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El Marqués de la Ensenada (1702-1781)

Texto procedente del «Diario» de Manuel Luengo, recopilado y comentado por el padre Isidro María Sans



En su «Diario de la expulsión de los jesuitas de los Dominios del Rey de España (1767-1815)» el P. Manuel Luengo nos ha legado una extensa y cordial semblanza del Marqués de la Ensenada, particularmente basada en sus propios recuerdos personales.

Isidro M.ª Sans





No dudo decir que, si alguno, que le haya conocido bien y esté bien informado de sus cosas, escribiese su vida, como era justo que se hiciese, aparecería un Ministro igual y acaso superior a los más celebrados de este siglo y de los antecedentes, de España y de otras partes, que suelen andar en las bocas de todos. Yo no dejo de saber algunas cosas de este famoso Ministro y pudiera saber otras muchas de varios jesuitas que le trataron con alguna intimidad, y especialmente del P. Isidro López, de nuestra Provincia, que le mereció al Marqués una estimación y confianza muy particular. Pero, aun después de todo y, aunque la reserva con que escribo este Diario, me permitiese tomar todos estos informes, no me hallaría en estado de poder escribir su vida. Me contentaré, pues, con presentar un sucinto resumen de ella y alguna idea de su verdadero carácter, y con decir una palabra de su afecto y estimación para con la Compañía de Jesús, que en su principio, en su progreso y en su constancia tuvieron algo de singular, y son todo el motivo que nos induce y aun nos obliga a dar a conocer de algún modo en este nuestro Diario a este famoso Ministro.

Hasta que entró en el Ministerio es muy poco o casi nada todo lo que puedo decir de su vida. Nació en Santo Domingo de la Calzada o en algún lugar vecino [Hervías, La Rioja], de familia humilde, y su padre, a lo que oí decir muchas veces, fue Maestro de Escuela de Niños. De joven sirvió de paje algún tiempo en la Casa de Caracena y después a la aventura, a lo que parece, sin apoyo alguno particular y sin otras recomendaciones que una buena letra y sus prendas personales, se fue a la Corte de Madrid. En ésta debió de entrar de Escribiente en alguna Secretaría o Covachuela de la Marina, y por aquí debió de hacer su fortuna, pues el primer empleo distinguido que tuvo, en cuanto yo sé, fue el de Comisario Ordenador en el Astillero de Santander o de Guarnizo, desde donde pasó a ser Intendente en el de El Ferrol. Estuvo después al servicio del Infante D. Felipe, y algún tiempo estuvo en Italia de Intendente de Ejército en la última guerra de los españoles con los alemanes. Y desde este empleo pasó al de Secretario de Estado del despacho de Hacienda, y pudo ser esto hacia el año de 1743, reinando todavía Felipe V, que no murió hasta el año de 1746. A éste le sucedió en la Corona su hijo Fernando VI, Príncipe pacífico, y así se hizo la paz lo más presto que se pudo, y sería ya dentro del año de 1747. Y en este punto se puede decir que empezó el Ministerio del Marqués de la Ensenada, que, a lo que yo juzgo, había entrado ya en las otras Secretarías de Guerra, Marina e Indias, pues, mientras duró la guerra con Ejército en Italia y en la mar todos los navíos que había, no se hacía poco en atender y proveer a ella y a los demás gastos regulares de la Corona.

Éste era un lugar oportunísimo para presentar el verdadero estado de la Monarquía Española al acabarse el año de 1747 la última guerra ocasionada por la sucesión a aquella Corona de la Casa de Borbón. Un hombre que con precisión, exactitud y personalidad presentase el verdadero estado de España el año de 1747 en los principales ramos que conducen a la felicidad y grandeza de un Reino, y el que tenía el año de 1754, en que salió del Ministerio el Marqués de la Ensenada, aunque el corto espacio de siete años apenas basta para idear el restablecimiento de una Monarquía y poner algunos buenos principios de él, haría una demostración evidentísima y palmar, por una parte de que los talentos de los españoles son para todo, por otra parte de que el dicho Ensenada fue un Ministro igual y aun superior a los mayores que ha conocido Europa, y por otra tercera que, pocos años más que hubiera durado su gobierno, hubiera igualado la Nación Española a las extranjeras en muchas cosas y aun las hubiera excedido en algunas.

Yo no puedo hacer esta cosa sino muy imperfectamente, porque era joven de pocos años cuando estuvo en el Ministerio el Marqués de la Ensenada y porque ahora no tengo a la mano otros documentos ni otros archivos que mi memoria, no atreviéndome a preguntar a otros muchos, que pueden estar informados de muchas cosas, por el secreto que me es forzoso guardar en este punto. Por lo mismo dejaré aún de insinuar muchas cosas, que fueron obras suyas, por no tener de ello una entera seguridad. Aun así bastará lo que aquí se diga para que aparezca el Marqués de la Ensenada un hombre grande y extraordinario, y para que se entienda que con los convenientes documentos sería fácil hacer la dicha demostración.

Por un siglo entero, y acaso más, por causas inevitables por la humana prudencia, fue España siempre perdiendo Estados, grandeza, poder, el esplendor y cultivo de las Artes y de otras cosas que contribuyen a la felicidad de un Reino. Éste es un punto de historia certísimo, pues saben todos que el gobierno flojo y descuidado de los últimos Reyes de la Casa de Austria, y especialmente de Carlos II, la mitad del siglo pasado, y más habiéndose rebelado muchas de sus Provincias, y teniendo la desgracia que en Francia e Inglaterra hubiere Reyes que supiesen aprovecharse de la triste situación de España, causó inevitablemente una grande decadencia de todo. A este medio siglo tan infeliz le siguió otro medio aún más miserable por las guerras ocasionadas por la sucesión a la Corona de la Casa de Borbón, que con algunas interrupciones duraron hasta este año de 1747. Al principio de él se vio todo el Reino inundado de Ejércitos, de franceses como de amigos y aliados, de holandeses, ingleses, portugueses y alemanes como enemigos, y todos los naturales en armas. Y lo peor de todo fue que aun pelearon unos contra otros por seguir unas Provincias a la Casa de Austria y otras a la de Borbón. En este desconcierto general de la Monarquía, ¿qué pudo quedar en pie de lo que no se hubiese arruinado en el medio siglo antecedente? Se hicieron paces perdiendo en ella mucho España. Y los esfuerzos, que se empezaron a hacer para el restablecimiento de las cosas en la Monarquía una o dos veces, no pudieron tener efectos muy grandes porque los impidieron tres guerras de muchos años y dos con Ejército de españoles en Italia. Y por todas estas cosas juntas se causó necesariamente un gran vacío en la población, pobreza en el Erario y decadencia en artes, en comercio y en todo.

Todos estos ramos, y los otros que contribuyen a la felicidad y grandeza de una Monarquía, las abrazó a un mismo tiempo el Marqués de la Ensenada y puso en práctica con increíble presteza, actividad y acierto muchos medios y arbitrios para promoverlos y adelantarlos. Y para decir en particular y con algún método alguna cosa, los reduciremos todos a cuatro puntos o artículos, y serán Artes útiles, Obras en utilidad para defensa o adorno de la Monarquía, el Comercio y la Marina.

Un sólo medio tomado por el Marqués para adelantar las artes y aun las ciencias es una prueba evidente de tres cosas. La primera es que en su tiempo se adelantó en este ramo todo lo que fue posible en un espacio de tiempo tan corto como siete años. La segunda que, en pocos años más que hubiera estado en el Ministerio, se hubieran hecho rápidamente adelantamientos muy grandes. Y la tercera y última que a él se deben por dos títulos los progresos que se han visto después en España. Apenas se hicieron las paces el año 1747, empezó el Marqués de la Ensenada a enviar jóvenes y otras gentes fuera del Reino con la conveniente pensión por el Rey para mantenerse, y destinados a instruirse en algún arte o en otra cosa para hacerse útiles a la patria. Yo no puedo decir en este asunto, sino en términos generales, que estos Pensionados fueron muchos. Y para prueba de esto basta decir que de solos los jesuitas fueron ocho, dos de cada una de las Provincias, los que con buenas pensiones por el Rey pasaron a París y Lyon de Francia para instruirse en algunas cosas que se creían oportunas en las circunstancias.

Un hombre que puso un medio tan costoso para promover el adelantamiento de las artes, ¿cómo podía dejar de aprovecharse con empeño de los socorros que podía tener para este mismo intento dentro de casa? En efecto, todo se puso al instante en movimiento y agitación. Y mientras los Pensionados estaban fuera de España, se adelantó no poco en todos los ramos de Matemáticas, y especialmente en las que más de cerca tocaban a la Marina, y en el cultivo de las artes nobles, en las Escuelas de Cirugía y en otros puntos. Y para prueba de esto se podrá traer la fundación y mejoras de Seminarios, Colegios y Escuelas, viajes por el mar con el fin de averiguar algunas cosas, y libros en estos mismos asuntos, pues de todo hubo en el corto espacio de su Ministerio. Pocos años más que se hubiera conservado en éste, hubiera logrado de lleno el fruto de este útil arbitrio, pues, volviendo a España todos estos Pensionados, con ellos y con otros hubiera establecido al instante, según tenía ideado, Academias, Estudios y Escuelas públicas en varias partes de muchas cosas, y con ellas necesariamente se hubieran hecho progresos muy grandes.

No llegaron estos Pensionados a España, generalmente hablando, hasta después que el Marqués de la Ensenada había salido del Ministerio, y los que le sucedieron en él hicieron poco caso de este medio oportuno para el adelantamiento de las artes y ciencias, y por ventura al principio a lo menos no emplearon en cosa alguna a ninguno de ellos. Y sabemos con certeza que los dos de nuestra Provincia que estuvieron Pensionados en Francia, y son el dicho P. Isidro López y el P. José Petisco, jamás fueron empleados en la menor cosa por el gobierno. Y no habiendo otra causa de este proceder de los nuevos Ministros que su empeño en despreciar y deshacer todas las cosas del Marqués de la Ensenada, es consiguiente que, generalmente hablando, tampoco se han valido cosa alguna de los otros que estuvieron fuera de España. Ésta es en pocas palabras la verdadera historia de los progresos en las artes en España desde la mitad de este siglo XVIII y por ella consta que el Marqués de la Ensenada en su corto Ministerio después de la paz del año 1747, promovió con felicidad y buen suceso el cultivo de todas ellas, que hubiera hecho adelantamientos muy considerables si hubiera tenido tiempo para emplear, según sus grandes ideas, a los que envió a instruirse fuera del Reino. Que a él se le deben en mucha parte los progresos que después se han visto, ya por haber puesto en movimiento todas las cosas dentro de España y haber asentado buenos principios y ya porque sus Pensionados a países extranjeros, aunque por lo común privadamente, han ayudado también a estos adelantamientos. Y que en suma este incomparable Ensenada, con mucha más razón que muchos que se glorían de restauradores de las artes útiles en el Reinado de Carlos III, debe ser tenido como un diligentísimo restaurador de todas ellas en el Reinado de Fernando VI.

En el segundo artículo de obras ventajosas a la Nación hechas por el Marqués de la Ensenada en su corto Ministerio merece ser contada en primer lugar una Eclesiástica por muchas razones útil para la Monarquía. Ésta fue un Concordato hecho con la Santa Sede el año de 1753, siendo Sumo Pontífice el boloñés Benedicto XIV. Y en él no hubo por parte del Ministro fieros, terrores y amenazas, que son los medios de que principalmente se han valido y se valen los que ahora se llaman grandes Ministros como Roda, Moñino, Azara y otros semejantes para conseguir lo que quieren de los Romanos Pontífices. El Marqués de la Ensenada no puso en práctica para lograrlo otros medios que los que dicta una política sabia, cristiana y en nada reprensible. Y aun supo hacer todas las negociaciones para este asunto de tan buen modo que, si bien el Concordato gustase poco a Roma, el Papa quedó más aficionado y con mayor estimación del Marqués que hasta entonces, como se entenderá por lo que se dirá un poco más adelante.

Por el Concordato cedió el Papa al Rey Católico la provisión de gran número de Canonicatos y de otros Beneficios, si no me engaño, no reservándose Su Santidad más que unos 40 ó 50 de los primeros y algún otro de los segundos, aunque había provisto hasta entonces la mayor parte de los Canonicatos de España. Por parte del Rey se dio a Roma una suma de dinero tan grande que impuesta a un 4% ó 5% al año pudiese redituar abundantemente, cuanto solía anualmente sacar de las bulas de Canonicatos y Beneficios cuyo patronato y provisión había cedido. Parando aquí solamente, una vez que no se quisiese usar de violencias y opresiones, como antes y después han hecho otras Cortes en este mismo asunto, es ya este Concordato una ventaja muy grande de la Nación, pues es constante que en 20 ó 25 años hubiera venido de España a Roma por este título de las Bulas tanto dinero como ahora se dio de una vez. Y si no se hubiera hecho así, continuaría la extracción de dinero de la Monarquía por razón de las dichas Bulas por muchos años y aun para siempre.

Pero además de ésta trajo el Concordato otras tres grandes utilidades a la Nación. La primera fue el librar a muchos centenares de españoles de venir arrastrando a Roma todos los años y de que en esta Ciudad padeciesen no poco y se abatiesen mucho varios de ellos a oficios bajos y viles para lograr el empeño y recomendación de un Cardenal, de un Monseñor o de una Dama para conseguir un Canonicato o un Beneficio. Fácil es de entender que se libraron los españoles de muchos trabajos, humillaciones y miserias con este Concordato, no teniendo ya que venir a Roma para pretender cosa alguna. La segunda utilidad fue el impedir otra extracción, y no pequeña, de dinero de España para Roma, porque los muchos españoles que estaban siempre en esta Ciudad pretendiendo alguna cosa, tiraban de sus casas lo que podían para mantenerse, y con lucimiento si podía ser, y para regalar a los que podían ayudarles en sus pretensiones. Y todo esto se acabó con el Concordato.

La tercera y última, y más importante que las otras, fue el haberse quitado el abuso de las Coadjutorías, con las que muchas prebendas se habían hecho ya casi hereditarias en algunas familias, y no quedar las Catedrales tan expuestas a verse pobladas de hombres de bajo nacimiento, ignorantes y de no muy ejemplar conducta, cuales eran no pocos de los que volvían de Roma a España provistos de algún Canonicato. En efecto, en los 12 ó 13 años que habían corrido desde la publicación del Concordato hasta nuestro destierro a Italia, ya se habían mudado no poco en este particular las Iglesias Catedrales, y en todas ellas, y especialmente en las de Toledo, Sevilla, Santiago y otras muchas ya se veían, además de los Canónigos que ocupaban las prebendas de oposición, otros muchos hombres de estudios y de carrera, y en todo iguales a los Prebendados. Y si el presente Ministerio no hubiera arruinado inicuamente los seis Colegios Mayores, de los que principalmente se proveían las Catedrales, habría ya en ellas muy pocos que no hubiesen sido Colegiales, y por consiguiente hombres de honra, de buena educación, de carrera de estudios y a una mano de buena conducta. Millones bien empleados y con sólidas ventajas de la Nación por muchas partes.

No fue culpa del Marqués si no tuvieron otras de mucha importancia otros millones, y más en número, que derramó dentro de la Monarquía en la segunda obra de que vamos a dar alguna razón. Emprendió poner en España el Catastro o terratico, como dicen aquí, en Bolonia, y viene a ser un impuesto sobre las tierras y demás haciendas raíces, en lugar de los tributos y otras contribuciones sobre frutos comestibles y otros géneros. Para disponer todas las cosas necesarias a esta grande operación estuvo algunos años esparcido por todas las Provincias del Reino un ejército de Comisionados o Sobrestantes, de Medidores de tierra, Oficiales y Escribientes, y todos con buena paga. Desde luego hizo un beneficio muy grande con esta diligencia en los años de 1752 y 1753, en los que hubo en muchas Provincias mala cosecha de trigo y valía el pan a un precio muy alto, pues con estos sueldos se socorrieron muchas familias. Y dejó la cosa tan adelantada, que el Marqués de Esquilache, Secretario de Hacienda en los primeros años de este Reinado de Carlos III, creyó que estaba ya en estado de ser puesta en ejecución. A este fin se tuvieron varios Consejos o Juntas, y a ellas asistió el Marqués de la Ensenada, que ya había vuelto a Madrid.

En ellas todos, como yo mismo le oí contar al Marqués de la Ensenada, fueron de parecer que nada faltaba para poner en ejecución el Catastro. Pero el Marqués les hizo desistir de esta resolución, haciéndoles ver que para dar este paso con acierto faltaba ésta y la otra diligencia. Y añadió que si, practicadas estas cosas como se debía, llegase el caso de establecer este tributo, no debía ser ni aun la mitad de lo que dijo el Marqués de Esquilache en la misma Junta. Éste quería que fuese el tributo un 2% y el Marqués de la Ensenada dijo resueltamente que ni aun debía ser un 1%. Todo esto es certísimo, pues se lo oí contar yo mismo largamente al mismo Marqués de la Ensenada. De aquí se infiere con evidencia que pocos años más de Ministerio le hubieran sido bastantes para poner en planta con equidad y aun con moderación este tributo del Catastro, de lo que se hubiera seguido, a lo que comúnmente se piensa, grande utilidad a la Monarquía y también alguna gloria, pues hubiera sido España la primera de las grandes Monarquías en que se hubiera visto puesto en ejecución, y con bellísimo orden, este método de tributos sencillo, fácil, uniforme y no expuesto a los fraudes, latrocinios y opresiones que los otros. Y para España, más que para otras partes, tenía la grande utilidad de que serían muy útiles para otras cosas 40.000 ó 50.000 hombres, que ahora están empleados en las Aduanas y en los oficios de Guardas de a caballo y de puertas de las Ciudades, que entonces dejarían de estarlo.

De estas dos obras hemos hablado con alguna extensión porque en ellas se descubre con alguna particularidad, el que las hizo, no sólo un hombre grande, sino también animado de celo para emplear los tesoros del Rey a beneficio de la Nación y de los vasallos. Por lo que toca a otras varias, no haremos más que insinuarlas brevemente. Hizo obras bien grandes en la Fortaleza de Figueras, y acaso de planta el Castillo, y en la Ciudad de Pamplona reparos muy costosos. En Cartagena de Levante fabricó un Hospital verdaderamente regio y magnífico. Y en Sevilla engrandeció notablemente la gran fábrica del Tabaco. Abrió el puerto de Guadarrama haciendo un hermoso camino de comunicación de las dos Castillas, y por muchas leguas y asperísimas montañas hizo o perfeccionó el camino de ruedas desde Castilla hasta el puerto de Santander. En Madrid se trabajó con mucho calor, todo el tiempo que Ensenada fue Ministro, en la fábrica del nuevo Palacio Real, y aun destinó dinero para reparar el Palacio de los Reyes en la Ciudad de Valladolid. No son pocas ni de poco coste estas obras, hechas en el corto Ministerio después de las paces, del Marqués de la Ensenada, que se me han venido a la memoria. Y es bien fácil que no me hayan ocurrido todas aquéllas de que en otro tiempo tuve noticia, y mucho más que nunca la tuviese, de varias que hizo en países en que yo no he estado.

En el tercer artículo de que propusimos hablar, que es el Comercio, se nos ocultan necesariamente mil cosas dignísimas de saberse. No obstante, lo poco que diremos podrá bastar para que de algún modo se entienda que en este importantísimo ramo hizo mucho, y que lo hubiera llevado a una altura muy grande. Desde luego hubiera facilitado el Comercio interior de unas Provincias con otras el Catastro, con el cual se quitaban todos los embarazos y molestias de aduanas y registros. ¡Cuánto hubiera ayudado también a este mismo Comercio la comodidad de caminos carretiles a todos los puertos principales de la Monarquía, que apenas se ha conseguido en estos 30 años después que Ensenada salió del Ministerio, y él hubiera hecho que se gozase en pocos años! ¡Y qué ventajas no se hubieran seguido al Comercio interior, y aun el de fuera, de Canales navegables en algunas o en muchas Provincias!

La utilidad para el Comercio, y para otras muchas cosas, de esta navegación interior por canales por sí misma se entiende. Y no hay la menor duda de que en este punto tenía el Marqués de la Ensenada vastísimas ideas y grandísimos proyectos. Y no la puede haber tampoco en que los hubiera ejecutado con prontitud y magnificencia, si no se le hubiera acabado el poder tan presto. Ya dio en este particular una muestra de las grandes cosas que hubiera ejecutado en pocos años más de Ministerio. Emprendió hacer un Canal navegable y de regadío a un mismo tiempo, arrancando desde casi las faldas de las montañas de Reinosa y llevándolo por las llanuras de la Provincia de Campos. 7.000 u 8.000 hombres trabajaron en este Canal en los años de 1752 y 1753, que fueron de carestía como antes se dijo, y de este modo pudo comer un pedazo de pan toda aquella pobre gente. En ellos se abrieron los diques para tomar las aguas, se fabricaron muchas inclusas, arsenal y otras muchas obras, y se le hizo correr el Canal por varias leguas. Aquí hay muchos que han visto aquel Canal y varios aquí en Italia, y aseguran que el del Marqués de la Ensenada los excede a todos en aseo, anchura, solidez y magnificencia. ¡Qué no hubiera hecho este hombre en este importantísimo ramo si no se hubiese acabado su gobierno! Los que han mandado en la Corte después de él, han hecho con este Canal lo mismo que con los Pensionados fuera del Reino. Ya no había dificultad alguna considerable que vencer, y con sólo aruñar la tierra, por decirlo así, pudieran haberle hecho correr muchas leguas, con grandes ventajas para aquel país en la fácil conducción de todas las cosas, y con otras acaso mayores por la comodidad del riego para aquellos campos. Y con todo eso, aunque no se ha abandonado del todo, no se le ha hecho correr en estos 28 años tantas varas como él le hubiera hecho caminar leguas en dos o tres solamente.

Sobre otro ramo importantísimo para el Comercio interior, y aun de fuera, cual es del de las fábricas, se podrían escribir tomos enteros. Yo sólo diré en general que no había fábrica en el Reino, por miserable que fuese, que no tomase mucha actividad y vigor en el Ministerio de Ensenada, y en particular alguna cosa de dos fábricas levantadas desde la nada por él y llevadas hasta una altura y perfección tan grande que acaso excedían a todas las de los mismos géneros de las Naciones Extranjeras. En la Ciudad de León, una de las más proporcionadas del Reino para este asunto, estableció una gran fábrica para cosas de lino. Hizo de planta la gran casa, mayor que un magnífico palacio, en la que se habían de colocar todas las cosas necesarias y útiles para el dicho intento. Los telares, que había en ella, no eran menos de 4.000, y empleándose por consiguiente en esta fábrica 12.000, 15.000 ó 20.000 personas, se hacían en ella todas las cosas de lino más preciosas y delicadas, gorros, calcetas, mantelerías dignas de las mesas de los Soberanos, y efectivamente se pusieron en la del Rey de España, y otras muchas cosas como éstas. La otra fábrica, y no menos magnífica que la de León, y en la que trabajan diariamente de 7.000 a 8.000 personas, fue de tisúes, galonearía y las demás cosas de plata y oro, y la puso en la Villa de Talavera de la Reina. Pocos meses más que hubiera durado su Ministerio, hubiera puesto en España una fábrica de Lacre, para la que tenía ya dispuestas todas las cosas necesarias. Y hablando el Marqués de ella largamente una tarde, con asombro le oí asegurar que en este género, al parecer de poco uso, salían anualmente de España 40.000 ó 50.000 pesos. Y esta extracción se impedía con la dicha fábrica, y acaso se atraería de fuera algún dinero, porque pudiera ser el Lacre de España más barato que el de otras Naciones. ¡Cuánto dinero dejaría de salir de España a los países extranjeros con las otras grandiosas fábricas de León y Talavera, y quizás lo haría también venir de fuera y por lo menos de las Indias Españolas!

Allá en América iba tomando con acierto las medidas convenientes para entablar un buen Comercio desde Acapulco con Filipinas y con China, con el cual por lo menos hubiera conseguido que los españoles no tuviesen necesidad de comprar de los extranjeros la mayor parte de los géneros del Oriente. Y acá en Europa tenía entre las manos los dos arbitrios oportunísimos para que España pueda gozar más ventajosamente del Comercio con sus Provincias Americanas, y entablarlo por mar con otras Naciones. Uno de ellos era la extensión del Comercio con América, reunido en Cádiz, a muchos puertos de la Monarquía. Este arbitrio se ha puesto al cabo en ejecución unos 20 años, por lo menos, después de lo que lo hubiera ejecutado, y verosímilmente con mejor suceso, el Marqués de la Ensenada. El otro era la paz con las Potencias de África. Sobre este asunto le oí una tarde hacer una especie de disertación con bello orden, con mucha perspicuidad y hermosura. En ella presentó estas dos proposiciones: 1.ª, en la paz con los moros hay menores males para la Religión y para el Estado que en la guerra con ellos; 2.ª, en la dicha paz hay mayores bienes para aquélla y para éste que en la dicha guerra; y las demostró hasta la evidencia. Y añadió que, habiendo hecho escribir, cuando estaba en el Ministerio, un papel sobre este asunto, habían quedado convencidos de las ventajas para todo de la paz con los africanos todos los que lo habían leído, y entre ellos nombró al P. Confesor Rábago, aunque había entrado a leerlo con fuertes preocupaciones. Tenía, pues, ya allanada una de las mayores dificultades en este punto, que era la aversión de los españoles a tener paz con los moros, después de haber estado en guerra con ellos por muchos siglos. Y ya había empezado a buscar correspondencias en Constantinopla, en donde principalmente se había de asentar la paz con los africanos. En este proyecto se ha hecho ya al cabo alguna cosa, pues hay ya paz con el Emperador de Marruecos, y se trata al presente de hacerla con el Turco. Pero es certísimo que mucho antes, y verosímilmente con más honra y más solidez, la hubiera concluido con todos el Marqués de la Ensenada, y ya haría muchos años que las embarcaciones de Comercio de muchos puertos de España fueran por el Océano a América y corrieran por el Mediterráneo sin temor a los Corsarios de África.

Todo lo dicho hasta aquí, y que fue hecho, comenzado o proyectado por el Marqués de la Ensenada en los tres artículos de las Artes, de Obras útiles y del Comercio interior y por el mar, aunque lo de cada uno bastaba para acreditar a un Ministro, fue en él, por decirlo así, una diversión, y de cierto no fue lo que le llevó sus mayores atenciones y cuidados. Su principal ocupación los años de su gobierno fue la Marina, y en ella hizo tales cosas que fuerzan a tenerle por un hombre extraordinario y casi prodigioso. Todos saben especulativamente que España debía tener una Marina superior a la de otras Naciones, pues con ella sola podía defender sus ricas posesiones de América, y en mucha parte sus mismos Estados en Europa; y no le faltan medios y proporción para tenerla. Y la tuvo efectivamente en el Reinado de Felipe II y algún tiempo antes y después. En el siglo pasado fue creciendo la Marina de otras Naciones y disminuyéndose la de España, y en el Reinado de Carlos II casi llegó a extinguirse. En este siglo, y reinando ya en España la Casa de Borbón, en algunos intervalos de paz se tomó con algún empeño el restablecer la Marina Española, pero viniendo después otra guerra se perdió lo que se había ganado, como últimamente sucedió en el Ministerio del Marqués de la Ensenada en la famosa batalla de Tolón el año el año de 1745, de 10 u 11 navíos españoles contra 27 de los ingleses, en la que la Marina Española peleó con un valor extraordinario, pero no pudo impedir, siendo tan superiores las fuerzas de los enemigos, que se perdiesen o inutilizasen casi todos los navíos.

Dos años después de esta batalla, en la que casi se acabó la Marina Española, se hicieron las paces, y en este punto entró el Marqués de la Ensenada en el gran proyecto de levantar la Marina Española hasta igualar o exceder a la Inglesa, no obstante que, por decirlo así, no había un cuarto en el Erario Real ni una tabla en los astilleros. A esta grande obra se entregó todo, o por lo menos hizo tanto en ella como si no hubiera tenido otra cosa en que emplear sus extraordinarios talentos. Promulgó oportunos Edictos o Leyes sobre plantíos para que, en cuanto fuese posible, no faltase madera para los Arsenales. Dio oportunas providencias para que estuviese pronta, en cuanto se pudiese, la marinería necesaria para las Escuadras del Rey. Y animó a entrar a servir en la Marina a muchos jóvenes de familias muy ilustres de España, y verosímilmente se hubieran visto bien presto en las Escuadras Españolas los mismos Grandes, como se vieron antiguamente en el Reinado de Felipe II.

En los Astilleros de Guarnizo y Cartagena dispuso todas las cosas convenientes para la pronta construcción de muchos navíos, y en el segundo hizo diques, y los hubiera hecho en Cádiz, si hubiera sido posible. Y en el Puerto y Astillero de El Ferrol hizo obras inmensas de fortificación y de fábricas de cables, velas, banderas y otras cosas necesarias para los navíos. De éstos se contaban ya el año de 1754, cuando salió del Ministerio el Marqués, entre los que ya se habían construido y se estaban construyendo y puestos ya en quilla 50 y acaso más. Y sin duda le hubiera sido mucho más fácil construir otros tantos en otros 6 ó 7 años de Ministerio. Y he aquí que este incomparable Ministro en 12 ó 14 años de gobierno, sin encontrar dinero en el Erario ni provisiones en los Astilleros, criándola casi desde la nada, hubiera levantado la Marina Española hasta 100 navíos de línea, y por lo menos hasta los 80 ó 90, y por consiguiente hasta igualar o exceder a la de los ingleses. Prodigio de talentos y actividad, que acaso no se ha visto otra vez en Nación alguna.

Y para que esto no parezca tan increíble, añadiré una noticia segurísima, que es prueba evidente de que el año de 1754, cuando salió del Ministerio Ensenada, tenía en los Astilleros tantas provisiones que con ellas solas se podían fabricar muchos navíos. El año de 1766, 12 años después que salió del Ministerio, hallándose en Medina del Campo, recibió carta del Bailío D. Julián de Arriaga, Secretario de Marina, que leyó en mi presencia. En ella le decía el Sr. Arriaga que había hecho tasar la madera que había todavía en El Ferrol, de la que él había acopiado, y que había sido tasada en 200.000 doblones. Yo no entiendo de construcción de navíos, pero me parece que madera que vale 600.000 pesos duros podía bastar en aquel tiempo para hacer 6 navíos de línea. ¿Y cuánta se habría gastado, por poco que se hubiese querido trabajar, en 12 años que habían corrido desde su salida del Ministerio hasta esta tasación, y más habiendo habido en este tiempo guerra con los ingleses? Y no estarían desprovistos del todo los otros Astilleros de Guarnizo, de Cartagena y aun de La Habana en la Isla de Cuba. Así que no sólo es evidentísimo que el Marqués de la Ensenada en otros 6 u 8 años de Ministerio hubiera llevado la Marina Española hasta los 80, 90 y aun 100 navíos de línea, si hubiera querido, sino también que, los que le sucedieron, pudieran haber fabricado a lo menos hasta llegar a 70 con la madera que él había juntado en los Astilleros.

Un prodigio mayor que haber hecho tantas cosas en solos 7 años, es haber tenido dinero para hacerlas, habiendo encontrado el Erario Real vacío del todo. ¿Cuántos millones de pesos duros se gastaron, sin contar otros gastos extraordinarios de menor monta, en el Concordato con la Santa Sede, en el Catastro, en el Canal, en los caminos, en las costosísimas fábricas de Talavera y León de las que por falta de tiempo apenas sacó producto alguno, en el Hospital de Cartagena, en el Palacio Real, y sobre todo en los Astilleros, y especialmente en el de El Ferrol, y en el restablecimiento de la Marina casi desde la nada hasta 60 ó 70 navíos de guerra, con las fragatas y demás embarcaciones correspondientes? Yo no lo puedo decir ni aun a poco más o menos. Pero ciertamente fueron muchos más de los que regularmente se gastaban y aun se gastan ahora en cosas extraordinarias.

¿Y de dónde le vinieron a este Ministro tantos millones? ¿De miseria y ruindad en otros ramos? No quiero disimular aquí que se tachó en el gobierno de Ensenada el haber reformado alguna tropa de tierra después que se hizo la paz. Pero también se debe decir que, aun después de haber perdido el mando e importando mucho a sus enemigos el desacreditarle para con la Nación, jamás oí tachar otra cosa en su gobierno que esta reforma de la tropa de tierra. Esto sólo es una prueba evidente de que fue un Ministro de talentos y prendas singularísimas, pues, habiendo tenido cuatro Secretarios de Estado a un mismo tiempo, y teniendo un interés y empeño muy grande, los que le sucedieron en el mando, en tachar cosas de su gobierno, no han podido tachar sino una sola. ¿Y ésta fue falta muy grande? Yo no estoy bien informado de esta cosa. Pero sé por la experiencia de todos los días que en todas partes se mantiene más tropa en tiempo de guerra que en tiempo de paz, y que al hacerse las paces se suele reformar la tropa. Y aun me atrevo a decir también que no fue mucha la tropa que reformó el Marqués de la Ensenada.

¿Acaso recogería tantos millones echando muchos y pesados tributos a los pueblos? Éstos son los medios y arbitrios de los que se llaman grandes Ministros en estos tiempos, Moñino, Múzquiz, Gálvez y otros, y ellos no requieren talento alguno. Pero no fueron los del incomparable Marqués de la Ensenada. En Europa quitó uno o dos tributos antiguos a lo menos en alguna otra Provincia, y en América no hizo otra novedad que haber estancado el tabaco en algunas Provincias. ¿Haría a lo menos grandes deudas contra el Erario, como se hacen ahora, tomando o prestados o a réditos muchos millones? Pagó muchos sueldos a Oficiales que no lo habían cobrado en el tiempo de su servicio, quitó algunas deudas o cargas de la Corona y no contrajo alguna de nuevo. ¿Introduciría en Palacio y en otras cosas de la Corte una grande economía? Hubiera sido una cosa muy loable. Pero la verdad es que nunca estuvo la Corte tan lucida y tan brillante, y nunca los Ministros de las Cortes extranjeras tuvieron facultades tan amplias para hacer todas las cosas con lucimiento y esplendor, porque todo esto era muy conforme al genio y modo de pensar del Marqués de la Ensenada, y en todas sus cosas en su Ministerio tuvo una magnificencia que ni antes ni después ha sido igualada de ningún otro Ministro. ¿Y quién ignora que en una Ópera, por ser del gusto de los Reyes D. Fernando y D.ª Bárbara, y por parecerle conveniente para acreditar por esta parte la Nación Española para con las Extranjeras, gastaba más el Marqués de la Ensenada que se gasta ahora en las costosas batidas de caza de algunos años?

¿Mas al fin dejaría el Erario Real vacío como lo había encontrado cuando entró en el Ministerio? ¿Y acaso también esparciría por la Nación algunos millones en cédulas o monedas de papel? Estuvo tan lejos de usar de este miserabilísimo e indecentísimo arbitrio que ni aun se le pudo ofrecer en sueños que se llegase a usar en España, y mucho menos que llegase a verlo en sus días, y siendo Secretario de Hacienda un hombre que se crió a su lado. ¡Y cómo podía temer que se viese jamás en España esta miseria, habiendo él gastado inmensos tesoros y habiendo dejado, en medio de tantos gastos, lleno de dinero el Erario Real, y llenas y bien provistas por lo menos las Tesorerías Provinciales! En esto no hay ponderación alguna y fue público en toda la Monarquía cuando salió del Ministerio el Marqués de la Ensenada.

¿Pero este hombre había encontrado la soñada piedra filosofal y sabía hacer oro del hierro y de las piedras? Sabía ser moderadísimo con sus parientes y no darles a ellos y a sus amigos rentas, pensiones y sobresueldos con ligerísimos motivos, y aun con ninguno, como se hace en este Reinado con suma franqueza y con una verdadera prodigalidad. Sabía también guardarse de la iniquidad e injusticia de emplear los tesoros del Rey en satisfacer y contentar sus pasiones personales, en lo que gastan los presentes Ministros Moñino, Roda y otros una buena parte del Erario. Sus talentos, grandes para todo, eran singularísimos para el manejo y dirección de los caudales de la Hacienda Real y de todos los ramos de ella con ventajas del tesoro del Rey. Y supo inventar algunos arbitrios para aumentar las rentas de la Corona sin opresión de los vasallos. Entre éstos, uno, que dura todavía, fue poner en Madrid con dinero del Erario un Banco de giro y cambio de letras con las correspondencias convenientes en varias Ciudades de Europa. Con este establecimiento hizo mal a pocos españoles, porque no se aprovechaban muchos de este ramo de la industria y de comercio. E hizo bien a muchos que podían hacer girar sus letras por este Banco del Rey con mayor seguridad y menor gasto que por los Bancos de los Extranjeros. En efecto, este Banco del Rey establecido por el Marqués de la Ensenada nunca podía quebrar, como quiebran otros todos los días, porque tenía por fiador el Erario mismo, y en él se llevaba menos por la conducción que en los otros Bancos. De estas dos circunstancias provino que acudiesen tantos a este Banco del Rey, y no sólo de los españoles sino también de los extranjeros, que en los pocos años que habían corrido desde su fundación hasta que salió del Ministerio el Marqués de la Ensenada, ya habían vuelto al Erario todos los caudales que se pusieron en las Cajas al principio, y eran ganancias todos los que había en ellas.

Éstos son algunos de los medios de que se valió el Marqués de la Ensenada para hacer cosas tan grandes en tan pocos años, con mucha utilidad, gloria y contento de la Nación Española. Ella por tanto le estimaba de un modo muy particular, y se puede decir con verdad que le adoraba. El piadoso Monarca Fernando VI tenía una estimación tan singular de su Ministro que no hay palabras con que poderla explicar. Y bastará decir, para que se entienda de algún modo, que sin pretenderlo el Marqués y aun contra su voluntad, hizo con él la singularísima demostración de echarle al cuello el Collar de la distinguidísima Orden del Toisón de Oro, con el que sólo se adornan Príncipes, Grandes de España y otros Señores de igual grandeza. El Marqués se hallaba aún en buena edad el año de 1754, pues no pasaba de 61 ó 62 años y gozaba de buena salud pues 12 años después, cuando yo le conocí, estaba muy ágil, muy sano y muy robusto. ¿Cómo, pues, sucedió que, siendo el Marqués de la Ensenada adorado de toda la Nación, estimado del Monarca, y no teniendo en su persona embarazo alguno para continuar en el Ministerio, fuese depuesto de todas las Secretarías y echado de la Corte el año de 1754?

Éste es un punto de historia curiosísimo e importantísimo, y que principalmente debía ser bien sabido y meditado por los Reyes de España. Puede ser también útil para rebatir los insultos insolentes de los extranjeros contra los españoles por su falta de comercio, de fábricas y de otras cosas, atribuyéndola falsa y calumniosamente al gobierno, al clima, a cortedad de talentos, a poca industria y laboriosidad. Era sin duda este punto de historia un asunto dignísimo de ser bien tratado en una larga disertación y aun en un libro entero, y se pudiera reducir a estos cuatro artículos: 1.º, la actividad y buen suceso de España en el Comercio, Fábricas y otras cosas semejantes empobrece y hace miserables a todas las Naciones Extranjeras; 2.º, las Naciones Extranjeras conocen muy bien que su felicidad depende en gran parte del abatimiento de la Nación Española y del poco cultivo en ella del Comercio, de las Fábricas y de otras cosas semejantes; 3.º, las mismas no se han contentado con un conocimiento estéril de esta cosa, y han procurado con empeño, y muchas veces con medios injustos impedir el restablecimiento y felicidad de España. El 4. º y último se debía emplear principalmente en hacer resaltar esta doble injusticia de las Naciones Extranjeras contra la Española, conspirando por una parte inicuamente a impedir sus progresos en muchas cosas, e insultándola después porque ha adelantado poco en ella. Y la insolencia de muchos autores extranjeros, y no menos de Italia que de otras partes, que por ignorar éste y otros muchos puntos de historia atribuyen necia y calumniosamente la decadencia o atrasos en varias cosas al gobierno, al clima y a falta de talentos, de laboriosidad y de industria de los españoles.

En el tercer artículo, que es el principal de todos, pudiera un hombre bien instruido presentar muchos medios y arbitrios directos e indirectos, algunos bien extraños y a una mano todos injustos, practicados por los extranjeros en este siglo y en el pasado, en América y en Europa, en orden a impedir el restablecimiento de España en las dichas cosas. Y uno de ellos debía de ser su empeño, sus manejos y negociaciones para turbar su gobierno siempre que han visto en él un Ministro de talentos para conocer en qué consiste la felicidad de España y de celo, intrepidez y corazón para procurarla con empeño. Y sin salir de este siglo encontraría por lo menos practicada dos veces esta injusticia por las Naciones Extranjeras. Una de ellas fue la deposición del Cardenal Alberoni, italiano de Nación, que tenía sin duda talentos y tuvo también celo para procurar el restablecimiento de España en muchas cosas, y fue echado del Ministerio, de la Corte y de la Monarquía, especialmente por las malignas negociaciones y por los sobornos y regalos del Ministerio de Londres; y otra fue la deposición de nuestro incomparable Ministro, el Marqués de la Ensenada.

Todas las Naciones Extranjeras, y especialmente las que tienen Marina y mucho comercio por el mar, se asombraron y aun se consternaron a vista de los rapidísimos progresos en muchas cosas en España en el Ministerio de este hombre extraordinario, y todas ellas tuvieron en particular motivos de disgustarse con él. Francia no pudo inducirle a la guerra en que ella entró por aquel tiempo con los ingleses, porque Ensenada fue constantemente de parecer que no se debía entrar en semejante guerra mientras que Francia no tuviese por lo menos 80 navíos de línea y España otros tantos. Y no fue posible inclinarle jamás a que hiciese tratados particulares de amistad, alianza o pactos de familia con Francia, porque era máxima suya firme y constante que, así como era útil la paz con Francia, así era perniciosa la alianza y amistad. Y la razón de esta su máxima es el carácter mismo de las dos Naciones, porque España cumplirá siempre de buena fe y con buen corazón las obligaciones que se eche sobre sí con tales tratados de alianza y pactos de familia, y Francia sólo las cumplirá cuándo y cómo le hagan a ella al caso. ¿Y no ha mostrado ya la experiencia en el pacto de familia, que se hizo 8 años después, la solidez y verdad de ésta su máxima? En el comercio tuvo también Francia sus disgustos, especialmente con la fábrica de tisúes de Talavera, que quitaba ganancias muy grandes a las suyas de Lyon. Por tanto se debe tener por cierto, o a lo menos por muy probable, que Francia ayudó a la ruina del Marqués de la Ensenada, aunque quedasen ocultos sus manejos, y verosímilmente los haría por medio del Duque de Alba, enemigo declarado del Ministro español y amigo íntimo del Ministerio de París.

Holanda tuvo pérdidas muy grandes en el comercio y especialmente le disgustó la fábrica de cosas de lino de la Ciudad de León. Irritó tanto a los holandeses esta fábrica de lino que entraron al instante en el proyecto de arruinarla a toda costa. Y a este fin vendían en la misma España a un precio muy bajo las mismas cosas que se fabricaban en León. Arbitrios y esfuerzos ridículos y pueriles, mientras Ensenada estuviese en el Ministerio. Fue echado de él, y por esta fábrica y por otros daños mayores que temían del comercio de España desde Acapulco con el Oriente ayudarían ciertamente a ello los holandeses, aunque tampoco se saben en particular sus manejos. Y después lograron finalmente echarle por tierra. En los primeros años de este Reinado de Carlos III el Marqués de Esquilache, Secretario de Hacienda, la destruyó enteramente, y de un modo tan ejecutivo y tan bárbaro que arrancó de la fábrica todos o casi todos los telares, que habían costado millones y los echó fuera de España o esparció por ella de modo que no fuera posible reunirlos otra vez.

Una reflexión en dos palabras sobre la ruina de esta fábrica de León podrá servir para que se entienda que sería fácil hacer otras muchas sobre otros sucesos semejantes, y especialmente sobre la deposición de Alberoni y Ensenada. Una combinación de circunstancias y sucesos, que en nada dependió de la voluntad y arbitrio de los españoles hizo que desde Nápoles pasase a reinar en España Carlos III, que quiso llevar en su compañía al Marqués de Esquilache, hacerle Secretario de Hacienda y honrarle con su privanza. Este italiano echa por tierra la primorosa fábrica de manufacturas de lino de la Ciudad de León, acaso sin igual en las Naciones Extranjeras. Esquilache no pudo hacer un daño tan grande a España en recompensa de los bienes, que ella le hacía, por solo antojo y capricho, y es necesario que tuviese en ello un interés propio muy grande, y éste no puede ser otro que haber recibido abundantísimos regalos de los holandeses, que a toda costa querían ver arruinada la fábrica de lino de León. Unos extranjeros hacen copiosísimos regalos para lograr la ruina de esta preciosa fábrica de lino y otro extranjero los recibe y la echa por tierra, privando a España de un establecimiento tan ventajoso.

Inglaterra temió, además de pérdidas grandes en el comercio, que en pocos años la Marina Española, según la presteza con que iba creciendo, igualaría y acaso excedería la suya y perdería aquel dominio e imperio del mar, del que se gloriaba y del cual sacaba utilidades de mucha importancia. Y la Corte de Londres manejó casi con publicidad y a cara descubierta para hacer que fuese echado del Ministerio el Marqués de la Ensenada. Por lo menos, el día mismo que esto sucedió, fue público en toda la Monarquía, y después siempre se ha tenido por cierto, que Inglaterra principalmente había negociado y conseguido la deposición del Marqués. De ella fueron en Madrid los autores principales o únicos el Ministro de Inglaterra en aquella Corte, llamado Keene, D. Ricardo Wal, irlandés de Nación y vasallo de la Gran Bretaña, Teniente General al servicio del Rey Católico, que después fue Secretario de una o dos Secretarías; el Embajador o Ministro de Portugal, de cuyo nombre no me acuerdo; y el Duque de Alba, grande amigo de Ensenada poco tiempo antes y ya entonces enemigo declarado, que tenía mucha autoridad en la Corte y acaso era Ministro de Asuntos Extranjeros por haber muerto el Sr. Carvajal. Este último pudo hacer alguna cosa contra el Marqués de la Ensenada inmediatamente con el Rey, pero él y los otros principalmente manejaron esta cosa por medio de la Reina D.ª Bárbara, mujer del Rey D. Fernando y portuguesa de Nación. A ésta la cortejaron mucho todos ellos y aun la hicieron grandes regalos con deshonor suyo y del Rey su esposo, y por ella hicieron llegar al Soberano todas las cosas que quisieron contra el Marqués de la Ensenada. Y por este conducto llegaron a sorprender, engañar y aun violentar al pobre Fernando VI a que apartase de sí a su estimadísimo Ministro, el Marqués de la Ensenada, del cual no acertó a olvidarse en toda su vida, y muchas veces se lamentó de su ausencia, pero sin tener resolución para volverle a llamar.

Apenas lograron el consentimiento y firma del Rey para su deposición, fue asaltado en su misma cama por un Oficial y alguna tropa, y desde ella, sin darle lugar para recoger algunos papeles ni alguna otra cosa, se le hizo entrar en un Coche y marchar con la escolta conveniente, o por lo menos acompañado de uno o dos Oficiales, a la Ciudad de Granada en Andalucía. Y lo mismo se hizo la misma noche, y fue, si no me equivoco, la del 24 al 25 de julio del año de 1754, con sus primeros Oficiales Múzquiz, que es ahora Secretario de Hacienda, Ordeñana, Delgado y otros varios amigos y favorecidos suyos, para que de este modo no hubiese en la Corte uno que hablase a su favor y se hiciese más difícil su restablecimiento. Crueldad y tiranía insufrible tratar de esta manera a un hombre inocentísimo, colocado en empleos tan honrosos, y en los que había hecho importantísimos servicios a su Rey y a su patria. Iniquidad e injusticia abominable de sus enemigos, y de parte del Duque de Alba bajeza, villanía y traición, si no bastante para oscurecer su nobilísima y antiquísima familia, a lo menos para hacer su nombre abominable y odioso en los Anales de España.

Igualmente es cierto que la deposición de este Ministro fue un señaladísimo triunfo para todas las Naciones Extranjeras y una pérdida inmensa, inexplicable e incomprensible para la Nación Española. Y ella fue evidentísimamente una época, si no de la decadencia de España, por lo menos de la interrupción, suspensión y tardanza de su engrandecimiento y felicidad, pues es indubitable, y es necesario ser ciegos para no verlo, que todas las cosas, Artes, Comercio, Fábricas, Canales, Marina, en pocos años más de Ministerio de Ensenada hubieran llegado en la Nación Española a más altura y perfección de la que tienen al presente, a vuelta de 28 años que él perdió el mando y gobierno. Y en tal caso hubiera habido la ventaja de que no se arruinase tanto, o poco menos, con una mano como se edificaba con la otra, como ha sucedido en estos últimos tiempos, pues es también certísimo que su salida del Ministerio fue el principio de la persecución de la Compañía de Jesús en España, porque con ella se apoderaron sus enemigos del gobierno y, haciéndose cada día más poderosos en aquella Corte, pudieron finalmente perderla y arruinarla. ¿Y quién podría dudar, a lo menos en adelante, que la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los Dominios Españoles en Europa y en América, sin contar los daños grandísimos de la piedad y Religión, ha sido causa de pérdidas y desgracias muy grandes?

La causa verdadera y única de la deposición de este incomparable Ministro fue evidentísimamente la aversión y el miedo de pérdidas y males de las Naciones Extranjeras, y especialmente de la Inglesa. Pero ¿quién podría saber los ardides de que se valieron, y las mentiras y calumnias, de que usaron, los que manejaron en Madrid este importante negocio? En España corrió mucho por aquel tiempo que sus enemigos se habían valido diestramente del famoso cambio entre las Coronas de Portugal y España en el Paraguay. Pero el Marqués mismo de la Ensenada dijo en mi presencia que esto había sido una vulgaridad del pueblo ignorante, pues a él no le tocaba por sus empleos entrar en el dicho cambio. Por tanto, se debe tener por cierto que fue una vulgaridad que el Marqués de la Ensenada hubiese dado aviso de este negocio al Rey de Nápoles, y que éste, como heredero presuntivo de la Corona, hubiese hecho alguna protesta contra el dicho cambio, como corrió mucho y casi se creyó en España. Con todo eso, yo me inclino mucho a creer que el no haber promovido y aprobado el Marqués de la Ensenada el dicho cambio, como hizo el Sr. Carvajal, Ministro de Negocios Extranjeros, fuese algún motivo para que la Reina Bárbara, que tenía grande empeño en este trueque ventajosísimo para Portugal, se disgustase con él y estuviese más pronta y más empeñada en perderle y arruinarle.

Sea de esto lo que se fuere, lo cierto es que la última cosa con que vencieron al Rey D. Fernando para que depusiese a Ensenada, y acaso la más grave de todas las que le dijeron contra él, fue una groserísima y solemnísima calumnia. La cosa en sí misma es un suceso curioso, y de no pequeña gloria para el oprimido Ensenada, y por tanto quiero referirla en este lugar, y pudiera hacerlo casi con las mismas palabras con que la contó en mi presencia el mismo Marqués. El Papa Benedicto XIV escribió al Marqués de la Ensenada, o en su nombre su Secretario de Estado, que sería el Cardenal de Mantua o acaso ya el Cardenal Torreggiani, ofreciéndole el Capelo Cardenalicio. Y esto fue necesariamente después y aun de resulta del Concordato con la Santa Sede, de que antes se dio alguna razón. El Marqués respondió de propio puño, sin comunicar la cosa a persona alguna y quedándose con copia de la respuesta, que se redujo a mostrarse agradecido a Su Santidad por el honor que quería hacerle y a excusarse de recibirlo. Segunda vez se le escribió por parte de Benedicto XIV, y con mayor empeño, sobre el mismo asunto, empeñado el Pontífice en que había de hacerle Cardenal, y la segunda respuesta del Marqués fue la misma que la primera, agradeciendo siempre al Papa su fina voluntad de honrarle y excusándose de recibir aquella Dignidad, y todo con el mismo secreto que la primera vez. Otra tercera volvió Benedicto XIV a instarle sobre el mismo asunto, y siempre, como se supone, con mayor fuerza. Y Ensenada respondió por la tercera vez con el agradecimiento y el obsequio debido, pero negándose con el desdén y desenfado que le pareció oportuno para que el Papa desistiese de su empeño. Por ventura, si se consideran bien todas las circunstancias de este suceso, el tiempo en que sucedió, cuando el Papa más debía estar disgustado que contento con el Ministro Ensenada por razón del Concordato nada ventajoso para Roma, el no tener el Pontífice relación alguna de parentesco o amistad con el Ministro a quien verosímilmente no había visto en su vida, y el estado de Ensenada siendo del todo secular, Ministro de una Corte, sin ciencia alguna eclesiástica y acaso sin saber un poco de latín, no se hallarán en las historias muchos parecidos a él. Y no hay la menor duda en que un empeño tan grande de un Pontífice como Benedicto XIV en honrarle con el Capelo Cardenalicio y una generosidad tan constante del Marqués en no quererlo recibir es un honor suyo y gloria muy singular.

Y este hecho, puntualmente por todos los títulos glorioso para él, fue el arma más poderosa con que le hicieron guerra sus enemigos y con que le abatieron y arruinaron. En medio de la reserva con que manejó Ensenada este negocio, llegaron a entender sin duda por Roma que había algunos manejos en orden a darle el Capelo Cardenalicio. Sin más que esta confusa noticia le acusaron al Rey de que trataba de hacerse Cardenal, y aquí ponderarían sin duda mucho la ambición y soberbia del Marqués, que no se contentaba con los muchos honores, títulos y empleos con que Su Majestad le había honrado, su desagradecimiento y aun deslealtad solicitando sin su noticia y licencia honores y Dignidades de otro Soberano. Y el buen Fernando VI lo creyó todo, oyéndolo contar de esta manera verosímilmente a la Reina, su mujer, y al Duque de Alba. Al llegar a este punto el Marqués, aun después de 12 años, expuso con muestras vehementes de admiración y de pasmo el candor y sencillez de Fernando VI en haber creído una cosa tan falsa y tan inverosímil. «Sabía -dijo con gran ponderación- Su Majestad que yo no había aceptado estas encomiendas y Cruces sin su expresísima y formalísima licencia. ¿Pues cómo pudo presumir que yo recibiría el Capelo del Papa sin su real beneplácito?». Explicó también con un aire de justa indignación, de ironía y de acrimonia la confusión, vergüenza y sonrojo de los que le oprimieron cuando encontrasen reunidas en un legajo las tres cartas de Su Santidad y las tres respuestas suyas, por las cuales, tan lejos de constar que él hubiese pretendido el Capelo, constaba hasta la evidencia que el Papa se lo había ofrecido casi con importunidad y él lo había rehusado casi con descortesía y obstinación.

A la verdad, unos hombres de honra, de pudor y de conciencia, que no pudieron dejar de reconocer que fabricaron un delito, para deshonrar, oprimir y perder a un hombre tan grande y tan ilustre por cien títulos, de una acción suya honrada y virtuosa, debían avergonzarse y correrse grandemente, y procurar deshacer las injusticias que habían hecho contra un hombre inocente. Pero Wal y Alba no eran hombres de este temple y carácter. Quemarían verosímilmente aquellas cartas para que no sirviesen en tiempo alguno para probar la inocencia del Ministro, y sus mentiras y calumnias. Por lo demás, contentos de haber servido bien a la Corte de Inglaterra y a sus pasiones, sin dárseles mucho de que los medios fuesen injustos y calumniosos, prosiguieron adelante en aire de hombres que habían vencido y triunfado, y el inocente Ministro continuó viviendo desterrado y casi preso en la Ciudad de Granada.

En efecto, tenía obligación de presentarse todos los días al Presidente de la Cancillería de aquella Ciudad, y venía a ser lo mismo que no poder salir de ella. Así se le tuvo todo el Reinado de Fernando VI, que fue de cinco años después de su deposición, o al menos la mayor parte de él. De cierto se acabó esta sujeción en el Reinado de Carlos III y, no mucho después que llegó a España el nuevo Soberano, se le permitió volver a la Corte, aunque sin otro empleo que el de Consejero del Consejo de Estado, y no hizo efectivamente otra cosa que asistir a algunos Consejos o Juntas sobre el Catastro, como antes se insinuó. Pero entraba con toda franqueza y libertad en Palacio, seguía la Corte a los Sitios Reales y estaba muy estimado de toda clase de personas. Y uno, de los que más le estimaban, era el Marqués de Esquilache, que era el Ministro que más privaba con Carlos III.

El destierro de la Compañía de Jesús de los Dominios del Rey Católico se iba ya acercando, y el misterioso tumulto de la Corte, que no tuvo otro efecto que hacer salir de ella al Marqués de Esquilache, al Ilmo. Rojas, Gobernador del Consejo, y a otros amigos de los jesuitas que pudieran impedirlo, fue la causa verdadera y única de otro segundo destierro del Marqués de la Ensenada, pues al fin, aunque no tenía poder alguno, era un hombre a quien nada se le hubiera ocultado en este negocio, por más que quisiesen guardar secreto. Y por la misma razón hicieron también salir de la Corte, poco después que a Ensenada, a su gran amigo el P. Isidro López, Procurador General en Madrid de nuestra Provincia de Castilla. ¿Qué prueba más evidente, aunque no hubiera otra, de que el tumulto, que sólo sirvió para facilitar el destierro de los jesuitas, fue obra de sus enemigos, y no de ellos? Los pretextos, que hicieron valer los enemigos de Ensenada y de los jesuitas para inclinar a Carlos III a que le ordenase salir de la Corte, fueron dos, a cuál más ridículo, y en ninguno de ellos tuvo la menor culpa el Marqués. Dudó éste si debía en aquellas circunstancias del tumulto seguir al Rey que, huyendo una noche secretamente de Madrid, se había retirado a Aranjuez. Y mientras que salía de su duda por medio de su grande amigo el Duque de Losada, Sumiller de Corps, se hizo un delito de su tardanza. El segundo pretexto fue el haber sido uno de aquellos días, en el teatro o en otra parte, aclamado con muchos vivas de la gente, que él procuró reprimir, retirándose al momento.

Tuvo, pues, orden de retirarse de Madrid y de los Sitios Reales, y esto pudo suceder a 20 ó 24 de abril del año de 1766, como unos 10 ó 12 días después del tumulto de la Corte, que sucedió hacia la mitad de dicho mes. No se le debió señalar sino la Provincia a que debía retirarse y él escogió por su gusto la Villa de Medina del Campo, o por lo menos no vino tan confinado a ella como fue en el primer destierro a Granada, pues en el primer verano que estuvo en ella, hizo sus viajecitos por algunos días a Valladolid, Zamora y Salamanca, y con alguna frecuencia los hacía a los lugares vecinos de Rueda y de la Nava del Rey. Su llegada a Medina pudo ser en uno de los últimos días de abril o de los primeros de mayo. Y habiendo venido delante su Mayordomo para disponerle alguna casa, el Sr. D. Miguel de Dueñas, Caballero distinguido de aquella Villa, le cedió voluntariamente su Palacio y en él ha vivido casi sin interrupción estos 16 años últimos de su vida. Yo vivía en aquel tiempo en el Colegio de la Compañía en la dicha Villa de Medina del Campo, y vi llegar a ella desterrado de la Corte al famosísimo Marqués de la Ensenada, tan sereno, tan alegre, tan divertido y tan jovial como si no pasara por él cosa alguna o viniera a recibir grandes honores. Y tuve el gusto de acompañarle muchas tardes por varias horas con el P. Francisco Tejerizo, Rector en aquel Colegio, ya en su casa y ya en el paseo, siempre a pie y muy largo, y con tanta velocidad que, aunque yo me hallaba puntualmente en los 30 años de mi edad y el Marqués en los 73 ó 74 de la suya, me costaba trabajo y fatiga el seguirle. No presumo, con todo eso, de haberle conocido bastantemente para poder presentar aquí con perfección su verdadero carácter. Diré, no obstante sobre él alguna cosa, y espero que sin faltar a la verdad en un átomo.

Su estatura era algo menos que mediana. No era grueso en aquella edad, aunque tampoco delgado, pero sí bien cortado y bien hecho. Su color era muy oscuro, los labios belfos, los ojos muy vivos y la frente muy capaz y espaciosa. Su presencia, según esto, nada tenía de magnífica y hermosa. Con todo eso, después que se vestía con aseo y aun primor, como lo hacía siempre, y se adornaba con tantas insignias de Órdenes y Cruces, añadiéndose un modo de traerse marcial y garboso, y un cierto aire de grandeza y majestad, no parecía el mismo hombre, sino otro muy diferente, y casi estoy por decir un Soberano. No tuvo educación noble y caballerosa, antes pobre y humilde, como ya se insinuó, y con todo eso sus modales, su trato, su conversación, su exquisito y finísimo gusto en vestido, mesa, palacio y generalmente en todas las cosas propias de los Señores eran cuales pudieran ser si hubiera sido hijo de un Grande de España y se hubiera criado desde niño en la Corte más culta y más lucida de Europa. Sobre este su gusto delicadísimo en todo pudiera decir mil cosas que vi y observé por mí mismo. Pero las dejo todas y me contentaré con notar sobre este punto dos prendas muy loables del Marqués de la Ensenada, poco comunes a los que por sí mismos han llegado a ser grandes Señores.

La primera fue conservar siempre un cariño y aprecio muy particular de la Casa de Caracena, y aun aquí, en Medina, lo mostró con las Marquesas de Tejada, que habían emparentado con la dicha familia, no obstante que esto le traía a la memoria sus humildes principios. La segunda fue tener siempre una estimación muy grande de la Nobleza y Grandeza, y un empeño particular en servirla, complacerla, emplearla y ensalzarla. Pero tuvo el gusto de que generalmente toda la Nobleza más distinguida y la Grandeza Española en retorno le honrase y estimase de un modo muy particular aun después que no era Ministro ni tenía poder alguno, y aun estando en poca gracia del Rey. Los primeros correos, después que llegó desterrado a Medina, le llegaron cartas en grandísimo número de Grandes de España y de muchos Ilustres Caballeros, así de la Corte como de otras Ciudades, en las que con finas expresiones de amistad y de estimación le ofrecían todos sus mayorazgos y todas sus cosas. Y en la misma Villa de Medina del Campo todos los Caballeros, que no eran pocos ni poco ilustres, y algunos de fuera que venían de propósito a hacerle compañía y obsequiarle, casi vivían en su Palacio, asistían diariamente a su espléndida mesa, a la que él se sentaba también para servirles, por decirlo así, y hacerles plato a todos, pues por lo demás jamás probaba un bocado aun de la cosa más regalada, y todo su sustento venía a ser una moderadísima cena. A las tres y media o cuatro de la tarde les obligaba a todos a irse a divertir un poco a la Comedia y entonces quedábamos solos con él los jesuitas que nos hallábamos presentes.

Todo esto entra poco en su carácter. Y éste principalmente consistía en su entendimiento y corazón, adornados en un grado muy subido de las más perfectas cualidades. Su entendimiento era pronto, vivo, bien formado, derecho, y al instante llegaba al fondo de las cosas y daba en el punto del negocio o asunto de que se trataba, y era preciso que fuese de una capacidad y comprensión casi prodigiosa. De otra suerte ¿cómo podía suceder que un hombre, que no tuvo educación y estudios en su juventud, estuviese no solamente instruido a la perfección en la historia presente de todas las Cortes de Europa, sobre la que era una delicia oírle hablar, sino también convenientemente en la historia antigua, especialmente de España, y en mil curiosidades de Física y en no pocos puntos de Matemáticas, de los que hablaba con inteligencia? Y con asombro mío le oí recitar varias veces buenos trozos de Virgilio, sin saber cuándo pudo estudiar la lengua latina. Prueba más segura de su grande y extraordinario entendimiento es el haber dirigido con inteligencia, con particular tino y acierto los negocios de cuatro Secretarías de Estado a un mismo tiempo, y estar con todo eso, por decirlo así, desocupado, y por lo menos no faltarle sus horas de paseo, algún rato de juego y diversión, y oportunidad para muchos cumplidos.

Su corazón era sano, real, justo, grande, noble, generoso y benéfico. La rectitud y realidad de su corazón, juntamente con la gran capacidad de su entendimiento, le hicieron un gran Ministro y un hombre entregado con todo el conato posible y con talentos para grandes cosas al servicio de su Rey, a la gloria de su Nación y a las ventajas de su patria. La grandeza, nobleza y generosidad de su corazón se descubría en todas sus cosas, y de un modo muy particular en haber sabido sobreponerse y hacerse superior a todos sus trabajos, persecuciones e ignominias. Supo siempre vivir tranquilo y alegre, aunque desterrado y en desgracia del Rey y de sus Ministros. Contento con el testimonio de su inocencia, jamás hizo manejos o negociaciones algunas, en cuanto se pudo saber, ni en el Reinado de Fernando VI ni en el de Carlos III, aunque siempre tuvo amigos muy poderosos en la Corte y desde luego la Reina Madre D.ª Isabel Farnesio tenía de él una estimación muy particular, ni para ser restablecido en sus empleos ni para hacer mal a sus enemigos y perseguidores. Y no es poco que ni aun tuviese el desahogo en sus conversaciones de decir mal de ellos, como ni tampoco de ninguna otra persona de quien tuviese alguna queja. Y si es generosidad de corazón el ser espléndido, liberal y dadivoso, ha habido pocos que le hayan excedido en ella al Marqués de la Ensenada. En todas sus cosas, en cuanto lo permitían las circunstancias, fue siempre magnífico y daba tanto, aun con muy ligeros motivos, como yo vi muchas veces, que casi era prodigalidad y profusión.

La beneficencia de su corazón era tan grande que parecía un hombre nacido para hacer bien a todos. Con su dirección y consejo, con su protección, recomendaciones y buenos oficios, y con oportunos socorros y limosnas, hizo bien a muchos en los cuatro meses que yo le conocí en Medina del Campo. Al venir a esta Villa comió en una Aldea llamada San Vicente y le sirvió a la mesa una doncella honrada, que en una Ciudad había servido en casa de unos Señores. Y entendió el Marqués que estaba detenida su boda por falta de medios, y dio Orden de que todo se hiciese con la honradez acostumbrada en el país, y que a su cuenta iban todos los gastos. A su tiempo envió dos Caballeros de Medina a que asistiesen a la función en su nombre. Y de éstos supe que no le había costado menos de 30.000 reales, porque quiso el Marqués que, además de todos los gastos de la boda, se les pusiese una labrancita de tres mulas para que pudiesen mantenerse con decencia. Una familia honrada de un lugar vecino, por una calumnia, tuvo grandísimas pesadumbres y estuvo expuesta a una deshonra muy grande por algún tiempo. No hubo medio y arbitrio que no tomase el Marqués, aunque no conocía a ninguno de ella, para consolarla y honrarla. Hizo que viniesen varios de aquella familia a comer a su mesa, y él mismo fue a las casas de ellos a hacerles finezas y honras para que entendiese todo el país que, cuando el Marqués de la Ensenada honraba de un modo tan particular a aquella familia, no podían ser ciertas las cosas que en deshonor suyo se contaban. Pudiera añadir otras varias cosas semejantes, pero no son necesarias para que se deba tener por cierta una expresión suya en toda su extensión: «He procurado siempre hacer a todos el bien que he podido, y tengo la satisfacción de no haber hecho mal a nadie, sino a los ingleses por servir al Rey y a la patria». Y añadió que, si le vinieran ganas de viajar, estaba seguro de que encontraría amigos no sólo en todas las Ciudades de España, sino también en todas las Provincias de Europa y aun entre los mismos ingleses.

En estos 15 años, que hemos estado fuera de España, hemos sabido muy pocas cosas de este famoso Ministro. Hace algunos años que se le vio salir de Medina y retirarse al Monasterio de los Monjes Jerónimos llamado la Mejorada, que ha de estar hacia Olmedo. Y después de algunos meses se restituyó otra vez a Medina, o porque así lo había determinado desde el principio o porque no halló lo que buscaba entre los Monjes. Por lo demás su conducta había sido la misma que los años antecedentes, y aun más piadosa y benéfica, por lo mismo que las grandezas y honores de este mundo, a vista de sus muchos años, que la hacían mirar la muerte no muy apartada, se le iban desapareciendo y acabando. Y de hecho, una de las pocas cosas, de que ha llegado aquí noticia, es que ya había algunos años que pagaba todas las medicinas para todos los pobres del lugar. Se puede, pues, esperar con mucho fundamento que, siendo un hombre, por decirlo así, sin vicios, de una vida inocente y sembrada de tantas bellas y loables acciones, dotado de un entendimiento tan perspicaz, y más habiendo sido asistido muchos meses y acaso años antes de morir, como me consta con certeza, de un Sacerdote de juicio, de piedad y de la conveniente doctrina, a quien conozco mucho, que haya tenido la dicha, que únicamente importa, de lograr una muerte piadosa y santa. Y no deja de ser algún indicio el haber muerto la víspera de San Francisco Xavier, pues podemos creer piadosamente que el Santo Apóstol le ha favorecido mucho en aquella hora, en premio de su grande amor a la Compañía de Jesús y de los favores y beneficios que le hizo, y más en particular por haber protegido con empeño las Misiones de los jesuitas en América.

En efecto, estimación y beneficencia del Marqués de la Ensenada para con la Compañía de Jesús es el único motivo de haberle dado a conocer aquí de algún modo, y debe ser alguna excusa de haberlo hecho más difusamente de lo que parece convenir a un Diario. Y debe ser tenida por más razonable esta disculpa por cuanto sin más diligencia que tomar algunos informes de personas que están presentes, pudiéramos haber añadido muchas cosas más en elogio suyo, y aun hemos dejado no pocas de las que ya teníamos alguna noticia. Todo eso se entenderá más claramente si llegase alguna vez a publicarse alguna historia de su vida o siquiera de su Ministerio. Otra excusa de nuestra solicitud en dar alguna razón de los servicios a España de este Ministro y de su verdadero carácter puede ser el que su amor a la Compañía fue enteramente obra de la razón y del conocimiento de ella, y de ningún modo efecto de la educación, de alguna preocupación favorable o de agradecimiento por algunos favores que hubiese recibido de la Religión misma o de algún jesuita particular.

El Marqués de la Ensenada se crió en la Ciudad de Santo Domingo de la Calzada o en otro lugar vecino en donde no había jesuitas y no estudió con ellos cosa alguna. Y hasta que estuvo en Santander o Guarnizo en el empleo de Comisario Ordenador, casi no sabía que hubiese jesuitas en el mundo, como dijo él mismo en mi presencia, y de cierto no había tenido con ellos trato alguno. Aquí empezó a conocerles y estimarles, y la causa fue una cosa que él mismo vio y observó y le hizo una impresión muy particular por ser un hombre de un entendimiento y corazón recto y bien formado. El mismo Marqués la contó una tarde larga y hermosamente delante de mí. Y yo no haré más que referirla en compendio. Desde su casa observó que, a hora que no era de paseo, iban por un descampado dos jesuitas, y que después volvían otros dos por el mismo camino, y que esto sucedía varias veces. Quiso informarse de lo que venían a ser aquellas idas y vueltas de los jesuitas, y supo, con no pequeña admiración suya, que, estando el Hospital lleno de enfermos por un género de contagio que había en la Ciudad, los jesuitas se habían encargado de asistir a aquellos pobres enfermos. Y para que nunca faltasen del Hospital dos jesuitas, se iban sucediendo unos a otros de tiempo en tiempo. Cuando llegó el Marqués a este punto de su relación, dijo mil magníficas expresiones de alabanza de la caridad y laboriosidad de aquellos jesuitas de Santander y alabó mucho el buen orden y método de irse sucediendo de dos en dos, sin el cual, añadió, no podían haber continuado con aquella fatiga, pues no eran más que unos 8 ó 10, y llevaban solos todo el cuidado del Hospital. Y ponderó mucho aquel «solos» por haber otros, y en mayor número, en la misma Ciudad que podían y debían ayudarles.

De aquí provino, como el mismo Marqués aseguró, el principio de su afecto y estimación de los jesuitas. Empezó, por tanto, a tratar con ellos y su trato fue causa de que cada día les amase y estimase más. En el tiempo de su grandeza continuó siempre teniendo una muy particular estimación de la Compañía y aún fue mayor todavía después que salió del Ministerio. En uno y otro estado honró con una muy íntima amistad a muchos jesuitas de varias Provincias. Pero sobre todos fue siempre de su estimación el P. Isidro López, del cual le oí hablar muchas veces con tales muestras de aprecio y con tal ponderación de sus talentos y prendas que pasaba los términos de lo justo y verosímil. Los 5 ó 6 años del presente Reinado fueron el tiempo y ocasión en que el Marqués de la Ensenada mostró principalmente la solidez, firmeza y los más finos quilates de su amor y aprecio de la Compañía de Jesús. No ignoraba que en la Corte, en especial después que murió la Reina Amalia, mujer de Carlos III, dominaban los enemigos de los jesuitas y que eran poco bien vistos sus amigos y aficionados. Y aun podía haber advertido que algunos, que se hallaban en las mismas circunstancias que él, se habían ya retirado de ellos y seguían el humor de los que mandaban. Pero el Marqués de la Ensenada continuó como antes, dando muestras de estimación de la Compañía y tratando con familiaridad con varios jesuitas. Y en Madrid se le miraba por todo género de gentes como uno de los personajes autorizados de aquella Corte más afectos a la Compañía. Y ésta fue, como ya se dijo, la única y verdadera causa, valiéndose de algunos pretextos ridículos, para hacerle retirar de la Corte y de los Sitios Reales, porque siempre les hubiera sido algún estorbo para ejecutar con tanto secreto la grande iniquidad del destierro de la Compañía de los Dominios de España.

En la misma conversación, en que contó el Marqués el principio de su afición a la Compañía, y en otras varias, protestó en mi presencia que no le había hecho servicio alguno de importancia, pero no por falta de deseo, sino por no haberse presentado ocasión oportuna, especialmente cuando podía alguna cosa. En esta segunda parte de su expresión no puede haber la menor duda. Y si los jesuitas hubieran sido a lo menos la mitad de avarientos y ambiciosos de lo que fingían sus enemigos, en su glorioso Ministerio de 11 ó 12 años, y más siendo al mismo tiempo los jesuitas Confesores de los Reyes y Reinas, hubieran adelantado mucho sus cosas. Y, no obstante, no será capaz ninguno de sus contrarios de probar bien que las adelantaron dos dedos. Un caso particular lo prueba todo: la moderación de los jesuitas y la fina voluntad del Marqués de la Ensenada de hacer bien a la Compañía. Mucho tiempo antes se había pensado en la fundación de un Colegio en la Ciudad de Vitoria, Capital de la Provincia de Álava, en donde estaría muy bien colocado. Sobre este negocio se ofreció el Marqués a todo con la sola condición de que el P. Rábago, Confesor de Fernando VI, dijese una palabra a Su Majestad. Sin más que esto el Marqués hubiera concluido la cosa en Madrid y hubiera fabricado en Vitoria un Colegio de Patronato Real, y dedicado a San Fernando, y lo hubiera fabricado con magnificencia y dotado con abundancia. Pero al cabo nada se hizo, porque efectivamente no quiso el P. Rábago decir al Rey una palabra sobre este asunto.

En la primera parte de la dicha expresión hay algo de humildad y de modestia del Marqués, porque no dejó de hacer algunos favores muy apreciables a la Compañía. En términos generales he oído asegurar muchas veces que protegió mucho las Misiones de la Compañía en América. Y no fue pequeño favor el no haber aprobado y promovido el cambio de las dos Coronas de España y Portugal en el Paraguay, del que se seguían grandes males y miserias a las famosas Misiones de los Guaraníes. Y otro mayor fue el haber enviado por Gobernador de Buenos Aires al Sr. D. Pedro Ceballos, que con esta ocasión empezó a conocer y tratar a los jesuitas, y haberles dado, por decirlo así, un defensor acérrimo y un amantísimo protector, cuyo amor y aprecio de la Compañía le será de mucho honor en los tiempos adelante. En España, sin contar varios pequeños favores diarios, por decirlo así, y mil demostraciones de cariño y estimación, ayudó mucho a nuestra Provincia en el negocio de las dehesas para la numerosa cabaña. Y es muy creíble que las otras Provincias recibiesen también de Su Excelencia algunos señalados favores.

Pero el más singular de todos, o al menos el que suele ser menos común en los grandes Señores, fue el no haberse resentido y disgustado por alguna otra cosa que podía mirarla como desaire y ofensa de parte de los jesuitas. Y sobre este punto sólo quiero insinuar un caso de nuestra Provincia. Mostraba el Marqués mucho aprecio de un P. Ibáñez, y los Superiores juzgaron que este jesuita abusaba de la gracia y favor del Ministro, y por tanto resolvieron sacarle del Colegio de Segovia y enviarle a otro más distante de la Corte. Con una atentísima carta dieron parte al Marqués de su determinación, y estuvo tan lejos de oponerse a ella, como podía fácilmente, o mostrar disgusto, que respondió al P. Provincial que él estimaba al P. Ibáñez, más que por sus talentos, por ser jesuita y que podía disponer de su persona con toda franqueza según lo tuviese por conveniente para bien de la Compañía.

Basta esto poco, que hemos podido decir por nosotros mismos y de memoria, para prueba segura del singular amor y aprecio del Excmo. Sr. D. Zenón de Somodevilla y Marqués de la Ensenada para con la desterrada y oprimida Compañía de Jesús. Y en el día es ésta una cosa pública, notoria, sabida de todos y aun confesada de los propios enemigos del Marqués, que por esta causa le han perseguido. Alguna vez se mudarán los tiempos y se podrá hablar en público con franqueza de estas cosas, que ahora sólo se pueden escribir en un rincón y sin testigos. Y entonces, así como será cosa digna de loa y virtud en el inmortal e incomparable Marqués de la Ensenada el haber amado y estimado de un modo tan particular a la Compañía de Jesús, aun viéndola despreciada y perseguida por los que mandan en la Corte, así también será sin la menor duda mayor honor y gloria de la misma Compañía el haber sido amada y estimada de una manera tan singular por este hombre, por muchos títulos grande y extraordinario, que ignominia y deshonra el haber sido aborrecida y perseguida hasta el furor por Campomanes, Roda, Alba, Moñino y otros hombres como éstos.





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