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El lenguaje cinematográfico en la literatura de Juan José Saer y Antonio Di Benedetto: los casos de «Declinación y Ángel» y «Sombras sobre vidrio esmerilado»

Larisa Maite Colón Rodríguez

Las décadas de los sesenta y setenta vieron florecer en las letras latinoamericanas un panorama cultural de extraordinarias proporciones que tendría su punto culminante en el boom latinoamericano. La abundancia de proyectos literarios en la etapa vanguardista, y previamente, el hervidero cultural del Modernismo fueron antecedentes de ese periodo en el que por canales distintos se estableció una nueva conciencia literaria.

Pero si en el ámbito literario el caso del boom obtuvo una resonancia que hace eco hasta nuestros días, el caso del cine es mucho menos conocido, aunque fue igualmente prolífico. Ante el dominio de un cine predominantemente extranjero y una producción nacional que repetirá «sin mayor inquietud y con bastante mediocridad, fórmulas de supuesto éxito popular» (Calistro, 1992, p. 114) surgirá «una joven generación de cineastas que la crítica especializada identificará como "Nuevo Cine Argentino"» (ibidem). Ese nuevo cine tendrá su origen en la iniciativa de la Escuela Documental de Santa Fe, liderada por Fernando Birri, quien regresó a Argentina en 1956 recién egresado del Centro Sperimentale di Cinematografía di Roma, de donde venía cargado de un firme optimismo, resultado de las nuevas posibilidades que el horizonte del neorrealismo abría para la creación de un cine nuevo (Stam, 2000).

La película más notable de Birri, titulada Tire Dié (1960), inaugura una actitud distinta, de marcado matiz sociopolítico, frente a los modos de producción de un cine que parecía haberse quedado detenido en una misma fórmula, calcada, por otra parte, de la hollywoodense. Como subrayó Teshome Gabriel en su pionero estudio sobre el Tercer Cine, el objetivo de este era «to politicize cinema to such an extent that a new cinematic code appropriate to its needs is established» (Gabriel, 1982, p. XII). Sin embargo, el objetivo no era estricta o únicamente político, sino que también el Tercer Cine procuraba producir una estética nueva, un nuevo código cinematográfico. El nuevo cine ensayaba a «inventar lenguajes [...] para una nueva conciencia y una nueva realidad» (Getino, 1982, p. 7) y surgió como una respuesta intelectualizada y preocupada por la técnica ante la proliferación de películas con bajas aspiraciones estéticas y ante la expansión de un cine de entretenimiento irreflexivo y ligero.

Precisamente, el cine fue una de las disciplinas artísticas de las cuales Antonio Di Benedetto y Juan José Saer se nutrieron para cuestionar los modos lineales de la narración propios de la novela tradicional y de la literatura de masas, de un modo semejante a como el cine de autor argentino cuestionó el cine de la década anterior. Saer y Di Benedetto concibieron proyectos con criterios de producción semejantes al que señala Gabriel a propósito de los nuevos cineastas, en tanto que ambos autores buscaban modos de ruptura que se adecuaran a las necesidades del material contenido en sus narraciones. La noción de transgresión de fronteras -en términos de los límites o bordes de los medios artísticos- es conveniente entonces a la hora de abordar la literatura de estos dos autores porque si la preocupación por la forma literaria es el mecanismo que activa la escritura en sus respectivas poéticas, cabe pensar que la búsqueda de estructuras narrativas que pudieran beneficiar al texto en construcción, para alejarlo de las formas de la literatura comercializada, no se limitó para Di Benedetto y Saer a los géneros literarios.

Además de escritores, los dos autores fueron cinéfilos que incursionaron brevemente en el ámbito del cine como guionistas y que tuvieron algún tipo de relación con el cine desde las disciplinas de la pedagogía y el periodismo. Saer se incorporó como docente en el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral en 1962, cuando apenas tenía 25 años, y estuvo a cargo de la enseñanza de los cursos de «Historia del cine» y «Crítica y estética cinematográficas», los cuales impartió hasta que en 1968 aceptó una beca concedida por la Alianza Francesa para ir a estudiar en París las relaciones entre la corriente cinematográfica de la nouvelle vague y la literaria del nouveau roman.

Di Benedetto, por su parte, ya a los 16 años, en 1938, publicaba reseñas cinematográficas en un pequeño periódico de su provincia de Mendoza, Argentina, llamado La Semana. Veinte años más tarde, en 1959, el autor adaptaba al cine una novela de Abelardo Arias que fue rodada en la misma provincia. La película, Álamos talados, dirigida por Catrano Catrani, fue la primera cinta en color que se rodó en Mendoza. Ese mismo año, Di Benedetto adaptó al cine su cuento «El juicio de Dios» con el título de Los inocentes por el que recibió el Segundo Premio de Argumentos para Películas de Largometraje del Instituto Nacional de Cinematografía de Buenos Aires.

Los cuentos «Declinación y Ángel» (1958), de Di Benedetto y «Sombras sobre vidrio esmerilado» (1967), de Saer, comparten ciertos elementos estructurales que dialogan a su vez con el cine1. Estos son: 1) la organización a través de una mirada que, al modo de una cámara, registra «objetivamente»; 2) las descripciones que se producen a modo de acotaciones, similares a como están constituidos los guiones cinematográficos; 3) el desarrollo de narradores y personajes como si fueran espectadores; 4) las secuencias narrativas que buscan producir la experiencia de la simultaneidad, parecidas a los llamados «montajes alternados»2 o «cross-cutting»3 cinematográficos; 5) las descripciones de sonidos que acompañan a la narración produciendo un efecto de verosímil realista4; 6) el desarrollo de una dilatación narrativa que imita el efecto de tomas en cámara lenta; 7) la minuciosidad descriptiva que funciona en ambos textos como acercamiento o zoom a detalles que se vuelven vertiginosamente específicos; 8) la inclusión de imágenes independientes, pero continuas, que funcionan como si fuesen cronofotografías.

El cuento de Di Benedetto, publicado en una edición bilingüe junto a «El abandono y la pasividad», otro de sus textos que dialoga con la estética cinematográfica, contiene un argumento breve. Se trata de los eventos cotidianos que ocurren en un edificio de apartamentos y que preceden a dos tragedias finales: la muerte de un niño, Ángel, que ocurre simultáneamente al momento en que su padre acosa sexualmente a una vecina, Cecilia, quien sirve como núcleo de la mayor parte del cuento. Mientras el ataque ocurre, tanto Cecilia como el padre del niño ven por la ventana cómo este pierde el equilibrio desde el borde del techo, donde jugaba a volar su cometa, cayendo al vacío y falleciendo al instante.

El cuento narra, como advierte Julio Premat «una historia a partir de imágenes visuales y sonidos, imitando varios procedimientos del lenguaje cinematográfico (montaje, fragmentación en planos, cámara, encuadre, escenas, simultaneidad, etc. (Premat, 2007, p. 15). La escritura toma forma desde la perspectiva de un ojo-cámara que espía y describe la acción. Pero ese ojo es también un ojo extrañado desde cuya configuración surge un relato desfamiliarizado, «objetivista» que sirve de apoyo para que se establezca un ritmo que obedece al ritmo de la pantalla. Así, el ojo que registra y describe nos presenta narrativamente planos, tomas y encuadres que escenifican la acción y que responden a una intención muy particular del autor: que las escenas del cuento pudieran ser «fotografiadas y dibujadas» (Di Benedetto, 1970, p. 83). Hay escenas en el relato que intentan reproducir, dentro de la sucesión inherente a la palabra escrita, la simultaneidad de las imágenes tal como aparecen en la pantalla. Aunque el cine se aprovecha también de ese efecto de simultaneidad a través de la yuxtaposición de imágenes -o más concretamente, fotogramas-proyectados sucesivamente, la velocidad de dicha proyección no permite que el ojo perciba los cortes o divisiones entre fotogramas. Di Benedetto crea esa misma experiencia de simultaneidad a través de la superposición de dos descripciones5 de dos escenas. Leemos:

El rostro de la mujer de abajo, visto de perfil muestra los labios en movimiento y una mirada deseosa de contar:

-Mi marido salió al hall. Lo escuché hablar con una mujer.

El hombre deja el portafolios en la mesita del hall. Rostro de la mujer, siempre de perfil:

-Después se cerró la puerta y él volvió [...]

El hombre tira el saco en la cama y su cara se define cuando dice sin gran esfuerzo de garganta:

-¡Ana, aquí estoy!

(Di Benedetto, 2007, pp. 201-202)



En una primera escena, el hombre va entrando al edificio mientras que, en una segunda escena, dos mujeres conversan. El hombre va acercándose hasta el lugar donde ellas se encuentran, hasta que sale a su encuentro: las dos escenas están a punto de sobreponerse cuando el hombre se da cuenta de que su esposa habla con la vecina, que se encuentra desnuda sumergida en la bañera. Entonces «el hombre se retrae, con infinita cautela. Enhiesto, rígido, se oculta al filo del muro. La cabeza apenas sobresale, no se mete-, manda la mirada codiciosa, de reojo, prudente»6 (ibidem). Dos escenas que se originan por separado van desarrollándose paralelamente al mismo tiempo hasta que sus bordes se rozan, sin enlazarse del todo en una y la misma escena. Las escenas, entonces, mantienen su independencia la una de la otra aunque quedan coexistiendo en la misma temporalidad, produciendo así un efecto de simultaneidad.

Se nos anuncia desde el principio del cuento una triple mirada: el ojo narrador describe lo que ve, una mujer que ve a un adolescente mientras que el adolescente ve a la mujer. Se produce también un sonido, aparentemente diegético, que acompaña a la imagen de las miradas. Y esa imagen que se produce aparece con dificultad, filtrada a través de una atmósfera borrosa, fuera de foco:

Una cabeza de mujer reposa sobre un respaldo de cuero sujeto a leves sacudimientos rítmicos. También en una atmósfera gris azulada que diluye los contornos, se ve otro rostro, dormido, el de un adolescente.

Nace un sonido que se identifica mientras se pone de manifiesto que los dos, mujer y adolescente, están sentados uno frente al otro. Entre ambos, la ventanilla del tren revela, al fondo del campo, el ascenso del sol que gana el horizonte [...] La mujer entreabre los ojos, examina un instante al muchacho; los cierra.

Él lo nota. Se alisa el cabello.

(ivi, p. 190)



El lenguaje aquí funciona al modo de una nota, observación o acotación que responde más al lenguaje propio del guion cinematográfico que al lenguaje narrativo. El uso de la voz pasiva y del presente de indicativo ayudan a producir ese efecto. Imágenes y sonidos -las materias de las cuales está hecho el cine- se superponen y complementan. La mirada pasiva del narrador sirve también como estrategia para retardar la progresión de la acción. El cuento apela a la mirada como una técnica que parecería detener la narración instaurando pausas inesperadas que interrumpen la progresión a modo de secuencias de primerísimos planos que produce, en palabras de Gilles Deleuze, «un plus de realidad» (Deleuze, 2004, p. 11). Cecilia no saca un cigarrillo y fuma, sino que: «surge una cigarrera de metal. Humo entre los labios: un celeste flotante contra el rojo fresco» (Di Benedetto, 2007, p. 191). Di Benedetto parecería acaso querer mostrarnos o la sucesión de fotogramas que componen un plano cinematográfico o mejor aún, un plano detalle, tal como lo describe Béla Balász cuando precisa que «the close-up can show us a quality in a gesture of the hand we never noticed before when we saw that hand stroke or strike something, a quality which is often more expressive than any play of the features» (Balász, 2009, p. 274). Las pausas son a veces incluso articuladas en la propia narración, otra vez como declaraciones independientes que describen, en vez de narrar -«una pausa, entre ellos, que se cubre con el sonido de los frenos exigidos y desentonados» (Di Benedetto, 2007, p. 193)- porque en el cuento las pausas también tienen banda sonora, y hasta los silencios son anunciados al modo de un guion: «en una escena sin sonidos, Cecilia ve que Julián, gozador exuberante, levanta la mano extendida» (ivi, p. 213).

En «Declinación y Ángel», podemos decir con W. T. J. Mitchell que «el lenguaje y la imagen han devenido enigmas, problemas para ser desentrañados, cárceles que encierran bajo llave el entendimiento del mundo» (Mitchell, 2013, p. 4)7. La morosidad y fragmentación se manifiestan en el acto de ver y percibir, y esa materialización de la mirada reincide de modo vertiginoso, suspendiendo la continuidad de la acción: «la visión se ha serenado en ese último enfoque» (Di Benedetto, 2007, p. 192), «un rostro, del que retira la mirada» (ivi, p. 194), «una mirada aérea» (ivi, p. 196), «una mirada rápida» (ivi, p. 198), «los ojos se levantan a ver» (ivi, p. 200), «[Cecilia] reparte sus miradas» (ivi, p. 205), y así sucesivamente. Dentro del propio texto, Di Benedetto describe el recorrido de la mirada, en una inesperada alusión cuasi teórica al acto de ver y ser visto: «sentirse -la mirada- , como un objeto, como una nave aérea que perfora, separa, recibe cálidas adherencias, envolturas como gasas... marearse de ausencia y regresar hasta un sitio fijo» (ivi, p. 214).

Si para Di Benedetto la mirada es presa de un extrañamiento que la conjuga en todas sus variantes para encontrar un ángulo que dé cuenta de lo que se percibe de verdad, para Saer, la desfamiliarización alcanza un nivel más complejo en tanto que no se presenta solamente una mirada fragmentada que (en sus pausas y enfoques) devela un extrañamiento. Para Saer, la mirada, además de cuestionarse a sí misma, cuestiona también la naturaleza, la realidad de lo percibido y la debatible utilidad de la percepción.

La literatura saeriana se caracteriza por una economía de medios: uno avanza con dificultad por libros generalmente breves compuestos de frases cortas, pero densas, plagadas de comas y pausas. Para que la literatura de Saer se produzca, existe primero un ojo que mira, percibe y registra, y luego queda extrañado ante la imposibilidad de aprehensión de lo real. A partir de ahí, se produce el texto, que cuenta aquello que no alcanza a verse del todo, pero que registra y cuenta todo lo que aparece.

El cuento «Sombras sobre vidrio esmerilado», publicado en el libro Unidad de lugar (1967), distorsiona la organización y la aprehensión de las imágenes con su lenguaje cinematográfico. Al igual que Di Benedetto, Saer recurre a la mirada, al sonido, a la morosidad narrativa, a la simultaneidad de escenas en una misma secuencia y también a la luz, al efecto de zoom y de cámara lenta y planos congelados para la escritura de su cuento. Una poeta, Adelina Flores, sentada en una mecedora, ve, a través del vidrio esmerilado de una puerta de baño, la silueta de su cuñado Leopoldo, y la sucesión de imágenes que componen el movimiento de Leopoldo acciona una serie de recuerdos, pensamientos, proyecciones futuras e imaginaciones que van dando paso a la narración contada a modo de monólogo interior. Todas esas instancias convergen también hacia el desenlace del texto, en el final del soneto que Adelina construye a lo largo del cuento -un soneto cuya elaboración (escritura, borrado, titubeo, elección de palabras) sucede simultáneamente a la acción sin diferenciarse del resto del relato sino con la marca gráfica del paréntesis-, y que especula la trama del cuento en su tema central, la falta de sentido que se desprende de la mirada de la silueta del cuerpo, en este caso literalmente distorsionada por el cristal esmerilado: «Ah, si un cuerpo nos diese aunque no dure/ cualquier señal oscura de sentido» (Saer, 2001, p. 225).

Adelina accede a sus recuerdos sin que impere un orden cronológico en las imágenes que evoca desde su silla mecedora. El presente es solo ella mirando la silueta de Leopoldo y desde esa mirada, todas las otras miradas que se reconstruyen son recuerdos (retrocesos temporales) o proyecciones porque, como afirma la narradora: «es como si estuviera aquí y al mismo tiempo en cada parte» (ivi, p. 218). El recuerdo y el deseo son también vehículos de la mirada en tanto que la rememoración nos traslada a una mirada que fue, a una mirada que tuvimos y el deseo a una mirada que ambicionamos. Así, Adelina puede verse en su juventud llorando al leer un verso de Alfonsina Storni, y también ve a Leopoldo y a su hermana desnudos sobre la yerba, ve a su padre y a su madre morir, ve el momento en que le cortaron el seno derecho, todo en un relato cuyas únicas distinciones temporales están señaladas por la voz de la narradora en su propio y aléphico discurso, que es también compendio de las escenas más significativas de su vida. De esta forma, los recuerdos de Adelina son analepsis que mantienen el efecto cinematográfico de la narración.

Además del recurso a la mirada, en el cuento está presente el elemento de la luz como un procedimiento cinematográfico que reincide en la narración. La luz en Saer ha sido discutida muchas veces, aunque no necesariamente en relación con el cine8. En los libros de Saer, suele haber un balance entre la iluminación del «escenario» y la trama que se nos presenta. «Sombras sobre vidrio esmerilado» no es una excepción a la regla. En el cuento, la luz se posiciona contra la oscuridad a través del vidrio opaco que produce una difuminación de los contornos de lo que percibe la narradora, y la sombra, aquello que queda del cuerpo tras ser iluminado, es el dispositivo por medio del cual el recuerdo se precipita en la memoria de Adelina. El recuerdo está representado así como un vidrio empañado, turbio, que no permite la captación íntegra del pasado, pero que condesciende a mostrar una imagen, aunque sea velada.

Lo único que Adelina realmente ve es la sombra de Leopoldo. Así inicia el cuento: «puedo ver la sombra de Leopoldo que se desviste en el cuarto de baño» (ivi, p. 215), una sombra que, como apunta Volta, «muestra el aspecto libidinal de esa mirada placentera, asociada con la posición de observación privilegiada-oculta de Adelina» (Volta, 2008, p. 100). La luz, en cambio, se asocia en el cuento a la falta, a lo que ya no está, al recuerdo cercenado. Así, la luz será descrita como «la luz del recuerdo» (Saer, 2001, p. 216), «resplandor difuso» (ivi, p. 218), «luz color ceniza» (ibidem), «luz húmeda y muerta» (ibidem), «luz confusa» (ivi, p. 222), «escaras de luz» (ivi, p. 224) y luz como dispositivo que ciega y aniquila a los insectos. Esta reincidencia de la luz como un elemento destructivo está estrechamente supeditada a aquella tarde bañada de una luz crepuscular en la que Adelina descubrió la relación de su hermana Susana con Leopoldo, por quien Adelina se sentía atraída. A partir de ese momento, la luz cobra un significado sombrío que desemboca en la evocación de la imagen del sol como una luz «que los ojos no pueden tolerar» (ivi, p. 227) y en la blancura de la piel de Susana, «una blancura que deslumbraba» (ivi, p. 228). La luz aquí remite a la iluminación cinematográfica utilizada para crear atmósferas9: luz opaca o falta de luz, en este caso, parecería relatar el carácter ominoso de la realidad de Adelina versus la luz deslumbrante de un pasado esperanzador.

Asimismo, y como en el cuento de Di Benedetto, Saer utiliza la descripción de los sonidos para procurar en la narración un efecto más realista de la experiencia. La narración de los sonidos y los silencios se produce casi en cámara lenta y obedece a planos individuales que se entrelazan en la memoria desde el presente de Adelina. Primera escena: su hermana Susana baja las escaleras de la oficina de un médico y, cuando sale a la calle, se inicia un «estruendo de colectivos y automóviles» (ivi, p. 219), un estruendo que a todas luces responde asimismo a un referente visual. Como indica John Belton a propósito del sonido en el cine, «the perception of sound is necessarily bound up with perception of the image; the two are aprehended together» (Belton, 2009, p. 332). Esa relación entre la descripción auditiva del estruendo y su correlato visual produce una sensación de verosimilitud más orgánica que la simple descripción óptica. Es curioso notar que, otra vez, una vez aparece Susana, surge «la luz del crepúsculo» (Saer, 2001, p. 219), una luz que provoca un efecto semejante al vidrio esmerilado. Segunda escena: volvemos al lugar del presente de la narradora y escuchamos «el crujido lento y uniforme del sillón de Viena» (ibidem) en el cual se encuentra sentada. Tercera escena: Adelina vuelve la vista sobre el vidrio esmerilado y escucha «el ruido súbito de la cadena [...] después el chorro que vuelve a llenar el tanque» (ivi, p. 220). Cuarta escena: las dos hermanas y Leopoldo en un día de campo cuando de repente «todo quedó en silencio» (ivi, p. 221). El elemento visual se superpone al auditivo para completar cada escena. Pero el sonido, como la mirada, como la luz, no aclara más de lo que suprime: «me he estado oyendo a mí misma durante años sin saber exactamente qué decía, sin saber siquiera si eso era exactamente una voz. No se ha tratado más que de un rumor constante, sordo, monótono, resonando apagadamente por debajo de las voces audibles y comprensibles que no son más que recuerdo» (ivi, p. 226).

Por último, encontramos el lenguaje dilatado que alude al zoom y a las tomas en cámara lenta que discutimos en Di Benedetto, un lenguaje que ralentiza el tiempo narrativo y que acerca la mirada del lector/espectador al sujeto u objeto que lleva a cabo la acción. Como la escena en que Cecilia saca un cigarrillo y lo fuma en el cuento de Di Benedetto, Leopoldo no se aplica espuma en la cara sino que «imprime un movimiento circular a su mano y se llena la cara de espuma con la brocha. Lo hace rápidamente; ahora baja el brazo» (ivi, p. 222). Estos movimientos en cámara lenta enmarcados en primerísimos planos corresponden al proceso de percepción, internalización y comprensión problematizada de Adelina, que sentada un día cualquiera de primavera, rememorando, intenta comprender el sentido de su vida. Como nos advierte Deleuze en relación al personaje refiriéndose al cine después de Hitchcock, ahora «por más que [el personaje] se mueva, corra y se agite, la situación en que se encuentra desborda por todas partes su capacidad motriz y le hace ver y oír lo que en derecho ya no corresponde a una respuesta o a una acción. Más que reaccionar, registra. Más que comprometerse en una acción, se abandona a una visión, perseguido por ella o persiguiéndola él» (Deleuze, 2004, p. 13). La mirada de Adelina se encuentra perseguida por sus recuerdos y deseos frustrados mientras Adelina persigue un sentido que se le escapa. La mirada extrañada reincide en la narrativa saeriana10 pero es mirada que, aunque logra circular por lo exterior internalizando imágenes, no produce nada, ningún sentido: «La voz que escuchamos sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única voz, y no hay más que eso» (Saer, 2001, p. 229).

La incertidumbre que presentan tanto el cuento de Saer como el de Di Benedetto, como hemos visto, representa un problema para el lector. Las imágenes que captura la vista y que nos ofrece la narración no son, necesariamente, expositivas o informativas, sino que inician un proceso de interrupción en la consecución del sentido. Parecería que los autores, absorbiendo una estética cinematográfica, invirtieran el sentido del cine, que se produce en el movimiento acelerado de las partículas mínimas que componen el cuadro. En Saer y Di Benedetto, se trata de descomponer la experiencia lineal del tiempo y detenerse a describir minuciosamente el fotograma, es decir, la imagen o partícula más específica de una película o de congelar planos para poder describir con detalle los elementos que lo componen. Lo que es visto en los dos textos y que es aquello que se trata de descifrar (como si faltara un fotograma que no permite la finalización del montaje) produce en última instancia la tragedia, en el caso de Di Benedetto, y un vacío perceptivo y referencial que problematiza el acercamiento a lo real, en el caso de Saer.

Si bien es cierto que la mirada y la descripción del sonido son recursos fundamentales en la poética de los dos escritores que permiten reflexionar sobre el artificio del cine, también permiten pensar en la incertidumbre del que percibe, una incertidumbre que pone en evidencia, en palabras de Alberto Giordano,

Lo otro de la realidad, lo que para constituirse la realidad niega, enmascara: el vacío que es el corazón de nuestras evidencias, el enigma en el que nuestras certezas se fundan. Efecto de irreal quiere decir: aparición de ese enmascaramiento, afirmación de esa negación. Lo que aparece es que algo se oculta, lo que se afirma es que algo se niega, y ese algo incierto la literatura lo revela en su incertidumbre: ese algo no es nada, ni siquiera la nada.

(Giordano, 1992, p. 17)



Saer y Di Benedetto trasladan a la literatura efectos cinematográficos como medios para rastrear la espectacularidad de lo cotidiano y para indagar sobre el alcance de la percepción, que pone en juego lo real como enigma, siempre sujeto a ser descifrado. La exploración de la experiencia cinematográfica en la literatura, para concluir, no fue meramente fortuita, sino que se basó en un interés que intersectaba los proyectos literarios de los autores, el conocimiento cinematográfico de éstos y el contexto histórico-literario del surgimiento de modelos experimentales en el cine de autor y en la literatura de vanguardia.

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