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El meridiano cultural: un meridiano polémico

Leonor Fleming





El pasado colonial de la América hispana, con sus decisivas influencias, no deja de ser un paréntesis que va desde la conquista hasta la emancipación, aunque, como todo paréntesis, modifica indudablemente el contexto en el que se inserta. Sería falso entonces creer que los cuatro siglos de dominación española han convertido a América en un miembro más de España y que se puede hablar de una cultura hispánica análoga a uno y otro lado del océano. La confusión de una larga dominación con la homologación de una misma sensibilidad ha dado lugar a sucesivos malentendidos, movidos, a veces, por la buena fe, y otras, por la retórica del poder que hizo equivocar inclusive a los intelectuales más lúcidos y progresistas de la península.

La realidad cultural, suma de las realidades política, social, económica, étnica, religiosa, mítica (y hasta gastronómica -según el concepto de cultura que aporta Eliot)1-, no sólo tiene evoluciones propias en cada continente sino que, aún dentro de América, en los virreinatos primero y en los distintos países después de las independencias, los condicionamientos locales han tenido una presencia decisiva en el desarrollo de sus respectivas sensibilidades. Aunque hay un denominador común que une a Latinoamérica y la distingue de la América sajona del norte, hay también sustanciales matices, que frecuentemente se pierden de vista desde España, y que separan, por ejemplo, a la literatura mejicana de la del Río de la Plata tanto o más de lo que lo está cualquiera de estas dos de la española.

Es indudable que cada lengua supone una cultura y que la herencia española más preciada es el idioma. Se puede considerar una proeza que desde el sur de Río Grande hasta Tierra del Fuego (con excepción de Brasil y algunos otros territorios) nos entendamos en una lengua común, enriquecida, a su vez, por variantes y matices que denuncian las peculiaridades de cada nación. Esteban Echeverría, en un irónico balance histórico, opinaba que España había legado a América dos de sus mayores defectos: la legislación y las costumbres2, pero también su mayor riqueza: la lengua3. Aunque hay que subrayar, como lo hizo Juan Bautista Alberdi, que esa lengua comenzó a modificarse desde el momento mismo en que los españoles tocaron tierra americana4.

El haber pasado por alto estas transgresiones quizá sea una de las causas de la repetida polémica que se originó al querer meter en un mismo saco la cultura -y especialmente la literatura- de Latinoamérica y de España. A veces enunciada, otras implícita o apenas insinuada en algún escrito (críticas antihispanistas desde América; actitudes paternalistas desde España), esa polémica está, al parecer, en el aire de las relaciones culturales entre ambas partes. Por ello, para entender los encuentros o desencuentros presentes, quizá convenga rememorar el estado de la cuestión en el pasado.

Se rescatan aquí dos versiones sobresalientes de la polémica que, aunque ocurrieron en contextos histórico-culturales diferentes -la primera a mediados del siglo XIX, y a principios del XX la segunda (o, si se prefiere, antes y después del modernismo)-, tienen un denominador común en cuanto al espíritu independentista que anima las respuestas y al afán de padrinazgo que las provoca. Se trata, como podrá deducirse, no tanto de una lucha por el consabido liderazgo intelectual de la metrópoli sobre la comunidad hispanoparlante de Ultramar (el liderazgo se da de hecho, o no, fuera de toda discusión), sino de una pugna más bien simbólica (con todo el valor y el riesgo que tienen los símbolos) entre los que tratan de adjudicárselo y los que se niegan a aceptarlo.


Primera versión de la polémica

La primera versión de la polémica ocurre a raíz de un artículo que aparece en El Comercio del Plata, de Montevideo (números 234, 235 y 236), fechado en Mérida, el 20 de julio de 1845 y titulado «Consideraciones sobre la situación y el porvenir de la literatura hispanoamericana»; en él su autor, el escritor español Dionisio Alcalá Galiano (nacido en Cádiz en 1811), opina que la literatura americana «se halla todavía en mantillas» y que su porvenir es sombrío si no vuelve a aceptar la tutela de la española. Esta opinión precipitada fue refutada por el escritor argentino Esteban Echeverría (1805-1851) en un texto que añade al Dogma Socialista. Ojeada Retrospectiva (Montevideo, 1846).

El planteo del español mezcla una primera descripción objetiva sobre el estado de gestación de las literaturas americanas (aunque expresada peyorativamente) con una predicción impertinente, que nace no tanto del desconocimiento (el autor estuvo en América y vivió varios años en La Habana, donde trabajó como periodista en el Diario de la Marina), como de la deliberada no aceptación de la situación política americana; las luchas de la independencia y la consolidación de las nuevas naciones habían supuesto un abierto rechazo del orden colonial y, por extensión, de cualquier dependencia de España. La postura ideológica de Alcalá Galiano puede resumirse con sus propias palabras, escritas años más tarde en el ensayo Cuba en 1858: «Promover una reforma templada pero lata a la vez, reforma conducente al provecho y la gloria de la causa española en el Nuevo Mundo, he aquí el único móvil a que obedezco»5. Este énfasis, que revelaba una intransigencia no sólo propia sino representativa de un sector del pensamiento político español, tenía respuesta, igualmente enfática, en América. Un ejemplo es la difundida afirmación de Echeverría: «es absurdo ser español en literatura y americano en política»6.

Así planteada la polémica, pasamos a algunos de sus pormenores. Alcalá Galiano sostiene que América «vaga desatentada y sin guía, no acertando a ser lo que fue, y sin acertar a ser nada diferente», y deduce que la escasez de obras «muy notables» de autores americanos se debe a que éstos han «renegado de sus antecedentes y olvidado su nacionalidad de raza». Echeverría contesta con argumentos históricos, sociopolíticos y estéticos, y centra el desacierto de los juicios de su contrincante en la «suma ignorancia (que España tiene) del verdadero estado social de la América».

Hoy se sabe que este desconocimiento no es un hecho aislado ni una característica exclusiva del siglo XIX, como algunas veces se ha señalado, sino una constante mal disimulada por el conocimiento de algunos tópicos (el tópico no es sino un disfraz de la ignorancia) usados con habilidad. Ese desconocimiento está patente en el hecho de que aún los liberales y progresistas respecto de las cuestiones españolas o europeas han sido, con frecuencia, retrógrados al tomar partido por los acontecimientos americanos (valga como ejemplo ilustre el «me duele España» de la generación del 98, frente a la pérdida de las últimas colonias de Ultramar).

Alcalá Galiano, en su libro sobre Cuba ya citado, declara «la índole intensamente nacional de mis aspiraciones» y pone en claro también «mis doctrinas conservadoras». Coherente con sus ideas, aconseja a los creadores americanos, en el artículo en cuestión, ponerse «a remolque» de España «a fin de que su literatura adquiera un alto grado de esplendor».

Como en toda polémica, los temperamentos se encienden; Echeverría deja de lado la mesura y las buenas maneras para argumentar:

«¿Cómo quiere (el señor Galiano) que en América, segregada por un océano de la Europa, en esta América semibárbara, porque así la dejó España, y continuamente despedazada por convulsiones intestinas, haya todavía literatura?».



Y, más aún, aduce que:

«no pocas fatigas y sangre les cuesta (a aquellas naciones) desasirse de las ligaduras en que las dejó España para poder marchar desembarazadas por la senda del progreso».



Finalmente, increpa a su oponente, esgrimiendo como justificativo del rechazo el indudable atraso cultural español de principios del siglo XIX:

«¿Cuál es la escuela literaria española contemporánea? ¿Cuáles son sus doctrinas? Las francesas. [...] ¿Cómo quiere, pues, el señor Galiano, que exista una escuela literaria americana, si la España no la tiene aún, ni que vaya la América a buscar en España lo que puede darle flamante el resto de la Europa, como se lo da a la España misma?».



Los argumentos del argentino, hirientes y cargados de resentimiento, no son menos amables que los del español, cuyo tono mesurado y distante, opuesto al inflamado de Echeverría, no oculta una evidente subestimación.

Para entender esta primera polémica y comprender las argumentaciones de sus portavoces que, a simple vista, pueden parecer excesivas y hasta descorteses, es necesario situarse en el contexto histórico en que se dan. Los comienzos del siglo están marcados en España por dos reinados tumultuosos: los convulsionados años de Fernando VII (1814-1833) que restableció la monarquía absoluta y que, a su muerte, deja al país al borde de la guerra civil; y la minoría de Isabel II, durante la que se suceden una serie de experiencias políticas que no logran estabilizar al país. Dionisio A. Galiano sufrirá indirectamente las consecuencias de estos años de intransigencia porque su padre, el político y escritor Antonio Alcalá Galiano, tuvo que exiliarse, víctima de la misma intolerancia y del absolutismo contra los que se habían sublevado las colonias de América. Precisamente a estos exilios adjudicará Dionisio, no sin cierta coquetería, sus limitaciones estilísticas como escritor, ya que su formación, como él mismo lo dice en el ensayo citado, estuvo nutrida más de autores foráneos que de los clásicos españoles.

Los tiempos políticos no eran claros en España. Tampoco en América que conservaba aún fresco el recuerdo de las luchas por la independencia, y buscaba, también convulsionada, la organización nacional. En el Río de la Plata, la «generación del 37» que agrupa a los jóvenes progresistas, democráticos en política y románticos en literatura, rescata los ideales emancipadores de la Revolución de Mayo de 1810, y lucha en contra de la tiranía de Rosas (1829-1852) que encarna, en cierto sentido, la restauración de los valores coloniales retrógrados. Como en la España fernandina, en Argentina la intolerancia signa igualmente el gobierno del «Restaurador» criollo, y obliga a emigrar, no sólo a sus opositores del partido unitario, sino también a la mayoría de estos jóvenes independientes que, por este hecho, recibirán el nombre de «generación de los proscriptos». No es casual que Echeverría, director ideológico y literario del grupo, haya respondido a Alcalá Galiano desde su exilio en Montevideo (1841-1851).

En la postura ideológica de un intelectual «nieto de la Revolución de Mayo» -según la expresión de Emilio Carilla-, que lucha por el progreso y que acepta como única tradición válida «la tradición democrática de su cuna, de su origen revolucionario», hay coherencia cuando rechaza todo despotismo, sea éste colonial o rosista, español o americano. En este rechazo iban incluidas, lógicamente, no sólo las ideas y su práctica, sino también su expresión literaria.

Conviene destacar que esta reacción vehemente no es indiscriminada, sino que se alza justamente en contra de la España retrógrada y estancada; Echeverría dice textualmente:

«El señor Galiano tendrá bien presente lo que era la España inquisitorial y despótica; pues bien, calcule lo que sería la América colonial, hija espuria de la España».



Esta intención equitativa queda doblemente clara cuando, consecuente con una ideología de avanzada, se apresura a puntualizar que, sin embargo, «la América [...] simpatiza profundamente con la España progresista»7.

En la base del desencuentro está el problema de la independencia americana y la distinta perspectiva que, sobre un mismo hecho, tienen las dos partes interesadas. Las diferentes circunstancias en que están inmersos ambos protagonistas, lógicamente condicionan sus apreciaciones y determinan sus juicios.

En el Viejo Continente, los siglos se han encargado de organizar la materia social y deslindar los campos de la cultura: la política, el arte, la religión, la economía, se desenvuelven saludablemente separados. Por el contrario, la joven América, recientemente independizada, es inestable y mezclada; no puede permitirse el lujo de tener, según Echeverría, «literatos de profesión que cuentan con medios abundantes de producción, y con un vasto teatro para la manifestación del pensamiento. En los países de reciente formación, en lo que todo está aún por deslindar y construir, la urgencia de los problemas socio-políticos impone al intelectual un compromiso y una acción».

Es comprensible entonces que al reclamo de Alcalá Galiano, que pretende mostrar la cuestión como si fuera exclusivamente literaria, Echeverría responda con un replanteamiento del problema desde una perspectiva muy distinta:

«porque la cuestión literaria que el señor Galiano aísla desconociendo a su escuela, está íntimamente ligada con la cuestión política, y nos parece absurdo ser español en literatura y americano en política».






Segunda versión de la polémica

La segunda, y más difundida, versión de la polémica es la conocida como la del «meridiano intelectual». Se inicia a raíz de un editorial de La Gaceta Literaria, de Madrid (n.º 8, 15 de abril de 1927) en el que se propone a la capital española como «meridiano intelectual» de todos los escritores de lengua española, incluidos los hispanoamericanos. La reacción de estos últimos es inmediata, y se concentra, sobre todo, en el grupo de jóvenes de la revista argentina Martín Fierro8. En síntesis casi textual, las quejas y los argumentos de la publicación madrileña son los siguientes: a) Propone eliminar términos como «América Latina» o «latinoamericanismo». b) Señala las «turbias maniobras anexionistas que Francia e Italia vienen realizando, so capa de latinismo», c) Denuncia el «panamericanismo» o captación por los Estados Unidos, d) Puntualiza que el término hispanoamericanismo «no representa la hegemonía de ningún pueblo de habla española sino la igualdad de todos», e) Se queja de que los intelectuales elijan a Francia e Italia como centros de sus actividades sin dignarse a tocar España, o considerándola «campo de turismo pintoresco», f) Y concluye que «de ahí la necesidad urgente de proponer y exaltar a Madrid como meridiano intelectual de Hispanoamérica».

Aunque ya habían pasado los años, y las independencias -al menos territoriales- estaban firmes, afloraban del subconsciente de la ex metrópoli antiguas reminiscencias colonialistas (el problema del colonialismo es que también es una ideología inconsciente). De los puntos transcriptos se desprenden como evidentes, por una parte, las pretensiones hegemónicas y el recelo ante la inquietante competencia de otros países; por otra, un mal disimulado paternalismo (la igualdad de todos, pero el meridiano en Madrid); y, en resumidas cuentas, el contradictorio sentimiento de superioridad e inseguridad del tutor que no se resigna a la independencia de su pupilo.

El afán de apadrinar, no disimulado por el tono afable del editorial, es inmediatamente detectado. Las respuestas de Martín Fierro, aunque insolentes en algunos casos, están alentadas por una verdad de fondo; Carpentier, que también interviene en la polémica y señala el tono desatinado de los argentinos, la destaca en una carta a Manuel Aznar:

«Considero de un lamentable mal gusto las "boutades" de la muchachada de Martín Fierro. Pero creo deplorable que se intente transformar un afecto fraternal en incesto»9.



Veamos algunas de las respuestas. Borges, con un humor impávido y una intencionada puntuación, comienza su alegato con estas palabras:

«La sedicente nueva generación española nos invita a establecer ¡en Madrid! el meridiano intelectual de esta América. Todos los motivos nos invitan a rehusar con entusiasmo la invitación»10.



Scalabrini Ortiz, luego de tildar la propuesta madrileña como ridícula y descortés, concluye con una exposición de sus ideas cuyo acento informal no menoscaba la seriedad de la convicción:

«No existe una ciencia positiva capaz de calcular la inecuable distancia que nos separa de Madrid. Nuestro meridiano -magnético al menos- pasa por la esquina de Esmeralda y Corrientes, si es que pasa por algún lado. Estos datos de la geografía argentina se ignoran en Europa, pero a nosotros su despreocupación no nos interesa. Europa absorbe el trigo de las pampas y nosotros algunas ideas de Europa. No sé quién sale ganando»11.



Como Echeverría en su momento, Santiago Ganduglia resume el error de La Gaceta Literaria en «una enciclopédica ignorancia respecto de nosotros», y reafirma la vocación independentista de América. Explica, además, el alejamiento de España por el retraso cultural que sufre respecto de otros países de Europa:

«España sólo nos interesa desde Baroja y Valle-Inclán para arriba, mientras Francia e Italia renuevan constantemente nuestra atención intelectual»12.



El juego insurrecto de los martinfierristas los llevó a la no fácil tarea de redactar una respuesta en lunfardo, firmada satíricamente por «Ortelli y Gasset». Más que por el virtuosismo en el manejo del argot rioplatense, su oportunidad se basa en la inclusión libérrima de lo local y en la actitud antiacademicista que sus frases desacatadas simbolizan:

«che meridiano, nácete un lao, que voy a escupir»13.



Lisardo Zía insiste en otro punto fundamental de la argumentación americana que es la variedad y riqueza de matices que existen en sus distintos territorios y que, desde España, se pierden de vista. A la multiplicidad une un inventario de todos los antecedentes culturales que reconoce el Río de la Plata, entre los que figuran los italianos, franceses, estadounidenses, que tanto preocupaban al editorial en cuestión. Como punto de partida y, a la vez, corolario de esta complejidad apunta que «la única aspiración de América es América misma»14.

Alejo Carpentier interviene en la polémica desde el Diario de la marina, que reproduce aquella carta a Manuel Aznar, de la que hablamos. Desde esta publicación, cita a su vez la frase de Zía, y aclara y completa su sentido:

«"La única aspiración de América es América misma", y no porque una fobia egocentrista se haya apoderado de nuestras más lozanas mentalidades, sino porque los problemas ideológicos que se plantean a sí mismas son peculiarísimos, y difieren totalmente de los que pueden inquietar a los escritores del Viejo Continente»15.



Las respuestas parcialmente transcriptas no han sido las únicas, pero dan una noción general de aquellas argumentaciones. No resulta superfluo, sin embargo, detenerse en la intervención de Carpentier porque, a pesar de su juventud (tenía entonces veintidós años), y a diferencia de la arrogancia martinfierrista, argumenta con serenidad y a la vez con firmeza. Reflexiona sobre la dificultad de «cierta vida en común» entre los habitantes de uno y otro lado del océano. Insiste en que los problemas de los intelectuales de América difieren de los europeos, y fundamenta esas diferencias en razones que coinciden con las que, casi un siglo atrás, dio Echeverría. Señala la vigencia del «poeta cívico» que «no tiene ya razón de ser en el Viejo Continente», y destaca el «dilema de una definición espiritual» que, «mientras angustia por estas latitudes» es «menos apremiante» en Europa. El protagonismo político resulta así insoslayable en América y, en consecuencia, la obra nace también comprometida; el artista -según Carpentier- «ve algo más que un elevado juego en sus partos intelectuales».

Es interesante comprobar cómo, a pesar del tiempo transcurrido (1846-1927), los argumentos de una y otra parte mantienen, respectivamente, su misma base ideológica. Por un lado, el editorial de La Gaceta Literaria reproduce, sin proponérselo y aún enunciando lo contrario, la propuesta de Alcalá Galiano: que América, que «vaga desatentada y sin guía», reconozca a España como su «meridiano intelectual». Y, por otro lado, la respuesta americana, igualmente airada en ambos siglos, afirma su independencia. En la actualidad la polémica tiene expresiones menos explícitas, pero su vigencia se detecta en numerosas publicaciones, actitudes y aún opiniones que, por los límites de este trabajo, es imposible enunciar. Quizá podría aclarar los motivos de su pervivencia, renovada con los exilios recientes, el hecho de que, durante la larga etapa de la colonia, España actúa como el profesor tradicional que «deposita» sus conocimientos en el joven alumno. No hay posibilidad de intercambio porque los roles son fijos y no existe reciprocidad: España es siempre maestro y América, discípulo. El flujo unidireccional se mantiene hasta que circunstancias coyunturales -fundamentalmente la independencia de las colonias- interfieren el sistema. Este fuerte sacudón, en lugar de modificar beneficiosamente la relación, la resiente. América, independiente, vuelve sus ojos hacia otros países de Europa. España, por su parte, acostumbrada a subestimar al discípulo adjudicándole un papel de pasivo receptor, no imagina que de él también puede recibir. Porque la riqueza no está tanto en los conocimientos (que pueden estar esclerosados), como en el acto mismo del aprendizaje. España, aunque esforzada, ha equivocado el método, y no ha sabido advertir que la comunidad de lengua (primer paso indiscutido de su esfuerzo) y la diversidad de mundos que en ella se expresan era una oportunidad para el enriquecimiento mutuo.

El desinterés peninsular, debido, en gran medida, a la falta de imaginación en el poder (porque una golondrina -aunque sí las hubo- no hace verano), frustró lo que hubiese podido ser un desarrollo conjunto. Por el contrario, fomentó un paternalismo trasnochado (sostenido durante años por la retrógrada y tópica propaganda oficial), cuyos ecos aún llegan hasta nosotros. La polémica, a pesar de todos, sigue en el aire; y el conocimiento recíproco, en contra de lo que podría creerse si se atiende a tanta declaración de buena voluntad, aún está pendiente. Quizá el esfuerzo por eludir la retórica tradicional, que es evidente en estos días, sirva para que esas palabras no queden flotando en el vacío sino que, efectivamente, incidan en la realidad.







 
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