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ArribaAbajo- VI -

D. Fernando, estrañando la falta de Maria á su lado, estaba atento á lo que pasaba á su alrededor. Un criado del caserio ya le habia informado de que despues de la salida del ermitaño, Maria se habia sentido mala, y que su hermano hacia desesperados esfuerzos para reanimarla. Como el tiempo transcurria velozmente, y D. Fernando estaba impaciente por saber el estado de la enferma, envió al criado á su aposento con encargo de averiguarlo y de llevarle al momento la respuesta. El lugareño no se hizo esperar mucho tiempo. Maria seguia entregada á un profundo desmayo. D. Fernando al saberlo, se incorporó en el lecho, y dió órden al lugareño para que le vistiese. Esta órden le dejó absorto; pero el jóven que no estaba acostumbrado á la desobediencia, le hizo un gesto imperioso, pero tan espresivo, que el lugareño temblando descolgó la ropa que estaba colgada á los pies del lecho, y se la acercó. D. Fernando no pudiendo dominar su debilidad, tuvo que dejarse caer en el lecho desvanecido; pero habiéndose recobrado algun tanto, indicó al lugareño como habia de vestirle. La operacion fué larga y penosa para el herido; mas su impaciencia solo podia igualar al ferviente deseo de ver á su hermosa enfermera. Una vez vestido, se apoyó en el brazo del lugareño, ó mas bien este le llevó en brazos al aposento de Maria, en el que le acomodó, sentándole en el sillon, que aquella tenia á su lado. Diego al verle, despidió una exclamacion de sorpresa, y de dolor al mismo tiempo.

-¡Señor; vos aquí!

-Sí, Diego: he sabido que Maria estaba enferma, y he acudido presuroso á socorrerla.

-¡Pero si no podeis sosteneros en pié!

-No importa, podré velarla y acompañarla.

Diego guardó silencio. Una nube de tristeza cubrió su semblante al fijarse en el rostro cadavérico del enfermo. Este prosiguió:

-Os ruego que me manifesteis lo que ha ocurrido. Maria, al parecer, recobra ahora los sentidos.

Maria abrió los ojos, y la primera mirada se fijó en su hermano. Luego hizo un movimiento como para despejar sus sentidos entorpecidos todavia, y descubrió á D. Fernando sentado en el sillon. Su vista la dejó absorta.

-¿Qué veo? esclamó con asombro. ¿Os habeis levantado, caballero?

-Sí, Maria; me han dicho que estábais enferma, y he venido.

-¿Vos?

-Para socorreros, siempre estaré ágil, Maria.

-¡Dios mio! murmuró la jóven. ¿Por mi causa va á empeorar su estado?

-No lo cresis, me siento ya fuerte; y ya que mis temores han sido por fortuna infundados, volveré á encerrarme en mi aposento.

Maria, profundamente conmovida con aquella muestra de interés, apenas pudo ocultar sus lágrimas. Las palabras de D. Fernando acababan de prestar un dulce consuelo á sus penas. No se habia engañado al suponer que abrigaba un corazon grande y generoso.

-Volved á vuestro aposento, señor, os lo ruego: dijo enjugando una lágrima. Estais muy débil y vuestras heridas aun no se han cerrado. Un retroceso en vuestro estado, seria fatal...

-No, dejadme permanecer algun tiempo á vuestro lado. Pudiérais empeorar, y entonces tendria que levantarme otra vez.

-Señor, dijo Diego: Maria, gracias al ciclo, se halla buena, y dispuesta á continuar vuestra asistencia. Recojeos, pues, y esperad que dentro de una hora se hallará instalada de nuevo en vuestro aposento.

-Siendo así, me retiro.

-Esperad, señor, dijeron los los jóvenes; os ayudaremos.

Diego ofreció el brazo á D. Fernando y Maria el suyo, y así cogidos llevaron lentamente al enfermo á su aposento. Maria sentia una impresion de placer inesplicable que jamás habia esperimentado. La pobre jóven casi sin advertirlo alentaba su pasion. Desde la llegada de D. Fernando, aquel era el momento mas venturoso que habia disfrutado. Le tenia á su lado, su brazo sostenia aquel cuerpo tan gallardo, que el padecimiento habia encorvado. La prueba del verdadero afecto que acababa de manifestar, la habia trasformado. Ella, que era dichosa con una sola mirada del herido ¿habia de ver indiferente el heróico esfuerzo que acababa de emplear, para acudir á socorrerla? Todos sus afanes y desvelos quedaban ya remunerados. La idea de que estaba dotado de un corazon agradecido, bastaba para recompensar á Maria de los sufrimientos de su amor.

D. Fernando descansando de nuevo en su lecho, no tardó en entregarse á un sueño profundo, que al principio alarmó á Diego. La emocion que habia esperimentado al saber que se hallaba enferma la jóven, y los esfuerzos estraordinarios que habia empleado para abandonar el lecho y trasladarse al aposento de aquella, le debilitaron de tal modo, que el cirujano cuando vino á visitarlo, al percibir su respiracion agitada, declaró que el mal se habia agravado, y que el herido necesitaria ocho dias mas de sosiego, para reponerse. Maria, acusándose de este retroceso, se propuso redoblar todos sus esfuerzos para que el enfermo pudiera burlar el pronóstico del cirujano.

Dos horas despues de este incidente, el padre Anselmo penetró en la estancia, y despues de informarse del estado de los dos jóvenes y del enfermo se dirijió al aposento de este. Maria permanecia á su lado ocupando el mismo sillon que le servia de asiento y de lecho desde la llegada del herido. El ermitaño, á quien la relacion del interés que aquel habia manifestado por Maria inspiró un pensamiento que lo preocupaba hacia algunos instantes, rogó á la jóven que le dejase solo con el enfermo, pues tenia que comunicarle una noticia importante. Maria que desconfiaba de todos los que la rodeaban, desde que su amor por D. Fernando no era un secreto, manifestó una turbacion visible al recibir aquel encargo, que el padre Anselmo para tranquilizarla, tuvo que recordarla la adhesion ciega de D. Fernando al rey D. Pedro, para que no estrañase las noticias que iba á comunicarle respecto á su estado. Sin embargo, este recuerdo no podia tranquilizarla. Si la situacion del rey no era ventajosa, D. Fernando apresuraria su partida, y Maria queria dilatarla lo posible. Inquieta, pues, á la idea de separarse del objeto de su cariño, abandonó el aposento, dando un nuevo giro á los pensamientos halagüeños que poco antes la habian preocupado.

D. Fernando aun tardó en despertar de su sueño. El padre Anselmo que esperaba este momento se apresuró á saludarle.

-¿Velábais mi sueño? le preguntó el enfermo con interés.

-Sí, hijo mio; ya sabeis que vuestro estado me ha tenido en alarma estos últimos dias.

-Gracias al cielo, señor, me encuentro muy aliviado, y espero que antes de quince dias abandonaré esta soledad.

-Que no olvidareis tan presto, ¿no es cierto? preguntó el ermitaño con intencion.

-Teneis razon; dejo en ella toda lo que poseo.

-Sí, doña Blanca de Cabezon, que es lo que mas amais en este mundo.

-Despues del rey.

-¿Y no antes?

-Os diré, padre Anselmo; al rey debo lo que soy, y aun cuando no me uniese á él la gratitud, la nobleza de su causa, sus infortunios y sus peligros, me obligarian siempre á amarle de la misma suerte. Pero no creais que es solo doña Blanca la que me recordará esta soledad. ¿Acaso no me habeis mostrado vos una ternura paternal? ¿Y creeis que puedo olvidar la solicitud de estos dos pobres huérfanos? ¡Oh! ¡Si supiérais lo que por mí han sacrificado! Maria, no ha disfrutado de un momento de reposo, y su hermano cuando no vela á mi lado, es porque tiene que preparar alguna cosa ó algun vendaje para el herido. ¡Pobres jóvenes! Decidme, padre Anselmo, vos que los conoceis y que los amais, ¿viven con privaciones? ¿Necesitarán mas intereses de los que poseen? Mucho os agradeceré que me respondais con sinceridad, pues si carecen de lo que puedo concederles, lo haré sin que lo adviertan: del otro modo lo rehusarian.

-Mucho celebro, D. Fernando, que así me mostreis la generosidad de vuestros sentimientos, porque queria imponerles un prueba. Mis dos huérfanos no son ricos, pero tampoco carecen de lo preciso. Lo que necesitan es proteccion. En el mundo no tienen mas que la mia, y bien sabeis á donde alcanza. Me encuentro casi á los bordes del sepulcro, y antes de bajar á él, quisiera estar seguro sobre su porvenir. Diego es jóven, muy jóven, y sin la menor esperiencia. Aunque educado como un villano, alienta esperanza de honores que pueden causar su ruina y la de su hermana. Su destino en el mundo es no abandonar esta soledad. Pero si yo dejase de existir, ¡cuántos peligros correria su juventud! Olvidaria mis consejos y labraria su desdicha y la de Maria.

-Perdonad si soy indiscreto, dijo D. Fernando admirado de la expresion del ermitaño, al pronunciar estas palabras. ¿Habeis conocido á los padres de estos jóvenes?

-Sí.

D. Fernando no se atrevió á dirigir otra pregunta. El ermitaño prosiguió:

-Han quedado huérfanos desde su mas tierna edad al cuidado de padre Anselmo. El les ha guiado por la senda de la vida, hasta que llegaron á la edad de la razon. Hasta ahora no ha tenido motivo para arrepentirse de los desvelos que en ellos ha empleado; pero se hallan en la edad de las pasiones, en un pais poblado de señores feudales que no respetan mas ley que su capricho, y que un dia podia arrebatarles la tranquilidad que hoy disfrutan... ¿No es cierto D. Fernando que mis temores son fundados? Hasta ahora nadie ha interrumpido su soledad, porque la proteccion del pobre ermitaño del Cristo de las batallas, impone en estos contornos al mas poderoso; pero si baja al sepulcro, que ya le llama, entonces, ¿qué será de la bella Maria tan codiciada por esos paladines orgullosos? ¿qué será del pobre Diego, objeto de la saña de sus vecinos, lo mismo de los nobles que de los pecheros? Como yo le he educado lejos sus vecinos, privado de conocer sus costumbres, se halla por su educacion en una posicion excepcional que no le permite alternar con los unos ni con los otros. Mi afan por evitarle los peligros del mundo, le ha proporcionado, ó mas bien, le proporcionará males sin cuento.

El ermitaño se detuvo; D. Fernando admirado del giro que iba tomando la conferencia, no sabia cómo esplicar el interés que el padre Anselmo manifestaba por los dos jóvenes, y para averiguarlo, se decidió al fin á interpelarle otra vez.

-Vuelvo á rogaros que perdoneis mi indiscrecion; pero estando animado del ferviente deseo de auxiliar todo lo posible á vuestros protegidos, quisiera que me ilustrárais acerca de su familia, y del porvenir que para ellos ambicionais.

-Os referiré todo lo que querais, porque al saber que les amais, formé el propósito de solicitar vuestra ayuda en su favor para cuando haya dejado este mundo.

-Mucho recordais el sepulcro, padre Anselmo, y sin embargo os veo animoso, y con mas vigor del necesario para poder continuar mucho tiempo la vida penosa que estais llevando.

-No lo creais; mi cuerpo abatido por el quebranto, demanda ya el descanso, que luego, muy luego hallaré.

El acento del ermitaño era triste y solemne. D. Fernando se conmovió al escucharle.

-Voy, pues, á hablaros, D. Fernando, como si tuviera que abandonar hoy á mis huérfanos. ¿Quereis escucharme?

El padre Anselmo guardó silencio, y D. Fernando escitado por la curiosidad, se arropó en su lecho para escuchar mas cómodo la relacion del ermitaño.

-En el siglo pasado, dijo este, existia no lejos de estos campos un castillo feudal, que durante la minoria de Alfonso XI sirvió de refugio á los enemigos de sus tutores. Habitado por su dueño el señor de Campo-Agreste y defendido por una numerosa guarnicion, desafiaba el poder del soberano de Castilla, y de todos los que intentasen alterar las costumbres del castellano.

Era el señor de Campo-Agreste un anciano encorvado, mas bien por los escesos de una vida disipada, que por el peso de la edad. Huérfano desde sus primeros años, y dueño absoluto de sus acciones, comenzó desde niño á imponer la ley inexorable de su carácter indómito á todos los que le rodeaban. A pesar de su corta edad, se entregaba á los placeres de la mesa con tal esceso, que muchas veces habia que llevarlo embriagado á su aposento. Mas tarde los placeres del amor, menguaron en parte los de la mesa, sin que los tutores y parientes que le rodeaban, pudieran desterrar con sus consejos y esperiencia los gérmenes del mal que habian arraigado en su pecho la falta de un mentor celoso é ilustrado.

Sus vasallos, al verle pasar, cerraban las puertas de su casa llenos de terror, como si pudiera contaminarles su presencia; sobre todo ejercian una vigilancia estremada sobre sus hijas, siempre amenazadas y espuestas á ser el objeto de los lúbricos deseos de su señor. Muchas habian sido víctimas de su desenfreno, y otras habian tenido que huir para salvarse de la opresion brutal que ejercia sobre los habitantes del lugar.

Esta vida disipada solo pudo terminar algun tanto al enamorarse con todo el fuego de la primera edad de los encantos de la hija del señor de Rivabella. Este noble poderoso, conocia la funesta celebridad que precedia al nombre de su vecino el señor de Campo-Agreste, y aunque sus violencias no podian inspirarle ningun temor, creyó sin embargo, que debia apartar de su vista á la hermosa Elvira, su hija, que era el objeto de todos sus cuidados y desvelos. El señor de Campo-Agreste en las diferentes visitas que solia hacer á su vecino el de Rivabella, preguntaba siempre por la hermosa Elvira; pero su padre con varios pretestos escusaba su asistencia. Convencido entonces el orgulloso castellano de que se le engañaba, conferenció con otros jóvenes disipados que le seguian en sus escursiones amorosas para trazar un camino que le pusiese en relacion con la dama de Rivabella. Una dueña de esta, que como todas las de su clase, no era insensible á ciertos alagos, proporcionó al señor de Campo-Agreste la ocasion de ver á Elvira, y prendado de su belleza empezó sus galanteos, ocultando su verdadero nombre. La dueña que secundaba sus planes, hizo elevar á grande altura las nobles prendas del enamorado caballero, y la dama que no se conformaba con el retiro que su padre la imponia, no tardó en quedar sugeta á las redes que le habia tendido su dueña. Casi todas las noches hablaba al caballero á través de una espesa reja que este á toda costa queria traspasar. Por último, se concertó el rapto. La dama se negó; pero habiendo indicado su amante que el señor de Rivabella no aprobaria el enlace con un caballero que no tenia mas fortuna que un escudo de armas, Elvira se resignó á abandonar el castillo, en la confianza de que una vez realizado el matrimonio, su padre seria menos severo. En el castillo de Campo-Agreste se hallaba preparado un aposento solitario para recibirla. El castellano le proponia ocultarla allí hasta que el señor de Rivabella perdiese las esperanzas de encontrarla. El furor de este al saber la desaparicion de su hija, no conoció límites. Como un frenético se dirigió al castillo de Campo-Agreste sospechando que el golpe habia partido de allí. La conferencia de los dos nobles fué terrible, pero Rivabella que no tenia mas antecedentes que acusar á su vecino, que el descrédito de que gozaba en el pais, tuvo que alejarse ahogando su encono y dispuesto á no descansar un solo instante mientras no descubriese el paradero de su hija.

Mientras el noble caballero recorria el pais, Elvira encerrada en el castillo de Campo-Agreste, empezaba á sentir los efectos de su imprevision. El que consideraba como su esposo ni siquiera pensaba en realizar el concertado enlace, y este desvio empezaba á alarmar á la dama. Un dia que venciendo sus escrúpulos, se resolvió á solicitar que pusiese término á la situacion penosísima en que se hallaba, el caballero dió rienda suelta á su carácter impetuoso y altanero, protestando, que no se uniria jamas á una mujer que desconfiaba de su amor. Elvira enjugó su llanto, y no volvió á recordar su pretension; pero el tiempo trascurria y se acercaba el momento de ser madre. La tierna jóven olvidaba la clausura en que vivia á la idea de estrechar sobre su corazon el fruto de su amor.

El señor de Campo-Agreste, que habia vuelto á seguir su vida licenciosa, y que empezaba á mirar con desvio á la que habia sacrificado su honor y su vida, se mostró mas tierno y mas prudente al saber que se hallaba en cinta. El orgullo de la raza que se despertaba á la posibilidad de tener un heredero de su nombre y sus estados, le obligó á devolver á Elvira todos los cuidados de que antes la habia rodeado. Dichosa la jóven al verle de nuevo entregado solo á su amor, esperaba con impaciencia el momento venturoso en que el nacimiento de un vástago de la casa de Campo-Agreste, viniese á imponer á sus padres un lazo mas poderoso que el que les habia unido hasta entonces. Pero su amante no quiso esperar este acontecimiento. El deseo de legitimar á su heredero, le impulsó á dar su mano á Elvira celebrándose el enlace en la capilla del castillo, con la asistencia de algunos escuderos muy afectos á su señor.

Aunque el señor de Campo-Agreste habia empleado todos los recursos de su ingenio para disipar las sospechas del de Rivabella, no era posible que el secreto continuase por mucho tiempo. Para asistir á Elvira en su alumbramiento y para bautizar á los dos gemelos que dió á luz, tuvieron que descubrir el secreto personas estrañas, y no todas adictas al señor de Campo-Agreste. Su vecino llegó por último á ver confirmadas sus sospechas, y entonces volvió de nuevo al castillo. El señor de Campo-Agreste para desarmarle, refirió la historia de sus amores, y su temor de que el padre de Elvira no concediese su mano á un noble, terror del pais. Terminó solicitando su perdon, y el señor de Rivabella vencido por la ternura de su hija, perdonó al fin su estravio aunque resuelto á no volver á verla. Los ruegos de su esposo y las lágrimas de esta no pudieron desamarle. El orgulloso castellano habia sido herido en sus sentimientos filiales y no podia perdonar el año de angustia que habia pasado para rescatar á su Elvira. El ermitaño del Cristo de las batallas, que era mas digno que el que ocupa hoy su ermita, de la reputacion de santidad que le concede el pais, intervino en estas querellas, pero no pudo vencer la obstinada resistencia del señor de Rivabella.

Algun tiempo despues, Elvira fué de nuevo abandonada por su esposo. Los escesos de este cada dia mas anatematizados por el pais, abrieron en su pecho una herida profunda é incurable. Viendo abierto el sepulcro, llamó al ermitaño para que implorase el perdon de su padre y le llevase á su lado para tener el consuelo de morir recibiendo su bendicion. El señor de Rivabella que en medio de su rigor idolatraba á su hija, acudió al punto á prodigarla todos los auxilios de su ternura, pero era tarde. La pobre jóven, víctima de su pasion, sucumbia en la flor de su edad; abandonada del hombre que idolatraba. Y mientras exhalaba su postrer suspiro en los brazos de su padre, aquel desalmado se ocupaba de robar á la hija de un infeliz villano, uno de los vasallos que mas adhesion le habian manifestado hasta entonces.

El señor de Rivabella despues de acompañar á su hija hasta la última morada, volvió al castillo para llevarse á sus nietos. Al bajar el puente se halló al señor de Campo-Agreste que volvia despues de tres dias de devaneos. Los dos nobles se dirigieron una mirada de ódio irreconciliable. Campo-Agreste al fijarse en la dueña que llevaba á sus dos hijos, se arrojó sobre ella como un frenético, para arrebatárselos. Entonces el de Rivabella con una sangre fria horrorosa, le cogió por la espalda y arrojándole al foso como una pelota, esclamó con acento terrible.

-¡Plegue al cielo que quedes imposibilitado para siempre de causar mas daños á tus semejantes!

La caida fué terrible; pero no privó de ningun miembro al caballero. Cuando estuvo restablecido, se apresuró con sus gentes á sitiar el castillo de Rivabella para rescatar á sus hijos. Mas de un año duró el asedio. El pais estaba aterrado al ver una lucha tan obstinada como sangrienta. De Valladolid acudian diariamente porcion de gente para auxiliar á ambos competidores. El ermitaño del Cristo de la batallas no descansaba un solo instante llevando palabras de paz y de concordia á ambos campos; pero sus consejos no eran escuchados. Perdida ya la esperanza de conciliar á los dos nobles, se dirigió á la córte del rey don Alfonso, y obtuvo de este monarca la ayuda necesaria de hombres de armas para cortar la contienda. Un mensagero del rey llevaba un pergamino de este para que, el señor de Rivabella devolviese sus hijos al señor de Campo-Agreste, y se presentase en seguida á la corte á dar cuenta de su estraña y criminal resistencia, á una exigencia tan natural como la de Campo-Agreste.

El señor de Rivabella era un vasallo sumiso y se sometió á la voluntad del monarca. Cuando el ermitaño le anunció que iba á disponer la partida de sus nietos, le dijo con una espresion de amargura que afligió al celoso anacoreta:

-Rogad al cielo, señor, que no os arrepintais un dia de haberme arrebatado esos dos niños.

-Su padre los reclama.

-Sí; pero vos le conoceis, y por lo mismo, no dudareis de que estos desgraciados llegarán á seguir sus huellas.

-¡Oh! ¡Que el cielo les llame, antes de que tan fatal pronóstico se realice!

El señor de Rivabella no pudiendo habituarse á la soledad de su castillo, llamó á su hermano el señor de Rojas, que no disfrutaba de grandes riquezas. Hacia algun tiempo que se habia casado con una dama de grande alcurnia, pero sin bienes de fortuna. Los dos esposos con un niño de tierna edad, poco tardaron en establecerse en el castillo: pero á pesar de la distraccion que prestaban al señor de Rivabella, este no podia dominar la poderosa melancolia que se habia apoderado de su ánimo desde la muerte de su hija. Se acusaba de su muerte por no haberla alejado del castillo antes de conocer al señor de Campo-Agreste, y esta idea aterradora, unida á sus temores por el porvenir de sus nietos, fueron quebrantando su salud de tal modo, que á un año despues de haberse separado de aquellos, sucumbió dejando todas sus riquezas al señor de Rojas.

El señor de Campo-Agreste dueño ya de sus hijos, y libre de la presencia de su suegro, se entregó con mas furor á sus placeres, encomendando la educacion de aquellos á algunos nobles depravados compañeros en sus orgias y en sus raptos.

Los niños respirando aquella atmósfera impura, fueron creciendo, sin cuidarse mas que de satisfacer todos sus caprichos. El ejemplo pernicioso que tenian á su vista, lejos de modificar el carácter impetuoso que habian heredado de su padre, servia para encaminarles con mas presteza por la senda de degradacion y miseria, que aquel aun no habia abandonado. A la edad, pues, de quince años poseian todos sus vicios y todo el ódio de sus vasallos.

Tantos desmanes no podian quedar impunes. Una noche el señor de Campo-Agreste al dirigirse á su castillo, despues de un nuevo atentado contra la paz conyugal de sus vasallos, fué asesinado horriblemente. Su muerte se imputó á estos; pero quedó envuelta en las tinieblas mas profundas. Hoy, despues de un transcurso de mas de 50 años, se ignora el nombre de los asesinos.

El trágico fin del señor de Campo-Agreste debió ser una leccion terrible para sus hijos. Desgraciadamente tenian estos á su lado á muchos perniciosos consejeros que se habian propuesto hacerle estéril. Despues de una corta tregua que se empleó en sufragios por el descanso del difunto, sus dos hijos se dedicaron con ardor á molestar á los nobles, y á solazarse con las hijas de sus vasallos.

Un dia que iban de caza persiguiendo á un ciervo, invadieron las propiedades de los señores de Rojas, que tambien habian muerto, no sin recomendar á su hijo que huyese todo lo posible de la relacion de los de su vecino el señor de Campo-Agreste. El jóven D. Lope que les aborrecia hacia mucho tiempo, aprovechó aquel la ocacion para demostrarlo. Al primer aviso de que sus cazadores se entretenian en destrozar sus plantios mandó reunir á sus vasallos, y con su ayuda los puso en vergonzosa fuga.

Los jóvenes Campo-Agreste juraron vengar aquella derrota y no tardaron en intentarlo. Sabedores de que el señor de Rojas iba á enlazarse con la hija de D. Sancho de Escubera, pretestaron un viaje de dos meses á Valladolid para realizar mejor su proyecto; y quince dias despues de verificarse el enlaze, cuando D. Lope se hallaba poco distante del castillo cortando una contienda promovida por dos vasallos, penetraron por una puerta secreta del mismo los dos hermanos y se apoderaron de la dama. Rodrigo el mas jóven de los dos, prendado de su belleza, la tuvo oculta en un paraje solitario, luchando aunque inútilmente para lograr su correspondencia. Era un jóven gallardo, que por su gentileza no habia recurrido jamás á la violencia para realizar sus proyectos amorosos. La esposa de D. Lope que durante los dos primeros meses de prision no cesaba de perseguirle con su desprecio y sus anatemas, acabó por perdonarle y quizás le hubiera amado, si su retiro no hubiera sido interrumpido por la llegada inexperada de don Lope. Desde el rapto de su esposa, no habia descansado un solo instante. Por do quiera que atravesaba derramaba el oro para que todos le auxiliasen en sus pesquisas. El retiro, pues, de D. Rodrigo que estaba situado á corta distancia del castillo de Rojas, no podia ocultársele mucho tiempo á sus pesquisas. El furor de D. Lope al descubrir á los dos jóvenes, apenas podia descubrirse. Serenado algun tanto, dijo á Rodrigo:

-Habeis impreso en mi frente el sello de la deshonra. ¿No me revelareis la causa de tamaño aborrecimiento?

Rodrigo mudo por la sorpresa, no acertaba á pronunciar una sola palabra. D. Lope prosiguió:

-Mi deshonra hasta ahora solo es conocida de los tres. ¿Quereis hacerla pública, caballero?

-No.

-¿Habeis robado á mi esposa para imponerme un padron de ignominia?

-No.

-¿Para abusar de su inexperiencia?

-No.

-¿Para atormentarme?

-Habeis acertado.

-Pues bien; vuestro deseo se ha satisfecho por completo. Nunca he sido muy feliz; pero ahora me consideraré el mas desventurado de los hombres. Caballero, prosiguió con acento desgarrador, me habeis arrebatado todo lo que poseia en el mundo. Me quedaba solo un nombre ilustre que ya no podré llevar sin rubor, tan pronto como se conozca lo que ahora acabo de descubrir. Sin embargo, quisiera conservarlo ileso á costa del mas grande sacrificio. ¿Os parece suficiente que corra un velo sobre lo que ha pasado?

Rodrigo que no poseia el mas ligero sentimiento de honor, se humilló ante la grandeza de aquel desventurado.

-Mandad, caballero; dijo con emocion sintiendo latir su corazon por la vez primera bajo una impresion generosa. ¿Qué quereis? Estoy dispuesto á secundar vuestros deseos.

-Os ruego que partais al punto de estos lugares, y que no volvais hasta dentro de seis meses.

-Es imposible.

-Entonces me matareis aquí. Los dos no podemos vivir en un mismo parage.

-Pues bien, nos batiremos; vos teneis necesidad de vengaros.

-Sí pero es una venganza que va á deshonrarme. Por eso quisiera mejor perdonaros.

Rodrigo reflexionó algunos instantes. Sus sentimientos villanos luchaban en aquel momento con la primera impresion generosa que se habia despertado en su alma.

-Y al cabo de los seis meses, ¿me permitireis que vuelva á mi castillo?

-Sí, porque antes el dolor me habrá conducido al sepulcro y quiero tener el consuelo de no mostrar al mundo mi deshonra.

El acento profético de D. Lope, hirió de nuevo el corazon de Rodrigo. Vencido al fin por aquella nobleza fascinadora, el jóven dijo con ademan resuelto.

-Partiré ahora; pero antes os exigiré una promesa.

-Hablad:

-Juradme que no atentareis contra el reposo de vuestra esposa.

-Os lo juro.

-Adios, señor; dadme vuestra mano.

-Eso no; es imposible.

Rodrigo inclinó la cabeza sobre su pecho, confuso y contrariado y D. Lope cojiendo de la mano á su esposa, la dijo:

-Venid señora. Nadie sospechará de vuestra ausencia. Podeis estar tranquila. Nuestro nombre no será empañado, si este caballero cumple su promesa.

-Os juro que hasta dentro de un año no volveré á Castilla.

Rodrigo sin despedirse de su hermano, se dirigió aquel mismo dia á Valladolid, y algunos dias despues se embarcaba en Cádiz para Malta con el deseo de visitar los Santos Lugares.

A los seis meses de su partida, la esposa de D. Lope dió á luz un niño, fruto de sus amores con Rodrigo. Este vivo testimonio de su deshonra acibaró los dias de ambos esposos. D. Lope, víctima de la misma enfermedad que habia llevado al sepulcro al señor de Rivabella, á los siete meses de la partida de Rodrigo sucumbió en los brazos de su esposa, dejando su nombre y sus riquezas al que á juicio de los hombres, era su hijo. El orgullo de familia, le habia arrastrado á devorar en silencio su deshonra y á legitimar á un bastardo, para que nadie se apercibiese de su desgracia. Al aproximarse su fin, llamó á su esposa para recibirla el juramento de no descubrir á Rodrigo el secreto del verdadero origen de su hijo. Aquella desventurada á pesar de hallarse encinta, lo habia ocultado á su raptor, para que este acontecimiento dilatase mas su libertad. D. Lope murió, pues, en la seguridad de que jamás se haria pública su deshonra. Sin embargo, un hombre habia profundizado este secreto. Este hombre era Garcia, hermano de Rodrigo; pero allá en lo mas recóndito de su pecho, juró conservarlo oculto hasta la muerte. Conocia el lugar á que se habia retirado Rodrigo, con la esposa de D. Lope, y la época en que la habia abandonado. Consultando solo la fechas, tenia forzosamente que penetrar el secreto.

Los hábitos de Rodrigo habian sufrido un cambio favorable, merced á las excitaciones piadosas del ermitaño del Cristo de las batallas, que se habian propuesto separarle de la senda de degradacion en que se hallaba. Garcia, mas indómito que su hermano, se mostraba poco dispuesto á modificar sus costumbres; pero la perseverancia del ermitaño triunfó de su resistencia. Hallábase entonces el jóven dominado por una pasion voraz que no habia podido satisfacer. En esta misma casa en que ahora os albergais, D. Fernando, prosiguió el padre Anselmo con voz alterada, vivia un honrado matrimonio sin mas bienes que una niña de quince años que era el encanto y admiracion de los habitantes del lugar. Fortun, que así se llamaba el padre, era un oscuro hidalgo, que por sus querellas con el señor de Campo-Agreste, se habia visto precisado á aislarse y á perder una gran parte de su hacienda, que los deudos de aquel le habian reclamado contra los fueros de la razon y de la justicia. Fortun aborrecia, pues, con sobrado motivo al hijo del que le habia usurpado su hacienda, y á la primera noticia de la pasion que sentia por su hija, la trasladó á un convento de Palencia, dispuesto á no sacarla de allí hasta que D. Garcia se hallase entregado á otro pasatiempo amoroso. Mas de tres meses tardó el jóven en olvidar la imagen de Maria, y si hubiera podido descubrir su retiro, tal vez hubiera burlado la vigilancia de su padre; pero á pesar de las muchas pesquisas que empleó, nada pudo lograr. Renunciando entonces á este devaneo, buscó otro nuevo y así fué olvidando el recuerdo de Maria.

Fortun, á pesar de verle tan distraido, no se hubiera resuelto á sacar del convento á su hija á no haberse asegurado que peligraba en su salud. Entonces se dirigió él mismo en su busca y al devolverla al seno de su familia exigió á todos la mayor reserva para que pudiera ocultarse su estancia á D. Garcia. Un dia, sin embargo, este recibió aviso de que la bella Maria se hallaba en el lugar; y no consultando entonces mas que á su pasion, resolvió pedirla por su esposa á su padre; persuadido de que de otra manera no podria realizar sus deseos. Fortun, que preferia verla muerta que enlazada con un noble tan desalmado como su padre, desechó desde luego la demanda asegurando al caballero que no veria á su hija mientras él existiese. D. Garcia conocia demasiado al viejo hidalgo, para abrigar sus esperanzas. Su desmesurado orgullo, sin embargo, no le permitia sufrir aquel primer obstáculo que se oponia á sus deseos. Resolvió, pues, emplear todos los recursos de su carácter maligno y rencoroso para hacer ilusoria la amenaza del hidalgo. Este, reducido á la última pobreza, se hallaba imposibilitado de emprender nuevos viages para guardar á su hija, y así es que todos sus esfuerzos se limitaron á imponerla una verdadera clausura en su casa. Apenas salia á la calle sino para dirigirse á la iglesia, y siempre acompañada de su padre y de dos servidores muy leales que cuidaban del caserio. No la permitian asomarse á la ventana ni bajar al patio. Encerrada de continuo en su aposento, la infortunada jóven se veia privada de sus flores, porque ni aun la permitian bajar al jardin. Esta situacion duró algun tiempo. D. Garcia, lejos de desistir, sentia crecer su pasion y la velocidad de satisfacerla. Un rapto le hubiera hecho dueño de la jóven, pero sabia que no podia verificarlo sin atravesar antes por entre los cadáveres de Fortun y sus dos leales servidores, y no estaba tan pervertido su corazon que le aconsejase cometer un crímen. Sin embargo la inaccion no hacia mas que despertarle nuevos deseos y nuevos proyectos. Sabedor un dia de que Fortun debia una gruesa suma á un vasallo de D. Lope de Rojas, le llamó á su castillo para comprarle el crédito y en seguida se lo reclamó á Fortun. El desventurado anciano se apresuró entonces á vender lo que poseia, para reintegrar á su enemigo. Solo pudo salvarse de aquel peligro eminente la casa que habitaba con su hija.

Una persecucion tan obstinada privó á Fortun del consuelo y del apoyo de su esposa y él mismo vió amenazada su existencia. Aterrado entonces á la idea de dejar huérfana y abandonada á su hija, se arrastró un dia con ella hasta la ermita del Cristo de las batallas para demandar el auxilio y la proteccion del anacoreta. El desgraciado se encontraba ya casi á los bordes del sepulcro. Conmovido el ermitaño con la relacion de sus infortunios, le prometió velar por su hija y separar á D. Garcia del funesto camino que estaba siguiendo. Tranquilo Fortun con esta promesa, volvió á su morada sostenido por su hija y en un estado de desfallecimiento que inspiró á esta sérios temores. Dos dias despues se hallaba en el lecho devorado por una calentura violenta. Maria desolada y presa del dolor mas acervo, envió á llamar al ermitaño. El cirujano la habia ofrecido escasas esperanzas. El estado de Fortun cada vez mas alarmante presagiaba un acontecimiento funesto. Cuando el ermitaño entró en su aposento, el anciano luchaba ya con la muerte. En medio de su sufrimiento pudo articular, algunas palabras para recomendarle á su hija. El ermitaño volvió á ratificar su palabra, y conociendo que se apresuraba el momento fatal, mandó retirar á Maria y se quedó solo con el moribundo para auxiliarle en sus últimos momentos.

La desesperacion de Maria al verse sola en el mundo, solo pudo igualar á la solicitud verdaderamente evangélica que el ermitaño empleó para hacerla olvidar su horfandad. Desde la muerte de su padre, se habia instalado en su casa, dispuesto á no abandonarla hasta que la tranquilidad y el porvenir de la jóven estuviesen asegurados.

Ocho dias despues de la muerte de Fortun, D. Garcia se presentó en su casa, para formular de nuevo su pretension matrimonial. La jóven al saber su llegada, se encerró en su aposento llena de espanto, y se negó á abandonarle hasta que el ermitaño fuese á tranquilizarla con la seguridad de que el caballero habia vuelto á su castillo.

D. Garcia estaba perdidamente enamorado y resuelto á sacrificar sus deseos. En la conferencia que tuvo con el ermitaño, le juró por su honor que aceptando Maria su mano, abandonaria todos sus amigos y se consagraria con todas sus fuerzas á hacer una vida ejemplar. El acento de la verdad penetra en el corazon. El ermitaño conoció entonces que Maria podia obrar un cambio en la situacion del desalmado D. Garcia; pero aquella habia heredado el aborrecimiento que le profesara su padre, y estaba muy lejos de acceder á sus deseos. El ermitaño, guiado por su celo evangélico, habia concebido el proyecto de volver al redil del honor y del deber al estraviado D. Garcia, sirviendo de intercesora le bella Maria.

Mucho tiempo emplearia si fuera á referiros lo que luchó el ermitaño para conseguir su noble objeto. Solo os diré que Maria víctima de sus sentimientos religiosos, considerando en su fervorosa piedad que estaba destinada por el cielo para separar á D. Garcia de la senda de perdicion y de miseria en que se hallaba, condescendió al fin en otorgarle su mano, no sin asegurarse antes de la sinceridad de su arrepentimiento.

D. Garcia durante los dos meses que precedieron á su enlace, se consideró el mas feliz de los hombres. Maria que era un ángel con la dulzura de su carácter, calmaba muchas veces los trasportes del suyo, y le iba separando de la funesta senda que hasta entonces habia seguido. Ya no frecuentaba las orgias á que se entregaban sus amigos, ni corria en pos de las villanas. Entregado al objeto de su cariño, veia deslizarse sus dias en medio de la dicha mas perfecta. El ermitaño, orgulloso de ver el fruto de sus desvelos, hacia frecuentes visitas al castillo, y se extasiaba con la relacion que le hacia siempre Maria de algun nuevo suceso que comprobaba la reaccion favorable que se habia verificado en el carácter y en las costumbres de su esposo.

Un año despues de su enlace, Maria daba á luz un precioso niño que recibia el nombre de Diego. D. Garcia, ébrio de júbilo, solemnizó este fausto acontecimiento con mil festejos en que tomaron parte con gran contento los habitantes del lugar, tranquilos ya y en estremo alborozados al ver disipado el terror que un año antes les inspiraba su señor. Hallábase el castillo dominado por el bullicio de la fiesta cuando se presentaron á sus puertas dos peregrinos que venian de la Palestina. D. Garcia, que desde su enlace concedia á todos una cordial hospitalidad, mandó que al momento fuesen introducidos. Así que penetraron en el salon, uno de ellos le dijo con un eco de voz que hizo estremecer al caballero.

-Antes de aceptar la generosa hospitalidad que nos ofreceis, deseo que me contesteis á una pregunta que voy á dirigiros.

-Hablad.

-¿Conoceis á D. Lope Alvar de Rojas?

-Sí, le he conocido.

-¿Ha muerto?

-Sí.

El peregrino despidió un profundo suspiro, y luego añadió.

-¿Y su esposa?

-Ha muerto.

El peregrino inclinó la cabeza sobre su pecho y guardó silencio.

D. Garcia impaciente por descubrir sus facciones, le dijo:

-¿Habeis hecho voto de ocultar el rostro?

-No.

-Y luego ¿por qué no lo descubrís?

-Antes debo haceros otra pregunta.

Y fijando en D. Garcia una mirada penetrante le dijo:

-¿Sois el mismo D. Garcia que he visto hace dos años?

-No os comprendo. ¿Por qué me lo preguntais? ¿Acaso me conoceis?

-Sí; no tardeis en responderme. ¿Sois todavia el terror de vuestros vasallos?

-Esa pregunta..., dijo D. Garcia dirigiendo una mirada terrible al peregrino, envuelve una ofensa que no puedo perdonar.

-Quien os habla no os puede ofender.

-¿Quién sois peregrino?

-No lo sabreis hasta disipar mis recelos.

-Peregrino, dijo Maria que acababa de penetrar en el salon en que tenia lugar esta conferencia, D. Garcia de Campo-Agreste es hoy el ángel tutelar de sus vasallos.

-Gracias á vos, noble jóven ¿no es cierto?

La jóven bajó los ojos ruborizada. El acento del peregrino lo causaba tanta turbacion como á su esposo.

-Ahora que no puedo dudar de que eres noble y honrado, me descubriré.

Y el peregrino, arrojando á un lado el sombrero de anchas alas que cubria su rostro, añadió tendiendo los brazos á D. Garcia:

-¿Me conoces?

-¡Cielos! ¡Rodrigo! ¡Hermano mio!

Y D. Garcia se arrojó en los brazos de su hermano con una ternura que nunca le habia manifestado.

-Sí, yo soy Rodrigo, tu hermano Rodrigo que no traia de la Tierra Santa otra mision que la de salvarte del abismo en que te habia dejado.

-¿Con que tambien has variado?

-Sí, la grandeza de un solo hombre me ha salvado. Luego en la Tierra Santa he procurado expiar mis delitos; de modo que hoy cuento ya con la misericordia divina.

-¿Y quién es el que te acompaña? dijo D. Garcia fijándose en el peregrino que seguia á su hermano.

-Es un jóven que ha ido conmigo á la Palestina para cicatrizar una herida profunda que abrió en su pecho una pasion desventurada. Acércate, Pablo, prosiguió haciéndole una seña; este es el hermano de quien tanto te he hablado, y esta es su esposa, la que ha tenido la dicha de separarle del abismo en que los dos nos habiamos precipitado.

-No; quien le ha salvado, dijo Maria, es ese santo ermitaño.

Y señaló al del Cristo de las batallas que medio oculto en un rincon del aposento, veia aquella escena con una tierna emocion.

-Permitid, señor, que bese vuestra mano, dijo Rodrigo dirigiéndose á su encuentro.

-Abrázame, hijo mio, soy dichoso al ver desmentida la funesta profecia de vuestro abuelo.

Los dos nuevos huéspedes se instalaron en el castillo, y desde su llegada volvió á renacer el bullicio y la alegria que Maria le habia llevado con su presencia.

Algunos meses trascurrieron despues de la llegada de D. Rodrigo, sin que ocurriese mas alteracion en los habitantes del castillo, que un secreto pesar que al parecer ocultaba D. Garcia. Maria habia intentado descubrirlo, pero en vano. A pesar de sus afanes D. Garcia continuaba entregado á una profunda melancolia. Solo pudo distraerle algun tanto el nacimiento de una niña que dió á luz Maria y que recibió el mismo nombre de su madre. Pero despues de este acontecimiento, el oculto pesar de D. Garcia tomó mas incremento llegando á inspirar sérios recelos á su esposa. Rodrigo apenas lo advertia. Ocupado en galantear á una niña de quince años que guardaba como un tesoro el señor de Cabezon, era indiferente á todo lo que pasaba en el castillo. Al renombre odioso que le habia acompañado en otra época sucediera otro que le sirviera de talisman para penetrar en la morada lo mismo del vasallo que del rico-hombre. A unos y á otros prodigaba los auxilios que reclamaba su situacion. Al pechero le socorria si era pobre; y al noble, le mostraba la senda del deber si estaba en camino de abandonarla. Cuando ocurria algun suceso desagradable entre sus vecinos, acudia al momento para aquietar los ánimos y restablecer la paz. El Rodrigo de entonces no tenia el menor punto de contacto con el que años antes habia llenado de terror el pais. Por eso, en lugar de ser desairado por el señor de Cabezon, como lo hubiera sido en otras circunstancias, fué recibido con grandes aplausos. Su pretension amorosa caminaba á una resolucion favorable, cuando un acontecimiento tan imprevisto como lamentable, vino á sembrar de nuevo el veneno de la amargura en su corazon.

La melancolia de D. Garcia iba siempre en aumento. Al recordar su pasado, creyó que estaba destinado á sufrir la ley de la expiacion y que el encargado de enseñársela, era el caballero Pablo, compañero de su hermano Rodrigo. El desgraciado D. Garcia era víctima de unos celos tan terribles como infundados. Sospechaba de su esposa y del amigo de su hermano, y solo porque aquella le profesaba una ternura fraternal.

Devorado por sus celos, resolvió un dia confirmar sus sospechas, y poner término de una vez á la horrorosa situacion en que se hallaba. Con este objeto pretestó un viage á Valladolid y á las altas horas de la noche en que tuvo lugar su supuesta partida, entró en el castillo por una puerta secreta, y se dirigió á su aposento separado solo por un tabique del de su esposa. Allí aplicando el oido sintió un leve murmullo que le obligó á aproximarse mas y mas á la puerta. Entonces distinguió perfectamente la voz del caballero Pablo y luego la de Maria que decia.

-Cada dia le amo con mas delirio.

D. Garcia solo comprendió que su esposa al dirigirse al caballero le aseguraba que cada dia le amaba con mas delirio. Ciego entonces por la funesta pasion que le dominaba, dió un terrible empellon á la puerta que cayó al suelo hecha pedazos. Y desnudando el puñal que llevaba sujeto al costado, de un solo golpe dejó muerto al caballero Pablo, que se hallaba sentado tranquilamente al lado de Maria. Esta, al verle en aquel estado, despidió un grito penetrante que D. Garcia atribuyó al dolor que le inspiraba la muerte del caballero. Ofuscado entonces por el velo de sangre que cubria su vista, se arrojó sobre su esposa, enterrando una y otra vez el puñal en su pecho. Esta escena fué tan rápida que no duró el tiempo que acabo de emplear en referírosla. Rodrigo hacia un instante que habia abandonado el aposento de su cuñada para buscar la banda que esta bordaba en las ausencias de su esposo, y con la que queria sorprenderle el dia que se verificase el enlace de Rodrigo. Hacia mas de una hora que los dos cuñados y el caballero no se ocupaban mas que de encomiar las prendas y el cariño que profesaban á D. Garcia y la conversacion continuaba bajo el mismo tema cuando este subrepticiamente se acercó á la puerta. El terror y el asombro de Rodrigo al penetrar en el aposento con la banda, apenas puede esplicarse. Su hermano con la sonrisa de la venganza satisfecha se hallaba ya contemplando á sus víctimas.

-¡Qué horror! esclamó Rodrigo cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Muy bien has guardado mi honor, hermano Rodrigo! dijo don Garcia sediento todavia de venganza y esgrimiendo el puñal homicida.

-¿Qué dices, desventurado?

-Que han recibido una muerte hermosa. Ninguno de los dos ha despedido un solo gemido.

-¡Dios mio! ¡Este es un sueño horrible! dijo Rodrigo pálido como un difunto. ¿Qué te ha movido, infeliz, á cometer este doble crímen.

-¿Y me lo preguntas, Rodrigo? Tú solo eres el criminal; tú, que has venido á turbar mi dicha, y á arrebatarme todo lo que poseia! ¿No sabias, hombre funesto, que tu amigo amaba á la esposa de tu hermano.

-Mientes como un villano.

-Rodrigo; aun está el acero en mi mano. ¡Ay de ti si te atreves, á provocarme!

-¡Miserable! El delirio ha estrabiado tu razon. ¿Qué fatal engaño te ha conducido á sospechar de ese ángel?

-Le amaba; yo mismo acabo de escuchar sus palabras.

-Imposible; aun no hace cinco minutos que Maria, ébria de júbilo al pensar en la sorpresa que te preparaba, nos referia con el mas puro entusiasmo toda la adoracion que te profesaba. ¿Ves esta banda? Pues hace un momento que me la ha pedido para enseñársela á Pablo, es el fruto de sus vigilias. La bordaba para que te engalanases con ella el dia de mi boda.

-¡Imposible! la he sorprendido pronunciando estas palabras; Cada dia le amo con mas delirio.

-¡Funesto error! ¿Y no adviertes, desgraciado, que eso es imposible, que Pablo luchaba todavia con la pasion que le atormentaba hacia tres años, y que Maria al hablarle se referia á ti, á ti, miserable objeto de su adoracion?

D. Garcia al oir estas palabras sintió un estremecimiento involuntario y su rostro se cubrió de una mortal palidez.

Rodrigo se apresuró á socorrer á las dos víctimas aunque por su estado comprendió al momento que todo auxilio era inútil. Pablo tenia atravesado el corazon. Maria aunque habia recibido mas heridas, respiraba todavia.

-¡Dios mio! dijo Rodrigo procurando contener la sangre que salia de sus heridas. ¡Aun no ha muerto!

La jóven, sin embargo, se hallaba ya moribunda. Rodrigo no sabiendo que hacer para auxiliarla, cojió un jarron de flores, y derramó todo el agua que contenia sobre el rostro de la víctima. La frialdad del agua la produjo un estremecimiento convulsivo y entreabrió sus ojos ya vidriosos por el velo de la muerte.

-¡Maria! ¡Maria! repitió Rodrigo derramando lágrimas amargas sobre el rostro cadavérico de la víctima. Esta volvió á cerrar los ojos; pero sin duda conoció el metal de su voz, porque pronunció su nombre con un esfuerzo, estraordinario.

-Sí, yo soy Rodrigo, tu hermano Rodrigo que quiere salvarte.

La jóven hizo entonces un gesto negativo con la mano. Ya no podia hablar...

-¿No es cierto, Maria, que eres inocente? preguntó con ansiedad.

La víctima solo respondió haciendo una cruz con sus manos, y besándola, moviendo al mismo tiempo la cabeza con sentido afirmativo. D. Garcia al advertirlo, arrojó el puñal y se arrodilló á sus pies.

-¿Eres inocente, Maria? preguntó con voz ahogada por los sollozos.

Maria volvió á hacer el mismo movimiento afirmativo, y estendió su mano como si buscase la de su esposo. Este se apresuró á darsela. Entonces la víctima imprimió en ella un beso helado derramando al mismo tiempo una lágrima.

-¡Desventurada! dijo Rodrigo sollozando. ¡Acaba de recibir la muerte de tu mano y te perdona... ¡Oh! ¡Maria! ¡Eres un ángel!

D. Garcia no podia derramar una lágrima. Su vista estaba extraviada. Arrodillado á los pies de su esposa parecia una estátua sepulcral.

-Es preciso salvarla, dijo Rodrigo haciendo un esfuerzo como si tratase de incorporarse, pero Maria no se lo permitió con un ligero movimiento.

-¿Qué deseas, infeliz? la dijo besando su mano. ¿Crees que es tarde para salvarte?

La jóven hizo una señal afirmativa.

-No importa, buscaré un cirujano, aunque se esconda en las entrañas de la tierra.

Maria cuya respiracion era cada vez mas agitada, le indicó con la mano que se quedase.

-Garcia, dijo Rodrigo, vé á buscar á los dos niños. Que al menos tenga el consuelo de verlos á su lado en este momento supremo.

Garcia no contestó. Con la vista estraviada, fija en el cadavérico semblante de su esposa, permanecia en un estado de insensibilidad, que parecia anunciar ya en su cerebro la falta del pensamiento.

Rodrigo se levantó y soltó la mano de la víctima, que esta apretaba débilmente. Sin duda advirtió el movimiento, porque al sentir que Rodrigo se incorporaba, cojió su mano otra vez con las angustias de la muerte.

-Ya es tarde, murmuró el caballero despidiendo un gemido lastimoso.

Maria se agitó un instante, presa de una convulsion terrible y despues de estender sus manos hacia el lugar que ocupaba su esposo, quedó inmóvil... Rodrigo aplicó una mano á su corazon, pero ya no latia... Aquel ángel habia vuelto al cielo, su única morada...

El padre AnselMo al llegar á esta parte de su relacion, ocultó la cabeza entre sus manos, y empezó á sollozar.




ArribaAbajo- VII -

D. Fernando no habia pronunciado una sola palabra, temeroso de interrumpir aquella historia que tan vivo interés le inspiraba. Algunos nombres que el padre Anselmo habia pronunciado, redoblaron su curiosidad hasta el estremo de no atreverse siquiera á respirar para no perder una palabra del ermitaño. Su relacion debia terminar en breve, y, á juzgar por la impresion que le producia, creia D. Fernando que no era enteramente extraño á aquellos sucesos. Sin embargo, no se atrevia á comunicar sus sospechas. Esperaba que el ermitaño, que hasta entonces nada al parecer le habia ocultado, seguiria dispensándole la misma confianza al manifestar el verdadero objeto que le habia impulsado á revelar aquellos secretos.

El padre Anselmo tardó algun tiempo en serenarse. D. Fernando que no adivinaba la causa de su llanto, y que temia ser indiscreto, se limitó á guardar silencio, y á considerarla con la mas tierna solicitud.

-Perdonad este ligero desahogo; dijo enjugando las lágrimas que todavia bañaban sus mejillas; pero apesar de un trascurso de mas de veinte años, no puedo recordar sereno tan fatal acontecimiento.

Y despues de algunos momentos de silencio, prosiguió:

-D. Garcia no estuvo en posicion de conocer toda la enormidad de su crímen, hasta un año despues de haberlo cometido. Durante este largo trascurso, permaneció en un estado de completa enagenacion mental. Cuando estuvo mas sereno, hizo juramento solemne da abandonar el mundo para siempre, y de renunciar al cariño de sus hijos, como leve expiacion de haberles arrebatado su madre. Rodrigo al saber su resolucion trató de disuadirle, recordándole que el aislamiento que iba á imponerse era un nuevo delito, cuyas consecuencias serian fatales para sus hijos. Le recordó el abandono que iba á rodearles y su desgracia cuando al llegar á la edad de la razon se viesen solos en el mundo. D. Garcia se mostró inflexible: dijo que velando su hermano por sus hijos, no vivirian en la horfandad, y que el sacrificio de no verlos sino como una persona estraña, era preciso para expiar los crímenes que habia cometido. Rodrigo luchó aun para hacerle retroceder, ofreciendo á su vista un cuadro desgarrador de la vida de amargura que iba á buscar; pero D. Garcia que se horrorizaba á la idea de que sus hijos le preguntasen un dia por la suerte de su madre, abandonó precipitadamente el castillo, recomendando sus hijos á su hermano, y encargando á un fiel sirviente que los trasladase á la casa de sus abuelos, y les educase en el mayor retiro. Rodrigo se resistió á separarse de sus sobrinos; pero no pudo triunfar de la energia de su hermano. Los niños fueron, pues, trasladados á esta casa, en la que se instalaron como dos huérfanos, sin otro apoyo que el del fiel escudero que les acompañaba.

Rodrigo poco tardó en unirse con la hija del señor de Cabezon, y muerto este se trasladó á su castillo, porque el que habitaba le recordaba sucesos que queria sepultar en el olvido.

Los hijos de D. Garcia continuaron en este caserio al cuidado siempre del fiel servidor que aquel habia escogido. Cuando estuvieron en posicion de reflexionar en el porvenir, esperimentaron la pérdida del que hasta entonces les habia servido de padre. Diego habia cumplido ya diez y seis años, y pudo reemplazarle al lado de su hermana. Solos los dos jóvenes, apesar de su inesperiencia, prosiguieron auxiliándose mútuamente y completando su educacion hasta el punto que habeis conocido, don Fernando.

El padre Anselmo guardó silencio. Su relacion habia terminado. ¿Cual habia sido su objeto al referírsela? Se preguntaba admirado D. Fernando.

-Ya sabeis lo que ignoran é ignorarán siempre los dos huérfanos que con tanta abnegacion os están asistiendo. ¿No es cierto que ahora os inspiran mayor interés?

-Oh! sí, padre Anselmo! Ahora que conozco su origen, debo lamentar el funesto acontecimiento que les condena á vivir en esta soledad. Pero ¿cómo habiendo sido ricos sus padres se hallan reducidos á vivir hoy con tanta modestia?

-La fortuna de D. Garcia fué disipada por este y por su hermano, antes de variar de estado. Solo les quedaba su castillo que abandonaron y algunos caserios como este.

D. Fernando no respondió, y el ermitaño que leyó en sus ojos lo que sentia en aquel momento, le dijo.

-Escusado será manifestaros que el hermano de D. Garcia, es el señor de Cabezon.

-Sí, lo adivino. Ahora comprendo por qué los habitantes del castillo se muestran tan cariñosos con los dos huérfanos.

-D. Rodrigo ama á sus sobrinos; pero quisiera verlos lejos de Cabezon. Su vista le recuerda los errores de su juventud. Luego el orgullo de su linage y las alianzas que proyecta, le han trastornado de tal modo que solo se ocupa del engrandecimiento de su casa. Se halla envuelto en las discordias del reino. Ha jurado fidelidad al conde de Trastamara y no le abandonará; porque posee toda la nobleza y toda la lealtad de un castellano honrado. Si hubiera continuado en su aislamiento sin cuidarse de los bandos que agitan á Castilla, pudieran abrigar Diego y Maria algunas esperanzas de mejorar su situacion; pero la mayor parte de lo que posee lo ha empleado en ayudar al conde D. Enrique, y de perpetuar muchos sufragios por el descanso de la infeliz Maria y de su malogrado amigo el caballero Pablo.

-¿Y se ha sabido de su hermano D. Garcia?

-No.

Una larga pausa siguió á esta respuesta. D. Fernando cada vez mas admirado de la estraña confianza que le acababa de otorgar con una relacion que ocultaba santos secretos, no acertaba á dirigirle la palabra, esperando siempre una esplicacion, que al parecer se le negaba.

¿Se habria arrepentido el ermitaño de haber referido aquella historia?

El jóven no se atrevia á creerlo, y sin embargo, su silencio y el embarazo que manifestaba parecia continuar aquella sospecha.

-D. Fernando, dijo con acento solemne despues de algunos momentos de silencio; os he exigido una promesa que vais á otorgarme.

-Hablad, señor.

-Deseo que lo que acabo de referiros quede sepultado en el olvido. Sobre todo os ruego que ni aquí ni en el castillo de Cabezon, si es que vais á visitarlo, pronuncieis una sola palabra que pueda dar lugar á que se sospeche lo que D. Rodrigo no revelaria á costa de su vida.

-Nada temais; vuestro objeto al referirme esa historia terrible se ha limitado á manifestarme cuan dignos son estos dos huérfanos de la proteccion que para ellos me habeis solicitado. Ahora solo deseo que os espliqueis con la misma sinceridad y que digais: «D. Fernando, esto es lo que espero de vos.»

El padre Anselmo no respondió. D. Fernando con la mas esquisita prudencia, acababa de exigirle el último secreto.

-¿Qué pensais hacer despues que abandoneis este lugar? preguntó el ermitaño.

-Ya lo sabeis; me uniré al rey D. Pedro para no abandonarle.

-Volvereis á Cabezon?

-Sí; tengo que ver otra vez al señor de Cabezon y á D. Lope Alvar de Rojas.

-Y si los dos huérfanos necesitan vuestro apoyo ¿vendreis á ofrecérselo?

-Sí; no debeis dudarlo.

-Pues bien; hoy os he referido mas de lo que debiais saber. Dentro de ocho dias os hallareis restablecido y en disposicion de emprender vuestro viage. Os ruego no lo dilateis.

-¿Por qué?

-Creedme, D. Fernando; partid tan pronto como os lo prevenga el cirujano.

-Si vos me lo aconsejais...

-No, no; os lo ruego.

-Obedeceré, padre Anselmo.

-Pasado algun tiempo os llamaré para manifestaros el modo de premiar la ternura y los cuidados de los dos huérfanos, que tanto os ocupa desde que os hallais á su lado.

-Y no podré saber el pensamiento que os guia?

-No; gravad en vuestra memoria la historia que os he referido, y esperad. La providencia sin duda os ha enviado á este lugar para que seais el consuelo y la esperanza de los que se interesan por el porvenir de los hijos de la infortunada Maria.

Y el ermitaño al pronunciar estas palabras se levantó para dejar solo á D. Fernando.

-¿Os vais dejándome en esta oscuridad?

-No debeis quejaros; porque os he iluminado sobre el origen do los huérfanos, mucho mas de lo que hubiérais esperado. ¿Qué mas deseais saber?

-Perdonad si soy indiscreto; pero voy á decíroslo. Quisiera conocer el lazo que os une á los dos hermanos.

-No encierra ningun misterio. En mi relacion, ¿no he citado muchas veces al ermitaño del Cristo de las batallas?

-Sí; pero no sois vos.

-Teneis razon; aquel santo anacoreta ha muerto; pero si no heredé sus virtudes, me legó sus cuidados. El que mas le preocupó hasta el último instante de su vida, fué el estado de sus dos huérfanos. Así es que al recibir su último suspiro, contraje el deber sin grado de no abandonarlos. Ahora me encuentro débil y achacoso. El sepulcro me llama. He terminado mi carrera en el mundo. El señor de Cabezon no olvidará á sus sobrinos; pero las discordias del reino quizá le obliguen á abandonar la villa. Su fin tambien se aproxima. Es muy anciano y no tardará en seguirme al sepulcro. ¿Quien velará entonces por los dos huérfanos? ¿No debo pensar en buscarles un nuevo protector?

-Vuestros temores son infundados, dijo D. Fernando; D. Rodrigo y vos teneis todavia el vigor de la juventud. Quizá mi fin se halle mas próximo que el vuestro.

-No os forjeis ilusiones, D. Fernando. Mi vida y la de D. Rodrigo tocan á su término; pero aun cuando no abrigase este fundado recelo obraria del mismo modo para asegurar á los huérfanos la proteccion que perderian con nuestra muerte. Adios: cuando llegue la ocasion oportuna, me esplicaré con mas estension.

Y apretando entre las suyas la mano del jóven, se retiró dejándole admirado y sin poder desvanecer las dudas que lo asaltaban al recordar algunos acontecimientos de la historia de los señores de Campo-Agreste.

El ermitaño abandonó el caserio en un estado de angustia que hubiera alarmado á los dos huérfanos, si hubieran podido observarle; pero sin duda huyendo de su vista, habia salido del aposento del enfermo con el mayor sigilo para que no advirtiesen su partida.

Al llegar á su agreste morada el padre Anselmo, se tendió sobre el monton de heno que le servia de lecho, con el deseo de reposar algunos momentos de la fatiga de la jornada, ó mas bien de las diversas sensaciones que habia esperimentado al lado de D. Fernando Alfonso de Zamora.

Hacia una hora que el ermitaño se hallaba entregado á sus pensamientos, cuando en el umbral de la cueva apareció un caballero embozado en una larga capa.

-¿Qué buscais, señor? dijo el ermitaño levantándose.

El caballero separó el embozo de su capa, y el padre Anselmo despidió una esclamacion de sorpresa al reconocer á D. Lope Alvar de Rojas.

-¿Por qué lo estrañais? La última vez que os he visto no he podido deciros adios. ¿No os acordais?

El ermitaño no habia vuelto á ver á D. Lope desde el rapto frustrado de doña Blanca de Cabezon.

-Entrad, hijo mio, y sentaos. Seais bien venido á este asilo del infortunio. Aunque la última vez que os he visto, habeis faltado á la mansedumbre del buen cristiano, no por eso os censuro, D. Lope. Con la juventud hay que tener mucha indulgencia, y por eso perdono vuestras ligerezas. Vamos, tomad asiento.

D. Lope que sin ser muy religioso, tenia al ermitaño un profundo respeto, se sintió embarazado al oir sus palabras. Esperaba amargas quejas, y en su lugar escuchaba palabras de cariño.

-Perdonad, padre Anselmo, si he estado reacio en venir á solicitar vuestro perdon; pero la venganza me estravia. Desde aquella noche fatal vago por estas soledades como un insensato, buscando los medios de vengarme con tanto rigor como he sido castigado, y no los encuentro; pero confio en que el cielo me ayudará.

-No invoqueis al cielo, abrigando un pensamiento que le ofende. ¿De quién pretendeis vengaros?

-De D. Rodrigo de Cabezon.

-¿Con que despues de haber atentado contra el honor de su hija pensais en vengaros?

-Sí, y lo conseguiré. No es cierto que haya atentado contra el honor de su hija. Amo á doña Blanca, y si el rey no se hubiera interpuesto en mi camino, hubiera sido mi esposa aquella noche fatal.

-No ha sido el rey, sino el cielo que velaba por vos el que os separó de doña Blanca.

-Pues bien, despues de encaminarlo á su castillo con D. Fernando Alfonso de Zamora. ¿Sabeis lo que ha hecho ese noble menguado?

-Decid, lo todo ignoro.

-Me ha encontrado en el bosque, y para vengarse me impuso un castigo que me ha deshonrado.

-D. Lope; vos no sabeis lo que sufre un padre cuando ve amenazado el honor de su hija. Si D. Rodrigo estuvo severo, le sirve de escusa su edad y el orgullo de conservar ilesa la honra de su linage. No; le disculpo, como vos lo hareis algun dia. Apagad, pues, vuestro encono y no olvideis el respeto que exige la edad.

-No prosigais. Me he de vengar, y muy en breve.

-Reflexionad que D. Rodrigo es vuestro vecino, que es poderoso, que no olvida sus ofensas, y que seria un enemigo irreconciliable.

-Poco importa; yo solo recuerdo las mias y el odio que siempre le inspiró mi padre.

-¿Por qué lo sabeis? preguntó el ermitaño admirado.

-Mis vasallos aseguran que siempre han sido enemigos.

-No lo creais, D. Lope; vuestro padre apenas conoció á D. Rodrigo; porque ya sabeis que este permaneció mucho tiempo en la Palestina.

D. Lope que se habia desembarazado de su capa, se sentó en el único banco formado de la misma roca, que habia en la cueva,

-Padre Anselmo, dejemos por ahora tranquilo á D. Rodrigo y ocupémonos del objeto de mi visita.

-He sabido que D. Fernando Alfonso de Zamora no ha muerto. ¿Es cierto?

-Sí.

-Mucho lo celebro, aunque hemos sido enemigos.

-¿Os habeis reconciliado?

-No; pero la desgracia estrecha las relaciones. D. Fernando y yo amábamos á la hermosa doña Blanca; pero desde que esta se decidió por D. Lope de Manuel, creo que no hay motivo para que nos aborrezcamos. Desearia, pues, solicitar su perdon, y si vos me acompañais, iré al caserio de vuestros protegidos, donde segun me han informado está restableciéndose de sus heridas.

-Solo hay un obstáculo, y es que D. Fernando no cree en el desvio de doña Blanca, porque se lo hemos ocultado, y si llega á saberlo, estando débil, como ahora, podrá peligrar su existencia.

-Nada temais; seré prudente y discreto.

-D. Lope, dijo el ermitaño conmovido; nunca he dudado de la lealtad de vuestros sentimientos, y al ver confirmado ahora el alto juicio que de vos tenia formado, esperimento un placer que no puedo esplicaros. Yo he sido amigo de vuestro padre, D. Lope; he conocido y admirado sus bellas prendas, y nunca he podido sospechar que su hijo abandonase la noble senda que le ha dejado trazada. Por eso me atrevo á esperar que desistireis de vuestros proyectos de venganza y que no cuidareis mas del señor de Cabezon.

-No; no lo espereis. D. Rodrigo abrió en mi pecho una profunda herida, que solo podrá cicatrizarla el placer de la venganza.

-D. Lope; vuestro padre hubiera olvidado...

-Mi padre no bajaria al sepulcro sin vengarse.

-No le habeis conocido, D. Lope, y por eso le juzgais con tan poco acierto.

-Os he dicho padre Anselmo, que no nos ocupemos de D. Rodrigo. Ahora os lo ruego.

-Como gusteis; pero otorgadme una promesa.

-¿Qué deseais?

-Juradme que no atentareis contra la vida de D. Rodrigo.

-Os lo juro, dijo D. Lope con una espresion singular. Es ya muy anciano para que pueda vengarme con la espada y en lucha igual.

-Atentareis contra su esposa, contra su hija...

-Nada puedo responderos. Aun no sé como he de vengarme. Solo os diré que no tardaré en conseguirlo.

-Como respeteis su vida, no os llevará muy lejos la venganza.

-Os he dado palabra de respetar la suya, y sabré cumplirla. Ahora, si me lo permitis, os dirigiré algunas preguntas acerca de lo que pasa en el castillo.

-Hablad; ya sabeis que nadie se retira descontento de la ermita del padre Anselmo.

-¿Es cierto que D. Lope de Manuel es el prometido esposo de Doña Blanca?

-Sí.

-Y ella ¿le ama?

-Si no le ama, al menos no le mira con desvio.

-El poder de ese orgulloso doncel le ha trastornado.

-¿Qué quereis? D. Lope de Manuel es uno de los nobles mas poderosos de Castilla, y su alianza no puede menos de ser codiciada por las primeras casas del reino. No es, pues, de estrañar que doña Blanca y su familia deseen que la alianza se verifique.

-¿Y doña Blanca no amaba á. D. Fernando?

-Así lo creyó al principio; pero ahora... ahora creo que prefiere al otro.

-No hubiera creido semejante falsia á no asegurármelo vos, padre Anselmo.

-Debeis advertir, que hablo por conjeturas; pues si tengo interés en averiguar lo que preguntais, ni es permitido en mi edad ni en mi estado...

-Sin embargo; vos dominais en el castillo de Cabezon mas que su propio dueño.

-Eso dicen las gentes que siempre buscan especies para distraer al vulgo.

-Esta vez no se han equivocado al juzgar de lo que pasa en el castillo, puesto que refieren cuanto me habeis manifestado.

El ermitaño guardó silencio, y D. Lope pareció entregado á una profunda meditacion. Sus proyectos amorosos acababan de estrellarse contra el invencible obstáculo que presentaba la estancia de D. Lope de Manuel en el castillo de Cabezon. Al renunciar á ellos sentia una necesidad mas apremiante de vengar sus ofensas.

El padre Anselmo, que se habia propuesto alejar á D. Lope del camino de Doña Blanca desvaneciendo sus esperanzas amorosas, conoció que habia logrado su objeto. Su obra quedaba todavia incompleta. El ermitaño que le habia oido hablar con una secreta agitacion de su venganza, tambien se habia propuesto separarle de ella. En esta parte sus esfuerzos habian sido estériles; pero estaba resuelto á combatir su intento.

-Padre, Anselmo, dijo D. Lope preparándose para partir; si veis á D. Fernando Alfonso de Zamora, os ruego que le manifesteis mi arrepentimiento y mi deseo de obtener su perdon. Ahora que no podemos ser enemigos, conquistaré su amistad, que es de gran valia para un caballero.

-En efecto, la lealtad de D. Fernando es fabulosa en los tiempos que alcanzamos. Le haré presente vuestro deseo, y estoy cierto que le complacerá.

-¿Cuando podré verle en vuestra compañia?

-Cuando querais; todas las tardes voy á verle.

-Pues un dia vendré para que me acompañeis.

-Cuando gusteis, D. Lope.

El caballero, desatando el caballo que habia sujetado al árbol protector de la ermita, se alejó lentamente, separándose del sendero que conducia al castillo, para atravesar el valle de Altamira, siguiendo las márgenes del Pisuerga.

Absorto D. Lope en sus pensamientos, no pudo advertir que desde la Cruz del Cristo de las Batallas le seguia un hombre que por su trage ni pertenecia á la clase del campesino, ni á la entonces mas elevada de page ó escudero. Su aspecto tambien era indefinible. Los cabellos blancos que cubrian su cabeza manifestaban que habia llegado á una edad que desmentia la animacion estraordinaria de sus ojos y la espresion juvenil de su semblante. Este nuevo personage no llevaba al parecer otras armas que un grueso palo en el que se apoyaba algunas veces. Al seguir á D. Lope, no debia ser impulsado por una idea fija, puesto que se detenia muchas veces pensativo como vacilando si seguiria adelante ó retrocederia. Hallábase en uno de estos momentos de indecision, cuando D. Lope, caminando siempre con la misma lentitud, penetró en el bosque, acariciando sus vigotes, entregado siempre á la misma meditacion.

El viajero dirijió entonces una mirada inquieta al rededor, y redobló el paso para aproximarse algo mas al caballero. Cuando la espesura del bosque, apenas permitia distinguir el paso de este, el viajero se deslizó por su espalda á un estremo del sendero que aquel iba atravesando, y luego adelantándose algunos pasos, con una rapidez estraordiriaria, se arrimó á un árbol corpulento; sin duda para esperar la llegada del caballero. Este no tardó en acercarse. Entonces el desconocido con una voz bronca y desagradable le gritó.

-¡Deteneos!

D. Lope era hombre animoso y no se atemorizaba fácilmente, pero aquella voz, interrumpiendo de repente el jiro de sus pensamientos, le hizo estremecer. Sin embargo continuó su marcha con la misma lentitud, porque la espesura del bosque no le permitia apresurarla.

-¡Deteneos! volvió á repetir la misma voz.

D. Lope mas sereno se detuvo y preguntó:

-¿Qué quereis?

-Ya lo habeis oido, dijo la misma voz: primero que os detengais y luego que contesteis.

-¿Es una emboscada?

-Lo será si vos no sois prudente.

-Hablad; ya me he detenido.

En efecto, el caballero, mas bien por curiosidad que por temor, se detuvo. «Si son bandoleros, decia, deben ser muy prudentes cuando no se arrojaron ya sobre mi.»

-¿Llevais dinero? dijo la misma voz.

-Sí.

-¿Mucho?

-Cuarenta escudos.

-Si quereis hacer una obra meritoria, arrojad al suelo una pequeña parte de esa suma, y con ella salvareis á un desgraciado.

-¿Es para ti? preguntó D. Lope admirado.

-Sí.

-¿Luego estas solo?

-Sí.

-¿Y crees poderme obligar á dejarte la bolsa sin disputártela?

-Vos no provocareis una lucha que os será fatal.

-¿Y si me niego á darte lo que pides?

-Me veré precisado á asesinaros.

D. Lope á su pesar se estremeció.

-Mucho confiais en vuestras fuerzas.

-Es que no lidiaremos; tengo la flecha en el arco y por mas que querais sortearla, os matará cuando la dispare.

-¿Sois tan diestro? preguntó D. Lope ya dispuesto á no seguir adelante hasta conocer á aquel estraño bandolero.

-Si me dais vuestra palabra de caballero de no dar un solo paso hasta que vuelva á dirigiros la palabra, os lo demostraré.

-¿Sirviendo mi cuerpo de blanco?

-No señor, solo en el último estremo os mataré.

-Muy bien, dijo D. Lope cada vez mas admirado, no daré un paso: pero habeis de señalarme un blanco.

-¿Veis esa paloma que vuela á vuestra espalda?

-Sí, dijo D. Lope.

-Seguidla un instante.

-¿La veis ahora? dijo despues de algunos momentos de silencio.

-Sí; apenas se percibe.

-Pues ahora la vereis descender ya muerta.

No bien habia pronunciado estas palabras, de lo mas profundo del bosque partió una ligera flecha como una exhalacion, yendo á herir al ave, cuando casi se habia perdido de vista. El disparo fué tan certero que la paloma cayó muerta en uno de los árboles del bosque.

-Muy bien, señor bandolero, dijo D. Lope al ver esta muestra de destreza; ahora creo que podeis agujerearme el cuerpo si se os antoja; mas no creais que por eso dejaré de obrar como si no os hubiera hallado en mi camino.

-Os ruego que no me llameis bandolero.

-¿Me esplicareis entonces cuál es vuestro modo de vivir?

-Soy ballestero; pero sin dueño, y hace dos dias que apenas me alimento: desde que mi señor me ha despedido, no he encontrado apoyo en los hombres.

-¿Quién fué tu señor?

-D. Rodrigo de Cabezon.

El caballero al oir este nombre arqueó las cejas y apretó los puños desesperado. La herida que habia abierto en su pecho D. Rodrigo, aun destilaba sangre.

-¿Por qué te despidió D. Rodrigo?

-Porque maté un ciervo en su bosque y lo vendí.

-Me parece que ya no tendrás reparo en salir de tu guarida para que continuemos nuestro diálogo el uno al lado del otro.

-No puedo hacerlo.

-¿Me teneis miedo?

-No señor; pero podreis negaros á darme parte de lo que llevais y que yo necesito para comer, y entonces trataré de tomarlo por la fuerza, siendo ya muy dificil el resultado de la lucha.

-Mientras que siguiendo donde estás, dijo D. Lope, tienes seguridad de atravesarme con una flecha.

-Es cierto.

-Pues bien; ya que admiro tu buen comportamiento como bandolero, quiero perdonarte, separarte del camino fatal que vas á emprender y llevarte á mi castillo. ¿Te agrada la proposicion?

-Es tan halagüeña que me haria danzar de contento, si no viese en ella un lazo que me tendeis para hacerme expiar la detencion que estais sufriendo.

-No lo creais; iba tan distraido que ni siguiera me fijé en el camino que llevaba. Ahora conozco que no es el de mi castillo, y por lo mismo tomaré otro rumbo. Luego, como no tengo quien me llame ni me espere, es indiferente que me detenga mas ó menos, y que llegue tarde ó temprano al castillo. Así, pues, buen bandolero, no me juzgueis tan sin razon. Has tenido la fortuna de tropezar conmigo y de hacerme un favor deteniendo mi paso. Estoy risueño como pocas veces y sin saber el motivo. Tal vez esto proceda de la singularidad de nuestro encuentro. Sí, tu eres un malandrin que ha de proporcionarme algunos momentos de soláz. Lo comprendo por el efecto que me produce tu demanda y tu reserva.

Y el caballero soltó una carcajada. La aventura como acababa de manifestar, le habia puesto de buen humor y deseaba conocer al bandolero.

-Señor; vuestra risa me indica que debemos terminar luego este negocio.

-¿Aceptas mi proposicion?

-Os estais burlando, señor, como si en este momento no estuviérais atravesando uno de los peligros mas inminentes que habreis corrido.

-Lejos de burlarme, ahí va mi bolsa para que comas, desgraciado. Si quieres separarte de la carrera que vas á emprender, ve mañana á mi castillo y te daré ocupacion honrosa.

Y diciendo esto arrojó su bolsa hacia la parte del bosque donde resonaba la voz del bandolero. Durante algunos minutos se sintió cierta agitacion entra las ramas de los árboles, y luego volvió á renacer la calma.

D. Lope sin mudar de posicion esperó á oir otra vez la voz de su interlocutor; pero trascurrieron algunos minutos mas, y la soledad que le rodeaba no fué interrumpida mas que por la ligera brisa que empezaba á agitar los árboles del bosque.

-¿Os llevais el dinero sin darme las gracias? dijo esforzando un poco la voz; pero como no obtuviese respuesta recogió las bridas de su caballo y se dispuso para continuar su viage.

-Deteneos! dijo la misma voz.

-Qué. ¿No estais satisfecho? Pues os advierto que ahora ni os permitiré llevar la bolsa.

-Caballero, dijo la misma voz; sois generoso y no podré jamás olvidarlo. Ahora me he convencido de que no tratábais de engañarme; puesto que no he recogido la bolsa. El ruido que habeis advertido lo ha causado una liebre que he matado para ver si engañado por la agitacion de los árboles intentábais descubrirme.

-Veo que sois prudente, y lo celebro si es que abandonais esta carrera.

-No la he empezado ni tampoco la empezaré, si vuestra proposicion es sincera.

-Os prometo que en mi castillo tendreis una ocupacion honrosa.

-¿Y no me guardareis rencor por la que acaba de pasar?

-No; ya os he dicho que con esta detencion me habeis proporcionado un rato de soláz.

-¿Y me perdonareis?

-Si es cierto que hoy queriais robar por la vez primera, lo olvidaré.

-Os lo juro, señor; la necesidad me impulsó á obrar como habeis visto.

-Sí, desde luego se comprende que sois novicio. Pues bien; si quereis servirme, os presentareis mañana á mi escudero en el castillo de Rojas.

-¿Sereis vos acaso, D. Lope Alvar de Rojas?

-El mismo. ¿Me conoces?

-No señor; pero me han dicho que habeis jurado vengaros de D. Rodrigo y yo puedo auxiliaros.

-No me engañé cuando sin veros conocí que hablaba con un malandrin. Apuesto cien escudos á que sois el hombre que necesito. ¿Cómo os llamais?

-Sancho.

-Pues bien, maese Sancho; mañana id á mi castillo, y procurad ser bueno y honrado hasta que vuestro señor os necesite.

-Iré para que empezeis castigando mi delito. Despues os juro señor, que no os arrepentireis de haberme llamado.

-Tu delito lo he perdonado, y puesto que el asunto está terminado, si quereis acompañarme os llevaré al castillo.

Sancho tardó en responder. Sin duda abrigaba aun recelos; pero resuelto á jugar su suerte en aquel momento, salió del bosque y se arrojó á los pies de D. Lope diciendo:

-Perdon señor; pero hace veinte y cuatro horas que no he comido.

-Levántate y sígueme. El señor de Rojas no empeña en vano su palabra. Ha dicho que te perdona y quiere que no vuelvas á hablarle mas de este incidente. Ahora sígueme.

Y D. Lope pegando un espolazo á su caballo volvió á continuar su viaje diciendo entre dientes:

-El diablo me ha proporcionado lo que en vano estaba buscando. Este ballestero vale mas de lo que aparenta.

Y en efecto, D. Lope no se engañaba como veremos mas adelante.




ArribaAbajo- VIII -

Han trascurrido ocho dias despues de los sucesos que acabamos de referir en el capítulo anterior.

D. Fernando Alfonso de Zamora ya restablecido de sus heridas, se halla próximo á abandonar el caserio. Diego espera este momento con impaciencia, y Maria se aterra solo al pensar en la soledad que va á rodearla.

El ermitaño no ha dejado de visitar todas las tardes al amigo del rey. D. Lope Alvar de Rojas le ha acompañado dos veces, y los dos jóvenes rivales ya reconciliados se han jurado una sincera amistad. Sin embargo, D. Fernando conserva un triste recuerdo de esta reconciliacion. Apesar de los encargos del ermitaño, D. Lope ha revelado á su amigo el desvio de doña Maria, y D. Fernando que no exhaló una sola queja cuando vió cercana la muerte, sa halla entregado á una profunda melancolia que complica mas la situacion de la huérfana. D. Fernando, como ella, sufre en silencio, y aun se considera mas desgraciado.

El cirujano, recompensado generosamente, y con la certeza de obtener muy luego la nobleza, se ha despedido ya de su enfermo, con la esperanza de volverle á ver muy en breve, porque D. Fernando ofrece visitar luego á sus amigos.

Maria hace dos dias que no puede conciliar el sueño. La partida de D. Fernando va á dejarla un vacio que ya no podrán llenar los placeres de la soledad que antes halagaban su existencia. La pasion que alienta no conoce límites. Su destino está encadenado al del caballero. Nada que le rodee puede serla indiferente.

Diego conoce lo que pasa en el corazon de su hermana; pero la próxima partida de D. Fernando le causa una mortal inquietud. El estado de Maria de dia en dia le inspira mayores recelos. Por una parte desea verse libre de la funesta estancia del caballero, y al mismo tiempo se estremece al calcular las consecuencias de una separacion que amenaza hasta la existencia de su hermana.

D. Fernando se halla solo con Maria. Hace una hora que el jóven tiene una idea fija que le inquieta. Las palabras de D. Lope Alvar de Rojas respecto de los amores de doña Blanca y D. Lope de Manuel, resuenan sin cesar en sus oidos. D. Fernando quiere salvarse de la cruel ansiedad que le atormenta, enviando al castillo de Cabezon á la bella Maria para que inquiera el estado del corazon de doña Blanca. D. Fernando no se atreve á manifestar su deseo, porque si bien no sospecha del amor de la huérfana, comprende que es demasiado bella para servir de mensajera en sus amores.

Maria sorprendida de la preocupacion de D. Fernando no se atreve interrumpirle. La huérfana está muy lejos de sospechar que ella se la causa, y en vano se esfuerza para descubrirla. D. Fernando, venciendo al cabo sus temores, la dice:

-Maria, ¿hace mucho tiempo que no vais al castillo?

-Desde que vos estais enfermo.

-Luego mi estancia os priva de la vista de doña Blanca.

-No señor; ahora no la veo con tanta frecuencia.

-Sin duda me acusa de ese desvio.

-Doña Blanca no ignora que estais enfermo y que yo os asisto. No puede, pues, estrañar mi ausencia.

-¿Cuando la vereis? preguntó D. Fernando con un acento que llamó la atencion de la huérfana.

-Luego que vos hayais partido.

Pronunció Maria estas palabras con un acento tan triste, que conmovió al caballero.

-Parece que os aflije que yo parta, cuando por el contrario debiais daros el parabien.

La mirada de Maria al fijarse en D. Fernando, despues de escuchar estas últimas palabras dejó á este desconcertado.

-¡Qué decís señor! ¿Por qué me ha de causar placer vuestra partida?

Y una lágrima asomó á los párpados de la jóven.

-Perdonad; pero es tanto lo que os he hecho sufrir con mis heridas, que ahora que están cicatrizadas, no comprendo como no habeis lamentado una y mil veces el dia en que he venido á atormentaros. Desde que me han trasladado á ese aposento, no habeis descansado un momento. Siempre á mi lado, siempre solícita, y dispuesta á aliviar mis males, y á distraerme de mis tristes pensamientos. Maria! prosiguió el jóven apoderándose de las manos de la huérfana y estrechándolas entre las suyas, seria muy ingrato si os olvidase. La puerta me llama: Voy á partir: pero os juro por mi honor que jamás podré olvidar la solicitud fraternal que me habeis prodigado.

-Oh!, dijo la jóven conmovida, conozco que cumplireis vuestra palabra y esto premia todos mis desvelos.

-Pues bien, Maria; ya que es tan corta la tregua que hoy nos une, aprovechémosla para ocuparnos de vuestro porvenir. Un dia os pregunté si amábais. Lo habeis olvidado?

-No.

-Entonces vuestro corazon no latia bajo la impresion del amor. ¿Os encontrais hoy en el mismo estado?

Maria solo respondió con un signo afirmativo.

-Si amáseis, prosiguió D. Fernando, os salvaria de las inquietudes que ahora me atormentan, porque los obstáculos que encuentro para unirme á la mujer que adoro, los sabria desvanecer tan solo con mis esfuerzos, si con ellos hallase al hombre que os hubiese entregado su corazon.

-Gracias, señor; pero no necesito vuestra generosa ayuda. No he amado ni amaré. La huérfana verá correr sus dias en esta soledad sin inspirar un sentimiento de ternura.

Maria al pronunciar estas palabras estaba trémula, y una lágrima asomaba á sus párpados.

D. Fernando se conmovió, aunque no podia esplicar la causa de tan estraña turbacion.

-Maria ¡cuán dichoso seria el hombre que poseyese vuestro corazon!

La huérfana inclinó la cabeza tristemente sobre su pecho y no respondió. D. Fernando para dar nuevo giro á los pensamientos que la preocupaban, resolvió manifestar desde luego su deseo.

-Esta conversacion es penosa para vos, y no debemos continuarla. Maria!, añadió con una espresion singular. ¿Quereis otorgarme una gracia?

La jóven levantó la cabeza vivamente y contempló al caballero con sorpresa.

-¿Y podeis dudarlo? dijo con emocion. Mandad lo que gusteis; os lo ruego. Ya sabeis que los dos huérfanos cifran hoy su dicha en demostraros todo el interés que les habeis inspirado.

-Sí; vuestra noble adhesion me conmueve.

Y como dudase en manifestar su deseo, prosiguió:

-Os pareceré tal vez indiscreto; pero amo con ciego frenesí y no puedo combatir mi pasion.

Maria al oir estas palabras se estremeció. Fernando, sin advertirlo, prosiguió.

-Desde que me he salvado de la muerte, lucho con las dudas mas desgarradoras. ¡Maria! Empiezo á dudar del amor de doña Blanca!

-¿Qué decís, señor?

-Sí; D. Lope Alvar de Rojas me ha revelado acontecimientos que sembraron en mi pecho el temor y la zozobra. Dice que doña Blanca concede su mano á D. Lope de Manuel, y que este figura en el castillo de Cabezon como su prometido esposo. Vos lo sabeis. ¿No es cierto, Maria?

-Señor; bien sabeis que no frecuento el castillo desde que estais enfermo.

-Y nada habeis oido sobre este suceso?

-Nada, señor.

-Oh! ¿Si me habrá engañado?

-D. Lope ama como vos á doña Blanca, y no le disgustará que abandoneis vuestros proyectos amorosos.

-Sí; pero ninguno abriga, y por el contrario aborrece al señor de Cabezon. Maria!, prosiguió el caballero animándose gradualmente. ¿Quereis salvarme de esta inquietud?

-Cuando gusteis; ya os lo he dicho.

-Pues bien; acercaos al castillo y á la vuelta no me oculteis la verdad. Quiero saberlo todo. Doña Blanca os ama y nada os ocultará. Perdonad si el encargo os ofende; pero mi pasion no me permite reflexionar. Además, yo solo deseo que con la sinceridad de vuestra alma me digais si doña Blanca es ó no digna de mi amor. ¿No es verdad que hareis el encargo y que me perdonareis?

-¿Y qué he de perdonaros? dijo la huérfana ocultando una lágrima que iba á deslizarse por su mejilla. Nada mas natural que deseeis salvaros de esa cruel incertidumbre. Iré al castillo; hablaré á doña Blanca y volveré para tranquilizaros.

-Id, hermana mia! ¡El cielo os lo premiará!

Maria trémula y ajitada por mil diversas sensaciones, se levantó mas bien para no manifestar al caballero lo que sentia en aquel instan te, que por cumplir su encargo. D. Fernando estrechó su mano entre las suyas y la acompañó hasta la puerta.

Algunos momentos despues, Maria se dirijia al castillo de Cabezon para visitar á doña Blanca.

La situacion del castillo no habia cambiado. D. Lope de Manuel seguia disfrutando de la hospitalidad de D. Rodrigo, galanteando á las dos damas, y ocupándose de fijar el dia de su enlace.

Doña Blanca subyugada por los modales cortesanos del caballero, y por los nuevos medios de atraccion que de dia en dia empleaba para acabar de fascinarla, apenas recordaba la estancia de D. Fernando Alfonso en Cabezon. Oia hablar de su próximo enlace con una indiferencia que admiraba á su madre. Doña Beatriz habia visto á D. Fernando solo dos veces en el castillo, y sin embargo le inspiraba mas simpatias que D. Lope de Manuel. Al principio habia visto con sorpresa la predileccion de su hija por este caballero, y aun dudó si esta ocultaria alguna segunda intencion; pero no tardó en conocer que el recuerdo do D. Fernando Alfonso nunca habia estado arraigado en el corazon de doña Blanca.

Cuando Maria llegó al castillo, hallábase doña Blanca encerrada en su aposento, entregada á las mas risueñas esperanzas. Hacia un instante que su padre le habia hablado de su próximo enlace y de la necesidad de partir para Sevilla tan pronto como se verificase. Doña Blanca, que soñaba con los placeres que se disfrutaban entonces en aquella populosa capital, contaba los dias que le faltaban para emprender el viaje, aunque esta idea halagüeña no dejaba de ser turbada por el sentimiento de abandonar la mansion de sus mayores. Pero toda su dicha se cifraba en ver á Sevilla, la ciudad que en aquella época era objeto de los deseos de todo viajero aragonés.

Doña Blanca se vió distraida de sus risueños pensamientos con la llegada de la huérfana. Su sorpresa al verla fué estremada.

-¿Tú aquí Maria? dijo enlazándola con sus brazos.

-¿Por qué esa sorpresa?

-Si hace tanto tiempo que faltas del castillo! Creí que lo habias olvidado.

-Pues yo al contrario, dijo Maria, estaba en el error de que vos os dabais el parabien por ese olvido.

-No te comprendo, dijo doña Blanca ruborizándose.

-¿Acoso ignorais el motivo poderoso que me detuvo lejos del castillo?

-No, Maria no; lejos de estrañar tu ausencia, la he aplaudido. Diego te lo habrá dicho en mi nombre. Y bien! ¿cómo sigue el enfermo?

-Gracias al cielo se encuentra casi restablecido.

-Siéntate á mi lado; quiero que me refieras todo lo que ha pasado desde nuestra última entrevista.

-La relacion ocupará mucho tiempo y no puedo detenerme.

-No importa, es preciso que me remuneres de las visitas que has dejado de hacerme.

-¿Pero que he de referiros que no sepais ya por mi hermano?

-Sí, Diego me ha dicho que has sido un ángel de consuelo para el herido. ¡Pobre jóven! Es tan noble!

-¿Vos le conoceis hace mucho tiempo?

-No; cuando estaba en el convento solia hablarme á la reja.

-Y... le amais? preguntó Maria temblando.

-Sí; como tú Maria.

La huérfana se estremeció y su semblante se cubrió de una mortal palidez.

-Pues él os ama, contestó sin poder dominar su emocion.

-Y tú lo crees, Maria! Los caballeros de la córte del rey D. Pedro son demasiado presuntuosos para caer en las redes del amor. D. Fernando es cierto que me declaró el suyo, y que yo lo acepté reconocida; pero me engañé, porque confundí el amor con el agradecimiento.

-De modo que lo habeis olvidado?

-No, eso seria una ingratitud que no me perdonaria á mí misma. D. Fernando me ha salvado de un lazo en que hubiera peligrado mi honra, y esto es suficiente para que le conserve un eterno agradecimiento.

-Pues él os ama con ciega idolatria. No me habla mas que de vos.

-Si D. Lope no se hubiera cruzado en mi camino, dijo doña Blanca, tal vez hubiera llegado á ofrecerle, mi corazon; pero ya es tarde.

-Dice el vulgo que D. Lope es un caballero esforzado, de grande alcurnia, y de tanto poderio como el monarca de Castilla, dijo Maria con triste acento.

-Es cierto.

-Dicen mas, que su hacienda no es inferior á la del rey.

-Y tambien es cierto.

-Y que su gallardia es celebrada por los primeros juglares de Castilla.

-Sí, sí.

-¿Vos le amais, doña Blanca?

-Como que muy en breve seré su esposa.

-Luego D. Fernando debe perder toda esperanza.

-Ninguna debe abrigar. Mi padre le ha desahuciado por completo.

-Lo siento por vos doña Blanca.

-Por mí?

-Sí, porque no conoceis el tesoro que encierra el corazon de ese caballero.

La voz de la jóven al pronunciar estas palabras era tan apagada que doña Blanca apenas la comprendió.

-¡Si supierais á que estremo llega su pasion! Oh! me parte el corazon cuando se entrega á sus proyectos de ventura y cuando habla del amor que dice le profesais.

Doña Blanca no respondió. Las palabras de la huérfana le causaban una impresion angustiosa.

-Su situacion, pues, no puede ser mas crítica. Abriga esperanzas que van á desaparecer, dejándole entregado á la mayor desesperacion.

-Mucho te interesa, Maria: dijo doña Blanca fijando en el semblante de la jóven una mirada penetrante. Maria sostuvo esta mirada con firmeza.

-Teneis razon, doña Blanca. No ha podido menos de inspirarme la mas viva simpatia la pasion noble y pura que abriga por vos en su pecho ese caballero. Por vos ha recibido una herida que le ha puesto á los bordes del sepulcro, y por vos ha corrido riesgos que hubieran llenado de orgullo á la dama mas hermosa de Castilla.

-¿Soy acaso dueña de mi corazon? dijo doña Blanca conmovida. Admiro á D. Fernando y creo que hubiera llegado á amarle si no me hubiese aterrado la lucha que habria sostenido con mi familia.

-Decid mejor que don Lope de Manuel os ha fascinado.

-¡Sí! ¿Por qué negarlo? D. Lope ha despertado en mi corazon un sentimiento que jamás me ha inspirado D. Fernando. Y no creas que aparezca este á mi vista con menos títulos que aquel á mi cariño. Si D. Lope posee altas prendas, D. Fernando nada tiene que envidiarle.

-¡Oh! Sobre ese punto no debeis abrigar el menor recelo, dijo Maria con entusiasmo. D. Fernando Alfonso es la flor de la nobleza castellana.

-¡Que el cielo le conceda la dicha que solicito para mí!

Maria se levantó.

-¿Cuando parte? preguntó doña Blanca al advertir este movimiento.

-Mañana al amanecer. ¿Quereis verle?

-No, no; sufriria con su presencia si es cierto que me ama.

-Sí, mejor es que no os vea ¿Quereis que me despida de él en vuestro nombre?

-Sí, te lo ruego.

-¿Y qué le diré?

-Que jamás se borrará de mi corazon el recuerdo de gratitud que me deja.

-¿Nada mas?

-Y que deseo su dicha al lado de una muger que le ame mas que doña Blanca.

-No lo olvidaré.

-Y ahora que quedas libre del cuidado de enfermera, ¿no me verás con mas frecuencia?

-Sí, vendré; aunque no tantas veces como deseo. Todas mis labores estan abandonadas desde la venida de ese caballero, y tengo que emplear mucho tiempo en arreglarlas.

-No por eso te olvidarás de las damas de Cabezon. ¿Has visto á mis padres?

-Sí; ya me he despedido de ellos hasta dentro de quince dias.

-¿Tan tarde?

-No puedo veros mas presto.

Y Maria se separó de doña Blanca con el corazon oprimido por el dolor, sin saber de que términos habia de valerse para comunicar á don Fernando el resultado de su visita al castillo.

Hallábase el caballero impaciente por la tardanza de la huérfana. Su ansiedad crecia por instantes á medida que las horas trascurrian y que se prolongaba la visita. No recordaba que desde su llegada al caserio, no habia vuelto al castillo y que naturalmente habia de detenerse mas tiempo que el de ordinario. Sin embargo, la detencion de la huérfana no era producida por el mucho tiempo empleado en el castillo. La incertidumbre en que se hallaba, la hacia detenerse á cada paso temerosa de llegar al caserio. Queria evitar á don Fernando un desengaño funesto, y por otra parte no podia resolverse á continuar sus esperanzas amorosas. Si el primer medio le parecia desesperado, el segundo se ofrecia á su vista bajo un aspecto mas terrible. Ni podia decir la verdad á don Fernando, porque el pesar alteraria su salud tan quebrantada, y ocultarle lo que pasaba en el castillo, era fomentar su pasion por doña Blanca. Aunque su carácter y su corazon se rebelaban contra este último partido, resolvió llevarlo adelante, porque la ceguedad de su amor, no la permitia dar un disgusto á sabiendas al enamorado don Fernando.

Maria antes de llegar al caserio encontró al caballero que se habia adelantado á su encuentro. Confusa la huérfana con esta visita inesperada, permaneció confusa algunos instantes sin poder contestar á las mil y mil preguntas que le dirijia. Por último se sentó en el banco de piedra que se hallaba á la entrada del jardin del caserio, y rogó á don Fernando que la acompañase para disfrutar del hermoso panorama que se descubria á su vista.

-¡Y bien Maria! dijo estrechando una mano de la jóven entre las suyas y devorándola con la vista. ¿Nada me decis?

-¿Sois tan exigente que no me dejais descansar? respondió con una graciosa sonrisa.

-¿No sabeis que hace dos horas os espero con la mas viva ansiedad?

La risueña espresion que habia aparecido en el semblante de la huérfana, desapareció al oir estas palabras.

-Veamos, dijo esforzándose para aparecer tranquila. ¿Qué es lo que deseais saber con mas premura?

-¿Y me lo preguntais? ¿Acaso habeis olvidado que doña Blanca es el sueño de mi vida?

-No, y por eso voy á hablaros de ella.

La voz de Maria era trémula al pronunciar estas palabras.

-¿Me ama? preguntó D. Fernando con acento apagado.

-Sí.

-Gracias, Maria, gracias; me habeis aliviado de un peso enorme. D. Lope Alvar de Rojas y el padre Anselmo, me habian hecho concebir las dudas mas desgarradoras; pero vos acabais de desvanecerlas. Y decidme, Maria, ¿confia en nuestra union?

-No; ha perdido la última esperanza.

-Su padre tal vez...

Y D. Fernando no se atrevió á terminar la frase.

-Su padre quiere que dé su mano á D. Lope de Manuel.

-¿Y ella?...

-Ella... contesta con el silencio, que es lo mas prudente.

-Y su padre ¿se atreverá á violentarla?

-No; no debeis esperarlo de un noble tan bondadoso.

-Si doña Blanca no me olvida, ¿qué importa la demanda de D. Lope?

-Ya veis, dijo Maria sonriéndose, que la mensagera no ha sido de malas nuevas. Otras pudiera daros pero no me pertenecen.

-¿Y os habló de mí?

-Sí por cierto; vuestra salud la interesa de un modo que no podré esplicaros, dijo Maria con una espresion singular.

Maria no pudiendo dominar su emocion se levantó con presteza para entrar en el caserio.

-¿Me abandonais? preguntó D. Fernando.

-No por cierto, ¿acaso quereis continuar aquí?

-Estais conmovida. El viage sin duda os ha molestado. Venid; necesitais algunas horas de reposo.

-No lo creais, D. Fernando. Estoy acostumbrada á ir y venir al castillo con mas ligereza de la que habeis visto, y sin molestarme.

-Entonces... D. Fernando no se atrevió á terminar la frase.

-Hablad! dijo Maria dirigiéndole una mirada de sorpresa.

-Quisiera que no os separáseis de mí tan pronto.

-Por qué? ¿Me separo por ventura yendo juntos al caserio?

-Es que aquí nadie nos interrumpe...

-Os comprendo, dijo Maria tristemente dejándose caer sobre el banco. Quereis que os hable de doña Blanca.

-No, no; al contrario.

La huérfana fijó en su semblante una mirada de asombro.

-Si no quereis que hable de doña Blanca, ¿por qué me deteneis?

-¿Por qué Maria? Porque parto al amanecer y quiero despedirme de vos.

Un rayo que hubiera caido á los pies de la jóven, no le hubiera ocasionado una impresion tan profunda como estas palabras de D. Fernando.

-¿Partís mañana? Dijo con acento apagado ocultando una lágrima que asomaba á sus párpados.

-Sí, Maria; el rey me espera y no debo prolongar mas mi estancia en Cabezon.

Maria no respondió. Aquella nueva inesperada la habia dejado sin movimiento. Aunque pensaba con espanto en la próxima partida de D. Fernando, no contaba con que se realizase hasta despues de ocho dias. En aquel momento recordó las misteriosas conferencias de su hermano Diego con el ermitaño, y no pudo menos de atribuir á su resultado el proyecto que acababa de comunicarle D. Fernando.

-¿Os causa pesar mi partida? preguntó el caballero contemplándola con una tierna espresion.

-Sí, D. Fernando. ¿Por qué ocultarlo? ¿No me habeis concedido la ternura de un hermano? Si no me afectase la idea de no veros ya mañana, no mereceria ese título que he aceptado con el mas vivo agradecimiento.

-Tambien yo sufro con esta separacion, Maria; porque sin advertirlo, me habeis inspirado un sentimiento que me esplicaria de otra suerte si no amase á doña Blanca. Pero tranquilizaos; nuestra separacion será muy corta; os lo prometo.

Maria con la cabeza inclinada sobre el pecho le escuchaba sin responder, D. Fernando prosiguió:

-Ahora que estamos solos, Maria, y que dentro de algunas horas nos separará una gran distancia, ¿no me direis con la sinceridad de vuestra alma si abrigais algun deseo quo pueda yo satisfaceros como una muestra de ese sentimiento que ya nos une? Ya sabeis que soy vuestro hermano, y que nada debeis ocultarme.

Maria, como si despertase de un letargo levantó la cabeza y miró al caballero con una triste espresion. Luego, cruzando las manos sobre su pecho, empezó á sollozar.

-¿Qué teneis? Maria; por el cielo no me oculteis vuestras penas. Ese llanto me revela que no sois tan dichosa como he creido. Por eso insisto ahora en mi demanda. Es preciso que lea en vuestro corazon.

La huérfana se estremeció, y de su pecho salió un sordo gemido. En medio de su desesperacion conoció que era preciso esplicar aquellas lágrimas que tanto preocupaban á D. Fernando.

-Perdonadme este ligero desahogo; dijo esforzándose para mostrarse tranquila: estas lágrimas no deben alarmaros. Son lágrimas de gratitud que vuestra generosidad hace derramar. Me preguntais lo que deseo, D. Fernando; prosiguió con una emocion que iba en aumento. ¿Acaso tengo ambicion? Ya os lo he dicho otra vez. Toda mi dicha se encierra en esa cabaña que será mi sepulcro.

-De modo que ni aun llevaré el consuelo de haberos manifestado todo el interés que me inspira vuestro porvenir.

-No os cuideis de mí, D. Fernando. Partid tranquilo. Solo os ruego que no olvideis á los huérfanos de Cabezon.

Maria ambicionaba un recuerdo del hombre que tanto amaba; pero no se atrevió á solicitarlo.

-Y si algun dia necesitareis el apoyo de D. Fernando, ¿lo solicitariais?

-Lo haria sin vacilar; os lo juro.

-¿Quién me dará razon de vos cuando esté lejos de Cabezon?

-El padre Anselmo.

-Bien; ahora partiré mas tranquilo. No quiero deteneros mas tiempo. Voy á hacer mis preparativos de viage.

-D. Fernando se levantó y alargó una mano á la huérfana para que se apoyase. Hallábase tan conmovida que apenas podia tenerse en pié.

El estado de la huérfana era cada vez mas lamentable. Solo D. Fernando que era víctima de una pasion como la que alentaba Maria, podia dejar de leer lo que pasaba en su corazon.




ArribaAbajo- IX -

Aun no habia asomado la aurora del dia que precedió á las entrevistas de que hemos dado cuenta en el capítulo anterior, cuando el padre Anselmo abandonando su lecho de musgo se disponia á empezar sus tareas ordinarias. Despues de labarse en el pequeño arroyo que corria al pié de la roca que le servia de morada, se retiró á su modesto oratorio para entregarse á la oracion. Allí encorvado y con el rostro tocando el crucifijo, permaneció un largo rato recitando en alta voz las oraciones de la mañana. El semblante del ermitaño se habia revestido de una espresion que hubiera edificado al mas exacto observador del los preceptos del catolicismo. Cuando terminó su plegaria, cruzó los brazos sobre el pecho y se entregó á una religiosa meditacion, interrumpida alguna vez por los gemidos que salian de su pecho. Un ruido de pasos que resonó en la roca, le obligó á levantarse penosamente para acercarse á la puerta. Los fulgores de la aurora empezaban á iluminar aquella deliciosa campiña objeto de la admiracion del viajero menos impresionable.

El ermitaño dirigió al rededor una rápida mirada para descubrir la causa del ruido que acababa de distraerle, pero aunque continuaba no pudo reconocer al pronto al que lo promovia. Era un caballero de talla elevada, montado en un soberbio caballo y embozado en una capa que le cubria hasta las cejas. Al aparecer el ermitaño, se detuvo, y apeándose con una ligereza que hizo rodar el embozo de la capa, ató el caballo al árbol de la ermita, mostrando entonces su rostro descubierto.

-D. Fernando! esclamó el ermitaño al reconocerlo.

-¿Os sorprende mi visita, padre Anselmo? Como es tan temprano no contariais con recibirla.

-En efecto; mucho habeis madrugado. ¿Ocurre alguna novedad en el caserio?

-Ninguna, si se esceptua el sentimiento que ha producido mi partida.

-Vuestra partida! repitió el ermitaño.

-Sí; os he ofrecido apresurarla.

-¿Pero abandonais á Cabezon?

-Sí, padre mio, y con gran pesar, porque me separa de las personas que mas amo. Vengo, pues, á despedirme de vos, y á rogaros que me ordeneis lo que sea preciso para satisfacer vuestros deseos respecto á los jóvenes.

-Como vuestra partida es para mí inesperada, nada puedo encargaros.

-Si es preciso que me detenga, lo haré.

-No, no; replicó vivamente el ermitaño. Os escribiré si es preciso. ¿A dónde vais ahora?

-A Valladolid para saber el paradero, del rey.

-Entrad y descansad un momento.

-La jornada aun no ha empezado, padre mio, y quisiera aprovecharla.

-Para llegar á Valladolid teneis tiempo sobrado.

-Vamos, pues.

El ermitaño guió al caballero hasta su modesto oratorio, y allí sentándose en su lecho de musgo, le hizo una señal para que se acomodara en el único banco de piedra que encerraba la ermita.

-D. Fernando, dijo el padre Anselmo gravemente; os he revelado el origen de los huérfanos, porque he advertido que les amais, y que siempre encontrarán en vos un protector, si tienen la desgracia de perder al señor de Cabezon ó á este mísero anciano. Ignoro si volveré á veros. La guerra es cada vez mas cruenta entro los dos bandos. D. Rodrigo se apresta para tomar en ella una parte activa, y yo tiemblo al considerar los males que van á descargar sobre este lugar tan pacífico. Os ruego, pues, que si la suerte de las armas es adversa á D. Rodrigo, volvais á Cabezon para recibir mi último encargo. Si no me encontrais aquí, habré sucumbido, y entonces levantareis la losa en que descansa este oratorio y hallareis un pergamino que contendrá mi última voluntad. Leedle, y si os inspiro algun interés, cumplid con lo que en él os ordene.

-¿Y si yo sucumbo en defensa del legítimo monarca de Castilla?

-Entonces solo Dios velará por los huérfanos de Cabezon. Abrigo, sin embargo, la esperanza de que sereis su único protector.

-Ya os he otorgado mi palabra de caballero de reemplazaros al lado de los huérfanos, si tienen la desgracia de perderos.

-Gracias, D. Fernando, gracias. ¿Recordareis la losa? Es esta...

Y el ermitaño le señaló en el pavimento la que sostenia su modesto oratorio.

-Descuidad; nada olvidaré. Confio en que el cielo es conservará la vida para que continueis egerciendo vuestros piadosos cuidados con los hijos de Cabezon.

-D. Fernando, dijo el ermitaño despues de un momento de silencio. Si la guerra termina luego, ¿volvereis á Cabezon?

-Sí por cierto. ¡Cómo habia de olvidar al bien que adoro!

-Luego confiais todavia en el amor de doña Blanca.

-D. Lope os ha engañado. Doña Blanca me ama, mas que le pese. Solo espera el término de la guerra para pedir cuenta á D. Rodrigo de su promesa.

-¿Quién tan mal os ha informado, D. Fernando?

-¿Quién? Maria la huérfana de Cabezon.

-¿Y qué os ha dicho?

-Que doña Blanca me ama.

-No lo creais, hijo mio. Maria es un ángel, incapaz por lo mismo de daros un pesar. Su celo por vos la obligó sin duda á engañaros; pero yo que os amo de otra suerte, y que no quiero que abrigueis esperanzas irrealizables, os aseguro que doña Blanca ni os ama ni os ha amado, y que su mano está prometida á D. Lope de Manuel.

Una mortal palidez cubrió el semblante de D. Fernando al oir estas palabras. De un salto se puso en pié; pero volvió á dejarse caer en el asiento despidiendo un suspiro.

-D. Fernando teneis sobrado valor para recibir una nueva mas funesta.

-Padre Anselmo, dijo el caballero con desfallecida voz; vos no podeis engañarme. Lo que acabais de asegurar es la verdad; no puedodudarlo.

-Me consta D. Fernando, porque lo he visto.

-Oh! ¡Que cruel desengaño! dijo con acento desgarrador golpeando su frente entregado á la mayor desesperacion. ¡Este golpe inesperado va á serme fatal!

-Tranquilizaos por el cielo. Un caballero como vos no debe abatirse de esta suerte por una contrariedad amorosa. Doña Blanca no os amaba ni podia amaros. Apenas os ha visto. Cuando podiais inspirarle algun interes, os alejásteis de su lado viniendo á ocupar vuestro lugar un caballero como vos digno de su cariño. Sus padres le recibieron con aplauso, mientras que á vos os rechazaron. ¿Qué estraño es que no se haya sentido con el valor necesario para luchar contra los obstáculos que habian de surjir de la resistencia de su familia á admitir vuestros obsequios? En su pecho no se habia arraigado todavia el sentimiento que podia darle fuerzas para emprender esa lucha. No la culpeis. Doña Blanca no ha tenido tiempo para conocer todo lo que valeis. Por eso admite hoy indiferente los galanteos de D. Lope, sin que le ame mas que á vos. Si entre los dos apareciese hoy un tercero que interesase su corazon, D. Lope tendria que renunciar á su demanda y volverse á su castillo.

-¿Así juzgais á doña Blanca? preguntó el jóven admirado.

-Sí, porque la conozco mejor que vos. Doña Blanca es una niña que no ha conocido todavia el amor, y que en este estado dará su mano al noble que le señale su familia. Pero si su corazon pudiera elegir creo que nadie podria obligarla á sacrificar al objeto de su cariño. Olvidadla, pues, y no os cuideis mas que del servicio del rey, que seguramente ganará mucho con este contratiempo.

D. Fernando con las manos apoyadas en la frente y la vista fija en el pavimento nada respondia.

El ermitaño prosiguió:

-El dia en que habeis sido herido por don Lope, bastante os he dicho para descorrer la venda que os ofuscaba; pero ni mis avisos ni las esplicaciones del señor de Rojas pudieron persuadiros. Esto abona vuestra pasion y la ciega confianza que os inspiraba doña Blanca.

-Oh! No creais que he despreciado vuestros avisos; pero las palabras de Maria disiparon todos los temores que me habiais hecho concebir.

-Maria evitandoos un pesar iba á proporcionaros muchos males. Debeis perdonarla, porque el pensamiento que la impulsaba era muy noble.

-Este es un sueño! dijo don Fernando levantándose y midiendo la cueva con sus pasos. Maria la ha visto, y ha oido de sus labios lo que vos negais ahora.

-No dudeis, hijo mio, doña Blanca ha dicho ayer á Maria lo que yo habia oido de sus labios hace muchos dias.

-Y... ¿qué os dijo?

-Lo que ya sabeis; que no os ama.

-¿Que no me ama? repitió D. Fernando apretando los puños con una exaltacion que asustó por un momento al ermitaño. Oh! pues la noche que la salvé del poder de D. Lope Alvar de Rojas, decia todo lo contrario.

-Entonces aparecisteis á su vista como un ángel salvador, y no estraño que en aquel momento se forjase la ilusion de que os amaba con todo su corazon. Pero ¿la habiais hablado antes?

-No; pero me conocia porque la veia al traves de la reja de su convento.

-He ahí la juventud! siempre ciega é impetuosa! Como amábais, os parecia natural que os correspondiera.

D. Fernando seguia paseándose para ocultar su agitacion. De repente se detuvo.

-Y Maria! dijo con amargo acento, Maria tambien ha contribuido á fomentar esta ilusion! Me ha engañado como los demas.

-No la culpeis sino por esceso de bondad. Maria ha contribuido á salvaros de una enfermedad peligrosa, y no queria que se dilatase vuestra curacion con un desengaño como el que acabais de recibir.

-Es preciso que yo hable á doña Blanca; dijo D. Fernando con ademan resuelto. Vos que teneis libre la entrada en el castillo, vais á facilitarme esta entrevista. Es la única gracia que os pido.

-Imposible! Os encontrariais con D. Lope, y habria un conflicto. Serenaos, D. Fernando; os lo ruego. Puesto que doña Blanca no merece vuestro cariño, olvidadla. ¡Cuantas mas nobles y mas hermosas verian satisfecha su ambicion solo con poseerlo! Volveos al real de D. Pedro y estoy seguro de que algunos dias despues, habreis olvidado á esa ingrata.

-¿Con que os negais á acompañarme al castillo?

-Sí, por vuestro bien. Seguid el consejo de este anciano. Partid presto D. Fernando y no volvais hasta que hayais olvidado á doña Blanca. Entonces me hareis justicia.

-Partiré, ya que no me queda otro recurso.

Y D. Fernando se dispuso á abandonar la cueva.

-¿Os vais sin decirme adios?

El acento del ermitaño era tan tierno, que D. Fernando se detuvo. Luego al fijarse en su rostro conmovido le alargó los brazos:

-Perdonad señor; mi carácter fogoso me hizo olvidar por un instante lo que os debo. Es verdad que habeis abierto una herida en mi pecho; pero ha sido por mi bien. Ahora que estoy mas tranquilo, debo confesarlo.

-¡Pobre jóven! murmuró el anciano abrazándole. No mereciais semejante, desengaño! Pero el tiempo que todo lo borra, cicatrizará esa herida. ¡Plegue al cielo que cuando volvamos á reunirnos os halleis; mas tranquilo!

El padro Anselmo le aconapañó hasta la puerta, y allí volvió á abrazarle. D. Fernando con la calma de la resignacion montó de nuevo á caballo, y se alejó de aquellos lugares, que siempre debian traer á su memoria recuerdos funestos.

El ermitaño así que la hubo perdido de vista cojió el palo que le servia de apoyo y con paso firme se dirijió al castillo de Cabezon.

No eran muy frecuentes las visitas que solia hacer á los señores de Cabezon, porque las de estos á la ermita eran casi diarias. Parece que se habia establecido un turno riguroso para ver al ermitaño, porque el dia que le visitaba D. Rodrigo faltaba su esposa y vice-versa. Sin embargo, nadie veia con mas frecuencia al ermitaño que doña Blanca y su hermano D. Álvaro, cuando venia al castillo. Los dos jóvenes le profesaban un cariño filial, al que correspondia el anciano con toda la efusion de su alma.

Cuando se acercó al castillo, advirtió que obstruian la entrada algunos hombres de armas que se ocupaban en reconocer los arneses de sus caballos. El padre Anselmo aceleró el paso atraido por esta novedad, y uno de los escuderos del castillo á quien interrogó en el camino le dijo que aquellos hombres formaban la comitiva de D. Lope Manuel, que iba á partir en seguida para Valladolid.

El padre Anselmo atravesó por entre el grupo de hombres de armas que al descubrirle se dividió para que pasase con libertad. Al mismo tiempo otro grupo que salia del castillo le obligó á detenerse.

-Ola padre Anselmo. ¿Venis tambien á despedirme? dijo D. Lope de Manuel que salia acompañado de D. Rodrigo de Cabezon y de otros caballeros.

-No por cierto, contestó el ermitaño; ignoraba que estuviese tan próxima vuestra partida.

-Pues ya lo veis; en este momento dejo á Cabezon. Dadme vuestra mano á besar y no me olvideis en vuestras oraciones.

D. Lope profesaba al padre Anselmo el mismo respeto que inspiraba á todos los que le conocian, y así es que consideraba como un señalado favor el besar su mano.

D. Rodrigo al descubrir al ermitaño, se separó de los caballeros que le rodeaban para preguntarle á media voz:

-¿Qué ocurre?

-Nada.

-¿Me necesitais?

-No.

D. Rodrigo con estas lacónicas respuestas se dió por satisfecho, y volvió á reunirse con sus compañeros, que ya montaban á caballo.

Doña Blanca y su madre asomadas á una ventana del castillo, contestaban graciosamente á los saludos de los caballeros.

El padre Anselmo fijó tambien la vista en las dos damas, y no pudo menos de admirar la risueña espresion que ofrecia el semblante de doña Blanca al despedirse de su prometido esposo.

Arreglada ya la comitiva, empezó á caminar lentamente, quedando un poco atrás D. Rodrigo y D. Lope para despedirse otra vez de las damas.

El ermitaño apoyado en su palo los vió caminar hasta que se confundieron entre los árboles del bosque. Entonces levantó la cabeza para indicar á las damas que iba á subir.

-No, no, dijeron á una voz; si no quereis descansar, bajaremos para disfrutar un momento de la frescura de la mañana. Os acompañaremos padre Anselmo.

Y sin esperar su respuesta desaparecieron de la ventana.

El ermitaño se dirijió entonces con lentitud á ocupar uno de los asientos que rodeaban el castillo. Las dos damas no tardaron en aparecer en el puente.

-¿Cómo tan temprano por aquí padre Anselmo? dijo doña Blanca, besando su mano. Sin duda no contábais con nuestra visita.

-No podia esperar que dejáseis hoy de hacerla: pero como tengo que ir al caserio, he querido ahorraros el trabajo de pasar á la ermita, y el sentimiento de no encontrarme.

-¿Está enfermo alguno de los huérfanos? preguntó vivamente doña Beatriz.

-No; gracias al cielo se encuentran muy bien.

-Y el herido?

-Hoy partió para Valladolid.

-¡Partió ya! preguntó doña Blanca.

-Sí; al fin ha podido volver al lado de sus compañeros de armas. Nadie al verle en el estado que llegó al caserio, hubiera esperado un milagro semejante.

-Dicen que los huérfanos hicieron prodigios para salvarle.

-Han cumplido con su deber señora.

Doña Blanca con la vista fija en el suelo, no tomaba parte en este diálogo.

-¿Y vos doña Blanca, dijo el ermitaño con intencion, no celebrais el restablecimiento de D. Fernando Alfonso de Zamora?

-¿Quien lo duda? ¿Creeis que no tengo corazon?

-Es que como se quejaba de vuestro rigor, ha podido creer muy bien que le aborreciais.

-No comprendo por qué se ha quejado. Si es porque no fui á verle tiene razon; pero no me lo han permitido. Mi padre no ha debido olvidar tan pronto lo que un dia hizo por salvarme. No le amo, y sin embargo, siento ahora que ese desvio haya obligado á D. Fernando á formar de mí un juicio tan poco lisonjero.

-Tiene razon; dijo doña Beatriz, D. Rodrigo, por razones que vos debeis comprender, padre Anselmo, se ha negado á que visitásemos al herido, y solo se limitó á preguntar por su salud todos los dias. Hubiera quizá pasado al caserio para verle, á no haber llegado D. Lope de Manuel al castillo.

-¿Y por qué ha partido tan pronto?

-Le ha llamado D. Enrique con la mayor premura.

-De modo que quedó aplazado el enlace.

-Sí, para dentro de dos meses, dijo doña Beatriz.

-Esta tregua os causará un pesar, doña Blanca.

-No lo creais.

-¿No le amais?

-Sí, lo mismo que á D. Fernando.

-¿Y luego por qué le otorgais vuestra mano?

-Mis padres lo desean y si en lugar de rechazar á D. Fernando le hubiera admitido, ese seria mi esposo y no D. Lope Manuel.

-Es decir que no amais á ninguno de los dos.

-Habeis acertado. D. Fernando es bello y muy galante, y D. Lope tan digno como él de ser amado; pero ninguno ha podido interesar mi corazon.

-En verdad, dijo el ermitaño sonriéndose, que no acierto á esplicar la atencion con que os escucho en cuestiones ajenas de mi carácter y de mi edad.

-Teneis razon; dijo doña Beatriz, hablemos de cosas mas importantes.

El ermitaño y las dos damas se habian alejado algun tanto del castillo. La mañana estaba serena y apacible, y los campos cubiertos de una ligera capa de nieve, ofrecian una brillante perspectiva.

-¿A donde nos llevais, padre Anselmo? dijo doña Beatriz deteniéndose.

-A ninguna parte. Yo me dirijo, al caserio.

-No puedo seguiros tan lejos.

-Madre mia; si lo permitis, dijo doña Blanca, visitaré á Maria.

-¿Y quien ha de acompañarte á la vuelta?

-Yo, dijo el ermitaño.

-Siendo así, puedes continuar el viaje.

-Pues hasta luego.

-Adios señora, dijo el ermitaño.

-No me la abandoneis, gritó doña Beatriz alejándose.

-Descuidad; yo la llevaré á vuestro lado dentro de una hora.

Así que se hubo alejado doña Beatriz, el padre Anselmo volviéndose á doña Blanca la dijo:

-Vais á llegar muy molestada al caserio, y será preciso que á la vuelta os den un caballo.

-No lo creais; cuando el dia está apacible como hoy, me dirijo siempre á pie al caserio.

-Vamos, pues.

Los dos viajeros poco tardaron en llegar á la morada de los huérfanos. Un lugareño que estaba á la puerta, al descubrir al ermitaño le dijo:

-Nuestro patron os envia; ahora iba á buscaros.

-¿Para qué? preguntó el padre Anselmo temblando.

-No os alarmeis: Maria está algo enferma.

-¡Como! ¿desde cuando?

-Anoche se acostó muy agitada, y hoy no ha podido levantarse.

-¡Oh! ¡la partida! la partida! murmuró el ermitaño, ¡pobre niña! Su amor va á ser fatal!

Y cojiéndo de la mano á doña Blanca se apresuró á entrar en el caserio.




ArribaAbajo- X -

La partida de D. Fernando Alfonso de Zamora habia causado el mayor pesar á los dos huérfanos. Diego, aunque la deseaba cada vez con mas impaciencia, no pudo menos de advertir, que lejos de proporcionar á Maria un consuelo, complicaria mas su situacion.

La víspera de la salida de D. Fernando, Maria no pudo conciliar el sueño. Diego, que dormia en el cuarto próximo, la habia sentido suspirar toda la noche, y la idea de que estaba sufriendo, le tuvo desvelado hasta el amanecer.

D. Fernando al recojerse el dia anterior se habia despedido de los dos huérfanos, para no interrumpir su sueño cuando fuese á montar á caballo. Sin embargo, los dos huérfanos le sintieron bajar á la cuadra, y ensillar este con el mayor silencio. Maria entonces se levantó y se asomó á una ventana que habia dejado entreabierta la nocha anterior.

D. Fernando montó á caballo con el mismo silencio y salió al campo. Apesar de las precauciones que habia tomado para no meter ruido, el caballo al atravesar la pequeña calzada que rodeaba todo el caserio, empezó á dar algunos boses y haciendo sonar sus herraduras con grande estrépito sobre la piedra. Este ruido apagó un doloroso gemido que salió del pecho de la huérfana, al ver alejarse al caballero.

Diego que se habia levantado tambien, acudió presuroso al lado de su hermana y la encontró desfallecida sobre la ventana. Como si fuera una pluma la levantó en el aire y la arrastró hasta su lecho esclamando á media voz.

-Esta funesta pasion va á ocasionar nuestra ruina.

Maria solo pudo recobrarse despues de mucho tiempo. Una violenta calentura circulaba por sus venas hacia dos dias, y sin embargo se habia mantenido en pié por un grande esfuerzo de la energia de su carácter. Diego, juzgando que todo era efecto del sentimiento producido por la partida de D. Fernando, limitó sus cuidados á los consuelos que habia empleado otras veces en las mismas circunstancias; pero la situacion de Maria era cada vez mas alarmante. Diego, al advertirlo despachó al momento un criado para que diese aviso al ermitaño; y cuando se disponia á cumplir el encargo, descubrió á lo lejos al anciano acompañado de doña Blanca. Dos palabras que pronunció el lugareño bastaron para ilustrar del padre Anselmo acerca del estado de la huérfana.

Diego sintiendo ruido en la escalera, abandonó el aposento de su hermana y se dirigió á la puerta. El padre Anselmo apoyado en su palo subia lentamente la escalera, doña Blanca le seguia impaciente, porque no podia apresurar el paso.

Al entrar los tres en el aposento de Maria, hallábase esta entregada á un delirio febril. El padre Anselmo se acercó al lecho, y al ver el aspecto de la huérfana despidió un gemido. El ermitaño conoció al punto toda la gravedad del mal.

-Diego, hijo mio; ve á buscar al cirujano.

-¿Acaso está en peligro? preguntó con ansiedad devorando al ermitaño con la vista.

-No, no; pero la prudencia aconseja que no miremos con indiferencia un mal, que si hoy es leve, puede agravarse é inspirar sérios recelos.

Diego abandonó el aposento como un relámpago. El ermitaño dirigiéndose entonces á doña Blanca la dijo:

-Maria esta dominada por una calentura voraz. Os aconsejo que volvais el castillo. A su lado pudiera peligrar vuestra salud.

-Parece que olvidais padre Anselmo, que siempre he considerado á Maria como una hermana. Si está enferma, no la abandonaré, por mas que temais á un contagio. Daré aviso á mis padres, y no dudo que aprobarán mi estancia al lado de la enferma.

-Como gusteis, dijo el ermitaño considerando á la dama con una ternura paternal.

Luego acercándose á la enferma cojió su mano entre las suyas y le miró fijamente. El aspecto de Maria era alarmante. Su pálido semblante animado por el fuego de la calentura, manifestaba la alteracion de su cerebro. Su respiracion agitada no inspiraba tanto temor al padre Anselmo como el círculo azulado de sus ojos, y el brillo trasparente de sus mejillas.

-Maria! dijo el ermitaño con cariñoso acento:

La jóven no hizo el menor movimiento.

-Maria! repitió el padre Anselmo esforzando la voz; pero la enferma permaneció inmóvil, articulando algunas palabras que nadie podia comprender.

-Delira! dijo doña Blanca.

-Sí! que el cielo la proteja!

Y cubriéndose el rostro con las manos se dejó caer en un sillon que estaba á la cabecera del lecho.

Doña Blanca se sentó en un estado de angustia que revelaba todo el cariño que le inspiraba la huérfana.

En este estado transcurrieron algunos minutos. La enferma seguia aletargada pronunciando de vez en cuando algunas palabras incoherentes, con un eco de voz que hacia estremecer á los que se hallaban á su lado.

Un ruido de pasos resonó en la escalera y á poco rato se presentó en la sala Diego seguido del cirujano. El ermitaño se levantó vivamente para salir á su encuentro. Doña Blanca permaneció en su asiento contemplando á la huérfana con una dolorosa espresion.

El cirujano examinó á la jóven durante algunos momentos, con el mismo interés con que habia reconocido á D. Fernando Alfonso de Zamora. El ermitaño y doña Blanca, no se atrevian á respirar durante este exámen. Cuando terminó, el ermitaño cojió de una mano al cirujano y le rogó que se trasladase á otro aposento.

-Quiero ilustraros acerca del estado de la enferma, dijo saliendo delante.

Diego les siguió sin pronunciar una palabra.

Doña Blanca sola con la enferma se levantó y con una agitacion que iba en aumento se acercó al lecho. Maria hacia algunos instantes que permanecia silenciosa.

-Maria! dijo con cariñoso acento apoderándose de una de sus manos.

La enferma no hizo el mas ligero movimiento; pero empezó á mover los labios de una manera convulsiva.

-Maria! repitió doña Blanca. ¿No me conoces? Soy Blanca, tu hermana Blanca.

-Doña Blanca! dijo la enferma agitándose en su lecho.

-Sí, doña Blanca que viene á acompañarte.

Maria guardó silencio; pero su semblante se animó y sus ojos apagados despidieron un vivo resplandor.

-¿No me conoces? repitió doña Blanca oprimiendo la mano de la enferma entre las suyas.

Maria al advertir este movimiento la rechazó murmurando.

-Vete; no quiero tus caricias.

-¡Es posible! ¿Desecharás á tu mejor amiga ó á tu hermana?

-¿Quién es esa amiga, esa hermana? preguntó la huérfana delirando.

-Doña Blanca de Cabezon.

-Doña Blanca! Oh! No pronuncieis su nombre, porque me desgarra el corazon.

-¿Qué escucho? dijo atónita la dama mirando á la enferma con estupor.

-Ese nombre, prosiguió Maria con acento apagado, está proscripto en este asilo hospitalario. No vuelvas á pronunciarlo, porque me inspira pensamientos de dolor, y ahora solo debe ocuparme la risueña perspectiva que se ofrece á mi vista. ¿No lo adviertes? Sí; fija tu vista allá... lejos; muy lejos de aquel castillo, en aquel bosque de rosales y jacintos que envuelve en un lazo de flores la morada mas embriagadora que ha podido formar el soberano de la naturaleza. ¿No descubres una gruta de guirnaldas al pié de la cascada que rodea á ese valle seductor? Pues bien: en el umbral se encuentra un hombre... ¿Le conoces? Es él que me espera con ansiedad. ¿Ves sus ojos embriagados de ternura como vagan inquietos en derredor de la gruta? Me busca y no me encuentra. Oh! ¿Por qué no me dejais partir? ¿Por qué me reteneis aquí prisionera? ¿Quereis que no le ame? ¡Ceguedad inaudita! ¿Quién podrá apagar la hoguera que arde en mi corazon? ¡Insensatos! Estais luchando con un fantasma. Cuando el amor se anida en un alma como la mia, es para no abandonarla jamás. ¿No veis que forma ya parte de mi existencia?

La agitacion de la enferma iba creciendo gradualmente hasta el estremo de ahogar la voz en sus labios.

Doña Blanca trémula y conmovida sin poder esplicar la diversa sensacion que la agitaba, contemplaba á la huérfana con una admiracion que no trataba de reprimir. Sus palabras delirantes parecian rebelar la existencia de un secreto que Maria quizá procuraria ocultar entregada á su estado normal. ¿Quién le habia inspirado aquella pasion delirante? He ahí la idea que empezaba á preocupar á doña Blanca.

Maria, como si hubiese reunido nuevas fuerzas, prosiguió.

-¡Cuánto han luchado para separarle de mí! Al fin lo consiguieron... Sí; no volverá tan pronto, aunque el amor que profesa á la otra le obligará á dirigirse de nuevo á Cabezon. ¡Pobre jóven! ¡Cuánto le ha hecho sufrir esa ingrata! «¿Me ama?» Preguntaba con exaltacion. ¡Oh! Por una expresion de ternura como la que apareció en su rostro al dirigirme estas palabras, le hubiera sacrificado toda mi existencia. «Sí, os ama.» Le respondí oprimiendo el corazon con mis manos... «Os ama...» Y... no era cierto, añadió la enferma con una voz tan apagada que no se percibia. Mentia, sí, mentia, porque ella no le ama... Pero yo no podia verle sufrir; su triste aspecto abria en mi pecho una nueva herida... ¡Silencio! prosiguió apoderándose de las manos de doña Blanca y fijando en su rostro pálido por la emocion, una mirada aterradora. ¡Es un secreto! ¿Lo olvidarás? Es preciso que él lo ignore, porque si lo supiera, me despreciaria y... me aborreceria. Entonces, Maria sucumbiria bajo el peso de tanta amargura...

Y despues de pronunciar estas palabras empezó á llorar con tanto desconsuelo que doña Blanca la rodeó con sus brazos prodigándola los nombres mas cariñosos.

-¿Quién eres? preguntó de repente enjugando las lágrimas que aun corrian por sus mejillas.

-Doña Blanca. ¿No me habias conocido?

-¡Doña Blanca! repitió con un grito penetrante. ¡La prometida esposa de don Lope de Manuel! ¿La que abandonó sin piedad á don Fernando Alfonso de Zamora? ¡Oh! Es imposible.

-¡Qué rayo de luz! murmuró doña Blanca oprimiendo la frente con sus manos.

-¿Con que estais aquí, doña Blanca? prosiguió la huérfana devorándola con su vista extraviada. Y decidme, ¿amais á D. Lope?

-No.

-¿Y á D. Fernando?

Doña Blanca vaciló un momento; pero no respondió.

-Tampoco le amais... ni le mereceis...

La dama se estremeció.

-No; no le mereceis, señora. Cuando sintais palpitar vuestro corazon bajo la primera impresion del amor, venid y os lo demostraré. En el ínterin, á vuestro pesar teneis que callar y escucharme.

Maria hizo una larga pausa que empleó doña Blanca en recobrarse de la extraña impresion que le habian producido sus palabras.

-Amor es el que yo experimento; amor infinito, vivificador, que se alimenta con una fugaz esperanza y que se extinguirá en la tumba. Amor puro y desinteresado, que brota de un corazon ardiente y apasionado, con mas espinas que flores, que crece al pie de la soledad mas sombria, sin un destello de esperanza, y que en el proceloso mar de su desventura navega como en una esfera celeste. ¿Comprendeis vos este amor, doña Blanca? No, no; es imposible.

Maria oprimiendo la frente con sus manos abrasadoras por la calentura, volvió á guardar silencio. Doña Blanca con una emocion que iba en aumento se propuso calmar aquel delirio que la aterraba.

-Maria! la dijo: ¿Os sentis mas aliviada?

-Sí; porque le veo, respondió la enferma sin variar de posicion.

-¿A quién veis?

-Y me lo preguntas, insensata! A él es á quien veo hasta en mis suenos.

Doña Blanca iba á hacer una pregunta, pero se detuvo al ver la mirada penetrante que la huérfana acababa de fijar en su rostro.

-¿No le conoces? dijo con una expresion singular.

-No.

-Es el que ama á doña Blanca.

-¿A doña Blanca?

-Sí, á doña Blanca de Cabezon. ¿La conoces?

-Sí, por cierto; yo soy doña Blanca.

-¡Tú!!

-Sí, ¿no me conoces, Maria?

La enferma separó las trenzas de sus cabellos que la cubrian el rostro y miró de hito en hito á doña Blanca como si tratase de recordar sus facciones. Despues de un ligero exámen, meneó la cabeza tristemente pronunciando estas palabras.

-Has pretendido engañarme. Doña Blanca no llora porque es muy dichosa con D. Lope, y tú en este momento derramas lágrimas amargas.

En efecto, la dama no habia podido contener el llanto. Algunos recuerdos que asaltaron su memoria, el conocimiento del estado de su corazon, que la habia engañado hasta entonces, y la fiebre alarmante que dominaba á Maria, eran causas harto poderosas para dejar correr libremente sus lágrimas.

Maria prosiguió.

-Doña Blanca pensando en galas y en festejos olvida á los dos huérfanos como olvidó á D. Fernando Alfonso por D. Lope de Manuel.

-¡Dios mio! murmuró la dama. ¡Me engañarán mis presentimientos! ¡Amará á D. Fernando!

-¿Qué hablas? preguntó la enferma devorando con la vista á doña Blanca.

-Digo que doña Blanca no piensa en galas ni festines, y mucho menos en D. Lope.

-Te engañas; yo he visto lo contrario, pero á él le he dicho que le amaba.

-¡Cielos! Ahora comprendo este misterio! dijo con asombro doña Blanca. ¿Hablas de D. Fernando Alfonso de Zamora?

-¡Silencio! dijo la enferma exaltada. Si eres doña Blanca, no puedes pronunciar este nombre, porque en tus labios es una blasfemia.

-¿Qué dices, desventurada? Una blasfemia, cuando nadie tiene mas derechos que yo para pronunciarlo!

-¡Maldicion! dijo la enferma sentándose en el lecho por un esfuerzo delirante. Eres la misma; sí, doña Blanca de Cabezon. Ahora te reconozco por esa expresion orgullosa con que has hablado de derechos. Veamos, señora, ¿cuáles son los vuestros?

-¡Infeliz! balbuceó doña Blanca enjugándose una lágrima. Le ama y olvidé por un momento la triste situacion en que se encuentra.

-¿No respondeis? preguntó Maria, siempre con la vista extraviada.

-Tranquilizaos, Maria; estais desabrigándoos y la calentura lejos de calmarse irá en aumento.

-¡Oh! te niegas á responderme, porque leo en tu alma. Sí; bien conozco lo que sufririas si él me amase.

Doña Blanca se extremeció y su semblante se cubrió de una lijera palidez ¿Amaba todavia á D. Fernando? La respuesta á esta pregunta que se hacia á sí misma, la habia desconcertado. Por uno de esos misterios indefinibles de nuestro ser, la dama no conoció todo lo que valia su olvidado amante, hasta que pudo juzgar de la pasion vehemente que acababa de inspirar á la huérfana.

-Pero tranquilízate, prosiguió esta, no me ama ni me amará jamas, porque no puede olvidarte. ¡Oh! Si tu le amases, me harias dichosa!

-¿Qué dices? Acaso consiste tu dicha en que yo le ame?

-Sí, porque asegurarias la suya.

-¡Dios mio! ¡Qué abnegacion! dijo doña Blanca con estupor. ¿Será la calentura?

-Es... el corazon... respondió Maria derramando un torrente de lágrimas y ocultando la cabeza entre sus manos.

Doña Blanca conmovida tambien, aunque por una causa muy distinta, la enlazó con sus brazos cubriéndola de caricias.

-¡Alienta, pobre Maria, que tu dicha será la suya!

-¡Oh! Vos no le amais...

-No, Maria le amo casi tanto como tú.

-Si fuese cierto...

-Lo juro.

-Y entonces ¿por qué me habeis engañado?

-¿Por qué? No puedo explicarlo. Es un misterio del corazon.

-¿Será sincero vuestro cariño?

-Como el tuyo.

-Sereis la esposa de D. Lope?

-No; antes la muerte.

-Os unireis á él?

-Sí; á no ser que... me rechace.

-¡Gracias, Dios mio! dijo la enferma vencida por tantas emociones.

-¡Qué pasion tan frenética! murmuró doña Blanca sentándose al lado del lecho.

Un profundo letargo se apoderó de la huérfana despues de hacer la última pregunta á doña Blanca. Esta necesitaba aquella tregua para entregarse á sus pensamientos. El secreto que Maria habia revelado en su delirio, la sugeria las mas tristes reflexiones. No podia dudar de que la enfermedad de D. Fernando habia hecho despertar en su corazon un sentimiento de ternura alimentado por la soledad que la rodeaba y por las contrariedades que sufria don Fernando en sus ensueños amorosos. Pero no podia concebir que en tan breve espacio hubiera hecho semejantes progresos aquel sentimiento pasagero, hasta el punto de convertirlo en una pasion devoradora, Doña Blanca que hasta entonces no habia conocido el amor sino en el periodo que lo separa de la indiferencia, se admiraba del desarrollo inexperado que habia tenido en el corazon de la huérfana, y se preguntaba si podia verificarse en el suyo otro igual. Ya hemos explicado el sentimiento que le habian inspirado D. Fernando Alfonso de Zamora y D. Lope de Manuel. Ninguno de los dos habia logrado con tan tiernos halagos, despertar en su corazon las diversas sensaciones que le acababa de enseñar la huérfana Maria en medio de su delirio. El corazon de doña Blanca se habia conmovido al sonido de aquella voz apasionada que le hacia despertar de un profundo letargo. ¿Era el orgullo, como habia dicho la enferma, ó doña Blanca se habia engañado á sí misma al leer en su corazon, y al condenar á D. Fernando á un pasagero olvido? El discurso de la narracion, tal vez nos explique este arcano que en aquel momento tanto preocupaba á la dama.

La vuelta del ermitaño con el cirujano y el hermano de Maria, vinieron á salvar á doña Blanca de los tristes pensamientos que la dominaban. El cirujano se acercó al lecho examinando otra vez á la enferma, y tranquilizó á su hermano y al padre Anselmo que se extremeció á la idea de un pronóstico fatal.

-Está mas tranquila, porque no delira. La calentura ha cedido un poco, y si no se aumenta esta noche, mañana estará fuera de peligro.

-Y no volvereis despues? preguntó Diego.

-Sí, al anocheeer me detendré mas tiempo.

El cirujano se retiró, y el ermitaño que tenia tambien su clientela que reclamaba presencia, se dispuso á seguirle, aunque mostrando el mas profundo pesar.

-Os acompañaré al castillo, doña Blanca, dijo á la dama.

-¿Vais por delante de sus muros?

-Sí.

-Entonces os ruego que expliqueis á mis padres el motivo de mi detencion.

-¿Pero vais á quedaros aquí?

-Sí, por cierto; ya os lo he dicho.

-¡Es posible! vos tan débil, pasar aquí la noche cuando nadie descansará un solo instante.

-Por lo mismo quiero quedarme.

-Gracias, hija mia, dijo el padre Anselmo conmovido, extrechándole una mano entre las suyas. Los huérfanos os lo sabran premiar.

-Así vos descansareis.

-No, no lo creais; al anochecer me vereis al lado de la enferma para no abandonarla hasta mañana.

-Perdonad, padre Anselmo; pero así burlariais mi designio.

-Ya discutiremos despues, dijo el anciano retirándose.

Doña Blanca sola con la enferma, volvió á tomar asiento á su lado murmurando.

-Veremos la profundidad de su herida, y los medios de cicatrizarla, aunque la mia brote sangre despues.




ArribaAbajo- XI -

Hacia una hora que don Lope Alvar de Rojas se paseaba agitado por uno de los salones de su castillo, asomándose de vez en cuando á las ventanas para dirigir una rápida mirada al camino que cruzaba el valle. Sin duda la tardanza de alguna persona le tenia impaciente, porque al retirarse de la ventana, su expresion era cada vez mas terrible, y algunas frases incoherentes que pronunciaba, hubieran quizá alejado al que esperaba, si acertase á saberlas antes de pisar los umbrales del castillo.

La impaciencia de D. Lope era lejítima. Aquella mañana muy temprano habia despachado á Valladolid su nuevo escudero Sancho, con un encargo que debia evacuar en menos de una hora, y hallarse por consiguiente de vuelta en el castillo á las dos ó tres de la tarde. Habian dado ya las cinco, y el vijia de la torre aun no habia hecho la señal de descubrirlo en la mitad del camino. D. Lope se impacientaba, pues, de una tardanza que solo podia atribuir á falta de celo ó á alguna truhaneria del nuevo escudero. Excusado será el recordar que este era el mismo que habia trabado conocimiento con don Lope en el bosque para descargarle del peso de la bolsa. Desde aquel dia se le habia mostrado muy adicto, y en la parte que tomaba en los proyectos de venganza que alimentaba su señor manifestaba una sagacidad tan extraordinaria, que don Lope de dia en dia se felicitaba mas á sí mismo por la buena eleccion que habia hecho, bendiciendo á la casualidad que le habia deparado un auxiliar tan hábil y tan dispuesto á secundar todos sus proyectos.

Ya la noche empezaba á rodear de tinieblas el salon, cuando el vijia anunció á su señor que la oscuridad no le permitia cumplir su encargo, ofreciéndose á salir para Valladolid en busca del perezoso escudero, si su vuelta era necesaria aquella noche.

-Vé, dijo D. Lope con fiera expresion; y si le encuentras, dile que mañana espantará á los pájaros colgado de una almena.

El vijia salió con presteza, y no tuvo que andar mucho para encontrar al fugitivo escudero. Éste, montado en un soberbio caballo, desenvocaba por la calle de árboles, que guiaba al castillo, al mismo tiempo que el puente se levantaba despues de abrir paso al vijia.

-¡Deténeos! dijo la robusta voz del escudero al percibir el ruido de las cadenas del puente.

El vijia y los guardias se detuvieron al escuchar esta voz.

-¿Sois vos, maese Sancho? dijo el vijia al descubrir al escudero que se apeaba con presteza del caballo.

-Sí, el mismo. ¿Me esperabais?

-No, que iba á buscaros. D. Lope es el que os espera, dispuesto á colocaros de espantajo en una almena para que ahuyenteis á los pájaros.

-¿Está enojado?

-¡Friolera! ¡Con que quiere ahorcaros! Verdad es que habeis apurado su paciencia de un modo que me hace temblar.

-Ya se apaciguará. Guiadme á su aposento.

Y dejando el caballo á un ballestero, siguió presuroso al vijia.

D. Lope le habia visto entrar en el patio, y se paseaba apretando los puños de coraje. El escudero, á pesar de su aplomo, se extremeció cuando penetró en el salon y pudo juzgar del estado en que se hallaba.

A una señal de D. Lope, el vijia abandonó la estancia dejando solos al señor y al escudero.

-¡Y bien! dijo el primero: ¿vienes dispuesto y preparado para reunirte con tus abuelos?

-Señor, respondió tranquilamente el escudero, mi vida os pertenece. Podeis ordenar lo que os parezca. Sancho inclinará su frente y obedecerá sin réplica.

-¿No te he dicho que responderias con tu cabeza si no te hallabas aquí de vuelta antes de medio dia?

-Sí, señor; pero vuestro servicio no me permitió cumplir lo prometido.

-¡Miserable! ¿Qué has hecho? Responde, porque voy á extraviarme.

D. Lope se dejó caer en un sillon. El escudero en pié á su lado, aunque hacia algunos esfuerzos para mostrarse tranquilo, tenia una opresion que le ahogaba. Era tan conocido el rigor de don Lope cuando no se le obedecia, que á su pesar á abrigaba sérios temores por su cabeza.

-Señor; anoche me habeis llamado á vuestro lado para encargarme que pasase á Valladolid para averiguar si era fundado el rumor de la próxima llegada del rey don Pedro á la ciudad.

-¿Y qué has adelantado?

-Me encargásteis que estuviese de vuelta antes de medio dia.

-Y te has retrasado seis horas.

-Es cierto; pero ese retraso lo vais á dar por muy bien empleado.

D. Lope levantó la cabeza vivamente y miró al escudero con una expresion singular.

-Salí del castillo al amanecer, prosiguió Sancho, y llegué á Valladolid, mas tarde de lo que habia imaginado, porque el caballo se encerró en una breña, y no he podido arrancarlo de allí. Fué preciso que acudiesen algunos labriegos en su socorro, y que trabajasen con mucho afan en el espacio de una hora para dar libertad á sus pies. Cuando estuvo en posicion de volver á andar, habia perdido dos horas, y aunque adelanté media en lo que faltaba de camino, por la rapidez de mi marcha, llegué á Valladolid con hora y media de retraso.

El escudero se detuvo para juzgar del efecto que producia este contratiempo en el ánimo de su señor; pero don Lope permaneció inmóvil.

-Cuando entré en la ciudad advertí mucha animacion en las calles. Pregunté la causa, y me dijeron que acababa de apearse un mensajero anunciando la próxima llegada del rey don Pedro.

-¿Luego era cierto? dijo D. Lope sacudiendo su inmovilidad.

-Sí, señor. Tenia, pues, certeza de que don Pedro iba á llegar; de modo que mi comision habia terminado. Sin embargo, no me resolví á abandonar la ciudad hasta cerciorarme de que la nueva era cierta, con objeto de deciros: «Señor; he visto entrar al rey don Pedro en Valladolid.

El semblante de D. Lope se iba serenando á medida que el escudero adelantaba en su relacion.

-Una hora despues el ruido de los timbales anunciaba ál pueblo la llegada del monarca Las calles estaban obstruidas por una multitud de curiosos que acudian diligentes á saludar al rey justiciero. Yo, siguiendo el movimiento de los que me precedian, seguí hasta la plaza y allí entre unos grupos descubrí á un escudero de D. Rodrigo de Cabezon. Le pregunté si habia salido de Cabezon para ver la llegada del rey, y me contestó que nada sabia de este acontecimiento, que acababa de apearse en la plaza, y que su venida tenia por objeto el contratar á ocho hombres de armas para el servicio del castillo de su señor. Con este motivo empezamos á hablar de D. Rodrigo, y me dijo que los soldados que tenia de guarnicion en el castillo, habian sido expulsados para complacer á los de D. Lope de Manuel, que no se ocupaban mas que de promover querellas y combates con aquellos. La repentina partida de aquel caballero dejará al castillo sin un soldado, y D. Rodrigo que abrigaba algunos recelos, mandaba con presteza á su escudero á Valladolid para que llevase seis á ocho hombres de armas de lo mas honrado de la ciudad.

La relacion del escudero, prosiguió Sancho con una sonrisa indefinible me sugirió una idea... que me rehabilitará á vuestros ojos, señor. Le rogué por de pronto que influyese con D. Rodrigo para que me admitiese otra vez á su servicio, otorgándole promesa formal de no pensar en la caza de sus bosques, y luego le ofrecí mi ayuda para cumplir mejor su encargo.

El escudero hizo una pausa, y D. Lope, mirándole fijamente, le dijo.

-¿Qué objeto te impulsaba á ofrecerle tu ayuda?

-Vuestro servicio, señor. Me pareció que llevando al castillo de Cabezon algunos hombres de mi confianza, daria un gran paso para la realizacion de vuestros deseos.

-Muy bien, maese Sancho. Eres diestro y mereceis mi perdon. Prosigue.

-El escudero aceptó de buen grado mi proposicion, y despues de ver la llegadadel rey, nos separamos ofreciendo reunirnos en un parage determinado dentro de una hora. Al momento me dirigí á una taberna donde esperaba hallar lo que buscaba. Pedí vino y convidé á los amigos que allí estaban reunidos. En dos palabras les enteré de lo que pasaba, y despues de imponerles ciertas condiciones, les dije que podian contar con buena casa y buena paga. Luego los llevé al lugar en que me esperaba el escudero de D. Rodrigo, y puestos de acuerdo, no tardó en emprender la vuelta á Cabezon, seguido de los malandrines. Entonces fué cuando yo monté á caballo para volver al castillo. Era ya muy tarde; pero vine como una exhalacion. Si falté, pues, á mi promesa, debeis perdonarme, porque el tiempo que os he robado, me parece que no debeis lamentarlo.

-No, no; dijo D. Lope, al contrario, debo mostrarme agradecido. ¿Y dices que esos malandrines están ya en Cabezon?

-Si no han llegado ya no tardarán; porque salieron poco despues de vuestro escudero.

-Y respondes de que te ayuden si necesitamos su auxilio?

-Siempre estarán á vuestras órdenes, sobre todo, si D. Rodrigo vuelve á admitirme en el castillo.

-¿Y me abandonarás? preguntó D. Lope sorprendido.

-No señor, de ese modo os serviré mejor. Mañana el escudero de D. Rodrigo me dirá si éste accede á mi demanda. Le he dicho que aguardaré su respuesta en la choza de un leñador próxima al Cristo de las batallas. No quiero que sospeche que vos me habeis admitido á vuestro servicio.

-No desconfio de vengarme, contando con un auxiliar tan poderoso. Ahora es preciso que averiguemos si el rey permanecerá mucho tiempo en Valladolid. Su estancia me interesa, porque así tendré mas sujeto á D. Rodrigo en su castillo. Y entre la comitiva ¿has visto á D. Fernando Alfonso de Zamora?

-Sí señor; venia con D. Fernando de Castro y con Men Rodriguez de Sanabria.

-Que me place. Son amigos mios y me ilustrarán acerca de los proyectos del rey. Es preciso que los vea cuanto antes. Voy á partir.

-¿Ahora?

-Sí; antes de que adelante la noche.

-Os acompañaré si gustais.

-Entonces no podrás ver mañana al escudero de D. Rodrigo.

-Teneis razon; no saldré del castillo.

-Mañana á las doce, estaré de vuelta y no dudo que te encontraré aquí para que me comuniques la respuesta de D. Rodrigo.

-Su escudero prometió verme temprano. No dudo, pues, que á las doce podais saber lo que os interesa.

-Sí, y entonces nos ocuparemos de mi venganza. Avisa ahora que me ensillen el caballo y que me acompañe Fortun. Mañana ya encontraré mi medio para premiar tu celo.

-Nada me debeis, señor.

-Bien; ya nos ocuparemos de todo.

El escudero salió, y D. Lope, viéndose solo, empezó á medir otra vez la estancia con sus pasos.

Ya sabemos que su pensamiento dominante desde el castigo que habia recibido de D. Rodrigo de Cabezon era vengarlo aun con mas rigor de lo que habia prometido. Si aquel hubiera sido mas jóven en un duelo hubiera satisfecho todas sus ofensas; pero la edad lo obligaba á no pensar en este medio de reparacion. Tampoco se habia resuelto á atentar contra su vida, porque le parecia una cobardia indigna de un caballero. D. Lope hubiera preferido un duelo con D. Alvaro, el primogénito de D. Rodrigo, pero hallábase muy lejos entre los parciales de D. Enrique, conde de Trastamara, que no inspiraban la menor confianza á D. Lope. Asaltar el castillo de Cabezon y privar de la libertad á sus habitantes, era un medio arriesgado, y que no le satisfacia por completo. El señor de Rojas, fluctuando de esta suerte, no sabia cómo vengarse, y quizá no lo hubiera logrado jamás, á no haber tropezado con el escudero Sancho. Este tenia tambien algunas ofensas que vengar, y mas perverso que D. Lope proyectaba una venganza terrible, que deberia tranquilizar completamente á aquel.

La guarnicion que Sancho enviaba al castillo de Cabezon, era un feliz presagio para D. Lope, que le anunciaba ya la posibilidad de vengarse, y la venida del rey D. Pedro á Valladolid facilitaba tambien sus proyectos, porque como partidario D. Rodrigo del conde de Trastamara, nada debia esperar de la justicia de D. Pedro, si ofendido de D. Lope iba á demandársela á su alcázar.

Mientras el señor de Rojas, discurria en los medios de vengarse, sus escuderos con el caballo en el patio esperaban el momento de la partida para entregarse despues con mas libertad á sus placeres. El que debia acompañarle se presentó para anunciar que los caballos estaban ensillados.

-Vamos, dijo D. Lope.

Al llegar al patio encontró á Sancho confundido entre los guardias del castillo. A una señal que le hizo, abandonó el grupo y se acercó respetuosamente á su señor.

-Escucha, le dijo este llevándole hacia el puente; recuerdo ahora que á D. Rodrigo no le será dificil saber que estás á mi servicio, y entonces se frustarán todos tus proyectos.

-No temais, señor; si se exceptuan los vasallos que habitan el castillo con nosotros, nadie sabe que os pertenezco. Vuestros soldados no abandonan estos muros, y por lo mismo no es fácil que se descubra este secreto.

-Confio en tu destreza.

-Descuidad, señor; el ballestero Sancho no dará lugar á que os arrepintais de haberle concedido vuestra gracia.

-Así lo espero.

D. Lope montó á caballo, y algunos momentos despues se dirijia presuroso á Valladolid, dominado siempre por el mismo pensamiento de venganza.




ArribaAbajo- XII -

La llegada inexperada del rey D. Pedro á Valladolid, habia puesto en movimiento á sus habitantes. Todos se preguntaban el objeto de un viaje que no habia sido anunciado, y que al parecer revelaba algun gran designio. Retirado D. Pedro en Búrgos haciendo nuevos preparativos para continuar con mas ardor la guerra empeñada con el de Aragon, no era de esperar que abandonase precipitadamente aquella capital para dirigirse á Valladolid, donde no debia contar mas que con sus parciales. Desde las primeras córtes de su reinado que allí habia celebrado en 1350, disfrutaba de un merecido nombre de recto y justiciero. En efecto, aquellas córtes que fueron una de las glorias de su reinado, figuran hoy como las mas populares de la edad media. Grandes muestras de arrojo y de osadia habia dado entonces el jóven D. Pedro, el lidiar con la nobleza en beneficio de los comunes. Las peticiones de estos, resueltas con un acierto admirable, revelaban una actitud firme y los mejores principios de justicia y de equidad. Por eso Valladolid, era una de las villas que sostenia con mas fé la causa de su legítimo monarca. La llegada de estos, si bien inexperada, no era sospechosa. Terminados sus aprestos para continuar la lucha con el rey de Aragon, se dirigia á invadir de nuevo los estados de éste, seguido de un lucido ejército, en que figuraban los primeros ricos-homes de Castilla.

En uno de los apartados aposentos del alcázar hallábase el rey la noche que pasan los sucesos que vamos refiriendo, acompañado de un corto número de parciales, que ni aun despues de su muerte desmintieron la lealtad con que seguian su causa. Entre ellos figuraba en primer término, D. Fernando de Castro, conde de Lemos, casado y divorciado con doña Juana, hermana de los bastardos Men Rodriguez de Sanabria, Martin Lopez de Córdoba, Diego Gonzalez de Oviedo, Garci Fernandez de Villodre y Fernando Alfonso de Zamora. Este, restablecido ya de sus heridas, conversaba con Martin Lopez, maestre entonces de la órden de Alcántara, en uno de los rincones del aposento, mientras que el rey sentado á una mesa se ocupaba con los otros caballeros de anotar las noticias que le iban suministrando respecto á la situacion, distancia, guarnicion y medios de defensa de las villas fronterizas que debian atacar de paso al invadir el territorio aragonés.

Los ricos-homes de Valladolid habian ya cumplimentado al rey por su llegada, y éste les citara para las nueve de la noche con el objeto de conferenciar sobre el número de hombres que le ofrecian para continuar la guerra. D Pedro se prometia sacar de Valladolid una buena ayuda, que cada dia le era mas necesaria, por el aspecto poco halagüeño que iba presentando la lucha. Auxiliado el rey de Aragon por los parciales de D. Enrique, conde de Trastamara, y contando con el grande esfuerzo y merecido prestigio que este disfrutaba, lo mismo en Castilla que en Aragon, no esperaba llevar la peor parte en la jornada: y por el contrario, se prometia rescatar algunas villas que habia perdido en la campaña anterior.

El origen de esta guerra cada vez mas sangrienta, habia sido tan fútil como el de las que entonces se emprendian. En una de las cortísimas treguas que concedian de reposo al rey D. Pedro sus grandes vasallos, se dirigió éste al puerto de S. Lúcar de Barrameda para entregarse algunos dias á la pesca del atun, una de sus distracciones favoritas. A la sazon hallábanse en la rada del puerto dos galeras genovesas cargadas de mercancias, y una pequeña escuadrilla aragonesa al mando del almirante Mosen Perellós. Aragon se hallaba entonces en guerra con los genoveses, y aquel almirante aprovechando esta circunstancia, apresó á las dos galeras que descansaban en el puerto bajo la proteccion del rey de Castilla. Enojóse éste con el hecho que calificó de una ofensa á su dignidad, puesto que la violencia se ejerció á su vista, y para obtener una reparacion, despachó á su almirante D. Gil Bocanegra con el encargo de declarar la guerra al rey de Aragon, si éste no daba una satisfaccion que correspondiese al agravio recibido. La embajada no pudo llegar al aragonés en circunstancias mas críticas. Precisamente se hallaba ocupado en reprimir á los que imtentaban apoderarse de la Morea, que entonces pertenecia á la corona de Aragon. El mensaje le encontró disponiendo una poderosa escuadra para contener á los rebeldes, y así es que contestó con mas sumision de lo que debia esperarse de su carácter maligno y altanero. El embajador, que sin duda poseia en grado eminente el espíritu bélico de la época, no se mostró satisfecho de las excusas y satisfacciones del rey, y en uso de las facultades extraordinarias que le habia concedido el suyo, declaró la guerra en su nombre al de Aragon. D. Pedro aprobó su conducta porque tenia otras ofensas que vengar. Aragon habia servido hasta entonces de asilo á los rebeldes de Castilla, y en él habia encontrado apoyo y proteccion D. Enrique de Trastamara, hermano bastardo del rey D. Pedro, y pretendiente á la corona sin otros títulos que el apoyo de los que no querian sufrir la voluntad de yerro de aquel célebre monarca.

La guerra que al principio se limitó á simples alardes de arrogancia, fué presentando un aspecto gravísimo con la intervencion de D. Enrique de Trastamara, como aliado del rey de Aragon. Don Pedro de Castilla, que veia en este bastardo y en los que le acompañaban, á los enemigos del reposo de sus reinos, juró no descansar un momento hasta exterminarlos, y si no lo logró por completo, le cupo al menos la gloria de sostener esta lucha en el espacio de diez y nueve años contra los elementos mas poderosos, sin que durante tan largo transcurso se hubiese doblegado en un solo momento su fiera arrogancia.

Eran las nueve de la noche y en el aposento del rey se hallaban ya reunidos la mayor parte de los ricos-homes de Valladolid y sus cercanias. Entre los últimos que habian entrado, figuraba don Lope Alvar de Rojas, cubierto de polvo y en un estado que manifestaba la presteza con que habia verificado el viaje. Con una prudente reserva se mantuvo oculto entre los últimos grupos, esperando á que le llegase su turno; pero el rey, que con su mirada de águila investigaba hasta lo que pasaba en el mas oscuro rincon, le descubrió arrimado á una ventana y le hizo una señal para que se acercase.

-¿Vos aquí, don Lope? le preguntó con aire risueño. ¿Teniais noticia de mi llegada?

-Señor; aun no hace tres horas que me la comunicaron, y ya estoy á vuestro lado para ofreceros mi débil apoyo.

-Gracias, don Lope, dijo el rey alargándole una mano.

El caballero la besó con respeto, y en una actitud suplicante esperó á que de nuevo le dirigiese la palabra.

-¿Qué mas apoyo que el vuestro podeis ofrecerme?

-Señor; aun cuento con cuarenta ó cincuenta vasallos de mi casa.

-Muy bien; no creí que fuérais tan rico, don Lope.

-La mayor parte son rústicos labriegos; pero fieles á su rey y señor.

-Anotad, Men Rodriguez, el auxilio de don Lope Alvar de Rojas. ¿Cuándo podeis traerlos? preguntó á éste.

-Mañana, si gustais; dijo el caballero.

-Sí; porque dentro de cuarenta y ocho horas caminaremos para Aragon.

D. Lope, algun tanto contrariado, se inclinó, y el rey llamó á otro caballero para continuar su registro.

Viéndose solo el señor de Rojas buscó con la vista á don Fernando Alfonso de Zamora y le halló en un rincon con don Martin Lopez de Córdova. En aquel momento se separaban los dos amigos.

-D. Fernando, dijo el señor de Rojas acercándose, mucho celebro el encontraros.

-¿Tambien habeis venido, D. Lope? preguntó el jóven sorprendido. Siempre os consideré adipto á la causa del bastardo.

-No; desde que se empeñó esta lucha fatal, mi bando ha sido el del rey lejítimo.

-¿Y qué nuevas traeis de Cabezon?

-Ninguna. Desde que vos le abandonásteis, siguen las cosas en el mismo estado; D. Lope de Manuel salió del castillo. Sin duda los aprestos que aquí se hacen, le obligaron á reunirse con su señor el bastardo. Doña Blanca, al parecer, sueña con su prometido, y el ermitaño prosigue en su mision evangélica por aquellas deliciosas campiñas.

-¿Y los huérfanos?

-No les he visto; pero me figuro que estarán buenos.

-Mucho me interesan, D. Lope; y si vos no tomais parte en la guerra y permanecieseis en Cabezon, os agradeceria que velaseis por ellos, y que me diéseis noticia alguna vez de su estado.

-Concibo muy bien vuestro interés; os han asistido como un hermano y con la mayor abnegacion. Tambien el cirujano les ha prestado gran ayuda, y sin duda le habeis olvidado, porque nada por él me habeis preguntado.

-No debeis extrañarlo; porque aun no hace una hora que se ha separado de mi lado. Al entrar en la ciudad, le descubrí entre un grupo de gentes del pueblo, y le llamé para concederle lo que le habia prometido. El rey le hizo hidalgo, y él mismo ha llevado su carta ejecutoria.

-¡Dichoso el esculapio que encuentra enfermos como vos! De seguro que os querrá ahora mas que á su ciencia. Era su única ambicion, y la habeis satisfecho. Los nobles desdeñaban su asistencia, porque pertenecia al pueblo. Ahora la solicitarán sin otro motivo que el conocer que disfruta de la gracia del rey, cuando tamaña merced ha obtenido.

-¿Y vais á partir con nosotros?

-Ahora no; antes tengo que arreglar mis querellas con don Rodrigo de Cabezon.

-¿Le habeis visto otra vez?

-No.

-¿Y pensais aun en vengaros?

-Vos que conoceis la ofensa, decidme si podré olvidarla.

-Cierto es, pero don Rodrigo por sus años está á cubierto de los golpes de vuestra espada. Si fuera su hijo D. Alvaro...

-¡Oh! No puedo encontrarle. Está en Aragon con los rebeldes de Castilla. Es partidario ardiente de la causa del bastardo.

-Aun podeis encontrarlo en el combate si nos seguis á Aragon.

-No espero semejante fortuna.

D. Fernando iba á replicar; pero un heraldo del rey le tocó en la espalda suplicándole que le siguiese á un extremo del aposento.

Los dos jóvenes se despidieron, y D. Fernando siguió al heraldo.

-Perdonad, señor, dijo el heraldo, si os he interrumpido; pero acaban de entregarme para vos este pergamino, y según asegura el mensagero, es muy urgente.

D Fernando, excitado por la curiosidad, abrió el pergamino, y leyó lo siguiente: «Si amais á los huérfanos, os ruego, D. Fernando, que sigais al portador sin tardanza, aun cuando tuviérais que desatender el servicio del rey. Os lo pido, por la persona que mas ameis en el mundo. Si venís, será eterna la gratlitud de El ermitaño del Cristo de las batallas

-¿Qué significa este aviso? murmuró el caballero pensativo. ¿Habrá ocurrido alguna novedad en el caserio?

Y dirigiéndose al heraldo, añadió:

-¿Quién os ha dado este pergamino?

-Un lugareño que espera á la puerta.

-Llamadle al punto; os esperaré en el corredor.

El aviso no podia llegar en una ocasion mas embarazosa para don Fernando. El rey tenia dispuesto un viage para el dia siguiente, y tal vez no le permitiria alejarse de su lado, aun cuando fuese muy corta la ausencia.

-¿Qué habrá sucedido al padre Anselmo? se preguntaba admirado al dirigirse al corredor. Su aviso es apremiante y no da treguas. Si el rey no lo impide, partiré esta misma noche para Cabezon.

El heraldo poco tardó en volver al corredor con el lugareño. A una seña de D. Fernando se retiró el primero, dejándole solo con el emisario del ermitaño.

-¿Quién te ha dado este pergamino? preguntó D. Fernando.

-El padre Anselmo. ¿No lo sabiais?

-Sí. ¿Cómo le habéis dejado? ¿Está enfermo?

-No señor; pero debe sufrir una pena horrible: porque cuando me rogó que os tragese el mensage, me pareció que sollozaba.

-Dónde lo habeis visto?

-En el caserio. Desde allí me envió á buscar.

-¿Está enfermo alguno de los huérfanos?

-Sí señor; me han dicho en el valle que Maria ofrece escasas esperanzas de salvarse.

-¡Qué escucho! ¿Estará enferma?

-Sí señor; hace ocho dias que la devora una calentura mortal.

-¡Oh! Es preciso que yo corra á su lado. ¡Desventurada! No creí que tan presto habia de premiar sus desvelos! ¿Dónde te has apeado? prosiguió D. Fernando dirigiéndose al lugareño.

-Abajo, en el patio.

-Y tu caballo aun puede llevarnos á Cabezon tan ligero como el mio?

-Sí señor; es el mejor que se encuentra en las caballerizas de don Rodrigo.

-Entonces espérame, porque partiremos juntos.

-Cuando gusteis.

-Pregunta por mi escudero, y que dentro de un cuarto de hora me espere en el patio con mi caballo. El heraldo que te guió hasta aquí, te llevará al lado de mi escudero.

El lugareño se retiró, y D. Fernando se dirigió al aposento del rey para solicitar el permiso de abandonarle.

No era posible hablar en aquel momento á D. Pedro de Castilla, porque seguia preocupado con la anotacion de los auxilios que le ofrecian los ricos-homes de Valladolid. D. Fernando en vano aguzó el ingenio para distraer un momento al rey de aquella tarea tan agradable. Afortunada mente vino en su auxilio un rumor en la calle que excitó la curiosidad de algunos de los caballeros que habia en el aposento. Martin Lopez que era uno de los que se hallaban mas próximos á la ventana, miró á la calle, y vió una porcion de gentes del pueblo con hachas de viento que se detenian á la puerta del alcázar. Un momento después, los acordes sonidos de una música anunciaba que se trataba de una serenata. Entonces el rey abandonó la mesa y se dirigió á los balcones. D. Fernando Alfonso de Zamora aprovechó esta circunstancia para colocarse á su lado. El pueblo, al descubrir al rey, le saludó con grandes aclamaciones, y la serenata dió principio con mil y mil vítores al legítimo soberano de Castilla. D. Fernando vió llegado el momento de entablar su demanda.

-Señor, dijo de modo que solo pudiera oirle D. Pedro; tengo que pediros una gracia.

-¿Qué deseas, mi buen Fernando?

-Acabo de recibir un mensage del ermitaño del Cristo de las batallas.

-¿Del padre Anselmo?

-Sí señor.

-Y bien, ¿qué desea?

-Me ruega que al momento me traslade á Cabezon.

-¿Pues qué ocurre?

-Parece que uno de los huérfanos, que me han asistido con tan tierna solicitud se halla gravemente enfermo.

-¿Y por eso te llama el padre Anselmo?

-Lo ignoro. Lo que puedo asegurar es, que su mensage revela el mayor afan porque acceda á su ruego. ¿Me dejais partir?

-Sí; de muy buen grado; justo es que muestres tu agradecimiento á los que te salvaron la vida.

-Y he de abandonaros, cuando vais á entrar en Aragon?

-No importa, ya nos reuniremos.

-¿Y si se prolonga mi ausencia?

-No te perjudicará; porque ahora se me ha ocurrido una idea.

D. Fernando guardó silencio y miró al rey con temor.

-Ahora recuerdo, prosiguió D. Pedro, que debo una visita al señor de Cabezon. Le he ofrecido volver á sus tierras, y cumpliré mi promesa.

-¿Sitiareis su castillo?

-Sí; por algun lado hemos de dar principio á la nueva campaña. Así, pues, dirígete á Cabezon, y espera: que no tardaremos en reunirnos.

-¿Pero pensais sériamente en sitiar el castillo de D. Rodrigo?

-Sí por cierto. ¿No debo pedir algunas explicaciones á este caballero? ¿Recuerdas la nobleza con que le hemos socorrido una vez? Pues no por eso ha dejado de hacerme una cruda guerra.

-Don Rodrigo abrazó la causa del bastardo y no la abandonará.

-Muy luego lo veremos.

-Tal vez...

-De modo que os aguardo en Cabezon.

-Tan pronto como termine mi comision en Valladolid, iré á ver á D. Rodrigo con la ligera escolta que me acompaña. Creo que será suficiente para que me admita en su castillo.

Don Fernando, algun tanto contrariado al saber el proyecto del rey, se despidió para reunirse con él en Cabezon.

Al llegar al patio, encontró al lugareño con su escudero.

-Mendo, dijo á éste, tan pronto como se anuncie la partida del rey, montarás á caballo y me llevarás el aviso á Cabezon. ¿Entiendes?

-Sí señor.

-Y tú, dijo al lugareño, acompáñame, si eres capaz de seguir mi paso.

Diciendo esto montó á caballo y al galope se alejó de la ciudad.

Algunos momentos despues, D. Lope, que habia recogido algunas palabras del corto diálogo que habia tenido el rey con D. Fernando, montaba tambien á caballo murmurando.

-El diablo favorece mi proyecto, si el rey no desiste de su viaje á Cabezon.

A poco rato seguia las huellas de D. Fernando Alfonso de Zamora, aunque dominado por un sentimiento menos generoso que el que impulsaba al fiel partidario de D. Pedro de Castilla.