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ArribaAbajoCapítulo XLI

Donde todavía prosigue el cautivo su suceso


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No se pasaron quince días cuando ya nuestro renegado tenía comprada una muy buena barca capaz de más de treinta personas; y para asegurar su hecho y darle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se llamaba Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la parte de Orán, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos, o tres veces hizo este viaje en compañía del tagarino que había dicho. «Tagarinos» llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada «mudéjares»; y en el reino de Fez llaman a los mudéjares «elches», los cuales son la gente de quien aquel rey más se sirve en la guerra. Digo pues que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba, y allí muy de propósito se ponía el renegado con los morillos que bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a como por ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer de veras; y así, se iba al jardín de Zoraida, y le pedía fruta, y su padre se la daba sin conocerle; y aunque él quisiera hablar a Zoraida, como él después me dijo, y decirle que él era el que por orden mía le había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura, nunca le fué posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro ni turco, si no es que su marido o su padre se lo manden: de cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar, aun más de aquello que sería razonable; y a mí me hubiera pesado que él la hubiera hablado: que quizá la alborotara, viendo que su negocio andaba en boca de renegados; pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía, el cual viendo cuán seguramente iba y venía a Sargel, y que daba fondo cuando y como y adonde quería, y que el tagarino su compañero no tenía más voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen al remo, me dijo que mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera de los rescatados, y que los tuviese hablados para el primer viernes, donde tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé a doce españoles, todos valientes hombres del remo, y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad; y no fue poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso y se habían llevado toda la gente de remo, y éstos no se hallaran, si no fuera que su amo se quedó aquel verano sin ir en corso a acabar una galeota que tenía en astillero; a los cuales no les dije otra cosa sino que el primer viernes en la tarde se saliesen uno a uno disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jardín de Agimorato, y que allí me aguardasen hasta que yo fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden que aunque allí viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les había mandado esperar en aquel lugar. Hecha esta diligencia me faltaba hacer otra, que era la que más me convenía, y era la de avisar a Zoraida en el punto que estaban los negocios, para que estuviese apercebida y sobre aviso, que no se sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella podía imaginar que la barca de cristianos podía volver; y así determiné de ir al jardín y ver si podría hablarla; y con ocasión de coger algunas yerbas un día antes de mi partida fui allá y la primera persona con quién encontré fue con su padre, el cual me dijo en lengua que en toda la Berbería, y aun en Costantinopla, se habla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, con la cual todos nos entendemos; digo, pues, que en esta manera de lenguaje me preguntó que qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era. Respondile que era esclavo de Arnaute Mamí, y esto porque sabía yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo, y que buscaba de todas yerbas para hacer ensalada. Preguntome por el consiguiente si era hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando en todas estas preguntas y respuestas salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había mucho que me había visto, y como las moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba, antes luego cuando su padre vio que venía y de espacio, la llamó y mandó que llegase. Demasiada cosa sería decir yo agora la mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a mis ojos: sólo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y cabellos que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de los sus pies, que descubiertas, a su usanza, traía, traía dos carcajes (que así se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque la mayor gala y bizarría de las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar; y así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones, y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel había, y de tener asimismo más de docientos mil escudos españoles, de todo lo cual era señora esta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir entonces hermosa, o no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades, porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene días y sazones, y requiere accidentes para diminuirse o acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones del ánimo la levanten o abajen, puesto que las más veces la destruyen. Digo, en fin, que entonces llegó en todo extremo aderezada y en todo extremo hermosa, o, a lo menos, a mí me pareció serlo la más que hasta entonces había visto; y con esto, viendo las obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio. Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua como yo era cautivo de su amigo Arnaute Mamí, y que venía a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho me preguntó si era caballero, y qué era la causa que no me rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado, y que en el precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí mil y quinientos zoltanis, a lo cual ella respondió: En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos; porque vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres por engañar a los moros. Bien podría ser eso, señora, le respondí, mas en verdad que yo la he tratado con mi amo, y la trato y la trataré con cuantas personas hay en el mundo. ¿Y cuándo te vas? dijo Zoraida. Mañana, creo yo, dije, porque está aquí un bajel de Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme en él. ¿No es mejor, replicó Zoraida esperar a que vengan bajeles de España, y irte con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros amigos? No, respondí yo, aunque si como hay nuevas que viene ya un bajel de España, es verdad todavía yo le aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana, porque el deseo que tengo de verme en mi tierra y con las personas que bien quiero es tanto, que no me dejará esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea. Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra, dijo Zoraida, y por eso deseas ir a verte con tu mujer. No soy, respondí yo casado, mas tengo dada la palabra de casarme en llegando allá. ¿Y es hermosa la dama a quien se la diste? dijo Zoraida. Tan hermosa es, respondí yo, que para encarecerla y decirte la verdad, te parece a ti mucho. Desto se rió muy de veras su padre, y dijo: Gualá, cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino. Si no, mírala bien, y verás cómo te digo verdad. Servíanos de intérprete a las más de estas palabras y razones el padre de Zoraida, como más ladino; que aunque ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su intención por señas que por palabras. Estando en estas y otras muchas razones, llegó un moro corriendo, y dijo a grandes voces que por las bardas o paredes del jardín habían saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura. Sobresalose el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida; porque es común y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida: Hija, retírate a la casa y enciérrate, en tanto que yo voy a hablar a estos canes; y tú, cristiano, busca tus yerbas, y vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu tierra. Yo me incliné, y él se fue a buscar los turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse donde su padre la había mandado; pero apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando ella, volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: ¿«tameji», cristiano, «tameji»? Que quiere decir: «¿Vaste, cristiano, vaste?» Yo la respondí: Señora, sí; pero no, en ninguna manera, sin ti: el primero juma me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas, que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos. Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien a todas las razones que entrambos pasamos; y echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que yendo los dos de la manera y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello; antes se llegó más a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a entender que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo adonde estábamos, y viendo a su hija de aquella manera, le preguntó que qué tenía, pero como ella no le respondiese, dijo su padre: Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado; y quitándola del mío la arrimó a su pecho, y ella dando un suspiro y aún no enjutos los ojos de lágrimas, volvió a decir: «Amejí», cristiano, «amejí»: «Vete, cristiano, vete.» A lo que su padre respondió: No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos: no te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre; pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi ruego, se volvieron por donde entraron. Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho, dije yo a su padre, mas pues ella dice que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre: quédate en paz, y con tu licencia volveré si fuere menester por yerbas a este jardín, que según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en él. Todas las que quisieres podrás volver, respondió Agimorato, que mi hija no dice esto porque tú ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que por decir que los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas. Con esto me despedí al punto de entrambos, y ella, arrancándosele el alma al parecer, se fué con su padre, y yo con achaque de buscar las yerbas rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín: miré bien las entradas y salidas y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto me vine y di cuenta de cuanto había pasado al renegado y a mis compañeros, y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la suerte me ofrecía. En fin el tiempo se pasó, y se llegó el día y plazo de nosotros tan deseado; y siguiendo todos el orden y parecer que con discreta consideración y largo discurso muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos, porque el viernes que se siguió al día que yo con Zoraida hablé en el jardín, el renegado al anochecer dio fondo con la barca casi frontero de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados aguardándome, deseosos ya de embestir con el bajel que a los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando la vida a los moros que dentro de la barca estaban. Sucedió pues que así como yo me mostré y mis compañeros, todos los demás escondidos que nos vieron se vinieron llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos juntos dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos que bogaban el remo en la barca; y estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado diciéndonos que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban descuidados y los más dellos durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y él dijo que lo que más importaba era rendir primero el bajel, que se podía hacer con grandísima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Parecionos bien a todos lo que decía, y así, sin detenernos más, haciendo él la guía, llegamos al bajel, y saltando él dentro primero, metió mano a un alfanje, y dijo en morisco: Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le cueste la vida. Ya a este tiempo habían entrado dentro casi todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera a su arráez quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros que si alzaban por alguna vía o manera la voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo. Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agimorato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera; y así, con gran quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos a una ventana, y así como sintió gente preguntó con voz baja si éramos «nizarini», como si dijera o preguntara si éramos cristianos.

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Yo le respondí que sí, y que bajase. Cuando ella me conoció no se detuvo un punto; porque, sin responderme palabra, bajó en un instante, abrió la puerta y mostrose a todos tan hermosa y ricamente vestida, que no lo acierto a encarecer. Luego que yo la vi le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas; y los demás que el caso no sabían hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí y que dormía. Pues será menester despertarle, replicó el renegado, y llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de valor este hermoso jardín. No, dijo ella, a mi padre no se ha de tocar en ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto, que bien habrá para que todos quedéis ricos y contentos, y esperaros un poco y lo veréis; y diciendo esto se volvió a entrar diciendo que muy presto volvería; que nos estuviésemos quedos sin hacer ningún ruido. Preguntele al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese; la cual ya que volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sustentar. Quiso la mala suerte que su padre despertase en el ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín; y asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran cristianos; y dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo: Cristianos, cristianos; ladrones, ladrones; por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión; pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa antes de ser sentido, con grandísima presteza subió donde Agimorato estaba, y juntamente con él fueron algunos de nosotros; que yo no osé desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan buena maña, que en un momento bajaron con Agimorato, trayéndole atadas las manos y puesto un pañizuelo en la boca, que no le dejaba hablar palabra; amenazándole que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó espantado, ignorando cuán de su voluntad se había puesto en nuestras manos; mas entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y presteza nos pusimos en la barca; que ya los que en ella habían quedado nos esperaban, temerosos de algún mal suceso nuestro. Apenas serían dos horas pasadas de la noche cuando ya estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos y el paño de la boca; pero tornole a decir el renegado que no hablase palabra, que le quitarían la vida. Él como vio allí a su hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella sin defenderse, quejarse ni esquivarse, se estaba queda; pero, con todo esto callaba porque no pusiesen en efecto las muchas amenazas que el renegado le hacía. Viéndose pues Zoraida ya en la barca, y que queríamos dar los remos al agua, y viendo allí a su padre y a los demás moros que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le hiciese merced de soltar a aquellos moros, y dar libertad a su padre, porque antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a un padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo, y yo respondí que era muy contento; pero él respondió que no convenía, a causa que si allí los dejaban apellidarían luego la tierra y alborotarían la ciudad y serían causa que saliesen a buscarlos con algunas fragatas ligeras, y les tomasen la tierra y la mar, de manera que no pudiésemos escaparnos; que lo que se podría hacer era darles libertad en llegando a la primera tierra de cristianos. En este parecer venimos todos; y Zoraida, a quien se le dio cuenta con las causas que nos movían a no hacer luego lo que quería, también se satisfizo; y luego, con regocijado silencio y alegre diligencia cada uno de nuestros valientes remeros tomó su remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a navegar la vuelta de las islas de Mallorca, que es la tierra de cristianos más cerca; pero a causa de soplar un poco el viento tramontana y estar la mar algo picada, no fué posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa cae sesenta millas de Argel; y asimismo temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancía de Tetuán, aunque cada uno por sí y todos juntos presumíamos de que si se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que no sólo no nos perderíamos; mas que tomaríamos bajel donde con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos por no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marien, que nos ayudase. Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero con todo eso nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más sosegada; y habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno: que les diesen de comer los que no bogaban; que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna. Hízose así, y en esto comenzó a soplar un viento largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con muchísima presteza y así a la vela navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese. Dimos de comer a los moros bagarinos, y el renegado les consoló diciéndoles como no iban cautivos: que en la primera ocasión les darían libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió: Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra liberalidad y buen término, oh cristianos, mas el darme libertad no me tengáis por tan simple que lo imagine, que nunca os pusiste vosotros al peligro de quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabiendo quién soy yo, y el interese que se os puede seguir de dármela; el cual interese si le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que quisiéredes por mí, y por esa desdichada hija mía, o si no, por ella sola, que es la mayor y la mejor parte de mi alma. En diciendo esto, comenzó a llorar tan amargamente, que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que le mirase, la cual, viéndole llorar, así se enterneció, que se levantó de mis pies y fue a abrazar a su padre y juntando su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan tierno llanto que muchos de los que allí íbamos le acompañamos en él. Pero cuando su padre la vio adornada de fiesta y con tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua: ¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte, y sin haberte dado alguna nueva alegre de solenizarla con adornarte y pulirte, te veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Respóndeme a esto, que me tiene más suspenso y admirado que la misma desgracia en que me hallo. Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra. Pero cuando él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía él bien que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y preguntole que cómo aquel cofre había venido a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió: No te canses, señor, en preguntar a Zoraida tu hija tantas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré a todas, y así quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio: ella va aquí de su voluntad tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado, como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a la gloria. ¿Es verdad lo que éste dice, hija? dijo el moro. Así es, respondió Zoraida. ¿Que en efecto, replicó el viejo tú eres cristiana, y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos? A lo cual respondió Zoraida: La que es cristiana ,yo soy; pero no la que te ha puesto en este punto; porque nunca mi deseo se extendió a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien. ¿Y qué bien es el que te has hecho, hija? Eso, respondió ella pregúntaselo tú a Lela Marien; que ella te lo sabrá decir mejor que no yo. Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con una increíble presteza se arrojó de cabeza en la mar donde sin ninguna duda se ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y así acudimos luego todos, y asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido; de que recibió tanta pena Zoraida, que como si fuera ya muerto hacía sobre él un tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo; volvió mucha agua; tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el viento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos, por no embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo que de los moros es llamado el de la «Cava rumia», que en nuestra lengua quiere decir «la mala mujer cristiana», y es tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España, porque «cava» en su lengua quiere decir «mujer mala», y «rumia», «cristiana»; y aun tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella; puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar. Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano; comimos de lo que el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a Nuestra Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudase y favoreciese para que felicemente diésemos fin a tan dichoso principio. Diose orden, a suplicación de Zoraida, como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí atados venían, porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a su padre y aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida, pues no corría peligro el dejarlos en aquel lugar, que era despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones, que no fuesen oídas del cielo; que, en nuestro favor, luego volvió el viento tranquilo el mar, convidándonos a que tornásemos alegres a proseguir nuestro comenzado viaje. Viendo esto desatamos a los moros, y uno a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo: ¿Por qué pensáis, cristianos, que esta mala hembra huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que es por piedad que de mí tiene? No, por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presencia cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos; ni penséis que la ha movido a mudar religión entender ella que la vuestra a la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra, y volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le dijo: Oh infame moza y mal aconsejada muchacha, ¿adónde vas ciega y desatinada en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado. Pero viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponerle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a la vela, no pudimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esforzó la voz de tal manera, que pudimos entender que decía: Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas. Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino: Plega a Alá, padre mío, que Lela Marien, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi voluntad, pues aunque quisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma a poner por obra ésta que a mí me parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala. Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el propio viento, de tal manera, que bien tuvimos por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de España; mas como pocas veces o nunca viene el bien puro y sencillo sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, (que siempre se han de temer de cualquier padre que sean), quiso, digo, que estando ya engolfados y siendo ya casi pasadas tres h1oras de la noche, yendo con la vela tendida de alto abajo, frenillados los remos, porque el próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna, que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que con todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el timón, delante de nosotros atravesaba; y esto, tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no embestirle, y ellos asimismo hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos. Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos quién éramos, y adónde navegábamos, y de dónde veníamos; pero por preguntarnos esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado: Ninguno responda; porque éstos, sin duda, son cosarios franceses, que hacen a toda ropa. Por este advertimiento, ninguno respondió palabra, y habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y a lo que parecía, ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron con él y con la vela en la mar, y al momento disparando otra pieza vino a dar la bala en mitad de nuestra barca de modo que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno; pero como nosotros nos vimos ir a fondo comenzamos todos a grandes voces a pedir socorro, y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos. Amainaron entonces, y echando el esquife o barca a la mar, entraron en él hasta doce franceses bien armados con sus arcabuces y cuerdas encendidas, y así llegaron junto al nuestro; y viendo cuán pocos éramos, y cómo el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que por haber usado de la descortesía de no responderles nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacía. En resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales después de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos nos despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los pies; pero no me daba a mí tanta pesadumbre la que a Zoraida daban como me la daba el temor que tenía de que habían de pasar del quitar de las riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la joya que más valía y ella más estimaba. Pero los deseos de aquella gente no se extienden a más que al dinero, y desto jamás se vee harta su codicia, lo cual entonces llegó a tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les fueran; y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de España con nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos, serían castigados siendo descubierto su hurto; mas el capitán, que era el que había despojado a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino pasar el Estrecho de Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde había salido; y así, tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navío, y todo lo necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron otra día, ya a vista de tierra de España; con la cual vista todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hubieran pasado por nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida. Cerca de mediodía podría ser cuando nos echaron en la barca, dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho; y el capitán, movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel; dímosles las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos; ellos se hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del Estrecho; nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa a bogar, que al poner del sol estábamos tan cerca, que bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy noche; pero, por no parecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa segura embestir en tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón se debía tener que por allí anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería, y amanecen en las costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuelven a dormir a sus casas; pero de los contrarios pareceres, el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego del mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos. Hízose así, y poco antes de la media noche sería cuando llegamos al pie de una disformísima y alta montaña, no tan junto al mar, que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente. Embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el suelo, y con lágrimas de muy alegrísimo contento dimos todos gracias a Dios Señor Nuestro, por el bien tan incomparable que nos había hecho. Sacamos de la barca los bastimentos que tenía, tirámosla en tierra, y subímonos un grandísimo trecho en la montaña, porque aún allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho, ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenía. Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que quisiéramos. Acabamos de subir toda la montaña, por ver si desde allí algún poblado se descubría, o algunas cabañas de pastores; pero aunque más tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podría ser menos sino que presto descubriésemos quien nos diese noticia della; pero lo que a mí más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo aquel trabajo tomase; y con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado; y mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y a lo que después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el renegado y Zoraida, y como él los vio en hábito de moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él; y metiéndose con extraña ligereza por el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo diciendo: Moros, moros hay en la tierra: moros, moros, arma, arma. Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas del turco y se vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de la costa. Y no nos engañó nuestro pensamiento; porque aún no habrían pasado dos horas, cuando habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se venían, y así como los vimos, nos estuvimos quedos aguardándolos; pero como ellos llegaron, y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión por que un pastor había apellidado al arma. Sí, dije yo, y queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde veníamos, y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo sin dejarme a mí decir más palabra: Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena parte nos ha conducido: porque si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez Málaga; si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío. Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo, diciéndole: Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado por muerto yo, y mi hermana tu madre, y todos los tuyos, que aún viven, y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de tus vestidos, y la de todos los desta compañía, comprendo que habéis tenido milagrosa libertad. Así es, respondió el mozo, y tiempo nos quedará para contároslo todo. Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de allí estaba. Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado, otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano. Salionos a recibir todo el pueblo; que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón estaba en su punto, así con el cansancio del camino como con la alegría de verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse; y esto le había sacado al rostro tales colores, que si no es que la afición entonces me engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo; a lo menos, que yo la hubiese visto. Fuimos derechos a la iglesia a dar gracias a Dios por la merced recebida; y así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de Lela Marien. Dijímosle que eran imágines suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que significaban, para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma Lela Marien que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino con nosotros en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo. Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales, el renegado, hecha su información de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada a reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solos los escudos que la cortesía del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella viene, y sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía; puesto que por haberme hecho el cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo y el deseo que muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira, y me mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo de verme suyo y de que ella sea mía me le turba y deshace no saber si hallaré en mi tierra algún rincón donde recogerla, y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos, que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan. No tengo más, señores, que deciros de mi historia, la cual si es agradable y peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendimientos, que de mí sé decir que quisiera habérosla contado más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro circunstancias me ha quitado de la lengua.

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ArribaAbajoCapítulo XLII

Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras muchas cosas dignas de saberse


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Calló en diciendo esto el cautivo, a quien don Fernando dijo: Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este extraño suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y extrañeza del mesmo caso: todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes, que maravillan y suspenden a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en escucharle, que aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara; y en diciendo esto don Fernando y todos los demás se le ofrecieron con todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas y tan verdaderas, que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades: especialmente le ofreció don Fernando que si quería volverse con él, que él haría que el marqués su hermano fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que él por su parte, le acomodaría de manera que pudiese entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso aceptar ninguno de sus liberales ofrecimientos. En esto llegaba ya la noche, y al cerrar della llegó a la venta un coche con algunos hombres de a caballo. Pidieron posada, a quien la ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado. Pues aunque eso sea, dijo uno de los de a caballo que habían entrado, no ha de faltar para el señor oidor que aquí viene. A este nombre se turbó la huéspeda, y dijo: Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas; si es que su merced del señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buena hora, que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento, por acomodar a su merced. Sea en buen hora, dijo el escudero; pero a este tiempo ya había salido del coche un hombre, que en el traje mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga, con las mangas arrocadas, que vestía mostraron ser oidor, como su criado había dicho. Traía de la mano a una doncella al parecer de hasta diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda, que a todos puso en admiración su vista; de suerte, que a no haber visto a Dorotea, y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallose Don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y así como le vio, dijo:

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Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo, que aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas y letras traen por guía y adalid a la fermosura como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no sólo abrirse y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y dividirse y abajarse las montañas, para darle acogida. Entre vuestra merced, digo, en este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que vuestra merced trae consigo; aquí hallará las armas en su punto y la hermosura en su extremo. Admirado quedó el oidor del razonamiento de Don Quijote, a quien se puso a mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras, y sin hallar ningunas con que responderle, se tornó a admirar de nuevo cuando vio delante de sí a Luscinda, a Dorotea y a Zoraida, que a las nuevas de los nuevos huéspedes, y a las que la ventera les había dado de la hermosura de la doncella, habían venido a verla y a recebirla; pero don Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada a la hermosa doncella. En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la que allí estaba; pero el talle, visaje y la apostura de Don Quijote le desatinaba; y habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos, y tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado, que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen fuera, como en su guarda: y así fue contento el oidor que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena gana; y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el oidor traía se acomodaron aquella noche, mejor de lo que pensaban. El cautivo que desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón y barruntos de que aquél era su hermano, preguntó a uno de los criados que con él venían, que cómo se llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado le respondió, que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había oído decir que era de un lugar de las Montañas de León. Con esta relación y con lo que él había visto se acabó de confirmar de que aquél era su hermano, que había seguido las letras, por consejo de su padre; y alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su hermano. Habíale dicho también el criado como iba proveído por oidor a las Indias, en la Audiencia de Méjico; supo también como aquella doncella era su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que con la hija se le quedó en casa. Pidioles consejo qué modo tendría para descubrirse, o para conocer primero si, después de descubierto, su hermano, por verle pobre, se afrentaba, o le recebía con buenas entrañas. Déjeseme a mí el hacer esa experiencia, dijo el cura, cuanto más que no hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recebido; porque el valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto. Con todo eso, dijo el capitán, yo querría, no de improviso, sino por rodeos, dármele a conocer. Ya os digo, respondió el cura que yo lo trazaré de modo, que todos quedemos satisfechos. Ya en esto estaba aderezada la cena, y todos se sentaron a la mesa, excepto el cautivo y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad de la cena dijo el cura: Del mesmo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en Costantinopla, donde estuve cautivo algunos años, la cual camarada era uno de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería española; pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso tenía de desdichado. ¿Y cómo se llamaba ese capitán, señor mío? preguntó el oidor. Llamábase, respondió el cura, Rui Pérez de Viedma, y era natural de un lugar de las Montañas de León; el cual me contó un caso que a su padre con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos mejores que los de Catón; y sé yo decir que el que él escogió de venir a la guerra le había sucedido tan bien, que en pocos años, por su valor y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de infantería, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de campo; pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y tener buena, allí la perdió, con perder la libertad en la felicísima jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto; yo la perdí en la Goleta, y después, por diferentes sucesos nos hallamos camaradas en Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde sé que le sucedió uno de los más extraños casos que en el mundo han sucedido. De aquí fue prosiguiendo el cura, y con brevedad sucinta contó lo que con Zoraida a su hermano había sucedido. A todo lo cual estaba tan atento el oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como entonces. Sólo llegó el cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la barca venían, y la pobreza y necesidad en que su camarada y la hermosa mora habían quedado; de los cuales no había sabido en qué habían parado, ni si habían llegado a España, o llevádolos los franceses a Francia. Todo lo que el cura decía estaba escuchando algo de allí desviado el capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía; el cual, viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro, y llenándosele los ojos de agua, dijo: ¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado, y cómo me tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas que contra toda mi discreción y recato me salen por los ojos! Ese capitán tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual como más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada, en la conseja que a vuestro parecer le oíste. Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano está en el Pirú, tan rico, que con lo que ha enviado a mi padre y a mí ha satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi padre con que poder hartar su liberalidad natural; y yo ansimesmo he podido con más decencia y autoridad tratarme en mis estudios, y llegar al puesto en que me veo. Vive aún mi padre muriendo, con el deseo de saber de su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte sus ojos hasta que él vea con vida a los de su hijo; del cual me maravillo, siendo tan discreto, cómo en tantos trabajos y aflicciones, o prósperos sucesos se haya descuidado de dar noticia de sí a su padre; que si él lo supiera o alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro de la caña para alcanzar su rescate, pero de lo que yo agora me temo es de pensar si aquellos franceses le habrán dado libertad, o le habrán muerto por encubrir su hurto. Esto todo será que yo prosiga mi viaje no con aquel contento con que le comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y quién supiera agora dónde estabas; que yo te fuera a buscar y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh quién llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería; que de allí te sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal, quién pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste! ¡Quién pudiera hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos nos dieran! Estas y otras semejantes palabras decía el oidor, lleno de tanta compasión con las nuevas que de su hermano le habían dado, que todos los que le oían le acompañaban en dar muestras del sentimiento que tenían de su lástima. Viendo pues el cura que tan bien había salido con su intención y con lo que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes, y así se levantó de la mesa, y entrando donde estaba Zoraida la tomó por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que tomándole a él asimesmo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde el oidor y los demás caballeros estaban, y dijo: Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse, pues tenéis delante a vuestro buen hermano y a vuestra buena cuñada. Éste que aquí veis es el capitán Viedma, y esta la hermosa mora que tanto bien le hizo: los franceses que os dije los pusieron en la estrecheza que veis para que vos mostréis la liberalidad de vuestro buen pecho. Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso ambas manos en los pechos por mirarle algo más apartado; mas cuando le acabó de conocer le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento, que los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron, apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí en breves razones se dieron cuenta de sus sucesos, allí mostraron puesta en su punto la buena amistad de dos hermanos, allí abrazó el oidor a Zoraida, allí la ofreció su hacienda, allí hizo que la abrazase su hija, allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos. Allí Don Quijote estaba atento sin hablar palabra considerando estos tan extraños sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de la andante caballería. Allí concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a Sevilla, y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, para que como pudiese viniese a hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor posible dejar el camino que llevaba a causa de tener nuevas que de allí a un mes partía la flota de Sevilla a la Nueva España, y fuérale de grande incomodidad perder el viaje. En resolución, todos quedaron contentos y alegres del buen suceso del cautivo; y como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada, acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de algún gigante o otro mal andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo los que le conocían, y dieron al oidor cuenta del humor extraño de Don Quijote, de que no poco gusto recibió. Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sólo él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento, que le costaron tan caros como adelante se dirá. Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodándose como menos mal pudieron, Don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la centinela del castillo, como lo había prometido. Sucedió pues que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que así se llamaba la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza, y estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio, y dijo: Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas que de tal manera canta que encanta. Ya lo oímos, señor, respondió Dorotea. Y con esto, se fue Cardenio, y Dorotea, poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto.

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ArribaAbajoCapítulo XLIII

Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas con otros extraños acaecimientos en la venta sucedidos


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Marinero soy de amor
y en su piélago profundo
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.
   Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro.
   Yo no sé adónde me guía,
y así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta,
cuidadosa y con descuido.
   Recatos impertinentes,
honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren
cuando más verla procuro.
   ¡Oh clara y luciente estrella
en cuya lumbre me apuro!
Al punto que te me encubras,
será de mi muerte el punto.

Llegando el que cantaba a este punto le pareció a Dorotea que no sería bien que dejase Clara de oír una tan buena voz, y así moviéndola a una y a otra parte la despertó diciéndole: Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír la mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida. Clara despertó, toda soñolienta5

, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía; y volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara; pero apenas hubo oído dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan extraño, como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y abrazándose estrechamente con Dorotea le dijo: ¡Ay señora de mi alma y de mi vida! ¿Para qué me despertastes? Que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico. ¿Qué es lo que dices, niña? Mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas. No es sino señor de lugares, respondió Clara, y el que le tiene en mi alma con tanta seguridad, que si él no quiere dejarle, no le será quitado eternamente. Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y así, le dijo: Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos; declaraos más y decidme ¿qué es lo que decís de alma y de lugares, y deste músico cuya voz tan inquieta os tiene? Pero no me digáis nada por ahora; que no quiero perder por acudir a vuestro sobresalto el gusto que recibo de oír al que canta, que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto. Sea en buen hora, respondió Clara, y por no oírle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera:


Dulce esperanza mía
que, rompiendo imposibles y malezas,
sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas,
no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.
   No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna,
ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna,
entregan, desvalidos
al ocio blando todos los sentidos.
   Que Amor sus glorias venda
caras, es gran razón, y es trato justo;
pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto,
y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.
   Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas;
y así, aunque con las mías
sigo de amor las más dificultosas,
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.

Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara; todo lo cual encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro; y así, le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oído de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le dijo: Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la Corte; y aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la iglesia o en otra parte: finalmente él se enamoró de mí, y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le hube de creer y aun querer sin saber lo que me quería. Entre las señas que me hacía era una de juntarse la una mano con la otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y aunque yo me holgaría mucho de que así fuera, como sola y sin madre, no sabía con quién comunicarlo, y así lo dejé estar sin darle otro favor si no6 era cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía, y dejarme ver toda; de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse loco. Llegose en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo de pesadumbre, y así el día que nos partimos nunca pude verle para despedirme dél, siquiera con los ojos; pero a cabo de dos días que caminábamos, al entrar de una posada en un lugar una jornada de aquí, le vi a la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de mulas, tan al natural, que si yo no le trujera tan retratado en mi alma, fuera imposible conocerle. Conocile, admireme y alegreme; él me miró a hurto de mi padre, de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posadas do llegamos; y como yo sé quién es, y considero que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muerome de pesadumbre, y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere extraordinariamente, porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestra merced cuando le vea. Y más le sé decir: que todo aquello que canta lo saca de su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay más: que cada vez que le veo o le oigo cantar tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca, y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y con todo eso, le quiero de manera, que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico cuya voz tanto os ha contentado; que en sola ella echaréis bien de ver que no es mozo de mulas, como decís, sino señor de almas y lugares como yo os he dicho. No digáis más, señora doña Clara, dijo a esta sazón Dorotea, y esto besándola mil veces; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo día; que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el felice fin que tan honestos principios merecen. ¡Ay señora!, dijo doña Clara, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico, que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo haré por cuanto hay en el mundo; no querría sino que este mozo se volviese y me dejase, quizá con no verle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaría la pena que ahora llevo; aunque sé decir que este remedio que me imagino me ha de aprovechar bien poco: no sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de San Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo. No pudo dejar de reírse Dorotea oyendo cuán como niña hablaba doña Clara, a quien dijo: Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos, o mal me andarán las manos. Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio; solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes su criada, las cuales, como ya sabían el humor de que pecaba Don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron las dos de hacerle alguna burla, o, a lo menos de pasar un poco el tiempo oyéndole sus disparates.

Es pues el caso que en toda la venta no había ventana que saliese al campo sino un agujero de un pajar por donde echaban la paja por defuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que Don Quijote estaba a caballo recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se le arrancaba el alma; y asimesmo oyeron que decía con voz blanda, regalada y amorosa: Oh mi señora Dulcinea del Toboso, extremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo; ¿y qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero que a tantos peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, oh luminaria de las tres caras, quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado, y finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos por madrugar y salir a ver a mi señora; así como la veas, suplícote que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro; que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas de Peneo; que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado. A este punto llegaba entonces Don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y a decirle: Señor mío, lléguese acá la vuestra merced, si es servido. A cuyas señas y voz volvió Don Quijote la cabeza, y vio a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agujero que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y luego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez como la pasada la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se llegó al agujero, y así como vio a las dos mozas, dijo: Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra que aquella que en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis con significarme más vuestros deseos que yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mía de dárosla encontinente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma. No ha menester nada deso mi señora, señor caballero, dijo a este punto Maritornes. ¿Pues qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? respondió Don Quijote. Sola una de vuestras hermosas manos, dijo Maritornes, por poder desfogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su honor, que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja. Ya quisiera yo ver eso, respondió Don Quijote: pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija. Pareciole a Maritornes que sin duda Don Quijote daría la mano que le habían pedido, y proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que Don Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante por alcanzar a la ventana enrejada donde se imaginaba estar la ferida doncella; y al darle la mano, dijo; Tomad, señora, esa mano, o por mejor decir ese verdugo de los malhechores del mundo: tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas, de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene. Ahora lo veremos, dijo Maritornes; y haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó a la muñeca, y bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar, muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo: Más parece que vuestra merced me ralla que no que me regala la mano; no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo: ,mirad que quien quiere bien no se venga tan mal. Pero todas estas razones de Don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera, que fue imposible soltarse. Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero, y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero. En resolución, viéndose Don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro encantado del harriero; y maldecía entre sí su poca discreción y discurso, pues habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes que cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse; mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese; y aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino estar en pie, o arrancarse la mano. Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza de encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso, que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado; y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía; y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase; pero engañose mucho en su creencia, porque apenas comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual visto por Don Quijote desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo: Caballeros o escuderos o quien quiera que seáis, no tenéis para qué llamar a las puertas deste castillo, que asaz de claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas, hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo, o no, que os abran. ¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste, dijo uno, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran; que somos caminantes que no queremos más de dar cebada a nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa. ¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? respondió Don Quijote. No sé de qué tenéis talle, respondió el otro, pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta. Castillo es, replicó Don Quijote, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza. Mejor fuera al revés, dijo el caminante: el cetro en la cabeza y la corona en la mano: y será, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y cetros que decís; porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro. Sabéis poco del mundo, replicó Don Quijote, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante. Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían del coloquio que con Don Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con grande furia; y fue de modo, que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban, y así, se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a Rocinante, que melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor; y como, en fin, era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de Don Quijote, y resbalando de la silla, dieran con él en el suelo, a no quedar colgado del brazo; cosa que le causó tanto dolor, que creyó, o que la muñeca le cortaban, o que el brazo se le arrancaba;

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orque él quedó tan cerca del suelo, que con los extremos de las puntas de los pies besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía por alcanzar al suelo, bien así como los que están en el tormento de la garrucha, puestos a toca, no toca, que ellos mesmos son causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más que se estiren llegarán al suelo.

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ArribaAbajoCapítulo XLIV

Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta


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En efecto, fueron tantas las veces que Don Quijote dio, que abriendo de presto las puertas de la venta, salió el ventero, despavorido, a ver quién tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes, que ya había despertado a las mismas voces imaginando lo que podía ser, se fue al pajar y desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a Don Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que tales voces daba. Él sin responder palabra se quitó el cordel de la muñeca, y levantándose en pie subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón, y tomando buena parte del campo, volvió a medio galope, diciendo: Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como mi señora la princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, le rieto y desafío a singular batalla. Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de Don Quijote; pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era Don Quijote, y que no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio. Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchacho de hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de tales y tales señas, dando las mesmas que traía el amante de doña Clara. El ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que preguntaban. Pero habiendo visto uno dellos el coche donde había venido el oidor, dijo: Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él dicen que sigue: quédese uno de nosotros a la puerta y entren los demás a buscarle; y aun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas de los corrales. Así se hará, respondió uno dellos; y entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue a rodear la venta: todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel mozo cuyas señas le habían dado. Ya a esta sazón aclaraba el día; y así por esto como por el ruido que Don Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente doña Clara y Dorotea, que la una con sobresalto de tener tan cerca a su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso dél, ni le respondían a su demanda, moría y rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra empresa, habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que había prometido, él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su grado; pero por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando a ver en qué paraban las diligencias de aquellos caminantes; uno de los cuales halló al mancebo que buscaba, durmiendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo: Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito que tenéis y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vuestra madre os crió. Limpiose el mozo los soñolientos ojos, y miró de espacio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio; y el criado prosiguió diciendo: Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia, y dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por vuestra ausencia. ¿Pues cómo supo mi padre, dijo don Luis, que yo venía este camino y en este traje? Un estudiante, respondió el criado, a quien diste cuenta de vuestros pensamientos, fue el que lo descubrió, movido a lástima de las que vio que hacía vuestro padre al punto que os echó de menos; y así despachó a cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio, más contentos de lo que imaginar se puede, por el buen despacho con que tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto os quieren. Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare, respondió don Luis. ¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo, fuera de consentir en volveros? Porque no ha de ser posible otra cosa. Todas estas razones que entre los dos pasaban oyó el mozo de mulas junto a quien don Luis estaba; y levantándose de allí, fue a decir lo que pasaba a don Fernando y a Cardenio, y a los demás, que ya vestido se habían; a los cuales dijo cómo aquel hombre llamaba de «don» a aquel muchacho, y las razones que pasaban, y cómo le quería volver a casa de su padre, y el mozo no quería: y con esto, y con lo que dél sabían, de la buena voz que el cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se fueron hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado. Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda turbada; y llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves razones la historia del músico y de doña Clara; a quien él también dijo lo que pasaba de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan callando, que lo dejase de oír Clara; de lo que quedó tan fuera de sí, que si Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio dijo a Dorotea que se volviesen al aposento; que él procuraría poner remedio en todo, y ellas lo hicieron. Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don Luis dentro de la venta y rodeados dél, persuadiéndole que luego sin detenerse un punto volviese a consolar a su padre. Él respondió que en ninguna manera lo podía hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma. Apretáronle entonces los criados diciéndole que en ningún modo volverían sin él, y que le llevarían, quisiese o no quisiese. Esto no haréis vosotros, replicó don Luis, si no es llevándome muerto; aunque de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida. Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero y Don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabía la historia del mozo, preguntó a los que llevarle querían que qué les movía a querer llevar contra su voluntad aquel muchacho. Muévenos, respondió uno de los cuatro dar la vida a su padre, que por la ausencia deste caballero queda a peligro de perderla. A esto dijo don Luis: No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas; yo soy libre, y volveré si me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza. Harásela a vuestra merced la razón, respondió el hombre, y cuando ella no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que venimos y lo que somos obligados. Sepamos qué es esto de raíz, dijo a este tiempo el oidor; pero el hombre, que lo conoció, como vecino de su casa, respondió: ¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el hábito tan indecente a su calidad como vuestra merced puede ver? Mirole entonces el oidor más atentamente y conociole; y abrazándole, dijo: ¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué causas tan poderosas, que os hayan movido a venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra? Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y no pudo responder palabra al oidor, el cual dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se haría bien, y tomando por la mano a don Luis, le apartó a una parte y le preguntó qué venida había sido aquélla. Y en tanto que le hacía esta y otras preguntas, oyeron grandes voces a la puerta de la venta, y era la causa dellas que dos huéspedes que aquella noche habían alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro buscaban, habían intentado a irse sin pagar lo que debían; mas el ventero, que atendía más a su negocio que a los ajenos, les asió al salir de la puerta, y pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales palabras, que les movió a que le respondiesen con los puños; y así, le comenzaron a dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro más desocupado para poder socorrerle que a Don Quijote, a quien la hija de la ventera dijo: Socorra vuestra merced, señor caballero, por la virtud que Dios le dio, a mi pobre padre; que dos malos hombres le están moliendo como a cibera. A lo cual respondió Don Quijote, muy de espacio y con mucha flema: Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy impedido de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima a una en que mi palabra me ha puesto; mas lo que yo podré hacer por serviros, es lo que ahora diré: corred y decid a vuestro padre que se entretenga en esa batalla lo mejor que pudiere, y que no se deje vencer en ningún modo, en tanto que yo pido licencia a la princesa Micomicona para poder socorrerle en su cuita, que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré della. ¡Pecadora de mí!, dijo a esto Maritornes, que estaba delante: primero que vuestra merced alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro mundo. Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo, respondió Don Quijote, que como yo la tenga poco hará al caso que él esté en el otro mundo; que de allí le sacaré a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o, por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado, que quedéis más que medianamente satisfechas: y sin decir más, se fue poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole con palabras caballerescas y andantescas que la su grandeza fuese servida de darle licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave mengua. La Princesa se la dio de buen talante, y él luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún todavía traían los dos huéspedes a mal traer al ventero; pero así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía; que socorriese a su señor y marido.

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Deténgome, dijo Don Quijote porque no me es lícito poner mano a la espada contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho; que a él toca y atañe esta defensa y venganza. Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardía de Don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre. Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le socorra, o si no sufra y calle el que se atreve a más de a lo que sus fuerzas le prometen, y volvámonos atrás cincuenta pasos, a ver qué fue lo que don Luis respondió al oidor, que le dejamos aparte, preguntándole la causa de su venida a pie y de tan vil traje vestido; a lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de las manos, como en señal de que algún gran dolor le apretaba el corazón, y derramando lágrimas en grande abundancia, le dijo: Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el cielo y facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi señora doña Clara, hija vuestra y señora mía, desde aquel instante la hice dueño de mi voluntad; y si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo impide, en este mesmo día ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje, para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo soy su único heredero; si os parece que éstas son partes para que os aventuréis a hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro hijo; que si mi padre, llevado de otros designios suyos, no gustare deste bien que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las cosas que las humanas voluntades. Calló en diciendo esto el enamorado mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso, confuso y admirado, así de haber oído el modo y la discreción con que don Luis le había descubierto su pensamiento como de verse en punto que no sabía el que poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y así, no respondió otra cosa sino que se sosegase por entonces, y entretuviese a sus criados, que por aquel día no le volviesen, porque se tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese. Besole las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera enternecer un corazón de mármol, no sólo el del oidor, que, como discreto, ya había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía que pretendía hacer de título a su hijo. Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes con el ventero, pues por persuasión y buenas razones de Don Quijote, más que por amenazas, le habían pagado todo lo que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin de la plática del oidor y la resolución de su amo, cuando el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel mesmo punto entró en la venta el barbero a quien Don Quijote quitó el yelmo de Mambrino y Sancho Panza los aparejos del asno, que trocó con los del suyo; el cual barbero, llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y así como la vio la conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho, diciendo: Ah don ladrón, que aquí os tengo, venga mi bacía y mi albarda, con todos mis aparejos que me robaste. Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyó los vituperios que le decían, con la una mano asió de la albarda, y con la otra dio un mojicón al barbero, que le bañó los dientes en sangre; pero no por esto dejó el barbero la presa que tenía hecha en el albarda; antes, alzó la voz de tal manera, que todos los de la venta acudieron al ruido y pendencia, y decía: Aquí del Rey y de la justicia; que, sobre cobrar mi hacienda me quiere matar este ladrón, salteador de caminos. Mentís, respondió Sancho, que yo no soy salteador de caminos; que en buena guerra ganó mi señor Don Quijote estos despojos. Ya estaba Don Quijote delante, con mucho contento de ver cuán bien se defendía y ofendía su escudero, y túvole desde allí adelante por hombre de pro, y propuso en su corazón de armarle caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería en él bien empleada la orden de la caballería. Entre otras cosas que el barbero decía en el discurso de la pendencia, vino a decir: Señores, así esta albarda es mía como la muerte que debo a Dios, y así la conozco como si la hubiera parido; y ahí está mi asno en el establo, que no me dejará mentir: si no, pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo quedaré por infame. Y hay más: que el mismo día que ella se me quitó, me quitaron también una bacía de azófar nueva, que no se había estrenado, que era señora de un escudo. Aquí no se pudo contener Don Quijote sin responder, y poniéndose entre los dos y apartándoles, depositando la albarda en el suelo, que la tuviese de manifiesto hasta que la verdad se aclarase, dijo: Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que está este buen escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y será yelmo de Mambrino, el cual se lo quité yo en buena guerra, y me hice señor dél con legítima y lícita posesión: en lo del albarda no me entremeto, que lo que en ello sabré decir es que mi escudero Sancho me pidió licencia para quitar los jaeces del caballo deste vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo; yo se la di, y él los tomó, y de haberse convertido de jaez en albarda no sabré dar otra razón si no es la ordinaria: que como esas transformaciones se ven en los sucesos de la caballería; para confirmación de lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquí el yelmo que este buen hombre dice ser bacía. Pardiez, señor, dijo Sancho, si no tenemos otra prueba de nuestra intención que la que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de Malino como el jaez deste buen hombre albarda. Haz lo que te mando, replicó Don Quijote, que no todas las cosas deste castillo han de ser guiadas por encantamento. Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo; y así como Don Quijote la vio, la tomó en las manos y dijo: Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que ésta es bacía, y no el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de caballería que profeso que este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber añadido en él ni quitado cosa alguna. En eso no hay duda, dijo a esta sazón Sancho, porque desde que mi señor le ganó hasta agora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró a los sin ventura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance.

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