Adolfo es consciente -así se lo confirma a su sobrino- de que la va a comprar con su dinero, pero está obsesionado con la muchacha y dispuesto a conseguirla como sea, a pesar de que padece del corazón. Pero Diana tiene otro pretendiente, el joven Pablito, hijo del médico que atendió a su padre, a quien la muchacha nunca ha frustrado las esperanzas -aspira, de hecho, a hacerlo compatible con su matrimonio- y que se muestra muy celoso por la inminente boda. El día antes de la misma, Pablito se presenta en casa de Diana muy alterado y dispuesto a matar a su amiga: la encañona con una pistola, pero ella le planta cara, segura de que no se atreverá; Diana grita fuera de campo «No, Pablo, no», suena un tiro y en el siguiente plano vemos el cadáver de Pablito y a Diana con la pistola en la mano; ella afirma que el joven se ha suicidado, Diana llama a don Adolfo y le pide que vaya a su casa con un médico de confianza. El novio y Miguel acuden a casa de Diana; Miguel insiste en llamar a la policía, pero Diana, con la excusa de que ese escándalo podría acabar con la vida de su tío, le convence para que trasladen el cadáver al bosque de Chapultepec. Esa misma noche y como coartada, Diana, don Adolfo y Miguel, salen a divertirse; de madrugada regresarán a casa de Diana y ésta y Miguel llevan el cadáver a Chapultepec. Cuando lo han dejado entre los árboles, de regreso al coche; Miguel y Diana se besan; pero Miguel dice que ha perdido el sombrero al dejar el cuerpo de Pablito y regresa a buscarlo, circunstancia que aprovecha Diana para marcharse y dejarlo plantado. Miguel, sin embargo, vuelve a casa de Diana sin haber encontrado el sombrero; los dos jóvenes continúan su romance y, una vez consumado éste, a Miguel le entra el remordimiento. Como Diana no quiere suspender la boda y le sugiere que mantengan el engaño mientras viva don Adolfo, Miguel reacciona, la insulta, le jura que impedirá la boda y se marcha. Diana llama a su prometido y le explica que Miguel se ha puesto pesado con ella y que quiere impedir la boda. De regreso a su casa, Miguel tiene un enfrentamiento con su tío; le confiesa que se ha acostado con Diana y que ésta es una «mala mujer», pero ante el dolor de su tío acaba diciéndole que se lo ha inventado todo por celos y para impedir la boda. Miguel se marcha y acude a la policía y confiesa el trasladado del cadáver de Pablo; el comisario no acaba de creerle y piensa que es una artimaña para impedir la boda de su tío, ante lo cual Miguel regresa a casa de Diana y la mata. Mientras, la policía ha comprobado que la muerte de Pablito no fue un suicidio y acude a casa de Diana para detenerla, pero la encuentran ya muerta y detienen a Miguel.

Este embrollo melodramático está puesto al servicio de mostrar la maldad intrínseca del personaje que interpreta María Félix. Diana de Arellano es, como buen personaje de melodrama, una criatura sin fisuras, plana, caracterizada por el único rasgo de la ambición y la mentira -«Yo nunca miento», dirá al principio de la cinta, y esa es su principal mentira-, dispuesta a cumplir su objetivo aun teniendo que pasar por encima de todos cuantos la rodean, egoísta, sin una sola duda o contradicción que la humanice. Representa, claro está, el arquetipo de la mujer fatal que tan de moda se puso a finales del siglo pasado, el mito   —243→   de la mujer serpiente, y, probablemente, por eso a lo largo de la película Diana de Arellano susurra más que habla323.

El melodrama impone a un personaje así un castigo modélico, en este caso la muerte, y resulta significativo que la protagonista pase dos veces por el mismo trance. La mañana en que muere Pablo, poco antes de la llegada de éste, Diana explica a su criada Jacinta que ha tenido un sueño muy extraño: ha soñado que Pablito le daba un tiro, pero el que tenía el pecho ensangrentado y se moría era el muchacho. Cuando el pretendiente le amenaza con la pistola, Diana se enfrenta a él y consigue eludir la muerte. Más adelante, cuando van a trasladar el cuerpo de Pablo, Miguel comenta lo joven que era, a lo que Diana responde: «Un chiquillo. Sólo un chiquillo pudo hacer lo que él hizo. (...) Un hombre me hubiera matado». Ese hombre capaz de vencer a la arpía será Miguel; en el momento del desenlace, cuando éste esgrime la pistola, Diana repite la misma actitud de desafío que había adoptado ante Pablo; pero Miguel le advierte: «Esta vez no tienes delante a un chiquillo, tienes a un hombre», a lo que ella responde audaz: «Vamos a verlo». A pesar de su seguridad, en esta ocasión no podrá escapar del castigo.

El talante melodramático que adopta la historia permite a Masip desarrollar uno de sus temas preferidos, las relaciones triangulares que se establecen entre dos hombres y una mujer. Es un tema que está presente, por ejemplo, en un cuento como «Dos hombres de honor», que se manifiesta también en sus dos novelas (El diario de Hamlet García y La aventura de Marta Abril) y en algunas de sus películas.

En consonancia con ese tema, creo que en La devoradora el personaje que lleva el peso de la acción es Miguel, el sobrino de don Adolfo. No solamente porque -como sucede en «Dos hombres de honor», aunque sin el cinismo del Matías de ese relato- la relación con Diana le plantee el problema de la fidelidad a los estrechos lazos que lo unen a su tío, convertido ya en rival, sino porque la película muestra mediante el recurso a la simetría el proceso de transformación que padece ese personaje desde el momento en que conoce a Diana. Si al principio de la cinta, en la conversación que mantiene con don Adolfo, Miguel, como buen médico que es, se muestra como un personaje escasamente apasionado, bastante frío y, sobre todo, preocupado por la salud de su tío, al final de la película, en otra conversación paralela, un Miguel totalmente alterado y bastante despeinado hará lo posible por alejar a su tío de Diana. Esa metamorfosis está perfectamente marcada en el desarrollo de la película y gira en torno a la secuencia del cabaret, donde podemos apreciar esa doble faceta del personaje, capaz todavía de utilizar un símil médico para describir la situación de su tío, pero en el que afloran ya los primeros indicios de la pasión.

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Sin embargo, para simbolizar el extravío del personaje, Masip elabora lo que Hitchcock hubiera denominado un Mac Guffin, esto es, «un rodeo, un truco, una complicidad», un motivo que hace avanzar la trama, pero que no tiene consecuencias en el desarrollo de la misma324. Me refiero al extravío del sombrero de Miguel. Ya he explicado que, después de dejar el cadáver de Pablo, Miguel echa en falta su sombrero y regresa a buscarlo, ocasión que aprovecha Diana para marcharse con el coche. De regreso a casa de Diana, ésta asegura que lo llevaba puesto cuando bajaron el cadáver, y Miguel lo corrobora. La muchacha le sugiere que regrese por la mañana a buscarlo, a lo que él responde que eso no es posible porque para entonces ya habrán encontrado el cuerpo. Ante la certeza de Miguel de que el hallazgo del sombrero, que lleva sus iniciales, implicará su detención, Diana sugiere que ella podría salvarse si su nuevo amante no la compromete.

Ahora bien, a un espectador atento no se le puede pasar por alto un pequeño detalle: cuando Miguel saca del coche el cuerpo de Pablo no lleva ningún sombrero; es más, Miguel ha salido del apartamento de Diana sin el abrigo ni el sombrero que llevaba al entrar al mismo. A un espectador todavía más atento no se le escapará que quien sí lleva sombrero -y no lo ha llevado en ningún momento antes- al bajar del coche es el cadáver de Pablito. En realidad, ese es el sombrero de Miguel, que Diana -sin que se sepa muy bien por qué aunque quizás con la intención de inculparlo- ha cogido en el momento de salir del sillón que hay junto a la puerta. El despiste de Miguel, que ni siquiera se da cuenta de que el sombrero que luce el cadáver es el suyo, señalaría el efecto trastornador que ejerce Diana sobre él; pero, además, hay una ironía sutil en el hecho de que el cadáver «herede» el sombrero de Miguel, del mismo modo que éste se convierte en heredero de la pasión y los celos de Pablo, y culmine la tarea que éste no pudo realizar.

En cualquier caso, el misterio del sombrero desaparecido -y, por eso, a mi juicio, se trata de un Mac Guffin- no va a tener ninguna consecuencia en el desenlace del conflicto. Miguel acude, es cierto, a la policía para confesar, pero lo hace más por la necesidad de impedir la boda de Diana con su tío que por la certeza de que va a ser descubierto; además, cuando el joven pregunta al comisario por el sombrero, éste le responde que no han encontrado ningún sombrero -nadie parece ver el que lleva Pablo puesto-; como su estratagema de denunciar el crimen a la policía no da resultado, Miguel optará por la única manera efectiva de evitar el matrimonio de Diana con su tío: matar a la novia.

El detalle me parece, pues, más simbólico que otra cosa; la pérdida del sombrero sería un correlato de la pérdida de la cordura, de la obsesión que se ha infiltrado en las venas de Miguel y que le llevará a la catástrofe. Pero, en otro plano, también podría ser significante de otra cosa: de la pugna de un guionista por dejar las trazas de su libertad y de su ironía en un género tan totalitario como es el melodrama, de dejar la huella de su imaginario en la jungla del cine comercial, la lucha de Masip por rescatar su personalidad de escritor del secuestro del cine mexicano.





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Masip y la comedia ranchera

Como ya he comentado más arriba, prácticamente un tercio de las películas en las que Masip colaboró durante su exilio mexicano pertenecen a este género característico del auge de la industria cinematográfica azteca.

Marina Díaz López ha analizado la conformación de dicho género a partir del enorme éxito, nacional e internacional, que tuvo la primera película del mismo, Allá en el rancho grande (Fernando de Fuentes, 1936), que modificó sustancialmente el rumbo de la cinematografía mexicana y fue el origen de innumerables secuelas325. La invención de la comedia ranchera pretendía dar una respuesta al nacionalismo y a la búsqueda de una identidad propia que impulsaron en México los sucesivos gobiernos postrevolucionarios, al tiempo que ofrecía al mundo -el éxito de la película en España, Estados Unidos y en toda América Latina así lo atestigua- la que había de convertirse en imagen tópica de lo mexicano.

Algunos de los rasgos definitorios del género han sido señalados por la crítica: un leve hilo argumental que apenas oculta el motivo central de la cinta, que no es otro que la plasmación de la vida en la hacienda de un modo colorista y resaltado por los números musicales. La visión idílica del rancho, la idealización de la provincia y la vida rural y el folklorismo, definen la esencia de un género eminentemente nostálgico que ha sido definido por Emilio García Riera como «la añoranza pequeñoburguesa de un pasado idílico en el que el tiempo no pasa y que está a salvo de peligrosas modernidades»326. Un mundo, en definitiva, perfectamente jerarquizado y dominado por la figura del charro, encarnación del macho mexicano.

Poco espacio dejaba, pues, un género tan estereotipado y comercial a la imaginación de cualquier guionista, a pesar de que éstos acudieran con frecuencia -según explica García Riera- «a recetas híbridas para simular la vitalidad que le faltaba». «Sólo en un cine como el mexicano -concluye el mencionado crítico- podía darse el caso de que la decadencia de un género -la comedia ranchera- durara más de treinta años»327. Y las dificultades se acentúan si el guionista es, además, un riojano-catalán aficionado a la cultura andaluza y recién transplantado a la realidad mexicana, aunque, eso sí, con una enorme capacidad de adaptación al medio y un fino oído de dramaturgo.

Pero, aún así, Paulino Masip intentó dar a algunas de esas cintas un tono particular, dejar un rastro de su humorístico imaginario, llegó incluso a subvertir en ocasiones algunos de esos lugares comunes.