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El imposible reposo de Rafael Altamira

Juan A. Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



Hace diez años publiqué una edición crítica de Reposo1, una novela de la que ahora se cumple un centenario que comparte con otros grandes títulos de Baroja, Azorín y Unamuno. Esta tarea, que fue completada con un análisis de su narrativa breve2, me permitió calibrar el indudable interés de la obra de ficción de Rafael Altamira, a menudo relegada a un segundo plano por la preeminencia de las múltiples facetas de tan destacado polígrafo. No se puede hablar de un olvido o de una injusticia. Es una situación hasta cierto punto comprensible si tenemos en cuenta la importancia de sus diferentes aportaciones intelectuales en campos que, hasta para el propio autor, revisten más trascendencia. Prueba de ello es que a partir de los cuarenta años Rafael Altamira abandonó la creación literaria, incompatible con sus múltiples ocupaciones y, probablemente, abocada a un anacronismo del que sería consciente quien había ejercido la crítica con tanto acierto e intensidad hasta entonces.

Estas circunstancias jamás nos deben hacer pensar en una práctica literaria entendida como mero entretenimiento. Los múltiples y fundamentales trabajos que publicó como crítico demuestran su interés por la literatura3, que ocupa un lugar destacado en las preocupaciones del joven Rafael Altamira. Su obra narrativa, aunque menos relevante, también indica la voluntad de cultivar una creación que, en su caso, jamás se desvincula de la cosmovisión de un intelectual al que pocas materias le dejaron indiferente. De ahí surgen los cuentos recopilados y analizados por M.ª Ángeles Ayala4, que ha puesto de relieve el equilibrado costumbrismo de un autor viajero y cosmopolita, pero siempre deudor de las emociones y observaciones relacionadas con su tierra natal. También algunas novelas de juventud que, con sus limitaciones, le permiten dar pasos en un camino que desembocará en Reposo, sin duda su obra literaria más destacada.

Los múltiples ensayos escritos por Rafael Altamira nos permiten conocer una serie de temas que jalonan su andadura intelectual. Pero, incluso en los más áridos, es posible encontrar la huella de un individuo deseoso de conocer y divulgar, inquieto y equilibrado, inmerso siempre en una titánica tarea intelectual poco compatible con el reposo del que se habla en su novela. Esta figura, tan prototípica del panorama intelectual de la época, también es presentada más directamente por el propio Rafael Altamira a través de la ficción novelesca. Juan Uceda, el protagonista de su obra, no es un trasunto directo e inequívoco del autor. Pero sí un retrato generacional, un prototipo, donde el novelista encuentra la oportunidad de proyectar un cúmulo de experiencias personales, observaciones relacionadas con una realidad que conocía directamente y, sobre todo, un ejemplo que le permite reflexionar sobre su actitud vital y la de quienes le rodearon en sus empresas intelectuales. Habría sido impensable en Rafael Altamira una novela estrictamente autobiográfica, al menos en el sentido de volcada en un yo íntimo. Pero en Reposo, a partir de una base donde es fácil detectar lo autobiográfico, elabora una reflexión en la que el yo es compartido, tanto en su origen como en su voluntad aleccionadora; una reflexión propia de una concepción literaria más vinculada con el realismo galdosiano que con la ruptura de los noventayochistas arriba citados.

Reposo es una novela preconcebida. Estamos lejos de una ficción que discurra por cauces libres donde el recuerdo, las observaciones y las reflexiones se suceden sin un orden predeterminado. Rafael Altamira, tan analítico siempre, busca en la ficción aquellos elementos que le son útiles para argumentar de acuerdo con un planteamiento que desborda lo literario y se vincula estrechamente con sus preocupaciones intelectuales. Esta circunstancia tal vez reste interés literario a la obra. Al menos en la medida que encorseta las situaciones y los personajes, sobre todo el protagonista, en los límites del prototipo adecuado para la defensa de una tesis que se vislumbra desde las primeras páginas. También es cierto que todo se subordina a dicha tesis. El elemento costumbrista, el retrato de la Naturaleza o la actitud y selección de los personajes, por ejemplo, se justifican en una línea coherente donde cualquier elemento se encamina al sustento de un planteamiento previo. Esta opción, no obstante, es coherente con la concepción de la novela defendida por Rafael Altamira, mucho más deudora de su admirado Benito Pérez Galdós que abierta a la ruptura de las obras noventayochistas que se publicaron en 1902. Y, sobre todo, es coherente con la voluntad de un autor que se dedicó a la creación literaria sin abandonar las preocupaciones propias de un intelectual.

No hay, por lo tanto, una rígida línea de separación entre la faceta novelística de Rafael Altamira y otras que normalmente han concitado el interés de los especialistas. Incluso podemos encontrar en la primera la clave que permite comprender parte del impulso intelectual que le llevó a protagonizar iniciativas, polémicas, reivindicaciones... en los diversos campos abordados desde su perspectiva regeneracionista. Reposo es en ese sentido una lectura recomendable para quienes se ocupan de Rafael Altamira desde una perspectiva histórica, jurídica, educativa... hasta completar su personalidad intelectual.

Esta novela no sólo nos ayuda a comprender el perfil más público de un autor tan identificado con su protagonista, sino que también nos lleva a la intimidad de un catedrático de la Universidad de Oviedo que, llegado a la madurez, se reencuentra con su juventud y su tierra natal a través de la creación literaria. No hay excesos de nostalgia o añoranza en Reposo, tampoco de un sentimentalismo impropio del siempre equilibrado Rafael Altamira. Pero sí una mirada entre comprensiva y justificativa de un pasado personal vinculado a una tierra amada desde una perspectiva crítica. De ahí la ausencia de una idealización al modo romántico. O unos retratos que buscan una complejidad contradictoria que no se suele dar en otros cultivadores del costumbrismo. Alicante, El Campello, Benidorm y otros lugares, apenas enmascarados bajo diferentes nombres, aparecen en Reposo de acuerdo con las coordenadas de un realismo ausente en los restantes autores locales del siglo XIX5.

Una lectura exclusivamente autobiográfica resultaría empobrecedora. La utilización de las experiencias personales a la hora de ambientar la narración o de presentar al protagonista -omnipresente en el desarrollo del argumento- responde a la concepción de la novela que defendió Rafael Altamira en sus escritos teóricos. Ni como crítico ni como autor podía aceptar una obra que sólo fuera peripecia aventurera y traslado fotográfico de apariencias. Opta, por el contrario, por una creación asentada en la reflexión acerca de unas experiencias propias, al menos en la medida que él considera que son comunes a otros lectores a quienes se dirige con una intención entre didáctica y aleccionadora.

Para conseguir este objetivo no recurre básicamente a la imaginación creadora, sino a una experiencia intelectual y personal que le ha servido para formarse a sí mismo, a su personaje y, es de suponer, puede contribuir a la formación humana y espiritual del lector. Recordemos que su krausismo y, más en concreto, su institucionismo, le llevan a una concepción de la literatura como fuente de enriquecimiento y formación del hombre. No se trata, pues, de escribir un relato autobiográfico -aunque sean abundantes los rasgos dados en este sentido-, sino de aportar una reflexión vivida personalmente, un conocimiento de la realidad individual y colectiva que se transmite al lector para que la comparta y provoque un similar proceso de reflexión. Para que este último se dé, Rafael Altamira no debía caer en lo inverosímil o en lo meramente autobiográfico, pues el resultado perdería parte de su valor ejemplar de cara al lector. Se trata, en definitiva, de crear un trasunto del yo del autor con los necesarios rasgos autobiográficos donde volcar sus preocupaciones intelectuales y vitales y, al mismo tiempo, con unos rasgos lo suficientemente generalizables y difuminados para que no sea visto como un caso particular y peculiar, exclusivamente autobiográfico.

¿Cuáles son las preocupaciones o problemas que Rafael Altamira pone en la mente de su protagonista? En primer lugar, la necesidad del reposo, que él mismo había experimentado. En 1888, en Madrid, sufrió una crisis que le llevó a dejar temporalmente el periodismo y, por prescripción médica, a trasladarse a su finca de El Campello en busca de reposo. Las crisis nerviosas, no obstante, continuaron mientras se preparaba para opositar a una cátedra, período repleto de tensiones intelectuales y penurias económicas. En 1891 soportó frecuentes padecimientos por trastornos psíquicos y físicos. Su maestro Giner de los Ríos le aconsejó volver a «la serenidad del campo» y, en 1892, se traslada de nuevo a El Campello para recuperarse a base de «reposo el más completo posible. Paseos y ejercicios físicos y muy escasa lectura»6. El mismo programa que lleva a Juan Uceda a Villamar. Rafael Altamira trasladó a su protagonista una experiencia fundamental para su formación, y autoconocimiento, como individuo.

El concepto de «reposo», más intelectual que físico, fue objeto de análisis teóricos por parte de un Rafael Altamira que bucea en la tradición literaria y manifiesta su disconformidad con quienes creen hallarlo en el retiro, en la soledad, dando lugar al tradicional enfrentamiento entre el campo y la ciudad, la aldea y la corte7. Él considera que es una falsa y eterna ilusión

... de los espíritus desengañados, o inquietos, que poniendo con falso miraje la causa de su desasosiego en el mundo exterior, en lo de afuera, en los otros, creen lograr su salud cambiando de vida, dejando lo que les preocupa, cerrando los ojos al problema que se les impone, huyendo del trato social, ora reduciéndolo a sus más sencillas relaciones, ora suprimiéndolo en la soledad absoluta, en el apartamiento de los hombres.


(pág. 59)                


Esa misma falsa ilusión es la sufrida por Juan Uceda al buscar el ansiado reposo retirado «en medio de una Naturaleza espléndida», alejado «de las luchas complejas del mundo ciudadano» de Madrid, donde sus actividades intelectuales y políticas, nunca especificadas, le habían provocado una crisis. La solución no está en el cambio de mundo exterior, sino en el conocimiento y aceptación del mundo interior, como comprobará Juan Uceda al final de la novela. Dicha solución erradicará falsas ilusiones y proporcionará la base para una actitud más positiva y creativa. Rafael Altamira termina su estudio sobre el concepto del reposo con un párrafo que podría ser el resumen de su novela:

¿Quién sabe, en fin, si dirán que para los espíritus nobles, que se interesan por todo, se conduelen de todas las miserias, sienten como suyos todos los dolores, tienen conciencia de la misión altruista del individuo y se levantan a las más puras esferas del ideal, el reposo, el sosiego, la calma, son vanas quimeras, hijas de un desfallecimiento momentáneo, y que la inquietud, la intranquilidad, la fiebre son los signos de la acción que fecunda la vida y la lleva adelante, entre quejas y desilusiones?


(pág. 61).                


A esta misma conclusión llega Juan Uceda, que al comienzo de la novela huye del combate cotidiano en Madrid y busca en el aislamiento y en la naturaleza un necesario reposo. Al principio parece conseguirlo, incluso hace una expresa renuncia a su vida anterior (Capítulo XI) y se siente «curado» (Capítulo XVII). Pero pronto irá enfrentándose con una realidad que reavivará su inquietud, su inconformismo vital, destrozando así esa falsa apariencia de reposo sólo basada en el mundo exterior. Tras haber iniciado la crisis definitiva en el capítulo XXXIX y comprobar «que los que somos de cierta manera, encontramos y encontraremos siempre, en todas partes, motivos para vivir intranquilos» (Capítulo XLV), en el Epílogo Juan Uceda reconocerá que «tal vez, para los que somos como yo, la vida es la lucha y el descanso la ilusión de los instantes de desfallecimiento».

Por lo tanto, y al igual que el propio Rafael Altamira diez años antes, decide volver a Madrid, pero lo hace con «nuevos bríos» tras un verano que le ha permitido conocerse mejor. Final positivo y hasta esperanzador que contrasta con el de los protagonistas de las novelas noventayochescas de aquel mismo año.

En el estudio sobre «la literatura del reposo» y en la novela la idea central es la misma: la solución no radica en una idílica naturaleza al estilo de la presentada por los clásicos en el tradicional maniqueísmo corte versus aldea, sino en el interior del individuo. Y para aquellas personas que son sensibles, inquietas, preocupadas por la justicia y la felicidad de los demás, el reposo tan sólo es una ilusión pasajera que da nuevos bríos a una lucha que jamás cesa. Juan Uceda no puede dejar de ser él mismo y tanto en Madrid como en el pequeño pueblo alicantino encontrará motivos para la inquietud, para una lucha a la que está condenado.

¿Cuáles son esos motivos de inquietud para Juan Uceda? Básicamente, los abordados por Rafael Altamira en sus trabajos sobre el mundo rural alicantino. Si repasamos su Derecho consuetudinario y economía popular en la provincia de Alicante8, encontraremos muchas de las preocupaciones del protagonista de la novela. Temas como la injusticia de la distribución del agua para el riego marcan el paralelismo entre el personaje y su creador, un jurista e historiador que, como su criatura, no permaneció en un idílico reposo ante unos problemas para los que buscó soluciones.

Juan Uceda no sólo vive en comunión con la naturaleza, sino que también intenta conocerla. A partir del capítulo XVI descubrirá una realidad que destroza la imagen idílica de una vida campestre y sin problemas. Rafael Altamira escalonará los problemas hasta culminar el proceso de aprendizaje con el del agua para el riego. No es casual. En su citado estudio, le da una importancia extraordinaria como condicionante de la vida de los agricultores y muestra su inquietud ante injusticias seculares. Lo mismo hará su protagonista, desencadenándose en él un proceso similar al de Rafael Altamira cuando analizó este problema. De nuevo encontramos una base autobiográfica en la novela, pero impuesta por la realidad verosímil, cercana y concreta a la que se ajusta el autor.

Por lo tanto, Reposo se convierte en la búsqueda de un objetivo que acaba siendo ilusorio. Pero la experiencia es positiva. Juan Uceda ha conocido mejor la realidad de un campo que no es un lugar idílico, en el cual resulte ético realizar un «repaso estéril y egoísta». Ese aprendizaje le ha permitido conocerse mejor, profundizar en un yo interior al que jamás podrá abandonar. Y, en consecuencia, el mejor conocimiento tanto de la realidad exterior como de la interior le permite volver a Madrid, su verdadero lugar, pero con una mentalidad renovada y «nuevos bríos». Tal vez no haya solucionado su neurastenia, su desasosiego; probablemente, el reposo sólo haya sido una ilusión pasajera. Pero Juan Uceda acaba su experiencia como un hombre renovado y, aquí está la clave de la novela, capaz de ser un ejemplo para el lector. Recordemos el sentido aleccionador que daba Rafael Altamira a este género literario y comprobaremos que en Reposo lo ha explicitado con meridiana claridad. Un sentido, acompañado de un moderado optimismo final, que separa esta obra de otras coetáneas de la Generación del 98 que abordan conflictos y personajes similares.

No obstante, Reposo es algo más que la presentación novelesca de una tesis. La propia estructura narrativa seleccionada -el individuo que llega desde Madrid para, de la mano de un familiar, conocer durante unos meses diversos aspectos de una realidad que le era ajena-, resulta adecuada para que Rafael Altamira introduzca otros elementos. Como en anteriores novelas influidas por el krausismo, encontramos un proceso de conocimiento que romperá esquemas intelectuales previos del protagonista. Pero la toma de contacto de Juan Uceda con Levantina (Alicante), Villamar (El Campello) y otras localidades también permite al autor incorporar un componente costumbrista ya presente en sus citados cuentos. Gracias a él, tenemos imágenes tanto de la actividad agrícola como marinera, descritas con la precisión propia de un observador bien informado. Así mismo, estampas costumbristas como la de la subasta del agua para el riego, donde se combina la perspectiva del investigador del derecho consuetudinario con la emoción del novelista que revela injusticias. Rafael Altamira también se recrea en el paisaje, descrito con precisión no exenta de admiración en algunos casos donde el estilo del geógrafo da paso a una orientación más literaria. Para un regeneracionista partidario de Joaquín Costa, el campo no sólo es el objetivo de una política hidráulica o el lugar donde buscar unas raíces nacionales, sino también el objeto de contemplación, de búsqueda de una belleza natural que se considera necesaria para la paz y el sosiego del individuo.

Y, claro está, Reposo le permite evocar una etapa de su juventud añorada desde el Oviedo de 1902 en el que escribe una novela donde se combinan el recuerdo y las preocupaciones más actuales. El primero le sirve para centrar la acción en un ámbito concreto y conocido; las segundas le permiten actualizar ese recuerdo puesto al servicio de los objetivos de un hombre inquieto, en contacto con la vanguardia intelectual de la época. Esta confluencia evita la nostalgia dulzona, carente de un interés que vaya más allá del propio autor. Por el contrario, el recuerdo sustenta un cuadro vivo de determinados aspectos de una realidad alicantina, y de otras muchas provincias, que conocemos mejor gracias al testimonio literario de Rafael Altamira.

En el plano estilístico, Reposo tiene unos claros límites que ya comenté en la introducción a mi citada edición. Es indudable la sencillez y corrección del ensayista con sólidos conocimientos literarios, pero también lo son el recurso a lo convencional cuando se adentra en temas como la pasión amorosa o la frialdad académica de algunos diálogos. Rafael Altamira sería consciente de estas limitaciones y se decanta por aquello que mejor sabía hacer: la descripción de ambientes y costumbres y, sobre todo, el análisis de la evolución del pensamiento del protagonista.

¿Qué lugar ocupa Reposo en la novelística de su tiempo? Si recordamos que fue publicada en la Biblioteca de Novelistas del Siglo XX junto con La voluntad, de José Martínez Ruiz, Amor y pedagogía, de Miguel de Unamuno y El mayorazgo de Labraz, de Pío Baroja; si observamos la fecha de redacción, 1902, año clave en la producción novelística de los hombres del 98 y que su autor está ya por entonces consolidado en el mundillo intelectual y literario, se hace difícil comprender la escasa repercusión de esta novela.

No obstante, tampoco cabe hablar de una actitud arbitraria de la crítica y la investigación académica. Reposo tiene unos límites muy claros como novela y el principal es que, al mismo tiempo que una generación iniciaba su andadura, Rafael Altamira culminaba la suya. Y, a partir de entonces, por diversas circunstancias extraliterarias en su mayoría, le fue imposible iniciar un necesario nuevo camino, más acorde con los aires de renovación de la novelística coetánea. Él sería consciente de esta circunstancia, que tal vez le hizo abandonar la creación literaria en 1907. La razón aparente, y real, es la intensa actividad desplegada en diferentes campos intelectuales. Pero cuesta creer que un hombre con tanta capacidad de trabajo, con tanto entusiasmo por la literatura, renunciara por completo a una labor para la que podría haber encontrado un hueco. Debe haber algo más para justificar ese abandono. Tal vez sea la autocrítica de un autor consciente de sus limitaciones y de los caminos que seguía por entonces la creación literaria. Un novelista profesional como Pérez Galdós evolucionó con dificultades en sus dos últimas décadas. Los demás supervivientes de la novela de la Restauración deambularon con variable fortuna a partir de la crisis finisecular, pero ninguno volvió a marcar la pauta. Y esa era, aunque con matices, la generación literaria en la que se había formado Rafael Altamira, también deudor de la novelística romántica. Un bagaje inadecuado para enfrentarse a un panorama marcado por la ruptura y el cambio. Ser consciente de esta situación y no tener una obligación de seguir cultivando esta faceta pudieron constituir razones para el abandono y, claro está, para el olvido en que se ha sumido una novela tal vez publicada, desde el punto de vista estrictamente literario, con un relativo retraso.

Frente a las hipótesis que justifican el olvido, hay razones que permiten el recuerdo de una novela con suficientes elementos de interés para el lector actual. Podemos citar el acierto en la combinación de la labor del investigador con la del novelista. Rafael Altamira traslada a la ficción sus investigaciones acerca de determinados aspectos de la realidad provincial. Y los universaliza como componentes de una reflexión -la de la búsqueda del reposo- que no puede tener límites geográficos o cronológicos. Aúna, pues, lo local con lo universal y revela las posibilidades de una literatura que refleja el típico mundo intelectual de un seguidor de Giner de los Ríos, Joaquín Costa y, en general, del regeneracionismo de las últimas décadas del siglo XIX.

En segundo lugar, encontramos la posibilidad de conocer mejor la realidad provincial de aquella época (1899-1902). La literatura escrita en Alicante durante el siglo XIX apenas había prestado atención al reflejo de las circunstancias que marcaban la citada realidad. Se trata de una literatura mimética incapaz de recrear el contexto más próximo. Frente a esta tendencia, y coincidiendo con los inicios de Gabriel Miró, Rafael Altamira enfoca con precisión esa realidad. Lo hace con criterio propio y crítico, con profundidad, pero también movido por la añoranza. Consigue así un equilibrio sugerente y capaz de despertar nuestra curiosidad para contrastar lugares y ambientes tan próximos geográficamente, cercanos hasta cierto punto en el tiempo, aunque muy lejanos en nuestra imaginación.

Pero sobre todo queda el interés de una obra bien construida, con una correcta prosa que nos invita a reflexionar con Juan Uceda acerca de un «reposo» que, si en 1902 era necesario, un siglo después lo es mucho más. Rafael Altamira pensaba, como tantos otros de sus coetáneos, que la vida en Madrid por entonces era el colmo del desasosiego, al menos para los sujetos inquietos y sensibles. La solución, que no es tal, propuesta en la novela tal vez nos resulte obvia, pero no por ello es menos cierta y convendría, en mi opinión, que de vez en cuando reflexionáramos sobre lo obvio para no hacer el ridículo. Si sustituimos desasosiego por estrés e inquietud por banalidad, al menos la que se deriva de todo aquello que no es fruto de una reflexión, encontraremos nuevos motivos para un reposo como sinónimo de equilibrio racional y sentimental. No el imposible reposo que resulta de un pretendido aislamiento, sino el fructífero que permite avanzar de forma coherente. Es una posible lectura de una novela de Rafael Altamira que debería despertar mayor interés, junto al evidente que ya tenemos por las demás facetas de este impresionante intelectual al que tanto y tantos debemos una herencia de reflexión y análisis.





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