Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoAmérico Castro y los moriscos

Pedro Martínez Montávez.
Universidad Autónoma de Madrid



La obra de Castro, el islam hispano y el arabismo

Se ha solido insistir, y sigue haciéndose así, en el escaso interés y la poca atención que el arabismo español en general mostró desde un principio hacia la obra de Américo Castro, aunque la conociera, la tomara en cuenta y la comentara en algunas ocasiones. Tal desinterés mayoritario ha parecido extraño, y en gran medida injustificado, dada la naturaleza de la misma y su objeto capital de estudio y reflexión. El desafecto no solamente se ha mantenido entre las generaciones de arabistas posteriores y más recientes -salvo muy escasas excepciones puntuales-, sino que posiblemente se ha incrementado, lo que no deja de ser, en mi opinión, un dato no menos ilustrativo y aun más negativo. En especial, porque puede fácilmente demostrarse que ese desafecto acrecentado posterior se ha hecho desde el desconocimiento casi absoluto de la obra de Castro, desde la falta de lectura directa, completa y profunda de la misma; sólo en contadísimas ocasiones, y cuando más, desde la ojeada superficial y apresurada, plagada además de prejuicios, desde lejanísimas «oídas», desde interpretaciones intermediarias y en no pocas ocasiones desvirtuadoras. No me interesa sin embargo ahora indagar y extenderme en esta cuestión, aunque quizá sí lo haga en algún momento que me apetezca y me sienta animado a ello.

Posiblemente también en este asunto yo haya sido un arabista español bastante atípico y a contracorriente. A mí la obra de don Américo sí me ha interesado siempre -como la de Don Claudio Sánchez Albornoz-, la he leído y releído con continuidad, atención y esfuerzo -confieso que la de su antagonista la he «releído» menos-, y sigo reflexionando sobre ella con gran gozo intelectual, con intenso placer literario, y con notable provecho personal, al menos para mí. Como se sabe, yo no soy un arabista especializado en Al-Andalus ni en el islam medieval, pero Al-Andalus constituye, por muy diversos y entrelazados motivos, una de mis permanentes preocupaciones vitales e intelectuales, y de ahí viene directa y básicamente mi interés por la figura y la obra castríes. Porque don Américo es, ante todo, un pensador de la historia, y no sólo un historiador -o una de tantas modalidades legítimas de historiador existentes-, y la lectura de su obra constituye al tiempo, en perfecta taracea, un enorme desafío intelectual y un formidable placer literario: gozo y acicate al tiempo.

Por todo ello me ha interesado siempre su obra y me sigue interesando243.

Se me presenta ahora la ocasión de indagar nuevamente en la obra castrí, y en circunstancia además que sobrepasa la simple efeméride cronológica puntual y pasajera. Se cumple este año, como se sabe, el IV centenario de la promulgación del edicto de expulsión de España de los moriscos, es decir, de expatriación de una minoría hispánica, porque España era su patria natural. Por ello he querido relacionar en esta contribución los dos temas, ya indudablemente relacionados entre sí: la obra de Américo Castro y la cuestión morisca.

La obra de Castro es una profunda, luminosa y muy exigente indagación en la historia de España, singularmente porosa y entramada al tiempo, a la que cuadra perfectamente, a mi juicio, la rotunda aseveración de Tierno Galván: «La embriaguez de la razón consiste en la claridad». Yo no tengo ninguna duda de que razón y claridad son precisamente dos de los principios estructurales constitutivos, de los pilares sólidos y de los objetivos esenciales de la obra de Castro.

Nadie puede poner en duda la excepcional importancia que tiene la interpretación castrí de la historia de España. Esta interpretación no se distingue sólo como formidable esfuerzo teórico, sino que se propuso también desde un primer momento la finalidad añadida de buscar y ofrecer explicaciones fiables y argumentadas, soluciones viables y lógicas a diversas inquietudes y cuestiones sumamente problemáticas, acumuladas y mantenidas a lo largo del tiempo, sometidas constantemente a revisión y debate. Castro trata de encontrar y dar respuesta a múltiples preguntas que no la tenían de forma suficiente, lógica y satisfactoria, a dudas e incertidumbres interminables, a inquietudes y hasta a angustias dramáticas y al parecer insuperables.

Nadie puede negar tampoco la irrenunciable ambición que la anima y vertebra, la gran novedad que presentaba y la vasta difusión que alcanzó. La obra de Castro es en realidad, y por encima de cualquier otra opinión o calificación, el gran revulsivo que la historiografía española necesitaba y estaba exigiendo, que quizá vuelva a necesitar y a exigir de nuevo. Todas estas características y valores sustanciales de su obra se sitúan al margen de cualquier tipo de polémica mezquina, y muy por encima de toda tentativa de análisis superficial, estrecho y obtuso. Así ha sido reconocido cuando se ha estudiado y analizado con un propósito inicial declarado, al menos, de equidad y ponderación:

«A este particular, la interpretación de Américo Castro de nuestra historia nacional (España en su historia, 1948) constituye el más logrado intento de dar una explicación a la realidad histórica de España. Sus principios teóricos suponen un verdadero avance en el quehacer histórico y representan una superación ante los tradicionales criterios de base positivista, que dominaban el proceso historiográfico»244.



Al ser una indagación en la historia de España es también, en la medida correspondiente e inseparable, una indagación en la realidad histórica del islam, y en particular del islam ibérico, es decir, de Al-Andalus. Como el mismo Castro reconoce, empezó a vislumbrar y a ser consciente de la singular importancia y del especial sentido que el islam y lo islámico tienen en la realidad histórica hispana, en época ya bastante avanzada de su existencia, y esa revelación se produjo como una especie de evolución natural de su pensamiento y de su constante reflexión sobre la identidad hispánica:

«Mi interés se dirige a aquellos aspectos de la vida medieval en que ambas civilizaciones se combinan, no sólo para seguir la huella del Islam en la España cristiana, sino para llegar más bien a algún punto de vista eficaz respecto a la contextura misma de la civilización ibérica. Hasta hace no muchos años pensaba sobre este punto como todo el mundo. Cuando en 1938 escribía un ensayo sobre ciertos problemas de los siglos XV y XVI, noté cuán difícil era introducir lo islámico en el cuadro de la historia, o prescindir de ello, y acabé por soslayar la cuestión indebidamente. No supe entonces cómo abordar el problema, porque aún pesaban sobre mí los modos seculares de enfocar la historia, y la autoridad de ciertos grandes historiadores [...] Sólo después de haber escrito mis ensayos sobre lo hispano y el erasmismo como aspecto de "situaciones vitales", comencé a ver claro el sentido de lo islámico en aquella historia»245.



Castro no es sólo un ejemplo cabal de intelectual ambicioso, original, tan personal como riguroso, sino que lo es también de intelectual honestísimo, de intelectual valiente. Algo que, ciertamente, no abunda y no suele ser bien recibido ni convenientemente valorado, porque los pensadores de este corte, entre otras muchas cosas, actúan como conciencia ética y científica, y su obra corre el peligro de que sea entendida solamente como una crítica encubierta de la obra de otros pensadores que no se distinguen precisamente por poseer tales cualidades, o al menos por ejercitarlas. Quizá sobre todo en el terreno de los estudios históricos. Guillermo Araya acierta plenamente cuando escribe:

«Desde su nacimiento en 1885 hasta 1948 -aparición de España en su Historia- [...] la ficha biográfica y académica de Américo Castro es impresionante en calidad y cantidad. Sin embargo, su intensa labor intelectual no impidió que en 1948, con España en su historia, comenzara una segunda navegación mucho más extensa, original y ambiciosa que todo lo hecho hasta entonces. A los 63 años de edad enfila a toda máquina hacia nuevos rumbos. Cuando muchos filólogos están en vísperas de jubilarse de la docencia y de la investigación, Américo Castro inicia la parte más original e intensa de su obra»246.



Como el mismo Araya precisa, coincidiendo en ello con la mayoría de los analistas y estudiosos de la obra de Castro, en 1938 comienza la segunda época en el desarrollo del pensamiento castrí, que él vertebra en varias secciones: la primera, de 1938 a 1948, y la segunda desde 1948 a 1962. Esta segunda época en conjunto es la época de «la singularidad de lo español». Araya escribe también que el estudio de la historia ocupa un principalísimo lugar en esa segunda fase, y que ese estudio cubre dos frentes: el cómo y el qué de la historia en general, precisando que:

« en la evolución que desde 1948 a 1962 ha experimentado su opus magnum, en sus ediciones de 1948, 1954 y 1962, se refleja claramente este proceso en el que se entreteje inextricablemente la búsqueda del cómo de España con el qué de la historia. En lo principal dicha evolución indica que Américo Castro fue adquiriendo un dominio paulatino de su sistema de ideas y de su manera de exponerlo»247.



En conclusión: está claro que, al abordar la reflexión rigurosa, irrenunciable y permanente sobre el cómo y el qué de España y de su historia, don Américo se encontró con el islam, y entonces ni lo apartó ni lo soslayó. En contribuciones anteriores mías acerca de su obra, que ya he citado en nota anterior, he tratado de aproximarme, aunque haya sido de forma tan sólo muy incipiente y excesivamente general, a algunos aspectos y manifestaciones de ese encuentro. Ahora voy a tratar de referirme en concreto a lo que la cuestión morisca pudo significar en el cómo y en el qué de la ejemplar reflexión castrí. Será conveniente sin embargo que antes nos refiramos, aunque sea con suma brevedad, a algunos otros aspectos más genéricos, y tal vez básicos, de la relación de Castro con la cuestión árabe-islámica.

En su incansable tarea de indagación en lo que él considera estructura intercastiza de la historia de España, se encuentra con los dos elementos semíticos que formarían también parte de esa composición: lo árabe y lo judío. El mismo Araya hace atinadas observaciones acerca de cómo y cuándo se produjo esto, afirmando que «por el hilo de lo árabe, Américo Castro llegará a encontrarse con las otras dos castas de creyentes: la judía y la cristiana»248. Y añade seguidamente otra observación aún quizá más interesante y significativa, que bien merece, desde mi punto de vista, un estudio monográfico, aunque yo me limite aquí simplemente a apuntarlo y no lo aborde. Según el citado estudioso:

«La captación de la importancia de lo árabe antes que de lo judío, tiene también una consecuencia en su obra. Lo árabe es un elemento que centra su atención de un modo predominante en las primeras obras, y ediciones, de su segunda época. Con posterioridad, y paulatinamente, la importancia de lo judío comienza a cobrar relieve. Este acceso tardío a la importancia del problema judío en la vida española explica que la mayor parte de los escritos últimos de Américo Castro estén dedicados a esta casta de creyentes. Después de 1962 él ha insistido preferentemente sobre la importancia de los judíos en la historia y la cultura españolas»249.



Sin querer ahondar de momento, como he dicho, en esta cuestión, me voy a permitir tan sólo hacer dos rápidos apuntes que quizá puedan contribuir a explicar, al menos parcialmente, esa progresiva reducción de temática propiamente árabe-islámica en la producción castrí de los últimos años.

¿Pudo influir tal vez en ello -y en parte justificadamente, reconozcamos-, la evidente falta de entusiasmo que el arabismo español más docto, académico y oficial, mostró por las teorías de Castro, fácilmente calificables de «arabófilas» a partir de criterios y prejuicios tradicionalistas -con lo cual, evidentemente, quedaban en parte descalificadas-? ¿Hasta qué punto pudo decepcionarle la postura de amplia reserva crítica, hasta en no pocos casos claramente escéptica, que los más ilustres y reconocidos representantes de ese arabismo manifestaron hacia sus innovadoras teorías, opuestas a las secularmente mantenidas y de hecho nunca sometidas a revisión? James T. Monroe analizó hace ya tiempo, como es bien sabido, este incomprensible desafecto250, y yo mismo me referí también a él en la primera aproximación que hice, ya citada251, a la obra de don Américo. No creo por consiguiente que haya que tratar ahora nuevamente de ello.

En cualquier caso lo que sí cabe deducir, y seguramente con fundamento, es la decepción, y posiblemente también el disgusto, que el honesto y valiente intelectual que él era, intrépido indagador en el pasado español, se llevaría. Bien es cierto que a ese posible menosprecio personal e intelectual él respondió con otro ciertamente no menor, como queda patente en una carta que dirigió a Juan Goytisolo el 26 de junio del año 1971, y en la que se refería precisamente a la publicación del libro de Monroe:

«Aquí, entre las harcas252, ha caído mal. Le reprochan menudencias, insignificantes al lado de eso de "invadir, depredar y ¡adiós, muy buenas!". La verdad es que estos arabistas -fuera de divagar, preparar materiales a veces doctamente, mentir o maldecir-, nunca se preguntaron de veras por el enorme problema que Monroe analiza por primera vez. Necesitará estas o las otras enmiendas, pero abrió una cerrada puerta, sin llave aunque con cerradura»253.



Yo no sé si a don Américo pudo interesarle mucho o poco estar informado de si su obra obtuvo alguna difusión en el mundo árabe, y si fue conocida, al menos en los círculos académicos e intelectuales, y en particular entre hispanistas e historiadores. Si en algún momento pudo tener algún interés por ello, lo más probable es que se llevara otra decepción. Eso es al menos lo que me permiten aventurar mis conocimientos en la materia, que tampoco son muchos. La que creo primera traducción al árabe de España en su historia -según la 1.ª edición de 1948- no apareció hasta el año 2002, y se debe a la pluma del Prof. Sulaimán Al-Attar, catedrático de la Universidad de El Cairo. Se trata sin embargo de una versión incompleta, como el propio traductor explica en el prólogo, ya que «presenta el libro traduciendo algunos capítulos del mismo y resumiendo otros». Parece además evidente que la aparición de esta versión pudo venir favorecida por la necesidad de contrarrestar la nefasta imagen del Islam derivada de los atentados del 11 de septiembre de 2001254, lo que animaría asimismo a darle a la obra un título no solamente diferente al que tiene en el original, sino también en realidad parcialmente alterador del mismo: La civilización del Islam en España255. Sólo tengo noticia de otra traducción al árabe de un libro de Castro, también en Egipto: El pensamiento de Cervantes256.




La obra de Castro y el desarrollo de los estudios moriscos

No cabe afirmar que el tema morisco en concreto, monográfica y específicamente considerado, sea uno de los más tratados y estudiados por Castro, uno de los temas centrales en su obra. En realidad, no tendría tampoco por qué serlo, y seguidamente trataré de explicarlo. Sí hay que advertir y resaltar desde un principio, sin embargo, que se produce una apreciable ampliación de la temática morisca entre las dos trabadas y prietas formulaciones de su obra magna: España en su historia (1.ª ed. 1948) y su refundición con el título de La realidad histórica de España (1.ª ed., 1954). Apunto simplemente el dato, porque posiblemente tenga algún interés por sí mismo, pero no le voy a conceder sin embargo demasiada importancia, pues esta contribución no se concibe como una aproximación de propósito «arqueológico» al pensamiento de Castro. Y además, como se sabe muy bien y se ha puesto repetidamente de manifiesto y se ha resaltado, el pensamiento y la obra del autor se vieron sometidos a constante revisión, reelaboración, profundización y ampliación, como consecuencia lógica de la propia naturaleza de la obra en sí, y de las muchas y diferentes respuestas, ecos y comentarios que suscitó, desde el entusiasmo más fervoroso hasta el más encendido rechazo.

Quiero decir que lo morisco no tiene particular entidad ni papel descollante por sí mismo, solo o aislado, en la obra de Castro. Y ello, por varias razones, resulta como he dicho explicable. Ante todo, Castro tiene una concepción global del hecho islámico, preferentemente en su totalidad, lo que corresponde cabalmente a una de sus dimensiones fundamentales, e indudablemente también a su propia naturaleza. El islam es, en esencia, una específica amalgama de unidad y diversidad, de singularidad y pluralidad, y posiblemente sea esa dimensión de unidad y singularidad -y no la de diversidad y pluralidad- la que primeramente se muestre a quien lo contempla, sorprendido y tan fascinado como extrañado. Esta dialéctica interna y lógica del islam, su naturaleza eminentemente poliédrica, constituye uno de los principales atractivos y uno de los principales riesgos para su estudio. Yo creo que don Américo lo percibió muy bien, y de este acierto esencial quedan huellas y reflejos evidentes y luminosos en su obra. Pero no es éste el objetivo fundamental de mi contribución, y por ello simplemente lo dejo apuntado.

Conviene asimismo tener en cuenta que esa concepción castrí del islam se adecua a la perfección y sintoniza plenamente con la propia concepción que tiene de la historia, comprehensiva y trabada, y también en última instancia selectiva. En consecuencia, su concepción de la historia y su concepción del islam se complementan, coinciden: en este punto concreto, la obra de Castro se presenta también como un ejemplo muy claro de coherencia y de armonía interna, lo que en mi opinión constituye uno de sus principales rasgos caracterizadores y de sus valores primordiales.

Junto a todo ello hay otro hecho subyacente básico, aunque suele pasar inadvertido y no se le dé la importancia que tiene; un hecho de semántica expansiva, omnicomprensiva y encubridora. Me refiero a que los hispanohablantes e hispanopensantes estamos acostumbrados al empleo de un término único en auténtico régimen de multiuso, sin preocuparnos de entrar en mayores distingos: decimos «moro», o cualquiera de sus variantes: morisma, morería, y basta. Con ellos pretendemos expresar todas las variantes existentes de lo árabe y de lo islámico, y hasta es posible que también alguna no existente. Lo cierto es que, en esto, don Américo es más bien tradicional, sumamente «castizo», y con la palabra comodín en cuestión -o cualquiera de sus directamente asociadas- cubre con frecuencia todo el abanico semántico.

Hay un tercer dato que contribuye a explicar por qué el tema morisco en sí mismo, monográfica y específicamente considerado, como decía -y hasta en ocasiones, erróneamente, como aislado o segregado- no aparece en la obra de Castro más explícitamente expuesto y tratado; o al menos, aparece bastante menos que otros de la misma progenie y familia. Sencillamente, porque la moriscología es una disciplina reciente y derivada, una especialización investigadora que ha adquirido su gran desarrollo, su mayoría de edad, su autonomía -y hasta quizá en ocasiones la «independencia»- durante las tres o cuatro últimas décadas. Significativamente, una gran autoridad en la materia, Luce López-Baralt, inicia con el siguiente párrafo unas consideraciones introductorias a su último y muy reciente libro:

«El tema morisco ha salido a la calle. Así lo afirmaba Luis García Ballester en 1984, y desde entonces, "la pasión por lo morisco" no ha hecho otra cosa que ir en aumento. Son muy variadas las razones que ayudan a explicar esta eclosión de los estudios de moriscología, que incluye nuevas publicaciones, nuevas colecciones editoriales, nuevas revistas especializadas, nuevos congresos y cursos, traducciones y reediciones de estudios clásicos, así como numerosas revisiones sobre el "estado de la cuestión"»257.



En realidad, esta nueva situación se podía advertir desde algunos años antes. En mi opinión, el punto de inflexión habría que fijarlo posiblemente con la publicación, el año 1974, de la excelente antología de estudios sobre el tema preparada por los arabistas Míkel de Epalza y Ramón Petit258, que significó precisamente una oportuna llamada de atención sobre «el estado de la cuestión» por entonces. En un reciente trabajo, el propio Petit se ha referido a la génesis y al desarrollo del libro, en septiembre del año 1970, por iniciativa expresa y encargo firme del entonces embajador de España en Túnez, Don Alfonso de la Serna259. Petit aclara también el porqué del término «moriscos andalous» elegido para titular el volumen:

«Quisimos justificar la apelación «moriscos andalous» que utilizamos en el título del libro. Un "andaluz" de Túnez no es forzosamente un morisco. Los "moriscos" -en terminología de origen hispánico- son los árabes musulmanes (llamados también andaluces, granadinos, mudéjares o tagarinos) que permanecieron en España después de los edictos de expulsión o conversión. Son, pues, españoles de origen árabe y oficialmente cristianizados. En cuanto a "andaluz", es una denominación de origen árabe que designa a todos los habitantes de Al-Andalus, de la Península Ibérica. Así pues, consideramos que la denominación "morisco andaluz" es adecuada, pues se refiere a la comunidad de emigrantes hispano-árabes instalados en Túnez a principios del siglo XVII»260.



Me permito recordar que yo no pertenezco oficialmente al gremio cada vez más numeroso de los «morisquistas», pero creo que sí acerté a ver y a valorar desde un principio la gran importancia y el auténtico significado que brindaba la obra de mis apreciados colegas. Le dediqué por ello un largo comentario, con título asimismo intencionado y expresivo, que no se publicó en ninguna revista especializada, pero que sí tuvo la fortuna de aparecer en un importante diario español de la época, con lo cual no quedó reducido al restringido círculo, por entonces, de los especialistas. Entre otras cosas, afirmaba en él lo siguiente:

«Parece que puede certificarse, por tanto, sin riesgo de error o exageración graves, la existencia de actividad de un esforzado contingente de nuevos "morisquistas" o "moriscólogos" (perdón desde ya mismo por el empleo de terminología tan poco afortunada, aunque quizá sí de sabrosa connotación y desde luego más que justificada en su derivación lingüística) que nos brindan, con sus estudios e intereses, un reflejo exacto del estado actual de la cuestión en esta área de estudios, el particular tournant -creo- en que se encuentran al abordar su posible mayoría de edad. Aunque su presentación social en el barroco salón de lo intelectual y de lo histórico no se vea (¡no podía ser menos, tratándose de "cosas de morisma"!) especialmente concurrida261.



En todo caso, y esto es lo que de verdad importa, don Américo no pudo conocer el espléndido desarrollo adquirido por la nueva disciplina, por la moriscología, ni «la pasión por lo morisco» a la que se refiere ahora López-Baralt, interesada asimismo en explicar las razones y los motivos del fenómeno:

«Para Mercedes García-Arenal el rebrote de los estudios moriscos en España se debe en parte a la nueva situación política del país, "que ha suscitado un nuevo interés por todo lo local, por la búsqueda y rescate del patrimonio cultural e histórico de cada zona, por sus características particulares y sus señas de identidad". La situación de las nuevas sociedades europeas, de otra parte, con su creciente condición multirracial y multicultural, abonan sin duda el deseo de conocer más de cerca cómo se dirimió la presencia histórica del "otro" en el pasado»262.



En mi opinión, y para concluir este apartado, no tiene sentido ninguno hacerse conjeturas acerca de cómo habría recibido don Américo las importantes, extensas y puntualizadoras aportaciones que viene efectuando la nueva moriscología, ni cómo habría reflejado en su obra, e incorporado a ella, este nuevo y renovador material, pero sí lo tiene recordar y tratar de fijar el espacio y la dimensión que en ella tiene el tema morisco. Y ése es el objeto concreto de esta contribución, que está acicatada también, como he expresado desde el principio, por la funesta efeméride histórica.




Los moriscos: continuidad y final

He afirmado en páginas anteriores que el tema morisco en concreto, es decir monográfica y específicamente considerado (destaco ahora esta parte de la afirmación), no es uno de los más tratados y estudiados por Castro, uno de los centrales en su obra, y he añadido de inmediato que no tenía por qué serlo. Pero constituiría un gran error deducir de la afirmación anterior que el tema morisco no tiene en su obra una presencia notable, y que por lo mismo no habría que tenerlo en cuenta ni resaltarlo. Pasa todo lo contrario: tiene entidad y significado por sí mismo, y a eso dedicaré la segunda parte de esta contribución, resaltando las que considero ideas esenciales y vertebradoras del autor sobre la cuestión, su visión del tema en lo fundamental, su interpretación de fondo.

He adelantado asimismo que se produce una importante ampliación de la temática morisca entre España en su historia (1.ª ed., 1948) y La realidad histórica de España (1.ª ed., 1954, ed. renovada 1962). Conviene resaltar este hecho desde un principio y tenerlo en cuenta, aunque en realidad no revista una novedad especial, particularizada solamente en el caso morisco, sino que se trata de un aspecto aplicable en general a toda la obra de Castro, sometida como se sabe a constante reelaboración y reformulación por el propio autor, de un hecho suficientemente conocido y expuesto por quienes han profundizado en el estudio de su obra263.

Aunque he advertido también que esta aproximación mía no guarda ningún propósito «arqueológico», ni pretende establecer ninguna «estratigrafía temática» del pensamiento y la obra castríes, sí quiero dejar muy claro desde un principio que tal ampliación no es sólo de carácter cuantitativo, sino también, y preferentemente, de carácter cualitativo. No se trata solamente de que Castro dedique más atención y espacio al tema en el segundo texto, sino que le dota de más realce y entidad, lo destaca intencionada y significativamente; la notable ampliación efectuada entre las dos redacciones sucesivas y trabadas de su obra magna no es ningún asunto baladí.

Castro no es sólo un pensador dotado de una lúcida consciencia, sino también de una clarividente perspicacia, lo que le permite la extraordinaria y arriesgada aventura de atalayar el futuro. Fue consciente de que la cuestión morisca, como tantas otras directamente insertas en un pasado hispánico que es una trama compleja de interacciones e intersecciones, era aún prisionera de su corteza, y lo expresó de forma soberbia, con ese personal estilo suyo que combina magistralmente la exposición y la imagen: «Pero el tema de los moriscos seguirá flotando en bruma histórica, mientras nos limitemos sólo a describir y a presentar aspectos exteriores de aquel desventurado pueblo»264. A mi entender, no era sólo muy consciente de las enormes carencias estructurales de que los estudios moriscos estaban aquejados, sino que era capaz de presentir e intuir algunas de las novedades y aportaciones sustanciales que ha ido haciendo inmediatamente la moriscología.

Castro, como digo, era perfectamente consciente de que la existencia del desventurado pueblo morisco es mucho más un hecho de «interioridades» que de «exterioridades» -aunque el conocimiento cada vez más extenso y documentado de éstas sea absolutamente positivo y necesario, y deba contribuir a plantear y a aclarar aquéllas- y trató de hacerlo así en la medida de sus propias posibilidades y del estado de la cuestión en su época. Al analizar la cuestión morisca, como en tantos otros casos, aplica con firmeza una convicción presente y actuante siempre en toda su obra, sabe muy bien que está enfrentándose a un problema que «rebasa el área de las sabidurías eruditas; reclama, más bien, el uso correcto de la mente»265. De la mente, que no es sólo entendimiento, sino también intención, propósito, voluntad.

*  *  *

Los moriscos constituían la última etapa de la presencia musulmana en España, eran por ello, al tiempo, tanto una continuidad como un final. Esa presencia no significa un corte, sino un continuo, sometido a todas las alternativas, cambios, vicisitudes y avatares que se quiera, pero un continuo, y así lo cree y lo expresa con firmeza:

«Los siglos de la historia semimusulmana de España (711-1492) se miran por muchos como un largo y enojoso intervalo, como una empresa bélica, pausada y penosísima, tras la cual España vuelve a la normalidad, aunque con algunas cicatrices y retrasos. La cuestión, sin embargo, no terminaría ahí, porque los moros no se fueron enteramente de España en 1492; permanecieron los moriscos, oficialmente súbditos del rey y cristianos, en realidad moros que conservaban su religión y sus costumbres, y cuya influencia, según hemos de ver, no es desdeñable literaria y religiosamente»266.



Castro estima que la función social que cumplían judíos y moriscos era distinta, y que media también una considerable distancia entre las expulsiones a que ambos pueblos, en distintas épocas, se vieron sometidos. Y precisa que a los moriscos «les amparaba una costumbre multisecular, porque zonas importantes del alma ibérica habían sido conquistadas por el Islam [...]. El ciclo que comienza en el siglo VIII con los cristianos mozárabes sometidos a los musulmanes se cierra en el XVII con los moriscos sometidos y al fin expulsados por los teócratas del periodo postridentino»267. Porque «los moriscos se sentían tan españoles como los cristianos viejos, y fundaban su conciencia de nación en un pasado glorioso»268. En apoyo de tal afirmación, Castro recuerda en nota cómo hablaba Don Fernando de Valor (Aben Humeya) antes de desencadenar la rebelión de 1568: «¿Sabes que estamos en España, y que poseemos esta tierra ha 900 años?»269.

El presentimiento del final, la miseria del presente, no hacía desaparecer sin embargo el sentimiento de continuidad, de herencia, seguramente bastante nebuloso y poco definido no obstante, el acumulado recuerdo del largo pasado glorioso. Según Castro, «la esperanza de recobrar el poder político por fuerza de armas se habría desvanecido, pero hubo aún ciertos moriscos granadinos a fines del siglo XVI que pensaban recobrar con ardides teológicos algo de las posiciones perdidas políticamente»270. Y éste es para Castro precisamente el sentido de los textos apostólicos falsificados y aparecidos en el Sacromonte de Granada271.




Entre el siglo XV y el siglo XVI

El intervalo morisco de la historia de España transcurre entre finales del siglo XV y comienzos del XVII, y actúa en realidad como gozne entre el definitivo declinar medieval y el auge del imperio de la Casa de Austria. Concurren a todo lo largo de este periodo dos hechos de capital importancia, entre otros, que lo conforman y singularizan: la ruptura del sistema secular de relación interactiva entre las tres castas peninsulares, y la constitución de un estado unitario sólidamente basado en la integración de política y religión; confluyen un proyecto monárquico y un proyecto eclesiástico católico, y ello constituía seguramente, según muchos y significados historiadores, una auténtica novedad en el país:

«En un país tan totalmente desprovisto de unidad política como era España, una fe común servía de constitutivo y unía a castellanos, aragoneses y catalanes en el propósito único de asegurar el triunfo final de la Santa Iglesia»272.



Esta situación realmente inédita se hizo posible a finales del siglo XV, al tener lugar dos hechos de excepcional importancia y significado, tanto en el terreno de la realidad material como de la realidad simbólica, y que abrieron una nueva etapa. Hay quienes consideran además que resultaba la única salida posible, como el citado Elliott: «La conquista de Granada y la expulsión de los judíos habían puesto los cimientos para un Estado unitario en el único sentido posible en las circunstancias de las postrimerías del siglo XV»273.

Según Castro, «todavía en 1497 [...] los moriscos continuaban en la situación de los mudéjares [...] sólo que en un conjunto social ya roto por haber desparecido la posibilidad de convivir en buena armonía con los cristianos, según acontecía en los siglos XII, XIII, XIV y XV»274. La ruptura de la relación interactiva entre las tres castas peninsulares es, por consiguiente, causa principal de la radical transformación que experimentaron los españoles, al tener que afrontar por primera vez, según Castro, «el drama de su convivencia»275. Y se trataba de un drama que «ocurría entre los ademanes vitales, es decir, entre formas de voluntad y de aspiración. El sentirse "uno" acarreó la irreductible oposición frente al "otro"»276. El autor desliza además la teoría de que se produjo un «subregionalismo» en el interior de cada región, por lo que ni los unos ni los otros pudieron integrarse. En esta situación, «a medida que la casta dominante políticamente iba ganando en importancia, las otras dos castas iban perdiendo la suya»277.

Se trata en definitiva de dos procesos confluyentes y entretejidos que marcan el destino de España: «La oposición entre las castas es lo que hace comprensible el propósito de mantener el reino bien compacto a fin de guerrear en el exterior y sin tropiezos interiores»278. La fusión consustancial de religión y estado constituye el auténtico cimiento del imponente edificio imperial español, y el poder del rey puede extenderse así «por muchas zonas del mundo nuevo y algunas del viejo»279. No deja de ser significativo que esta idea central de Castro haya llegado hasta prestigiosas personalidades contemporáneas sumamente representativas de la cultura latinoamericana:

«Pero Fuentes coincide con Américo Castro al reconocer que la clave del análisis de la historia española reside en el rechazo efectuado en el siglo XV a la convivencia de las tres religiones: islámica, hebrea y cristiana. Eso le da a la cultura española una preponderancia de la religión como razón de Estado que sería nocivo para España»280.



Castro ve con nitidez y destaca con acierto que la tajante ruptura de relaciones entre las tres castas peninsulares -relaciones que, hay que dejarlo bien establecido en todo caso, oscilaron entre fórmulas de convivencia armónica, de estricta coexistencia, y de clara confrontación- se produce sobre todo en el terreno de lo político, en idearios y en proyectos, pero no actúa de manera similar en el de los trasvases culturales ni tampoco en el quehacer social cotidiano. Tengo la impresión personal, además, de que él se sentía especialmente motivado y se movía con mayor gusto al tratar cuestiones de influencias literarias y culturales islámicas, todo aquello que considera y califica de influjos y reminiscencias morunos en los usos, costumbres y hábitos de gran parte de la casta cristiana. Castro se extiende en este terreno y proporciona multitud de testimonios, referencias y detalles, que llegan a adentrarse además en dos terrenos tan absolutamente representativos y cargados de sentido como la lengua y la espiritualidad. Pero es también sumamente consciente, por otra parte, de que las aportaciones que pueda hacer en este terreno tienen una limitación, y advierte así desde un principio que «la lista de influencias podía aumentarse, y fácilmente lo hará quien conozca mejor que yo la vida musulmana»281.

Yo no voy a extenderme aquí en este terreno de restos, influjos e influencias árabes e islámicas en la vida y en la cultura que mayoritariamente se etiquetan como españolas, ni siquiera en las correspondencias e intercambios. Y no lo haré por dos motivos: uno, el contenido de esta comunicación, centrada en lo que propiamente cabe considerar morisco, y dos, porque se trata precisamente del tema más tratado hasta ahora, más analizado, más discutido también, y sobre el que se cuenta con una inacabable y muy diversa bibliografía. Me interesa subrayar otros aspectos de la cuestión, a través de las interpretaciones que don Américo nos brinda. Queda así claro, por ejemplo, la importancia y expansión que tales influjos adquirieron precisamente durante el siglo XV, reflejándose con frecuencia en preferencias concretas, gustos o tendencias. Castro insiste en este punto en diversas partes de su obra, resaltando además la condición tradicional de tales usos, su muy anterior origen:

«Los modos del vivir morisco282 se habían infiltrado en la vida privada; mejor dicho, estos modos llevaban siglos siendo españoles, pero las gentes del siglo XV han escrito sobre ello, porque en aquel tiempo estaba ya muy viva la atención acerca de lo que acontecía en el mundo visible y tangible, en armonía con el desplazamiento general del interés de lo celeste a lo terrestre»283.



«Como en la primera mitad del siglo XV se produjo un aumento de riqueza en Castilla, el lujo en los vestidos y en las costumbres fomentó los usos moriscos que, desde hacía más de quinientos años, venían representando un ideal de riqueza y distinción»284.



Los fenómenos de integración, que resultaban totalmente imposibles en otros terrenos de la existencia común española, no lo eran en el de la cultura, y más específicamente aún en el de la creación literaria, porque «las almas y los cuerpos de cristianos y moras venían uniéndose desde hacía siglos; y ahora en el siglo XV, cuando el moro ya no aparecía como grave amenaza, la poesía expresaba oralmente, en ritmos y melodías a todos accesibles, la delicia y el riesgo de amor para los cuerpos y las almas»285. Posiblemente sea lógico y congruente que desde determinadas posiciones de análisis, y sobre todo desde determinadas situaciones de sentimiento, todo ese fenómeno parezca contradictorio, y hasta irreal o increíble, pero desde otras posiciones sin embargo -no sólo de análisis sino también de sensibilidad y sentimiento, de concepción de la existencia, insisto en ello- son sencillamente naturales, por ser eminentemente humanas. En cualquier caso, se trata de fenómenos emocionantes y turbadores muchos de éstos a los que Castro se refiere, y en los que queda patente su asombrosa capacidad para sugerir y levantar insospechados horizontes -o abismos- de inquietante penetración en la vida de los individuos y de las sociedades, para taladrar en la existencia humana:

«Cuando los españoles cristianos decidieron, hacia el año 1500, que las castas judía y mora no eran tan españolas como la suya, no lo hicieron para deshacerse de los lazos que a ellos los ligaban (confundir su identidad nacional con su identidad religiosa) sino para adentrárselos aún más en el meollo de su vida»286.



Parece como si se estuviese produciendo una formidable paradoja, generando una futura dialéctica angustiosa: la actuación implacable de un duro mecanismo consciente de exclusión llevaba, como inevitablemente, a una conflictiva situación de inconsciente asimilación; tal vez, a un singular fenómeno de sentimiento de alter-identidad -que podía después asumirse o no-, especialmente representativo de lo que Al-Andalus fue para la inmensa mayoría de los españoles, y de lo que con seguridad sigue siendo todavía287.

Casi un siglo después, la situación había cambiado radicalmente, posiblemente porque, como señala Castro en una de esas afirmaciones fúlgidas y deslumbrantes tan propias de él -también escasamente desarrolladas con frecuencia- «sin cosas e ideas objetivadas, la casta no pudo transformarse en "clase" social, ni enlazar con otras clases hechas posibles a base de la existencia de cosas e ideas»288. Así, «desde finales del siglo XVI es patente el sentimiento de desintegración entre los distintos grupos sociales. Ya no existen aquellos aristócratas del siglo XV interesados en las cosas creadas por judíos y moriscos»289, y con posterioridad, por ejemplo, a Velázquez no le importaba «qué cosa fuese un tapiz tejido entonces bajo la dirección flamenca, como antes lo fuera bajo la dirección morisca o judía»290. El siglo XVI, el siglo que al menos en parte ha sido calificado como «siglo de hierro», el siglo del despegue y el auge del Imperio, había resultado crucial. Décadas antes, sin embargo, y como recuerda Castro, Hernán Cortés veía a los mexicanos en una perspectiva matizada por reminiscencias moriscas:

«Y los vestidos que traen es como de almaizales muy pintados [...] y encima del cuerpo unos mantos muy delgados y pintados a manera de alquiceles moriscos [...] los aposentos muy amoriscados [...] tienen unas mezquitas»291.



En sentido parecido, Castro afirma en otro párrafo que «si el morisco hubiese trabajado para el cristiano como el indio de México o del Perú, otra habría sido la vida española. Pero la tradición, la conciencia del prestigio islámico, permitieron al morisco, no obstante su decadencia, labrarse una vida propia y en cierto modo independiente en cuanto a la economía y la práctica más o menos clara de la religión»292.




La guerra de las Alpujarras

En cualquier caso, la suerte de este desdichado colectivo español, del pueblo morisco, estaba echada. Con la segunda sublevación de las Alpujarras (1568-1571) se abrió la etapa final de la desventura morisca, que se liquidará trágicamente, cuarenta años después, en lo que en realidad constituye una de tantas auto-amputaciones hispánicas ocurridas a lo largo de la historia. Como en casos anteriores, trataré seguidamente de exponer y resumir con brevedad la visión que Castro tiene de estos hechos.

Por lo que hace a la rebelión de las Alpujarras, resulta seguramente pertinente que prestigiosos historiadores académicos, a los que no cabe calificar en absoluto de maurófilos, sin rebajar para nada la cuota de responsabilidad que la parte morisca tuvo en el desencadenamiento de la terrible confrontación, y en particular en el cruel desarrollo que tuvo la misma, dejan también claramente de manifiesto, y de forma indiscutible, la responsabilidad seguramente aun mayor que los aparatos de poder oficial -es decir, lo que hay que calificar de parte cristiana, si se quiere emplear al menos una terminología simétrica- tuvieron en la génesis y motivos del enfrentamiento. Así, uno de los máximos especialistas en moriscos, Domínguez Ortiz, afirma:

«Los moriscos del reino de Granada hicieron gestiones para que se ampliaran los cuarenta años de plazo que Carlos V les había dado para que continuaran usando sus vestidos, baños y otras señas de identidad cultural. No sólo fueron inútiles todas las gestiones, sino que la Inquisición y la Chancillería multiplicaron las vejaciones hasta agotar la paciencia de aquella pobre gente maltratada, lanzándola a una sublevación tan sangrienta como inútil [...] Casi todo aquel reino quedó asolado, abundando los casos de espantosa crueldad por ambas partes»293.



Y en sentido parecido, aunque algo más suavizado en la expresión, va Elliott, prestigioso estudioso de la monarquía hispana:

«En efecto, la rebelión de las Alpujarras, aunque provocada en parte por el resentimiento que se había ido incubando durante largo tiempo, era esencialmente una respuesta de los moriscos de Granada a un reciente y drástico cambio, en sentido negativo, de sus condiciones de vida»294.



Don Américo analiza este asunto, con relativa amplitud, en la segunda de sus dos obras fundamentales. Haciéndose eco del parecer de Isidro de las Cajigas sobre el sentimiento extendido con anterioridad entre los mudéjares en las zonas que iban siendo ocupadas por los reconquistadores, Castro considera que los moriscos siguen manteniendo más tarde (entre 1492 y 1609) «la misma resistencia a asimilarse a la vida y costumbres de sus vencedores». Según él, se trataba en realidad de una «conciencia de linaje, en último término de "casta", en quienes soñaban con ejercer la soberanía sobre las otras dos, incluso cuando ya no poseían ni medios ni fuerza para ello»295. Considera asimismo que los moriscos no eran más peligrosos que los hebreos, porque políticamente estaban menos enlazados con la administración pública que éstos296.

Castro no duda en calificar el conflicto de guerra civil, reiterando la definición: «Guerra de españoles contra españoles», que le dio Don Diego Hurtado de Mendoza, «que estaba allí, conocía los hechos y era inteligente»297. Y opina también lo siguiente:

«Aquella guerra civil y la final expulsión de la raza irreductible fueron lo que tenía que ser, dados los términos del problema en litigio. El morisco, sin embargo, seguía sintiéndose español: "Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural... Agora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el nombre de la patria". Así hablaba en el Quijote, II, 54, el morisco desterrado»298.



Como veremos algo más adelante, Castro mantiene una posición similar al referirse en concreto al hecho de la expulsión.

La situación fue agravándose progresivamente, como puntualiza Miguel Ángel de Bunes: «De 1570 a 1609, la convivencia entre las comunidades se va rompiendo paulatinamente. El morisco es un sospechoso de traidor, y por lo tanto su presencia provoca los recelos de sus vecinos. De la híbrida posición de los cronistas de la Guerra de Granada pasamos a la toma de postura más iracunda de los defensores de la expulsión. A partir de 1609 nos encontramos con una literatura apologética y, en alguna manera, oportunista, que defiende la medida dictada por Felipe III»299.




La expulsión

Como puede fácilmente suponerse, la orden de expulsión ha sido analizada desde muy distintas perspectivas y ha tenido valoraciones muy diferentes y dispares. No es mi propósito terciar ahora en este debate, pero sí quiero dejar claramente expresada mi posición al respecto, por tener en cuenta sobre todo la excepcional importancia y gravedad del hecho.

Bernard Vincent, otro reputado especialista en estudios moriscos, ha dejado bien establecido que «los datos que pueden ayudar a explicar la decisión de 1609 no son, desde luego, de orden social, sino político»300. Es evidente, como acaba de recordar López-Baralt, que «la polémica en torno a la expulsión de los moriscos en 1609, por insistir en un solo aspecto del tema de la moriscología, ya ha dejado de ser el eje principal del campo de estudio»301. Pero, en mi opinión, ninguna de estas consideraciones debe servir para reducir, minimizar, o también en ocasiones silenciar, el excepcional significado del hecho en sí, pretextando además, como en diversas ocasiones hacen quienes eso pretenden, que seguir insistiendo en la excepcionalidad del hecho y en la obligación de considerarlo también desde otras perspectivas es una concesión inaceptable y anacrónica a la fácil y distorsionadora ideologización residual. La ciencia es también, y quizá ante todo, con(s)-ciencia, y cualquier decisión política debe ser considerada también como decisión moral, y queda sometida por tanto al correspondiente enjuiciamiento. Ésta es mi opinión sustancial en el asunto aquí suscitado.

Míkel de Epalza plantea y valora muy certeramente la cuestión: «Así ha sido percibida siempre la expulsión de los moriscos, como la ruptura de una convivencia social y como el fin de una larga etapa histórica. Esas dos coordenadas, sociológica e histórica, dan un dramatismo trágico a la suerte de los moriscos y los relacionan con dos dimensiones fundamentales del vivir humano. Una es la ruptura de la convivencia social que supuso la expulsión, que es un símbolo de todas las tensiones que aquejan al hombre en su relación con los demás, mientras que la conclusión de una larga historia plantea el tema de la muerte, la muerte provocada por los demás. Convivencia social y homicidio, íntimamente significativos para cada individuo y para cada grupo, se encuentra simbolizados en la suerte de los moriscos en la España del siglo XVII. Son temas de permanente actualidad política, que afectan a millones de hombres, hasta la más desconocida o clamorosa actualidad»302.

En sentido parecido me he pronunciado también yo no hace mucho: «La decisión de 1609, la decisión política, es decir, la expulsión: ése es el hecho fundamental de la cuestión morisca, como ejemplo incomparable e indiscutible de un proceso de integración que pudo haberse dado, y sin embargo no se dio. Repito: éste es el hecho fundamental, se planteen las cosas como se planteen, se hagan los análisis que se hagan, y se busquen las explicaciones que se busquen. Es decir: un hecho de humanidad -ahora se diría posiblemente "humanitario"-, de derechos humanos -como también se diría ahora-, de transgresión de derechos humanos. Tampoco es, lamentablemente, ejemplo único e irrepetido en la historia del género humano. No es nada ajeno a muchas decisiones políticas»303.

Como es evidente, y nadie medianamente sensato lo discutiría, «la expulsión debe estudiarse en el contexto de las dinámicas internas de la sociedad alto-moderna española» -como se afirma en la introducción del folleto anunciador de uno de tantos congresos científicos internacionales sobre moriscos que están teniendo lugar en España a lo largo de este año-, pero nada de esto es excusa para rebajar o minimizar -vuelvo a insistir en ello- el excepcional significado e importancia del hecho en sí. Las dinámicas son siempre múltiples y plurales, y la atención debida a una parte de ellas no puede servir de excusa para arrinconar u olvidar otras muchas. Aunque unas puedan presentarse como nuevas y las otras como anticuadas.

Volvamos sin embargo a don Américo, después de este «discurso paralelo» quizá algo largo, pero desde mi punto de vista absolutamente necesario. Y lo más aconsejable es volver a lo escrito por él mismo sobre la expulsión, porque manifiesta además con absoluta claridad su opinión al respecto:

«El problema, como tantos otros de la vida española, era insoluble, y huelga discutir si los moriscos debieron o no ser lanzados fuera de su patria. Fueron, sin duda, un peligro político, y estaban en inteligencia con extranjeros enemigos de España, que comenzaba a sentirse débil»304.



Castro no se plantea, en definitiva, si la radical medida estuvo o no justificada, ni entra en ninguna otra conjetura ni especulación. Para él había motivos insuperables de política interior -mejor dicho, de acrisolada y secular situación interior española- que no permitían otra cosa, y que estaban por encima de otras causas y motivos, aunque también éstos concurrieran e intervinieran en la decisión final. Se trataba de situaciones estructurales, y no de circunstancias coyunturales: «La expulsión de los moriscos fue provocada por algo más que intolerancia, competencia económica y torpeza gubernamental; hay más bien que tener presente la estructura de la vida española y su manera de funcionar, singularísima y sin análogo en cuanto a los valores creados y destruidos por ella»305. En tal contexto, por consiguiente, plantearse cualquier otra posibilidad -por ejemplo, si tal medida tenía que haberse tomado antes- constituía una lamentable pérdida de tiempo306.

Castro insiste en su planteamiento: «Felipe III no veía ya sino peligros en la estancia de los moriscos dentro de sus reinos»307, porque a los riesgos de orden interior se añadían, y así lo reitera, los de orden exterior: «Los moriscos conspiraban con moros de allende, turcos y franceses, para acosar a un enemigo que creían débil y veían muy preocupado. Felipe III sabía de la conspiración morisca para invadir España como en tiempos de Don Rodrigo»308.

Quizá parezca inesperada, sorprendente, paradójica, y hasta contradictoria, la posición que tiene Castro frente a la expulsión. Y en especial para quienes lo tildan simplistamente -y malintencionadamente también en muchos casos- de «maurófilo». No me parece a mí, sin embargo, que sea así. Ya he adelantado que una postura similar es la que tiene respecto de la guerra de Granada. Y estimo, en conclusión, que todo ello no es sino la consecuencia lógica de dos de las ideas permanentes y constitutivas de su pensamiento, vertebradoras del mismo, absolutamente estructurales, que Castro defiende y mantiene siempre con total convencimiento, la concurrencia de dos largos y complejos procesos en esa España bisagra del declinar medieval y del nacimiento y auge del Imperio. Por una parte, la ruptura definitiva del sistema de relación interactiva entre las tres castas, y por otra la identificación de razón de Estado y razón de Iglesia. La consecuencia tenía que ser la que fue. El final resultaba absolutamente coherente con el principio; aquellas causas tenían que producir estos efectos309.

Para concluir este apartado, falta hacer una breve referencia a un último punto: las diferencias existentes según Castro entre las dos expulsiones que afectaron a minorías hispanas, a las dos castas finalmente rechazadas. Basta con trasladar parte de su texto, sin entrar aquí en ningún pormenor ni comentario:

«Creo que ahora puede calcularse la distancia que media entre la expulsión de los moriscos en 1609, y la de los judíos en 1493. Aquéllos habían quedado reducidos al ejercicio de unos menesteres prácticos, muy útiles aunque sin prestigio, y ello explica los ataques y las alabanzas antes mencionados. Éstos humillaban con su superioridad intelectual y administrativa, el pueblo nunca los estimó y nadie, en realidad, tuvo valor para defenderlos abiertamente después de su expulsión. Sólo los reyes y las clases más altas aceptaron sin desdoro sus indispensables servicios»310.






La diáspora morisca, último capítulo de la emigración desde Al-Andalus




Aunque el interés por el estudio de la diáspora morisca apuntó hace ya tiempo, y se vino manteniendo posteriormente con regularidad, sin embargo siempre también sujeto a limitaciones de extensión, es seguramente uno de los terrenos donde la nueva moriscología ha hecho en las tres o cuatro últimas décadas mayores avances, aportando muy importantes y significativas novedades. El volumen, entidad y variedad de los datos y conocimientos proporcionados ha permitido que se cuente ya en la actualidad con un panorama muy distinto, y por supuesto mucho más amplio y diversificado, del que se tenía hace medio siglo. Falta todavía, sin embargo, el estudio general, la síntesis amplia y al tiempo detallada y minuciosa, del magno acontecimiento en toda su dimensión y profundidad. No es mi propósito aquí, por descontado, adentrarme en este tema, y me limito por tanto a remitir a la lectura de la segunda parte del excelente libro de Míkel de Epalza Los moriscos antes y después de la expulsión, 1992, pp. 131-195, que sigue siendo, en todos los aspectos, una guía muy útil e imprescindible. Evidentemente, los abundantes trabajos aparecidos desde entonces han ido aumentando considerablemente el volumen de datos y conocimientos, pero la orientación y el panorama general que proporciona De Epalza siguen siendo de absoluta vigencia.

Justo es recordar que en la antología, también ya citada, preparada por el mismo De Epalza y por Petit, publicada en 1973 -un año después del fallecimiento de don Américo- se presentaba ya un amplio panorama de la diversa suerte que conoció este desventurado pueblo, aunque limitado en este caso a uno de sus principales países de destino: Túnez. El libro constituyó un inmejorable punto de referencia, cosa que con cierta frecuencia se silencia ya o se minimiza. Pero quizá la primera llamada sobre el tema de atención digna de tenerse en cuenta fueron algunos trabajos de J. D. Latham, el primero de los cuales apareció en inglés el año 1957311. A mi parecer, Latham tuvo además el acierto, al abordar el estudio de la cronología y envergadura de la inmigración originaria de España, de ponerla en relación directa con el proceso reconquistador a partir del siglo XIII:

«Pendant le XIIIe siècle, on le sait bien, l'Islam espagnol subit toute une série d'importantes pertes territoriales. En 636/1238 Valence tomba au mains de Jacques Ier d'Aragon comme plus tard Jaén et Játiva en 644/1246. Le Levant espagnol, vers 646/1248, était devenu territoire chrétien, la perte de Séville en faveur de Ferdinand III représentant le pire désastre. Telle était l'état des choses qui poussa de nombreux déracinés par les vicissitudes de la guerre à abandonner les incertitudes de la vie en Espagne afin de poursuivre l'éspoir d»un nouvel avenir, sur le sol nordafricain»312.



Castro conoció el primer artículo de Latham, en su versión original en inglés, o al menos remite a él cita incidentalmente: «Como desgarro de la vida española andan todavía por ahí los sefardim ("españoles"); que hasta el siglo XVIII conservaron su fisonomía española (andalusí, no andaluza, como por confusionismo se suele decir) los moriscos expulsados en 1609»313.

Latham apuntaba, por consiguiente, hacia una línea de investigación y de reflexión que no ha sido seguida ni ampliada después, en mi opinión erróneamente, por los estudiosos del tema. A mí, la idea o intuición de Latham me parece acertada, coherente y fundamentada, porque se deduce del propio acontecer histórico y se ajusta a él. Aunque pudiera aparecer más bien como una intuición o una sugerencia -plenamente coherente y fundamentada, insisto en ello- resulta desde todo punto de vista lógico pensar que, como consecuencia directa del proceso reconquistador, se produjeran determinados vaciados de población musulmana, aunque resulte prácticamente imposible todavía hacer una estimación aproximada de su dimensión y alcance. El aún muy escaso desarrollo de estudios en esta línea y con esta orientación, la casi total carencia de investigaciones documentadas y fiables al respecto, aconsejan no efectuar ningún tipo de cálculo o evaluación iniciales sobre aquellos fenómenos emigratorios anteriores a la diáspora morisca. Yo me atrevo a suponer, no obstante, que en algunos de ellos al menos se producirían dos hechos destacables: uno, que fueron más allá del simple caso personal, familiar, o de grupo más o menos reducido, y dos, que no se limitaron solamente al Magreb, sino que llegaron también a otros países más lejanos del espacio árabe islámico. La diáspora morisca, en conclusión, constituiría el último capítulo de todo un proceso irregular, sometido a múltiples alternativas y vicisitudes, y puede ser ya calificada de hispano-andalusí.

El calificativo puede sorprender a muchos, y seguramente irritar a no pocos, pero lo he escrito intencionada y conscientemente, por considerarlo pertinente, justificado y dotado de fundamento. Lo mismo ocurriría si utilizara el término andalusí, pero hispano-andalusí me parece en este caso preferible, más explícito y significativo. Recuérdese al respecto que, como puede comprobarse en párrafo anterior, el propio Castro asoció los calificativos español y andalusí, y añado ahora que utilizó también ocasionalmente el término hispano-morisco314. ¿No fueron los moriscos una minoría hispana?, ¿no fueron andalusíes, al menos andalusíes residuales? ¿No fueron, en consecuencia, ambas cosas y reunieron ambas señas identitarias? ¿Carece de razón Gil Grimau cuando pregunta primero y afirma después:

«¿Por qué los moriscos tenían que abandonar sus particularidades diferenciales tajantemente -lengua, nombres de familia, recato, ropas, baños, fiestas- si otros pueblos de la Península o del Imperio los conservaban? [...] Los alegatos de Núñez Muley lo dicen bien claro. Son angustiosos y llenos de razón. El morisco -muchos de los moriscos- quiere ser español. Quiere seguir siéndolo, y conservar, lo mismo que los gallegos, los catalanes o los vascos, entre tantos otros españoles, un modo vernáculo de hablar y comportarse»315.



En mi opinión, sólo desde una concepción absolutamente estática y rígidamente unitaria de España, arcaica, extraviada, nociva, desconocedora o enmascaradora de la propia realidad, puede rechazarse la condición hispana y andalusí de los moriscos. Por eso he empleado el término hispano-andalusí.





*  *  *

No quiero concluir esta aportación sobre Américo Castro y los moriscos sin dejar constancia de dos últimas conclusiones: una, del propio Castro, y otra de alguien que ha estudiado la polémica que generó su visión de España. Afirma don Américo, a manera de «colofón» de su libro «Español», palabra extranjera: razones y motivos:

«El autor se disculpa, una vez más, por haber tenido que mezclar lo antes dicho con lo una y otra vez reiterado en obras y artículos anteriores. Pero mi situación sería como la del que tuviera que dirigirse a una Facultad de Medicina, en donde fuera corriente enseñar a unos desdichados estudiantes, que el hígado y las cápsulas suprarrenales (en este caso los moros y los judíos) son órganos de escasa importancia e ignorables, o tumores que han de extirparse a fin de salvar la salud del paciente; y sobre todo para que éste conserve su buena figura y, socialmente, no haga mal papel»316.



Y la segunda es el siguiente:

«La realidad histórica de España no estará completamente expuesta hasta que no se tracen los lazos de unión entre aquel pasado investigado y este presente que vivimos. Su retrato sería muy incompleto si los resultados no penetraran dentro de la conciencia de los españoles, dando así culminación al proyecto que nos legó la generación del 98»317.



También en mi opinión, y quizá huelga decirlo, el pensamiento de Américo Castro tiene plena vigencia, y opino, con toda sinceridad y sin ninguna acritud ni ánimo de confrontación, que quien opina lo contrario está equivocado u ofuscado.






ArribaAbajoAmérico Castro y Marcel Bataillon: Medio siglo de amistad en torno a la Historia de España318

Juan Ignacio Pulido Serrano.
Universidad de Alcalá de Henares


A Claude Bataillon y a Bernard Vincent.




Epistolario entre Américo Castro y Marcel Bataillon: «la carta polémico-amistosa»

Las páginas que siguen son el resultado de la lectura de las cartas que se intercambiaron Américo Castro (1885-1972) y Marcel Bataillon (1895-1977) entre los años de 1920 y 1972. Epistolario que da testimonio de una larga amistad, de más de medio siglo, la cual recorre completa la vida intelectual de ambos. Las cartas que escribió Castro a Bataillon se conservan en un archivo al norte de París, en la localidad de Caen. Hemos podido leerlas gracias a la generosa amabilidad de Claude Bataillon, hijo de nuestro hispanista, que me las envió sin pedírselas, y a quien desde estas líneas quiero expresar mi agradecimiento319. Las cartas de Marcel Bataillon a Américo Castro, muchas menos en número porque las perdidas han debido ser bastantes, se conservan en la Fundación Xavier Zubiri, en Madrid, donde se encuentra el archivo personal de Américo Castro320. Otro pequeño grupo de cartas, anteriores todas ellas al año 1936, las hemos encontrado en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, entre los papeles que se incautaron a Castro en su casa, una vez que Madrid fue tomado militarmente en la Guerra Civil española321. Está en marcha el proyecto de publicar todo este conjunto epistolar, empresa en la que están empeñados Claude Bataillon, Bernard Vincent y Simona Munari. Su realización será de gran valor para un mejor conocimiento de nuestra historia. Este texto quiere llamar la atención sobre la importancia de este fondo documental y ayudar con ello a su pronta edición.

La correspondencia epistolar es uno de los fondos documentales preferidos por el investigador, tanto por la riqueza de información que ofrece como por la sinceridad de lo expresado en ella. Abre ante el lector zonas interiores del individuo, tantas veces insondables, en las que se nos muestra su más reveladora y particular subjetividad. Fuente documental a la que recurre el investigador una y otra vez, como también hicieran Américo Castro y Marcel Bataillon en sus estudios. Piénsese en el epistolario de Erasmo de Rotterdam, reunido y publicado por el matrimonio Allen, o en el del humanista Pedro Mártir de Anglería. Hoy el recurso epistolar está en vías de extinción a causa de la revolución de las tecnologías en las comunicaciones en la que estamos inmersos. La colección que resulta de la correspondencia escrita entre Castro y Bataillon es un último testimonio en esta milenaria tradición epistolar que toca a su fin. ¡Son tantas cartas, con tanta información que corre a lo largo de más de medio siglo, que resulta difícil extractar su contenido! Digamos de entrada que en ellas encontramos a ambos historiadores intimando con los problemas intelectuales a los que se enfrentaron, y dialogando y debatiendo sobre ellos; pero también descubrimos al hombre singular, en sus aspectos humanos, que en buena medida ayudan a entender las motivaciones fundamentales que hay detrás de su vocación como historiador.

Confieso que produce cierto pudor entrar en ese ámbito interior, tan personal, que el intelectual vierte en su correspondencia. Más pudor produce aún hablar o escribir sobre ello. Pero pienso que tanto Castro como Bataillon guardaron sus cartas sabedores que éste es un material necesario para la investigación y el estudio, que algún día podrían ser documentos importantes para el análisis histórico, como tantas otras cartas de los hombres del pasado que ellos buscaron afanosamente, que leyeron y estudiaron para conocer las corrientes de pensamiento y espiritualidad de los siglos XVI y XVII. «Mi querido Bataillon: Llega hoy la suya sin fecha (¡qué conflicto para su biógrafo cuando se publique su correspondencia!) [...]»322. Dicho esto, en tono de broma, insinúa lo que - creo - era una sincera intención.

La relación epistolar de Américo Castro y Marcel Bataillon son ejemplo claro de una larga y verdadera amistad. Se conocieron en 1919, por razones académicas, cuando Castro tenía treinta y cuatro años y Bataillon veinticuatro. Marcel Bataillon había viajado a España en 1916 en uno de sus primeros encuentros con el país, recién entrado en los veinte años de edad, cuando aún no imaginaba lo estrecha que sería desde entonces su vinculación a España y a su historia. En 1961 se refería a ello con ocasión de una comunicación que presentó en un coloquio celebrado en Burdeos en la que trataba ciertos aspectos de La Pícara Justina. «Hace cuarenta y cinco años, cuando no era yo más que un intruso, muy joven, en los estudios hispánicos, gracias a la confianza de Pierre Paris, éste me inventó una misión que me hizo dar la vuelta a España»323. Tres años después de este viaje conoció a Américo Castro y, hasta 1972, a causa de la muerte de este último, la colaboración y correspondencia entre ambos fue permanente. Por ello, leer sus cartas nos permite asistir y reflexionar sobre una conversación sostenida y prolongada durante sus vidas. Queda a la vista, en expresión fílmica y por tanto rápida, la evolución completa de dos existencias que giraron en torno al ejercicio intelectual y académico. Faltan para siempre sus largas conversaciones orales, mantenidas durante sus encuentros personales en Francia, España, Portugal, Argel o Estados Unidos, conversaciones que se insinúan y que se evocan en algunas de sus cartas.

Antes que otra cosa, Américo Castro y Marcel Bataillon fueron amigos. Pero además, como es sabido, fueron colegas y compartieron preocupaciones intelectuales y campos de investigación. Los problemas de la cultura y de la espiritualidad de los españoles durante los siglos XVI y XVII concentraron la atención de ambos y del diálogo permanente que mantuvieron sobre estas cuestiones surgió una amistad que terminó por ser lo que más les importaba. «Me interesa más aún que el problema, la amistad suya», le escribía Castro a Bataillon en 1950 salvando las discrepancias de opinión profesional que mantenían por entonces324. En 1966, mirando atrás desde la vejez, Castro le confiesa: «Por encima de todo queda el deseo de que fuera posible charlar largamente con Ud., y así sentir próxima la floración de una amistad que los muchos años no han aniquilado. La suya es la única entre los de casi mi edad»325. Tras más de cincuenta años de diálogo y debate epistolar, con momentos de fuerte discrepancia, lo que prevaleció fue una fraternal amistad, cargada de humanidad, que parece evocar las relaciones de aquellos humanistas de la modernidad que ellos frecuentaron en sus estudios. Y es que el Humanismo no fue sólo el objeto principal de sus investigaciones, sino una auténtica vocación que determinó su forma de estar en la vida326.

En los textos de las cartas se mezclan confidencias propias de dos buenos amigos con opiniones de carácter profesional sobre los temas históricos que les fueron comunes. Sirven de guía para seguir la evolución de su producción intelectual. En ellos aparecen a la vista los temas en los que trabajan en cada momento a lo largo de medio siglo, los problemas e hipótesis que manejan, las conclusiones provisionales, y todo ello expresado de manera más directa, más breve y más sincera que como aparece en sus publicaciones impresas tiempo después. A veces mucho tiempo después, a consecuencia de las complejas circunstancias del mundo editorial.

La confianza que tuvo el uno con el otro así como la discreción con la que mantuvieron sus diálogos y discusiones, nos permite encontrar en estos escritos, de manera abierta, lo que luego desaparece en lo publicado. Es un tipo de cartas -en palabras de Américo Castro- «polémico-amistosas», que arrojan luz sobre partes ocultas en sus trabajos y en sus obras publicadas, además de aclararnos aspectos que en sus libros aparecen de forma diferida o expresada con circunloquios, o que sólo se insinúan. Por ello, suponen un material documental de primer orden, que facilita y enriquece la comprensión de las obras de ambos autores y de las materias que trataron. Se justifica así el tiempo y el trabajo empleados en la localización y estudio de esta colección epistolar. Quizá algún día podrá verse publicada, aunque sólo fuera para mostrarnos al historiador trabajando en el interior de su taller y dialogando íntimamente con su colega. Sus formas y métodos son en sí mismos un extraordinario ejemplo para el que vive en el oficio.




Primeros temas e inquietudes en común

«¿No pasa uno la vida corriendo tras algo imposible de lograr? Incluso en este oficio de escribir, ¿no trata uno de trazar y cerrar círculos que, a la postre, tienen más figura de buñuelo que de algo claramente geométrico?»327. Es la concisa confesión que Castro, con ochenta y siete años de edad, hace a Bataillon en la que sería la última carta que le envió antes de morir. Con breves y humildes palabras explica lo que había sido su vida. Resumen lacónico, aunque revelador del sentido que quiso dar a su existencia y vocación. Como Castro, también Bataillon empleó su vida en la empresa de hacer entendible lo que fueron los españoles del siglo XVI y XVII. Esta inquietud está presente como principal desde el comienzo de sus relaciones, al comenzar la década de los años veinte, y se mantiene viva durante los cincuenta años siguientes. Ello es muestra de la coherente continuidad que existe en la trayectoria del pensamiento de ambos.

En Lisboa, ciudad querida y frecuentada por uno y otro, con sus reveladores archivos y bibliotecas para la tarea emprendida, Castro y Bataillon se encontraron para planear y discutir el curso que debería llevar la Biblioteca Renacimiento, donde querían editar obras del Siglo de Oro español. Era un proyecto más, entre otros, para contribuir a la regeneración cultural del país. Corrían los años veinte y Castro estaba en plena tarea intelectual y política, comprometido profundamente con el reto de modernizar España, lo que entonces equivalía a «europeizar» nuestro país. Castro, como tantos otros intelectuales, asumió como propia la obligación de generar las condiciones culturales óptimas que hicieran posible alcanzar tal objetivo. Lo hacía entonces desde el Centro de Estudios Históricos perteneciente a la Junta de Ampliación de Estudios, organismos creados por el Estado al comenzar el siglo con tal finalidad328. Aquí publica, en 1925, como anejo de la Revista de Filología Española, su contribución personal a aquella tarea colectiva, la que sería su primera gran obra, El Pensamiento de Cervantes. Detrás de este trabajo había un esfuerzo enorme, cargado de optimismo y de ánimo positivo, en el que Castro presentaba al escritor como una perfecta expresión de la europeidad de la cultura española de los siglos XVI y XVII. Aparecía así un autor renacentista, erasmista, cargado de racionalismo humanista, y por lo tanto, europeísta. Con ello Castro pretendía recuperar el valor que representaba la obra de Cervantes, un clásico que la literatura española aportaba a la cultura europea y universal. Se recuperaba un hombre europeizado, útil para encaminar a España de vuelta a Europa, de donde los españoles habíamos salido fatalmente329.

Se lamentaba Castro de no haber podido utilizar los estudios de Bataillon sobre el erasmismo en España e incorporarlos en su trabajo sobre Cervantes. «Su tesis sobre Erasmo me habría venido al pelo»330. Castro le animaba a continuar por esa línea de investigación: «Usted sabe muchas cosas sobre la influencia de Erasmo en el siglo XVI que nosotros no conocemos», le escribió en 1926331. Ese «nosotros» se refiere a los españoles y, más concretamente, a los hombres de la cultura y academia. «Ojalá podamos reunirnos, porque Ud. es una de esas raras personas que comprenden los problemas literarios de nuestro siglo XVI, y además se puede gozar al mismo tiempo del placer de la amistad»332.

Aquellos fueron años de una estrecha relación profesional sobre la que quedó asentada una amistad sólida y duradera. Mucho tiempo después, el propio Bataillon evocaba aquel principio: «¿Seguirías queriendo a este ser prudente, bastante encerrado en sí mismo, que lo era antes cuando me brindaste tu amistad, en aquellos momentos en los que mi manera de ser te relajaba, quizá, ante el ímpetu de algunos de tus compatriotas?»333. Castro animaba entonces a Bataillon en su vocación investigadora y le hacía propuestas para publicar sus estudios en España. En cierta ocasión le aconsejaba publicar el libro de Juan de Valdés, Diálogo de la Doctrina Cristiana, que Bataillon había descubierto en la Biblioteca Nacional de Lisboa durante uno de sus viajes, y le ayudaba por carta con algunas dudas sobre el texto. En otra ocasión Castro le pide un artículo sobre Servet para contribuir así al homenaje que se le preparaba a Ramón Menéndez Pidal334. Hay cartas referidas a los intentos de Castro para hacer posible la publicación del estudio y edición de los Coloquios de Erasmo, a partir del texto que Bataillon encontró en 1929 en la Biblioteca de la Universidad de Valencia: «la traducción de los Coloquios que se conserva aquí es una verdadera revelación», escribe entusiasmado Bataillon desde Valencia335.

Una de las primeras publicaciones de Bataillon en España fue por intervención de Américo Castro, desde el Centro de Estudios Históricos, dependiente de la Junta de Ampliación de Estudios. El encargo concreto que le hizo Castro tenía como objetivo la edición de El Enquiridion o Manual del caballero Cristiano de Erasmo, a realizar conjuntamente entre Marcel Bataillon y Dámaso Alonso. Aunque la obra no vería la luz hasta 1932, Bataillon tenía ya su estudio preliminar acabado en 1928336.

Tras leer el manuscrito que le envió Bataillon, Castro quedó convencido de la centralidad de Erasmo en la espiritualidad y cultura española del XVI337. Tomaba cuerpo la tesis que defenderán ambos. Erasmo y el erasmismo no eran marginales dentro del conjunto de la espiritualidad española de aquel siglo como sostenía Menéndez Pelayo en su obra Historia de los heterodoxos españoles, sino que de la misma manera que estaba ocurriendo en otros lugares de Europa esta corriente reformadora tuvo un papel fundamental en el desarrollo de la vida religiosa y cultural hispana. Era, a fin de cuentas, un signo más de la participación española en la órbita europea durante la temprana modernidad. «Hay que sacar a Erasmo de las tinieblas, y cada vez me alegro más de haberlo propuesto, sobre todo después de leer su introducción al Enquiridion», le escribe Castro a Bataillon en 1929338.

La interpretación que Castro hacía en su libro El pensamiento de Cervantes encontraba un apoyo sólido en los primeros estudios de Bataillon sobre el erasmismo. España, este rincón occidental de Europa en la frontera con el mundo islámico, también se había beneficiado de las corrientes de modernidad que circularon por la cristiandad en tiempos del Renacimiento y del Humanismo. Bataillon lo demostraba en su largo prólogo al Enquiridion, escrito en 1928 y publicado cuatro años después. La obra de Cervantes y su libro el Quijote eran el fruto más tardío, pero también más perfecto, de esta influencia. «Sin Erasmo, Cervantes no habría sido como fue», concluye Castro en su libro El pensamiento de Cervantes339.

Con estos trabajos se apuntaba una respuesta positiva a la espinosa cuestión sobre cuál había sido el papel de España en Europa, tema que durante los dos siglos anteriores había obsesionado y enfrentado a los intelectuales españoles, desde aquella lejana fecha del siglo XVIII en la que Masson de Morvilliers escribiera su célebre artículo bajo el título «¿Qué se debe a España? Y después de dos siglos, después de cuatro, después de diez, ¿qué es lo que ha hecho por Europa?». Ahora, otro francés, pero éste amante del pasado español, el hispanista Bataillon, demostraba como el abono erasmista había nutrido también la cultura española a comienzos del siglo XVI. Los buenos aires europeos habían conseguido traspasar los Pirineos y ventilar la cultura hispana. Castro, sobre esa premisa podía extender su trabajo y continuar explicando cómo sobre aquel suelo ventilado fructificaron ricos resultados de relieve universal (la novela cervantina), fecundadores a su vez de otros valiosos frutos en Europa. El libro de Marcel Bataillon, Erasmo y España, publicado en francés en 1937, con su aplastante erudición, era un sólido basamento sobre el que se levantaba esta interpretación. La cultura y espiritualidad españolas del largo siglo XVI, desde La Celestina al Quijote, se debían explicar desde un plano horizontal, en el que Erasmo y las corrientes erasmistas atravesaban el continente europeo, de extremo a extremo, llegando también a este rincón occidental del continente, España, para sembrar en él las influencias del Renacimiento Europeo. Era una visión horizontal del fenómeno, el cual abarca el conjunto europeo, incluso la cultura española del XVI. Castro lo entendía así entonces, lo que encajaba en su proyecto vital, suyo y colectivo, de poner la obra intelectual al servicio de un proyecto político ambicioso de modernización del país. El tiempo le conduciría a cambiar ese enfoque que hemos llamado horizontal por otro que para visualizarlo mejor llamaremos vertical, y que explicaremos después.




Primera discrepancia: Sobre la cronología del erasmismo

Aparecía también por los años veinte la primera discrepancia entre Américo Castro y Marcel Bataillon a causa del erasmismo en Cervantes. Para Bataillon, el erasmismo había sido barrido de la cultura española a mediados del siglo XVI, a causa del cerramiento inquisitorial y de la contrarreforma que sufrió España. El año 1559, fecha de la publicación del Índice de Libros Prohibidos por la Inquisición, aparecía como una fecha de inflexión. A partir de entonces la benefactora influencia de Erasmo se extinguió, quedando tan sólo en la segunda mitad del siglo «un erasmismo difuso y de segunda mano»340. Marcell Bataillon matizaba con estas indicaciones el libro de Américo Castro El pensamiento de Cervantes en la reseña que publicó en 1928 en una revista francesa en tono elogioso341.

«Le agradezco de veras que se haya tomado la trabajera de discutir mi Cervantes -le escribía Castro-. Tanto valor le doy a su reseña que no he querido ponerme a revisar a fondo mi libro hasta no conocer sus observaciones»342. Desde que apareció su libro, Américo Castro hacía profunda autocrítica y pensaba en un nuevo enfoque de la cuestión cervantina: «Para otra edición el libro ha de ser rehecho»343. «Si empezara ahora a escribir el libro, le daría otra forma. Comenzaría por la visión intelectual que Cervantes proyectó sobre la vida, y de ella sacaría la visión literaria»344. A la primera parte le faltaba «firmeza» y «serena convicción», decía, pero ahora suplía esas carencias gracias a la seguridad que le reportaban las adhesiones de intelectuales de alta talla como Cirot, Vossler, Cossio, Azorín y Fernando de los Ríos. El gran impacto que tuvo su obra en la comunidad científica le hizo tomar conciencia de las dificultades que suponía el tema cervantino. «Ahora deberé esforzarme por describir con cuidado y moderación el cuadro de lo que fuera, si no el renacimiento español, por lo menos la España de esa época»345. Aquí estaba ya señalada la raíz de su futuro esfuerzo intelectual, al que dedicó el resto de su vida. Pero en lo relativo al erasmismo de Cervantes, Castro insistía en su idea: «Me interesa mucho lo que dice sobre Erasmo: de cualquier forma dudo que pueda negarme que hay espíritu erasmista» en la obra cervantina346. Castro defendía que Cervantes había recibido una influencia directa de las obras de Erasmo, incluso de aquellas que estaban incluidas en el Índice de Libros Prohibidos.

Años más tarde, recordaba Castro aquella primera disputa que le empujó a sumergirse en una investigación de detalle y que publicó en 1931: «Me obligó Ud. a escribir Erasmo en tiempo de Cervantes»347. En este estudio Castro aportaba argumentos e interpretaciones inéditas que apuntaban al posible conocimiento directo que Cervantes tuvo de algunas obras prohibidas del humanista holandés. Antes de dar su texto definitivo a la imprenta le iba comunicando a Bataillon por carta sus descubrimientos y avances en la materia: «Observo que insiste Ud., como es natural, en su idea de que Cervantes no pudo leer a Erasmo. Pero si Ud. ha podido hallar hoy un ejemplar de La Doctrina de Valdés, ¿sería imposible que un curioso como Cervantes viera traducciones acá o allá? (¿por qué no en Italia?) Quedando hoy ejemplares de esas versiones, con mayor motivo pudo haberlas en el siglo XVI»348. Bataillon, por su parte, le felicitaba por algunos de esos hallazgos -«Es notable lo de López de Hoyos», el querido maestro de Cervantes que cita de forma encubierta obras prohibidas de Erasmo-, y aceptaba la necesidad de revisar sus ideas al respecto: «Por mi parte, no considero como definitivo mi estudio del erasmismo en tiempos de Felipe II y estoy con mucho deseo de que se ponga en su punto»349.

En 1955, cuando las discrepancias entre ambos estaban muy vivas, Castro le recordaba a Bataillon su primera disputa: «Hay a veces en Ud. una primera reacción hostil a lo nuevo, precisamente, y luego reconoce la razón de lo que antes rechazó. Pasó así con Erasmo en tiempo de Cervantes...»350. Bataillon reconocía esto y alguna cosa más en un texto que presentó para su publicación en el homenaje a Américo Castro que Pedro Laín Entralgo, gran amigo de ambos, organizó en 1969351. Detalle de un talante admirable y de una gran dosis de humildad intelectual. «Fue él -escribía Bataillon de Castro- quien me comunicó el afán de buscar huellas de Erasmo en la literatura española más allá de la época en que, vivo todavía el pensador de Rotterdam, se dio la irrupción de sus obras en España a pesar de poderosas resistencias»352. Y continúa: «No le convenía a Castro mi fórmula somera de "l'Espagne de Philippe II où nul ne lisait plus Erasme". Hace tiempo que empecé a rectificarla, y en años recientes [...] yo me convencía más y más de que siguieron leyéndose obras prohibidas en la España post-tridentina»353.

Asistimos a un diálogo sincero, de honestidad intelectual y de profunda crítica, pero en un marco de respeto mutuo y amistad. «Continuemos nuestras cordiales "disputationes", que a mí, en todo caso, me sirven de mucho. Y conste que discuto con Ud. como lo haría en casa con la familia. Ya le consta»354. La cordialidad y la sinceridad presiden el extenso conjunto de la correspondencia que mantuvieron. Binomio difícil de combinar. En lo público -libros, artículos y conferencias- mantuvieron la discreción: «A mí me parece que deberíamos aclarar esto entre nosotros, para no tener que hacerlo ante el público»355. Es, precisamente, por esto que el diálogo epistolar entre ambos cobra valor, porque nos descubre la profundidad y las claves que explican su disputa interpretativa y su evolución desde aquel primer problema en torno al erasmismo de Cervantes y el sentido del Quijote.




Tiempos de quiebra

Los años que van desde la Guerra Civil española hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial influyeron decisivamente en uno y otro. El caso de Castro es bien conocido. El trauma de la guerra y el exilio, primero en Argentina y finalmente en Estados Unidos, precipitó un cambio profundo en su pensamiento. Lo evoca años más tarde, cuando recuerda sus meditaciones bajo el árbol que había junto a su casa en Austin (Texas). Bajo su sombra decidió dar un cambio de rumbo a su esfuerzo intelectual y allí planificó el comienzo de un nuevo enfoque de la historia de España.

En el fondo, recuerda Castro, pretendía entender por qué se había roto aquel proyecto colectivo que buscaba la modernización y europeización de España, proyecto que saltó por los aires y se hizo añicos en el sangriento enfrentamiento civil de 1936. Para conseguir alcanzar este entendimiento, debía volver a revisar su concepción de la historia de España: «no se trata de sabidurías sino de algo mío que quiero objetivar»356. En el transcurso de esa empresa intelectual su idea de España se transformó, y con ello también se fue modificando su interpretación de los problemas de la cultura y espiritualidad española del siglo XVI. Ni Miguel de Cervantes, en cuya compañía vivió Castro por siempre, ni su obra cumbre, el Quijote, quedaron a salvo del nuevo enfoque dado a los problemas históricos357. Fue durante el exilio monacal en la universidad de Princeton como a Castro le gustaba calificar su vida allí, cuando llevó a cabo su nueva tarea. «Sin mi cura de diez años de soledad y meditación», escribe, no habría sido posible aquel giro358. Castro se sumergió en un voluntario aislamiento desde donde procedió intelectualmente. «La soledad y la lejanía me han sido de gran consejo. Es bueno, en ocasiones, carecer de medio ambiente, porque el de aquí es nulo, aunque este bendito país posea la virtud de ser un país»359. Sólo la correspondencia y algún que otro viaje le sacaban de su profundo y prolongado ensimismamiento: «Hemos venido a pasar aquí [Nueva York] el fin de semana Carmen y yo; ella para comprarse cosas, y yo para salir de mi celda. Me traje su carta, y aquí, viendo Central Park, desde mi ventana, le he escrito esta larga epístola, por el placer de cultivar una de las pocas amistades que me restan»360.

En Estados Unidos, Américo Castro se deshizo de sus visiones anteriores y reelaboró una nueva concepción de la historia de España que quedó expresada, al menos en sus formas fundamentales, en su libro España en su Historia: Cristianos, moros y judíos, terminado en 1946 y publicado finalmente en 1948. Carta a carta, Américo Castro le fue dando cuenta a Marcel Bataillon del cambio que estaba experimentando: «Vivir es cambiar»361, reconocía. Le confesaba además los resultados de su dolorida y humilde autocrítica: hasta entonces, cuando tocaba los cincuenta años de edad, se había movido en un puro formalismo académico e intelectual, había sido hombre de escuela, sin plena seguridad en lo que venía haciendo y pensando. Sólo un fuerte desgarro interior como el vivido a causa de la guerra y el exilio pudieron hacer posible aquel examen de conciencia que compartía, poco a poco, con su amigo Bataillon: «Vea Ud., esta primera carta, es casi una confesión, según corresponde a una "reprise de relations" entre dos buenos y ya viejos amigos»362.

«Lo que me ocupa ahora es el libro sobre España, España en su historia, que espero acabar pronto, si no acabo yo antes. Es una especie de "thèse de doctorat", ya en las postrimerías, que me divierte mucho, y me aclara lo que nunca entendí: España. Mi tirria contra la erudición y el convencionalismo universitario (plagas de nuestro tiempo, como aquellas "artes corruptae" que hacían protestar a Luis Vives) me ha llevado a "mettre les pieds dans le plat", y a intentar ver la historia no como hechos que acontecen, sino desde dentro de los hechos. El resultado es que a España la han hecho y la han deshecho los moros y los judíos, entreverados con los cristianos. El libro empezó porque me pidieron con mucha insistencia un artículo sobre el Renacimiento español, que escribí por arriba y por abajo, y nunca llegaba a ninguna parte. Me di cuenta de que no sabía de qué estaba hablando, ni cuál era el sujeto de mi proposición histórica. ¿A quién le pasaba o no le pasaba el Renacimiento? ¿Ni qué es eso de Renacimiento en España? Puesto a mirar de cerca el problema, necesité empezar con la historia "biográfica" del sujeto español de la historia, y hube de meterme en el siglo X, y en el XI, etc. Ha salido algo distinto de lo que yo conocía -o desconocía. Quizá no sirva para nada; pero, como dicen allá, "que me quiten lo bailado", y lo mucho que me ha distraído este buceo histórico. Con un par de meses de tranquilidad, podré terminar la tarea; si me quedan arrestos, haría otro tomo sobre los siglos XVI y XVII, que está en papeletas. Lo malo es escribir, tarea lenta y muy espinosa»363.



Ese otro tomo proyectado al que se refiere Castro será su futuro libro De la Edad Conflictiva, publicado en 1961. Después, de quedarle tiempo, pretendía volver sobre Cervantes. En su cabeza estaba ya organizado el trabajo a realizar en lo que le restaba de vida, lo que da fe de la coherencia y continuidad de su obra.




España en su historia: Cristianos, moros y judíos (Buenos Aires, 1948)

«Ya llegó a Buenos Aires el manuscrito de mi España en su historia, con el subtítulo Cristianos, moros y judíos», le anunciaba Castro a Bataillon en 1946364. Junto al aviso, Castro le anticipaba en dos folios una sucinta relación de sus conclusiones, compartiendo con él sus descubrimientos. El tono de íntima confidencialidad y de absoluta confianza del uno en el otro quedan expresadas en esta carta: «Su carta tan expresiva y cordial me movió a anticiparle estas cosas, que le ruego mucho guarde para sí hasta que el libro esté en la calle. No me interesa dar que hablar; ya empezaré luego a recibir palos e injurias de la "derecha" y de la "izquierda"»365. Américo Castro sabía lo que se le vendría encima cuando se hicieran públicas las conclusiones de su ejercicio de introspección. Entrar en su yo le había resultado duro y doloroso, pero catártico y salvador. Sólo así podía salir a flote tras el colapso sufrido. Pero su yo era un yo colectivo, un nosotros en realidad, explicable sólo en su proyección histórica, en tanto que español, como el resto, y dentro de su historia. Las conclusiones y descubrimientos válidos para él iban a afectar, indefectiblemente, al resto de sus compatriotas, y eso -sabía- iba a provocar reacciones muy fuertes.

«Creo que he dado en el clavo, y que sólo resta precisar, ampliar y rectificar este o el otro detalle. La forma de vida, la biografía de España es ésa y no otra»366. Américo Castro se mostraba convencido del nuevo camino que había tomado, optimista y decidido, con fuerzas para echarse a andar por él a la espera de una visión mejorada de lo que ahora se había perfilado con claridad. «Veremos cómo salgo de esta aventura, para mí apasionante y decisiva. Si tengo razón, algún día habrá que enfocar nuestras historias desde otros puntos de vista, y acabar con las abstracciones conceptuales». Tenía entonces 60 años de edad, y a este esfuerzo -«aventura» lo llamaba él- iba a dedicar el resto de sus años por vivir, veintisiete en total. Sería, dice en otra carta, «la pasión de mi vejez»367. Veía claro cuál era su horizonte:

«Hablar de este o el otro siglo, de este o el otro hecho, es una pura abstracción, e incurrí en ellas hasta no dar con la "forma de vida" española. Tenía sospecha de ello al intentar caminar hacia atrás; fui al siglo XIV, encontré ya algo importante. Más había que ir a la raíz de la cuestión, es decir, buscar cómo se constituyó la vida española. Eso aconteció después de la invasión árabe. La clave de la historia está en Santiago, en los siglos X y XI, vistos no como hace la historia al uso (La España del Cid, por ejemplo) como una mole de sucesos anecdóticos, sino como una biografía. He seguido paralelamente las vidas de España y Francia, y ambas son ya en el siglo XI lo que tenían que ser, lo mismo que Ud., cuando era "normalien", querido Bataillon, era ya el hombre sabio, trabajador e inteligente que es hoy. Tenía yo 15 años y ya me angustiaba la vida española que yo vivía en mí. No he comenzado a verla objetivada y con todo su sentido hasta después de los 50. Escribir este libro me ha costado tres o cuatro años. Con pocos libros, sin casi saber el árabe e ignorando el hebreo, valiéndome en suma de traducciones, vi claro como la luz que España ha sido una contextura cristiano-islámico-judía, tan diferente de Francia e Inglaterra como una especie zoológica lo es de otra»368.



A continuación Castro le anticipaba un breve sumario de las conclusiones explicadas en su libro, aún no publicado, España en su historia: «Eso de los judíos conversos es como Ud. Dice; pero es el caso que el asunto comenzó ya en la mal llamada Edad Media [...] Juan de Mena era judío, y lo fueron Mosén Diego de Valera, Hernando del Pulgar, Fernando el Católico (por su madre doña Juana Henríquez), Luis Vives, Mateo Alemán, Torquemada, y otros que cito. Eso que llamamos "Contrarreforma", el sombrío pesimismo, está ya en Ibn Gabirol (siglo XI). Las traducciones de las actas de los tribunales de las aljamas en los siglos XIII y XIV permiten afirmar que la Inquisición fue creada por judíos [...] Es judía la limpieza de sangre, y la institución de los cristianos viejos, y la opinión equiparada al honor. La estructura vital de las aljamas desesperadas se vertió casi íntegra en la sociedad cristiana (¿) [...] Son moros: Santiago, un anti-Mahoma [...], las órdenes militares, comenzando por el Temple (la prueba me la han dado el primer gran maestre de la orden y su correspondencia con San Bernardo), la guerra santa, [...] la tolerancia de las tres creencias en España [...] En fin muchas cosas más. No puedo resumir unas 600 páginas muy apretadas a máquina»369.

Todas estas conclusiones se referían al componente semita existente en la historia española, tanto árabe como hebreo.




Razones de una discrepancia

A consecuencia de este libro se produjo una fuerte y larga discrepancia entre ambos. Marcel Bataillon, tras estudiarlo con detenimiento, dedicó doce lecciones del curso académico de 1949-1950 en el Collège de France al análisis crítico de la obra de Castro370. Bataillon publicó además una carta abierta en la que exponía sus críticas371. En una larga misiva Bataillon le daba cuenta de todo ello372. Fueron meses -y años- en los que aumentó el número de cartas que se intercambiaron y la longitud de las mismas. Castro, molesto con aquellas críticas -las del hispanista francés de referencia-, abrió con él un diálogo epistolar profundo, a pecho descubierto. «Yo estoy seguro que podemos, Ud. y yo, darnos el lujo de hablar con esta libertad»373. La amistad de ambos se puso a prueba durante esos años de discusión. Lo personal y lo profesional estaban en juego, pero finalmente salió fortalecida la amistad -la palabra que más se repite en estas cartas, no como mero formulismo sino como valor profesado.

Ya no eran cuestiones de detalle las que separaban a uno del otro, como ocurriera durante aquella primera discrepancia en torno a la cronología del erasmismo. Ahora había una radical diferencia de fondo que, según Castro, arrancaba de la propia personalidad de cada uno -personalidad forjada de historicidad, francesa la de uno y española la del otro-, y que se manifestaba en dos maneras muy distintas de afrontar el análisis histórico. Creo que resulta muy revelador, al menos para entender el nuevo método y rumbo tomado por Américo Castro, escuchar con atención su discusión epistolar para saber de las razones de su nuevo proceder. Marcel Bataillon -le dice- abordaba la historia española desde la «tradición cartesiana» que caracterizaba a todo intelectual francés. Tradición cartesiana que se definía por fiarlo todo a la razón y por marcarse como objetivo el encontrar las categorías universales con las que poder explicar la realidad. El intelectual francés -dice Castro- buscaba la regularidad en la realidad histórica, la norma que pudiera servir como ley general, como categoría abstracta. Ese era el cometido de la razón, penetrar en el pasado para encontrar esas leyes que dieran orden a la realidad y permitieran su clara clasificación.

Así, ideas como las de Renacimiento, Barroco, Humanismo o Erasmismo eran sólo conceptos abstractos útiles para este objetivo uniformador y generalizador de la historia. Eran categorías propias para la clasificación de las regularidades buscadas y encontradas en el pasado por el historiador, desveladas por la razón. Pero el problema en este modo de proceder -le escribe Castro- es que tiene como resultado una «Historia uniformada» que termina por borrar los matices y las particularidades de los distintos grupos humanos. La idea del erasmismo entraba de nuevo en juego. Según Américo Castro, Bataillon utilizaba el concepto como abstracción con la que destacaba una regularidad o generalidad dada en la historia de Europa durante el siglo XVI. El erasmismo «uniformaba» a unos y a otros, de aquí y de allá. Era un valor universal, una ley general, encontrada por el investigador-intelectual que explica aquella realidad histórica. El erasmismo -como regularidad o generalidad en la cultura del siglo XVI- igualaba a españoles con franceses, italianos, holandeses... En resumen, europeizaba, occidentalizaba a los españoles al uniformarlos con el resto de europeos. Lo que antes de 1936 fue una conclusión bienvenida por muchos intelectuales españoles, con el propio Américo Castro entre ellos, ahora resultaba inaceptable para él. «Desde que comencé en 1939 y [19]40 a revisar/darle vueltas a lo del erasmismo en España, me di cuenta de que lo importante era lo hispánico del erasmismo, y no la "influencia" erasmista en el pensar religioso de los españoles. De ahí mi artículo, "Lo hispánico y el erasmismo"»374.

«Hay que acabar con la historia uniformada»375, proclamaba Castro en una carta a Bataillon. Castro se situaba en un punto de arranque opuesto. Él, recordemos, bajo aquel árbol junto a su casa de Austin se propuso entender qué eran los españoles y cuál debía ser el nuevo camino para alcanzar una respuesta satisfactoria. Para ello ya no valían las abstracciones uniformadoras que funcionaban para el conjunto de los europeos. Frente a lo europeo estaba lo hispano. Frente a lo genérico había que encontrar la particularidad, frente a lo universal lo singular, lo específico y por lo tanto lo diferencial. La realidad concreta se explica por su singularidad y no tanto por aquello que la uniforma con el conjunto en el que está. Así, los españoles debían ser entendidos por aquellas especificidades que les singularizan como un grupo humano en particular, diferentes del resto. En España, escribe Castro, «no hay erasmismo sino los que erasmizan»376. A Castro lo que le interesaba a partir de entonces era entender qué era lo español, qué singularizaba a los españoles en su historia. Por ello abandonó esa visión horizontal de la cultura española del siglo XVI que había adoptado tiempo atrás -horizontalidad que la conectaba al resto de la cultura occidental- y prefirió internarse a través de una visión vertical, que recorriera de principio a fin la singularidad del caso español, examinando su singular itinerario histórico. Eso significa, a mi entender, su libro España en su historia.

Américo Castro, en su crítica, cargaba las tintas contra la postura racionalizante de la tradición francesa. «Funcionalismo racionalizante de la estructura francesa» -la califica Castro en una de sus cartas- sólidamente instalado en el «orgullo nacionalista francés». La tradición francesa le interesaba a Castro sobre manera, la conocía bien y la estudió y amó desde su juventud. Además, sus investigaciones sobre la singularidad hispana las había ido levantando en un esfuerzo comparativo con la singularidad francesa. Esta última se podía definir, según él, por la tradición cartesiana, por un racionalismo visible no sólo en la manera de penetrar en la realidad, sino por una manera de estar en la vida. «Mi discrepancia con su modo de entender la literatura se funda en nuestro distinto modo de estar en la vida y entenderla. Lo que para Ud. es conocer, saber, para mí es entender, sentir»377.

Cada historiador era producto de su propia cultura. Bataillon, le escribía Castro, pertenecía a ese «pensar cartesiano», verdadero «evangelio francés», que le determinaba a realizar un análisis estrictamente racional. Bataillon «no incorporaba la experiencia vital a su pensamiento», le criticaba Castro, tomaba distancia del objeto de estudio y lo sometía a un análisis puramente racional. Así, la cultura, y más concretamente las manifestaciones literarias, quedaban convertidas en sujeto histórico desligadas de los hombres que la producen. Su estudio se limitaba a encontrar sus rasgos caracterizadores, los relativos a las fuentes, a las formas externas y a los estilos. De ahí la importancia que hasta entonces se le venía concediendo a la erudición, tanto la referida a la bibliográfica como a la documental.

Sin embargo, a partir de esta nueva etapa Américo Castro abordó sus estudios con una finalidad muy distinta. Su objetivo no respondía a la necesidad de conocer sino a la de entender. A Castro le urgía entender qué habían sido y qué eran los españoles, aquellos hombres como él que desde hacía siglos se enfrentaban entre sí con violencia destructiva. Necesitaba explicar este problema para entenderse a sí mismo y para entender lo que le acababa de ocurrir a los españoles durante la Guerra Civil. Aquella era una demanda vital apremiante para él, y no un mero ejercicio intelectual, de saber académico. «No se trata de sabidurías sino de algo mío que quiero objetivar»378.

«Me he convertido al vitalismo histórico, y eché por la borda la ideología, el intelectualismo y hasta el detallismo estilístico»379. Unos meses después insistía en este aspecto: «Pero la consideración vital de la historia, la única posible para acercarse a su especial realidad, ha sido ignorada por los franceses, anclados en el positivismo racionalista»380. De ahí que Américo Castro se adentrara en el estudio de la literatura española de manera intuitiva, con una predisposición de ánimo cargada de empatía, renunciando a esquemas apriorísticos, de tipo ideológico o de escuela historiográfica, compuestos de abstracciones generalizadoras. Sólo la intuición, una profunda sensibilidad y un gran esfuerzo de empatía permitirían al investigador tomar el pulso vital de una sociedad y de su cultura en un momento concreto de su historia. No le faltaba, es sabido, un conocimiento profundo de aquella cultura. «No necesito ir a los archivos para hablar con Lope y entender sus amores y sus incertidumbres; sus infantilismos, sus desvergüenzas, y la maravilla de sus salvaciones poéticas»381. El esfuerzo intelectivo de Castro se dirigió a captar el «sentir» del hombre que hizo cultura, que produjo obras literarias de valor histórico, y del hombre que las recibió e hizo suyas. «Yo me limité (sin recurrir a existencialismo ninguno, que no circulaba hace 20 años) a entrar en los sentimientos, en el erasmismo de las vidas de unas personas. Uds. prefieren el álgebra racional, fija y segura, formidable arma para las matemáticas, al estremecimiento irregular de las vidas»382.

¿Cómo se puede entender la literatura dramática española de los siglos XVI y XVII partiendo de esa postura antivital? ¿Cómo se puede explicar la cultura española y sus manifestaciones literarias desde un esquematismo abstracto y genérico, recurriendo a conceptos como Renacimiento, Barroco o Contrarreforma? Castro opinaba que partiendo de tales posturas tan sólo se conseguía mostrar lo superficial de una cultura y de la sociedad que la produce. «Su inclinación a regularizar, a igualar racionalmente lo vitalmente diverso» -le escribe Castro a Bataillon- le impedía un entendimiento cabal de la literatura española. No era una cuestión personal sino colectiva, del modo como se había conformado la personalidad del intelectual e investigador por el hecho de ser francés. «Se les crea a Uds. un complejo de inhibición, de timidez reprimida, y se aferran a cualquier pretexto para estar tranquilos, "les méthodes sévères", "la recherche", todas esas grandes excusas para justificar el temor a enfrentarse con la vida y su a-rracionalidad, su a-cartesianismo»383.




Interferencias gremiales

La relación entre Marcel Bataillon y Américo Castro sufrió, además, fuertes interferencias gremiales. Del gremio de los historiadores, me refiero, y éste referido a Francia. Aquí, la obra que Castro fue creando a partir de 1939 no tuvo un buen recibimiento. Muy al contrario, las críticas fueron duras y generalizadas. Esta circunstancia tuvo que influir de alguna manera en las relaciones personales entre Bataillon y Castro.

Marcel Bataillon medió e hizo gestiones para la traducción al francés de los nuevos trabajos de Américo Castro. Hay menciones a ello en las cartas que se intercambiaron en el año de 1955. Circunstancias que no vienen al caso retardaron la aparición en Francia del libro La realidad histórica de España. Vio la luz por fin en 1963384. Castro se lamentaba de que apareciera en Francia un texto suyo tan antiguo, que él ya tenía muy superado y corregido385. Accedió a su publicación sólo para salvar viejos compromisos contraídos, pero reconocía ante Bataillon que renegaba de aquel trabajo por encontrarlo lejano ya de su pensamiento, superado por sus nuevas investigaciones y reelaboraciones.

Dos años después, en 1965, su libro De la Edad Conflictiva aparecía traducido al francés con una introducción elogiosa del propio Marcel Bataillon386. En ella expresaba la importancia de los hallazgos reveladores de Castro y con «palabras generosas» expresaba su afinidad interpretativa del problema planteado en el libro: la cuestión del honor en la sociedad española a través de su literatura. Américo Castro le expresó su agradecimiento: su amigo, el primer hispanista francés, ponía su prestigio como aval ante los lectores franceses de esta obra387. El gesto tenía una gran significación. La solvencia intelectual de Marcel Bataillon acreditaba uno de los trabajos fundamentales en los que Castro desarrollaba su nuevo enfoque histórico. Lo hacía además ante sus colegas franceses, cuando alguno de los más destacados Fernand Braudel, Isaac S. Revah, Noël Salomon o Pierre Vilar- eran muy críticos con los trabajos de Castro.

Pero además de un aval de peso ante la comunidad científica, Bataillon le ofrecía un apoyo reconfortante que mitigaba el cansancio y la soledad del trabajo emprendido: «Ud. y media docena de otras personas me han hecho el honor de aceptar como verdaderas algunas de mis sugestiones, y por ello les estoy reconocidísimo, pues no se horrorizan de que en la formación de los españoles hayan intervenido moros y judíos»388. En los años finales de su vida, la figura de Castro se asemeja a la de su personaje preferido, don Quijote. Cansado y zarandeado, convencido de la importancia que tenían los resultados alcanzados en la empresa intelectual en la que se batió con admirable abnegación, buscaba el apoyo afectivo del compañero de viaje: «Me siento muy sólo, aunque las ayudas parciales que recibo son inapreciables. [...] Perdone, mi buen amigo, esta explosión, pero repito lo que digo en la anterior: si puede, écheme una mano. O por lo menos, dígame que tengo razón en no dejar patear verdades importantes para todo un pueblo»389.

Los ejemplos de la postura crítica entre los historiadores franceses fueron notables. Fernand Braudel escribió en la prestigiosa revista Annales (1965), faro entonces de la historiografía internacional, una crítica extensa en tono muy severo. Isaac S. Rèvah criticó los trabajos de Castro en el discurso que pronunció en el acto público con el que reemplazaba a Marcel Bataillon, tras su retiro por jubilación, en el Collège de France. Américo Castro aprovechó la segunda edición de su libro De la Edad Conflictiva, agotado en poco tiempo, para incluir una larga introducción en la que salía al paso de estas críticas y algunas otras más. Lo hacía dirigiéndose al público español, en el que la influencia de la historiografía francesa iba a tener un peso enorme. También pudo dirigirse al público francés gracias a la mediación de Bataillon. No pudo hacerlo en Annales como él quería, sino en una revista menor, Cahiers du Sud, en la que escribió y tradujo con ayuda del propio Bataillon una respuesta al texto de Fernand Braudel. «La deuda de mi gratitud a Ud. se hace cada día más "impagable". Su traducción y su arreglo de lo que yo escribí son perfectos [...] La compañía y amistad de Ud. me bastan para compensar los ataques de "ceux qui ne comprennent pas390.

Pero sus escritos en defensa propia no tuvieron gran alcance; por el contrario, la influencia de historiadores como Fernand Braudel- «semi-dios de la Historiografía internacional»-, Isaac Rèvah o Pierre Vilar fue extraordinaria, también sobre los historiadores españoles. «Es triste ver a la Francia de mis entusiasmos juveniles reducida a tal penuria, y todo, a fin de inflar el globo marxista»391.

En sus cartas, Castro le expresaba a Bataillon su opinión acerca de sus críticos. Les achacaba motivos de militancia, en esta o aquella escuela historiográfica. «Mi obra se mueve allá entre la ortodoxia y el marxismo frenético (tan cerradamente dogmático como el Opus Dei) Antes, cuando era yo joven, la salida de la beatería era el liberalismo, hoy inválido, "démodé392. Los ataques a sus obras, escribía, venían de distintas sectas e «ismos»: «Católicos, marxistas, judíos siguen dando sobre mí con una tenacidad proporcional al riesgo que mis páginas ponen a sus dogmatismos historiográficos»393.

No debía ser fácil la situación de Marcel Bataillon, su amigo y su casi solitario defensor en Francia. Sin embargo, resuelto el desencuentro pasado, el acercamiento afectivo e intelectual entre Bataillon y Castro fue en aumento desde finales de los años cincuenta. «Las discrepancias entre Ud. y yo son de otro tipo. Son distancias de juicio, que pueden salvarse. Ni a Ud. ni a mí nos mueven rencores ni complejos de inferioridad. Podemos equivocarnos, pero la conversación puede seguir cordial y esperanzada. Una amistad de 30 años lo prueba»394. Diez años después le escribía en términos semejantes, con expresiones que se hacen frecuentes en sus cartas: «Mis discrepancias con Ud. en el fondo carecen de importancia. A Ud. le interesa el punto de vista moral, y a mí el vital y el artístico. Eso es todo»395.