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El Mañana [Fragmentos]

Luisa Valenzuela






¿Por qué?

(pg.13)

Meses y meses repitiéndome la misma pregunta inútil: ¿Por qué nos metieron presas?¿Qué hicimos, que dijimos de más, qué amenaza encarnamos sin siquiera darnos cuenta? El país estaba tranquilo y según parece sigue bien tranquilo, como si nada, como si nosotras no hubiéramos existido nunca. Dieciocho escritoras borradas de un plumazo. En arresto domiciliario. Una verdadera mierda.

Quizá logre entrever una respuesta si me pongo a escribir, a contar lo que pasó en el Mañana, lo que en estos meses de encierro me anduvo carcomiendo el seso en desesperado intento por contestarme la estúpida pregunta tan preñada.

La sola idea de escribir me da náuseas. Por culpa de la escritura las dieciocho estamos donde estamos. Pero. Escribir nos abre a una forma de entendimiento y las preguntas siempre fueron mi acicate. Llegó el momento de enfrentar la cosa, basta ya de tanta impotencia, de tanta frustración y furia.

No me queda otra.

Contarlo por escrito es lo único que puedo hacer para simular que mi vida está en mis manos aunque a cada paso me la vayan borrando.

Será una aventura más después de todo.




Domingo

(pg. 5)

Sé que hoy es domingo pero he perdido noción de la fecha. Ellos sólo me marcan los días de la semana. Lunes, jueves y sábados: malditos. Ahora parece estar llegando la primavera. Entonces fue hace más de seis meses que nos tomaron por asalto justo en medio del baile, en medio de la noche. No les resultó difícil. Íbamos navegando con dulzura, bogando casi, y el río apenas golpeaba los flancos del Mañana. Del barco llamado Mañana y también de nuestro mañana, nuestro futuro, porque del ayer ya habíamos dado buena cuenta a lo largo de esos cinco días de seminario flotante. Pero en aquel momento estábamos en pleno jolgorio y no había derecho, no había derecho, como bien le enrostró alguna de nosotras a alguno de ellos cuando se calmó el zafarrancho y pudimos percatarnos de lo que acababa de ocurrir. Si realmente tenían que hacerlo -si la orden era tan inquebrantable- podrían haber elegido otro momento, descolgándose por ejemplo durante alguna de las discusiones más tediosas.

Lo hicieron justo durante el baile, en lo mejor de nuestro cónclave que no sin cierta sorna llamamos Primer Encuentro Confidencial de Narradoras, cuando las desavenencias ya habían sido limadas, cuando ya nos habíamos peleado con el lenguaje y habíamos jugado con él y nos habíamos revolcado y hasta chapoteado en las palabras como en tiempos preverbales, y para festejarlo bailábamos como locas meneando la cintura; si bailaba hasta Ofelia que está en silla de ruedas...

En una primerísima instancia los recibimos con júbilo. ¡Hombres! exclamamos, ¡hombres!, como si fueran el maná descolgado del cielo. Todo lo contrario, entendimos al rato. Más bien descolgados del agua, de las mansas, espesas, hasta entonces amigas aguas del anchuroso río que ahí no más nos atacó a traición y permitió a los esbirros acercarse sigilosos al barco en sus botes de goma, negros ellos y negros los botes. Negros de indumentaria, digo, porque de piel eran cualquier cosa, tostaditos los más jóvenes y los otros del despreciable blancor de quienes tienen el mando. Pero cuando enfundados de negro irrumpieron de golpe en el salón comedor -habíamos desalojado las mesas para el sarao- nos parecieron divinos. Mejor dicho a muchas de nosotras algunos de ellos nos parecieron divinos. O al menos bienvenidos. Para el baile y para otros devaneos del cuerpo los hombres suelen ser bienvenidos. Al menos para muchas de nosotras, como Ofelia que fue la primera en atinar a acercárseles, silla y todo.

¡Voto a bríos! Gritamos, y gritamos ¡al abordaje! En cuanto salimos de la sorpresa y creímos poder invertir los términos y abalanzarnos sobre quienes minutos antes y tan silenciosamente habían invadido nuestro barco. ¡Al abordaje! Gritamos como queriendo dar vuelta el naipe, y ellos más que piratas parecían lo que eran: tropas de asalto. Adela que oficiaba de disc-jockey hizo tronar un rap desaforado y por unos instantes fantaseamos con que los hombres de negro habían venido a revolearnos por los aires como en el rock'n roll de épocas pretéritas.

Revolearnos por los aires, sí, esas eran sus intenciones pero para nada relacionadas con algo placentero.

En un principio los invasores no supieron reaccionar ante nuestro despliegue de entusiasmo. Cuando hacemos fiestas hacemos fiestas, nosotras las narradoras. Ellos primero se detuvieron, sorprendidos, y después empezaron a avanzar en fila india, bien pegados a las paredes para acabar rodeándonos. No parecían feroces hasta que el jefe del pelotón se puso a escupir órdenes. Porque se trataba de un pelotón, no nos cupo duda, y si al principio los recibimos con risas por sus efluvios de testosterona fue porque nos agarraron con la guardia baja, en plena celebración de despedida, y algo achispadas para colmo.

Alguno de los más jóvenes, en el primer instante de desconcierto, hasta habría salido a bailar desprevenido. Habría tomado a alguna de nosotras por la cintura y vaya una a saber el desenlace. Pero el jefe supo reaccionar a tiempo. El jefe. El mismo a quien al rato debimos tratar de Capitán, como si al barco le faltara capitán, o mejor dicho capitana, de eso ya hablaremos en cuanto nos dejen hablar -si nos dejan, si no nos cortan la lengua que buenas ganas tendrán, se les notó en los ojos.

Nos dieron vuelta la página. Borrón y cuenta nueva dijeron y fuimos nosotras las borradas. Dieciocho narradoras borradas del mapa literario de un plumazo.

Estoy tan furiosa que ni siquiera puedo contarlo como corresponde, carajo de mil carajos, y eso que lo vengo intentando a lo largo de los últimos meses.

Es como si la desesperación y la impotencia se me hubieran ido evaporando con el tiempo. La furia en cambio no, la furia perdura: es un buen combustible para seguir adelante con estas anotaciones. La furia es inflamable, lo sé porque me quema las tripas, y si todas mis anotaciones acabarán siendo borradas al igual que nosotras, más les vale arder en una gran pira de furia y no a fuego lento como ellos pretenden sofocarnos.

Ustedes son mujeres, a las mujeres no les interesa el intelecto; no piensen más, disfruten la soledad, hagan gimnasia, preocúpense por su apariencia. Más o menos eso nos dijeron, para sintetizar, aunque ellos carecen de todo poder de síntesis, son desbordados y feroces y, Ellos, quienes tiene ahora la manija, no son sólo hombres, ojo; me lo debo repetir a cada paso para no caer en fáciles dicotomías. Ellos son el poder, hombres y mujeres enfermos de poder, recordarlo siempre; ellos son la ley y es una ley de mierda que nos persigue sin motivo, sin dar explicaciones. ¿Por qué?

Nos plantaron droga en el Mañana, nos plantaron armas de todo calibre y de última generación. Nos acusaron de terroristas, de brujas, de lesbianas todas, y conspiradoras. Nos plantaron hasta una sarta de electrodos diz que para fabricar bombas. No plantaron más porque no cabía. Y lo hicieron con el mayor sigilo, mientras nosotras con gloriosa displicencia bailábamos en el comedor y en el castillo de proa, honrando al mascarón que cortaba las aguas del río con las tetas enhiestas. Bailábamos todas, hasta Ofelia, bailaba desde la capitana hasta la última grumete, un barco enteramente tripulado por mujeres, era para el festejo.

En la madrugada llegaríamos a la ciudad de Corrientes, Nuestra Señora de las Siete Corrientes, resultaba exultante, le bailábamos a eso, no a la Virgen de los Siete Dolores en la que nos habríamos de convertir las dieciocho narradoras al rato.

Los hombres tiraron escalas de cuerda a cubierta, treparon enfundados en mamelucos negros; hasta había algunos con trajes de neopreno. Y cuando pudieron desprenderse de nuestras exclamaciones iniciales, cuando lograron recuperar su identidad siniestra, empezaron a escupirnos calificativos rastreros, injuriosos desde su punto de vista. Y con enorme asco nos gritaron lesbianas, y brujas, y subversivas, terroristas, guerrilleras. Como si no hubiéramos entrado hace rato en el tercer milenio, como si ya los roles no fueran otros.

Alguna lesbiana había entre nosotras, por supuesto. Quizá habría alguna bruja nostalgiosa, para no hablar de transgresoras y vaya una a saber qué más. Terroristas o guerrilleras de la palabra, pero sólo eso. Formábamos un grupo ecléctico y estábamos contentas. Fue la última vez que estuvimos contentas.

Hasta habíamos encendido unas bengalas para agradecer al cielo la culminación de tan ecléctico encuentro. ¡Balas trazadoras! declararon nuestros esbirros en el somerísimo juicio que resultó ser una pantomima total, una enorme mentira para calmar los ánimos de quienes no podían entender por qué eran perseguidas las más conspicuas escritoras del país.

Lo otro nunca salió a la luz: la verdadera razón del secuestro o la amenaza que es de suponer representamos. Ni nosotras mismas lo entendimos. Sigo sin entenderlo. Si sólo habíamos estado barajando propuestas, intentando abrir espacios de reflexión, ideas sueltas que se nos iban ocurriendo para ahondar en nuestro oficio. Jugando con el lenguaje, apropiándonoslo. Nada más. Nada menos, habrán dictaminado ellos. Ahora tenemos todo el tiempo por delante para reflexionar a fondo -porque es lo único que podemos hacer aunque nos lo prohíban. ¡No piensen! Nos conminaron y nos seguirán conminando no sabemos hasta cuándo. Tenemos todo el tiempo por delante, sí, pero es un tiempo asfixiado y la reflexión no sale. Si sólo pudiéramos comunicarnos entre nosotras al menos por algunos minutos, si estas palabras pudieran llegarle a alguna de las otras. Pero me consta que no le llegarán a nadie.




Martes (cont.)

(pg. 35)

Fui apretando todas las teclas posibles en cuanto pude moverme, pero la pantalla permaneció inconmovible. NO SE ASUSTE me decía la pantalla, y yo claro cada vez más aterrada como si hubiera un fantasma en mi asoleada casa. No podía tratarse de nuestros muy humanos -inhumanos- represores porque ellos sí quieren asustarme y además siempre usan el voceo; al puro voceo te tratan para peyorizarte, si hasta Gerardo Sánchez el portero que solía ser tan respetuoso, antes, ahora me dice Tomá, che, vos; me lo dice así, como con rabia, cada vez que tiene que subirme las compras del supermercado.

Todo esto pasó a gran velocidad por mi cabeza, disparada entre la excitación más loca y el espanto, ¿qué era ese mensaje, quién y sobre todo cómo se habría metido ese quién en mis archivos? ¿Y todo lo que escribí ayer y anteayer, recuperaré lo escrito, qué información incriminatoria habré anotado yo allí, qué dije que pueda condenarme para siempre, cómo...? De golpe la pantalla cambió -en esta vieja laptop en blanco y negro- y en letras enormes reforzó el mensaje:

SOY ÓMER KATVANI DE ISRAEL
SE ACUERDA USTED DE MÍ?

Me dio tiempo para pensar, Ómer, Ómer, sí Ómer, claro, el congreso internacional de escritoras en Jerusalén, las agresiones en el kibbutz porque defendíamos una posición de independencia iconoclasta, esas cosas, el muchacho tan decidido que se pasó de bando y se unió a nosotras; ahí sí que fuimos subversivas quién hubiera dicho, cuánta confidencia intercambié con ese joven Ómer durante casi toda una noche tomando té de menta, qué cerca lo sentí, cómo habrá hecho para meterse en mi computadora desde tan lejos ahora que no estoy más en la red.

El recuerdo me sacudió la parálisis y logró despertarme una especie de sonrisa nacida del alma. La sonrisa se me congeló y quedé mostrando los dientes porque de golpe las letras cambiaron solitas, como quien da vuelta la página: MIRE A SU IZQUIERDA,

POR FAVOR

leí, y sentí el cuello rígido y la mueca brutal, la necesidad de salir corriendo y no tener dónde ir, y de nuevo la imposibilidad total de moverme.

Por fin pude hacer girar la silla, muy despacito, sin un solo pensamiento, la mente hecha puré, los pies de trapo.

Y allí no más estaba ese lejano Ómer Katvani, asomando entre las cortinas recogidas del ventanal, con una sonrisa de enorme picardía pero también inquieta.

Su voz me sacó del anonadamiento, - Hice lo posible por no alarmarla, dijo.

NO SE ALARME NO GRITE me había dicho la compu, nosealarmenogrite, la advertencia como una sola palabra me titilaba en la retina y yo con todo señorío y autocontrol no me alarmé ni grité, hice algo del todo inesperado, me largué a reír y reír a carcajadas, reí y reí y no pude ni emitir palabra, traté de preguntarme por qué me causaba tanta gracia todo esto y la pregunta me hacía reír más, estuve como mil horas riendo, doblada en dos, me saltaban lágrimas de los ojos, casi ni podía respirar, creí que me iba a morir de risa, literalmente morir y no era una metáfora, sé que ha habido casos, el corazón se me iba a escapar del pecho como bien dicen, y el pobre muchacho que ya es un hombre hecho y derecho, ahí parado sin saber qué decir, contagiado de risa ante tanta risa inexplicable. Intentó sentarse a mis pies pero no pudo y eso me hizo más gracia porque no parecía un hombre sino un artefacto ambulante, con su traje lleno de bolsillos y un arnés con mosquetones, toda una parafernalia imposible de asimilar a simple vista.

Tuvo que irse sacando los fierros de encima como quien se despluma. No. Como meccano oficiando un strip-tease, como robot que va desprendiéndose de sus piezas hasta develar su alma es decir un cuerpo muy humano.

Sólo entonces pude ponerme de pie y serenarme un poco, jadeante todavía. Y él me pudo abrazar, de puro conmovido no más, y si alguna lágrima se soltó por ahí prefiero pensar que fue convocada por la risa.




Las tres puertas

(pg. 200)

Elisa había estado en ese último sótano, efectivamente. Y en ese preciso lugar había pasado una hora que le pareció un siglo. Ómer en su momento le había hablado de una puerta y frente a ella tenía tres, idénticas, indiscernibles, presentadas como en tres caras de un hexaedro. Las tres estaban igualmente selladas, quizá las tres se destrababan al unísono pero una sola sería la buena. Sólo sabía que la salida daba por el lado del bajo a la calle al pie de la barranca pues los sótanos de su edificio -se lo había aclarado Ómer, ella no tenía ni la menor idea- eran mucho más vastos que el terreno ocupado por el edificio mismo. Calderas compartidas con las torres vecinas, eso creía descubrir ahora. Y entonces corría el riesgo de salir al sótano del edificio de al lado, de meterse en otro laberinto que la llevaría de nuevo a otra jaula más opresiva que la suya propia. O bien esas puertas daban a salidas imposibles de calibrar y entonces los caminos habrían de bifurcarse y las posibilidades se desplegaban en abanico y el terror acechaba a un paso de distancia. Para soslayarlo, al terror, Elisa sólo encontró una fórmula: meterse en él de lleno y sopesarlo. Apagó entonces la vela y se sometió a los intermitentes resplandores de las calderas que obedecían a invisibles termostatos. A veces una puerta se le figuraba más central que las demás, a veces la centralidad se desplazaba y la puerta, la puerta, era otra. Empezó a sentirlas como tres instancias en el tiempo. Las tres se abrirían para ella y las tres la convocaban y cada una le ofrecía distintas, imposibles posibilidades. Sin siquiera proponérselo empezó a examinarlas, a las posibilidades, quizá como una forma de defensa ante la angustiosa espera. Sentía el cuerpo tenso, dispuesto a saltar al menor estímulo.

Veamos, se había dicho al llegar a ese sitio, cuando todavía la felicidad del descenso, la sensación de estar por fin después de tantos meses fuera de las paredes de su apartamento le impedía calibrar el peligro. Veamos: la puerta se destraba, entran el o los recolectores de basura, les lleva un tiempo tomar las bolsas y sacarlas del compactador, y si bien quizá la puerta permanezca abierta, lo menos prudente sería salir en ese momento porque el conductor del camión debe de estar ahí a un paso, pero quizá al tipo le importe un pito lo que ocurre y esté distraído y Ómer no dijo nada al respecto pero no parecía preocupado por esa instancia y quizá la gorra de SuBA la proteja y entonces lo mejor sería salir bien rápido y al mismo tiempo calmadita, como quien ha venido caminando por esa calle perdida a esas perdidas horas de la madrugada. Y enfilar a contramano que si mal no recuerda es a la derecha.

Las tres puertas como tres aperturas a tres mundos. Cuando oiga el clic o la chicharra o lo que fuere ya tendría tiempo de esconderse, el hecho totalmente inesperado de su presencia allí jugaba a su favor, y no le resultaría imposible detectar cuál de las puertas era la salvadora. Eso, si el terror no la ofuscaba, si no se apoderaba de ella el pánico que ya le iba cosquillando las costillas y la clavaba en su lugar como estatua de sal, o como muerta. Mejor esconderse ya, se dijo, y no pudo moverse. Mejor entender a dónde me llevan estas puertas, alcanzó a conminarse, así voy a saber quién soy o quién fui o mejor quién seré cuando salga por fin al aire libre.

Porque de alguna manera con cada una de las puertas se le abría una opción, un distinto espacio imaginario hacia donde emerger desde la sala de calderas que amenazaba con sofocar toda forma de fantasía.

Yo soy Melisa Strani, se repitió ella desde un fuera de sí que la hizo sentir invulnerable. La puerta a su derecha en cambio la convocaba con su nombre de bautismo, María Elisa Algañaraz parecía estarle diciendo, y ella de inmediato le dio vuelta la cara. La puerta a su izquierda adquiría, a la luz de la caldera, un resplandor amarillo que la retrotrajo a sus alucinaciones de una Juana Azurduy cabalgando perdida en la montaña. Pero no está perdida, no, avanza con sigilo por el desfiladero y tras ella va su fiel Huallparrimachi montado en un zaino. Parece zaino el animal, casi del color de la montaña porque está oscureciendo. Juntos llegan al exiguo valle en el preciso instante en que se desencadena el viento y el pajonal larga un eco sincopado como el galope de una caballada. De un fogonazo Juana sabe qué debe hacer: se suelta el cabello, se quita su sempiterna y ya raída chaquetilla roja y se desabrocha la camisa blanca como si fuera blusa mientras se lanza hacia el campamento enemigo donde tienen prisionero a su Manuel Ascencio y a otros tres patriotas. El puñado de soldados españoles se sobresalta al oír el lejano galopar que trae el viento y el otro galope que se va acercando, el de esos dos jinetes a los gritos: ¡Viene Zárate con su montonera a fuego, nos ataca el feroz Zárate! Una amazona y un joven montado en un zaino avanzan a los gritos desde el pajonal y están aterrados. La tierra parece retumbar con los cascos de cientos de caballos y ningún tablacasaca reconoce en la amazona a la coronela doña Juana Azurduy. Por eso mismo huyen despavoridos para no enfrentar a Zárate y a su ejército de salvajes montoneros, más conocidos como los descuartizadores de la sierra.

Si Juana pudo yo puedo.

Fue un relámpago en la mente de Melisa o Elisa, culpa del choque entre el recuerdo del episodio tanta veces relatado y la noción de su propia fuerza. Y como un ramalazo se le apareció la necesidad de ir a salvar a su hombre. No era cuestión de cálculos o ensoñaciones a esa altura de su fuga; se imponía improvisar y no estaba segura de poder hacerlo, ella que tan bien había sabido improvisar ante la página en blanco pero nunca ante una tan pero tan drástica vuelta de página de la realidad. La apertura de una puerta como quien abre un libro prohibido, sabiendo que puede esconder la muerte entre sus tapas.




Ómer

(pg. 225)

Agotado de haber caminado y caminado para amortiguar las tensiones acumuladas en los sótanos de Elisa, Ómer se echó vestido sobre la cama. Dilatando la búsqueda había recorrido a pie el vasto barrio de ella y retornado a su lejana pensión siempre a pie, como en peregrinaje o más bien en penitencia. Siente que debió de haberle hecho más preguntas a doña Olga la portera. Apenas han pasado pocas horas de su incursión a los sótanos y ya quiere volver para no perder la única conexión factible. En su afán por encontrarla a Elisa, o más bien en su desesperación al reconocer lo casi imposible de la empresa, Ómer juega a las preguntas. Y no pudiendo recordar pista alguna que le hubiera deslizado ella durante los días que estuvieron juntos -algún nombre o lugar donde podría haber acudido en busca de refugio- intenta distraerse con divagaciones abstractas. Si lo primero fue el verbo, ¿cuáles habrán sido los vocablos emitidos por Jehová para comunicarse con la nada imperante?

Conviene concentrarse en ese tipo de voces para reactivar un mecanismo que se ha desencajado, en parte por su culpa. Las dieciocho borradas se encontraban en casilleros precisos hasta el momento de su intervención. Separadas entre sí, bajo el control de quienes quizá algún día con intenciones más o menos aviesas quisieran repetir el experimento.

Es ésta una percepción de duermevela y conviene entenderla como tal aún tratándose de Ómer el poeta. Ómer el traductor lo sabe. Son complejos los insights y él intenta ordenarlos sin que adquieran aristas de vigilia y acaben diluyéndose por inconsecuentes, reducidos a unas pocas imágenes obsesivas:

Dieciocho escritoras encerradas en un barco afilando sus ideas e intuiciones, reflexionando más allá de conceptos remanidos, dieciocho mujeres navegando río arriba en un barco tripulado por otras mujeres sin interferencias de energías diversas o antagónicas; hormonales. La palabra le aflora inesperada y le causa risa y casi lo despabila del todo. Dieciocho mujeres navegando río arriba -retoma- remontando el río de sus propias ideas, metidas en un barco como caja de Faraday que se deja envolver por el rayo sin que el rayo pueda atravesarlo. Dieciocho mujeres las cuales, oficiando de antena sin proponérselo, lograron captar en el aire un saber reprimido, misterioso, un saber que volvió a diluirse en el aire cuando fueron separadas. La masa crítica, piensa Ómer. Un saber ignorado cristalizó en aquella instancia pero la fórmula era por demás inestable y ya se ha diluido.

Fue como la emergencia de un perdido pacto, la revelación de una clave, o más bien el desciframiento de un código antiquísimo. Eso intuye o conjetura Ómer y sabe que Esteban estaría encantado con la idea pero insistiría en ir más allá y recuperar esa momentánea revelación perdida para siempre.

A Ómer la recuperación le resulta indiferente y alucinado retorna a la visión de las dieciocho mujeres. El número se le ocurre cabalístico, ocho más uno igual nueve, número sagrado para los pitagóricos, el de la triple trinidad, esas cosas; hay mucho para desarrollar allí en materia numerológica pero no quiere distraerse. Deja que la visión lo acune, intenta visualizarse en el centro de las dieciocho -la lista de Elisa confirma la cifra-, de las dieciocho mujeres enlazadas, encadenadas en círculo con los brazos sobre los hombros de sus vecinas, en círculo, cabezas inclinadas hacia el centro y los ojos fijos en algo que él no alcanza a atisbar, mientras entonan un ensalmo o más bien una invocación o conjuro. Imagen por demás improbable que se le ha hecho recurrente y le despierta imperceptibles vibraciones del cuerpo, una sensación de disperso erotismo que le transita de abajo hacia arriba, de los pies a la lengua y por todos los poros, un goce indefinible como dicen que gozan las mujeres. A Elisa nunca le habló de esta obsesión que empezó a perseguirlo desde aquella larga siesta a la vera de un Mar Mediterráneo embravecido con resabios de perdidas civilizaciones, y Elisa nunca le dio calce para alimentar semejante imagen de aquelarre. Los misterios de Eleusis, ésa es mi imagen le explicaría él de tenerla a su vera. Más bien un scrum de jugadoras de rugby, le contestaría ella con prosaico realismo, devolviéndolo a su desdicha.




El Viejo de los Siglos

(pg. 229)

La mira dormir, a esta mujer que él ha acogido en su casilla sin saber bien por qué. Para protegerla sería la fácil respuesta, pero como siempre sucede con toda respuesta, cualquiera que ésta sea, resulta insuficiente. Una pregunta suele ser infinitamente más abarcativa que cualquiera de las soluciones que nos saltan al paso. De eso el Viejo de los Siglos está seguro. Comprende que decidió tomarla bajo su ala por muy diversos, inexplicables motivos personales. Él al menos no pretende explicárselos: no despertar al perro que duerme, se dice, aunque en realidad la dormida es esa mujer allí a su vera. El espacio es exiguo. Ella está sumida en un sueño hecho de sobresaltos y ansiedades, el Viejo de los Siglos retrocede en el tiempo, pero no tanto como podrían pensar esos jóvenes seguidores suyos que le pusieron el apodo y lo pretenden eterno. Eterno para atrás, porque lo que es para delante nadie ignora que esta cosa tiene un límite ineludible. Esta cosa: la vida. Él no es tan viejo como lo imaginan, pero a los otros al sumarle años les resulta más fácil acatar sus consejos. Su sabiduría.

La mujer a su vera, la durmiente, parece querer despertar. Con cierta indolencia abre un ojo, al rato el otro. El Viejo de los Siglos, que siempre exigió la vigilia a quienes lo siguieron, a ésta la quiere dormida. Por su propio bien, se dice, y la frase le causa una gracia sorda, hasta dolorosa. Deja de chupar el mate y le alcanza a ella un jarrito de lata con el brebaje de doña Remeditos. La Remeditos sí que es vieja. Él no se siente viejo, está como el jarrito cascado por los vientos de fronda y eso lo enorgullece. Fue capitán de ultramar en un tiempo, fue piloto de río, fue don Augusto a secas. En su calidad de Viejo de los Siglos también se siente a gusto, bien en su cuarteado pellejo, escuchando voces que no suenan para todos. La mujer en el catre, apenas erguida sobre un codo, bebe unos sorbos y vuelve a cerrar los ojos. Duerma, m'hijita, duerma, dice el Viejo de lo Siglos como para sí; duerma, que necesito tiempo para pensar.

¿Qué habrán dicho estas mujeres para desencadenar semejante represión?, se pregunta. Entiende sin embargo que lo dicho está en relación directa con aquello que no fue dicho. Como un faro: destello y silencio. Dos segundos de destello, siete de silencio. Es el nombre de luz y sombra del faro y entonces el marino en alta mar sabe exactamente frente a qué costa se encuentra, y dónde reside el peligro de encallar. Éste es el faro tal, porque el de tal otra isla o de otra costa tiene un nombre de ritmo distinto, hecho de otros tiempos de luz y de silencio.

La mujer dormida es como un faro, entiende ahora, y la está protegiendo porque en su momento ella supo decirle la verdad. Una verdad difícil, comprometedora. Como fuere. En los tiempos que corren la verdad es un elemento escaso e invalorable, merece todo su respeto. Ella parece tener la experiencia necesaria como para haberle metido a él cualquier bolazo y optó por sincerarse. Confió en él sin conocerlo, de puro buen olfato que tiene la mina, no más. Él ahora mismo sin ir más lejos podría entregarla a las autoridades, así mansita como está y como atontada, y terminar con estas tribulaciones que lo tienen a mal traer. Las autoridades, ¡qué locura! Sería como volver atrás. Borrar la frontera establecida por él mismo con tanto noble esfuerzo. Sería caer del otro lado de la frontera ética, aceptar el juego infame de las antiguas reglas, retornar a los tiempos desdichados de la fábrica con normas impuestas por los otros. Como borrar todo lo logrado al establecerse allí en esa tierra de nadie, todo lo imprescindible para defender el exiguo territorio y conservarlo tal cual, de nadie, zona fuera del mapa, desatendida del plano catastral. Inexistente en los papeles, tierra hecha de despojos, de escombros y detritus, tierra árida y desalmada y a la vez receptiva para ellos, casi sólida bajo sus pies, aceptando sin desmoronarse cada viejo ladrillo o lata, cartón o chapa o muro armado con botellas de vidrio como el vitral que adorna su propia casilla, su castillo de proa como gusta llamarla.

Ahora la luz se cuela por ese muro de cemento calado por multicolores botellas y arroja sobre la mujer dormida remedos de arcoiris y él podría estirar una mano y acariciarla si quisiera, pero no quiere. Ni eso. Sólo contemplarla de a ratos, en esta especial hora del día cuando el sol en su descenso atraviesa los vidrios de colores y él sabe que el vasto río más allá se irá tornando púrpura y a él en el alma se le despierta un rumor de catedrales góticas. Allí mismo en la villa de emergencia junto al río sin límite, vaya contraste.

Le dicen el Viejo de los Siglos pero mejor sería llamarlo el Viejo del Río. Y está allí frente a ella, la que dijo llamarse Melisa, esa hierba.




Melisa

(pg 256)

Melisa sentía la obligación moral de permanecer en la villa. Sus deseos de salir corriendo los iba reprimiendo con solo pensar que Ómer ya no andaría por estos lares, seguramente él habría vuelto a su tierra sin pensar más en ella. ¿A dónde ir, entonces? No olvidaba su condición de prófuga. Te quedarás acá por diez días más, le había el Viejo de los Siglos, y ya han pasado unos cuantos de esos días. Consideralo como un asilo político, le dijo el Viejo de los Siglos en su momento; el asilo tiene sus reglas: no podés salir del perímetro estipulado, no podés inmiscuirte en asuntos internos, no podés recibir noticias del exterior. ¿Entendido?

-Yo no pedí ningún asilo- clamó ella.

-No se trata de pedir. Te lo concedimos y punto. Al llegar acá irrumpiste en nuestro territorio, franqueaste nuestras barreras y ahora te queda más remedio que esperar. ¿Entendiste?

Entendió. Y entendió también que ya no es la misma. Melisa Strani se rige por otras normas, y una de ellas -melisa, la hierba melisa- es la paciencia. Ya le llegará el momento de actuar.

Cabe preguntarse qué mezcló doña Remeditos en la infusión que abrevó la sed de Melisa durante su prolongada cura de sueño para que ahora deponga la rebelión tan acorde con su antiguo espíritu combativo, y ni se cuestione su aquiescencia, su sentirse naturalmente bien arropada en el más inhóspito de los sitios. Doña Remeditos la había mandado a trabajar desde el primer día de su vigilia. Trabajos pesados, para que te distraigas de tus pesares, le dijo. Estoy embarazada, atinó a soplarle ella y doña Remeditos carcajeó entre dientes, entre diente más bien porque le quedaba uno solo. Después le diría al Viejo con sorna, como burlándose, Preñada de amor está ésa, de palabras, de cualquier cosa menos de un ser vivo. Las palabras también están vivas, le reprochó el Viejo, y vos bien lo sabés, vieja bruja, Caburé.

Cabe preguntarse, sí, pero por esa zona lateral del mundo nadie se plantea interrogantes inconducentes. Hay secretos hechos sólo para ser respetados, cuestan años de devoción, todos con suerte accederemos a alguno y no vamos a andar desbarajustando el sistema porque sí, por mera curiosidad. Somos como quien dice el filtro, le aclaró el Viejo, la interfase entre la ciudad de arriba y la de abajo, sin que eso signifique un orden geográfico sino moral. Custodiamos la ciudad de quienes se han hundido y le amparamos el secreto. ¿Qué quién nos lo pidió? Nadie, por supuesto, el secreto es algo que no se reconoce a simple vista, pero sabemos que late allí donde la promiscuidad y el terror y el abandono se suman a las ganas de vivir. Y lo cuidamos no para preservarlo de una posible desaparición sino de su profanación, usté me entiende, usté sabe de estas cosas, no en balde encontró refugio por estos andurriales. Entonces cuídelo, al secreto; vuélvase sorda, muda, ciega.




Ómer

(pg. 399)

Ómer ha deambulado por la ciudad durante toda la tarde arrastrando su frustración y su impotencia. Ya ni le importaba auscultar rostros ajenos buscando por las calles unos rasgos que parecen haberse perdido para siempre. En el país de los desaparecidos ¿una mancha más qué le hace al tigre? Sin embargo la voz del optimismo que suele estar agazapada en algún rincón de su conciencia para asaltarlo cuando menos se lo espera, le dice No hay dos sin tres. Si la encontró y perdió una primera vez y las circunstancias mucho más adelante lo llevaron a reencontrarla, si él pudo infiltrarse en su casa y en su vida y desencadenar el proceso, ¿por qué no apostar a un tercer encuentro, fortuito como corresponde? Pues porque ya lo ha hecho y ha perdido la apuesta, porque quizá él acá y Elisa allá, circulando por un país lejano o por un mundo paralelo que vendría a ser lo mismo. Y porque ya estaba harto. Harto de sí, que es lo peor de todo. Un solo, único, mezquino deseo: alejarse a toda costa de la pensión para no tener que negarse cuando le dijeran, como otras veces, que lo llama o lo busca una señorita. Nunca quiso ser buscado sino buscar, y ya ni ganas de buscar le quedan. Siente la promesa hecha a Alina de acompañarla a la milonga al día siguiente como un cuchillo en la garganta, como una inminente avalancha de nieve mientras él se desliza a ciegas por la pista durante un temporal. Temporal hubo, la noche anterior, pero no fue de nieve, no por estas latitudes. Y esta misma mañana Alina lo llamó para recordarle la cita del jueves, y él le aseguró que mantendría su palabra y ¿qué palabra puede ahora importarle?

Mejor alejarse para siempre de este territorio de desdicha. La traición es un puñal de doble filo. Sobre todo para quien ha traicionado. Para continuar siendo fiel al menos a una costumbre, se encamina a un ciber con la intención de escribirle a su colega en Israel pidiendo que le adelanten el pago de una nueva traducción que prometerá hacer en tiempo récord. Que sea un trabajo importante, necesita comprar un pasaje aéreo. ¿A dónde? No sabe, pero ya no tiene sentido alguno permanecer en una ciudad donde el principal objetivo se le ha desdibujado. No es que sienta que la ha traicionado a Elisa Algañaraz, ha traicionado la dedicación total que tenía puesta en la tarea de encontrarla. Y entonces, ¿para qué quedarse?

Ya que está, y por costumbre, pone en el buscador el nombre de una de las otras borradas. Y por primera vez obtiene respuestas. Múltiples entradas, como si hubiera vuelto a la vida. Así con las demás hasta completar diecisiete nombres. Recuerda a cada una de ellas como si las hubiera conocido a pesar de no haber jamás ni intentado acercárseles, a pesar de que el árbol le había tapado el bosque. Están todas nuevamente en la web, resucitadas, sólo falta la principal, pero Elisa es sólo principal para él, para los demás debe de seguir siendo la olvidada, la inexistente, la que oculta su paradero y se refugia en el anonimato. En un golpe de inspiración pone Juana Azurduy en el buscador y también salta ese nombre, 101.027 entradas, imposible siquiera revisarlas, descubre que ha habido otras mujeres guerrilleras de la época que pelearon junto a Juana o por otras zonas de la montaña, sí, diecisiete mujeres, piensa, pero claro no es ésa la cifra, se marea, las otras no le importan aunque demás está decir que entiende imposible el hecho de encontrar aquel breve texto de Elisa que él supo devolverle en su momento. Un solo hombre maté de muerte, recuerda que empezaba diciendo el texto y él siente ser el hombre que ella mató, de muerte por angustia, por asfixia en un universo vacío donde ella no está. Todo refuerza su necesidad de irse, de empezar de nuevo, de ser otro o mejor ser él mismo sin esa urgencia de quedarse a la espera de algo que no tiene visos de suceder. Esperanzas: cero. Alina la leoncita tiene su vida hecha sin él y a él de todos modos no le importa, ni siquiera a su cuerpo le importa en verdad. Alina Meyer. Mejor irse, renunciar antes de que sea demasiado tarde y se encuentre para siempre inmerso en una culpa a la que nunca dejará de sacarle filo, como si fuera un puñal, cuando en realidad ni sirve para cortar algo en dos. La fidelidad a alguien cuyo paradero se desconoce es un acto de fe, y él ha perdido la fe.

No irá al tango con Alina, no irá a ninguna parte, volverá a la pensión a armar su bolso, cambiará de barrio por unos días hasta que le giren el dinero suficiente para seguir viaje quizá de regreso a El Cairo o a donde sea que alcance el capital.

Mañana, se dice, y la palabra le retumba en las sienes. MAÑANA, lee de golpe en la vidriera de la agencia de turismo que está entre el célebre café de los encuentros y su pensión. Es un cartel pequeño pero llamativo de grandes letras dispares. Se asombra de la coincidencia, de la concatenación de coincidencias, Mañana y turismo. Por eso decide darle un regalo de despedida a Alina y acompañarla al tango. Total la cosa no es hoy. Es Mañana.





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